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martes, 26 de octubre de 2021

VISITA MENSUAL A LA VIRGEN DEL CARMEN

Ejercicio publicado en 1861, con aprobación del Obispado de Barcelona.
   
EJERCICIO MENSUAL PARA VISITAR A LA SANTÍSIMA VIRGEN DEL MONTE CARMELO
  

Hecha la señal de la cruz, y puesto de rodillas con la más profunda reverencia ante la imagen de la Santísima Virgen del Carmen, con toda atención dirás:
   
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.

ACTO DE CONTRICIÓN
Señor Dios de bondad y de misericordia, yo me presento ante vuestra soberana Majestad humillado el entendimiento, rendida la voluntad y contrito el corazón. Me humillo y anonado ante vuestra infinita Sabiduría; me rindo y abismo ante vuestra Omnipotencia; me confundo y arrepiento ante la inagotable y bondadosa paciencia con que habéis soportado mis multiplicadas ingratitudes e iniquidades. Creo en Vos, Señor, porque no queréis ni podéis inducirnos en error; espero en Vos, porque sois fiel en cumplir lo que prometéis; os amo, porque sois tiernamente amante e infinitamente amable. ¡Oh, cuánto me duele, clementísimo Padre mío, el haberos ofendido! ¡Cuánto me pesa el no haberos amado cual yo debía, y el no poderos amar cuanto yo quisiera! Quisiera yo amaros con un corazón divino, y no lo puedo; debía yo amaros con un corazón humano, y en vez de hacerlo no he cesado un momento de ultrajaros. ¡Ah!, con entrañable y extremo horror detesto ya, oh Padre y Redentor mío, mis desórdenes y extravíos pasados. Mil veces os pido perdón, Señor, con el corazón traspasado de dolor, y cubierto el rostro de confusión. Resuelto estoy a morir mil veces antes que causaros nunca el menor disgusto, la más leve ofensa. Lavad Vos mismo, oh divino Jesús mío, lavad y purificad mi alma de todas sus manchas y maldades; destruid en mí el imperio del pecado; derramad en mi corazón vuestras divinas virtudes; iluminad mis tinieblas; fortificad mi flaqueza; aniquilad mi malicia; libradme de todos los peligros a que me hallo expuesto, protegiéndome contra mis enemigos y contra mí mismo. Y Vos, bondadosa y tierna Madre del Carmelo, Vos en quien los santos Padres reconocen una omnipotencia suplicante, alcanzadme de vuestro divino Hijo y Padre mío las gracias que humildemente acabo de pedirle, para que, hecho, para siempre más, agradable a sus ojos, lo sea también a los vuestros, y logre con Vos verlo, alabarlo y amarlo por toda la eternidad. Amén.

CONSIDERACIÓN I.
Resuelta en los divinos consejos la rehabilitación del linaje humano degradado por culpa de nuestros primeros padres, fieles prometido a estos un divino Reparador ya desde el día de su prevaricación. Este Dios que, sin dejar de serlo, debía hacerse hombre, figurado en seguida de mil maneras y mil veces anunciado por los Profetas, solo se dignó venir en la plenitud de los tiempos, para que, convencidas las naciones de las negras tinieblas en que estaban sumergidas y de la suma abyección en que yacían, deseasen más y más a Aquel que solo podía poner término a sus males librándolas del degradante yugo del pecado. Este Dios-Hombre debía tener una Madre, y esa Madre fue, como él, prometida, figurada, anunciada y deseada como que había de ser el afortunado instrumento de la divina Bondad para salvar al mundo. Las más célebres heroínas del pueblo de Dios fueron figuras precursoras de la bendita entre todas las mujeres, de la más pura entre todas las vírgenes, de la más dichosa entre todas las madres, de la Madre del divino Mesías. La incombustible zarza de Moisés, el prodigioso almendro de Aarón, el impermeable vellocino de Gedeón, la vara de José, la rosa de Jericó, la palma de Cades, el ciprés de Sion, he aquí otros tantos emblemas de la Virgen de Isaías, de la Mujer fuerte de Salomón, de Aquella a quien estaban reservadas la gloria del Líbano y la hermosura del Carmelo. ¡El Carmelo! ¡Ah! este es aquel bello y santo monte cuya posesión era para siempre debida a Aquella cuyo candor y belleza debían admirar el sol y la luna, a aquella Estrella de la mañana a quien debían cantar himnos los demás astros matutinales. Este es aquel frondoso y fecundo monte cuya herencia era debida a Aquella que con la singular fecundidad de su inmaculado seno debía transformar nuestro valle de lágrimas en un valle de alegría y santidad. Este es aquel monte, afortunado entre todos los montes, desde cuya cumbre logró Elías divisar con ojo profético a la única Virgen-Madre bajo la graciosa forma de una ligera nubecilla que, levantándose del cercano mar, y remontándose majestuosamente por los aires, y extendiéndose benéficamente sobre toda la tierra fertilizó los agostados campos con sus dulces y abundantes aguas.
   
¡Oh María! Vos sois aquella nubecilla fecunda y fecundante que con copiosa lluvia de gracias santificó la tierra; Vos sois aquella humilde nubecilla que, transformada en inmensa nube, a unos les preserva de los ardores de la concupiscencia, a otros les recrea con blando y refrigerante rocío; Vos sois aquella portentosa nubecilla que salió pura, dulce y ligera del amargo, pesado é impuro mar de la culpa original. ¡Oh inmaculada Señora y dulce Madre nuestra! Vos sois la Señora y Madre del Carmelo, de aquella fértil y hermosa montaña que elegisteis Vos misma y santificasteis hermanando para siempre con ella vuestro precioso nombre: ¡María del Carmelo...! Sí; he aquí dos nombres para siempre inseparables, como lo serán de aquella misma montaña vuestros ojos y vuestro corazón para proteger y amar cual madre solícita y cariñosa a vuestros hijos que se glorían del mismo título con que os honran ¡Oh! ¿Habrá, podrá haber uno solo entre los hijos y devotos del Carmelo cuyo pecho no arda en el más puro y vivo afecto, cuyo corazón no rebose de contento y ternura por su afectuosa y tierna Madre al recordar que ella no le pierde jamás de vista, y le dispensa generosa su maternal protección? ¡Oh buena Madre, dulce y cariñosa Señora del Carmelo! Con vuestro amor, ayuda y protección ¿qué podremos ya temer si nos portamos como a buenos hijos vuestros? No; Vos no cesaréis entonces de amarnos; Vos no cesaréis de protegernos; Vos misma nos guiaréis y conduciréis como por la mano desde el Carmelo, donde nos amparáis, al Tabor de la gloria, donde reináis por los siglos de los siglos. Amen.
   
¿Quién a gloria no tendrá
El ser hijo del Carmelo,
Si María desde el cielo
Su Madre siempre será?

CONSIDERACIÓN II.
Nacísteis, por fin, oh bella y suspirada Aurora del divino y suspirado Sol de justicia...! Nacísteis, oh bendita y gloriosa Niña, para consuelo y salvación del mundo...! Nacísteis, oh María, y visteis la primera luz en Nazaret, a solas tres
millas de vuestra deliciosa herencia, al pie de aquel santo monte desde el cual, unos mil años antes, fuísteis profetizada y vista, y en el cual sus afortunados moradores no han cesado de tributaros religiosa y cordial veneración...! ¡Ah, con qué frecuencia visitaríais, oh augusta y tierna Madre del Carmelo, a vuestros devotos y queridos vecinos durante vuestra larga estancia en Nazaret! ¡Cuán dulces serían los coloquios que con ellos tendríais! ¡Cómo los dirigiríais en sus dudas, les asistiríais en sus trabajos, los consolaríais y acariciaríais en sus penas cual tierna madre lo hace con sus hijos! ¡Oh benditos hijos del Carmelo, que con la presencia y vista de nuestra común Madre tuvisteis la inefable dicha de ver anticipada la gloria que con ella gozáis en los cielos!...  Esta maternal solicitud a favor de sus Hijos la ejerció María en todos tiempos y lugares. Depositaria y dispensadora de los tesoros celestiales, siempre y en todas partes los ha derramado a manos llenas, cual bálsamo consolador, para aliviar sus penas y congojas, mitigar sus dolores y librarlos de la mundana corrupción y perdición eterna. Combatida sin tregua y afligida en extremo se hallaba su sagrada Orden en el mismo monte donde tuvo su cuna y en las adyacentes comarcas. No faltó María a sus hijos en tan triste y doloroso conflicto. Muchísimos de ellos lograron la palma del martirio, y los restantes cuidó ella de que pasasen a Europa donde se declaró de nuevo su Madre especial. Mandó ella misma en persona al papa Honorio III que aceptase y protegiese a su Instituto Carmelitano para gloria de Dios y suya y provecho de la Iglesia. Sobrevinieron nuevos contratiempos, y atribulado sobremanera Simón Stock, general de la Orden Carmelitana, acudió en su aflicción a la Madre de afligidos solicitando de ella algún privilegio que diese a conocer al mundo que ella era y seria siempre Madre y Protectora de los Carmelitas. Acogió benignamente María la súplica de su humilde y querido siervo, y apareciéndosele graciosa y deslumbrante, entrégale bondadosa el santo Escapulario en estos términos: «Toma, hijo mío muy amado, toma este Escapulario de tu Orden; es la señal de mi Confraternidad; es un privilegio que te concedo a ti y a todos los Carmelitas; el que piadosamente muriere cubierto con aquel hábito no padecerá el fuego eterno. En él os doy una prenda de salud eterna, un áncora de salvación en los peligros, una garantía de la pacífica alianza y del pacto sempiterno que establezco desde hoy con vos otros». ¡Qué dicha la de Simón! ¡Qué honor, qué gloria para nosotros el poder vestir aquella divisa, aquel sagrado vestido que, a manera de fuerte e impenetrable escudo, nos dio María para precavernos de los dardos del enemigo!...
   
¡Oh buena y divina Madre! ¿quién podrá expresar los beneficios que por conducto de esa nueva e inagotable fuente de gracias nos habéis comunicado? ¡Oh! son innumerables, Señora, son in concebibles, son inestimables...! En todos tiempos, lugares y ocasiones, en todos los apuros, necesidades y conflictos, siempre, oh amable y amada Virgen, siempre os habéis mostrado solícita por la salud de vuestros hijos. ¡Ah! desde la hermosa cumbre del Carmelo, que repetidas veces santificasteis con vuestras plantas, efluisteis y continuaréis siendo nuestra Madre, nuestra Madre de misericordia; allí sois y seréis nuestra Reina, la Reina del Carmelo; allí sois y seréis nuestra vida, nuestra dulzura, nuestra esperanza, la esperanza de todos los que nos preciamos de ser hijos vuestros. A Vos suspiraremos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, y Vos nos las enjugaréis cariñosa calmando con ternura nuestras penas hasta que nos sea dado trocarlas con las alegrías de la gloria. Amén.
   
Amor tierno y maternal
Tiene María al Carmelo,
Y con el mayor desvelo
Le consuela en todo mal.

CONSIDERACIÓN III.
¡Cuán triste es la condición del hombre sobre la tierra!... ¿Quién será capaz de enumerar los peligros a que está expuesto su cuerpo? ¿Quién podrá precisar los escollos que por doquiera encuentra su alma? ¡Ah! innumerables son aquellos como las estrellas del firmamento; infinitos son estos como las arenas del mar… y unos y otros concurren para perderle...! ¡y unos y otros conspiran para darle una doble muerte, temporal y eterna...! ¿Quién podrá librarle de tanto infortunio? La gracia de Dios por Jesucristo. ¿Quién más? La Madre del Dios-Hombre, que lo es también de los hombres. «Vosotros todos, exclama San Bernardo, vosotros que andáis navegando por el mar proceloso de este mundo, no perdáis jamás de vista a María: ella era para vosotros un astro propicio. ¡Qué! ¿oís silbar cerca de vosotros el viento de las tentaciones? ¿teméis estrellaros contra los escollos de la adversidad? ¿os halláis agitados por las olas del orgullo, de la ambición, del odio y de la venganza? Levantad vuestros ojos hacia la salutífera Estrella que brilla allá en los cielos, invocad a María. ¿Os halláis confusos en vista de la enormidad de vuestros pecados, aterrorizados por el horror del juicio venidero, sumidos en la tristeza o el dolor, envueltos ya en las sombras de la muerte? Invocad a María, pero hacedlo con un espíritu de humildad y de compunción, y de lo alto de los cielos atenta ella a vuestras fervorosas súplicas, las presentará al Señor, desarmará su cólera, y os colmará de sus gracias... Invocadla, pronunciad su nombre. Mientras lo tuvierais en la boca no temáis, ni los extravíos de vuestros pensamientos, ni las perversas y seductoras inclinaciones de vuestro corazón. Teniendo a María por apoyo, no podéis caer; teniendo a María por guía, todo extravío es imposible...».
    
Tal es el santo e inviolable Refugio donde todos podemos guarecernos; tal es la incorruptible y sagrada Arca a cuya sombra seremos invulnerables; tal es la Davídica y divina Torre en cuyo recinto seremos inexpugnables. Madre universal de los hombres, María a todos los ama, a todos los ampara y protege; Madre especial de los que visten devotamente su santo y sagrado Escapulario, a estos los ama, ampara y protege especialmente. ¡Oh! no hay que dudarlo. Hijos especiales de María, María se mostrará siempre nuestra Madre especial. Será y será siempre nuestro especial refugio, nuestro asilo, nuestro apoyo... Será y será siempre nuestro consuelo en las penas que nos afligen, nuestro consejo en las dudas que nos atribulan, nuestra esperanza en los temores que nos alarman, nuestro refrigerio en los tormentos que tal vez merezcamos en expiación de nuestras faltas en el Purgatorio. «Cuando mis hijos salgan de este siglo, dijo la Virgen Carmelitana al papa Juan XXII, y sean precipitados en el Purgatorio, yo, su Madre, bajaré graciosamente el sábado después de su muerte, y cuantos encontraré allí los libraré y llevaré conmigo al monte santo de la eterna vida».¡Ah! en esto, o singularísima y piadosísima Madre, ¡nos habéis dado la última y mayor prueba de vuestro maternal amor...! Bien podéis pues decir, o generosa y divina Señora, que no contenta con protegernos en vida y ayudarnos en la hora de la muerte, nos salváis después de ella. ¡Oh! abrasad nuestros corazones, oh Virgen santa, en vuestro amor, para que, ardiendo siempre en vuestra presencia, puedan seros dignamente ofrecidos como una débil correspondencia a vuestro cariño. Os amamos, Señora, y os amaremos siempre como a buenos hijos vuestros. Os veneramos y veneraremos siempre como a Madre que sois de nuestro divino Redentor, y escudados ahora y siempre con vuestro celestial Escapulario, fuente especial de vuestros maternales favores, nada temeremos de nuestros enemigos, todo lo esperaremos de vuestras muníficas manos, prometiéndonos de ellas el último y eterno complemento de todas las gracias, la inmarcesible gloria del cielo. Amén.
   
Dulce Madre del Carmelo,
Haced que cuando espiremos
Desde luego entrar logremos
En nuestra patria del cielo.

DESPEDIDA
De alejarme llegó el momento
De la Madre del Redentor,
Mas antes yo dejar intento
A sus plantas todo mi amor:
Me voy; adiós, Madre querida,
Mi gozo y mi sostén sois Vos:
Adiós, dicha mía y mi vida, Adiós.
Los ojos en llanto arrasados
Al ir a Ti tenía yo;
Y al punto por Ti serenados,
Tu mirar mi llanto calmó.
Mi temor en grande esperanza
Se trocó por verme ante Ti,
Pues redobló mi confianza
Tu tierno ruego a Dios por mí.
Mi plegaria atenta acogiste
Con una mirada de amor...
«Tu Madre yo soy,» me dijiste...
Tú, mi Madre... ¿hay dicha mayor?
«Soy tu Madre, exclamaste, y te amo,
«Y en el cielo tú me amarás.»
Yo, pues, hijo tuyo me llamo
Para honrarte y amarte más.
El Carmelo y tu Escapulario
Prendas son que de Ti logré,
Y en mi pecho cual relicario
Entrambas las tengo y tendré.
A tus pies quedarme quisiera,
Y siempre contigo vivir;
¡A tus pies morir quién me diera…!
¡Cuán dulce es en ellos morir!...
   
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)