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domingo, 31 de mayo de 2009

VENIT, CREATUR SPIRITU

Hoy celebramos la fiesta del Pentecostés, que es la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la Bienaventurada Virgen María. Sabemos de memoria esta historia que marca el nacimiento de la Iglesia Católica (en la liturgia del día nos reciben con la lectura de los Hechos de los Apóstoles II, 1- 11). Pero hay algo que causa aflicción: que el 93% de los católicos no tienen idea de quien es el Espíritu Santo.
Por este motivo quiero traer esta nota sobre el Espíritu Santo, para que lo conozcan y lo amen con toda el alma y el corazón. Y un pequeño himno para invocarlo todos los días.
¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?

"Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor! sino por influjo del Espíritu Santo"
(1 Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios XII, 3)


Espíritu Santo (simbolizado como paloma)

Muchas veces hemos escuchado hablar de Él; muchas veces quizá también lo hemos mencionado y lo hemos invocado. Piensa cuántas veces has sentido su acción sobre ti: cuando sin saber cómo, soportas y superas una situación, una relación personal difícil y sales adelante, te reconcilias, toleras, aceptas, perdonas, amas y hasta haces algo por el otro…. Esa fuerza interior que no sabes de dónde sale, es nada menos que la acción del Espíritu Santo que, desde tu bautismo, habita dentro de ti. El Espíritu Santo ha actuado durante toda la historia del hombre. En la Biblia se menciona desde el principio, aunque de manera velada. Y es Jesús quien lo presenta oficialmente:

"Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Defensor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad…. En adelante el Espíritu Santo Defensor, que el Padre les enviará en mi nombre, les va a enseñar todas las cosas y les va a recordar todas mis palabras. … En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Defensor no vendrá a ustedes. Pero si me voy se lo mandaré. Cuando él venga, rebatirá las mentiras del mundo…. Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando Él venga, el Espíritu de la Verdad, los introducirá en la verdad total".
Estos son fragmentos del Evangelio de San Juan, capítulos 14, 15 y 16. Si quieres saber más sobre las últimas promesas y más profundas revelaciones de Jesús, lee con atención y mucha fe, esta parte del evangelio. Desde que éramos niños, en el catecismo aprendimos que "el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad". Es esta la más profunda de las verdades de fe: habiendo un solo Dios, existen en Él tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Verdad que Jesús nos ha revelado en su Evangelio. El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Jesús nos lo presenta y se refiere a Él no como una potencia impersonal, sino como una Persona diferente, con un obrar propio y un carácter personal .

FORMAS DE LLAMAR AL ESPÍRITU SANTO
"Espíritu Santo" es el nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a quien también adoramos y glorificamos, junto con el Padre y el Hijo. Pero Jesús lo nombra de diferentes maneras:

EL PARÁCLITO: Palabra del griego "parakletos", que literalmente significa "aquel que es invocado", es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Juan XIV, 16). El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo, y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
EL ESPÍRITU DE LA VERDAD: Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan XIV, 6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel "discurso de despedida" con sus apóstoles en la Última Cena, dice que será quien después de su partida, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado. El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. Los campos de acción en que actúa el Espíritu Santo, son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es el primer momento de dicha actuación. Permanecer y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para los discípulos de Cristo, desde los primeros años de la Iglesia hasta el final de los tiempos, y es el Espíritu Santo quien hace posible que la verdad a cerca de Dios, del hombre y de su destino, llegue hasta nuestros días sin alteraciones.

Cada vez que rezamos el Credo, llamamos al Espíritu Santo: SEÑOR Y DADOR DE VIDA: El término hebreo utilizado por el Antiguo Testamento para designar al Espíritu es "ruah", este término se utiliza también para hablar de "soplo", "aliento", "respiración". El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad del hombre. Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación; que la realiza por medio de su Palabra, su Hijo; y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo. La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo - espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra. (Cf. Salmos CIII/CIV; Isaías LXIII, 17; Gálatas VI, 15; Ezequiel XXXVII, 1-14). Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos: "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes" (Romanos VIII, 11).

La Iglesia también reconoce al Espíritu Santo como: SANTIFICADOR: El Espíritu Santo es fuerza que santifica porque Él mismo es "espíritu de santidad". (Cf. Isaías LXIII, 10-11) En el Bautismo se nos da el Espíritu Santo como "don" o regalo, con su presencia santificadora. Desde ese momento el corazón del bautizado se convierte en Templo del Espíritu Santo, y si Dios Santo habita en el hombre, éste queda consagrado y santificado. El hecho de que el Espíritu Santo habite en el hombre, alma y cuerpo, da una dignidad superior a la persona humana que adquiere una relación particular con Dios, y da nuevo valor a las relaciones interpersonales. (Cf. 1 Corintios VI, 19) .

LOS SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU SANTO

Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:
  • El Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.
  • La Unción: Simboliza la fuerza. La unción con el óleo es sinónima del Espíritu Santo. En el sacramento de la Confirmación se unge al confirmado para prepararlo a ser testigo de Cristo.
  • El Fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu.
  • La Nube y la Luz: Símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para "cubrirla con su sombra". En el Monte Tabor, en la Transfiguración, el día de la Ascensión; aparece una sombra y una nube.
  • El Sello: Es un símbolo cercano al de la unción. Indica el carácter indeleble de la unción del Espíritu en los sacramentos y hablan de la consagración del cristiano.
  • La Mano: Mediante la imposición de manos los Apóstoles y ahora los Obispos, trasmiten el "don del Espíritu".
  • La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él.



EL ESPIRITU SANTO Y LA IGLESIA

La Iglesia nacida con la Resurrección de Cristo, se manifiesta al mundo por el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Por eso aquel hecho de que "se pusieron a hablar en idiomas distintos", (Hechos II, 4) para que todo el mundo conozca y entienda la Verdad anunciada por Cristo en su Evangelio.

La Iglesia no es una sociedad como cualquiera; no nace porque los apóstoles hayan sido afines; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que "estaban juntos en el mismo lugar" (Hch 2,1), es que "todos quedaron llenos del Espíritu Santo" (Hechos II, 4).

Una semana antes, Jesús se había ido al Cielo, y todos los que creemos en Él esperamos su segunda y definitiva venida, mientras tanto, es el Espíritu Santo quien da vida a la Iglesia, quien la guía y la conduce hacia la verdad completa.

Todo lo que la Iglesia anuncia, testimonia y celebra es siempre gracias al Espíritu Santo. Son dos mil años de trabajo apostólico, con tropiezos y logros; aciertos y errores, toda una historia de lucha por hacer presente el Reino de Dios entre los hombres, que no terminará hasta el fin del mundo, pues Jesús antes de partir nos lo prometió: "…yo estaré con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo" (Mateo XXVIII, 20).
¿POR QUÉ EL ESPÍRITU SANTO HACE PARTE DE LA TRINIDAD?
La Trinidad beatísima (Padre, Hijo y Espíritu Santo)
El dogma trinitario fue fijado mayormente en el siglo IV por San Atanasio y los Padres de Capadocia (la patria de san Jorge) a raíz de la controversia arriana. Dicha controversia fue el motor de una profundización sobre la naturaleza de la divinidad, a partir de las fuentes teológicas cristianas y la tradición de las comunidades. El dogma trinitario quería, por una parte, dar respuesta a las dificultades planteadas y, por otra y en igual medida, proteger el cristianismo contra tres tendencias que, en opinión de los Padres, amenazaban al cristianismo.

La primera tendencia era el monoteísmo judío. La noción de Dios hecho hombre, Dios muerto y Dios resucitado era de partida incompatible con dicho monoteísmo, de marcado carácter patriarcal. Los intentos por conciliar ambas visiones se traducían en diversas variantes teológicas que rebajaban la dignidad de Jesucristo, considerándolo un hombre muy evolucionado (ebionismo) o un ángel excelso (arrianismo). Este menoscabo de la dignidad del Hijo y, como añadidura, de la del Espíritu Santo, es la primera tendencia que se quiso evitar.

La segunda tendencia que se quiso sortear fue el politeísmo pagano, habitual en las religiones caldeas, egipcia y grecorromana. Desde sus comienzos, el cristianismo quedó expuesto a la acusación de politeísmo por parte de los círculos judíos debido a la afirmación de que existe un Dios Padre, un Dios Hijo y un Dios Espíritu Santo. Refutar tal acusación era una prioridad para los Padres.

La tercera tendencia fue la excesiva intelectualización del cristianismo como consecuencia de su contacto con la filosofía griega. Comprender o desentrañar el misterio divino hubiese significado subordinar a Dios a la razón, algo inaceptable para el sentido teológico de los Padres.
Con este fin, la formulación del dogma trinitario fue realizado utilizando dos términos provenientes de la filosofía griega, a los que se dio un significado teológico muy preciso. Dichos términos fueron «ousía» (naturaleza o sustancia) e «hipóstasis» (persona). De forma muy sencilla se podría decir que «ousía» alude a lo general e «hipóstasis» a lo particular. Si se tratase, por ejemplo, de caballos, la «ousía» del caballo sería más o menos la esencia, la idea o la especie caballo, mientras que sus «hipóstasis» serían cada uno de los ejemplares de caballo que existe. Si se tratase de hombres, la «ousía» del hombre sería lo que hoy se entiende por «humanidad», mientras que las «hipóstasis» serían cada una de las personas o individuos.

Es importante notar que estos términos fueron formulados en una época que tenía otro contexto intelectual. Hoy en día, la humanidad o el género caballo son abstracciones intelectuales carentes de realidad. Lo real, en cambio, es la persona con la que se habla o el caballo que se ve. Este posicionamiento vital contrasta fuertemente con el platonismo para el que las ideas eran la verdadera realidad y los ejemplares, su sombra.

Entre estas dos posturas extremas, los Padres de la Iglesia escogieron un punto intermedio, atribuyendo plena realidad a la idea y al ejemplar, a la ousía y a la hipóstasis. La realidad de la humanidad quedó reflejada en el término «Iglesia». La «Iglesia» era la «comunidad en Cristo» y representaba ese vínculo esencial interior que unificaba la diversidad de comunidades y personas. De ahí que, con la mayor naturalidad, se hablase de ella como única y católica (universal). En este sentido, la Iglesia, además de una institución, era una realidad espiritual intangible pero efectiva. Por otro lado, en relación con el pecado original, se entendía dicho pecado como una corrupción de la «ousía» o naturaleza humana, heredada después por todos sus ejemplares, las distintas personas. Esta noción modeló la soteriología cristiana de la siguiente manera. No importa cuán virtuosa fuese una persona. Dicha persona no podía salvarse mientras la naturaleza humana no quedase redimida o liberada de su falla, quiebra, pecado o corrupción, lo cual era inasequible a las personas y sólo posible a Dios. Por medio de Cristo, Dios restituye a la naturaleza humana su dignidad espiritual haciendo posible, ahora sí, que cada persona, por un esfuerzo personal, se salve. En este trabajo personal es donde, según los Padres, interviene de manera decisiva el Espíritu Santo.

Los Padres traspusieron los términos «ousía» e «hipóstasis» a la divinidad afirmando, que existe una única ousía, naturaleza o esencia divina, pero tres personas o hipóstasis: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dichas personas eran «consustanciales» o «de la misma naturaleza» (homoousios), de modo que, en su esencia, eran el mismo y único Dios. Por el contrario, como personas o hipóstasis eran distintas y distinguibles, de una parte por su «economía» (Término que en la teología describe lo relacionado con la particular acción y misión de cada persona) y, de otra, por tres cualidades intrínsecas: «ser ingénito» (el Padre), «ser engendrado» (el Hijo) y «proceder del Padre» (el Espíritu Santo).

La afirmación de una única «ousía» o esencia divina permitió evitar el politeísmo triteísta. De ahí que el cristianismo se considere una religión monoteísta. La existencia de tres personas divinas permitió sortear el monoteísmo judío y afirmar la plena divinidad del Hijo y del Espíritu Santo. La idea de tres personas divinas en una sola naturaleza, por su misma esencia contradictoria, blindó el misterio divino contra la especulación filosófica.

En el pensamiento teológico sobre la Trinidad, la acción del Hijo y del Espíritu Santo son inseparables y complementarias. El Hijo dirige su obra hacia lo general del hombre, a su «ousía», mientras que el Espíritu Santo obra sobre cada persona en particular. Cristo presta su persona divina a la naturaleza humana, haciéndose «cabeza de la Iglesia». El Espíritu Santo presta su naturaleza divina a cada persona humana, divinizándola a través de la comunicación de dones sobrenaturales.
DONES

El Espíritu Santo puede acercarse al alma y transmitirle ciertas disposiciones que la perfeccionan. Estos hábitos se conocen como los «dones del Espíritu Santo». La teología católica y la ortodoxa reconocen siete dones pues siguen tradicionalmente la cita de Isaías. A continuación se enumeran estos siete dones con una somera descripción.
  1. Temor de Dios: da docilidad para seguir lo que la persona descubre como querer de Dios por reverencia ante Él.
  2. Sabiduría: permite juzgar de Dios y saborear de las cosas divinas por sus últimas causas.
  3. Entendimiento: hace a la inteligencia apta para penetrar las verdades reveladas.
  4. Consejo: permite juzgar adecuadamente en los casos concretos para encontrar lo que ha de hacerse para salvarse.
  5. Piedad: suscita un afecto filial hacia Dios para considerarlo como Padre y, por tanto, también el sentido de la fraternidad con los demás hombres.
  6. Fortaleza: robustece al alma para que practique con heroicidad las virtudes.
  7. Ciencia: permite que la inteligencia juzgue rectamente de todo para que quien lo recibe pueda salvarse.

FRUTOS

En la teología, se dice que la cercanía del Espíritu Santo induce en el alma una serie de hábitos beneficiosos que se conocen como «frutos del Espíritu» y que vienen enumerados en la Epístola a los Gálatas:

Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Longanimidad, Bondad, Benignidad, Mansedumbre, Fidelidad, Modestia, Continencia y Castidad. (Ga 5, 22-23)

Los frutos son producto de los dones del Espíritu. Los frutos son actos virtuosos y se distinguen por la alegría que causan en quien los realiza. El número de nueve citado en el Nuevo Testamento es sólo simbólico pues, como afirma Santo Tomás de Aquino, «son frutos de cualquier obra virtuosa en la que el hombre se deleita». (Catecismo de la Iglesia Católica)
HIMNO "VENIT, CREATUR SPIRITU" (por el beato Rabano Mauro)
Ven, Creador Espíritu,
De los tuyos la mente a visitar
A encender en tu amor los corazones,
Que de la nada plúgote crear.
Tú, que eres el Paráclito,
Llamado y don altísimo de Dios,
Fuente viva, amor, y fuego ardiente
Y espiritual unción.
Tú, septiforme en dádivas;
Tu, dedo de la diestra paternal;
Tú, promesa magnífica del Padre;
Que el torpe labio vienes a soltar.
Con tu luz ilumina los sentidos;
Los afectos inflama con tu amor;
Con tu fuerza invencible corroboras
La corpórea flaqueza y corrupción.
Lejos expulsa al pérfido enemigo,
Envíanos tu paz,
Siendo Tú nuestro guía,
Toda culpa logremos evitar.
Dénos tu influjo conocer al Padre,
Dénos también al Hijo conocer;
Y del Uno y del Otro, oh Santo Espíritu,
En Ti creamos con sincera fe.

A Dios Padre, alabanza, honor y gloria,
Con el Hijo que un día resucitó de entre los muertos,
Y al feliz Paráclito,
De siglos en la eterna sucesión. Amén.
(Rezar siete Padrenuestros, con Ave María y Gloria, para obtener los dones del Espíritu Santo)

ORACIÓN
Oh Dios, que iluminaste los corazones de tus fieles con la ciencia del Espíritu Santo; danos ese mismo Espíritu para obrar con prudencia y rectitud y gozar siempre de sus consuelos inefables. Por J. C. N. S. Amén.
Fuentes: Parroquia del Rosario (Monterrey, México). Devocionario Católico.

sábado, 30 de mayo de 2009

FERNANDO III EL SANTO, REY DE CASTILLA Y LEÓN

Roguemos incesantemente, en nuestras oraciones al Señor
que nos dé reyes o gobernantes como San Fernando,
que merezcan las bendiciones y no las maldiciones de sus pueblos.


A decir verdad, muchos de los gobernantes actuales son un mal ejemplo para su pueblo. Pero quiero presentar la historia de un líder que dirigió sabiamente su país. Tanta honra conquistó en su vida que mereció la gloria de la santidad. Me refiero a Fernando III de Castilla, conocido como "El Santo".


San Fernando (1198? - 1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.




Fernando III de Castilla y León, El Santo



A diferencia de su primo San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.



Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apostatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.



Antiguo escudo de la Corona de Castilla






Catedral de León (España)


Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.


Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.


Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada parecido hemos leído de reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI «el santo et bienaventurado rey Don Fernando».

* * *

Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.


Fue mortificado y penitente, como todos los santos; pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica; es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.


Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.


Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta», nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.


Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.


* * *

Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.


San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y al ajedrez, y de los juegos de salón.


Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.


Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando».
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.


A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la Corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.





San Fernando atendiendo a los pobres

Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de Noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Más sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.


Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.


* * *

De su reinado queda la fama de las conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o «cabalgadas» de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.


Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.


Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. «San Fernando –dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico– practica desde el comienzo una política de lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par». Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana.


Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el África una faz distinta.


Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago . Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Jesucristo». Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.


Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad –se aventura a decir el mesurado Feijoo– que en otra nación alguna non est inventus similis illi [no se ha encontrado ninguno semejante a él].


Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.


Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?


Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina : «irruit... Domini Spiritus in rege». Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.


Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: «no conoció el vicio ni el ocio».


Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. «Si yo no velo –replicaba a los que le pedían descansase–, ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.


A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable «Virgen de las Batallas» que se guarda en Sevilla. En campaña rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la «Virgen de los Reyes», que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana. Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.



Nuestra Señora de las Batallas


La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: «El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?»

San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:

«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años.»

Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.

Fuente: José M.ª Sánchez de Muniáin, San Fernando III de Castilla y León, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523- 531.


REFLEXIÓN

Dicen los historiadores: «Cuando murió el rey don Fernando todo el reino hizo un gran sentimiento: los hombres se mesaban las barbas y las mujeres principales se arrancaban los cabellos, y sin atender al decoro de sus personas, salían por las calles llorando y poblando de clamores el aire. Todos lloraban y decían: Ojalá no hubiese nacido, o no hubiese muerto el príncipe. Y hasta el mismo Alhamar mandó cien moros con hachas encendidas a sus exequias» No nos olvidemos pues de rogar incesantemente, en nuestras oraciones al Señor que nos dé reyes o gobernantes como san Fernando, que merezcan las bendiciones y no las maldiciones de sus pueblos.


ORACIÓN

Oh Dios, que concediste al bienaventurado Fernando, tu confesor, que pelease tus batallas y que venciese a los enemigos de tu fe, concédenos por su intercesión la victoria de nuestros enemigos corporales y espirituales. Por J. C. N. S. Amén


Fuente: Flos Sanctorum de la Familia Cristiana, P Francisco De Paula Morell, S. J., Ed. Difusión, S. A., Buenos Aires, 1943.

viernes, 29 de mayo de 2009

SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI: UN ALMA VÍCTIMA

Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se renuncie a sí mismo,
que tome su cruz cada día y que me siga.
(Lucas IX, 23)

Muchos deseamos y le pedimos a Dios que nos conceda la gracia de ser almas víctimas (sufrir los dolores de Nuestro Señor Jesucristo) en expiación de los pecados del mundo. Pero muchos no reciben o rechazan este don; desconociendo que los grandes santos padecieron horriblemente en su vida; y ahora tienen una gloria singular en el cielo, porque "Mas plugó a Yahveh quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes". (Isaías LIII, 10- 12)
Por esta razón, he decidido presentarles la historia de santa María Magdalena de Pazzi, que a mi criterio personal es un ejemplo de estas pocas y valiosas almas víctimas.

Santa María Magdalena de Pazzi en una experiencia mística.

TESTIMONIOS PAPALES

Decía de ella San Pío X en 1908: "La Vida de Santa María Magdalena de Pazzi no es solamente un prodigio de estéril admiración, sino un vivo modelo que todos podemos y debemos en parte imitar..." Y en 1952 el Papa Pío XII: "Santa María Magdalena de Pazzi, la virgen de Florencia, brilló, más que por su nobleza, por el fervor de todas las virtudes, y, sobre todo, por su amor encendidísimo para con Dios y para con el prójimo".

BIOGRAFÍA
Nació en Florencia, Italia, en el año 1556, de la familia Pazzi que dio a la nación famosos políticos y militares y a la Iglesia Católica una de sus más grandes santas. Su padre era gobernador y la internó desde muy pequeña en un convento de monjas. Allí se encariñó grandemente con las prácticas de piedad y con la vida de retiro y espiritualidad. Era muy hermosa y de muy amable trato, y su familia la quería casar con alguno de la alta clase social, pero la jovencita demostraba tan grande inclinación a la vida religiosa que tuvieron que permitirle que se fuera a un convento. Escogió el convento de las Carmelitas porque allá le permitían comulgar con frecuencia. Hizo sus tres votos o juramentos de pobreza, castidad y obediencia antes que las demás novicias, porque le llegó una grave enfermedad que la llevó casi a las puertas de la muerte. Una frase que le impresionó mucho fue aquella de San Pablo que le dijo el sacerdote el día en que le colocó el crucifijo que llevan las religiosas: "A mí líbreme Dios de gloriarme en cualquier otra cosa que no sea la cruz de Jesucristo". Desde ese día se llenó de un inmenso deseo de sufrir por amor a Jesús.Cuando la transportaban a la enfermería después de hacer sus tres votos, Magdalena tuvo su primer éxtasis que le duró más de una hora. Su rostro apareció ardiente, y deshecha en lágrimas sollozaba y repetía: "Oh amor de Dios que no eres conocido ni amado: ¡cuán ofendido estás!". En los siguientes cuarenta días tuvo inmensas consolaciones espirituales y recibió gracias extraordinarias. Los especialistas dicen que cuando un alma se consagra totalmente al servicio de Dios, el Señor le concede al principio muy agradables consolaciones espirituales, a fin de prepararle para los grandes sufrimientos y las terribles pruebas que vendrán después. Luego les llegan días de tinieblas interiores para acabar con todo rastro de egoísmo y llenar el alma de humildad y para convencerse de la gran necesidad que tienen de la ayuda de Dios. Así le sucedió a nuestra santa. Dios le mostró las inmensas ventajas que consiguen para su alma y para la santificación de otras personas, quienes sufren con paciencia. Y desde entonces fue creciendo sin cesar su deseo de sufrir por Cristo y por la conversión de los pecadores. A una religiosa que le preguntaba cómo podía soportar sus dolores sin proferir ni una sola palabra de impaciencia, le respondió: "Pensando y meditando en los sufrimientos que Jesucristo padeció en su santísima Pasión y muerte. Quien mira las heridas de Jesús crucificado y medita en sus dolores, adquiere un gran valor para sufrir sin impacientarse y todo por amor a Dios". Santa María Magdalena de Pazzi escogió un lema o programa de vida que se ha hecho famoso. Decía así: "No morir, sino sufrir". "Ni morir ni curar, sino vivir para sufrir". Y repetía "Oh, si la gente supiera cuán grandes son los premios que se ganan sufriendo por amor a Jesucristo, todos aceptarían con verdadero gozo sus sufrimientos, por grandes que sean". Después de uno de sus éxtasis contaba: "Vi el amor inmenso que nos tiene Nuestro Señor y vi también que las almas que ofrecen sus sufrimientos uniéndolos a los sufrimientos de Cristo se vuelven inmensamente hermosas. ¡Oh, si las gentes supieran lo mucho que ganan cuando ofrecen a Dios sus padecimientos!". En medio de su éxtasis hablaba con un ser invisible, y abrazando su crucifijo, con rostro brillante exclamaba: "Oh Jesús mío: concédeme palabras eficaces para convencer al mundo de que tu amor es grande y verdadero y que nuestro egoísmo es engañoso y tramposo". Y en sus conversaciones buscaba siempre almas que quisieran dedicar su vida entera a amar a Jesucristo y ofrecer por El todos los sufrimientos de cada día y de cada hora, con todo el amor de su espíritu. Le aparecieron en sus manos y en pies los estigmas o heridas de Cristo Crucificado. Le producían dolores muy intensos, pero ella se entusiasmaba al poder sufrir más y más por hacer que Cristo fuera más amado y más obedecido y por obtener que más almas se salvarán. Tres religiosas, encargadas por el director espiritual escribían lo que ella iba diciendo, especialmente las revelaciones que recibía durante su éxtasis. Y de todo esto salió el libro titulado "Contemplaciones", que llegó a ser un verdadero tratado de teología mística. San Alfonso de Ligorio apreciaba inmensamente este libro y en sus obras lo cita muchísimas veces. Martirizada en su cuerpo por heridas dolorosísimas, cuando los dolores se volvían insoportables, ella pedía valor al Señor diciéndole: "Ya que me has dado el dolor, concédeme también el valor". Y recibía fuerzas sobrenaturales para seguir sufriendo sin impacientarse ni quejarse. Además de los dolores físicos le llegó lo que los santos llaman "La noche oscura del alma". Una cantidad impresionante de tentaciones impuras. Sentimientos de tristeza y desgano espiritual. Falta de confianza y de alegría. Sufría de violentos dolores de cabeza y se paralizaba frecuentemente. La piel se le volvía tan sensible que el más leve contacto le producía una verdadera tortura. Pero en medio de tantos suplicios seguía repitiendo: "Ni sanar ni morir, sino vivir para sufrir". Veía el futuro y leía los pensamientos. A Alejandro de Médicis le dijo que un día sería Sumo Pontífice pero que duraría poco en el cargo, y así sucedió. Se bilocaba, o sea se aparecía a gentes que estaban muy distantes y les llevaba mensajes. Curó varios enfermos. Los viernes sufría varios de los dolores que Cristo padeció el Viernes Santo. Y repetía siempre: "Señor: ¡hágase tu santa voluntad!". El 25 de mayo del año 1607, al morir quedó bella y sonrosada. Tenía apenas 41 años. Su cuerpo se conserva todavía incorrupto en el convento carmelita de Florencia donde pasó su vida.
MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA DE SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI

I. Esta santa amó a Dios desde que tuvo suficiente razón como para conocerlo. Aislábase para orar; pasaba horas enteras ante el Santísimo Sacramento; su Bienamado sin cesar estaba presente en su memoria. ¿Has comenzado tú a amar a Dios? ¡Des de hace ya mucho tiempo lo conoces y muy poco lo has amado!
II. Ella despreció todas las ventajas temporales que le aseguraban sus hermosas cualidades, y desde que conoció la vanidad del mundo, apresuróe a dejarlo, protestando que estaba dispuesta a soportar todos los suplicios antes que permanecer en él. Mira tú las grandezas, las riquezas y los placeres con los ojos de la fe, y no tendrás sino desprecio por lo que el mundo adora. Pon los ojos en el cielo, allí es donde debes poner todas tus esperanzas. He aprendido a pisar la tierra y no a adorarla, no me es lícito poner en las cosas inanimadas las esperanzas de mi vida. (San Clemente de Alejandría).
III. La oración continua de esta santa era la fuente de todas sus virtudes. Hacíala amar a Dios únicamente, y despreciar todo lo que no fuera Dios. Tú no podrás formarte alta idea de Dios, porque no piensas en Él, porque no conversas con Él. Gusta de la oración, ella te desasirá de la tierra y te unirá por entero a Dios; haz tu jaculatoria el lema de esta santa: ¡Sufrir o morir!
La castidad. Orad por los que están afligidos.

ORACIÓN

Oh Dios, amador de la virginidad, que habéis abrasado de vuestro amor y adornado con vuestros dones celestiales a vuestra bienaventurada virgen María Magdalena, haced que honrando su memoria, imitemos su pureza y su castidad. Por J. C. N. S. Amén.
Fuentes: Santoral Litúrgico de Juan Esteban Grosez, S.I. Tomo II, (Ed. ICTION, Buenos Aires, 1982). Santoral de Ethernal World Television Network. Monasterio del Magníficat (Canadá).

miércoles, 27 de mayo de 2009

LAS GESTAS DEL CRUZADO DEL SIGLO XX

Continuando la serie de artículos de o sobre Plinio Correa de Oliveira, "el Cruzado del siglo XX", traigo otro editorial de su puño y letra. Ahora presento el artículo "¡Lutero se considera divino!", publicado en la Hoja de San Pablo (Brasil) el 10 de Enero de 1984.
¡LUTERO SE CONSIDERA DIVINO!

Plinio Corrêa de Oliveira (*)

No comprendo cómo ciertos eclesiásti­cos contemporáneos, incluso de los más cultos, doctos e ilustres, pueden hacer de Lutero, el heresiarca, una figura mítica, con el empeño de favorecer una aproxi­mación ecuménica. Esta aproximación se­ría en primer término con el protestantis­mo e indirectamente con todas las religio­nes, escuelas filosóficas, etc. Discernirán estos hombres el peligro que a todos nos acecha al final de ese camino? Me refiero a la formación a escala mundial de un siniestro supermercado de religiones, filo­sofias y sistemas de todo tipo, en el que la verdad y el error se presentarán frac­cionados, mezclados y puestos en bullicio. Sólo quedaría ausente del mundo —si es que se pudiera llegar hasta allá— la verdad total; o sea, la fe católica, apostó­lica, romana, pura y sin mancha.

A propósito de Lutero —a quien le co­rrespondería bajo cierto aspecto el papel de punto de partida en esta marcha hacia el desorden total— publico hoy algunos tópicos más que muestran bien el olor que su figura rebelde exhalaría en ese supermercado o, mejor, en esa necrópolis de religiones, de filosofias y del mismo pensamiento humano.
Tal como lo prometiera en el artículo anterior, los obtengo de la magnífica obra del reverendo padre Leonel Franca, S. J., “La Iglesia, la reforma y la civilización” (Editora Civilização Brasileira, Río de Ja­neiro, 3.a ed., 1934, 558 págs.).

La doctrina de la justificación indepen­diente de las obras es un elemento carac­terístico de la enseñanza de Lutero. En términos llanos quiere decir que los méri­tos superabundantes de Nuestro Señor Jesucristo aseguran al hombre por sí so­los la salvación eterna. De manera que se puede llevar en esta tierra una vida de pecado sin remordimiento de conciencia ni temor de la justicia de Dios.

¡Para él la conciencia no era la voz de la gracia, sino la del demonio!
1. Por eso le escribió a un amigo que el hombre vejado por el demonio de cuando en cuando “debe beber con más abundancia, jugar, divertirse y aun come­ter algún pecado por odio y para molestar al demonio, para no darle pie a que per­turbe la conciencia con niñerías. (...) Todo el decálogo (de la ley de Dios) se debe borrar de nuestros ojos y nuestra alma, de nosotros, tan perseguidos y molestados por el diablo” (M. Luther, “Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wet­te, Berlín, 1825-1828; cfr. op. cit., págs. 199-200).
2. En este sentido también escribió Lutero: “Dios sólo te obliga a creer y a confesar. En todas las otras cosas te deja libre y dueño de hacer lo que quieres, sin peligro alguno de conciencia; más bien es cierto que a El no le importa incluso que dejes a tu mujer, huyas de tu señor y no seas fiel a ningún vínculo. ¿Y qué más le da (a Dios) que hagas o dejes de hacer semejantes cosas?” (“Werke”, ed. de Wei­mar, XII, págs. 131 y sigs.; cfr. op. cit., pág. 446).
3. Tal vez más tajante es esta incita­ción al pecado en carta a Melanchton del 1 de agosto de 1521: “Sé pecador y peca de veras (“esto peccátor et peca fórtier”), pero con aún mayor firmeza cree y alégra­te en Cristo, vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Durante la vida pre­sente debemos pecar. Basta que por la misericordia de Dios conozcamos al Cordero que quita los pecados del mundo. De él no nos ha de separar el pecado aunque cometamos mil homicidos y mil adulterios por día” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, II, pág. 27; cfr. op. cit., pág. 439).
4. Esta doctrina es tan descabellada que el propio Lutero a duras penas conse­guía creer en ella: “No hay ninguna reli­gión en toda la tierra que enserïe esta doctrina de la justificación; yo mismo, aunque la enseñe públicamente, creo en ella con gran dificultad” (“Werke”, ed. de Weimar, XXV, pág. 330; cfr. op. cit., pág. 158).
5. Pero el mismo Lutero reconocía los efectos de su predicación confesada­mente insincera: “El Evangelio encuentra hoy en día adherentes que se persuaden de que ésta no es sino una doctrina que sirve para llenar el vientre y dar rienda suelta a todos los caprichos” (“Werke”, ed. de Weimar, XXXIII, pág. 2; cfr. op. cit., pág. 212).
Y acerca de sus secuaces evangélicos Lutero agregaba que “son siete veces peores que antes. Después de la predica­ción de nuestra doctrina los hombres se entregaron al robo, a la mentira, a la impostura, a la crápula, a la embriaguez y a toda especie de vicios. Expulsamos un demonio (el Papado) y vinieron siete peo­res” (“Werke”, ed. de Weimar, XXVIII, pág. 763; cfr. op. cit., pág. 440).
“Después que comprendimos que las buenas obras no son necesarias para la justificación, quedamos mucho más remi­sos y fríos en la práctica del bien. (...) Y si hoy se pudiese volver a la antigua situa­ción, si de nuevo reviviese la doctrina que afirma la necesidad del recto proceder para ser santo, otro sería nuestro entu­siasmo y disposición en el ejercicio del bien” (“Werke”, ed. de Weimar, XXVII, pág. 443; cfr. op. cit., pág. 441).
6. Todos esos desvaríos explican que Lutero haya llegado al frenesi del orgullo satánico, diciendo de sí mismo: “¿No os parece este Lutero un hombre extravagante? Para mí lo tengo como Dios. Si no, cómo podrían tener sus es­critos y su nombre la potencia de trans­formar mendigos en señores, asnos en doctores, falsificadores en santos, lodo en perlas?” (ed. de Wittenberg, 1551, tomo IV, pág. 378; cfr. op. cit., pág. 190).
7. Otras veces la opinión que Lutero tenía de sí mismo era mucho más objeti­va: “Soy un hombre expuesto y compro­metido en la sociedad, en la crápula, en los impulsos carnales, en la negligencia y otras molestias, a las que se vienen a juntar las de mi propio oficio” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, I, pág. 232; cfr. op. cit., pág. 198). Excomulgado en Worms en 1521, Lutero se entregó al ocio y a la indolencia. Y el 13 de julio escribió a Melanchton, otro prócer protestante: “Yo aquí me hallo, insensato y endurecido, establecido en el ocio; ¡oh, dolor!, rezando poco y dejando de gemir por la Iglesia de Dios, porque mi carne indómita arde en grandes llamas. En suma, yo, que debo tener fervor de espíritu, tengo el fervor de la carne, de la lascivia, de la pereza, del ocio y de la somnolencia” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, II, pág. 22; cfr. op. cit. pág. 198).
En un sermón predicado en 1532: “En cuanto a mí, confieso, y muchos otros pueden sin duda hacer igual confesión, que soy descuidado tanto en la disciplina cuanto en el celo. Soy mucho más negli­gente ahora que bajo el Papado; ahora nadie tiene por el Evangelio el ardor que se vela otrora” (“Saemtiliche Werke”, ed. de Plochman-Irmischer, XVIII, 2, pág. 353; cfr. op. cit., pág. 441).
Así todo, ¿qué puede encontrarse en común entre esta moral y la de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana?

(*) “Folha de S. Paulo”, 10 de enero de 1984.

lunes, 25 de mayo de 2009

SAN GREGORIO VII: PODER DE DIOS CONTRA PODER DEL REY

Sufro por Jesucristo hasta estar en cadenas como un criminal,
pero la palabra de Dios no está encadenada.
(2 Timoteo, 2, 9)
En estos tiempos, en los que la Iglesia Católica Romana y el Papa están padeciendo persecución y ataque de sus enemigos internos y externos, conviene traer a la memoria uno de los más grandes defensores de la autoridad pontificia y de la fe verdadera. Este personaje es San Gregorio VII, (en el mundo Hildebrando Aldobrandeschi ), quien fue el Papa nº 157 de la Iglesia Católica y gobernó desde 1073 hasta 1085.
Podemos afirmar que este Papa fue poderoso en obras y en palabras. Con tanto celo trabajó en el restablecimiento de la disciplina eclesiástica, en la propagación de la fe, en la extirpación de los errores y abusos, que puede decirse que ningún Papa, desde los tiempos apostólicos, soportó más penurias y tribulaciones por el bien de la Iglesia, y combatió más valientemente por su libertad. Como muro de acero opúsose a las sacrílegas pretensiones del emperador Enrique IV. Sitió éste a Roma y forzó al Santo Pontífice a refugiarse en Montecasino primero y, después, en Salerno, donde sucumbió al exceso de sus fatigas, el 25 de Mayo de 1085.
NACIMIENTO Y VOCACIÓN RELIGIOSA

Nacido en Sovana, un pueblo de la Toscana italiana hacia el año 1020 en el seno de una familia de baja extracción social. padre, Bonizo o Bonizone, era hombre, al parecer, de condición humilde. Carpintero, según unos; según otros, cabrero. Hildebrando crece en el ámbito de la Iglesia romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, donde hizo los votos monásticos.
Hildebrando, pequeño de estatura y grácil de constitución, fue educado en la disciplina eclesiástica, desde su niñez, en el monasterio de Santa María, en el Aventino (Roma), donde hizo grandes progresos en la ciencia y en la virtud, hasta el punto de que Juan Graziano (posteriormente papa Gregorio VI) llegó a decir que nunca había conocido una inteligencia igual; y de que el emperador Enrique III manifestó, cuando le oyó predicar, siendo joven todavía, que ninguna palabra le había conmovido como aquélla.

En el año 1045 es nombrado secretario del papa Gregorio VI, cargo que ocupará hasta 1046 en que acompañará a dicho papa a su destierro en Colonia tras ser depuesto en un concilio, celebrado en Sutri, acusado de simonía (compra de los cargos eclesiásticos) en su elección.

En 1046, al fallecer Gregorio VI, Hildebrando ingresa como monje en el monasterio benedictino de Cluny (Francia) en donde adquirirá las ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la conocida Reforma gregoriana.

Hasta el año 1049 no regresa Hildebrando a Roma cuando es requerido por el Papa San León IX para actuar como legado pontificio, lo que le permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como papa de Víctor II cuando este falleció y se eligió como sucesor al antipapa Benedicto X. Hildebrando se opusó a esta elección y logró que se eligiese papa a Nicolás II.

En 1059 es nombrado por Nicolás II, archidiácono y administrador efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder que se llegó a decir que echaba de comer a “su Nicolás como a un asno en el establo”.

ELECCIÓN PAPAL

Hildebrando fue elegido papa por aclamación popular el 22 de Abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida, en 1059, por el concilio de Melfi que decretó que en la elección papal sólo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. No obstante obtuvo la consagración episcopal el 30 de Junio de 1073, tomando el nomgre de Gregorio VII (Gregorio significa "el que vigila").
Gregorio recibió una Iglesia en condiciones lamentables: la evolución de hechos históricos en diversos países había convertido a la Esposa de Cristo en sierva del Estado. Los príncipes temporales habían sustraído a la Iglesia la provisión de los obispados y de casi todos los beneficios eclesiásticos, y la ejercían por medio de la "investidura", palabra consagrada por el lenguaje jurídico del siglo XI para el acto de dar posesión de un cargo o de un bien cualquiera cuando se verificaba, según antigua costumbre, mediante la entrega simbólica de un objeto; una llave, para la transmisión de una casa; un terrón con hierba, para la de un campo. Los príncipes temporales, para la entrega de un obispado o una abadía, utilizaban el báculo y el anillo pastoral, quedando suprimidas la elección regular y la confirmación canónica hechas por el metropolitano, único medio previsto por la Iglesia para la designación de los obispos. De ese indignante tráfico de funciones sagradas y de la dudosa conducta de los que eran honrados con ellas, como consecuencia casi inevitable, surgieron la simonía y la incontinencia en el clero. No se daban los beneficios eclesiásticos a los que los merecían, sino a los que los compraban, ya que, llegados a ser mirados como propiedad del Estado los bienes feudales y las propiedades privadas del obispado, quienes recibían el beneficio eclesiástico se juzgaban obligados a pagar un reconocimiento a quienes lo daban. Esta injusticia y la índole de quienes se brindaban a obtener, por medios tan nefandos, los beneficios eclesiásticos, provocaron en el campo de la Iglesia el salpullido de unos clérigos de conciencia tan ofuscada y de espíritu tan oscurecido, que, invocando falsamente en su favor textos de concilios, palabras del Evangelio y hasta imposiciones de la naturaleza, quebrantaron el celibato eclesiástico hasta el extremo de celebrar solemnemente sus bodas y preparar un ambiente en que hacer hereditarios los beneficios. No deje de apreciar también el lector otro perfil que sintetiza la dureza en que ha de tropezar el martillo de la reforma: el de que la misma causa hará poco menos que irremediable el mal, pues los simoníacos rebeldes tendrán tras sí, para defenderlos, a los príncipes y reyes de quienes recibieron el nombramiento.
REFORMA DE SAN GREGORIO VII
Con el alma inflamada por el ideal del reinado de Dios en la tierra, después de escribir muchas cartas a sus amigos en demanda de oraciones y protección moral, Gregorio VII, el gobernador sabio, piadoso y enérgico, se enfrentó con esa caótica situación.
Como base de reforma de la Iglesia, convocó concilios en Roma, bajo su presidencia, y en otros países católicos mediante legados suyos, y se decretó en frecuentes sínodos: que los clérigos no se unieran a sus esposas, que no se confiriera el sacramento del Orden sino a los que hubiesen hecho profesión de celibato perpetuo y que nadie asistiese a las misas de los sacerdotes que tuviesen mujer, "para que los que no se corrigen por el amor de Dios y la dignidad de su ministerio se arrepientan, al menos, por la vergüenza del siglo y por la repulsa del pueblo".
Dispuso, contra la simonía, que los clérigos que hubiesen obtenido, mediante precio, algún grado u oficio de las sagradas órdenes, no ejercieran, en lo sucesivo, su ministerio eclesiástico, y que los que recibieran de los laicos la investidura de la Iglesia, y los laicos mismos que la dieran, fuesen castigados con el anatema.
En 1075, Gregorio VII publica el Dictatus Papae, veintisiete axiomas donde Gregorio expresa sus ideas sobre cual ha de ser el papel del Pontífice en su relación con los poderes temporales, especialmente con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, la gran potencia de esos tiempos. Estas ideas pueden resumirse en tres puntos:
  1. El Papa es señor absoluto de la Iglesia, estando por encima de los fieles, los clérigos y los obispos, pero también de las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de los concilios.
  2. El Papa es señor supremo del mundo, todos le deben sometimiento incluidos los príncipes, los reyes y el propio emperador.
  3. La Iglesia Romana no erró ni errará jamás.

El ataque directo a las investiduras cristalizó en un decreto del sínodo romano de la Cuaresma de 1075, excomulgando a todo emperador, rey, duque, marqués, conde o persona seglar que tuviese la pretensión de conferir cualquier dignidad eclesiástica.

CONFLICTO CON EL EMPERADOR
Estas disposiciones con que el Vicario de Jesucristo tomaba el azote, como en otro tiempo su Maestro, para arrojar del templo a los vendedores, y el paso de los legados pontificios por toda la cristiandad para hacerlos cumplir, provocó una protesta general y una sublevación violenta en todas partes, pero de modo especial en Alemania.
Además, los decretos llevaban claramente a un enfrentamiento con el emperador alemán en la disputa conocida como Querella de las Investiduras que inicia cuando, en un sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la prohibición de la investidura por laicos.

Esta prohibición no fue admitida por Enrique IV, que siguió nombrando obispos en Milán, Spoleto y Fermo, territorios colindantes con los Estados pontificios, por lo que el papa intentó intimidarle mediante la amenaza de excomunión y de deposición como emperador.
Hasta en Roma se opuso al Papa el partido contrario a la reforma, capitaneado por Sencillo, que había estado condenado a muerte. Organizó un grupo de conjurados que, en la vigilia de Navidad, mientras Gregorio VII celebraba la santa misa en Santa María la Mayor, se arrojó armado sobre el Pontífice, hiriéndole, derribándole y arrastrándole hasta recluirlo en una torre. Cuando el pueblo reaccionó y la torre estaba a punto de caer en manos de los libertadores, Cencio, al creerse perdido, se echó a los pies del Papa, que paternalmente le otorgó el perdón ten angustiosamente suplicado y calmó a la multitud ansiosa de venganza.
En Alemania, el emperador Enrique IV declaró abiertamente la guerra a Gregorio VII, reuniendo, en 1076, un conciliábulo en Worms con objeto de deponer al Papa.
Mucho sufría el Santo Padre. En el año anterior había escrito a San Hugo, abad de Cluny: "Si finalmente miro dentro de mí, me siento tan abrumado por el peso de mi propia vida, que no me queda esperanza de salud sino en la misericordia de Jesucristo".
A pesar de todo ello, la fortaleza de Gregorio VII no se rendía. Combatió en Francia los desórdenes de Felipe Augusto; luchó en Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España —donde la campaña emprendida en 1056 por el concilio de Compostela, y continuada en 1068 por los concilios de Gerona, Barcelona y Lérida, habían subvenido ya a la posible necesidad de reforma— introdujo la liturgia romana y alentó la campaña de Alfonso VI de Castilla contra los sarracenos, y actuó en las más apartadas regiones del norte y del oriente asiático, pensando, por primera vez, en una cruzada que había de terminar dos lustros más tarde con la conquista de Jerusalén.
Su heroica fortaleza, a juzgar por lo que aconsejaba en carta a la condesa Matilde —la gran defensora de la Santa Sede—, se alimentaba "en la recepción del cuerpo de Cristo y en una confianza ciega en su Madre".
A raíz del conciliábulo de Worms, el emperador dirigió al Pontífice una insolente carta, que fue recibida precisamente cuando, en la basílica de Letrán, se celebraba un concilio que, por unanimidad, declaró haberse hecho Enrique acreedor en sumo grado a la excomunión. La pronunció, en efecto, el Pontífice, y en una bula al mundo católico explicó sus motivos y el alcance de la condenación. Envió a su vez una carta "a todos sus hermanos en Cristo" en Alemania, diciéndoles: "Os suplicamos, como a hermanos muy amados, os consagréis a despertar en el alma del rey Enrique los sentimientos de una verdadera penitencia, a arrancarle del poder del demonio, a fin de que podamos reintegrarle en el seno de nuestra común Madre".
La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia, por lo que el emperador temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de Gregorio y pedirle la absolución.
Despreció Enrique todos los anatemas y se alió con todas las furias del averno. El Papa contaba con la justicia, con la compañía de la piadosa y abnegada condesa Matilde y con la espada del esforzado Roberto Guiscardo. Los alemanes se disponían a deponer inmediatamente a Enrique, pero éste, considerándose perdido y conociendo la magnanimidad de Gregorio VII, se decidió a poner la causa en sus manos, llegando, en la mañana del 25 de Enero de 1077, al castillo de Matilde, en Canosa, donde a la sazón se hallaba el Papa. Nevaba copiosamente y el frío se enseñoreaba del ambiente cuando, descalzos sus pies, su larga melena al aire y cubriéndose con la ropa de los penitentes, golpeaba las puertas de la fortaleza un peregrino que no era otro que el mismo Enrique IV. Tres días esperó, gimiendo, llorando, implorando el perdón, sin probar bocado y posando sus plantas en el hielo. Ya perdía la esperanza, al anochecer del tercer día, 28 de Enero, cuando se decidió a entrar en una cercana ermita. Precisamente oraban en ella la condesa Matilde y Hugo, el abad de Cluny, Se conmovieron éstos ante sus súplicas de intercesión por él ante el Papa. Y Gregorio VII, aun cuando su sagacidad le dictaba que era todo fingimiento e hipocresía en Enrique, que no buscaba más que mantener su trono, sucumbió a la bondad de su corazón accediendo a los ruegos de tan piadosos intercesores. Gregorio VII absolvió a Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una Dieta en la que se debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Como tenía que suceder, volvieron a producirse los conciliábulos, las excomuniones y las hipocresías, y el Pontífice tuvo que oponer su indomable firmeza a los ejércitos imperiales que llegaron hasta Roma, donde sus habitantes, ganados por las larguezas del emperador Enrique, terminaron por entregarle la ciudad.

San Gregorio VII (en su trono) perdona a Enrique IV. (fresco del Vaticano)

Los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un sínodo celebrado en Brixen en 1080, proclama como antipapa a Guiberto (que sería Clemente III) y marcha al frente de su ejército sobre Roma que le abre sus puertas en 1084, por lo que Gregorio VII se refugió en el castillo de Sant-Angelo, donde renovó la sentencia de excomunión, deponiendo al emperador; y procede a reconocer como nuevo rey a Rodolfo, duque de Suabia.

Se celebra entonces un sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio VII. Enrique entronizó en la basílica de San Pedro al antipapa Clemente III, quien procedió a coronar como emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta.

La Providencia salió al paso: la consternación se impuso de súbito ante el rumor de que Roberto Guiscardo estaba a las puertas de la ciudad con un formidable ejército de normandos. Ante la vacilación de los romanos, por él comprados con dinero, y viendo a sus tropas fatigadas por la larga campaña y diezmadas por la epidemia, Enrique, avergonzado, huyó precipitadamente de Roma, y los romanos, asesinados a millares o vendidos como esclavos, expiaron su traición ante los normandos que incendiaban y saqueaban la ciudad. Abandonó Gregorio VII la urbe en ruinas, adolorido por tanta destrucción, y se refugió en Montecasino, de donde pasó a Salerno, haciendo a la Iglesia universal este supremo llamamiento: "Por amor de Dios, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de vuestro Padre San Pedro y de vuestra Madre la santa Iglesia, si queréis obtener la gracia en este mundo y la vida eterna en el otro".

Gregorio VII murió el 25 de Mayo de 1085. Antes de expirar, pronunció las palabras del Salmista: "He amado la justicia y he odiado la iniquidad"; y agregó: "por ello muero en el exilio".

Pero años antes de su muerte, ya en 1076, escribía a los obispos de Alemania esta frase, que revela la energía de su temperamento y su sinceridad apostólica: "Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio".

Fue canonizado en 1726 por el Papa Benedicto XIII celebrándose su festividad litúrgica el 25 de Mayo.

La disputa sobre las investiduras finalizó mediante el Concordato de Worms, en 1122, que deslindó la investidura eclesiástica de la feudal.


MEDITACIÓN: ESTA VIDA ES UNA PRISIÓN PARA EL ALMA

I. Nuestro cuerpo es la prisión de nuestra alma; las cadenas, de que está cargada en esta prisión, le impiden elevarse hasta Dios. El Rey David y el Apóstol de los gentiles dolíanse de esta cautividad. Y tú, oh hombre, amas esta prisión y temes la libertad. ¡Ah! si conocieses la dicha que se gusta en el cielo en la libertad de los hijos de Dios, pedirías al Señor que rompa tus cadenas. ¡Habitantes del cielo, cuán felices sois por haber dejado esta prisión para ir a habitar un palacio de luz!

II. Nuestras cadenas son nuestras pasiones, nuestra concupiscencia, nuestros deseos y nuestros odios; ello es lo que nos ata a la tierra y nos impide elevarnos hasta Dios. ¡Señor, romped mis cadenas, desasidme de las creaturas, y entonces comenzaré ya desde esta vida el sacrificio de alabanza que debo continuar durante la eternidad! El primer grado de la libertad, es no ser esclavo de las pasiones. (San Agustín).

III. Estamos, todos, condenados a muerte y sólo por ésta saldremos de nuestra prisión terrenal; es una sentencia que se ejecuta en seguida en algunos y después en otros. Tu cuerpo se consume, tus ojos se debilitan, tus cabellos encanecen... ¿Qué significa eso, si no que tu prisión se desmorona, que pronto tu alma encontrará salida para obtener la libertad? Tiembla, pues, pecador, porque saldrás de esta cautividad para entrar en el infierno. Regocijaos, almas justas; saldréis de la prisión para ascender a un trono. Que lo queramos o no, avanzamos cada día, cada instante, hacia nuestro destino (San Gregorio).


La constancia en las tribulaciones. Orad por los que son perseguidos.


ORACIÓN

Oh Dios, fortaleza de los que en Vos esperan, que habéis revestido al bienaventurado Gregorio, vuestro Pontífice, de constancia inquebrantable para la defensa de la libertad de la Iglesia, concedednos, por su ejemplo e intercesión, la gracia de superar valientemente los obstáculos que se oponen a nuestra salvación. Por J. C. N. S. Amén.

Fuentes: Adaptación de 25 de Mayo, Festividad de San Gregorio VII, Papa y Confesor (publicado por El Cruzamante) y Santoral Litúrgico de 1962.