A los cléirigos y laicos de la Archidiócesis de Chicago: 
   Saludos en Cristo Jesús nuestro Señor.   
Carísimos amados en Cristo:   
La
 Fiesta de los Santos Pedro y Pablo, que la Iglesia celebra hoy, nos 
ofrece una ocasión apropiada para hablaros sobre un elemento esencial de
 nuestra Fe, nuestra unión con la Sede de Pedro y con el sucesor de 
Pedro en el Pontificado supremo, nuestro Santo Padre el Papa.    
Esta
 fiesta recuerda a nuestras mentes las vidas santas, las labores 
apostólicas y los martirios de estos dos grandes apóstoles de Cristo. 
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que entre los que oyeron a San 
Pedro después del descendimiento del Espíritu Santo en Pentecostés 
habían “venidos de Roma” (Hechos II, 7). Puede haber sido que algunos de
 estos visitantes de Roma estaban entre los bautizados por San Pedro ese
 día y fueron los primeros romanos convertidos. Si lo fueron, no serían 
los últimos. Sabemos que San Pedro fue a Roma, entonces la capital del 
mundo. Él fue el primer Obispo de Roma. Desde allí escribió sus dos 
epístolas, documentos venerables y preciosos, que bien pueden ser 
llamados las primeras Encíclicas de un Romano Pontífice. Después de 
muchos años de labor santa, fue martirizado siendo crucificado cabeza 
abajo, en el Circo de Nerón en la Colina Vaticana. Después de su 
gloriosa muerte por Cristo nuestro Santísimo Salvador, sus hijos devotos
 en la Fe tomaron reverentemente su cuerpo y lo sepultaron en la misma 
Colina Vaticana.    
Nos dicen los Hechos de los Apóstoles que 
San Pablo fue a Roma, y allí por dos años enteros estuvo “en la casa que
 había alquilado, en donde recibía a cuantos iban a verle, predicando el
 reino de Dios, y enseñando con toda libertad, sin que nadie se lo 
prohibiese, lo tocante a Nuestro Señor Jesucristo” (Hechos XXVIII 
30-31). Él fue martirizado en un lugar en los suburbios de Roma llamado 
“Ad Aquas Sálvias,” y su cuerpo fue sepultado cerca al lugar de su 
martirio, donde hoy está sobre su tumba la gran basílica que lleva su 
nombre. La Roma pagana tuvo sus glorias, pero estos dos apóstoles le 
dieron una gloria imperecedera, una gloria que sus Césares nunca 
pudieron darle.    
La tumba de San Pedro, el primer Obispo de 
Roma, se convirtió en los días de la Iglesia de los mártires un centro 
de peregrinaciones para los cristianos desde todo el mundo. Cuando vino 
la paz, se erigió sobre su tumba la gran Basílica de San Pedro, la cual 
fue conocida como la Basílica Constantiniana. Cuando el tiempo había 
volcado su caos sobre esta venerable iglesia, la escena de tantos 
importantes eventos históricos, la presente gran Basílica de San Pedro 
fue erigida sobre la tumba de Pedro. Esa tumba, de la cual recientes 
excavaciones nos han dado información importante, siempre ha sido y es 
un gran santuario central de la Iglesia. Debemos arrodillarnos hoy en 
espíritu y como si nos arrodilláramos allí queremos que nos escuchéis 
mientras decimos las cosas que vienen a nuestra mente sobre ese santo 
lugar.    
De todos los santos de la Iglesia Católica, ¿por qué 
ponemos tal énfasis en San Pedro? Habían los otros apóstoles. ¿Por qué 
San Pedro tiene tan prominente lugar en nuestra Fe y en nuestra 
devoción? La razón es que mientras nuestro Santísimo Salvador comisionó a
 todos los apóstoles a ir y traer a los hombres a Su grey, y en ella 
enseñar, gobernar y santificarlos, fue a San Pedro solo que Él le dio el
 primado, esto es, la potestad suprema y el debe de enseñar, gobernar, 
guardar y apacentar todo el rebaño de Cristo. Fue a San Pedro que 
nuestro Santísimo Salvador le prometió este primado cuando dijo: “Y yo 
te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia;
 y las puertas o poder del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti 
te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares sobre 
la tierra, será también atado en los cielos; y todo lo que desatares 
sobre la tierra, será también desatado en los cielos” (San Mateo, cap. 
XVI, v. 18s). San Pedro iba a ser la roca sobre la cual Cristo 
construiría Su Iglesia. Así como un edificio depende para su estabilidad
 y fuerza en sus cimientos, así en la mente y voluntad de Cristo, la 
Iglesia de Dios dependería para su unidad, estabilidad y fuerza en los 
poderes dados por Él a San Pedro.    
Los poderes del primado en 
la Iglesia prometidos a San Pedro ese memorable día en Cesarea de Filipo
 fueron actualmente conferidos a él en la costa del Lago de Galilea 
después de la Resurrección. “Acabada la comida, dijo Jesús a Simón 
Pedro: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos?’. Le dijo: ‘Sí, 
Señor, tú sabes que te amo’. Le dijo: ‘Apacienta mis corderos’. Por 
segunda vez le dijo: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’. Le respondió: 
‘Sí, Señor, tú sabes que te amo’. Le dijo: ‘Apacienta mis corderos’. Le 
dijo por tercera vez: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’. Pedro se 
entristeció de que por tercera vez le preguntase si le amaba; y así 
respondió: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que yo te amo’. Le 
dijo Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’” (San Juan, cap. XXI, v. 15 s.). Con 
las palabras: “Apacienta mis corderos … Apacienta mis ovejas”, el Hijo 
de Dios puso toda Su grey a cargo de San Pedro. Puesto a la cabeza del 
rebaño, era responsabilidad de San Pedro proporcionarle alimento, alejar
 los peligros, guardarlo contra los insidiosos enemigos, defender a las 
ovejas contra la violencia; en una palabra, enseñarle las Divinas 
Revelaciones y administrarle los medios de santificación (los 
Sacramentos de Cristo) para dirigirlos y gobernarlos. San Pedro fue 
hecho por Cristo, nuestro Santísimo Salvador, el Pastor Principal de la 
Iglesia, el Vicario de Cristo en la tierra.    
Este primado de 
San Pedro en la Iglesia era necesario según la mente y voluntad de 
nuestro Divino Señor para establecer y asegurar la unidad perfecta de 
todos Sus seguidores en una Fe, un culto, una obediencia y un cuerpo. En
 su primado está incluido el supremo oficio docente en la Iglesia, y la 
enseñanza de Pedro es salvaguardado por la infalibilidad. Esto significa
 que cuando Pedro, deseando ejercer su suprema autoridad apostólica como
 pastor y docente de todos los cristianos, pronuncia en materia de fe y 
costumbres, cuando Pedro define una verdad como contenida en el depósito
 de la divina revelación o condena los errores contrarios a ese 
depósito, él no puede errar o cometer un error, por la garantía de 
infalibilidad que Cristo le dio, porque si la Iglesia iba a ser una en 
la creencia, como nuestro Santísimo Señor quiso que fuera, la suprema 
autoridad tenía que ser cappaz de decidir sin peligro de error qué era 
una cuestión de fe y qué no. Pedro es la roca, dando a la Iglesia esa 
cohesión de unidad por la cual es una en la fe y sin la cual no sería ni
 permanecería lo que su maestro deseó que fuera. A Pedro le fueron 
confiadas las llaves del reino de los cielos, el poder de atar y 
desatar, esto es, el poder de hacer leyes, de juzgar y castigar, y por 
ende también de enseñar sobre fe y moral. Pero tal poder necesariamente 
implica que Cristo no podía estar equivocado en sus decisiones 
autorizadas respecto a las verdades confiadas a la Iglesia de Cristo.
 Ningún
 grupo, ninguna asamblea en la Iglesia, según el espíritu, la voluntad y
 el mandato de Cristo, tiene la autoridad para enseñar el Evangelio de 
Cristo excepto cuando lo enseña en unión con Pedro y es confirmado por 
Pedro, y eso es lo que nuestro Santísimo Salvador prometió en la 
Última Cena cuando, aludiendo a la negación que Pedro pronto iba a 
hacer, Él le dijo: “Simón, Simón mira que Satanás va tras de vosotros 
para zarandearos, como el trigo: Mas Yo he rogado por ti a fin de que tu
 fe no perezca; y tú, cuando te conviertas, confirma en ella a tus 
hermanos” (San Lucas, cap. XXII, v. 31 s.). La fe de Pedro no podía 
caer. No podía ser contaminada con el error, y podía dar certeza, 
firmeza, integridad y unidad en la verdad a todas las ovejas de Cristo.     
 Ahora, era necesario que debiera haber continuidad en la vida de la Iglesia, en la organización que Cristo le dio. 
La
 Iglesia debía vivir a través de los tiempos venideros como instrumento 
de Dios para la salvación de los hombres, el mismo instrumento que fue 
fundado por nuestro Salvador y vivificado por el Espíritu Santo. 
Nuestro Santísimo Salvador dijo: “Estad ciertos que Yo mismo estaré 
siempre con vosotros, hasta la consumación de los siglos” (San Mateo, 
cap. XXVIII, v. 20). Los mismos poderes y funciones que nuestro Señor le
 dio a los apóstoles y a Pedro en su cabeza tenían que ser transmitidos a
 sus sucesores. La vida y la forma con la cual Cristo dotó a Su Iglesia 
no iban a desaparecer con la muerte de los doce. Antes de ascender al 
cielo, Jesús dijo a los apóstoles: “A mí se me ha dado toda potestad en 
el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones, 
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; 
enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad 
ciertos que yo mismo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación 
de los siglos” (San Mateo, cap. XXVIII, v. 18 ss). ¿Cómo, preguntamos 
con el Papa León XIII: “¿Y cómo había de suceder   esto únicamente 
con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la   ley 
suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que
 el   magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los
 límites de la   vida de los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en 
realidad, vemos que se ha   transmitido y ha pasado como de mano en mano
 en la sucesión de los   tiempos. Los   Apóstoles, 
en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los   
que debían ser sus sucesores inmediatos en el 
ministerio de la palabra (Act. 6,   4).
 Pero no fue   esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran 
hombres propios para esta   función y que los revistieran de la misma 
autoridad y les confiriesen a su vez   el cargo de enseñar. Así fue el mandato de San Pablo a Timoteo: ‘
Tú, pues, hijo mío,   fortifícate en la
 gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí   delante 
de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean   
capaces de instruir en ello a los otros’ (Epístola II, cap. 2, v. 1-2). Es, pues. verdad que, así como Jesucristo fue enviado   por Dios y los 
Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los   que 
sucedieron a los Apóstoles” (Papa León XIII – Encíclica 
“Satis Cógnitum”).     
Es
 claro que los Obispos de la Iglesia Católica, unidos en un cuerpo, con 
el sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, son los sucesores de los 
Apóstoles, con Pedro a la cabeza. El Obispo de una diócess es el pastor 
de la grey confiada a él por el Santo Padre el Papa. Es el Papa quien es
 el pastor principal de todas las diócesis de toda la grey de Cristo. 
Sus ovejas no son solamente los laicos, sino tambien los sacerdotes y 
los Obispos de cada diócesis. Él es el pastor de los pastores.    
Cristo
 nuestro Señor es la Cabeza invisible de Su Cuerpo Místico, que es la 
Santa Iglesia Católica Romana. El Santo Padre, el Vicario de Cristo en 
la tierra, es la cabeza visible de la Iglesia. 
Por su poder para 
enseñar infaliblemente en materias de fe y moral transmitido desde Pedro
 a través de la larga línea histórica de sus sucesores legítimos en la 
Sede de Roma, la doctrina de Cristo ha sido preservada incorrupta. 
La Fe de cada miembro de la Iglesia es la misma fe que fue enseñada por 
el Maestro a los Apóstoles. Su promesa de estar con ellos en sus 
sucesores hasta el fin de los tiempos siempre se ha cumplido. 
Es por 
su asistencia que la Fe de la Iglesia ha permanecido y siempre 
permanecerá igual, inviolada en su pureza hasta el día cuando Él venga a
 juzgar al mundo. Esa asistencia se ha realizado y verificado 
principalmente en el ejercicio del poder dado a San Pedro, el Príncie de
 los Apóstoles, y sus sucesores para enseñar infaliblemente y para 
gobernar toda la Iglesia con suprema autoridad. 
Es Cristo con Su Espíritu Santo que ha enseñado y gobernado a través de Pedro y los sucesores de Pedro, los Obispos de Roma.    
Como
 católicos y miembros obedientes de la verdadera Iglesia de Cristo, 
habéis aceptado la autoridad de la Iglesia Católica para enseñaros y 
guiar vuestra vida en todo lo que pertenece a la Fe y la moralidad 
enseñada por Dios a los hombres por medio de Jesucristo, Su Hijo. 
Reconocéis y sometéis libremente vuestro intelecto y vuestra vida a esa 
autoridad como es ejercida por los Obispos que conforman la Jerarquía de
 la Iglesia divinamente establecida en unión con el Papa, el sucesor de 
San Pedro. Ahora, es principalmente por vuestra libre aceptación de, y 
sumisión a esa autoridad, que sois distinguidos de aquellos vuestros 
compatriotas acatólicos, que profesan ser cristianos e incluso, como en 
el caso de muchísimos, creen que Jesucristo es verderamente Dios y 
hombre, y el verdadero Salvador del mundo.    
Al aceptar la autoridad de la Iglesia para enseñar en materia de fe y moral, gozáis de la mayor libertad. 
Estas verdades que son enseñadas por la Iglesia son verdades inmutables y objetivas
 y, así como en el reino de la razón pura aceptáis la verdad inmutable y
 evidente, por la misma libertad de vuestra mente para pensar rectamete,
 así también aceptáis en la fe estas verdades que la Iglesia enseña, y 
ella da a vuestra mente una libertad más grande que la que podíais haber
 tenido solamente en la luz de la razón. Que nadie diga que vuestra 
mente y vuestra razón no son libres de buscar la verdad en cada área del
 pensamiento humano en que la verdad no esté establecida. No puede haber
 contradicción entre las verdades de fe y las verdades de la razón o la 
ciencia. La verdad es una.   
Habéis acetado y aceptáis la 
autoridad de la Iglesia Católica, porque sabéis que nuestro Santísimo 
Salvador dio a la Iglesia esa autoridad sobre vosotros. Sabéis que en 
Ella sola se encuentran verificadas las palabras de San Pablo: “Así, Él 
mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas, y a otros 
evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en la
 perfección de los santos en las funciones de su ministerio, en la 
edificación del cuerpo místico de Cristo, hasta que arribemos todos a la
 unidad de una misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al 
estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta según la 
cual Cristo se ha de formar místicamente en nosotros” (Efesios, cap. IV,
 v. 11-13). Estáis seguros que en Ella sola ha sido realizada la 
respuesta de la petición de Nuestro Señor para Sus Apóstoles: “Yo rogaré
 al Padre, y os dará otro consuelo y abogado, para que esté con vosotros
 eternamente, a saber, el Espíritu de verdad, a quien el mundo, o el 
hombre mundano, no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero 
vosotros le conoceréis, porque morará con vosotros, y estará dentro de 
vosotros” (San Juan, cap. XIV, v. 16 s). Creéis que que fue a Ella en la
 persona de Sus Apóstoles que Jesús habló cuando dijo: “El que os 
escucha a vosotros, me escucha a mí; y el que os desprecia a vosotros, a
 mí me desprecia. Y quien a mí me desprecia, desprecia a aquel que me ha
 enviado” (San Lucas, cap. X, v. 16). 
Vosotros estáis en paz porque 
sabéis que la Iglesia de Cristo, vivificada por el Espíritu Santo, está 
enseñándoos el mismo Evangelio que nuestro Santísimo Salvador habló en 
la tierra y que Él confió a Sus Apóstoles para enseñar a todos los 
hombres. Sois uno en vuestra Fe, uno en el Santo Sacrificio de la 
Misa, uno en los siete Sacramentos que Cristo nos ha dado y uno en 
vuestra obediencia en la Iglesia a la Jerarquía, con el Papa, el sucesor
 de San Pedro, el Obispo de Roma, como su cabeza.   
No 
necesitáis sin embargo mirar a vuestro alrededor en nuestro amado país 
para encontrar hombres congregados en muchas sectas religiosas 
diferentes. Estas numerosas divisiones, frecuentemente contradiciéndose 
una a la otra en sus diferencias, son el resultado natural e inevitable 
del rechazo de la autoridad docente que Cristo estableció en Su Iglesia.
 El juicio privado en la religión y en la interpretación de la Sagrada 
Escritura está obligado a resultar en división y desunión. 
La Unidad 
de la fe no puede tenerse sin la sumisión de la mente individual a la 
voz de Dios que habla por medio de la Iglesia y particularmente por la 
cabeza visible de la Iglesia, el Vicario de Cristo, nuestro Santo Padre 
el Papa.    
Vuestra Fe es un don grande de Dios. Hace mucho 
nuestro Santísimo Salvador dijo a San Pedro, cuando San Pedro hizo ese 
gran acto de fe: “Tú eres el Cristo, o Mesías, el Hijo del Dios vivo” — 
“No te ha revelado eso la carne y la sangre u hombre alguno, sino mi 
Padre que está en los cielos” (San Mateo, cap. XVI, v. 17). La gracia de
 estar unido con la Iglesia en humilde sumisión a su autoridad es un don
 de Dios. Esto con la gracia de vuestro bautismo y de los otros 
Sacramentos que recibís os hace verdaderamente miembros del Cuerpo 
Místico de Cristo, esto es, Su  única Iglesia verdadera, la Iglesia 
Católica Romana. ¡Cuán agradecidos debéis estar por estos dones! Debéis 
apreciar vuestra Fe Católica siempre más altamente y dar gracias a Dios 
por ella. Debéis siempre esforzaros por conocerla mejor y profesarla 
abiertamente ante todos los hombres. Debéis también estar bien 
preparados para dar razón de vuestra Fe a los que buscan sinceramente la
 verdad, quienes, impelidos por la gracia de Dios desean conocer más 
sobre la Iglesia de la que estáis orgullosos, con la gracia de Dios, de 
ser miembros.    
Hay hombres fuera de la Iglesia profesando el 
nombre cristiano que deploran las divisiones que existen entre ellos. 
Hablan sobre crear y establecer una unidad cristiana, o como a veces 
dicen, una unidad de acción cristiana. Ellos piensan en las palabras de 
nuestro Santísimo Salvador a Sus apóstoles, dichas la noche antes de 
morir: “Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que
 han de creer en mí por medio de su predicación; ruego que todos sean 
una misma cosa; y que como tú, ¡oh Padre!, estás en mí, y yo en ti, así 
sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me 
has enviado. Yo les he dado ya parte de la gloria que tú me diste, para 
que en cierta manera sean una misma cosa, como lo somos nosotros. Yo 
estoy en ellos, y tú estás siempre en mí, a fin de que sean consumados 
en la unidad, y conozca el mundo que tú me has enviado, y los amas a 
ellos, como a mí me amaste” (San Juan, cap. 17, v. 20-23). Ellos se 
reúnen en organizaciones internacionales, realizan congresos, 
convenciones y asambleas. Gran publicidad asiste a sus encuentros y 
asambleas. Conocéis lo que están haciendo, porque leéis de estas 
convenciones y asambleas y organizaciones en vuestros diarios.    
Casi
 naturalmente surge la pregunta en vuestras mentes sobre cuál debe ser 
la opinión de un católico, y cuál su actitud respecto a estas 
organizaciones y sus actividades. La respuesta de la Iglesia a esta 
pregunta es: la Iglesia Católica no toma parte en estas organizaciones o
 en sus asambleas o conferencias. Ella no entra en ninguna organización 
en la cual los delegados de muchas sectas se sientan en concilio o 
conferencia como iguales para discutir la naturaleza de la Iglesia de 
Cristo o la naturaleza de Su unidad, o para proponer discutir cómo traer
 la unidad de la Cristiandad, o para formular un programa unificado de 
acción cristiana. Ella no permite a Sus hijos participar en ninguna 
actividad de conferencia o discusión basada en la falsa asunción que los
 Católicos Romanos, también, aún están buscando la verdad de Cristo. 
Porque hacer esto sería admitir que Ella no es más que una de las muchas
 formas en las cuales la verdadera Iglesia de Cristo puede o no existir,
 que ella no preserva en Sí misma la unidad de fe, gobierno y culto 
querida por Nuestro Señor para Su Iglesia, que Ella no conoce el 
verdadero significado y naturaleza de esa unidad y de estas otras 
propiedades dadas por Dios por la cual Ella es distinguida no solo como 
la una sino como la Iglesia santa, católica y apostólica fundada por 
nuestro Santísimo Señor y Salvador Jesucristo. Ella nunca puede hacer 
tal admisión, porque Ella es ahora como siempre ha sido, la sola y única
 Esposa de Cristo, el solo y único Cuerpo Místico de Cristo, la sola y 
única Iglesia de Cristo.      
No puede ser admitido que 
la unidad querida por Nuestro Señor para Su Iglesia nunca ha existido o 
no existe hoy. Porque tal admisión implicaría falsamente que la voluntad
 y la predicación de Cristo fueron ineficaces y que Su oración al Padre 
aún sigue sin ser oída luego de casi dos mil años. Significaría que el 
Espíritu Santo, derramado sobre los Apóstoles y permanente para siempre 
en la Iglesia fundada por ellos, ha fracasado en Su misión. Por 
supuesto, tal fracaso es impensable. No, la unidad que Jesús dio a 
Su Iglesia es algo evidente e inequívoco. Consiste, como hemos indicado,
 muy simplemente en tres cosas. La primera es que todos los miembros de 
la Iglesia creen las mismas verdades, transmitidas por la Sagrada 
Escritura y la tradición divina, como enseñadas a ellos por la autoridad
 docente infalible establecida en la Iglesia por el mismo Cristo. La 
segunda es que todos obedecen a la autoridad divinamente constituida de 
la Iglesia en todo lo que concierne a su vida moral y la salvación de 
sus almas. La tercera es que todos comparten el mismo culto de Dios y 
usan los mismos medios de santificación, como dirigidos y provistos por 
la autoridad docente y gobernante de la Iglesia: en concreto, que todos 
participan en el Santo Sacrificio de la Misa y la oración de la Iglesia,
 y que todos admiten y usan de acuerdo a su estado de vida los siete 
santos Sacramentos instituidos y dados a nosotros por el mismo 
Jesucristo.     
Ahora esta unidad, clara y obvia como es, 
existe en la Iglesia de Cristo actualmente. Está fundada en la Iglesia 
Católica Romana y en Ella sola. Ella y solo Ella es la verdadera Iglesia
 de Jesucristo. Solo hay un camino para la unidad tan ansiosamente 
buscada por algunos hombres. Esa es la entrada en la grey de la Iglesia 
de Cristo, la participación en Su vida, la sumisión sin reserva a Su 
autoridad docente y gobernante. Si somos cuestionados si la Iglesia 
Católica Romana desea la unidad de todos los hombres creyentes, nuestra 
respuesta es que Ella por todos los medios desea la unidad, mas no una 
unidad forjada según las concepciones humanas falibles. La unidad que 
Ella desea para todos los cristianos y ofrece a todos los que la buscan 
es esa que fue establecida en Ella por Jesucristo y preservada en Ella 
siempre por Su poder omnipotente.     
Si la Iglesia Católica
 no toma parte en estos concilios, conferencias y asambleas 
internacionales y nacionales, no es porque Ella no esté interesada en 
cooperar con Nuestro Señor en traer a Sus otras oveja a Su grey. Ella 
espera, ora y hace todo lo que puede hacer para restaurar la unidad 
completa una vez existente entre los creyentes en Cristo. Ella no 
escatima esfuerzos para reparar las divisiones que surgieron cuando 
hombres en el Este durante el siglo IX y en el Oeste durante el siglo 
XVI se separaron de la única grey de Cristo, escindiéndose del único 
Cuerpo de Cristo. Ella siempre mantiene las puertas abiertas y está 
pronta para recibir con los brazos abiertos a todos los que vienen a la 
unidad establecida por Cristo en Su Iglesia. Ella les ofrece la verdad y
 ora fervientemente que todos puedan recibir la luz del Espíritu Santo 
en sus almas para verla, y Su amor y valor en sus voluntades para 
abrazarla. 
Fervientemente e incesantemente, la Iglesia Católica ora 
para que todos los hombres puedan entrar en esa unidad cristiana que fue
 establecida en Ella por Jesucristo, Su Fundador.     
Esta
 actitud de la Iglesia respecto a nuestros hermanos separados no es de 
arrogancia y soberbia. ¡Lejos de eso! Es en cambio la de un padre 
amoroso hacia sus hijos descarriados. Ella conoce Su deber para con 
Cristo. Ella une amor con firmeza. Como Cristo nuestro Señor, Ella está 
llena de compasión y simpatía hacia los que van a tientas en las 
tinieblas del error, pero Ella no puede traicionar Su confianza, Ella no
 puede ser falsa al encargo que Él le ha dado de preservar el depósito 
de la Fe a Ella confiado, mantenerlo intacto e incontaminado por la 
falsedad, y predicarlo a los hombres en toda su pureza e integridad.    
Algunos
 hombres tratarán de deciros que la Iglesia Católica se corrompió, que 
Ella corrompió la doctrina de Cristo, y eso en tal medida que algunos 
hallaron necesario en conciencia separarse de Ella, para ellos poder 
preservar la verdad del Evangelio. VUestra respuesta será que la Iglesia
 del siglo XVI no creyó ni enseñó nada que no fuera creído por la 
Iglesia de los siglos I y II: una Jerarquía divinamente establecida, el 
primado y la infalibilidad del Obispo de Roma, el Santo Sacrificio de la
 Misa, los siete Sacramentos, la Divina Maternidad de María, dignísima 
de honor y devoción, y todas las verdades dadas por Dios y contenidas en
 la Sagrada Escritura y la Divina Tradición confiadas por Nuestro Señor a
 Sus Apóstoles, y por medio de ellos a sus sucesores. 
La Iglesia 
Católica nunca ha estropeado la verdad revelada por Dios por medio de Su
 Hijo Jesucristo. Ella nunca ha removido un solo dogma ni añadido una 
sola doctrina a esa revelación. Si en el correr del tiempo, bajo el 
impulso y la guía del Espíritu Santo, Ella ha venido a una realización 
clara y explícita de las creencias que antes Ella sostenía y enseñaba en
 una forma implícita, ningún hombre sensato puede decir que Ella ha 
inventado así dogmas hechos por hombres. No es necesario negar que 
existieron males en el siglo XVI. Debe admitirse que la reforma de la 
disciplina y la moral traídas por el gran Concilio de Trento era de 
hecho saludable. 
Pero la verdad de Cristo siempre ha permanecido en 
Su Iglesia en toda su prístina pureza incontaminada. La institución que 
Jesús formó ha sido por el poder de Dios preservada desde elcomienzo, 
esencialmente la misma a través de los tiempos. Cristo prometió que las 
puertas del infierno nunca prevalecerían contra Ella. Esa promesa fue 
guardada en los siglos IX y XVI, como es guardada en el siglo XX, y será
 guardada hasta el fin de los tiempos.       
De acuerdo a
 esto, se entiende que los fieles de la Iglesia Católica no pueden en 
ninguna capacidad asistir a las asambleas o concilios de los acatólicos 
que buscan promover la unidad de las iglesias. Os pedimos, sin embargo, 
orar por nuestros hermanos separados y suplicar a Dios les dé el don de 
la Fe Católica. Ellos necesitan gracias grandes para superar los 
prejucios, para derribar elmuro del malentendido que por mucho tiempo ha
 existido entre nosotros. Orad para que ellos, con la gracia de 
Dios, puedan encontrar en la Iglesia de Cristo la Madre Iglesia que 
espera por ellos con los brazos abiertos y ansía recibirlos. Orad para 
que puedan venir a mirar a María la Madre de Jesús como su propia y 
verdadera Madre en Cristo. Orad que, como los Magos antiguos, les pueda 
ser dada la estrella de la Fe para encontrar “al Niño con María, su 
Madre”.     
Nuestra Fe demanda que practiquemos la verdadera 
caridad cristiana. Seríamos menos que cristianos si excluimos de esa 
caridad a cualquier hombre, sin importar su condición o sus profesiones.
 Sosteniendo firmemente la Fe que está en nosotros, debemos vivir en 
caridad con todos nuestros conciudadanos. Con algunas excepciones, ellos
 creen en Dios y muchos de ellos creen que nuestro Santísimo Salvador 
era Dios y hombre y el Salvador de todos los hombres.      
En 
este gran país, que amamos con un verdadero amor patriótico, hay cosas 
que podemos hacer en cooperación con nuestros conciudadanos. El gran 
fantasma de un ateísmo armado está en el horizonte de nuestro mundo 
libre. Conocemos su odio a la religión, y sabemos cómo ha derramado ese 
odio principalmente hacia la Iglesia en los países cuyo control ha 
obtenido por la violencia. Hay muchas cosas como ciudadanos que nosotros
 con nuestros conciudadanos podemos y debemos hacer. Estamos listos para
 unirnos a ellos como ciudadanos en realizar estas cosas. Su discusión 
de muchos de los problemas sociales que nos confrontan en nuestro día 
nos resultará útil para nosotros. No somos un grupo aislado en nuestra 
democracia. Ningúm grupo en nuestro país está más dedicado en nuestra 
democracia que nuestro pueblo católico. Concluimos que en este día todos
 los hombres de buena voluntad, y particularmente todos los hombres que 
se arrodillan y oran al Dios viviente, deberían unirse contra los 
peligros comunes: el peligro del ateísmo, que con retórica engañosa, al 
menos en efecto, busca desterrar a Dios de todo nuestro pensamiento 
social. 
Si en la unidad de la Iglesia establecida por Cristo no 
tomamos parte alguna en convenciones o encuentros o asambleas que tienen
 por propósito establecer alguna suerte de unidad hecha por el hombre 
entre las sectas cristianas, siempre estamos listos y ansiosos en los 
niveles sociales y cívicos para trabajar junto con nuestros 
conciudadanos, particularmente con los que adoran al Dios viviente, por 
el bien de nuestro país y de la sociedad.     
Que la caridad
 cristiana reine en vosotros y sea vuestro espíritu motivante al tratar y
 asociaros con vuestros conciudadanos. En nuestro país hay una variedad 
de creencias religiosas. En esta condición y en estas circunstancias 
debemos vivir juntos en caridad y, 
mientras no sacrifiquemos una jota
 de nuestra Fe que la Santa Madre Iglesia nos ha enseñado, colaboremos 
fervientemente y honestamente con nuestros conciudadanos contra la 
impiedad en la vida pública y social, contra las agresiones e 
intrusiones de estos males que están atacando los mismos cimientos de 
nuestra democracia. A todos los hombres de buena voluntad enviamos la 
invitación para unirse con nosotros y trabajar con nosotros, aun con las
 limitaciones pertinentes, para que la medida del bien que es posible 
para nosotros asegurar.    
Como por la Fe que profesáis en común
 con vuestros hermanos católicos de todos lados testificáis la unidad, 
catolicidad y apostolicidad de la Iglesia de Cristo, cuidad también de 
mostrar siempre en vuestras vidas Su exaltada santidad. Que todos se dén
 cuenta que es especialmente por el ejemplo de su vida vivida de acuerdo
 con las doctrinas de nuestra que que aquellos que no son del rebaño 
sean inspirados con el deseo de conocer mejor la Fe Católica e incluso 
aceptar Su doctrina.    
Mantened ante vuestros ojos la santidad 
inefable de Jesús, el Hombre-Dios, cuyo Sagrado Corazón es el abismo de 
todas las virtudes. Mirad a Su Madre Inmaculada, la impecable Virgen 
María, nuestra Madre y protectora en la lucha contra las fuerzas del 
mal. Volved con ferviente devoción a vuestros santos patrons en los 
cuales cada uno encontrará el modelo de esa virtud cristiana de las 
cuales se encuentra más necesitado. Esforzaos en crecer más fuertes en 
la fe, más confiados en la esperanza, y sobre todo más generosos y 
ardientes en la caridad, en el amor de Dios y vuestro prójimo. En este 
día de confusión, en este día cuando muchos corazones están suspirando 
por la paz, vosotros, un pueblo católico, en vuestras vidas diarias, 
debéis ser un faro para todos los hombres. Recordad que nuestro 
Santísimo Salvador oró por las “otras ovejas”, que no estaban en Su 
redil, para que pueda haber un solo rebaño y un solo pastor. Uníos con 
Él en esta oración. Mostrad en vuestra vida diaria la santidad de la 
Iglesia. Que vuestros conciudadanos que no son de la casa de la Fe vean 
en vosotros un ejemplo brillante de caridad cristiana que abraza a todos
 los hobres en el amor de Dios.    
Deseamos, queridos hijos e 
hijas en Cristo, que oréis fervientemente a los Santos Pedro y Pablo. 
Orad por vosotros y orad por vuestros hermanos separados para que les 
pueda ser dada la gracia de encontrar la paz y unirse a ella. En este 
Año Mariano, cuando oráis fervientemente a nuestra Santísima Señora la 
Madre de Dios, acordáos de vuestros hermanos y pedid a nuestra Santísima
 Señora que los traiga a la unidad de la Iglesia.    
Y ahora 
hemos hablado de arrodillaros en espíritu en la Tumba de San Pedro en la
 Colina Vaticana en Roma. Lo que hemos dicho no es una cosa nueva para 
vosotros, pero escucharla nuevamente os dará fuerza y alivio espiritual.
 Antes de abandonar en espíritu la Tumba de San Pedro, digamos una 
oración por Nuestro Santo Padre, el Papa Pío XII, el Obispo de Roma, el 
Vicario de Cristo en la tierra, y pidamos a Dios que nos lo guarde por 
un largo tiempo, y le demos en vuestra devoción a San Pedro puestos a 
los pies de su sucesor en la Iglesia hoy nuestro profundo homenaje y 
amor filial.    
Fielmente vuestros en Cristo,    
Samuel Card. Stritch
Arzobispo de Chicago