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sábado, 27 de abril de 2024

SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO, SEGUNDO ARZOBISPO DE LIMA


Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca. Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo. Antes de él habían nacido dos hijos, Luis y Lupercio. Y después de él, dos hermanas, Grimanesa y María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia, y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.
   
Su educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar en Salamanca, una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho, en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coímbra.
   
Al parecer, pasó también en Coímbra dos años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.
   
Como es frecuente en los santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de Morales, afirma que «desde sus tiernos años consagró a Dios su virginidad», y que la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de dar limosna que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor salmantino en que vivía, el de Santiago de Oviedo, hubo de llamarle la atención por la dureza de las mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su madre, «dijo que era tan buen mozo y tan buen cristiano como no lo vio en su vida» (Rgz. Valencia I, 91).
   
Por influjo quizá de su amigo Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, fue nombrado don Toribio Inquisidor de Granada, función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces éste 35, y fue aquél un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja, en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.
   
El primer arzobispo de Lima, don Jerónimo de Loaysa, murió en 1575. Y por aquellos años, tanto el rey como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y energía.
   
En marzo de 1578, siendo don Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don Toribio de Mogrevejo es designado para arzobispo de Lima. En ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que yo hice de su persona…». En aquel momento Mogrovejo es sólo clérigo de primera tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para decidirse, en agosto, a aceptar el nombramiento. Recibe entonces en Granada las órdenes menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como Inquisidor, recibe el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.
   
Prepara en esos años su viaje a América, donde le van a acompañar veintidós personas, entre ellas su hermana Grimanesa, con su marido don Francisco de Quiñones. Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, visita en Madrid el Consejo de Indias, es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que abre las puertas de las Indias. Por fin, en setiembre de 1580, desde Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú. 
   
La tarea apostólica de Santo Toribio iba a desarrollarse en una arquidiócesis limeña de enorme extensión, unos mil por trescientos kilómetros. Abarcaba, en efecto, desde Chiclayo y Trujillo al norte, hasta Ica al sur, más las regiones andinas, desde Cajamarca y Chachapoyas hasta Huancayo y Huancavelica, y aún más al oriente por Moyobamba. A las ciudades ya nombradas se añadían Huaylas, Cinco Villas, Cañete, Carrión, Chancay, Santa, Saña –donde vino a morir–, más otros pueblos y unas 200 reducciones-doctrinas de indios. Actualmente hay dicinueve grandes diócesis en ese inmenso territorio.
   
Pero además era Lima una arquidiócesis de suma importancia en lo eclesiástico, pues tenía como diócesis sufragáneas la vecina de Cuzco, las de Panamá y Nicaragua, Popayán (Colombia), La Plata o Charcas (Bolivia y Uruguay), Santiago y La Imperial, después trasladada a Concepción (Chile), Río de la Plata o Asunción (Paraguay) y Tucumán (Argentina). Es decir, casi toda Sudamérica y parte de Centroamérica quedaba presidida por este hombre de 43 años, recién hecho sacerdote y obispo.
   
Santo Toribio llega a la sede limeña en mayo de 1581. Seis años llevaba sin cabeza pastoral la Ciudad de los Reyes, fundada en 1535. El dominico fray Jerónimo de Loaysa, primer obispo de Lima (1541), y primer arzobispo (1546), había muerto en 1575. Fue Loaysa «sintetizador de las reivindicaciones que las grandes personalidades cristianas del Perú hicieron en favor de los naturales durante el siglo XVI», como dice Manuel Olmedo Jiménez (299).
   
Y mereció realmente ser llamado Pacificador de españoles y protector de indios, pues lo fue de verdad, «sin más pretensiones lascasianas, sino midiendo la propia realidad de los hechos y sus verdaderas posibilidades de acción» (ib.). En su tiempo se celebraron los Concilios regionales I de Lima (1552) y II de Lima (1567). Y a él debemos los Avisos breves para todos los confesores destos Reinos del Perú, donde tan gravemente se urgen las conciencias de los españoles (309-313).
   
Sin embargo, esta gran disciplina eclesiástica apenas había sido aplicada a la realidad pastoral. De hecho, ya en 1556, Loaysa pidió al rey ser relevado de su cargo, alegando «no puedo cumplir con la carga y oficio que tengo», pues se veía enfermo y agotado (Rgz. Valencia I, 194)
   
Mogrovejo asume, pues, la diócesis en los comienzos de su organización, tras seis años de sede vacante, con un clero diocesano y regular bastante numeroso, y con un Cabildo eclesiástico de hombres bien preparados en la Universidad limeña de San Marcos, fundada en 1551. Y sus veinticinco años de ministerio episcopal se distribuyen de forma verdaderamente rigurosa y exacta, que denota un perfecto dominio de sí mismo. «No es nuestro el tiempo», solía decir. Éste fue, en síntesis, el calendario de su apostolado:
  • 1581: Llegada de Santo Toribio a Lima, y primera salida de su sede, «para tomar claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar». 
  • 1582-1583: III Concilio de Lima. 
  • 1584-1590: Primera Visita general. 
  • 1591: IV Concilio. 
  • 1593-1597: Segunda Visita. 
  • 1601: V Concilio. 
  • 1605-1606: Tercera Visita. Hizo también varias salidas en Visitas parciales, y cumpliendo la norma de Trento, celebró Trece Sínodos diocesanos. 
  • 1606: Muere.
   
La diócesis limeña, como todas las de entonces, era fundamentalmente misionera. Y muy consciente de ello, Santo Toribio, a diferencia de otros obispos que se quedaban en su sede y dejaban a los religiosos y doctrinos la acción propiamente misional, se dedicó principalmente al apostolado entre los indios, limitando casi sus estancias en Lima a los tiempos en que se celebraron sus tres Concilios o los Sínodos diocesanos.
   
Al narrar los hechos apostólicos de Santo Toribio, merecen memoria especial sus visitas pastorales, que conocemos bien por el Diario, y por el Libro de la Visita. Tenemos también los relatos y testimonios detallados de sus acompañantes Bernardino de Almansa, Juan de Vargas, Sancho Dávila, Hernando Martínez, Ramírez Berrio…
   
En los libros de visita todo quedaba anotado: estado de los indios, de la iglesia, de los ganados, telares y obras, estadísticas… Veamos como muestra la visita a la doctrina de Cajacay:
«Está junto a Chiclayo; hay 67 indios tributarios y 18 reservados, y 145 de confesión y 185 ánimas, grandes y chicas. Confirmó su Señoría Ilma., la vez pasada, en este pueblo 255 personas, y ahora 22. Hay cerca de este pueblo las estancias siguientes: Una estancia de Alonso de Migolla, que está media legua de este pueblo. Hay 20 personas. Otra estancia…». Y así va detallando hasta sumar 356 indios tributarios (Rgz. Valencia I, 455).
   
Los secretarios de visita, que se turnaban para acompañar al señor arzobispo, quedaban agotados, pero él iba siempre adelante incansablemente, y no llevado por indígenas en litera o silla de manos, como era normal en los indios o españoles principales, sino siempre en mula o a pie, como dice Almansa, «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios». Viajaba en mula a veces por laderas asomadas a los abismos andinos, «que parecía milagroso dejarse de matar». O si no era posible entrar la cabalgadura, «muchas veces a pie, con las ciénagas y lodo hasta las rodillas y muchas caídas».
   
No era raro para él tener que pasar la noche al sereno. Utilizaba entonces la montura de la mula como cabezal. Y también le servía para cubrirse con ella en los aguaceros que a veces les sorprendían de camino, perdidos, lejos de cualquier tambo, en soledades donde nadie había para orientarles.
   
Los indios estaban con frecuencia dispersos fuera de las doctrinas y pueblos. Pero Santo Toribio no limitaba sus visitas pastorales a estos centros principales, ni empleaba delegados, sino que él mismo se allegaba, según los testimonios de sus acompañantes,
«visitando personalmente y consolando a sus ovejas, no dejando cosa por ver… No dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase con grandísimo trabajo y riesgo de su vida… No contentándose con andar y visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos… Muchas veces a pie».
   
Para dar la confirmación a una indiecita en alguna parte remota, allá «iba él propio a buscarla y la confirmaba, y no quería que pasase la dicha india ningún peligro en su persona; y Su Señoría lo quería pasar y la iba a buscar». Durante la peste de viruela, que diezmó las reducciones, él visitaba a los indios, entrando en sus chozas, «sufriendo el hedor que tenían, de suerte que, si no fuera con celo ferviente de caridad y amor, no se pudiera hacer ni sufrir». Tampoco había zona de indios de guerra que le arredrase, como cuando entró en las montañas de Moyobamba. En aquella ocasión «le persuadieron y aconsejaron muchas personas y le requirieron que en ninguna manera entrase». Pero él allá se entró, «que por Dios más que aquello se había de pasar». Con todo esto, «algunos de los criados que llevaba se le despidieron y quedaron por no atreverse a entrar».
   
El apostolado no es otra cosa que mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene en Cristo (1 Juan 4, 16). Pues bien, el amor de Cristo a los indios del Perú se manifestó de forma conmovedora en las andanzas apenas imaginables que el santo arzobispo Mogrovejo pasó en sus visitas pastorales. Los incas habían dejado una incipiente red viaria, pero él hubo de ir muchas veces por caminos de cabras, «aptos sólo para ciervos» (cervis tantum pervia), como decía el padre Acosta, su colaborador principal.
   
Téngase en cuenta que la diócesis de Lima iba desde los calurosos llanos hasta las alturas de los Andes, cuyas cimas alcanzan allí los 7.000 metros de altura. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a veces cambios climáticos tan brutales. Pero el santo arzobispo, un día y otro, durante meses, durante muchos años, atravesaba selvas, llanos y ciénagas, valles y ríos, o se remontaba a aquellas alturas majestuosas, que avistaban cortinas sucesivas de montes y montañas, entre cortados precipicios, con un río quizá allá abajo, apenas un hilo de plata dos kilómetros al fondo.
   
Mogrovejo iba siempre animando a todos, con buen semblante, unas veces detrás, recogido en oración, otras veces delante, abriendo camino, si el paso era peligroso, y en ocasiones cantando a la Virgen o semitonando aquellas Letanías del Concilio de Lima –así llamadas porque se incluyeron en la compilación de sinodales del Santo–, en las que por cierto se confesaba la Inmaculada Concepción de María y su gloriosa Asunción a los cielos con varios siglos de anticipación a su proclamación dogmática. Fray Melchor y el licenciado Cepeda, que en una ocasión le acompañaban, y le hacían coro, comentaban: «No parecía sino que venía allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».
   
Es preciso repetirlo: resulta casi inimaginable lo que Santo Toribio pasó recorriendo aquellas inmensas distancias en sus visitas pastorales. Como los itinerarios de sus viajes quedaron registrados al detalle, puede calcularse con bastante exactitud que recorrió unos 40.000 kilómetros.
   
Este hombre, de buena salud, pero de complexión no demasiado fuerte, que hasta los 43 años lleva una vida sedentaria, entre papeles y cartapacios, y que a esa edad inicia 25 años de vida pastoral, la mayor parte de ella de camino, en chozas, a la intemperie, a pan y agua, es una demostración patente de que el hombre sinceramente enamorado de Dios viene a participar de la omnipotencia divina, se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo. Y además con facilidad y con alegría.
   
Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (1Cor 7,29).
   
Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. Él tenía claro que «no es nuestro el tiempo».
   
La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaremos sólo un par de ejemplos. Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.
   
En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo –había perdido las botas hundidas en el barro–, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.
   
Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».
   
Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».
   
Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Le animó y le confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer…
   
Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4, 15).
   
«Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Anduvo 40.000 kilómetros… A veces la cantidad es tan enorme que se trasforma en calidad, en dato cualitativo. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que… ni persona particular pudiera hacer».
   
Considerando estas enormidades –más allá de la norma– que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo…». Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque es santo.
   
A no pocos capitalinos de Lima, muy conscientes de vivir en la Ciudad de los Reyes, no les hacía ninguna gracia las interminables ausencias del señor arzobispo, aunque éste se viera sustituido por el prudentísimo don Antonio de Valcázar, provisor.
   
Un grupo de canónigos del Cabildo limense, molestos con el arzobispo por un par de cuestiones, escriben al rey con amargura:
«Para más nos molestar, ha casi siete años que anda fuera de esta ciudad so color de que anda visitando… Pudiendo hacer la Visita en breve tiempo, se está en los Partidos hasta los fenecer» (30-4-1590).
El oidor Ramírez de Cartagena confecciona primorosamente un Memorial al rey, engendro contrario al Santo, que entregó al virrey nuevo del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el cual tuvo buen cuidado de hacerlo llegar al Consejo de Indias. Otros varios se unen también contra él, con pleitos y cartas de agravios dirigidas al rey.
   
El de Cañete estimula estos escritos difamatorios contra el arzobispo, y se apresuraba para hacer llegar todas estas quejas a la Corte. Él mismo escribe al rey que el arzobispo «y sus criados andan de ordinario entre los indios comiéndoles la miseria que tienen». Y añade delicadamente: «y aún no sé si hacen cosas peores… Todos le tienen por incapaz para este Arzobispado» (1-5-1590). Y en otra carta: «Hará ocho meses que está fuera de aquí… Es muy enemigo de estar a donde vean la poca compostura y término que en todas las cosas tiene» (12-4-1594).
   
El rey, que mucho aprecia al Santo, llega a creer, al menos en parte, las acusaciones, y en una cédula real le ruega y le exige que excuse «las dichas salidas y visitas todo cuanto fuere posible». Con todo respeto, el arzobispo escribe al rey, recurre en consulta al Consejo de Indias, alega siempre los imperativos de su oficio pastoral, cita las normas dadas por Trento, y no muda su norma de conducta, asegurando, como atestigua don Gregorio de Arce, que «andar en las visitas era lo que Dios mandaba», y que en ellas él «se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples [climas], de odio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo», hasta el punto que «muchas veces estuvo en peligro de muerte», y que todo «esto hacía por Dios y por cumplir con su obligación».
   
Santo Toribio tuvo siempre gran aprecio por el rey, como buen hidalgo castellano, y no despreció a sus contradictores, especialmente al Consejo de Indias. Pero jamás permitió que el César se entrometiera en las cosas de Dios indebidamente, y en lo referente a las visitas pastorales nunca modificó su norma de vida episcopal, más aún, como veremos, logró que en el III Concilio limeño, con la firma de todos los padres asistentes, se hiciera de su conducta personal norma canónica para todos los obispos.
   
En el antiguo imperio de los incas se hablaban innumerables lenguas. El padre Acosta, al tratar de hacer el cálculo, pierde la cuenta, y termina diciendo que unos centenares (De procuránda Indórum salúte I,2; 4,2 y 9; 6,6 y 13; Historia natural 6, 11). Ya en 1564 se disponía de un Arte y vocabulario de la lengua más común, el quechua, libro compuesto por fray Domingo de Santo Tomás y publicado en Valladolid.
   
Pero los padres y misioneros, fuera de algunas excepciones, no se animaban a aprender las lenguas indígenas, pues eran muy diversas y había poca estabilidad en los oficios pastorales, de manera que la que hoy se aprendía, mañana quizá ya no les servía. De hecho, a la llegada de Santo Toribio al Perú, todavía los indios aprendían la doctrina «en lengua latina y castellana sin saber lo que dicen, como papagayos». La acción misionera en México había ido mucho más adelante en la asimilación de las lenguas.
   
«Fue arduo el problema lingüístico del Perú, observa Rodríguez Valencia. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y de satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio» (I,347). Solórzano sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad» (Política indiana II,26,8). Muchas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda América en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la escuela y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el Evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales» (Rgz. Valencia I,347). De hecho, sólamente «en 1685 se toman providencias definitivas para unificar la lengua de América en el castellano, pues hasta entonces, por fuerza de la evangelización en lengua nativa, estaba “tan conservada en esos naturales su lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inca”» (I,365).
   
El Virrey Toledo, que visitó el Virreinato casi entero, fue en esto el «adalid seglar de la lengua indígena, “que [según decía] es el instrumento total con que han de hacer fruto [los sacerdotes] en sus doctrinas”» (I,348). Bajo su influjo, el rey Felipe II prohibió la presentación de clérigos para Doctrinas si no sabían la lengua indígena.
   
Por otra parte, si ya Loaysa en 1551 había iniciado en su propia catedral limeña una Cátedra de lengua indígena, en 1580 el rey dispuso que en Lima y en todas las ciudades del Virreinato se fundaran estas Cátedras, que tenían finalidad directamente misional. En efecto, en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario el clero y los religiosos, y por ellas se pretendía que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fe católica y Religión Cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención» (19-9-1580). La dignidad cristiana de esta cédula real está a la altura del Testamento de Isabel la Católica.
   
Llegó al Perú la real cédula en la misma flota que trajo al arzobispo Mogrovejo, quien procuró en seguida su aplicación, como veremos, en el Concilio III de Lima (1582-83). No muchos años después, pudo escribir al rey elogiando al clero: «procuran ser muy observantes… y aprender la lengua que importa tanto, con mucho cuidado» (13-3-1589). Y en una relación de 1604, hay en el arzobispado «ciento veinte Doctrinas de Clérigos, y figura una relación de un centenar de sacerdotes seculares de la Diócesis que saben la lengua… Esa cifra da idea de la marcha rápida e implacable de la imposición de la lengua indígena en el Arzobispado de Lima» (Rgz. Valencia I,364).
   
Puede, pues, decirse que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación de idioma en América. Prevaleció el criterio teológico y se sacrificó el castellano» (I,364). Ésa es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aymará o el guaraní.
   
El mismo Santo Toribio, que ya quizá en España estudiara el Arte y vocabulario quechua, a poco de llegar, usaba el quechua para predicar a los indios y tratar con ellos –«desde que vine a este Arzobispado de los Reyes», le informa al Papa–. Siendo tantas las lenguas, solía llevar intérpretes para hacerse entender en sus innumerables visitas. No poseía, pues, el santo arzobispo el don de lenguas de un modo habitual, pero en algunos casos aislados lo tuvo en forma milagrosa, como la Sagrada Congregación reconoció en su Proceso de beatificación.
   
En una ocasión, por ejemplo, según informó un testigo en el Proceso de Lima, entró a los panatguas, indios de guerra infieles. Salieron éstos en gran número con sus armas y le rodearon, «y su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa». Uno de los intérpretes quiso traducir al señor arzobispo lo que los indios le decían «en su lengua no usada ni tratada», pero éste le contestó: «Dejad, que yo los entiendo». Y comenzó a hablarles en lengua para ellos desconocida «que en su vida habían oído ni sabido… y fue entendido de todos, y vuelto a responder en su lengua». En esta forma asombrosa «los predicó y catequizó y algunos bautizó y les dió muchos regalos y dádivas, con que quedaron muy contentos». Fundó allí una Doctrina, dejando un misionero a su cargo.
   
El magno Concilio de Trento se celebra en los años 1545-1563, dando un fortísimo impulso de renovación a la Iglesia. «Publicado en España en 1564 y recibido como ley del reino [1565], Felipe II concibió el generoso proyecto de secundarle inmediatamente con la celebración simultánea de Concilios provinciales en todas las metropolitanas de España y de sus reinos de Europa y de ultramar a lo largo del año 1565» (Rgz. Valencia I,193). En efecto, en 1565 se celebraron Concilios en Compostela, Toledo, Tarragona, Zaragoza, Granada, Valencia, Milán, Nápoles, Sicilia y México. Y en 1567, el Concilio II de Lima.
   
Continuando, pues, este mismo impulso de renovación eclesial, y en virtud del regio Patronato, en 1580 Felipe II encarga al recién elegido arzobispo de Lima con todo apremio, por real cédula, que reuna un Concilio provincial, y que exija asistencia a todos los obispos sufragáneos, «advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura». Sabía el rey las enormes dificultades que llevaba consigo la reunión de un Concilio al que habían de asistir obispos, a veces ancianos, desde miles de kilómetros de distancia. De ahí que su mandato, dado con la autoridad del Patronato Real, sea tan enérgico, reforzando así al arzobispo metropolitano en su llamada convocadora.
   
Por lo demás, la convocación del Concilio no era tarea fácil para Santo Toribio, recién llegado al sacerdocio, al episcopado y a América, y todavía joven entre tantos obispos maduros o ancianos. De todos modos, junto a la autoridad del rey, tuvo no pocas ayudas, de las que destacaremos aquí algunas.
   
Mucho ayudó siempre al santo arzobispo su primo segundo y cuñado Francisco de Quiñones, casado con Grimanesa. Como administrador general y limosnero, fue quizá una de las personas que mejor se entendieron con el Santo, y su mejor colaborador en todo el tiempo de su ministerio. Como perfecto caballero cristiano, fue el mejor cómplice de las desmesuradas limosnas del arzobispo, y fue para él también una gran ayuda en los muchos asuntos prácticos anejos a la celebración de aquel difícil Concilio. También fue hombre de confianza de los sucesivos Virreyes –exceptuando al de Cañete–, y ocupó cargoos de mucha importancia: maese de campo, comandante de la flota del sur, corregidor de Lima, gobernador y capitán general de Chile en 1600, durante la segunda rebelión auraucana.
   
En segundo lugar, el virrey don Francisco de Toledo. Este hombre de gran valía, Caballero de Alcántara y observador en la Junta de 1568, en la que Felipe II reorganiza políticamente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autoridad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años de visita le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien dió al Perú y sur de América su organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. El virrey Toledo hizo finalmente cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo arzobispo. Pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio. El virrey don Martín Enríquez, designado para el Perú al mismo tiempo que Mogrovejo, mostró también un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo.
   
Por último, es preciso destacar a quien fue sin duda el brazo derecho de Santo Toribio en los altos asuntos de la gobernación pastoral de la Iglesia, el jesuíta padre José de Acosta (1540-1600), castellano de Medina del Campo, hombre polifacético, teólogo y canonista, naturalista y poeta, activo y en ocasiones –al decir del General jesuita Acquaviva– afectado de «humor de melancolía». Autor de la Historia natural y moral de las Indias, compuso también una obra admirable, De procuránda Indórum salúte, en la que, llevando a síntesis madura los estudios de autores precedentes, daba respuesta segura a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y misionales. Escrito entre 1575 y 1576, este libro, como dice el padre Francisco Mateos, «fue considerado desde su aparición como un importante Manual de Misionología, el primero de los tiempos modernos» (BAE 73, XXXVII). En el padre Acosta encontró el santo arzobispo un colaborador inteligente, y un negociador hábil y amable. Falta le hizo, tanto en Lima como en Madrid y en Roma.
   
A la convocatoria del arzobispo, enviada por duplicado o por triplicado, fueron llegando por fin a Lima los obispos, ocho en total. Dominicos el de Quito, Paraguay y Tucumán. Franciscanos los dos chilenos, de Santiago y La Imperial, y seculares el arzobispo y los obispos de Cuzco y Charcas. Con los obispos se reunieron, además del Virrey, unos cincuenta teólogos, juristas, consultores, secretarios, oficiales y los prelados de las Ordenes religiosas. El padre José de Acosta era el principal de aquel equipo amplio de hombres expertos y prudentes.
   
Los obispos que llegaron tuvieron como primera sorpresa saber que el arzobispo no estaba en Lima, andaba misionando, y llegó sólo quince días antes de la apertura. Aún tuvieron otra sorpresa en este su primer encuentro con el arzobispo Mogrovejo. En la catedral de Lima, con el mayor esplendor, se reunió todo lo más distinguido de la ciudad para la consagración del obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra.
   
En las apreturas de la muchedumbre, una niña murió al parecer asfixiada. Ante los gritos angustiados de la madre, el arzobispo bajó del presbiterio, tomó a la niña en brazos, la llevó hacia el retablo, ante una imagen de la Virgen, y la elevó ante ella, quedándose a la espera de la misericordia de Dios. La niña volvió a la vida, y el Te Deum consiguiente resonó en la catedral como un clamor de agradecimiento, potenciado por el fragor del órgano (+Sánchez Prieto 180).
   
Aquel comienzo feliz era sólo el prólogo de la gran tormenta que se avecinaba sobre el Concilio apenas iniciado. Los obispos de Tucumán y de Charcas, que llegaron tarde, fueron la pesadilla en los inicios del Concilio. De ellos decía el arzobispo al rey: «De cuya ausencia entiendo yo fuera más servido Dios que de su presencia…». El obispo del Cuzco, por cuestiones de dinero, venía lastrado por un pleito muy grave, que el Concilio hubo de afrontar antes de entrar en materias propiamente conciliares. El obispo de Tucumán, también complicado en negocios y «granjerías», atizó en el Concilio el fuego de las primeras disputas. Y todo se complicó entonces de modo indecible y al margen de los temas propiamente conciliares, de tal forma que el señor arzobispo se quedó prácticamente solo, únicamente apoyado por el obispo franciscano de La Imperial. Otra desgracia: murió el virrey Enríquez en marzo de 1683.
   
Tan mal estaba la situación que Santo Toribio, en carta de abril al rey, le decía: «Recibieron tanto detrimento los negocios del concilio, que, a ser en mi mano, el día de su muerte lo disolviera». La situación se fue deteriorando más y más: hubo sustracción violenta del archivo del Concilio, destrucción de papeles y documentos comprometedores, alegaciones a la Audiencia Real, reunión aparte, en conciliábulo desafiante, de los obispos de Tucumán, Cuzco, Paraguay, Santiago y Charcas, excomunión de los prelados rebeldes… Un horror.
   
El santo arzobispo le escribe al rey: «Fueron los negocios adelante de tanta exorbitancia, que no bastaba paciencia humana que lo sufriese… Y así muchas veces le pedí a Nuestro Señor me diese la que bastase para poderlo sufrir, no dándoles ocasión para ello la menor del mundo… Porque un día me trataban de descomulgado, y otro me negaban la preeminencia… diciendo que no era cabeza del Concilio, y que allí dentro no tenía más que cualquiera de ellos… Otras veces que estaba en pecado mortal… Porque les iba a la mano en sus negocios y se los contradecía…» (27-4-1584). De la prudencia sobrenatural de Santo Toribio, de su humilde paciencia y caridad, quedan en esta ocasión testimonios verdaderamente impresionantes.
   
El secretario del Concilio, Bartolomé de Menacho: «Hubo muchas controversias y pesadumbres… Por la rectitud del señor arzobispo y freno que ponía en muchas cosas, se le desacataban con muchas libertades, de que jamás le vio este testigo descomponer ni oír palabra con que injuriase ni lastimase a ninguno… Ni después en casa, tratando sobre estas materias, le oyó ninguna palabra que pudiese notarse, cosa que le causaba a este testigo admiración… Mostró la gran paciencia y santidad que siempre tuvo con grandísimo ejemplo en sus obras y palabras, tan santas y tan ajustadas». El prior agustino: en el Concilio «dio muestras de mucha virtud y cristiandad, proponiendo cosas muy importantes y de mucha reformación para el estado eclesiástico, padeciendo de los obispos muchos agravios y demasías, todo con celo de que el Concilio se acabase y se definiesen». El comisario franciscano: «Es persona, por sus muchas virtudes, capaz de todo… Y al fin no pudo nada bastar para desquiciarle de la razón y justicia». Siete capitulares limenses escriben asombrados al rey, por propia iniciativa: el señor arzobispo Mogrovejo «es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta santa Iglesia tenía», y es de creer que su elección «fue hecha por divina inspiración» (28-4-1584) (+Rgz. Valencia I,233).
   
Santo Toribio, durante la Semana Santa, suspendió por el momento el Concilio, y en unos días de mucha oración y sufrimiento hubo de elegir entre clausurar definitivamente el Concilio o continuarlo como se pudiere, a costa de su mayor humillación personal. Finalmente, encomendándose a Dios, se decidió a convocar la asamblea conciliar, levantó para ello las censuras, sin haber recuperado los documentos sustraídos, y dejó a un lado los desacatos y desafíos que le habían inferido. Era la única manera de salvar un Concilio extremadamente necesario y urgente, y de sacar adelante las normas y proyectos que, bajo su inspiración, las comisiones de peritos habían ido ya preparando con gran eficacia.
   
Gracias a su paciencia humilde, prevaleció la misericordia de Dios sobre la miseria de los hombres, y marginados los problemas y pleitos personales, pudo lograrse una gran unanimidad a la hora de resolver los graves asuntos pastorales del Concilio. «En lo que toca a los decretos de doctrina y sacramentos y reformación, hubo toda conformidad y se procedió con mucho miramiento y orden», escribe el arzobispo al rey, considerando esto una gracia de Dios muy especial: «Lo cual fue gran merced de Nuestro Señor, que en esto quiso mostrar el favor que hace a su Iglesia, y la asistencia suya a las cosas que se hacen en su nombre para el bien del pueblo cristiano» (27-4-1584).
   
El Concilio dividió su cuerpo canónico en cinco partes o acciones. Y aquí destacaremos de él algunos aspectos más notables.
  • El cuidado de los indios. «La defensa y cuidado que se debe tener de los indios» constituye sin duda el centro en torno al cual gira todo el Concilio III de Lima. Ha de exigirse a las autoridades civiles que repriman todo abuso para que «todos traten a estos indios no como a esclavos sino como a hombres libres y vasallos de la Majestad Real». El cuidado pastoral de los indios ha de incluir toda una labor de educación social: «que los indios sean instruídos en vivir políticamente», es decir, que «dejadas sus costumbres bárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas»; «que no vayan sucios y descompuestos sino lavados y aderezados y limpios»; «que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo».
       
    Esta perspectiva, en la que evangelización y civilización se integran, es la que caracteriza el planteamiento de las doctrinas-parroquias que Santo Toribio, con sus colaboradores, concibió y desarrolló. Formó así un sistema que había de perdurar durante siglos, adoptando formas concretas muy diversas, y que tuvo una importancia decisiva tanto en la evangelización de América como en la misma configuración civil de muchos pueblos.
       
    En cuanto a los sacerdotes al cuidado de indios, han de ser muy conscientes siempre de «que son pastores y no carniceros, y que como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana». Por otra parte, todos los sacerdotes, especialmente los ordenados a título de indios, han de estar prontos a ser enviados a servir en las parroquias de indios, «pues la ley de la caridad y de la obediencia obliga a veces a socorrer al peligro presente de las ánimas, aunque fuese dejando los estudios de las letras comenzados».
  • La lengua. El Concilio impone la lengua indígena en la catequesis y la predicación, y prohibe el uso del latín y la exclusividad de la lengua española. De acuerdo con las leyes ya establecidas por la Corona, niega la provisión de doctrinas a los clérigos y religiosos que ignoren la lengua indígena. Y siguiendo también la legislación civil, manda a los curas de indios que tengan gran cuidado de las escuelas, y que en ellas principalmente se acostumbren «a entender y hablar nuestra lengua española». Una ignorancia indefinidamente prolongada del castellano impediría a la población indígena su progresiva integración en la unidad de la América hispana. Como ya afirmamos más arriba (63), los Reyes hispanos del XVI nunca consideraron las Indias como colonias, sino como Reinos de la Corona española.
       
    La mentalidad del Concilio III de Lima era en este tema puede verse expresada en lo que había escrito en 1575 el padre Acosta: «Desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sóla república, no dos separadas: todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes» y tribunales (De procuránda III,17). La unidad de lengua, en este sentido, había de procurarse como un gran bien común.
  • El Catecismo. En los primeros cincuenta años de la evangelización del inmenso Perú, a diferencia de lo sucedido en México, la situación de los catecismos fue lamentable, quizá por la extrema diversidad de las lenguas indígenas: eran «algunos en latín, muchos en castellano, los menos en lengua indígena, aunque fueron ya apareciendo los primeros brotes meritorios de literatura quechua en los misioneros» (Rgz. Valencia I,331). Superar esta situación exige un empeño enorme, que el Concilio III de Lima se atreve a intentar.
       
    El texto catequético trilingüe, en español, quechua y aymará, conocido como el Catecismo de Santo Toribio, es quizá la joya más preciosa de este Concilio. Con él se logra unificar el adoctrinamiento de los indios en la provincia eclesiástica de Lima, es decir, en casi toda la América hispana del sur y del centro durante tres siglos, al menos. El Concilio, siguiendo en lo posible el catecismo de San Pío V, y apoyándose en el ya compuesto en quechua y aymará por el jesuita Alonso de Barzana, aprueba un texto venerable, «muy conforme con el genio de los naturales de estos países», que contribuyó decisivamente a la evangelización del sur de América.
       
    El Concilio ordena a todos los curas de indios «so pena de excomunión, que tengan y usen este catecismo, dejados todos los demás». Sínodos diocesanos hubo, como los de Yungay y Piscobamba, que mandaron a los curas «se lo aprendan de memoria». En todas las parroquias, doctrinas y reducciones de América meridional, durante muchas generaciones, el Catecismo de Lima grabó en los corazones la verdadera fe católica, lo que hay que creer, lo que hay que orar, y lo que hay que practicar.
  • Las visitas pastorales. La obligación evangélica de que el pastor conozca a sus ovejas y sea conocido por ellas (Jn. 10, 14) se hizo en el Concilio deber canónico urgido con gran firmeza. La norma personal que Santo Toribio sigue para visitar y conocer a sus fieles –apenas seguida por otros obispos, que hasta entonces se eximían de cumplir ese deber por parecerles imposible– viene a hacerse norma conciliar para todos los obispos, con la anuencia unánime de éstos. Uno de los documentos conciliares, la Instrucción para visitadores, obra personal de Santo Toribio, va a ser en esto gran ayuda.
  • Sacerdotes. Lamentan los Padres conciliares que el orden canónico establecido en Trento para los que van a ser ordenados sacerdotes «muchas veces se quebranta», y por eso «hombres muy bajos y muy indignos» han sido promovidos sacerdotes, lo que trae muchos daños. Ellos estiman «sin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes y ésos buenos que muchos y ruines».
       
    En este sentido, una de las obras principales del Concilo III de Lima es la dignificación del clero, impulsándole a la dedicación pastoral y el adoctrinamiento de los indios, exigiéndole la residencia y la vida honesta. Por otra parte, el Concilio, sumamente celoso en alejar al clero de todo comercio, sobre todo con los indios, y de cuanto supiera a simonía, determina suprimir los aranceles en la atención de los indios, de modo que «ni por administrarles cualquier sacramento, ni por darles sepultura se pudiese pedir ni llevar cosa alguna».
       
    Los Padres conciliares, como ya hemos señalado, urgen también mucho en el clero el aprendizaje de las lenguas de los naturales para el servicio del Evangelio y de la catequesis. Aunque con visión realista añaden que a la hora de escoger alguien para atender una doctrina «más importa (sin duda alguna) enviar persona que viva bien, que no persona que hable bien, pues edifica mucho más el buen ejemplo que las buenas palabras».
  • Liturgia. Quieren los Padres que la liturgia se celebre con gran esplendor y ceremonia, pues «esta nación de indios se atraen y provocan sobremanera al conocimiento y veneración del Sumo Dios con las ceremonias exteriores y aparato del culto divino». Por tanto, en todo esto ha de ponerse gran cuidado, y procurar que haya «escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías y otros instrumentos acomodados en las iglesias». De hecho, en cumplimiento de estas normas, vienen a lograrse, por ejemplo, en las reducciones del Paraguay, cultos a grandes coros y a toda orquesta, realmente impresionantes.
  • Seminarios. El Concilio impulsa eficazmente el establecimiento de Seminarios según las normas de Trento, en los que se cuide a un tiempo la elección y la formación de los candidatos al ministerio. Así pues, los obispos «deben todos primeramente suplicar siempre al príncipe de los pastores, Cristo, que tenga por bien de dar pastores a esta manada, que sean según su corazón». Aplicando estas normas, Santo Toribio funda el Seminario de Lima, uno de los primeros de América en aplicar el modelo de Trento.
  • Admisión a la eucaristía. El Concilio I de Lima restringe en los indios la comunión a casos particulares, y el II manda que comulguen en Pascua; pero en la práctica posterior apenas se introduce la costumbre. El III de Lima explica esa anterior actitud restrictiva alegando que, en efecto, la comunión eucarística requiere «limpia conciencia, a la cual grandemente estorba la torpeza de borracheras y amancebamientos y mucho más de supersticiones y ritos de idolatría, vicios de que en estas partes hay gran demasía».
       
    Pero ahora el Concilio, «porque muchos de los indios van aprovechando cada día en la religión cristiana», recomienda vivamente que comulguen, al menos por Pascua, si están bien dispuestos y tienen licencia escrita de su cura o confesor.
  • Número de sacerdotes. Ya el Concilio II de Lima denuncia «el abuso perjudicial que en este Nuevo Orbe se ha introducido de encargarse a un cura de innumerables indios, que a las veces habitan en lugares muy apartados», y establece que haya un sacerdote doctrinante cada cuatrocientos indios tributarios, es decir, cada «mil trescientas almas de confesión».
       
    No siempre se cumple la norma, y el santo arzobispo escribe al rey –que como Patrono debe sostener económicamente parroquias y doctrinas–, presentando como «negocio de mucha consideración y digno de ser llorado con lágrimas de sangre», la situación de una parroquia de cinco mil almas de confesión, con cuatro anejos, que estaba a cargo de un solo sacerdote (10-4-1588). Pues bien, acrecentado ya en la provincia eclesiástica el número real de sacerdotes, el III de Lima acuerda que «en cualquier pueblo de indios, que tenga trescientos indios de tasa, o doscientos, se debe poner propio cura». Es decir, cada mil o cada setecientas almas de confesión.
  • Sumario del Concilio de 1567. Los Padres conciliares acuerdan que las constituciones del Concilio II de Lima, de 1567, sigan en todo vigentes, y para ahorrar «trabajo y pesadumbre» a los curas que han de conocerlo y aplicarlo, disponen que se haga un Sumario, una redacción breve; de lo que se encarga el padre José de Acosta.
       
    Éste fue el tercer Concilio provincial de Lima, sin duda «la asamblea eclesiástica más importante que vio el Nuevo Mundo hasta el siglo de la Independencia latinoamericana, y uno de los esfuerzos de mayor aliento realizados por la jerarquía de la Iglesia y la Corona española para enderezar por cauces de humanidad y justicia los destinos de los pueblos de América, como exigencia intrínseca de su evangelización» (Bartra 19).
       
    Al hablar del clero indígena entendemos aquí a criollos, mestizos e indios, es decir, a todos los nacidos en las Indias. Era éste en el siglo XVI un problema complejo y delicado. «La solución concreta que dió Santo Toribio en el Concilio III Limense, fue prescindir de toda discriminación racial; no excluir de las Ordenes a grupo alguno de los naturales, sino admitirlos a todos por igual en principio: criollos, mestizos e indios; pero apurar delgadamente las cualidades de idoneidad, y éstas no por otra medida que la dada por el Concilio de Trento» (Rgz. Valencia II,126). Veamos, por partes, la solución del problema:
    • Los criollos. A fines del XVI era ya muy elevado el número de sacerdotes blancos, nacidos en América, y acerca de su admisión al sacerdocio no había discusión. Incluso la norma de la Corona hispana era que «fuesen preferidos los patrimoniales e hijos de los que han pacificado y poblado la tierra», como establece Felipe II en cédula real, «para que con esperanza de estos premios se animase la juventud de aquella tierra» (14-5-1597).
    • Los mestizos. En las Indias hispanas «se procedió desde un principio a conferir las Ordenes sagradas a estos clérigos y religiosos de color, con mano abierta». Los Obispos «tendieron siempre a un clero nativo afincado en la tierra, y sobre todo, buscaron el medio misional de la lengua indígena como trasmisor del Evangelio» a los indios. Muchos de los mestizos eran de nacimiento ilegítimo, pero los Obispos obtuvieron licencia del Papa en 1576 para poder dispensar de este impedimento, y de este modo «no sólo el sacerdocio secular, sino las Ordenes religiosas se nutrieron de mestizos». En este sentido, conviene señalar que «todas las discusiones, las leyes prohibitivas y cautelas... son posteriores al hecho de la aparición de un clero de color en América» (Rgz. Valencia II,122-123).
         
      En efecto, «los resultados fueron haciendo de día en día más discutida la ordenación de mestizos; no ya en la mesa del misionólogo, sino en el terreno de las realidades y en la mesa de la responsabilidad pastoral» (II,123). Y así, por ejemplo, el Virrey Toledo, al terminar su Visita por la región, escribe al rey lamentando que los Prelados «han ordenado a muchos mestizos, hijos de españoles y de indias», con negativos efectos. Atendiendo, pues, el rey numerosas quejas, prohibe en 1578 la ordenación de mestizos, que también es prohibida en el Concilio Mexicano de 1585. La Compañía de Jesús, siguiendo la norma ya establecida en otras órdenes religiosas, decide en congregación provincial de 1582 con voto unánime «cerrar la puerta a mestizos».
         
      Por el contrario, el Concilio III de Lima, en esta cuestión muy especialmente delicada –que afectaba también a la fama de los numerosos mestizos ya ordenados–, consigue que pueda recibirse de nuevo a los mestizos en el sacerdocio. En efecto, los Obispos de Tucumán y de la Plata fueron comisionados por el Concilio en 1583 para gestionar el asunto ante Felipe II, que autoriza la solicitud en cédula de 1588. El Concilio limeño, sin embargo, urge mucho los requisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacerdocio, y por eso, en la práctica, Santo Toribio ordenó muy pocos mestizos.
    • Los indios. El Concilio II de Lima, celebrado por el arzobispo Loaysa en 1567, dejó establecido que «estos [indios] recién convertidos a la fe no deben ser ordenados de ningún orden por ahora». Esa última cláusula (hoc témpore) exime la norma del error doctrinal: no se trata de una prohibición definitiva, ni tiene por qué implicar menosprecios racistas; es sólamente una decisión prudencial y temporal. Sin embargo, parece más prudente que la Iglesia se limite, simplemente, a exigir la idoneidad para el sacerdocio, con los requisitos tridentinos, y no entre en más distingos de raza o color. Si los indios neófitos no estan bien dispuestos para el sacerdocio, que no sean ordenados, pero no por indios, sino por impreparados. En este sentido la Sagrada Congregación romana suplica al Papa «advierta a los Obispos de las Indias que por ningún derecho se ha de apartar de las Ordenes ni de otro sacramento alguno a los indios y negros, ni a sus descendientes» (13-2-1682).
         
      Pues bien, en esta línea se sitúa el III Concilio de Lima, que no prohibe la ordenación de indios, pero que tampoco la impulsa, pensando que de momento no es viable, al menos en general. Un experto del Concilio, el teólogo agustino fray Luis López, siendo después Obispo de Quito, fundó un Seminario de indios, y explicaba al rey que el motivo principal era «por la esperanza que se tiene del fruto que podrán hacer los naturales más que todos los extraños juntos» (30-4-1601). Al parecer, llegó a ordenar a alguno (Rgz. Valencia II,128-131).
       
El señor arzobispo, después de tantas amarguras, pudo finalmente, con gran descanso, clausurar el Concilio. Sin embargo, no habían de faltar posteriormente graves resistencias a sus cánones y acuerdos. «Algunos hombres –escribe Santo Toribio al Papa– han interpuesto frívolas apelaciones», de tal modo que «todos nuestros planes se han trastornado» (1-1-1586).
   
Los Procuradores de las distintas Diócesis formalizaron un recurso de apelación ante la Santa Sede. A juicio de ellos, las sanciones eran excesivamente fuertes, concretamente las referentes al clero. Censuras y excomuniones se fulminaban con relativa facilidad. El padre Acosta justificaba esta severidad con una razón profundamente misionera y pastoral: «Los abusos en que se ha puesto rigor son muy comunes por acá y en muy notable exceso», por ejemplo, la mercatura de algunos clérigos. «Mas la principal consideración de esto es que en estas Indias los dichos excesos de contrataciones y juegos de clérigos son casi total impedimento para doctrinar a los indios, como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos desta tierra» (+Bartra 31). Quizá una Iglesia más asentada tolerase sin grave peligro tales abusos, pero no era ése el caso de las Indias.
   
Sometido el Concilio a la aprobación de Roma, hasta allí llegaron quejas, resistencias y apelaciones. Pero también llegaron cartas como la de Santo Toribio al General de los jesuitas, rogándole que apoyara ante el Papa los acuerdos del Concilio: «Y ya que parezca moderar las censuras y excomuniones en algunos otros capítulos, a lo menos lo que toca a contrataciones y negociaciones, que son en esta tierra la principal destrucción del estado eclesiástico, que no se mude ni quite lo que el concilio con tanta experiencia y consideración proveyó».
   
El padre Acosta, una vez más, hizo un servicio decisivo en favor del III Concilio, esta vez viajando a España y a Roma para explicarlo y defenderlo. La Santa Sede moderó ciertas sanciones y cambió alguna disposición, pero dió una aprobación entusiasta al conjunto de la obra. La carta del Cardenal Carafa, lo mismo que la del Cardenal Montalto, al arzobispo Mogrovejo –«Su Santidad os alaba en gran manera»–, ambas de 1588, expresan esta aprobación y le felicitan efusivamente, viendo en la disciplina eclesial limeña una perfecta aplicación del Concilio de Trento al mundo cristiano de las Indias meridionales.
   
El Concilio III de Lima, en sus cinco acciones, logró un texto relativamente breve, muy claro y concreto en sus exhortaciones y apremios canónicos, y sumamente determinado y estimulante en sus decisiones. No se pierde en literaturas ni en largas disquisiciones; va siempre al grano, y apenas da lugar a interpretaciones equívocas.
   
Se ve siempre en él la mano del Santo arzobispo, la determinada determinación de su dedicación misionera y pastoral, su apasionado amor a Cristo, a la Iglesia, a los indios. El talante pastoral de Santo Toribio y de su gran Concilio pueden concretarse en varios puntos:
  • La incipiente situación cristiana de los indios era sumamente delicada. Los Padres conciliares, antiguos misioneros muchos de ellos, son muy conscientes de ello. Hablan de «estas nuevas y tiernas plantas de la Iglesia», que son «gente nueva en la fe», «tan pequeñuelos en la ley de Dios», y legislan siempre atentos a proteger estas vidas cristianas recién nacidas. Esto no place a algunos avisados intelectuales de hoy, que sin conocer en modo alguno la realidad de aquellos indios –de los que distan cuatro siglos y muchos miles de kilómetros–, partiendo sólo de sus ideologías, osan condenar el paternalismo erróneo de los Padres conciliares limeños. Pero si se tomaran un poco menos en serio a sí mismos, verían el lado cómico del atrevimiento de su ignorancia.
  • Era absolutamente preciso quitar los graves escándalos, sobre todo en el clero, que pudieran poner en peligro la evangelización de los indios. El III de Lima es siempre vibrante en esta determinada determinación, así cuando dispone que «ninguna apelación suspenda la ejecución en lo que tocare a reformación de costumbres». El apasionado celo reformador de Trento está presente en el Concilio de Lima. Basta de escándalos, especialmente de escándalos habituales, asentados como cosa normal y tolerable, y más si es el clero quien incurre en ellos.
  • Era muy urgente aplicar Trento a las Indias. Pensemos, por ejemplo, en la cuestión gravísima de la elección y formación de los sacerdotes. Las normas del Concilio de Trento (1545-1563) sobre la fundación de Seminarios eran tomadas por algunas naciones europeas con mucha calma, y apenas se habían comenzado a aplicar tres cuartos de siglo más tarde.
       
    En Francia, por ejemplo, debido a las resistencias galicanas, los decretos de Trento no fueron aceptados por la Asamblea General del Clero sino en 1615. Años más tarde, todavía las disposiciones conciliares en materia de Seminarios continuaban siendo en Francia letra muerta, y la ignorancia de buena parte de los sacerdotes era pavorosa. Algunos había, cuenta San Vicente de Paúl (1580-1660), que «no sabían las palabras de la absolución», y se contentaban con mascullar un galimatías. Por esos años, gracias a personas como Dom Beaucousin, Canfield, Duval, madame Acarie, Bérulle, Marillac, Bourdoise, y sobre todo San Vicente de Paúl, y en seguida San Juan Eudes (1601-1680), es cuando comienza a progresar la formación de los sacerdotes según la idea de Trento.
       
    Éstas y otras miserias, que apenas eran soportables en países de arraigado cristianismo, no podían darse en las Indias de ningún modo, no debían permitirse, pues estaba en juego la evangelización del Nuevo Mundo. Los abusos y demoras indefinidas que el Viejo Mundo se permitía, allí hubieran sido suicidas. No debían tolerarse, y no se toleraron ni en Lima, ni en México. Era necesario abrir las Indias cristianas al influjo vivificante del Espíritu divino comunicado en Trento.
  • El Concilio III de Lima es consciente de su propia transcendencia histórica. Al menos el arzobispo y sus más próximos colaboradores lo fueron. Con frecuencia se habla en sus textos de la «nueva Cristiandad de estas Indias», «esta nueva heredad y viña del Señor», «esta nueva Iglesia de las Indias», «esta nueva Iglesia de Cristo»… En estas expresiones se refleja ciertamente una clara conciencia de que allí se quiere construir con la gracia de Dios un Nuevo Mundo cristiano. Y no se equivocaban los Padres conciliares. A ellos, presididos por Santo Santo Toribio de Mogrovejo, y lo mismo a los Obispos que dos años más tarde, en 1585, realizaron en la Nueva España el III Concilio mexicano, se debe en buena parte que hoy la mitad de la Iglesia Católica sea de lengua y corazón hispanos.
  • El influjo de la Corona española fue grande y benéfico en la celebración de los Concilios que en Hispanoamérica, después de Trento, se celebraron por orden de Felipe II, en virtud de Real Patronato de Indias recibido de los Papas. En este sentido, «por cierto, podemos preguntarnos si la evangelización de América hubiera podido emprenderse con más éxito conducida directamente por los Papas del Renacimiento, que bajo la tutela de la Corona de Castilla. Lo que no se puede negar son los resultados de la conjunción de los intereses religiosos y políticos de una nación y una dinastía campeona de la Contrareforma, que perduran con robusta vitalidad hace casi medio milenio, aun disuelta aquella atadura circunstancial» (Bartra 29-30).
   
Nos enseña San Pablo que el primer Adán fue terreno, y de él nacieron hombres terrenos; en tanto que el segundo, Cristo, fue celestial, y según él son los cristianos hombres celestiales (1Cor 15,47-49). Pues bien, si nos atenemos a los testimonios de quienes le conocieron de cerca (Rgz. Valencia II,430s), Santo Santo Toribio de Mogrovejo fue ciertamente un «hombre celestial». De él dicen que se le veía siempre con «un rostro risueño y alegre», y que «con ser hombre de edad, parecía un mozo en su agilidad y color de rostro». De su presencia apacible fluía con autoridad un espíritu bueno: «No parecía hombre humano», «parecía… una cosa divina», «un ángel en la tierra», «un santo varón en su aspecto», de manera que «era un sermón sólamente el verle».
   
Extremadamente casto y escaso en el trato con mujeres, según repiten los testigos –«no alzaba los ojos», «nunca le vió en liviandad», «tiene por cierto que conservó la virginidad e inocencia bautismal»–, vivió siempre la fidelidad, humilde en la presencia del Señor: «nunca le oyó ni vió pecado mortal, ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en él», con una rectitud total e invariable. Y en sus asuntos y negocios, «si entendía que se había de atravesar en ellos alguna ofensa de Dios y que lo que le pedían no era conforme a la ley de Dios y lo que el Derecho disponía y el santo Concilio de Trento y breves de Su Santidad, no lo hiciera por cuantas cosas hubiere en el mundo, y aunque se lo pidiese el Virrey y otra persona más superior». Varias personas son las que atestiguan que «decía muchas veces: reventar y no hacer un pecado venial».
   
No era, por lo demás, el santo arzobispo en absoluto retraído, y «en saliendo de la iglesia era muy afable con todo género de gente». Y «aunque no se conociera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangre ilustre, solo ver el trato que con todos tenía tan amoroso y tan comedido, se conocía luego quién era y se echaba de ver el alma que tenía». «Muy afable, muy cortés, muy tratable» repiten los testigos, y «no solo con la gente española, sino con los indios y negros, sin que haya persona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa ni descompuesta».
   
Esto quedó patente de modo extremo en los peores momentos del conciliábulo, cuando provocaciones, insultos y desplantes nunca lograron «desquiciarle» de lo que manda la caridad y la justicia. «Es muy apacible y agradable a los religiosos y sacerdotes –escriben en 1584 los canónigos de Lima, antes de tener con él pleitos y enfrentamientos–, y a todas las demás personas que con él negocian; así grandes como pequeños fácilmente pueden entrar a negociar con él en todo tiempo». En realidad «no tenía puerta cerrada a nadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque todos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirle limosna y a sus negocios y pedir su justicia».
  
Aunque fue muy estimado por cuatro de los cinco virreyes que conoció, no prodigaba su trato con las autoridades. Siendo a un tiempo ingenuo y sagaz, «cándido y sincero», «tenía a todos por buenos», «no le parecía que ninguno en el mundo podía ser malo», «ni creía en el mal que le dijesen de otro, mas antes volvía por todos y los defendía con un modo santo y discreto, y nunca consintió que nadie murmurase de otro». De su apasionado amor a los indios ya hablamos con ocasión de las Visitas pastorales…
   
La condición perfecta de su caridad se prueba no sólo por su benignidad, sino también por su fortaleza. Así por ejemplo, de un lado «defendía a sus clérigos como la leona a sus cachorros», pero de otro lado, como escribía al rey, «si para reformar nuestros clérigos no tenemos mano los Prelados, de balde nos juntamos a Concilio y aun de balde somos Obispos». No hubo tampoco fuerza civil o eclesiástica que le frenara en el cumplimiento de sus deberes pastorales más graves: «Nunca he venido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen… Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios y lo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respeto se ha de romper por todos los encuentros del mundo y sus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante…». Con ésta su fuerte caridad excomulga a cinco obispos suyos sufragáneos, y con ella misma levanta las censuras, cuando así lo exige el bien de la Iglesia. «Era la misma humildad, sin perder un punto de su dignidad».
   
El santo arzobispo renunció a recibir nada por sus ministerios episcopales, y hacía gratis las Visitas pastorales. En cuanto a la renta asignada por el Patronato real, al rey le comunica, para rechazar ciertas calumnias absurdas: he distribuído «mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha más tuviera; aborreciendo el atesorar hacienda, y no desear verla para este efecto más que al demonio».
   
Un caballero de su confianza, que le ayudaba a distribuir limosnas, afirmó que el Santo le tenía dicho «yéndole a pedir limosna, que no había de faltar, que cuando no la tuviese vendería la recámara y aderezo de su casa para darlo por Dios, y que no tuviese empaque de venir a la continua a pedirle limosna, porque la daba siempre de buena gana». Y que «si no bastase su renta, se buscase prestado para el efecto, que él lo pagaría». Gustaba de convidar a su mesa muchos días a indios pobres, y tuvo gran caridad con los emigrantes fracasados.
   
Cuando no había ya dinero para los pobres, los familiares del arzobispo estaban en jaque, pues sabían que en tales ocasiones entregaba a los pobres sus propias camisas y ropas personales o algún objeto valioso que hubiere en la casa. En cierta ocasión el capellán y fundador de un hospital vino a pedir limosna, y el señor Quiñones no pudo remediarle; pero al saberlo el señor arzobispo, le entregó secretamente una buena mula, que le tenían preparada para la próxima Visita, y un negro para el servicio del hospital, y con ellos se fue feliz «el buen viejo». Enterado Quiñones, corrió a recuperar la mula y el negro, pero no pudo hacerlo sin entregar seiscientos pesos.
   
La clave de cada persona está siempre en su vida interior. Santo Toribio, al decir de quienes más le conocieron, vivía «en perpetua y continua oración y meditación» y «andaba siempre embebido en El como un ángel». Por eso «sus pláticas no eran otra cosa sino tratar de Dios y de su amor». En medio de grandes trabajos y graves negocios, «vivía con Dios en una quietud de su alma, que no parecía hombre de carne». Según decían, verle rezar era un verdadero sermón, era la mejor predicación posible sobre la majestad del Dios, la bondad de Dios, la hermosura de Dios.
   
En realidad, Santo Toribio vivía siempre en oración. Durante los viajes interminables de sus Visitas pastorales, que le llevaban tantas horas y días, iba muchas veces retirado del grupo para poder orar. Y aún dedicaba más tiempo a la oración cuando estaba en Lima, donde paraba poco.
   
Conocemos al detalle el horario de estas estancias en Lima por un informe de su íntimo secretario particular Diego de Morales, uno de sus capellanes. Se retiraba el Santo hacia las doce de la noche, y se levantaba a las cuatro y media, pero al parecer «dormía muy poco», y buena parte de la noche estaba orando. Dedicaba a la oración dos o tres horas al comienzo del día, dos horas a fin de tarde, y otras dos por la noche. A las audiencias y otros asuntos dedicaba de ocho de la mañana a las dos de la tarde, hora en que comía, y otros ratos de la tarde.
   
«Su comida es muy escasa, y su cama una tabla con una alfombra, y todo lo demás de su vida responde a esto». No desayunaba, y ordinariamente no cenaba o «no tomaba más que un poco de pan y agua o una manzana verde». Su comida era tan frugal que un testigo próximo a él «no le vió comer aves, ni huevos, ni manteca, ni leche, ni tortas, ni dulces». Por otra parte, estando en su sede, jamás comió fuera de casa; y esta norma, que ya se fijó nada más llegar a Lima, la conocían y respetaban todos, también los Virreyes.
   
Todo hace pensar que tan extrema austeridad era vivida por Santo Toribio en parte por mortificación, pero también para dar a los españoles, y al clero en especial, un ejemplo máximo de pobreza, del cual a veces estaban no poco necesitados en el Perú. Esta anécdota ilustra bien la firmeza, y al mismo tiempo la gentileza y cortesía, con la que vivía Mogrovejo tan extrema abstinencia. Un hermano lego dominico le trajo un día, como regalo del Provincial, un cesto con una docena de manzanas. «El señor arzobispo llegó a la cestilla y alzando una hoja de parra tomó una manzana en las manos y dijo con mucho contento y risa: ¡qué linda cosa! y se volvió a este testigo diciendo: "mirad qué lindo", y la volvió a poner en la cestilla y tapó con la hoja de parra, y dijo al fraile que besaba las manos al dicho Vicario Provincial por el regalo, que él estaba al presente bueno y que aquello sería a propósito para los enfermos de su casa, y así salió el fraile con la cestilla de la presencia del señor arzobispo; porque llegaba su limpieza a tanto como a esto, que jamás en mucho ni poco recibía cosa, aunque fuese de amigo y criado suyo».
   
Luis Quiñones, sobrino de Mogrovejo y vecino suyo de habitación, afirmaba que el santo arzobispo «se azotaba las más de las noches cruelmente», y el médico que por esta causa hubo de atenderle en alguna ocasión «se había enternecido de ver la carnicería que en las espaldas había hecho». Con todo esto, tiene razón Morales cuando dice que «parecía cosa sobrenatural el haber podido vivir tanto como vivió con tanta abstinencia que tuvo y poco regalo».
   
Y fray Mauricio Rodríguez: «Para lo mucho que trabajaba y lo poco que comía y la mortificación de su cuerpo y cilicios, se veía era cosa milagrosa cómo podía vivir y andar tan alentado y ágil por caminos y punas y temples rigurosos; y pareció que Nuestro Señor le sustentaba para bien de la Iglesia y amparo de los pobres». En fin, aunque sea sólo una frase, es significativo que en la carta del arzobispo Villarroel al Papa, pidiendo la beatificación de Mogrovejo, refiere la muerte de éste con la expresión «inédia conféctum» (muerto de hambre).
   
La vida de Santo Toribio no abunda en actos extraordinarios o milagrosos. Pero toda ella fue un milagro de la gracia de Cristo.
   
El 12 de enero de 1605, al iniciar su tercera y última Visita general, Santo Toribio era consciente de que su vida y ministerio llegaban a su fin. A su hermana Grimanesa le dijo al despedirse: «Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más».
   
No hacía mucho que había regresado de unas duras y fatigosas entradas a los temibles yauyos y a los macizos de Jauja. Ya con 66 años, una vez más, sacando fuerzas de Cristo Salvador, allá va de nuevo por las inmensas distancias de Chancay, Cajatambo, Santa, Trujillo, Lambayeque, Huaylas, Huarás… La Semana Santa de 1606 está en Trujillo. Quiso ir a Saña, a consagrar los óleos, pero se lo desaconsejaron vivamente, «por ser tierra muy enferma y cálida y que morían de calenturas».
   
Sin hacer caso de ello, emprendió el camino de Saña, haciendo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos tenían un monasterio de Guadalupe, y allí pudo rezar a la Virgen morena, la extremeña amada de los conquistadores. Más visitas: Chérrepe y Reque. A Saña llegó muy enfermo, y a los dos días, el Jueves Santo, 23 de marzo de 1606, a los 67 años de edad, entregó su vida al Señor quien no había hecho otra cosa en todo el tiempo de su existencia.
   
Bartolomé de Menacho, que acompañaba en Saña al arzobispo, cuenta que aquel día pidió que le dejaran solo y se fueran a comer. «Estando en la antesala comiendo, oyeron que dijo el señor arzobispo: "Ya te he dicho que eres muy importuno, vete, que no tienes qué esperar aquí". Las cuales oídas se levantaron con gran prisa y entraron en la cámara del dicho señor arzobispo, donde no vieron a persona alguna. Y él les dijo que no le dejasen, porque era llegado el tiempo de su partida. Y díjoles que abriesen el Libro Pontifical, para que le dijesen lo que en él está cuando muere el prelado. Y andando hojeando les pidió el dicho libro y señaló lo que dijo que le leyesen y dijesen allí en voces, y cruzando las manos con actos cristianísimos de un santo como era, habiendo recibido todos los sacramentos, dió la alma a Dios Nuestro Señor».
   
Santo Toribio de Mogrovejo fue canonizado en 1726, y en la santa Iglesia Catedral de Lima reposan sus restos. Bendita sea la memoria del santo patrón de los obispos iberoamericanos. Alabado sea Cristo, que lo hizo, y la santa Madre Iglesia que lo engendró.
   
ORACIÓN
Amparad, oh Señor, vuestra Iglesia con la continua protección de vuestro Confesor y Pontífice Santo Toribio, para que, así como a él le hizo glorioso la solicitud Pastoral, así su intercesión nos haga siempre a nosotros fervorosos en vuestro amor. Por J. C. N. S. Amén

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)