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lunes, 18 de julio de 2022

BENITO JUÁREZ: EL ÍDOLO DEL ESTADO REVOLUCIONARIO-LIBERAL MEJICANO

Por Austreberto Martínez Villegas (Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta - Ciudad de Méjico) para PERIÓDICO LA ESPERANZA (Parte 1 y Parte 2).
   
La Reforma y caída del Imperio (José Clemente Orozco, pintura al fresco, 1948). Puebla, Museo Nacional de Historia.
   
Como es costumbre cada 21 de marzo, el Estado mejicano conme­moró el natalicio del principal cabecilla del bando liberal decimonóni­co: Benito Juárez. Sean gobiernos liberales o revolucionarios, de la de­recha de Acción Nacional, del nacionalismo revolucionario del PRI o de la izquierda Morenista; toda la clase política considera una obligación ineludible postrarse ante la memoria del principal artífice de las llama­das Leyes de Reforma que consumaron la apostasía del Estado en el si­glo XIX, privándolo de su carácter confesional e implementando el lai­cismo, como un avance decisivo en el proceso de fortalecimiento de la modernidad política. 
   
No obstante, es necesario clarificar las razones por las cuales, desde la perspectiva de la Tradición política, el legado de Juárez fue alta­mente pernicioso tanto para el desarrollo normal de la vida espiritual de los mejicanos como para su desenvolvimiento político y económico. Por otro lado, sus alianzas y contubernios con el gobierno de Estados U­nidos pusieron en grave riesgo tanto la independencia política mejica­na, como la integridad del territorio. 
   
Benito Juárez, miembro desde hacía años atrás de la masonería, llegó a puestos relevantes de la administración pública a partir de 1855 después de la Revolución de Ayutla, en donde fungió como ministro de justicia e instrucción pública. Una de sus primeras disposiciones fue promover en noviembre de 1855 la llamada “Ley Juárez”, la cual esta­bleció la renunciabilidad del fuero eclesiástico (contraviniendo el dere­cho canónico) y militar, ordenando que los tribunales civiles juzgaran a clérigos y militares en casos de delitos civiles. Esta ley vendría a im­poner la centralización jurídica propia de la modernidad, eliminando los últimos rastros de las leyes forales que habían estado presentes en el derecho novohispano durante la época de unidad de la Nueva España con la Monarquía Católica. 
   
La Reforma liberal desde luego no fue obra exclusiva de Benito Juárez, pero su nombre se asocia con este periodo, debido a que la ca­marilla que gobernaba el país compartía con el personaje mencionado, un mismo odio revolucionario y antirreligioso, que pretendía borrar de la faz de la comunidad política mejicana la saludable influencia de la religión, para lo cual comenzaron a aprobarse nuevas disposiciones con la aprobación del presidente liberal Ignacio Comonfort. Otra de las le­yes que se expidieron por esta época fue la Ley Lafragua de diciembre de 1855 que proclamó la libertad de prensa, dejando vía libre a la pren­sa anticlerical, a la vez que se mantuvo una cláusula contra los que a­tacaran la ley o los actos de autoridad, que sirvió como herramienta de represión contra la oposición antiliberal. 
   
Sin embargo, la que sería una de las disposiciones más perniciosas fue la llamada Ley Lerdo o de desamortización de bienes de «manos muer­tas» de junio de 1856. Con ella se despojaba de la mayor parte de sus bienes tanto a la Iglesia, so pretexto de su supuesta improductividad, como a otras corporaciones civiles y a las comunidades indígenas. El golpe contra la Iglesia tenía el objetivo de ahogarla económicamente e impedir su obra de beneficencia social que realizaba a través de hospi­cios, casas de menesterosos, asilos, hospitales, etc. Por otro lado, la a­gresión contra las corporaciones civiles pretendían liquidar los últimos gremios y cofradías. Esta ley también afectó gravemente a los indígenas que fueron despojados de las tierras comunales que desde la era novo­hispana les garantizaba el sustento, otorgándose así a unos cuantos particulares, ligados al régimen liberal, la concesión de amplias exten­siones de tierra marcando el inicio del auge de los latifundios y conde­nando a la miseria a los indígenas. Este proceso destructivo tuvo su complemento con la promulga­ción de la Constitución de 1857, en cuya redacción también participó Benito Juárez. Este documento ahondó la descatolización de Méjico al proclamar la libertad de enseñanza y su laicidad, la desautorización de los votos religiosos, la supresión definitiva del fuero eclesiástico y los tribunales especiales, y la negación de la capacidad de las corporaciones civiles y eclesiásticas de poseer bienes raíces a excepción de los edificios dedicados al servicio u objeto de la institución. Como puede observarse, avanzaba a grandes pasos las tentativas de control absoluto del Estado liberal sobre la institución eclesiástica.
  
Esta situación suscitó amplias protestas de valientes prelados co­mo Clemente de Jesús Munguía de Michoacán, Antonio Plancarte y La­bastida, entonces obispo de Puebla, y del arzobispo de la Ciudad de Méjico Lázaro de la Garza y Ballesteros, quien declaró que los funcio­narios católicos no podían jurar la Constitución. Inclusive el papa Pío IX se pronunció contra las leyes liberales y contra la misma Constitu­ción. Un sector importante de mejicanos decidió enfrentarse con las armas ante estas arbitrariedades del liberalismo y desde finales de 1857, se proclamó el Plan de Tacubaya en donde el Partido Conser­vador encabezado por Félix Zuloaga, Luis Gonzaga Osollo, Antonio de Haro y Tamariz y el destacado militar Miguel Miramón decidió enfren­tar con gallardía a la tiranía anticatólica.
  
Después de una serie de acciones contradictorias de parte del pre­sidente Comonfort, este terminó abandonando el poder y Benito Juárez quien a inicios de 1858 se desempeñaba como presidente de la Supre­ma Corte de Justicia, asumió el cargo presidencial, el cual conservó, no sin acciones autoritarias e ilegales, durante 14 años hasta su muerte en 1872.
   
Las acciones militares favorecieron gradualmente al bando conser­vador a lo largo de 1858 y 1859. Juárez terminó casi aislado en el puer­to de Veracruz, en donde en julio de 1859 expidió las propiamente di­chas Leyes de Reforma, que representaron un golpe decisivo en contra del papel primordial que hasta entonces había tenido la religión en la comunidad política mejicana. Dichas leyes establecieron la nacionali­zación de todos los bienes del clero, la supresión de todas las órdenes religiosas masculinas, la declaración del matrimonio como contrato ci­vil, invalidando su carácter sacramental, el establecimiento del registro civil para controlar el registro de nacimientos, matrimonios y defuncio­nes, la secularización de cementerios, la supresión de descansos labora­les en diversas fiestas religiosas, la prohibición a funcionarios de go­bierno de asistir como tales a ceremonias religiosas y la implantación de la libertad de cultos. Como se puede observar, estas leyes pretendían despojar a la Iglesia de buena parte de su influjo en los acontecimientos centrales de la vida de las personas y sustituir sus funciones a través de la acción del Estado.
  
Estando casi rodeado por los conservadores en Veracruz, Benito Juárez buscó el apoyo de Estados Unidos y firmó el llamado «Tratado Mc-Lane-Ocampo» con el cual Estados Unidos reconoció al gobierno de Juárez, y le daría su apoyo político, económico y en materia de ar­mamento. A cambio, el tratado concedía a EE.UU. derechos perpetuos de tránsito por el Istmo de Tehuantepec, y por caminos que irían de Noga­les a Guaymas y de Camargo a Mazatlán. Adicionalmente se daba dere­cho a que estas vías estuvieran custodiadas por soldados estadouniden­ses quienes tendrían libertad para efectuar acciones militares cuando lo considerasen necesario. Otras disposiciones eran que los derechos aduanales cobrados en los puntos mencionados serían asignados según la decisión de Estados Unidos. Finalmente, el Tratado no se ratificó por el Congreso estadounidense, entre otros factores por las crecientes ri­validades entre el norte y el sur de dicho país; no obstante, se puso en grave riesgo la integridad territorial mejicana que pudo haber caído en manos del país norteamericano.
  
Aunado a lo anterior, el hecho decisivo en donde se mostró con claridad el apoyo de EE.UU., fue la Batalla de Antón Lizardo. A inicios de 1860, Miramón estuvo a punto de tomar el puerto de Veracruz por vía marítima, sin embargo, frente a las costas del poblado cercano de Antón Lizardo, tres embarcaciones estadounidenses; el Saratoga, el Wave, y el Indianola, atacan ilegalmente a las embarcaciones del ejército conser­vador obligándolo a retirarse. A partir de ese momento, aumentan los flujos de armamento para los liberales y da inicio el repliegue conserva­dor que se consumará con la victoria juarista a finales de 1860.
  
No es ocasión en este artículo de hablar acerca de la actuación de Juárez frente al Segundo Imperio Mejicano encabezado por Maximilia­no de Habsburgo ni de los últimos años de vida en los que el caudillo li­beral se aferró con firmeza y arbitrariedades al poder. No obstante, es viable al analizar lo narrado, concluir que Benito Juárez no fue el héroe que el sistema político mejicano pretende, sino que fue uno de los prin­cipales artífices de la consolidación del liberalismo enemigo de la reli­gión y un hombre servil hacia los Estados Unidos, que fue capaz de po­ner en grave riesgo la integridad territorial mejicana.
   
Quizás las motivaciones del culto que las autoridades le rinden a Juárez, no son otra cosa que un símbolo de la triste aceptación y conti­nuidad en la promoción de la laicidad de una comunidad social y polí­tica, lo cual representa la apostasía del Estado mejicano.
  
Austreberto Martínez Villegas, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta.

2 comentarios:

  1. A un odiador de la Iglesia como Benito Juárez, que quiso extirparla del corazón del pueblo mexicano con sus leyes inicuas y su apoyo a la herejía protestante procedente del vecino del Norte, le correspondió un final atroz: murió un día como hoy, 18 de Julio de 1872, a las 23:35h de un infarto cardíaco, privado de los sacramentos. Pero antes de esto, ya se sabía de dónde iría a parar su alma como el masón y anticatólico que fue:

    El primer obispo de León, monseñor José María de Jesús Diez de Sollano y Dávalos, oficiaba la Santa Misa en un templo de la ciudad de Irapuato y, de improviso, su semblante se cubrió de tristeza.
    Una vez terminada la celebración, se le acercan sus familiares preguntándole la causa por la que había perdido tan de repente su tranquilidad habitual.
    «He visto caer al infierno el alma de Benito Juárez», respondió el prelado.
    Pocas horas después, al abrirse la oficina telegráfica, apareció la fatal noticia: «ANOCHE FALLECIÓ BENITO JUÁREZ».

    Este relato lo recogió el sacerdote (luego obispo de Peoria, Estados Unidos) e historiador Joseph Henry Schlarman en su libro México, tierra de volcanes, libro que por años ha sido una alternativa a la “historia oficial” que ha dado a distintos monumentos, calles, plazas, ciudades, y al billete de 500 pesos mexicanos el nombre y el rostro de semejante ídolo con semejantes pies de barro.

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    1. Aun sin que mediase fenómeno sobrenatural, tiene sentido que se haya condenado. Por lo general, los pecadores obstinados mueren en impenitencia final; y en caso de los masones, sus hermanos de logia los rodean en sus lechos de muerte para impedir que un sacerdote católico los confiese y absuelva de la excomunión en que se encuentran.

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