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jueves, 31 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA TRIGESIMOPRIMERO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
   
CAPÍTULO XXXV. LA LETANÍA
La poderosa lógica del tiempo con que las obras de Dios florecen y se perfeccionan, ha venido a coronar el Rosario con la recapitulación o epílogo de la Letanía o Letanías lauretanas, maravillosa conclusión altamente digna de tan grandes principios.
  
No sabríamos decir qué tan reciente respecto de los orígenes del Rosario, sea la época de su adición y perfeccionamiento con la Letanía lauretana; lo que nos incumbe es hacer notar estas palabras de Nuestro Santísimo Padre León XIII en su bienhadada encíclica de este asunto: «Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo el Orbe católico se celebre solemnemente en el corriente año (1883) con esplendor y pompa la festividad del Rosario, y que… se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo juzgaren oportuno, en otras iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen, al menos cinco dieces del Rosario, añadiendo las letanías lauretanas».
  
Parécenos, por eso, que insensiblemente ha venido a coronar la gran obra, ese como himno de penitencia y aclamación gloriosa a la Santísima Trinidad, al Verbo hecho carne, Cordero de Dios, y a la Virgen, gloriosa Reina, Madre del Cordero, que son los mismos personajes celestiales a quienes el Rosario se ha dirigido. Y este hecho, gran obra de los tiempos bajo la acción de sapientísima Providencia, tan adecuado a la intención, materia y estructura del Rosario, es el que nuestro gran Pontífice reconoce como derecho, en esas importantes palabras a que hemos llamado la atención. 
   
¿Qué es, pues, la letanía lauretana, que, recitada en sus principios a honra de esa santa casa de Loreto, cuya historia y glorias damos por sabidas, ha venido a ser una recitación universal a honra de María, como un complemento delicioso de su inspirado y mil veces bendito Rosario?
  
Mejor que nosotros, dará la respuesta el sabio polonés, Padre Justino Miechow, de la Orden de Predicadores:
«Es un homenaje piadoso y muy lógico a la Santísima Virgen. Ante todo, se invoca a Dios y a la Santísima Trinidad, como fuente, autor y dispensador de todas las gracias. Se invoca después a la Santísima Virgen bajo su nombre propio. Después se la invoca bajo diversos títulos propios o metafóricos… Cada uno de estos títulos contiene una doctrina cierta y sana, alabanzas y elogios verdaderos a la Virgen». (Discúrsus prædicábiles super litanías Lauretánas de Beatíssimæ Vírginis Maríæ*).
Y ese homenaje a la Reina del cielo, añadiremos nosotros, ciérrase con la invocación del Cordero divino mediador para con el Padre Celestial, de toda petición u homenaje.
   
Vemos, por eso, en epílogo tan excelente, abreviadísima la misma fórmula del “Padre nuestro” y del “Ave María”, y, además, otra vez el “Gloria Patri”, como cumple, no a los salvos o comprensores, sino a los viadores, en tono de súplica y de invocación para el combate.
  
Y así, cuanto se contiene en esas tres grandes fórmulas de oración, el “Padre nuestro”, “Ave María” y “Gloria Patri”, cuanto hemos meditado de los gozos de la Encarnación, Visitación, Nacimiento, Presentación y Hallazgo del Niño perdido, dolores del Huerto, Pretorio, Vía de la Cruz y del Calvario, y glorias de la Resurrección, Ascensión, Pentecostés y Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, todo eso se compendia, aún más, se sintetiza, se sublima en exclamaciones finales, en llenos de armonía que dan fin solemnísimo a tan delicioso salterio: ¡Piedad, Padre celestial, piedad Verbo divino, piedad oh Jesucristo, piedad Señor Dios, piedad Trinidad Santa! ¡Piedad, oh María, oh Santa Madre de Dios!, pero piedad, vos Santa Virgen, como nuestra Intercesora para con el Hijo, no como Autora primera de Redención: «Ruega por nosotros».
  
Y esos epítetos tan justos como variados y abundantes, aluden a cuanto se contiene en las recitaciones y meditaciones del Rosario. Esos epítetos convienen a la Madre que concibe al Verbo divino, Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre virgen, Madre admirable; convienen a la que visitando a Isabel es saludada, «dichosa tú que creíste», Virgen prudentísima, Virgen fiel; convienen a la que da a luz al Verbo divino en Belén, Madre del Salvador, Causa de nuestra alegría, Estrella de la mañana; convienen a la que presenta al divino Niño en el Templo, Arca de la alianza, Madre del Salvador; convienen a la que gozosa le recobra en el Templo tras la angustia de su pérdida, Virgen prudentísima, Virgen fiel. Los misterios de sus gozos responden, pues, admirablemente a esos epítetos de honor.
   
Así también los de sus dolores: la Virgen prudentísima, fiel, poderosa y misericordiosa, acompañará en su mente al Salvador divino en las angustias del Huerto, y de alguna manera mental o de presencia en los tormentos del Pretorio, de la Vía Sacra y del Calvario; al ver a su Hijo en la Cruz la Virgen poderosa y misericordiosa, se dolerá pero no se acobardará; Virgen prudentísima y fiel sabrá corresponder en la hora de la prueba a su gran destino de Madre de Dios, Madre de Cristo, Madre de la divina gracia, Madre admirable y Madre del Salvador, Vaso de verdadera devoción, Torre de David, Torre de marfil, Consoladora de los afligidos y Reina de los mártires.
  
Así, no menos, en los misterios gloriosos, aluden cumplidamente al asunto las alabanzas de las letanías: La Madre de Cristo, digna como es de serlo de Cristo en el pesebre, dignísima lo es de Cristo Crucificado y no menos de Cristo resucitado, de Cristo ascendido a los cielos, de Cristo dispensador de su Espíritu Santo; digna es la Santa Madre de Dios, la Madre de Cristo, la Madre del Salvador, la verdadera Arca de la alianza, la Reina de los ángeles y de los mártires, de los Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Confesores, Vírgenes, y de todos los Santos; digna es de ser llevada a los cielos, y sentarse a la diestra del trono de su Hijo, y reinar para siempre con el Cordero Dominador. 
  
Bajo otros aspectos también luminosísimos y deliciosos, los títulos de grandeza de nuestra amabilísima Señora, son abismos que invocan abismos. El abismo de grandeza de Madre de Dios, ¿qué no invocará? ¡Santa María, Santa Madre de Dios! ¡Qué bien se corresponde con este otro título: Santa Virgen de las Vírgenes, Madre siempre Virgen, y al fin con este definitivo: Reina concebida sin pecado original!
  
¿Qué será más grande entre toda grandeza de criatura, la que por digna Madre de Dios es digna de ser siempre Virgen aun cuando Madre, o la que por digna Virgen de Vírgenes digna es de ser Madre de Dios? ¿La que por eso es digna de ser la Corredentora y la Dolorosa, o la que por esto digna es de ser la Madre del Salvador, como en la secuencia del Stabat Mater se arguye cariñosamente: «Virgo vírginum præclára / Mihi jam non sis amára: / Fac me tecum plángere»?
  
¿Qué será más grandiosa: la humildad prudentísima (Virgo prudens) que por eso retarda el aceptar la honra de Madre del Salvador, o la caridad y devoción (Vas insígne devotiónis) que sabe atraer con la suavidad de su olor los amores del Espíritu divino y conciliarse el ser la Madre de su Creador?
  
Todos estos abismos vienen a absorberse en otro anchurosísimo que los invoca, el abismo de este gran concepto que enajenaba en transportes de dulzura al dichoso San Alfonso María de Ligorio: ¡María, Madre amabilísima: (Mater amábilis), Madre amabilísima, la calificación quizá más bella de la Madre de Dios, quizá la más expresiva de su grandeza y de sus glorias. Por que, ¿no es también amabilísima como Virgen y como Reina? Sí, pero el de Madre (de Dios y de los hombres) que todo lo bueno lo supone, reclama por excelencia tal calificativo de amabilísima. Porque si es amabilísima como Madre verdadera de Dios, ¿no lo es en extremo como Madre adoptiva nuestra, con el parto místico dolorosísimo del Calvario, en que la causa de sus dolores fue semejante a la del “Varón de dolores”?
  
Hay, pues, en esos títulos de las letanías una síntesis de admirable ingenio de las glorias de la Madre de Dios.
  
Títulos de Madre con todos los esplendores de sus consecuencias: Madre de Dios, luego Madre de la Divina gracia, purísima, castísima y siempre Virgen; Madre de Dios, luego Madre del Criador y Madre del Salvador: Madre de Dios, luego amabilísima y admirable.
  
Títulos de Virgen con todos los esplendores de sus consecuencias: Virgen de Vírgenes, luego prudentísima y humildísima, digna de toda veneración y alabanza, fiel a su santo voto aun ante la proposición de ser Madre de Dios, poderosa y esforzada tanto como humilde, clemente y misericordiosa no menos que esforzada.
  
Títulos calificativos de las virtudes en que fructificó esa Madre Virgen: Tanta humildad y fe, caridad y prudencia, virginidad y misericordia, ¿no son el espejo de la justicia o santidad (Spéculum justítiæ)?
  
La que llevó al Verbo humanado en su seno, ¿no es el Trono de la Sabiduría eterna? ¿no es el Arca animada de la alianza?
  
La que con su fiat prudentísimo aceptó el ser madre del Redentor, ¿no es la causa de nuestra alegría? «¿Quién fue despedido de María enfermo o triste o ignorando los misterios celestiales?», dice un Santo (Beato Amadeo de Silva, citado por el P. Miechow).
  
¿No es por excelencia un vaso espiritual, un vaso de elección, digamos, un instrumento de los designios divinos, la que fue hecha digna ele concebir al Verbo humanado? San Pablo, en la Santa Escritura es llamado vaso de elección, como decirse vaso espiritual; ¿en qué sentido supremo no lo será la Reina de los escogidos, la Madre de Dios? 
  
San Pablo, a los predestinados, llama vasos de honor; ¡con cuánta excelencia no lo será la Reina de ellos, vaso el más precioso de la divina gracia!
  
Abismo de milagros de gracia que ha recibido, y de virtudes que con esta ha producido la mejor de las criaturas: tanto así vale decir vaso insigne de devoción.
  
Hay no menos admirables títulos tomados de metáforas bíblicas, símbolos y profecías también de la Escritura Santa, que cumplen magníficamente a nuestra excelsa Reina. Es uno el de Rosa mística o misteriosa. No hay belleza de flor que no simbolice a la bellísima y encantadora Virgen Madre de Dios; pero, de las flores, ninguna tan simbólica como la del Rosal; compite con la azucena en el reinar de esas lindas obras de nuestro buen Dios; de tallo que no carece de espinas, brota blanca o purpurina o amarilla flor de gratos olores, hija de la primavera, símbolo delicioso de aquella Flor celeste, blanca o gozosa, encarnada o dolorida, áurea o gloriosa Reina del Rosario: belleza excelente, caridad consumada, paciencia probada, que se premió con frutos de cumplido gozo.
  
Es otro título el de Torre de David y el de Torre de marfil, tan fuerte como bella, tan fuerte como suave; contraste cumplidísimo en la Madre insigne de Jesucristo, en la que se ve realizada la maravilla de una criatura la más excelsa, esforzada y magnánima, a la vez que humilde y de manso corazón, a la vez que hermosa y sapientísima que pudo idear la mente divina.
  
Otro título: Casa de Oro o sea el sagrado, espléndido y suntuoso Templo de Salomón, cubierto de láminas de oro, símbolo excelente de ese Templo animado, enriquecido del oro de la caridad, en que tomó asiento la majestad y gloria del divino Verbo.
  
Otro más: Arca de la alianza, tan sagrada como el Templo y aún más quizá, el Sancta Sanctórum de ese Templo; allí el maná milagroso del cielo, allí las Tablas santísimas de la ley. Ella albergó en su seno al Verdadero Maná y al mismo Santísimo Legislador y juez. Este símbolo del Arca es por eso uno de los más triunfadores y gloriosos del culto sapientísimo de María: «Beáta Mater, munere, cujus supérnus Ártifex, mundum pugíllo cóntinens, ventris sub arca clausus est!» (Dichosa Madre, en el arca de cuyo vientre Virginal, fue guardado el Artífice Supremo cuya palma de su mano tiene el mundo).
  
Otro, no menos apropiado, hermoso y dichosísimo: Puerta del cielo. La Iglesia le consigna en su gran himno Ave maris Stella… Félix cœli Porta. Dichosa Puerta del Cielo. ¡Gran epíteto que no cesa de encontrarse en boca de los Doctores y Santos! La Salvación por Jesucristo e intercesión de María. La apertura del cielo se hizo por María: la entrada sigue Ella facilitándola.
  
Mas, así como Ella es la Puerta y el Puerto de salvación, es también la estrella que anuncia al amanecer la salida del sol de justicia; símbolo puesto en la misma obra de la Creación, prefigurando ya la obra mayor de la Redención: «Invisibília ipsíus a creatúra mundi, per ea quæ facta sunt intellécta conspiciúuntur» (Romanos I, 20).
  
Vienen después los títulos de los grandes beneficios de esta Madre, Virgen y Reina, Madre de Dios, siempre Virgen aun cuando Madre y Reina de todo lo creado. Son sus beneficios, ser la Salud de los enfermos, del alma y del cuerpo; ser, después de Jesús Salvador, la Salvadora de lo perdido.
  
Son sus beneficios ser el Refugio de los pecadores; después del Cordero de Dios que quita los pecados, es Ella la Madre de la misericordia, principalmente con los pecadores, de los que se compadece no menos que de todos los que sufren males, hasta el punto de que es proverbio justificadísimo cada día más y más, lo que una vez ha observado un gran sabio y gran santo, San Agustín o San Bernardo: «jamás se ha oído decir que alguno que recurriese a Vos, ¡oh María!, haya sido desamparado». 
  
Son, pues, sus beneficios el consolar a cuantos afligidos acuden a Ella y el auxiliar a sus hijos predilectos, los cristianos que combaten por la santa causa del Cordero Dominador. Consoladora de los afligidos, Auxilio de los Cristianos. Millones y millones de ex-votos, miríadas de auténticas historias de convertidos por María, y los grandes triunfos de Lepanto, Belgrado y Viena, pregonan sin cesar esos títulos, aparte de proezas mucho mayores que la gran historia de la Iglesia irá esclareciendo y reconociendo.
   
A esta Madre, a esta Virgen, a esta celeste Reina, tipo de excelentísimas bellezas, Maestra de soberanas virtudes, Dispensadora de los mayores beneficios del Cordero de Dios, de la Trinidad Santísima, cantemos ese himno armonioso de la Letanía santa, porque esa es el epílogo providencial de las insignes oraciones vocales del inspirado Rosario y la peroración de las insignes meditaciones de los quince misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, con que por María damos honra al Cordero de Dios y por él a la Augusta Trinidad, de la que esperamos el perdón, la salud y la eterna gloria por la abundancia de sus misericordias. Amén.
  
* Su obra sobre las Letanías, ignorada según nos parece desde que se inscribió en latín hace más de dos siglos, ha visto últimamente la luz pública en lengua española. Hasta después de concluidos los precedentes capítulos, vino a nuestro conocimiento libro tan recomendable, del cual nos hemos ayudado en parte para escribir este capítulo final.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)