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sábado, 3 de marzo de 2018

SAN EMETERIO Y SAN CELEDONIO, MÁRTIRES

Relicarios de San Emeterio y San Celedonio (Calahorra, España)
 
Ha sido tan grande el odio de los tiranos contra los discípulos de Jesucristo, que no contentos con probar su constancia en la fe con los más horribles y exquisitos tormentos que pudo inventar la malicia, han prohibido también muchas veces que se escribiesen sus gloriosas acciones, ya para que no se perpetuase en la memoria de los hombres la bárbara crueldad con que los atormentaban, y ya para que los mismos cristianos no tuviesen a la vista unos ejemplares que debían excitarlos al martirio. Y aunque la piedad y diligencia de los cristianos no dejaban de conservar y recoger con el mayor cuidado las reliquias y sagrados despojos de los mártires, que era lo que más les importaba, tampoco se olvidaban otros de escribir las actas de sus martirios, el proceso que se les formaba, los tormentos que padecían, y los prodigios que en comprobación de su santidad y fe obraba con ellos el Todopoderoso.
  
Sabemos que se escribieron por extenso las circunstancias todas del martirio de los santos hermanos Emeterio y Celedonio, pero el tirano que los sentenció a muerte mandó, según dice Prudencio, que se entregase a las llamas lo que se encontrase escrito acerca de estos santos. Por esta razón es muy poco lo que con certeza se puede asegurar, así de la patria y calidad, como de los tormentos y persecución que padecieron hasta la muerte estos gloriosos y célebres mártires de Jesucristo. Dicese que fueron naturales de León, e hijos de San Marcelo, que era de familia muy ilustre, y a la sazón era capitán de la legión romana que habia en aquella ciudad. A ejemplo de su padre siguieron también los dos hijos la carrera de las armas, portándose en ella como verdaderos cristianos, obedeciendo enteramente a sus jefes, en cuanto no era contrario a las leyes de la religión que profesaban, y sirviendo al César sin desagradar a Dios.
   
Habían ya militado mucho tiempo bajo las banderas del emperador Diocleciano, cuando sabiendo que se encendía una cruel persecución en España contra el nombre cristiano, no pudiendo sufrir que fuese perseguida la religión que habían mamado con la leche, siendo la sola verdadera y divina, se encendieron en vivísimos deseos de pelear animosos por ella hasta darla vida en su defensa. No habían llegado a León los edictos imperiales, pero sabían haberse publicado en Calahorra, donde se hallaba el procónsul, y que allí eran buscados los cristianos con exquisita diligencia para obligarlos a que sacrificasen a los ídolos y renunciasen el nombre y las obras de cristianos.
  
Vamos, pues, decía San Emeterio a su hermano Celedonio: «vamos en busca del enemigo, donde quiera que se encuentre. Ya hace mucho tiempo que militamos bajo las banderas mundanas; y en su servicio, o nos consume el ocio, o la fatiga nos proporciona solamente un premio perecedero y caduco. Sigamos ya las banderas triunfantes del verdadero y único emperador de cielo y tierra. Ahora se declara una guerra cruel contra nuestra fe, y esta es sin duda la mejor ocasión de hacer grandes acciones, y ascender a un puesto más elevado. Vamos a ser soldados bisoños en la milicia del cielo, los que somos ya veteranos en la de la tierra. Sean nuestras encendidas palabras dardos penetrantes con que triunfemos del enemigo; sea el escudo de la fe el que fortalezca nuestro pecho intrépido contra las astucias enemigas. Vamos animosos a morir por Jesucristo».
  
Así exhortaba San Emcterio a su hermano Celedonio; y éste, no menos resuelto a entrar en el mismo combate, le respondió en estos términos: «¿Pues en qué te detienes? ¿dudas acaso sí me tendrás por compañero en tan dichosa suerte? Después que hemos vivido juntos tanto tiempo, y puedes tener bien conocidos mis deseos, ¿te parece que necesito yo de tus persuasiones para acompañarte por el único y verdadero camino de la gloria? Pues bien, dejemos al punto las insignias y las armas del imperio, y vamos a buscar al cruel enemigo de la fe donde quiera que se hallare». Así se animaron mutuamente los santos hermanos, y renunciando el servicio del emperador y cuantas ventajas podían esperar en la milicia, se encaminaron a la ciudad de Calahorra, donde era más fuerte la persecución, y sin miedo a los imperiales edictos, predicaron libremente a Jesucristo, reprendiendo al mismo tiempo la ciega superstición de los paganos.
  
No fue menester más para que luego fuesen mandados arrestar en una oscura cárcel. Es indecible el gozo que sintieron los valerosos solidados, viendo que sin duda aprobaba el cielo su resolución generosa, cuando los hacia dignos de padecer por Jesucristo. Los que antes se animaban mutuamente para buscar el martirio, ahora reiteraban con mayor eficacia sus santas exhortaciones, y se encendían más en el amor divino, al paso que se sentían confortados por él en medio de sus tormentos. En vano fue tentada su constancia varias veces por los paganos, que esperaban lograr un grande triunfo con reducir a los dos generosos soldados al culto de sus dioses; pues los que habían desertado de la milicia del mundo por servir en la del cielo, estaban bien persuadidos de que no eran comparables los honores y premios que pudieran lograr en la tierra, con los que Jesucristo les tenía preparados en su gloria. Resueltos a padecer cuanto pudiese inventar contra ellos la crueldad de los tiranos, no les atemorizaban las amenazas de haber de luchar con las fieras, o de haber de sufrir cruelísimos azotes, o ser probados por el fuego, ú ofrecer la cerviz al cuchillo: les era indiferente cualquier género de muerte, y no sentían los tormentos, sino porque se les retardaba el logro de sus ardientes deseos.
  
Asegura el célebre poeta Prudencio que padecieron increíbles tormentos en la prisión, después de haber estado siempre en ella cargados de hierros y cadenas, pero se queja con razón de que la perfidia de los tiranos no permitió, por no verse avergonzada, que se conservasen los monumentos de su martirio, y de los prodigios que el Señor obró con los santos mártires durante su larga prisión. Pero habiendo sido inútiles para vencer su constancia cuantos ardides pudo inventar la rabia de los paganos, fueron por último sentenciados a muerte por el procónsul romano que gobernaba en Calahorra. Esta noticia llenó de indecible alegría a los generosos soldados, que ya esperaban por momentos el feliz instante que los iba a unir para siempre con su Dios. Sacáronlos de la cárcel, y condujéronlos entre innumerable pueblo a las orillas del rio Arnedo, donde debían ser degollados. Ya estaban en el lugar del suplicio, cuando San Emeterio arrojó al aire el anillo que tenía en la mano, y Celedonio un lienzo o pañuelo, que a vista del innumerable concurso se fueron elevando hacia el cielo hasta perderse de vista. Este prodigio no esperado llenó de admiración y pasmo, no solo a los circunstantes, sino aun al mismo verdugo que iba ya a descargar el golpe mortal sobre los mártires, quienes, instruidos por esta maravilla del camino que debían seguir sus almas, y de que el cielo visiblemente había aceptado sus dones, esperaban con ansia el último momento. Fueron por último degollados allí mismo, y sus cuerpos sepultados cerca del dicho rio, en donde se cree que permanecieron mucho tiempo, hasta que, finalizada la persecución, fueron hallados y descubiertos, y hoy se conservan en la catedral de Calahorra, siendo tenidos y venerados por principales patronos de toda la diócesis, en la cual se celebra su fiesta con la mayor solemnidad y devoción. En todos los dominios de España se celebra también su día con oficio eclesiástico de rito doble, y se inserta en él gran parte del elogio que hizo de estos santos mártires el poeta Prudencio.
  
Dícese que las cabezas de los dos santos fueron halladas, mucho tiempo después de su glorioso martirio, en una abadía cerca de Santander, en la montaña, y que antiguamente se llamaba este pueblo «Puerto de San Emeterio». También se cree que parte de sus sagradas reliquias se trasladó antiguamente a Talarn en Cataluña, desde donde fueron trasladadas a Cardona el 19 de octubre de 1399, en tiempo del rey Martín de Aragón, por su almirante el conde Juan Raimundo Folch I de Cardona, pero en todas partes ha obrado el Señor innumerables prodigios por la intercesión de estos gloriosos mártires con todos cuantos con verdadera devoción los invocan.
  
PADRE JEAN CROISSET SJ. Año Cristiano, tomo III (traducción del P. José Francisco de Isla SJ). París, Librería de Rosa y Bouret, 1864.
  
ORACIÓN
Oh Dios, que fortaleciste en la confesión de tu nombre a los gloriosos mártires Emeterio y Celedonio, concédenos propicio que, pues veneramos sus cuerpos en la tierra, gocemos de su compañía en el cielo. Por J. C. N. S. Amén.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)