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miércoles, 9 de marzo de 2022

SANTO DOMINGO SAVIO, DISCÍPULO DE SAN JUAN BOSCO

Artículo publicado por Plinio María Solimeo para la revista Tesoros de la Fe. Tomado de EL PERÚ NECESITA DE FÁTIMA.

SANTO DOMINGO SAVIO, EL JOVEN EJEMPLAR QUE DECLARÓ GUERRA A MUERTE AL PECADO
Al fallecer con apenas quince años, logró aliar una inocencia y pureza angelicales a la sabiduría de un hombre maduro, alcanzando la heroicidad de las virtudes.
    
El primer y más insigne biógrafo de Santo Domingo Savio fue su director espiritual y maestro, el gran San Juan Bosco. De él extrajimos los datos para este artículo.*

Hijo de Carlos Savio y Brígida Agagliate, Domingo Savio nació en Riva de Chieri, villa de Castelnuovo de Asti (Italia), el 2 de abril de 1842.
   
Desde pequeño fue dotado “de un temperamento dulce y de un corazón formado para la piedad, aprendió con extraordinaria facilidad las oraciones de la mañana y de la noche, que rezaba ya él solo cuando apenas tenía cuatro años de edad”.
    
Cierto día, durante un almuerzo ofrecido en su casa a un visitante, no habiendo éste rezado antes de comenzar a comer, Domingo cogió su plato y se retiró triste a un rincón. Su padre le preguntó después por qué hizo eso. Él respondió: “Yo no me atrevo a ponerme a la mesa con uno que empieza a comer como lo hacen las bestias”.
     
Cuando tenía cinco años, iba a la iglesia con su madre; su actitud devota llamaba la atención de todos. Si el templo estaba aún cerrado, se arrodillaba en el umbral de la puerta, y allí quedaba orando hasta que fuese abierto, sin importarle si llovía o nevaba, si hacía calor o frío.
    
A esa edad, aprendió a ayudar a Misa, lo que hacía con mucha devoción, a pesar de la dificultad que tenía para transportar el enorme misal.
    
Su programa de vida: “Antes morir que pecar”
Llegado el tiempo de aprender las primeras letras, “como estaba dotado de mucho ingenio y era muy diligente en el cumplimiento de sus deberes, hizo en breve tiempo notables adelantos en los estudios”.
    
Evitaba a todos los niños revoltosos y sólo entablaba amistad con los de buena conducta.
    
Domingo se confesaba frecuentemente. Tan pronto supo distinguir entre “el pan celestial y el terreno”, fue admitido a la primera comunión, a los siete años, aún cuando en esa época la edad mínima para recibirla era a los doce años.
    
Se puede percibir la madurez del niño en los propósitos que dejó anotados ese día:
“Propósitos que yo, Domingo Savio, hice en el año 1849 con ocasión de mi primera comunión, a los siete años de edad:
    
1. Me confesaré muy a menudo y recibiré la sagrada comunión siempre que el confesor me lo permita;
   
2. Quiero santificar los días de fiesta;
    
3. Mis amigos serán Jesús y María;
    
4. Antes morir que pecar.”
Este último propósito, hecho por un niño a tan tierna edad, muestra a qué punto habían llegado su precoz madurez y su virtud, haciéndose su programa de vida. ¿Cuántos niños de siete años, hoy en día, tendrían semejante propósito, sobre todo después de haber sido masacrados por clases de la llamada “educación sexual”?
    
Callado, sufre injusticia por amor a Dios
Terminada la primaria en Mondonio, donde se había mudado, Domingo tenía que ir hasta Castelnuovo dos veces al día, ida y vuelta, lo que representaba una caminata de casi 20 kilómetros diarios. Para un niño de diez años y de complexión frágil, era un gran esfuerzo. Pero, movido por el deseo de estudiar para abrazar el sacerdocio, hacía alegremente el sacrificio.
    
Domingo, por su inteligencia y aplicación, obtuvo siempre el primer lugar en la clase, además de otras distinciones por su buen comportamiento y por el cumplimiento de sus deberes.
     
Cierto día, algunos compañeros suyos llenaron de piedras la estufa de la clase. Era una falta grave de disciplina, que merecía como penalidad la expulsión de los infractores. Éstos, sin embargo, acusaron a Domingo Savio de haber sido el autor del acto. El maestro, un sacerdote, aunque dudando, tuvo que ceder ante las seudo evidencias que le presentaban. Llamó a Domingo, le mandó arrodillarse frente a la clase, y delante de todos sus compañeros le dio una reprimenda, diciendo que sólo no lo expulsaba por haber sido su primera falta. Domingo bajó la cabeza y no dijo nada.
    
Al día siguiente, se descubrió la verdad. El sacerdote llamó entonces a Domingo y le preguntó por qué no se había justificado. Dijo que quería imitar a Nuestro Señor, que fue acusado injustamente y no se defendió. Por lo demás, sabía que su defensa podría haber causado la expulsión de otros alumnos. Como sería su primera falta, sabía que sería perdonado.
   
Domingo Savio: otro San Luis Gonzaga
En 1854, Don Bosco fue solicitado por Don Cugliero, profesor de Domingo, para “hablarme de un alumno suyo digno de particular atención por su piedad: —Aquí, en esta casa [el Oratorio de Don Bosco] es posible que tenga usted jóvenes que le igualen, pero difícilmente habrá quien le supere en talento y virtud. Obsérvelo usted y verá que es un San Luis”.
     
Fue entonces que Don Bosco conoció a Domingo Savio, que contaba con doce años. Así lo describe: “Era Domingo algo débil y delicado de complexión, de aspecto grave y al par dulce, con un no sé qué de agradable seriedad. Era afable y de apacible condición y de humor siempre igual. Guardaba constantemente en la clase y fuera de ella, en la iglesia y en todas partes, tal compostura, que el maestro sentía la más agradable impresión con sólo verle o hablarle”.
    
Conociendo mejor al nuevo discípulo a lo largo de los años, afirmó aún sobre él Don Bosco: “Todas las virtudes que vimos brotar y crecer en él, en las primeras etapas de su vida, aumentaron siempre maravillosamente y crecieron todas juntas, sin que una fuese en detrimento de la otra”. Era impresionante ver la seriedad con que cumplía los menores deberes. En lo ordinario, comenzó a hacerse extraordinario. “De aquí arrancó aquella vida ejemplarísima y aquella exactitud en el cumplimiento de sus deberes, que difícilmente pueden superarse”.
    
Declaración de guerra: muerte al pecado
La devoción del pequeño Domingo a la Santísima Virgen era sencillamente extraordinaria. El día 8 de diciembre de 1854, fecha en que era proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción por el bienaventurado Papa Pío IX, ante el altar de la Virgen, renovó las promesas hechas en su primera comunión e hizo esta oración: “María, os doy mi corazón; haced que sea siempre vuestro. Jesús y María, sed siempre mis amigos; pero, por vuestro amor, haced que muera mil veces antes que tenga la desgracia de cometer un solo pecado”.
     
Ese horror al pecado era muy vivo en Domingo, que solía decir: “Quiero declararle guerra a muerte al pecado mortal”.
    
Pero no era sólo al pecado mortal. Decía: “Quiero pedirle mucho, mucho, a la Santísima Virgen y al Señor que me manden antes la muerte que dejarme caer en un pecado venial contra la modestia”.
    
Eso no se obtiene sin una pureza angélica. Esa virtud ¿habrá sido obtenida a costa de mucha oración y vigilancia? O, conforme declaró el beato Miguel Rúa, su condiscípulo en el Oratorio, en el proceso de beatificación: “Tengo la convicción de que Domingo, por singular privilegio, no estaba sujeto a tentaciones contra la castidad”.
    
Deseo intensísimo de santidad
Seis meses después de la entrada de Domingo Savio en el Oratorio, Don Bosco hizo a los alumnos una plática sobre el deber que todos tienen de ser santos, y lo fácil que esto resulta, si se busca en todas las cosas la voluntad de Dios con toda simplicidad. Eso inflamó benéficamente a Domingo Savio, que fue a buscarlo y le dijo: “Quiero decir que siento como un deseo y una necesidad de hacerme santo. Nunca me hubiera imaginado yo que uno pudiese llegar a ser santo con tanta facilidad; pero ahora que he visto que uno puede ser santo también estando alegre, quiero absolutamente y tengo absoluta necesidad de ser santo”.
    
Procediendo como experimentado director espiritual, Don Bosco relata: “Lo primero que se le aconsejó para llegar a ser santo fue que trabajase en ganar almas para Dios, puesto que no hay cosa más santa en esta vida que cooperar con Dios a la salvación de las almas, por las cuales derramó Jesucristo hasta la última gota de su preciosísima sangre”.
    
Domingo transformó ese consejo en un programa de vida, se volvió un batallador. “No dejaba entretanto pasar ocasión de dar buenos consejos y avisar a quien dijera o hiciera cosa contraria a la santa ley de Dios”. Exclamaba: “¡Cuán feliz sería si pudiese ganar para Dios a todos mis compañeros!” Decía también que deseaba mucho reunir a los niños para enseñarles el catecismo. Tenía presente cuántos niños al llegar a la edad de la razón se corrompen moralmente y pierden sus almas. A ese propósito, observó: “¡Cuántos pobres niños se condenan tal vez eternamente porque no hay quien los instruya en la fe!”.
   
Celo por la conversión de Inglaterra
Su celo iba mucho más allá. No se restringía a su vida espiritual, sus horizontes eran anchos. Varias veces dijo a Don Bosco: “¡Cuántas almas esperan en Inglaterra nuestros auxilios! ¡Oh! Si tuviera fuerzas y virtud, quisiera ir ahora mismo y con sermones y buen ejemplo, convertirlas a todas a Dios”. Él mismo tuvo una visión a ese respecto, y pidió que Don Bosco se la comunicase al Papa, cuando fuese a Roma.
     
Afirma Don Rúa: “Era verdaderamente admirable que en un jovencito de su edad reinara tanto celo por la gloria de Dios, hasta el punto de sentir horror y aún sufrir físicamente cuando oía blasfemar o veía de cualquier otro modo ofender la majestad de Dios”.
    
Otro condiscípulo muestra su amor combativo por la fe, contra las herejías: “En aquellos tiempos, más de una vez, encontré emisarios de los protestantes, venidos expresamente al Oratorio para sembrar sus errores; uno de los más solícitos para impedirlo era el jovencito Domingo Savio”.
     
“Su oración predilecta —afirma Don Bosco— era la corona al Sagrado Corazón de Jesús para reparar las injurias que recibe de los herejes, infieles y malos cristianos”.
   
En fin, muchas cosas más se podrían decir sobre Santo Domingo Savio que excederían los límites de este artículo. Falleció santamente el día 9 de marzo de 1857 a los quince años de edad. Y Don Bosco tenía tanta certeza de su santidad y futura canonización que, en un epitafio por él compuesto, dijo: “...de los que, habiendo experimentado los efectos de su celestial protección, agradecidos y ansiosos, esperan la palabra del oráculo infalible de nuestra Santa Madre la Iglesia”.     
  
* San Juan Bosco, Obras fundamentales, B.A.C., Madrid, 1995, pp. 120-221.

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