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viernes, 3 de febrero de 2023

ENCÍCLICA “Ad Beatíssimi Apostolórum Príncipis cáthedram”, APELANDO POR LA PAZ

Cuando el cardenal Giacomo della Chiesa Migliorati fue elegido bajo el nombre Benedicto XV para suceder a San Pío X el 3 de Septiembre de 1914, la Gran Guerra Europea tenía ya dos meses de haber empezado a sembrar muerte, pobreza y devastación en los países que tomaron parte en ella (además de significar el comienzo del fin para el reinado de las dinastías Habsburgo en Austria-Hungría, Hohenzoller en Alemania, Románov en Rusia, y Osmanlí en Turquía), abonando así el terreno para el avance, en los años de posguerra, de la ideología socialista en sus formas socialdemócrata o marxista.
  
En ese estado de cosas, Benedicto XV promulgó el 1 de Noviembre de 1914 la Encíclica “Ad Beatíssimi Apostolórum Príncipis cáthedram” (publicada en Acta Apostólicæ Sedis VI, págs. 565-582), señalando que el origen de los males del mundo (entre ellos la guerra y las revoluciones sociales) es la concupiscencia y el olvido de los principios cristianos por la sociedad, por lo que llama a los obispos para que afiancen la fe en las verdades sobrenaturales y la esperanza de los bienes eternos. También llama a la concordia y unión de los católicos en torno a la autoridad pontificia, rechazando toda tendencia modernista y afán de novedades.
   
Para estos objetivos, el Papa Della Chiesa pide a los clérigos que fomenten las asociaciones católicas y trabajen siempre en unión y obediencia a los obispos, recordando la exhortación que hizo San Pío X en su exhortación apostólica “Hærent ánimo”, del 4 de Agosto de 1908. Finalmente, llama a orar para que termine pronto la guerra y la ocupación italiana en el Vaticano y Castelgandolfo.
  
Vale destacar especialmente que la encíclica recuerda que la autoridad de los gobernantes seglares y eclesiásticos procede de Dios, y es deber de los súbditos reconocerla y obedecer sus mandatos siempre que estos no vayan contra los mandatos de Dios. De ahí que esta encíclica condena también la postura “Reconocer y Resistir” y el “repensar el Papado” que han surgido en años recientes.
   
ENCÍCLICA “Ad Beatíssimi Apostolórum Príncipis cáthedram”, DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR BENEDICTO, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA XV, APELANDO POR LA PAZ
  

A nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.
   
Benedicto XV, Papa. Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Universalidad de la Iglesia
Apenas elevado, por inescrutables designios de la Providencia divina, sin mérito alguno Nuestro, a ocupar la Cátedra del príncipe de los Apóstoles, Nos, considerando como dichas a nuestra persona aquellas mismas palabras que Nuestro Señor Jesucristo dijera a Pedro: «Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos» (Joann. XXI, 15-17), dirigimos enseguida una mirada llena de la más encendida caridad al rebaño que se ha confiado a Nuestro cuidado: rebaño verdaderamente innumerable, como que, por una o por otra razón, abraza a todos los hombres. Porque todos, sin excepción, fueron librados de la esclavitud del pecado por Jesucristo, que derramó su sangre por la redención de los mismos, sin que haya uno siquiera que sea excluido de los beneficios de esta redención; por lo cual el Pastor divino que tiene ya venturosamente recogida en el redil de su Iglesia a una parte del género humano, asegura que Él atraerá amorosamente a la otra: «Aun otras ovejas tengo que no son de este redil, y es preciso que yo las traiga, y oirán mi voz» (Joann. X, 16).
    
2. Voz de padre
Confesamos, Venerables Hermanos, el primer afecto que embargó Nuestro ánimo, excitado sin duda por la divina Bondad, fue de vehemente deseo y amor por la salvación de todos los hombres; y al aceptar el Pontificado, Nos formulamos aquel mismo voto que Jesucristo expresara a punto de morir en la cruz: «Padre santo, guárdalo en tu nombre, a los que tu me diste» (Joann. XVII, 11).
   
Ahora bien: apenas Nos fue dado contemplar, de una sola mirada, desde la altura de la dignidad Apostólica, el curso de los humanos acontecimientos, al ofrecerse a Nuestros ojos la triste situación de la sociedad civil, Nos experimentamos un acerbo dolor. Y ¿cómo podría nuestro corazón de Padre común de todos los hombres dejar de conmoverse profundamente ante el espectáculo que presenta la Europa, y con ella el mundo entero, espectáculo el más atroz y luctuoso que quizá ha registrado la historia de todos los tiempos? Parece que, en realidad, han llegado aquellos días de los que Jesucristo profetizó: «Oiréis hablar de guerra y de rumores de guerra... Se levantará nación contra nación» (Matth. XXIV, 6-7). El tristísimo fantasma de la guerra domina por doquier, y apenas hay otro asunto que ocupe los pensamientos de los hombres. Poderosas y opulentas son las naciones que pelean; por lo cual ¿qué extraño es que, bien provistas de los horrorosos medios que en nuestros tiempos el arte militar ha inventado, se esfuercen en destruirse mutuamente con refinada crueldad? No tienen, por eso, límite ni las ruinas, ni la mortandad; cada día la tierra se empapa con nueva sangre y se llena de muertos y heridos. ¿Quién diría que los que así se combaten tienen un mismo origen, participan de una misma naturaleza, y pertenecen a la misma sociedad humana? ¿Quién les reconocería como hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos? Y mientras que de una y ora parte formidables ejércitos pelean furiosamente, las naciones, las familias, los individuos sufren los dolores y miserias que, como triste cortejo, siguen a la guerra. Aumenta sin medida, de día en día, el número de viudas y de huérfanos; se paraliza, por la interrupción de las comunicaciones, el comercio; están abandonados los campos y suspendidas las artes; se encuentran en la estrechez los ricos, en la miseria los pobres, en el luto todos.
    
3. Que reine la paz
Nos, conmovido por tan extrema situación, en el principio de Nuestro Supremo Pontificado creímos deber nuestro recoger las últimas palabra de Nuestro Predecesor, Pontífice de Ilustre y santísima memoria, y repitiéndolas, comenzar nuestro apostólico ministerio; y conjuramos con toda vehemencia a los Príncipes y a los gobernantes, a fin de que, considerando cuanta sangre y cuantas lágrimas habían sido derramadas se apresuraren a devolver a los pueblos los soberanos beneficios de la paz.
   
Y ojalá que por la misericordia de Dios, suceda que, al empezar nuestro oficio de Vicario suyo, resuene cuanto antes el feliz anuncio que los Ángeles cantaron en el Nacimiento  del divino Redentor de los hombres: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Luc. II, 14). Que nos escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos están los destinos de los pueblos. Otros medios existen, ciertamente, y otros procedimientos para vindicar los propios derechos si hubiesen sido violados. Acudan a ellos, depuestas en tanto las armas, con leal y sincera voluntad. Es la caridad hacia ellos, y hacia todos los pueblos, no Nuestro propio interés, la que Nos mueve a hablar así. No permitan, pues, se pierda en el vacío esta Nuestra voz de amigo y de Padre.
    
4.  El mal viene de lejos
Pero no es solamente la sangrienta guerra actual la que trae a los pueblos en la miseria y a Nos angustiado y solícito. Otro mal funesto ha penetrado hasta las mismas entrañas de la sociedad humana y tiene atemorizados a todos los hombres de sano criterio, ya que por los daños que ha causado y causará en lo futuro a las naciones, ya porque, con toda razón, es considerado como causa de la presente luctuosísima guerra. En efecto, desde que se han dejado de aplicar en el gobierno de los Estados la norma y las prácticas de la sabiduría cristiana, que garantizaban la estabilidad y la tranquilidad del orden, comenzaron,  como no podía menos de suceder, a vacilar sus cimientos las naciones y a producirse tal cambio en las ideas y en las costumbres, que si Dios no lo remedia pronto, parece ya inminente la destrucción de la sociedad humana. He aquí los desórdenes que estamos presenciando: la ausencia de amor mutuo en la comunicación entre los hombres: el desprecio de la autoridad de los que gobiernan; la injusta lucha entre las diversas clases sociales; el ansia ardiente con que son apetecidos los bienes pasajeros y caducos, como si no existiesen otros, y ciertamente mucho más excelentes, propuestos al hombre para que los alcance. En estos cuatro puntos se contienen, según Nuestro parecer, otras tantas causas de las gravísimas perturbaciones que padece la sociedad humana. Todos, por lo tanto, debemos esforzarnos en que por completo desaparezcan, restableciendo los principios del cristianismo, si de veras se intenta poner paz y orden en los intereses comunes.
    
5. Amaos los unos a los otros
Pero, en primer lugar, Jesucristo, habiendo descendido de los cielos para restaurar entre los hombres el reino de la paz, destruido por la envidia de Satanás, no quiso apoyarlo sobre otro fundamento que el de la caridad. Por eso repitió tantas veces: «Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros» (Joann. XIII, 34); «Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros» (Joann. XV, 12); «Esto os mando: que os améis unos a otros» (Joann. XV, 17); como si no tuviese otra misión que la de hacer que los hombres se amasen mutuamente y para conseguirlo, ¿qué género de argumentos dejó de emplear? A todos nos manda levantar los ojos al cielo: «Uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos» (Matth. XXIII, 9). A todos, sin distinción de naciones, de lenguas ni de intereses, nos enseña la misma forma de orar: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Matth. VI, 9); es más, afirma que el Padre celestial, al repartir los beneficios naturales, no hace distinción de los méritos de cada uno: «Que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos» (Matth. V, 45). 
   
También nos dice, unas veces, que somos hermanos, y otras nos llama hermanos suyos: «Todos vosotros sois hermanos» (Matth. XXIII, 8); «Para que [su Hijo] sea primogénito entre muchos hermanos» (Rom. VIII, 20). y lo que más fuerza tiene para estimularnos en sumo grado a este amor fraternal aun hacia aquellos a quienes nuestra nativa soberbia menosprecia quiere que se reconozca en el más pequeño de los hombres la dignidad de su misma persona: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Matth. XXV, 40). ¿Qué más? En los últimos momentos de su vida rogó encarecidamente al Padre que todos cuantos en Él habían de creer fuesen una sola cosa por el vínculo de la caridad: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Joann., XVII, 21). Finalmente, suspendido de la cruz, derramó su sangre sobre todos nosotros, para que, unidos estrechamente, como formando un solo cuerpo, nos amásemos mutuamente con un amor semejante al que existe entre los miembros de un mismo cuerpo. Pero muy de otra manera sucede en nuestros tiempos. Nunca quizá se habló tanto como en nuestros días de la fraternidad humana; más aún, sin acordarse de las enseñanzas del Evangelio y posponiendo la obra de Cristo y de su Iglesia, no reparan en ponderar este anhelo de fraternidad como uno de los más preciados frutos que la moderna civilización ha producido.
   
6. La fraternidad ha muerto
Pero, en realidad, nunca se han tratado los hombres menos fraternalmente que ahora. En extremo crueles son los odios engendrados por la diferencia de razas; más que por las fronteras, los pueblos están divididos por mutuos rencores: en el seno de una misma nación y dentro de los muros de una misma ciudad, las distintas clases sociales son blanco de la recíproca malevolencia; y las relaciones privadas se regulan por el egoísmo, convertido en ley suprema. Ya veis, Venerables Hermanos, cuán necesario es procurar con todo empeño que la caridad de Jesucristo torne a reinar entre los hombres. Este será siempre nuestro ideal, y ésta la labor propia de nuestro pontificado. Y os exhortamos a que éste sea también vuestro anhelo. No cesaremos de inculcar en los ánimos de los hombres y de poner en práctica aquello del apóstol San Juan: «Amémonos mutuamente» (1.ª Joann. III, 23). Excelentes son, es cierto, y sobremanera recomendables, los institutos benéficos que tanto abundan en nuestros días; mas téngase en cuenta que entonces resultan de verdadera utilidad cuando prácticamente contribuyen de algún modo a fomentar en las almas la verdadera caridad hacia Dios y hacia los prójimos; pero, si nada de esto consiguen, son inútiles, porque el que no ama permanece en la muerte (1.ª Joann. III, 14).
    
7. El desprecio de la autoridad de los gobernantes
Dejamos dicho que otra causa del general desorden consiste en que ya no es respetada la autoridad de los que gobiernan. Porque, desde el momento que se quiso atribuir el origen de toda humana potestad, no a Dios, Creador y dueño de todas las cosas, sino a la libre voluntad de los hombres, los vínculos de mutua obligación que deben existir entre los superiores y los súbditos se han aflojado hasta el punto de que casi han llegado a desaparecer. Pues el inmoderado deseo de libertad, unido a la contumacia, poco a poco lo ha invadido todo, y no ha respetado siquiera la sociedad doméstica, cuya potestad es más clara que la luz meridiana que arranca de la misma naturaleza; y, lo que todavía es más doloroso, ha llegado a penetrar hasta en el recinto mismo del Santuario. De aquí proviene el desprecio de las leyes; de aquí las agitaciones populares, de aquí la petulancia en censurar todo lo que es mandado, de aquí los monstruosos crímenes de aquellos que, confesando que carecen de toda ley, no respetan ni los bienes ni las vidas de los demás.
     
La autoridad viene de Dios
Ante semejante desenfreno en el pensar y en el obrar, que destruye la constitución de la sociedad humana, Nos, a quien ha sido divinamente confiado el magisterio de la verdad, no podemos en modo alguno callar, y recordamos a los pueblos aquella doctrina que no puede ser cambiada por el capricho de los hombres: «No hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas» (Rom. XIII, 1). Por tanto, toda autoridad existente entre los hombres, ya sea soberana o subalterna, es divina en su origen. Por esto San Pablo enseña que a los que están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia, a no ser que manden algo que sea contrario a las divinas leyes: «Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino también por conciencia» (Rom. XIII, 5). Concuerdan con estas palabras de San Pablo aquellas otras del mismo Príncipe de los Apóstoles: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano; ya a los gobernantes, como delegados suyos...» (1.ª Pet. II, 13-14). De donde colige el Apóstol de las Gentes que quien resiste con contumacia al legítimo gobernante, a Dios resiste, y se hace reo de las eternas penas: «De suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación» (Rom. XIII, 2).

8. La Religión de Cristo apoya la autoridad civil
Recuerden esto los príncipes y los que gobiernan a los pueblos, y consideren si es prudente y saludable consejo, tanto para el poder público como para los ciudadanos, apartarse de la santa religión de Jesucristo, que tanta fuerza y consistencia presta a la humana autoridad. Mediten una y otra vez si es medida de sabia política querer prescindir de la doctrina del Evangelio y de la Iglesia en el mantenimiento del orden social y en la pública instrucción de la juventud. Harto nos demuestra la experiencia que la autoridad de los hombres perece allí donde la religión es desterrada. Suele de hecho acontecer a las naciones lo que acaeció a nuestro primer padre al punto que hubo pecado. Así como en éste, apenas la voluntad se hubo apartado de la de Dios, las pasiones desenfrenadas rechazaron el imperio de la voluntad, así también, cuando los que gobiernan los Estados desprecian la autoridad de Dios, suelen los pueblos burlarse de la de ellos. Les queda, es verdad, la fuerza, y de ella acostumbran usar, para sofocar las rebeliones; pero ¿con qué provecho? Por la violencia se sujetan los cuerpos, mas no los espíritus.
    
9. Los pobres contra los ricos
Suelto, pues, o aflojado aquel doble vínculo de cohesión de todo cuerpo social, a saber, la unión de los miembros entre sí, por la mutua caridad, y de los miembros con la cabeza, por el acatamiento de la autoridad ¿quién se maravillará con razón, Venerables Hermanos, de que la actual sociedad humana aparezca dividida en dos grandes bandos que luchan entre sí despiadadamente y sin descanso?
   
Frente a los que la suerte, o la propia actividad ha dotado de bienes de fortuna, están los proletarios y obreros, ardiendo de odio, porque participando de la misma naturaleza de ellos, no gozan sin embargo, de la misma condición. Naturalmente una vez infatuados como están por las falacias de los agitadores, a cuyo influjo por entero suelen someterse, ¿quién será capaz de persuadirlos que no porque los hombres sean iguales en naturaleza, han de ocupar el mismo puesto en la vida social; sino que cada cual tendrá aquél que adquirió con su conducta, si las circunstancias no le son adversas? Así, pues, los pobres que luchan contra los ricos como si éstos hubieran usurpado ajenos bienes, obran no solamente contra la justicia y la caridad, sino también contra la razón; sobre todo, pudiendo ellos, si quieren, con una honrada perseverancia en el trabajo, mejorar su propia fortuna. Cuáles y cuántos perjuicios acarree esta lucha de clases, tanto a los individuos en particular como a la sociedad en general, no hay necesidad de declararlo; todos estamos viendo y deplorando las frecuentes huelgas, en las cuales suele quedar repentinamente paralizado el curso de la vida pública y social, hasta en los oficios de más imprescindible necesidad; e  igualmente, esas amenazadoras revueltas y tumultos, en los que con frecuencia se llega al empleo de las armas y al derramamiento de sangre.
    
10. Utopías socialistas
No Nos parece necesario repetir ahora los argumentos que prueban hasta la evidencia lo absurdo del socialismo y de otros semejantes errores. Ya lo hizo sapientísimamente León XIII Nuestro Predecesor, en memorables Encíclicas; y vosotros, Venerables Hermanos, cuidaréis con vuestra diligencia de que tan importantes enseñanzas no caigan en el olvido, sino que sean sabiamente ilustradas e inculcadas, según la necesidad lo requiera, en las asambleas y reuniones de los católicos, en la predicación sagrada y en las publicaciones católicas. Pero de un modo especial, y no dudamos repetirlo, procuraremos con toda suerte de argumentos suministrados por el Evangelio, por la misma naturaleza del hombre, y los intereses públicos y privados, exhortar a todos a que, ajustándose a la ley divina de la caridad, se amen unos a otros como hermanos. La eficacia de este fraterno amor no consiste en hacer que desaparezca la diversidad de condiciones y de clases, cosa tn imposible como el que en un cuerpo animado todos y cada uno de los miembros tengan el mismo ejercicio y dignidad, sino en que los que estén más altos se abajen, en cierto modo, hasta los inferiores y se porten con ellos, no sólo con toda justicia, como es su obligación, sino también benigna, afable, pacientemente; los humildes a su vez se alegren de la prosperidad y confíen en el apoyo de los poderosos, no, de otra suerte que el hijo menor de una familia se pone bajo la protección y el amparo del de mayor edad.
    
11. La raíz del mal, la concupiscencia
Sin embargo, Venerable Hermanos, los males que hasta ahora venimos deplorando tienen una raíz más profunda y si para extirparla no se aúnan los esfuerzos de los buenos, en vano esperaremos lograr aquello que todos ciertamente anhelamos, es a saber, la tranquilidad estable y duradera de la vida social. Cual sea esta raíz lo declara el Apóstol: «La raíz de todos los males es la concupiscencia» (1.ª Tim. VI, 10). Porque, si bien se considera, los males que ahora sufre la sociedad humana nacen de esta raíz. Pues cuando en escuelas perversas se moldea como cera la edad infantil, y con la malicia de ciertos escritos, diaria o periódicamente se forma la mente de la multitud inexperta, y con otros semejantes medios es dirigida la opinión pública; cuando, decimos, se ha introducido en los ánimos el funestisimo error de que el hombre no ha de esperar un estado de eterna felicidad, sino que aquí abajo puede ser dichoso con el goce de las riquezas, de los honores, de los placeres de esta vida, nadie se maravillará de que estos hombres, naturalmente inclinados a la felicidad, con la misma violencia con que se lanzan a la conquista de tales bienes, rechacen todo aquello que retarda o impide su consecución. Mas, porque estos bienes no están distribuidos por igual entre todos, y a la autoridad pública toca impedir que la libertad individual traspase los límites y se apodere de lo ajeno, de aquí nace el odio contra la autoridad, y la envidia de los desheredados de la fortuna contra los ricos, y las luchas y contiendas mutuas entre las diversas clases de ciudadanos esforzándose los unos por obtener, a toda costa, aquello de que carecen, y los otros por conservar, y aún aumentar lo que ya poseen.
     
12. Las bienaventuranzas de Cristo
Previendo Jesucristo, Señor Nuestro, semejante estado de cosas, explicó en aquel sublime sermón de la montaña cuáles eran las verdaderas bienaventuranzas del hombre sobre la tierra, y puso, por decirlo así, los fundamentos de la filosofía. Tales enseñanzas, aun a los hombres más adversos a la fe pareció que contenían una sabiduría singular y perfectísima doctrina así moral como religiosa; y ciertamente todos convienen en reconocer que nadie, antes de Cristo, que es la misma Verdad, había enseñado jamás cosa parecida en esta materia, ni con tanta gravedad y autoridad, ni con tan elevados y amorosos sentimientos.
   
La índole secreta e íntima de esta filosofía consiste en que los llamados bienes de esta vida tienen la apariencia de bien, pero no la eficacia; y por lo mismo, no son tales que su goce pueda hacer feliz al hombre. Pues, según la palabra de Dios, tan lejos está que las riquezas, la gloria, los placeres, hagan feliz al hombre, que si quiere serlo de veras debe por amor de Dios, privarse de los mismos: «Bienaventurados los pobres... bienaventurados cuando los hombres os aborrezcan, y excomulgándoos os maldigan y proscriban vuestro nombre como malo» (Luc. VI, 20-22). Es decir, que por medio de los dolores, adversidades y miserias de esta vida, si las soportamos con paciencia, como debemos, nosotros mismos nos abrimos paso hacia aquellos bienes verdaderos y eternos, «lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1.ª Cor. II, 9). Sin embargo, muchos descuidan tan importantes enseñanzas de la fe, y muchos las han olvidado por completo.    
   
13. Manos a la obra por el premio eterno
Es necesario pues, Venerables Hermanos, renovar según ellas todos los corazones. No de otra suerte lograrán la paz los hombres, ni la sociedad humana. Exhortamos, por tanto, a los que padecen cualquier adversidad, a que no fijen sus miradas en la tierra, en la cual no somos más que peregrinos, sino que la levanten al cielo a donde nos encaminamos: «no tenemos aquí morada permanente, sino que anhelamos la futura» (Hebr. XIII, 13). Y en medio de las adversidades con las que Dios prueba la constancia en su divino servicio, consideren con frecuencia que premio les está reservado para cuando salgan vencedores de esta lucha. «Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2.ª Cor. IV, 17). Finalmente, el dedicarse con todo empeño y esfuerzo a que reconozca en los hombres la fe en las verdades sobrenaturales, y asimismo, el aprecio, el deseo y la esperanza de los bienes, eternos, debe ser vuestro principal empeño, Venerables Hermanos, así como también el del Clero y el de todos los nuestros, que, unidos en varias asociaciones, procuran promover la gloria de Dios y el verdadero bien común. Porque a medida que esta fe crezca entre los hombres, decrecerá en ellos el afán inmoderado de alcanzar los fingidos bienes de la tierra, y renaciendo a la caridad, gradualmente cesarán las luchas y contiendas sociales.
    
14. Algo se ha hecho ya en el campo religioso
Ahora bien, si, dejando aparte la sociedad civil, volvemos Nuestro pensamiento a considerar las cosas eclesiásticas, tenemos, sin duda, motivos para que Nuestro ánimo, herido por la general calamidad de estos tiempos, al menos en parte, reciba algún alivio; pues además de las pruebas, que se presentan clarísimas, de la divina virtud y firmeza de que goza la Iglesia, no pequeño consuelo Nos ofrecen los preclaros frutos que de su activo Pontificado nos dejó Nuestro predecesor Pío X, después de haber ilustrado a la Sede Apostólica con los ejemplos de una vida santa. Vemos, en efecto, por obra suya, inflamado por doquier el espíritu religioso entre los eclesiásticos; despertada la piedad del pueblo cristiano; promovidas en las asociaciones de los católicos la acción y la disciplina; fundadas en unas partes, y multiplicadas en otras, las sedes episcopales; ajustada la educación de la juventud levítica conforme a la exigencia de los cánones, y, en cuanto es necesario, a la condición de estos tiempos; alejados de la enseñanza de las ciencias sagradas los peligros de temerarias innovaciones; el arte musical, obligado a servir dignamente a la majestad de las funciones sagradas; y aumentando el decoro de la Liturgia y propagando extensamente el nombre cristiano con nuevas misiones de predicadores evangélicos.
   
Son estos realmente, grandes méritos de Nuestro Antecesor para con la Iglesia, de los cuales conservará grata memoria la posteridad. Sin embargo, como quiera que el campo del Padre de familias, por permisión divina, está siempre expuesto a la malicia del hombre enemigo, jamás sucederá que no deba trabajarse en él para que la abundante cizaña no sofoque la buena mies. Por lo tanto, teniendo como dicho también a Nosotros, lo que Dios dijo al Profeta: «Sobre pueblos y reinos hoy te doy poder de arrancar y arruinar... de edificar, levantar y plantar» (Jerem., I, 10), por Nuestra parte, tendremos sumo cuidado en alejar cualquier mal y promover el bien hasta que plazca al Príncipe de los Pastores pedirnos cuenta de nuestro ministerio.
   
Y ahora, Venerables Hermanos, al dirigirnos por medio de esta primera Encíclica, creemos conveniente indicar algunos puntos principales, a los cuales hemos resuelto dedicar Nuestro especial cuidado; así, procurando vosotros secundar con vuestro celo Nuestros designios, se obtendrán más pronto los frutos deseados.
    
15. Unión y concordia
Y ante todo, como quiera que en toda sociedad de hombres, sea cualquiera el motivo por el que se han asociado, lo primero que se requiere para el éxito de la acción común, es la unión y concordia de los ánimos, Nos procuraremos resueltamente que cesen las disensiones y discordias que hay entre los católicos y que no nazcan en otros en lo sucesivo; de tal manera, que entre los católicos no haya más que un solo sentir y un solo obrar. Saben bien los enemigos de Dios y de la Iglesia que cualquiera disensión de los nuestros en la lucha es para ellos una victoria; por lo que, cuando ven a los católicos más unidos, entonces emplean la antigua táctica de sembrar astutamente la semilla de la discordia, esforzándose por deshacer la unión. ¡Ojalá que semejante táctica no les hubiese proporcionado tan frecuentemente el éxito apetecido, con tanto daño de la Religión! Así, pues, cuando la potestad legítima mandare algo, a nadie sea lícito quebrantar el precepto por la sola razón de que no lo aprueba, sino que todos sometan su parecer a la autoridad de aquel al cual están sujetos, y le obedezcan por deber de conciencia. Igualmente ninguna persona privada se tenga por maestra en la Iglesia, ya cuando publique libros o periódicos, ya cuando pronuncie discursos en público. Saben todos a quien ha confiado Dios el magisterio de la Iglesia; a sólo éste, pues, se deje el derecho de hablar como le parezca y cuando quiera. Los demás tienen el deber de escucharlo y obedecerlo devotamente. Mas en aquellas cosas sobre las cuales, salvo la fe y la disciplina, no habiendo emitido su juicio la Sede Apostólica, se puede disputar por ambas partes, a todos es lícito manifestar y defender lo que opinan. Pero en estas disputas húyase de toda intemperancia de lenguaje que pueda causar grave ofensa a la caridad; cada uno defienda su opinión con libertad, pero con moderación, y no crea serle lícito acusar a los contrarios, sólo por esta causa, de fe sospechosa o de falta de disciplina.
    
Motes indebidos que deben evitarse
Queremos también que los católicos se abstengan de usar aquellos apelativos que recientemente se han introducido para distinguir unos católicos de otros, y que los eviten, no sólo como innovaciones profanas de palabras, que no están conformes con la verdad ni con la equidad, sino también porque de ahí se sigue grande perturbación y confusión entre los mismos. La fe católica es de tal índole y naturaleza, que nada se le puede añadir ni quitar: o se profesa por entero o se rechaza por entero: «Esta es la fe católica; y quien no la creyere firme y fielmente no podrá salvarse» [1]. No hay, pues, necesidad de añadir calificativos para significar la profesión católica; bástale a cada uno esta profesión: «Cristiano es mi nombre, católico, mi apellido»; procure tan sólo ser en efecto aquello que dice.
    
16. Exhortación a los que disminuyan la fe o se engrían. Modernismo
Por lo demás, a los nuestros que se han consagrado a la utilidad común de la causa católica, pide hoy la Iglesia otra cosa muy distinta que insistir por más tiempo en cuestiones de las cuales ninguna utilidad se sigue; pide que con todo esfuerzo procuren conservar la fe íntegra y libre de toda sombra de error, siguiendo especialmente la huellas de Aquel a quien Cristo ha constituido guardián e intérprete de la verdad. También hay, y no pocos, quienes como dice el Apóstol: «No sufrirán la sana doctrina y deseosos de novedades... apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas» (2.ª Tim. IV, 3-4). En efecto, orgullosos y engreídos por la gran estima que tienen del entendimiento humano, el cual ciertamente, por permisión divina, ha hecho increíbles progresos en el estudio d la naturaleza, algunos, anteponiendo su propio juicio a la autoridad de la Iglesia, llevaron a tal punto su temeridad que no dudaron en medir con su inteligencia aun los mismos secretos misterios de Dios, y cuanto ha revelado al hombre, y de acomodarlos a la manera de pensar de estos tiempos. Así se engendraron los monstruosos errores del Modernismo, que Nuestro Antecesor llamó justamente síntesis de todas las herejías, y condenó solemnemente. Nos, Venerables Hermanos, renovamos aquí esta condenación en toda su extensión; y dado que tan pestífero contagio no ha sido aún enteramente atajado, sino que todavía se manifiesta acá y allá, aunque solapadamente. Nos exhortamos a que con sumo cuidado se guarde cada uno del peligro de contraerlo. Pues de esta peste bien puede afirmarse lo que Job había dicho de otra cosa: «Fuego que devora hasta la destrucción y que consume toda mi hacienda» (Job XXXI, 12). Y no solamente deseamos que los católicos se guarden de los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias, o del espíritu modernista, como suele decirse: el que queda inficionado de este espíritu rechaza con desdén todo lo que sabe a antigüedad, y busca, con avidez la novedad en todas las  cosas divinas, en la celebración del culto sagrado, en las instituciones católicas, y hasta en el ejercicio privado de la piedad. Queremos, por tanto, que sea respetada aquella ley de Nuestros mayores: «Nihil innovétur nisi quod tradítum est» (Nada se innove sino lo que se ha trasmitido); la cual, si por una parte ha de ser observada inviolablemente en las cosas de fe, por otra, sin embargo, debe servir de norma para todo aquello que pueda sufrir mutación, si bien, aun en esto vale generalmente la regla: «Non nova, sed nóviter» (No cosas nuevas sino de un modo nuevo).   

17. Estímulo a las asociaciones católicas
Ya que, Venerables Hermanos, para profesar abiertamente la fe católica y para vivir de manera conveniente a la misma fe, los hombres suelen ser estimulados principalmente con fraternales exhortaciones y con mutuos ejemplos, por eso, Nos complace sobremanera que sean tomadas de continuo nuevas asociaciones católicas. Y no sólo deseamos que dichas asociaciones crezcan, sino que también queremos que florezcan  por Nuestra protección y por Nuestro favor, y florecerán, sin duda, con tal que se acomoden constante, y fielmente a las prescripciones que esta Sede Apostólica ha dado ya, o diere en adelante. Así, pues, todos aquellos que, tomando parte en estas asociaciones, trabajan por Dios y por la Iglesia, nunca olviden lo que dice la Sabiduría: «El hombre obediente conquistará victorias» (Prov. XXI, 28) porque si no obedecieren a Dios por el obsequio hacia la Cabeza de la Iglesia, tampoco merecerán el auxilio divino, y trabajarán en vano.
   
18. Una mirada al clero y las vocaciones
Mas, para que todas estas cosas sean llevadas a cabo, con el feliz resultado que apetecemos, sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que es necesaria la cooperación asidua y prudente de aquellos a quienes Cristo Señor Nuestro envió como operarios a su mies, esto es, del clero. Por lo cual entenderéis que vuestro primer cuidado debe ser fomentar la santidad conveniente a su estado en el clero que ya tenéis, y formar dignamente para un oficio tan santo, con la más esmerada educación, a los alumnos del Santuario. Y aunque vuestra diligencia no tiene necesidad de estímulo, os exhortamos y os conjuramos a que queráis cumplir este deber con el mayor interés posible; porque se trata de cosa tan importante, que no hay otra de mayor interés para el bien de la Iglesia; pero, como quiera que ya Nuestro Antecesores de santa memoria León XIII y Pío X hayan tratado esto de propósito, Nos no tenemos nada que añadir. Solamente ansiamos que los documentos de tan sabios Pontífices, y principalmente la Exhortatio ad clerum de Pío X [2], con el auxilio de vuestras exhortaciones, no caigan jamás en olvido, sino que sean escrupulosamente observadas.
    
19. Sumisión a nuestros superiores
Una cosa hay sin embargo, que no debe pasarse en silencio: y es que queremos recordar a todos cuantos sacerdotes hay en el mundo, como hijos Nuestros muy amados, que es absolutamente necesario, ya para su propia santificación, ya para el fruto del ministerio sagrado, que esté cada uno estrechamente unido y enteramente adicto a su propio Obispo. Por cierto que, como arriba deploramos, no todos los ministros del Santuario están libres de insubordinación y de independencia, tan corriente en estos tiempos; ni sucede rara vez a los Pastores de la Iglesia, encontrar dolor y contradicción allí donde con derecho hubiesen esperado consuelo y ayuda. Ahora bien, los que tan desgraciadamente abandonan su deber, reflexionen una y otra vez que es divina la autoridad de aquellos a los cuales: «El Espíritu Santo ha constituido a los Obispos para que gobiernen la Iglesia de Dios» (Act. XX, 28). Y que, si, como hemos visto, resisten a Dios los que resisten a cualquier potestad legítima, mucho más irreverente es la conducta d aquellos que rehúsan obedecer a los Obispos, a los cuales ha consagrado Dios con el sello de su potestad: «Cum cháritas (así escribía el santo mártir Ignacio), non sinnat me tacére de vobis, proptérea antevérti vos admónere, ut unánimi sitis in senténtia Dei. Étenim Jesus Christus, inseparábilis a nostra vita, senténtia Patris est, ut et Epíscopi per tractus terræ constitúti, in senténtia Patris sunt. Unde decet vos Episcípi senténtiam concúrrere» [3]. Y como habló aquel mártir ilustre, así hablaron en todos los tiempos, los Padres y Doctores de la Iglesia. Añádase que ya es demasiado pesada la carga que llevan los Obispos, aun por la misma dificultad que ofrecen estos tiempos, y que es más grave todavía la ansiedad en que viven por la salud del rebaño que les ha sido confiado: «Obedeced a vuestros pastores y estadles sujetos que ellos velan sobre vuestras almas» (Hebr. XIII, 17). ¿No han de llamarse crueles los que, negando el obsequio debido, aumentan esta carga y esta ansiedad? Esto no es conveniente, diría a los tales el Apóstol (Ibid., 17) porque, «Ecclésia est plebs sacerdóti adunáta, et pastóri suo grex adhǽrens» [4]; de lo cual se sigue que no está con la Iglesia aquel que no está con el Obispo.
   
20. Que termine la guerra y la Cuestión romana
Y ahora, Venerables Hermanos, al terminar esta carta, Nuestro corazón vuelve al mismo punto por donde empezásemos a escribir; y pedimos de nuevo, con fervientes e insistentes votos, el fin de esta desastrosísima guerra, tanto para el bien de la sociedad, como el de la Iglesia; de la sociedad, para que, obtenida la paz, progrese verdaderamente en todo género de cultura: de la Iglesia de Jesucristo, para que, libre ya de ulteriores impedimentos, siga llevando a los hombres el consuelo y la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Desde hace mucho tiempo la Iglesia no goza de aquella independencia que necesita, esto es, desde que su cabeza, el Pontífice Romano, empezó a carecer de aquel auxilio que por disposición de la divina Providencia, en el transcurso de los siglos, había obtenidos para defensa de su libertad. Quitado este auxilio, sobrevino, como no podía menos, una grave perturbación entre los católicos; porque cuantos se profesan hijos del Romano Pontífice, todos, así los que están cerca como los que están lejos, exigen con pleno derecho, que no pueda ponerse duda que el Padre común de todos, en el ejercicio del ministerio apostólico, sea verdaderamente, ya así mismo aparezca, libre de todo poder humano.
   
21. La libertad de la Iglesia
Por lo tanto, mientras hacemos fervientes votos para que renazca la paz entre todas las naciones, deseamos, también que cese para la Cabeza de la Iglesia esta situación anormal que daña gravemente, por más de una razón, a la misma tranquilidad de los pueblos. Contra tal estado de cosas, Nos renovamos las protestas que Nuestros Predecesores hicieron repetidas veces, movidos, no por intereses humanos, sino por la santidad del deber; y las renovamos por las mismas causas, para defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica.
   
Oración por la paz
Finalmente, Venerables Hermanos, ya que están en la mano de Dios los corazones de los príncipes y de todos aquellos que pueden dar fin a las atrocidades y a los daños de que hemos hecho mención, levantemos a Dios nuestra voz suplicante, y clamemos: «Da pacem, Domine, in diébus nostris» (Da paz, Señor en nuestros días). Aquel que dijo de Sí: «Soy yo, Yahvé, yo doy la paz» (Isa. XLV, 6-7), aplacado por nuestros ruegos, quiera sosegar cuanto antes las olas tempestuosas que agitan a la sociedad civil y a la religiosa. Séanos propicia la bienaventurada Virgen que engendró a Aquel que es Príncipe de la paz y acoja bajo su maternal protección Nuestra humilde Persona, Nuestro ministerio Pontifical, la Iglesia, y con ésta las almas de todos los hombres, redimidos con la sangre de su Hijo.
    
Bendición final
Como prenda de los dones celestiales y en testimonio de Nuestra benevolencia, Venerables Hermanos, os damos de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, a vuestro clero y a vuestro pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de Todos los Santos, día 1 de Noviembre del año 1914, primero de Nuestro Pontificado. BENEDICTO PAPA XV.
     
NOTAS
[1] Símbolo de San Atanasio.
[2] Exhortación Apostólica “Hærent ánimo”, 4 de Agosto de 1908.
[3] Epístola a los Efesios, III: «Por cuanto la caridad no me permite callar tratándose de vosotros, me propuse exhortaros a que caminéis unánimes en la voluntad de Dios. Pues, también Cristo, inseparable de nuestra vida es la voluntad del Padre, como también los obispos que están constituidos hasta los confines de la tierra están en la voluntad de Dios. Por eso, os corresponde caminar según la voluntad del Obispo».
[4] San Cipriano de Cartago, Epístola 66 (ó 69), a Florencio Pupiano: «La Iglesia es el pueblo unido al sacerdote y la grey que ama a su pastor». 

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