Hoy os presento el Breve “Quod Aliquántum”, redactado por el Papa Pío VI el 10 de Marzo de 1791 en respuesta a la Constitution Civil du Clergé, en la cual la Asamblea Nacional Francesa, además de alterar los territorios diocesanos y quitarle los bienes a la Iglesia en Francia, proscribió las órdenes religiosas y sometió al clero local al poder secular, bajo las ideas de la judeo-protestante masonería. Por otra parte, condena la pretensa “libertad religiosa” que equipara la Verdadera Fe Católica con las sectas y religiones falsas, herejía que hoy en día es defendida como un dogma en la “Doctrina Social de la Iglesia” del Vaticano II. Y contiene respuesta al continuo alegato de “¿Por qué la Iglesia no enajena sus propiedades?”.
Aunque en español han sido publicados algunos apartes, os presento la traducción que fuera realizada por el canónigo Pedro Zarandia en el tomo I de su Colección de los breves e instrucciones de nuestro santo padre el Papa Pío VI relativos a la Revolución Francesa, Zaragoza, Imprenta de los hermanos Polo y Monge, 1829, págs. 122-317; y publicada por el Dr. Andrés Posa y Morera, licenciado en teología y canónigo lectoral de Barcelona, en la Colección de Alocuciones consistoriales, Encíclicas y demás Letras Apostólicas citadas en la Encíclica Quanta Cura y el Sýllabus de Errores, Barcelona, Imprenta de Juan Roca y Bros, 1865.
BREVE “Quod Aliquántum”, CON MOTIVO DE LA “Constitución Civil del Clero galicano” DECRETADA POR LA MISMA ASAMBLEA NACIONAL
Pío VI, Papa.
A nuestros amados Hijos y Venerables Hermanos salud y Bendición Apostólica.
Amados Hijos y Venerables Hermanos nuestros: la importancia del objeto, y la multitud de urgentes negocios que pesaban sobre Nos, nos han obligado a diferir por algún tiempo nuestra respuesta a vuestra carta del 10 de Octubre, firmada por un gran número de vuestros ilustres colegas. Esta carta ha renovado en nuestro corazón un profundo dolor, que ningún consuelo podrá jamás mitigar, y que Nos habíamos sentido desde el momento, en que la Asamblea nacional de Francia, llamada para arreglar los asuntos civiles, había llegado al punto de atacar con sus decretos la Religión Católica, y que la mayoría de sus miembros reunía sus esfuerzos para hacer una irrupción hasta en el mismo Santuario.
En un principio Nos habíamos resuelto guardar silencio, por el temor de que la voz de la verdad no irritara más y más a estos hombres inconsiderados y les precipitara en mayores excesos. Nuestro modo de pensar estaba apoyado en la autoridad de San Gregorio el Grande, que dice: «que es necesario pesar con prudencia las circunstancias críticas de las revoluciones, a fin de que en el momento en que se debe reprimir la lengua, ésta no se derrame en palabras inútiles»[1]. En tan apurado caso nuestras palabras se han dirigido a Dios, y al instante hemos dispuesto que se hicieran rogativas públicas, para alcanzar del Espíritu Santo que se dignara inspirar a esos nuevos legisladores la firme resolución de apartarse de las máximas de la filosofía del siglo, y de asirse invariablemente a los principios saludables de nuestra santa Religión, y de permanecer firmemente en ellos. En esto Nos hemos seguido el ejemplo de Susana, que como hace observar San Ambrosio, «hizo más con su silencio, que no hubiera hecho con sus palabras; pues callando delante de los hombres, habló a Dios: cuando no se oía su voz, hablaba su conciencia, ni buscaba el juicio de los hombres, la que tenía el testimonio del mismo Dios»[2].
No obstante, Nos no hemos dejado de reunir en consistorio a nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y habiéndolos convocado el día 29 de Marzo del año último, les hemos hecho saber los ataques, de que la Religión Católica había ya sido objeto en Francia; les hemos abierto nuestro adolorido corazón, exhortándoles a unir sus lágrimas y sus súplicas a las nuestras.
Mientras que Nos nos ocupábamos en esto, una nueva más triste todavía ha venido a afligirnos más y más; acabamos de saber que la Asamblea nacional, es decir, la mayoría (siempre Nos hablaremos en este sentido al servirnos de esta expresión) acabamos de saber, decimos, que la Asamblea nacional, cerca la mitad del mes de Julio había publicado un decreto, que bajo el pretexto de no establecer más que una Constitución Civil del Clero, como así parecía anunciarlo el título, trastornaba los más sagrados dogmas, y perturbaba la disciplina de la Iglesia, destruía los derechos de esta primera Silla, los de los Obispos, de los Sacerdotes, de las órdenes religiosas de ambos sexos, y de toda la comunión católica, abolía las más santas ceremonias, se apoderaba de los dominios y rentas eclesiásticas, y llevaba consigo tales calamidades, que difícilmente se hubiesen creído, si la experiencia no Nos lo hubiese probado. Nos no hemos podido dejar de estremecernos a la lectura de este decreto; él nos ha causado la misma impresión que causó en otro tiempo a uno de nuestros más ilustres Predecesores, San Gregorio el Grande, un cierto escrito, que un Obispo de Constantinopla le había enviado para someterlo a su juicio: porque apenas hubo leído las primeras páginas, cuando manifestó todo el horror que le causaba el veneno que contenía esta obra[3]. En lo más vivo de nuestro dolor, hacia fines del mes de Agosto hemos recibido una carta de nuestro muy amado Hijo en Jesucristo Luis XVI, Rey cristianísimo, en la que Nos suplica con mucha instancia, que aprobemos con nuestra autoridad, siquiera sea provisionalmente, cinco artículos decretados por la Asamblea, y confirmados ya con la sanción real. Aunque estos artículos Nos pareciesen contrarios a los cánones, no obstante, por respeto al Rey creímos deber valemos de palabras blandas en nuestra respuesta; Nos le escribimos, que someteríamos estos artículos a una congregación de veinte Cardenales, de cada uno de los cuales Nos haríamos dar por escrito su parecer a fin de poderlo examinar por Nos mismo, y pesarlo con toda aquella madurez que exige un negocio de tanta importancia. Mientras tanto por medio de cartas familiares exhortamos al mismo Rey, que procurara inducir a todos los Obispos de su reino a que con toda confianza le manifestaran su modo de pensar, y a comunicarnos las resoluciones, que hubiesen determinado tomar, y a instruirnos de todo aquello que no podíamos conocer a causa de la distancia de los lugares, a fin de que pudiésemos obrar con pleno conocimiento de causa. Nos, no obstante, nada hemos recibido de vuestra parte hasta ahora, que nos guíe en lo que debemos hacer en esta ocasión; solamente han llegado a nuestras manos letras pastorales, discursos, y mandatos impresos de algunos Obispos: Nos hemos hallado estos impresos llenos del espíritu evangélico; pero, estos escritos hechos separadamente por cada uno de sus autores, ni Nos presentan un plan general de defensa, ni tampoco Nos indican los medios más a propósito para hacer frente a las circunstancias tristes y a los apuros en que os halláis.
Mas, ha llegado hasta Nos una exposición manuscrita de vuestro modo de pensar acerca los principios de la Constitución del Clero, la que luego hemos recibido impresa, en cuyo preámbulo se lee un estrado de varios decretos de la Asamblea, acompañados de reflexiones, que hacen conocer su irregularidad y su maldad. Casi al mismo tiempo Nos han sido remitidas de nuevo otras cartas del mismo Rey, con las que pide Nuestra aprobación provisional para otros siete artículos decretados por la Asamblea nacional, iguales con poca diferencia a los cinco que Nos había enviado en el mes de Agosto; al mismo tiempo Nos manifiesta la perturbación en que se halla por querérsele obligar a sancionar el decreto de Noviembre, decreto que ordena a los Obispos, a sus Vicarios, a los Párrocos, Superiores de los seminarios, y otros funcionarios eclesiásticos a prestar en presencia de los consejos municipales, el juramento de observar la constitución, y si no obedecen dentro el término prescrito, les conminan con penas las más graves. Pero Nos hemos repetido y confirmado lo mismo que habíamos ya declarado, y declaramos de nuevo, que Nos no daremos nuestro juicio sobre estos artículos hasta que la mayoría a lo menos de los Obispos Nos haya manifestado clara y distintamente lo que ella piensa acerca de lo mismo.
El Rey Nos pide, entre otras cosas, que induzcamos a los Metropolitanos y a los Obispos a suscribir a la división y supresión de las Iglesias metropolitanas y Obispados; y que consintamos, a lo menos proporcionalmente, a que las formas canónicas observadas hasta aquí por la Iglesia, en la creación de nuevos obispados se hagan ahora por la autoridad de los Metropolitanos y de los Obispos; que éstos den colación a los que les serán presentados para los curatos vacantes según el nuevo método de elección, mientras no sirva de obstáculo la doctrina y las costumbres de los elegidos. Esta demanda del Rey prueba claramente que él mismo reconoce la necesidad de consultar a los Obispos en semejantes circunstancias, y que por consiguiente no es justo que Nos decidamos cosa alguna antes de haberlos oído. Así pues, Nos aguardamos una exposición fiel de vuestros pareceres, de vuestros sentimientos, de vuestras resoluciones, firmada de todos vosotros o del mayor número posible. Nuestras ideas se apoyarán en este monumento como sobre una base sólida; él será la guía y la regla de nuestras deliberaciones; él Nos ayudará a pronunciar un juicio conveniente, ventajoso igualmente a vosotros que a todo el reino de Francia. Mientras esperamos esto de vosotros, hallamos en vuestras cartas medios que Nos facilitan el examen de todos los artículos de la constitución nacional.
Primeramente: si se leen las actas del Concilio de Sens, reunido en 1521 para combatir la herejía de Lutero, vemos que el principio que sirve de base y de fundamento a esta constitución, no puede ser exento de la nota de herejía; pues así se expresó el Concilio: «Después de estos hombres ignorantes se levantó Marsilio de Padua cuyo pestilente libro, titulado El Defensorio de la Paz, últimamente ha sido impreso a instancia de los luteranos, para la ruina del pueblo cristiano. El autor en este libro insulta a la Iglesia con todo el coraje de un enemigo; adula con la mayor impiedad a los príncipes de la tierra, quita a los prelados toda jurisdicción exterior menos aquella que querrá concederles el magistrado seglar. Dicho autor pretende además, que todos aquellos que están revestidos del carácter sacerdotal, ya sean simples Presbíteros, ya sean Obispos, Arzobispos y aun el mismo Papa tienen, en virtud de la institución de Jesucristo, una autoridad igual, y que si alguno tiene mayor poder que otro, éste depende de una pura concesión del príncipe seglar, concesión, que éste puede revocar cuando bien le parezca. Pero el furor abominable de este delirante hereje ha sido reprimido por las Santas Escrituras, que declaran, que el poder eclesiástico es independiente del poder civil; que aquél está fundado en el derecho divino, que le autoriza para establecer leyes para la salud de los fieles, y para castigar a los rebeldes por medio de censuras legítimas. Las mismas Escrituras enseñan que el poder de la Iglesia por el fin, que ella se propone, es de un orden superior al poder temporal, y por esto más digno de nuestro respeto; mientras que este Marsilio y los demás herejes se desencadenan impíamente y se esfuerzan a porfía para arrancarla alguna parte de su autoridad»[4].
Además creemos necesario recordaros en este momento un parecer de Benedicto XIV, de feliz memoria, enteramente conforme a esta doctrina del Concilio. Este Pontífice, escribiendo al Primado, a los Arzobispos y Obispos de Polonia, se expresa de esta manera en una Letra de 5 Marzo de 1152, sobre una obra impresa en lengua polaca, pero antes publicada en francés bajo el título: «Principios sobre la esencia, la distinción, y los límites de los dos poderes, espiritual y temporal, obra póstuma del P. Laborde, del Oratorio», en la que el autor somete el ministerio eclesiástico a la autoridad temporal, hasta el punto de sostener que pertenecía a esta el conocer y juzgar acerca del gobierno exterior y sensible de la Iglesia: «Este perverso escritor, dice Benedicto XIV, acumula sofismas artificiosos, emplea, con una perfidia hipócrita, el lenguaje de la piedad y de la religión, fuerza varios pasajes de la Escritura Santa y de los Padres, para reproducir y resucitar un sistema falso y pernicioso, reprobado desde mucho tiempo por la Iglesia, condenado expresamente como hereje; para de este modo engañar más fácilmente a los lectores simples e incautos»[5]. En consecuencia, este Pontífice proscribió la obra como capciosa, falsa, impía y herética; prohibió su lectura, retención, y uso á lodos los fieles, aun a aquellos, que por el derecho debían ser especial e individualmente nombrados, bajo pena de excomunión ipso facto, y sin ninguna otra declaración incurrénda, de la que nadie excepto el Soberano Pontífice podría absolver, a no ser en el artículo de la muerte.
En efecto, ¿qué jurisdicción pueden tener los seglares sobre las cosas espirituales? ¿En virtud de qué derecho se hallarían los eclesiásticos sometidos a sus decretos? No hay católico alguno que pueda ignorar que Jesucristo al fundar su Iglesia, dio a los Apóstoles y a sus sucesores un poder independiente de todo otro poder, que todos los Padres de la Iglesia han reconocido con Osio y San Atanasio, cuando ellos decían: «No os mezcléis en negocios eclesiásticos; no os pertenece a vos darnos preceptos sobre esto, sino que al contrario, vos debéis recibirlos de Nosotros. Dios os ha confiado el imperio, pero nos ha entregado a nosotros el gobierno de la Iglesia; y del mismo modo que aquel que querrá arrebataros el imperio, se opondrá al orden establecido por Dios, así temed, que, si queréis atribuiros la autoridad espiritual, no os hagáis todavía más culpable»[6]. Y por esto queriendo San Juan Crisóstomo poner más de manifiesto esta verdad, cita el ejemplo de Oza, que «fue herido de muerte por haber llevado la mano al Arca, aunque con intención de evitar que se cayera, por haber usurpado un ministerio, que no le pertenecía. Y si la violación del sábado, si el solo tocamiento del arca, que se iba a caer, excitó de tal modo la indignación divina, que el que se había atrevido a esto no pudo merecer el perdón, ¿qué excusa puede tener, qué indulgencia puede esperar aquel que se atreve a alterar los dogmas augustos e inefables de nuestra fe? ¿Cómo podrá sustraerse al castigo? No, esto no es posible»[7]. Todos los santos Concilios han decretado lo mismo, y todos los monarcas franceses han reconocido y adoptado esta doctrina hasta Luis XV, abuelo del rey actual, quien declaró solemnemente el 20 de Agosto de 1731, que él reconocía, «como su primer deber, impedir que con motivo de disputas, se pusieran en duda los derechos sagrados de un poder, que ha recibido de solo Dios la facultad de decidir las cuestiones de doctrina sobre la fe, o sobre la regla de las costumbres, de hacer cánones, o reglas de disciplina, con los cuales se rijan los ministros de la Iglesia y los fieles en orden a la religión; de instituir a sus ministros o de destituirlos conforme a las mismas reglas; y de hacerse obedecer de los fieles imponiéndoles, según el orden canónico, no solamente penitencias saludables, sino también verdaderas penas espirituales, por los juicios o por las censuras, que los primeros pastores tienen el derecho de pronunciar».
No obstante, a pesar de ser estos principios tan generalmente reconocidos en la Iglesia, la Asamblea nacional se atribuye a sí misma el poder espiritual, al establecer tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina, al querer obligar a los Obispos y a todos los Eclesiásticos por medio de juramento a la ejecución de sus decretos. Pero, esta conducta de la Asamblea ya no extrañará a aquellos que observarán que lo que pretende por medio de su constitución es aniquilar la Religión Católica y con ella la obediencia debida a los Reyes. A este fin se establece, que el hombre puesto en sociedad debe gozar de una libertad absoluta, la que no solo le da el derecho de no ser jamás inquietado por sus opiniones religiosas, sino que además le concede la facultad de pensar, de decir, de escribir, y hasta de hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir una imaginación la más extraviada: derecho monstruoso, que no obstante parece a la Asamblea resultar de la igualdad y de la libertad natural del hombre. ¿Pero qué cosa más insensata puede darse, que el establecer entre los hombres esta igualdad y esta libertad desenfrenada, que destruye completamente, la razón, a pesar de ser esta el don más precioso que la naturaleza ha concedido al hombre, y el solo que le distingue de los animales? Dios, después de haber creado al hombre, después de haberlo colocado en el Paraíso, ¿no le amenazó con la muerte, si comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Y no puso límites a su libertad por medio de esta primera prohibición? ¿Cuándo se hizo culpable por su desobediencia, no le impuso varias obligaciones por medio de Moisés? Y aunque dejó a su libre albedrío el poderse determinar por el bien o por el mal, le dio preceptos y mandatos que pudiesen salvarlo, si él quería cumplirlos (Eclesiástico 15, 5-6).
¿En dónde se halla pues esta libertad de pensar y de obrar que la Asamblea nacional concede al hombre social como un derecho imprescriptible de la naturaleza? ¿Este derecho quimérico no es contrario a los derechos del Criador, a quien debemos todo lo que somos y poseemos? Además, ¿puede el hombre ignorar que no ha sido criado para sí solo sino también para ser útil a sus semejantes? Pues es tal la flaqueza de la naturaleza, que los hombres para su conservación necesitan ayudarse mutuamente los unos a los otros; y he aquí por qué Dios les ha dado la razón y el uso de la palabra a fin de poder de este modo pedir auxilio a los demás, y darlo a quien se lo reclame; de lo que se deduce claramente que la naturaleza misma ha sido la que ha juntado a los hombres y los ha reunido en sociedad. Además, puesto que el uso, que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su Autor, en honrarle, venerarle, admirarle, y atribuirlo todo a Él, puesto que desde su infancia debe estar sumiso a sus mayores, a dejarse gobernar a instruir por ellos, que debe aprender de los mismos a arreglar su vida según las leyes de la razón, de la sociedad, y de la Religión; de esto se deduce claramente, que las tan cacareadas libertad e igualdad no son para el hombre desde su nacimiento, más que quimeras y palabras vacías de sentido. «Es necesario que estéis sometidos»*, dice el Apóstol San Pablo (Romanos 13, 5). Así los hombres no han podido juntarse y formar una sociedad civil, sin establecer un gobierno, sin restringir esta libertad, y sin sujetarla a las leyes y a la autoridad de sus jefes, de lo que se desprenden estas palabras de San Agustín: «La sociedad humana no es otra cosa que un convenio general de obedecer a los Reyes»[8]; cuyo poder no procede tanto del contrato social, como del mismo Dios autor de todo derecho y de toda justicia. Lo que confirmó el Apóstol en la misma carta: «que todo individuo sea sumiso al poder superior, porque no hay potestad, sino de Dios; y las que son de Dios son ordenadas. Por lo cual el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios. Y los que le resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación (Romanos 13, 1-2)».
Aquí conviene muy bien el canon del segundo Concilio de Tours, tenido en 567, que fulmina anatema, no solamente contra cualquiera que se atreva a contravenir a los decretos de la Silla Apostólica, sino también contra «aquel que por una mayor temeridad, ose refutar y combatir de cualquier manera que sea, una máxima, que el Apóstol San Pablo, este vaso de elección, ha promulgado por inspiración del Espíritu Santo; o que más bien el mismo Espíritu Santo ha promulgado por el órgano de San Pablo: Sea anatematizado todo aquel que predicare lo contrario de lo que yo he predicado (Gálatas 1, 8)»[9].
Mas para desvanecer a los ojos de la sana razón este fantasma de libertad ilimitada, bastará que digamos, que este fue el sistema de los Valdenses y de los Begardos condenados por Clemente V con aprobación del Concilio ecuménico de Vienne[10]: sistema, que más adelante siguieron los Wiclefistas y finalmente Lutero, como se desprende de aquellas palabras suyas: «Nosotros somos libres de toda especie de yugo». No obstante Nos debemos advertir, que al hablar de la obediencia debida a los poderes legítimos, no intentamos atacar las nuevas leyes civiles, a las cuales el mismo Rey ha podido dar su consentimiento, por no mirar más que al gobierno temporal del que él es el encargado. Al recordar estas máximas, Nos no nos proponemos restablecer el antiguo régimen de la Francia; suponer esto, seria renovar una calumnia, que se ha procurado esparcir hasta ahora para hacer odiosa la Religión. Nos, y vosotros no nos proponemos otra cosa que conservar ilesos los sagrados derechos de la Iglesia y de la Silla Apostólica. A este fin vamos ahora a examinar la libertad bajo otro punto de vista, haciendo diferencia entre los hombres que siempre han estado fuera de la Iglesia, como son los infieles y los Judíos, y los que por la recepción del bautismo se sujetaron a sus leyes. Los primeros no deben ser sometidos a la obediencia prescrita a los Católicos; mas para los segundos, esta obediencia es un deber. Santo Tomas de Aquino prueba esta diferencia con su acostumbrada solidez[11]. Muchos siglos antes había sido establecida por Tertuliano en su obra contra los Gnósticos[12], y Benedicto XIV la reconoció hace algunos años en su Tratado de la beatificación y de la canonización[13]; pero nadie ha explicado esto más claramente que San Agustín, en sus dos célebres cartas, impresas varias veces, dirigidas la una a Vicente Obispo de Cartenas[14], y la otra al conde Bonifacio[15], en las que refuta victoriosamente a los herejes así antiguos como modernos. Esta igualdad, esta libertad tan exaltadas por la Asamblea nacional, no tienen otro objeto que destruir la Religión Católica, y he aquí porque la inferna Asamblea se ha negado a declarar que la Religión Católica sea la dominante en el Estado, a pesar de haberle siempre pertenecido este título.
Siguiendo adelante el examen de los errores de la Asamblea nacional, Nos hallamos la abolición de la primacía y de la jurisdicción de la Santa Sede. Un decreto formal dice que el nuevo Obispo no podrá «dirigirse al Papa para obtener de él ninguna confirmación, sino que le escribirá como a cabeza de la Iglesia universal, en testimonio de la unidad de fe y de la comunión que debe tener con él». Se prescribe una nueva forma de juramento en la que se suprime el nombre del Romano Pontífice. Mas, como el elegido se halle obligado por medio del juramento a la ejecución de los decretos nacionales, que le prohíben hacer confirmar su elección por la Santa Sede, todo el poder del Soberano Pontífice queda destruido, y de este modo los arroyos quedan desviados de la fuente, las ramas desprendidas del árbol, y los pueblos separados del primer Sacerdote.
Permítasenos aquí, para deplorar los ultrajes hechos a Nuestra dignidad y autoridad, valernos de las mismas expresiones de que se servía en otro tiempo San Gregorio el Grande, para quejarse a la emperatriz Constantina de las nuevas pretensiones y del orgullo del Patriarca Juan, que se atribuía el título de Obispo universal, y para suplicarla que no quisiera prestar su consentimiento a esta usurpación a que vuestra piedad, decía el Santo Pontífice, «no desdeñe mis súplicas, porque si Gregorio (Nos podríamos decir, apropiándonos las mismas palabras, si Pío VI) por la multitud de sus pecados ha merecido sufrir esta injuria, pensad que el Apóstol San Pedro no debe expiar pecado alguno, y que él no ha merecido semejante ultraje bajo vuestro gobierno. Yo pues os suplico y os conjuro en nombre del Señor Omnipotente, que así como vuestros abuelos procuraron siempre merecer el favor del apóstol San Pedro, así también vos os lo procuréis y lo conservéis; mis pecados, y las flaquezas, de que yo me he hecho culpable no deben serviros de pretexto para disminuir en lo más mínimo los honores debidos a este Ilustre Apóstol, que puede ayudaros en todas vuestras empresas, y después alcanzaros de Dios el perdón de vuestros pecados»[16].
Las súplicas que San Gregorio dirigió a la emperatriz Constantina para el honor de la dignidad pontificia, Nos os las dirigimos igualmente a vosotros: no permitáis, que en este vasto Reino sea destruido el Primado y los derechos que le son propios; considerad los méritos de Pedro, de quien, aunque indigno, soy el Sucesor, y quien debe ser honrado hasta en la bajeza y humildad de mi persona. Si un poder extraño a la Iglesia encadena vuestro celo, haced que la Religión y la constancia suplan la fuerza que os falta, rechazando con firmeza el juramento que se os quiere exigir; porque no atentaba tanto a los derechos de Gregorio el título usurpado por Juan, como a los nuestros el decreto de la Asamblea nacional. En efecto, ¿cómo puede decirse que se conserva, y que se mantiene la comunión con el Jefe visible de la Iglesia, cuando se limita a darle aviso de la elección, y se obliga con juramento a no reconocer la autoridad de su Primado? En su cualidad de Jefe, todos los miembros deben hacerle formal promesa de obediencia canónica, única capaz de conservar la unidad en la Iglesia, y de impedir que este cuerpo místico constituido por Jesucristo sea desgarrado por el cisma. Ved en las «Antigüedades eclesiásticas» de Edmundo Martène, la fórmula de juramento usada por las Iglesias de Francia por el espacio de muchos siglos: todos los Obispos, en la ceremonia de su ordenación, tenían la costumbre de añadir a su profesión de fe la cláusula expresa de obediencia al Romano Pontífice[17].
Nos no ignoramos sin duda, ni creemos deber disimular lo que oponen a esta doctrina los partidarios de la constitución nacional, y las objeciones que sacan de la carta de San Hormisdas a Epifanio Patriarca de Constantinopla, o más bien el abuso que hacen de esta carta; porque de la misma consta la costumbre, que había de enviar los Obispos elegidos diputados con cartas, y con su profesión de fe al Romano Pontífice, para pedirle el ser admitidos a la comunión de la Silla Apostólica, y obtener de este modo la aprobación de su elección. Habiendo Epifanio omitido la observancia de estas formalidades, San Hormisdas le escribió en estos términos: «Hemos quedado muy admirados de vuestra negligencia en observar el antiguo uso, sobre todo ahora, que por la gracia de Dios la unión se ha restablecido en las Iglesias; ¿cómo habéis podido vos dispensaros de este deber de paz y de fraternidad, que no exige el orgullo, pero que prescribe la regla? Convenía ciertamente, carísimo Hermano, que al principio de vuestro pontificado enviaseis diputados a la Sede Apostólica, para darnos ocasión de daros a conocer todo el afecto que os tenemos, y para conformaros a la antigua y respetable costumbre establecida en la Iglesia»[18].
Los adversarios del Primado sacan de esta palabra, convenía, que esta diputación no era más que un simple acto de urbanidad, una ceremonia de pura supererogación: pero el estilo de toda la carta, estas expresiones: «dispensaros de un deber, que prescribe la regla, conformaros a la antigua costumbre prueban bastante claramente que el Pontífice se valió de estas palabras, convenía, por pura moderación, y que de ninguna manera quiso dar a entender, que los Obispos elegidos no fuesen rigorosamente obligados a pedir su aprobación al Papa. Pero lo que acaba de aclarar el verdadero sentido de la carta de Hormisdas, es otra carta de San León IX, en respuesta a aquella, que le había escrito Pedro, Obispo de Antioquía para participarle su elección al episcopado: «Al anunciarme vuestra elección, habéis cumplido un deber indispensable, no queriendo diferir el llenar una formalidad esencial para vos y para la Iglesia confiada a vuestro cuidado. Elevado, a pesar de mi indignidad, sobre el Trono apostólico para aprobar lo que merece serlo, y condenar lo condenable, apruebo, loo, y confirmo con placer la promoción al episcopado de vuestra santísima fraternidad, y ruego constantemente a Nuestro Señor, que os conceda la gracia de merecer un día a sus ojos el título que os da el lenguaje de los hombres»[19]. Esta carta, que no presenta las conjeturas de un doctor particular, sino la decisión de un Pontífice célebre por su santidad y por sus luces, no deja lugar a duda sobre el sentido que Nos dimos a la carta de Hormisdas, para que justamente deba ser considerada como un monumento el más auténtico del derecho que tiene el Romano Pontífice de confirmar la elección de los Obispos, derecho robustecido por la autoridad del Concilio de Trento[20], al que Nos hemos procurado sostener en nuestra respuesta sobre las nunciaturas[21], y varios de vosotros han sostenido por medio de ilustres y sabios escritos[22]**.
Pero nuestros adversarios, para defender los decretos de esta Asamblea, dicen que esto pertenece a la disciplina, la que habiendo variado según las circunstancias de los tiempos, puede también variarse ahora. Mas entre los decretos relativos a la disciplina, como ya lo hemos demostrado, se han deslizado muchos, que destruyen el dogma y los principios inmutables de la fe. Pero, aun hablando solamente de disciplina, ¿qué católico se atreverá a sostener que la disciplina eclesiástica puede ser cambiada por los laicos? El mismo Pedro de Marca conviene en que «los cánones de los Concilios, y los decretos de los Romanos Pontífices han sido los que siempre han entendido en lo que concierne a los ritos, las ceremonias, los sacramentos, el examen, las condiciones, y la disciplina del Clero, porque todo esto es de su competencia y sujeto a su jurisdicción, y en que apenas se podrá citar constitución alguna de príncipes acerca de esta materia, que proceda del solo poder temporal. En esta parte siempre vemos, que las leyes civiles han seguido, pero jamás precedido»[23].
Además, cuando la Facultad de teología de Paris en 1560 examinó varias aserciones de Francisco Grimaudet, abogado real, presentadas a los Estados reunidos en Angers, entre las proposiciones reprobadas por la misma se halla la siguiente núm. 6: «El segundo punto de la religión es en política y disciplina sacerdotal, sobre el cual los reyes y príncipes cristianos tienen el poder de establecerla, ordenarla, y reformarla cuando se halla corrompida»[24]. Esta proposición, dice la Facultad, es falsa, cismática, tendiendo a debilitar el poder eclesiástico, es hereje, y las pruebas en que se apoya, son impertinentes o no son concluyentes. Es además una verdad constante, que la disciplina no puede ser cambiada temeraria y arbitrariamente: pues las dos más brillantes lumbreras de la Iglesia, San Agustín[25] y Santo Tomás de Aquino enseñan claramente que las materias pertenecientes a la disciplina no pueden ser variadas sino por una grande necesidad o utilidad, porque el cambio de la costumbre, cuanto favorece con la utilidad, perturba con la novedad: «y no deben cambiarse (añade el mismo Santo Tomás) sin que se recompense al bien común por una parte lo que se le deroga por la otra»[26]. Bien lejos de haber jamás los Romanos Pontífices alterado la disciplina, ellos han empleado siempre el poder, que Dios les ha confiado en mejorarla y perfeccionarla para la edificación de la Iglesia. Nos vemos con dolor, que la Asamblea nacional ha hecho todo lo contrario, de lo que es fácil convencerse comparando cada uno de sus decretos con la disciplina eclesiástica.
Pero antes de venir al examen de estos artículos, no será por demás observar la conexión íntima, que la disciplina tiene muchas veces con el dogma, cuanto contribuye aquella a conservar la pureza de éste; tampoco debemos olvidar que los cambios (aunque raros) permitidos por la indulgencia de los Romanos Pontífices, han sido de poca utilidad, y de corta duración. Y ciertamente los santos Concilios en varios casos han fulminado la pena de excomunión contra los violadores de la disciplina eclesiástica. En efecto, el Concilio tenido en Constantinopla en 692***, conminó con la pena de excomunión a aquellos que comieran la sangre de los animales sofocados: «Si en adelante, alguno se atreviese de cualquier modo a comer la sangre de los animales, si es clérigo, sea depuesto, si es laico, sea separado de la comunión de la Iglesia»[27]. El Concilio Tridentino en varios lugares fulmina también anatema contra los impugnadores de la disciplina eclesiástica. En efecto, en el canon 9, sesión 13, de Eucaristía impone anatema a aquel que «negare, que todos y cada uno de los fieles de uno y otro sexo, al llegar a la edad de discreción, esté obligado a comulgar todos los años, a lo menos en el tiempo pascual, según el precepto de la Santa Madre Iglesia». En el canon 1, sesión 22, del Sacrificio de la Misa impone anatema contra el que diga: «que las ceremonias, los ornamentos, y las señales exteriores, que usa la Iglesia Católica en la celebración de la misa, son más propias para excitar los sarcasmos de los impíos, que para alimentar la piedad de los fieles». Igual pena impone en el canon 9, en la misma sesión, contra el que pretendiere: «que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, que obliga a los sacerdotes a proferir en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración, o que la misa solamente se debe celebrar en lengua vulgar». En el canon 4, sesión 24, del Sacramento del Matrimonio, castiga con anatema a los que digan: «que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes de los matrimonios, o que erró al establecerlos». En el canon 9, sesión y título mismos, castiga con el mismo anatema al que diga: «que los clérigos constituidos en los órdenes sagrados, o que los regulares, que han hecho profesión solemne de castidad, pueden contraer matrimonio, y que es válido el que hubiesen contraído, a pesar de la ley eclesiástica, o del voto; que sostener lo contrario no es otra cosa, que condenar el matrimonio, y que pueden contraer matrimonio todos los que no se sienten con el don de la castidad, aunque hubiesen hecho voto de guardarla». En el canon 11, en la misma sesión y título, igualmente se anatematiza a los que digan: «que la prohibición de la solemnidad de los matrimonios en ciertos tiempos del año es una superstición y una tiranía, que toma su origen de las supersticiones paganas, o que condenare las bendiciones, y demás ceremonias, que usa la Iglesia en la celebración de este sacramento». En el canon 12 de la misma sesión se impone anatema a los que dicen: «Que las causas matrimoniales no son de la competencia de los jueces eclesiásticos». Después en los días 1 de Enero y 1 de Febrero de 1661 Alejandro VII condenó bajo pena de excomunión latæ senténtiæ, la versión del Misal romano, en lengua francesa como una novedad propia para hacer perder a la Iglesia una parte de su belleza, y capaz de introducir el espíritu de inobediencia, de temeridad, de audacia, de sedición, de cisma, y de muchos otros males. Tantos anatemas fulminados contra los infractores de la disciplina prueban, que la Iglesia ha creído siempre que la disciplina estaba estrechamente ligada con el dogma, que ella no puede ser cambiada jamás sino por solo el poder eclesiástico, cuando le consta que el uso que se ha seguido es sin ventaja alguna, o que urge la necesidad de procurar un mayor bien.
Ahora nos falta haceros ver que estas variaciones, de las que tantas ventajas se esperaban, ni han sido útiles ni durables. Lo que veréis claramente, si recordáis, que Pío IV cediendo a las vivas instancias del emperador Femando, y de Alberto duque de Baviera, concedió a algunos Obispos de Alemania el privilegio de permitir con ciertas condiciones la comunión bajo las dos especies. Pero viendo el Santo Pontífice Pío V, que de esto resultaba más mal que bien a la Iglesia, en el principio de su Pontificado revocó esta concesión por medio de dos Breves Apostólicos, el uno del 8 de Junio de 1566 dirigido a Juan, Patriarca de Aquilea, el otro del día siguiente dirigido a Carlos archiduque de Austria. Habiendo Urbano, Obispo de Passau, pedido el mismo privilegio, San Pío V le respondió el 26 de Mayo de 1568, y le exhortó fuertemente «a conservar el antiquísimo y muy santo rito de la Iglesia, más bien que a adoptar el uso de los herejes; vos debéis, le dice, persistir en este sentimiento con una fuerza y una constancia tal, que ni el temor de pérdida alguna, ni el miedo de ningún peligro deben apartaros de él, aun cuando tuvieseis que hacer el sacrificio de vuestros bienes, y de vuestra propia vida. El premio, que Dios reserva a esta firmeza debe pareceros preferible a todos los bienes y a todas las riquezas de la tierra: un cristiano, un católico, lejos de huir el martirio, debe desearlo como un gran bien; y debe envidiar la suerte de aquel, que ha sido hallado digno de derramar su sangre por Jesucristo, y por sus augustos sacramentos»[28]. De aquí escribiendo San León el Grande sobre ciertos puntos de disciplina a los Obispos establecidos en la Campania, en el Piceno, en la Toscana y en diversas provincias, con mucha razón termina así su carta: «Yo os declaro, que si alguno de nuestros hermanos intentare violar estos reglamentos, y se atreviese a practicar lo que está prohibido, será separado de su oficio, y no participará de nuestra comunión, puesto que no habrá querido participar de nuestra disciplina»[29].
Pasemos ahora al examen de los capítulos del decreto de la Asamblea nacional. Uno de los más reprensibles es sin duda aquel que suprime las antiguas metrópolis, y algunos obispados, de estos hace particiones, o divisiones, y otros erige nuevamente. No es nuestra intención el hacer aquí una disertación crítica sobre la descripción civil de las antiguas Galias, acerca la cual la historia nos ha dejado una grande oscuridad, para demostraros, que las metrópolis eclesiásticas no han seguido el orden de las provincias, ni por el tiempo, ni por el lugar; bastará al objeto, de que nos ocupamos, establecer bien, que la distribución del territorio fijada por el gobierno civil no es la regla de la extensión y de los límites de la jurisdicción eclesiástica. San Inocencio I da la razón de esto con estas palabras: «Vosotros me pedís si después de la división de las provincias establecida por el emperador, así como hay dos metrópolis deben también nombrarse dos Obispos metropolitanos; mas sabed, que la Iglesia no debe sufrir las variaciones, que la necesidad introduce en el gobierno temporal, que los honores y las provincias eclesiásticas son independientes de los que el emperador ha creído a propósito deber establecer para sus intereses. Por consiguiente es preciso, que el número de los Obispos metropolitanos siga conforme a la antigua descripción de provincias»[30]. Pedro de Marca añade un gran peso a esta carta, sacándolo de la práctica de la Iglesia francesa: «Esta Iglesia, dice él, se ha hallado de acuerdo con el Concilio de Calcedonia, y el decreto de Inocencio: ella ha pensado que los reyes no tenían el derecho de elegir nuevos obispados, etc. No debemos por una baja adulación hacia los príncipes, separarnos del sentimiento de la Iglesia universal, como ha sucedido a Marco Antonio de Dóminis, que falsamente y contra los cánones, atribuye a los reyes la facultad de instituir o erigir los obispados, cuyo error ha sido seguido por algunos modernos; pero lo cierto es, que solo a la Iglesia compete el derecho de arreglar todo lo que concierne a este artículo, como ya lo he dicho»[31].
Pero, dicen, lo que se Nos pide es que aprobemos la división de diócesis decretada por la Asamblea; mas es necesario que examinemos, si Nos debemos hacer esto, pues el principio inicuo, del cual se derivan estas divisiones y supresiones, es un grande obstáculo al consentimiento que de Nos se pretende. Además se debe notar, que aquí no se trata del cambio de una o dos diócesis, sino de una subversión general do todas las diócesis de un grande reino; se trata de mudar de lugar un sinnúmero de Iglesias ilustres, de reducir los Arzobispos al simple título de Obispos, novedad expresamente condenada por Inocencio III, que con este motivo hizo los más vivos reproches al Patriarca de Antioquía diciéndole: «por esta extraña innovación vos, por decirlo así, habéis hecho pequeña la grandeza, rebajado la elevación; querer hacer un simple Obispo de un Arzobispo, sería propiamente degradarle»[32].
Ivo de Chartres juzgó, que esta novedad era de tal trascendencia, que se creyó obligado a dirigirse al Papa Pascual II, y de pedirle: «Que nada cambiase en la situación de las Iglesias que subsistían después de cuatrocientos años: Guardaos, le dice, que con esto no hagáis nacer en Francia el mismo cisma que desuela la Alemania contra la Silla Apostólica»[33]. Añadid a esto, que antes de llegar a ello, sería necesario, que Nos consultáramos a los Obispos cuyos derechos se trata de abolir, para que no se Nos pueda acusar de haber violado las leyes de la justicia contra los mismos. San Inocencio I manifiesta con mucha energía el horror que le inspira semejante conducta con las siguientes palabras: «¿Quién podrá soportar la prevaricación, de que se hacen culpables aquellos mismos, que estaban especialmente encargados de mantener la tranquilidad, la unión, y la paz? Ahora por un trastorno el más extraño del orden, vemos sacerdotes inocentes arrojados de sus Iglesias. Nuestro hermano y colega en el sacerdocio, Juan Crisóstomo, vuestro Obispo, ha sido la primera víctima de esta injusticia; se le ha despojado de su dignidad sin quererle oír, a pesar de no atribuírsele, ni acusarle de algún crimen. ¿Qué es pues este proceder injusto? Sin ninguna forma de proceso, sin ni siquiera una pequeña forma de juicio se dan sucesores a los sacerdotes vivos; como si los eclesiásticos, que ejercen su ministerio bajo semejantes auspicios, y cuyo primer paso es un crimen, puedan jamás ser virtuosos, ni haberlo sido alguna vez. Esta violencia no solo es sin ejemplo entre nuestros mayores, sino que estaba severamente prohibida, pues no se permitió jamás ordenar a uno en lugar de otro mientras vivía, y una consagración ilegítima no destruía los honores del Sacerdote; y aquel que se le sustituye, no es más que un intruso, inhábil para ejercer las funciones del episcopado»[34]. Finalmente antes deberíamos Nos conocer los sentimientos del pueblo, que con esto se le priva de acudir pronta y cómodamente a su pastor.
Este cambio, o más bien este trastorno de la disciplina, presenta otra novedad considerable en la forma de elección, substituida a la que se había establecido por un tratado mutuo y solemne conocido bajo el nombre de Concordato, celebrado entre León X y Francisco I, aprobado por el quinto Concilio general de Letrán, observado con la mayor fidelidad por el espacio de doscientos cincuenta años, y que por lo mismo debía ser imitado como una ley de la monarquía. En aquel Concordato se había establecido de común acuerdo la manera de conferir los obispados, las prelaturas, las abadías, y los beneficios. No obstante, con menosprecio de este tratado, la Asamblea nacional ha decretado, que en adelante los Obispos serían elegidos por el pueblo reunido en distritos o municipalidades. Con esto parece que la Asamblea ha querido abrazar los errores de Lutero y de Calvino, adoptados después por el apóstata de Spalato (Marco Antonio de Dóminis); porque estos herejes sostenían que la elección de los Obispos por el pueblo era de derecho divino. Para convencerse de la falsedad de estas opiniones, bastará recordar la forma de las elecciones antiguas. Si empezamos por Moisés, vemos a este legislador, que confiere el pontificado a Aarón, después a Eleazar sin el sufragio y consejo de la multitud; y Cristo Nuestro Señor escogió sin la intervención del pueblo primeramente doce apóstoles, y luego setenta discípulos. San Pablo, sin ningún consentimiento de la plebe, colocó a Timoteo en la silla episcopal de Éfeso, a Tito en la de la isla de Creta, y a Dionisio Areopagita, a quien consagró con sus propias manos, en la de Corinto[35]. San Juan creó a Policarpo Obispo de Esmirna sin ninguna intervención del pueblo[36], y los apóstoles por sí solos escogieron una multitud innumerable de pastores, que enviaban a los pueblos extranjeros e infieles, para gobernar las Iglesias que ellos habían fundado en el Ponto, en la Galacia, en la Bitinia, en la Capadocia, y en el Asia[37]. El primer Concilio de Laodicea[38] y el cuarto de Constantinopla (octavo entre los Concilios Ecuménicos)[39] aprobaron la legitimidad de estas elecciones. San Atanasio creó a Frumencio Obispo de las Indias [Etiopía], en una reunión de sacerdotes y sin conocimiento del pueblo[40]. San Basilio en su Sínodo nombró a Eufronio para el obispado de Nicópolis, sin ninguna petición ni consentimiento de los ciudadanos y del pueblo[41]. San Gregorio II consagró a San Bonifacio Obispo en Alemania, sin saberlo ni siquiera pensarlo los alemanes. El mismo emperador Valentiniano respondió a los prelados que le deferían la elección del Obispo de Milán: «Esta elección es sobre mis fuerzas; mas vosotros, a quienes Dios ha llenado de su gracia, y que estáis penetrados de su espíritu, escogeréis mucho mejor que yo»[42]. Lo que sentía Valentiniano, con mucha más razón deberían sentirlo los distritos de la Francia, y la conducta de este emperador debería ser seguida de todos los soberanos, legisladores y magistrados católicos.
A estas autoridades Lutero, Calvino, y sus secuaces oponen el ejemplo de San Pedro, quien en una reunión de hermanos compuesta de ciento veinte personas, dijo: «Es necesario, que de entre los discípulos que nos acostumbran acompañar siempre, elijamos uno, que sea capaz de llenar el ministerio, y de suceder al apostolado, de que Judas se ha hecho indigno» (Hechos 1, 21-22). Mas la objeción no concluye, porque San Pedro no dejó a la multitud la libertad de elegir a aquel que juzgara a propósito, sino que designó a uno, de los que estaban reunidos con él. San Juan Crisóstomo desvanece toda la dificultad diciendo: «¡Qué! ¿No podía Pedro elegirlo a por sí mismo? Sí, lo podía; pero se abstuvo, porque no pareciese que el favor había influido en su elección»[43]. Esta verdad adquiere una nueva fuerza de las otras acciones de Pedro, que se leen en la carta de Inocencio I a Decencio Obispo de Gubbio[44]. Cuando los Arrianos, abusando del favor del emperador Constancio, emplearon la violencia para arrojar de sus sillas a los Prelados católicos, y colocar en ellas a sus secuaces (como lo deplora San Atanasio): por la calamidad de los tiempos fue necesario admitir al pueblo en la elección de los Obispos, para excitarlo a mantener en su silla al Pastor que se hubiera colocado sobre ella en su presencia[45]. Mas no por esto perdió el clero el derecho especial que siempre le había pertenecido en la elección de los Obispos, y jamás llegó el caso, como se quiere dar a entender al público, que solo el pueblo tuviese el derecho de elección; y jamás los Pontífices Romanos han abandonado respecto de esto, el ejercicio de su autoridad: pues San Gregorio el Grande envió el subdiácono Juan a Génova, en donde se hallaba reunido un gran número de milaneses para sondear su intención acerca de Constancio, a fin de que si le eran favorables, los Obispos le elevasen sobre la silla de Milán con la aprobación del Soberano Pontífice[46].
En una carta dirigida a diferentes Obispos de la Dalmacia, el mismo San Gregorio, en virtud de la autoridad de San Pedro, Príncipe de los apóstoles, les prohíbe imponer las manos a ninguno en la ciudad de Salona sin su permiso y consentimiento, ni de ordenar ningún otro Obispo que aquel que él les designaría; si rehúsan obedecerle, les amenaza con privarles de la participación del Cuerpo y Sangre del Señor, y de no reconocer por Obispo a aquel que ellos hubiesen consagrado[47]. Él mismo recomienda a Pedro, Obispo de Otranto, que recorra las ciudades de Brindo, de Lupia y de Galípoli, cuyos Obispos eran muertos, y que procure nombrar para estos puestos a Sacerdotes dignos de tan grande ministerio, los que habían de presentarse al Pontífice para recibir la consagración[48]. Después con una carta dirigida a los milaneses, aprueba la elección que han hecho de Deodato en lugar del difunto Obispo Constancio, y decretó que, si por otra parte no se oponen los santos cánones, se le consagre solemnemente en virtud de su autoridad[49]. San Nicolás I no cesa de increpar al rey Lotario, porque en su reino solo elevara al episcopado a los hombres que le eran gratos, y por lo mismo le manda en virtud de autoridad apostólica, y amenazándole con el juicio de Dios, que no permita que sea elegido ningún Obispo para la ciudad de Tréveris y la de Colonia, sin antes haber consultado a la Santa Sede[50]. Inocencio III anuló la elección del Obispo de Siena, por haberse atrevido a ocupar la silla episcopal antes de ser llamado y confirmado en ella por el Romano Pontífice[51]. Igualmente separó a Conrado del obispado de Hildesheim y de Wirtzburgo, porque había tomado posesión del uno y del otro sin su aprobación[52]. San Bernardo pidió humildemente a Honorio II que se dignara confirmar a Alberico, de Chalons-sur-Marne, elevado al episcopado por su sufragio[53]; lo que prueba que el santo Abad estaba persuadido que la elección de los Obispos era de ningún valor, si no estaba aprobada por la Santa Sede.
Finalmente, las continuas discordias, los tumultos, y un sinnúmero de abusos obligaron a separar al pueblo de las elecciones, y hasta a prescindir de su voto y de su testimonio acerca de la persona, que se había de elegir. Y si esta exclusión del pueblo tuvo lugar cuando los electores eran todos católicos, qué se ha de decir del decreto de la Asamblea nacional, que excluyendo al clero de las elecciones, las concede a los distritos, en los que se hallan judíos, herejes y heterodoxos de toda especie, cuya influencia en la elección de los Obispos produciría aquel terrible abuso que excitó la indignación de San Gregorio el Grande, como lo manifestó escribiendo a los de Milán: «Nos no podemos de ninguna manera consentir en la elección de un sujeto elegido no por los católicos, sino por los lombardos, porque si se consagraba a un Pastor elegido por tales hombres, sedaría un sucesor bien indigno a San Ambrosio»[54].
Con esta clase de elecciones se renovarían los desórdenes, despertarían los odios adormecidos hace mucho tiempo, y hasta se darían a la Iglesia Prelados que participaran de sus errores, o a lo menos maestros que secretamente y en el fondo del corazón fomentarían las opiniones extraviadas de sus electores, como lo advierte San Jerónimo diciendo: «Los juicios del pueblo muchas veces son errados, el vulgo se engaña en la elección de los sacerdotes; cada uno los quiere según sus costumbres; no busca al mejor pastor, sino a aquel que se le parece»[55], ¿Qué se podría esperar de estos obispos, que no hubieran entrado por la verdadera puerta, o más bien qué males no podría temer la religión de estos hombres que, envueltos ellos mismos en el lazo del error, no podrían de ninguna manera apartar al pueblo de él?[56]. Y ciertamente, pastores de esta naturaleza, cualesquiera que fuesen, no tendrían poder alguno para atar ni para desatar, porque carecerían de misión legítima, y al instante serian declarados fuera de la comunión de la Iglesia por esta Santa Sede, porque esta es la pena que siempre ha impuesto a todos los intrusos, y que aún hoy día impone por una declaración pública a cada elección de los Obispos de Utrecht[57].
Mas a medida que se adelanta en el examen de este decreto, se hallan en él disposiciones aún más inicuas: los Obispos elegidos por sus distritos tienen orden de ir al Metropolitano, o al Obispo más antiguo para obtener la confirmación; si la rehúsa, está obligado a consignar por escrito los motivos de negación, para que el elegido pueda apelar de ello como de abuso ante los magistrados civiles, quienes decidirán si la exclusión es legítima, ellos se constituirán en jueces de los Metropolitanos y de los Obispos, sin embargo de que a éstos compete de pleno el derecho de juzgar de las costumbres y de la doctrina, y que, como escriba San Jerónimo, han sido instituidos para apartar al pueblo del error[58]. Pero lo que manifiesta de una manera todavía más sensible, la ilegitimidad y la incompetencia de esta apelación a los seglares, es el memorable ejemplo del emperador Constantino. Habiendo llegado muchos Obispos a la ciudad de Nicea, para celebrar en ella un Concilio, muchos creían del caso que asistiese a él el mismo Emperador, a fin de poder citar a su tribunal a los arrianos. Constantino después de haber leído la petición que a este objeto se le dirigió, dio esta famosa respuesta: «Yo no soy más que un hombre, y por lo mismo no me es lícito entender en negocios de esta naturaleza, siendo sacerdotes los acusadores y los acusados»[59]. Se podrían citar varios otros ejemplos semejantes; pero es inútil acumular pruebas de una verdad tan evidente. Si se opone al respeto de Constantino la conducta de su hijo Constancio, enemigo declarado de la Iglesia Católica, que se arrogó un poder que su padre había confesado no pertenecerle, se podrá citar el testimonio de San Atanasio[60] y de San Jerónimo[61], que se levantaron contra estos abusos sacrílegos de la autoridad.
Finalmente, ¿no es evidente que el fin que se propone la Asamblea en sus decretos es de trastornar y destruir el episcopado, en odio e la religión cuyos ministros son los Obispos, a quienes se impone un consejo permanente de presbíteros, que habrán de llevar el nombre de vicarios, y cuyo número se ha fijado en diez y seis para las ciudades de diez mil habitantes, y a doce para las ciudades menos numerosas? Se obliga a los Obispos rodearse de los Curas de las parroquias suprimidas; éstos son declarados sus vicarios de pleno derecho, y, en fuerza de este derecho, son independientes del Obispo. Aunque se le deje la libre elección de sus otros vicarios, el Obispo no obstante, no puede sin su consentimiento ejercer acto alguno de jurisdicción (a no ser provisionalmente); no puede destituir a ninguno de ellos sin la mayoría de votos de su consejo. ¿No es esto querer, que cada diócesis sea gobernada por presbíteros, cuya autoridad destruirá la jurisdicción del Obispo? ¿No es esto contradecir abiertamente la doctrina expuesta en los Actos de los Apóstoles: «El Espíritu Santo ha puesto los Obispos para gobernar la Iglesia, que Dios ha adquirido con el precio de su sangre»? (Actos 20, 18); ¿y no se invierte de este modo, y perturba todo el orden de la sagrada jerarquía? Con esto los presbíteros se hacen iguales a los Obispos, error que enseñó primeramente el presbítero Arrio, que siguió luego Wicleff, Marsilio de Padua, Juan de Jandun, y finalmente Calvino, como lo observa Benedicto XIV en su Tratado De Sýnodo diœcesána[62].
Aún hay más: los presbíteros son colocados sobre los Obispos, puesto que los Obispos no pueden destituir a miembro alguno de su consejo, ni decir cosa alguna sino a pluralidad de votos de sus vicarios. Sin embargo de que los canónigos, que componen los Cabildos legítimamente establecidos, y que forman el consejo de las Iglesias, cuando son llamados por el Obispo, no tienen en sus deliberaciones más que voz consultiva, como lo afirma Benedicto XIV, después de dos Concilios provinciales tenidos en Burdeos[63].
Por lo que mira a los vicarios de la segunda clase, llamados vicarios de pleno derecho, es cosa extraña y jamás oída, que los Obispos sean obligados a aceptar sus servicios, cuando pueden tener motivos muy legítimos para rehusarlos. Es también muy extraño, que estos sacerdotes no siendo más que subsidiarios, y reemplazando en sus funciones a un hombre, que por otra parte no es inhábil para ejercerlas por sí mismo, no estén sometidos a aquel, en cuyo nombre obran.
Pero pasemos adelante. La Asamblea ha dejado a los Obispos el poder elegir sus vicarios de entre todo el clero; pero cuando se ha tratado de reglamentar la administración de los seminarios, ella ha decretado, que el Obispo no podrá elegir sus Superiores o Rectores sino junto con sus vicarios y con pluralidad de votos, y que no les podrá destituir sino de la misma manera. ¿Quién no ve basta que punto se lleva la desconfianza contra los Obispos, que no obstante tienen el derecho de la institución y de la disciplina de aquellos, que deben ser admitidos en la clerecía y empleados en el ministerio eclesiástico? ¿No es cosa cierta e indudable, que el Obispo es el jefe y el primer superior del seminario, que aunque el Concilio de Trento manda que haya dos canónigos encargados de vigilar la disciplina eclesiástica de los alumnos[64], deja no obstante a los Obispos la libertad de escoger estos dos canónigos, y de seguir en ello la inspiración del Espíritu Santo, sin que les obligue a adoptar sus juicios, ni a conformarse a sus decisiones? ¿Qué confianza podrán tener los Obispos en los cuidados de aquellos, que habrán sido elegidos por otros, y tal vez por hombres, que habrán jurado mantener la doctrina envenenada que encierran los decretos de la convención?
Finalmente, para cúmulo del desprecio y de la abyección en que se quiere tener a los Obispos, se les sujeta a recibir cada tres meses, como unos viles mercenarios, un salario módico, con el cual no podrán socorrer la miseria de esta multitud de pobres que llenan el reino, ni menos sostener la dignidad del carácter episcopal. Esta nueva institución de porción congrua para los Obispos, contradice todas las antiguas leyes que asignan a los Obispos y a los Curas fondos estables para administrárselos ellos mismos, como lo hacen los propietarios. Leemos en las Capitulares de Carlomagno[65], y en las del Rey Lotario[66], que cada Iglesia tenia destinado un fondo territorial: «Nos ordenamos, dice, un capitular, que según la voluntad del rey nuestro señor y padre, se dé de renta a cada parroquia un dominio y doce medidas de tierra laborable». Cuando la renta señalada a los Obispos no era suficiente para mantener su estado, se aumentaba, añadiéndole los productos de alguna abadía, como se ha practicado muchas veces en Francia, y como Nos recordamos haberse hecho en tiempo de nuestro Pontificado. Mas ahora la subsistencia de los Obispos dependerá de los recaudadores y de los tesoreros seglares, que podrán rehusarles la paga, si se oponen a los decretos perversos de que acabamos de hablar. Además, reducido así cada Obispo a una pensión fija, no podrá procurarse un suplente y un coadjutor cuando se lo exija la necesidad, no hallándose en el caso de mantener su estado de una manera decente. Y no obstante sucede muy a menudo en las diócesis, que un Obispo, ya sea por vejez o por mala salud, necesita un coadjutor como sucedió a un Arzobispo de Lyon, que pidió y obtuvo del Soberano Pontífice un suplente, a quien se señaló una pensión sobre las rentas del arzobispado[67].
Nos acabamos de ver, con la mayor sorpresa, amados Hijos y Venerables Hermanos, estos trastornos de los principales puntos de la disciplina eclesiástica, estas supresiones, estas divisiones, estas erecciones de sillas episcopales, estas elecciones sacrílegas de Obispos, y los males que de esto deben resultar; pero, por las mismas razones ¿no puede formarse igual idea de la supresión de las parroquias como vosotros habéis ya notado en vuestra exposición? Mas no podemos dejar de añadir a esto, que el derecho que se atribuye a las administraciones provinciales de fijar ellas mismas los límites de las parroquias como mejor les pareciere, es ya cosa muy extraordinaria; pero lo que ha movido más nuestra admiración, es el grande número de parroquias suprimidas, habiendo ya la Asamblea nacional decretado que en las ciudades o en las villas de seis mil habitantes no hubiese más que una parroquia. ¿Y cómo un solo párroco podrá ser suficiente para tan gran número de parroquias? Parece del caso recordar aquí los reproches, que en otro tiempo hizo a un párroco el Cardenal Conrado enviado por Gregorio IX para presidir el Sínodo de Colonia, éste párroco se oponía vivamente a que se admitiesen en esta ciudad los Religiosos del Orden de Predicadores, ¿Cuál es, le preguntó el Cardenal, el número de vuestros parroquianos? Nueve mil, le respondió el párroco. «Y ¿quién sois vos, miserable, le contestó el Cardenal lleno de ira y de admiración, quien sois vos, para ser suficiente a la instrucción y al gobierno de tantos miles de hombres? No sabéis, oh el más perdido de los hombres, que en el día tremendo del juicio deberéis responder ante el tribunal de Dios de todos aquellos que os han sido confiados? ¿Y os quejareis de tener por vicarios a fervorosos religiosos, que llevarán gratuitamente una parte de la carga que os oprime sin conocerlo? Mas ya que vuestras quejas me prueban hasta qué punto sois indigno de gobernar una parroquia, yo os privo de todo beneficio pastoral»[68]. Es cierto que, en este pasaje se trata de nueve mil parroquianos, mientras que el decreto de la Asamblea no da más que seis mil a un párroco; pero no es menos cierto, que aun seis mil parroquianos exceden de mucho a las fuerzas de un solo párroco; y el inconveniente inevitable de este número excesivo, será de privar a muchas personas de los socorros espirituales, sin que les quede el recurso de los religiosos, que ya han sido suprimidos.
Pasemos ya a la invasión de los bienes eclesiásticos, es decir al segundo error de Marsilio de Padua y de Juan de Jandun, condenado en la constitución de Juan XXII, y mucho antes en el decreto del Papa San Bonifacio I, referido por muchos escritores. «Nadie puede ignorar, dice el VI Concilio de Toledo, que todo lo que se consagra a Dios, ya sea hombre, ya animal, ya campo, en una palabra, todo, lo que una a vez ha sido consagrado al Señor, pertenece al número de las cosas santas, y es propio de la Iglesia[69]. Y por lo mismo, cualquiera, que quite y destruya, despoje y usurpe lo que pertenece al Señor y a la Iglesia, debe ser tenido como sacrílego, mientras no habrá expiado su crimen y dado satisfacción a la Iglesia, y si fuere pertinaz, sea excomulgado»[70]. Y como nota García Loaysa y Girón en sus notas sobre el Concilio, Letra D: «Las obras de muchos sabios escritores, cuyo número sería largo referir, prueban cuán criminal es el despojar a las Iglesias de los bienes que los fieles le han dado de buena fe, y emplearlos en otras cosas. Una sola cosa añadiré, que se halla escrita en las Constituciones orientales, esto es: que Nicéforo Focas quitó los dones hechos a los monasterios y a las Iglesias, y hasta llegó a dar una ley, que prohibía enriquecerlas con bienes inmuebles, bajo el pretexto de que los Obispos prodigaban mal bienes que daban a los pobres, mientras que los soldados se hallaban faltos de lo necesario. Basilio el Joven abolió esta ley impía y temeraria, y la sustituyó con otra digna de ser mencionada aquí. Religiosos cuya piedad y virtud son bien probadas, dice este Príncipe, y algunos otros santos personajes, me han representado que la ley dada por el usurpador Nicéforo contra las Iglesias y las casas religiosas, es la fuente y origen de todos los males que nos afligen, el origen de los disturbios y de la confusión que reinan en el Imperio (como siendo un ultraje cruel hecho, no solamente a las Iglesias y a las casas religiosas, sino también al mismo Dios), como lo enseña la experiencia; porque desde el momento en que se ha observado esta ley, nosotros no hemos conocido ningún bien, sino que al contrario no han dejado de sobrevenirnos toda clase de calamidades. Persuadido que toda mi autoridad viene de Dios, yo ordeno por la presente Bula de Oro, que cese desde hoy de observarse la ley de Nicéforo, y que en adelante sea abolida y tenida como nula, y que sean restablecidas en todo su vigor las antiguas leyes tocantes a las Iglesias de Dios y a las casas religiosas».
Tal fue también el voto antiguo y constante de los Grandes, y del pueblo de Francia, voto manifestado en las súplicas que dirigieron a Carlomagno en el año 803: «Puestos todos de rodillas pedimos a Vuestra Majestad, que garantice a los Obispos de las hostilidades a que han estado expuestos hasta ahora. Cuando nosotros siguiendo vuestros pasos marchamos al enemigo, que ellos queden en sus diócesis.... No obstante, deseamos, que vos y todo el mundo sepan, que no por esto « pedimos, que se les obligue a contribuir con sus bienes a los gastos de la guerra; ellos serán dueños de dar lo que bien les parezca; pues nuestra intención no es de despojar las Iglesias, sino que al contrario, nosotros quisiéramos aumentar sus riquezas, si Dios nos daba poder para ello, persuadidos, que estas liberalidades serian vuestra salud y la nuestra, y nos alcanzarían la protección del Cielo. Nosotros sabemos, que los bienes de la Iglesia son consagrados a Dios; sabemos que estos bienes son las ofrendas de los fieles y el precio de sus pecados. Y si alguno es bastante temerario para quitar a las Iglesias los dones, que los fieles han consagrado a Dios, no hay duda alguna que comete un sacrilegio, pues es necesario ser ciego para no ver esto. Cuando uno de nosotros entrega sus bienes a la Iglesia, los ofrece y los consagra al mismo Dios, y a sus santos y no a otro, como lo prueban las acciones y las palabras mismas del donador: porque hace una escritura de lo que quiere dar a Dios, y se presenta al altar, teniendo este escrito en la mano, y dirigiéndose a los sacerdotes y a los guardas del mismo lugar dice: Yo ofrezco y consagro a Dios todos los bienes mencionados en este papel, por la remisión de mis pecados, de los de mis parientes y de mis hijos.... Aquel que los quita después de semejante donación, ¿no comete un verdadero sacrilegio? Apoderarse de los bienes de un amigo es un robo; pero robar los de la Iglesia es indudablemente un sacrilegio. A fin pues de que todos a los bienes sean conservados en el porvenir sin fraude alguno, por Vos y por nosotros, por vuestros sucesores y por los nuestros, os pedimos que se coloque nuestra demanda en los archivos de la Iglesia, y que se inserte en vuestras Capitulares»[71].
A esto respondió el Emperador: «Accedemos a vuestra demanda. No ignoramos que muchos reyes y muchas monarquías perecieron por haber despojado las Iglesias, destruido, vendido, robado sus bienes, y por haberlos quitado a los Obispos y a los Sacerdotes, y lo que es peor, todavía a las mismas Iglesias. Y para que estos bienes sean conservados con más respeto en el porvenir prohibimos en nuestro nombre y en nombre de nuestros sucesores, ahora y en los tiempos futuros, a toda persona sea quien fuere, de aceptar o de vender, usurpar, o destruir, o bajo cualquier traza o pretexto enajenar los bienes de la Iglesia, sin el consentimiento y la voluntad de los Obispos de las diócesis en las que estarán situados. Si sucediere que bajo nuestro reinado o bajo el de nuestros sucesores alguno cometiere este crimen, quedará sujeto a las penas impuestas a los sacrilegios, será castigado legalmente por Nos, por nuestros sucesores, y por nuestros jueces, como un sacrílego y homicida, o impóngasele los castigos que las leyes señalan al ladrón sacrílego, y sea anatematizado por Nuestros Obispos»[72].
Pero todos aquellos, que tomen parte en esta usurpación, que recuerden la venganza que el Señor tomó de Heliodoro y de sus cooperadores, que habían intentado robar los tesoros del templo, contra quienes «el Espíritu de Dios Todopoderoso hizo allí una grande demostración de Sí, de modo, que todos los que habían osado obedecer a Heliodoro, derribados por divina virtud, fueron sobrecogidos de terror, y se desmayaron. Porque les apareció un caballo, sobre el que estaba montado uno de espantosa vista, vestido noblemente: y el caballo se echó impetuosamente sobre Heliodoro con los pies delanteros. Y el que iba montado, parecía traer armas de oro. Aparecieron también otros dos mancebos de varonil hermosura, llenos de majestad y ricamente vestidos: estos se le pusieron a los dos lados, y le herían con azotes de cada parte, descargando sobre él muchos golpes sin cesar. Y Heliodoro cayó luego en tierra, y cubierto luego de oscuridad le arrebataron, y, poniéndole en una silla de manos, le echaron fuera» (II Macabeos 3, 24-27)****. He aquí lo que se lee en el libro II de los Macabeos, y no obstante no se trataba entonces de los bienes destinados a los sacrificios, ni a los gastos particulares del templo, sino del oro que se había depositado allí, y que se reservaba para el sustento de las viudas, de los huérfanos, y de otros; lo que no impidió que Dios castigara terriblemente a Heliodoro y a sus cómplices, solamente por haber violado la majestad y la santidad del templo, y por haberse querido apoderar de bienes ajenos. Espantado el emperador Teodosio con este ejemplo, renunció al deseo que tenía de apoderarse del depósito de una viuda, que se conservaba en la Iglesia de Pavía, como refiere San Ambrosio[73].
Lo que parecerá casi increíble es, que en el mismo tiempo, en que se ocupan y se usurpan los bienes de las Iglesias, y de los sacerdotes católicos, se respeten las posesiones de los protestantes, que los mismos al rebelarse contra la Religión usurparon a la Iglesia; y esto bajo el pretexto de los tratados. Sin duda que la Asamblea nacional considera como más sagrados los tratados hechos con los protestantes que los cánones eclesiásticos, y que el Concordato celebrado entre el Jefe de la Iglesia y Francisco I, y quiso favorecer a los protestantes con aquello mismo de que se despojaba al sacerdocio de Dios. ¿Quién no ve que el objeto principal de los usurpadores en esta invasión de los bienes eclesiásticos es de profanar los templos, de acarrear un desprecio universal a los ministros del altar, y de apartar en el porvenir a los ciudadanos del estado eclesiástico? Pues apenas habían empezado estas usurpaciones, cuando se abolió el culto divino, se cerraron las Iglesias, fueron robados los vasos sagrados, y se mandó interrumpir en las Iglesias el canto de los divinos oficios. Hasta ahora la Francia podía gloriarse de haber visto florecer en su seno, desde el siglo VI cabildos de clérigos seglares, como lo prueban la autoridad de San Gregorio de Tours[74], y los monumentos reunidos por Juan Mabillon en su obra titulada Colección escogida de piezas antiguas[75]; y el testimonio del Concilio III de Orleans tenido en 538[76]; mas hoy día la misma Francia se ve obligada a llorar la abolición y la ruina de estos establecimientos piadosos injusta e indignamente proscritos por la Asamblea nacional. La ocupación principal de los canónigos era de pagar cada día un tributo común de alabanzas al Ser Supremo, por medio del canto en las Iglesias como se ve en las vidas de los Obispos de Metz escritas por el diácono Pablo, en las que se lee: «que el Obispo San Crodegango no solamente había formado su clero con el estudio de la ley de Dios, sino que había procurado hacerle aprender el canto romano, y que le había obligado a conformarse a los usos y la práctica de la Iglesia romana»[77]. Habiendo el emperador Carlomagno dirigido al Papa Adriano I una obra sobre el culto de las imágenes, para sujetarla a su examen, el Papa aprovechó esta ocasión para exhortar al Emperador a que procurara establecer el uso del canto en muchas Iglesias de Francia, que rehusaban desde mucho tiempo seguir en este punto la práctica de la Iglesia romana, a fin, decía este Papa, de que estas mismas Iglesias, que miran a la Santa Sede como la regla de su fe, la miren también como su modelo en el orden del canto. La respuesta de Carlomagno se puede leer largamente en la obra de Domingo Giorgi sobre la Liturgia del Romano Pontífice[78]. Después el mismo Emperador quiso que se estableciera en el monasterio de Céntulo una escuela de canto llano al modelo de la que San Gregorio el Grande había establecido en Roma, y procuró que en la misma fuesen mantenidos cien muchachos, que distribuidos en tres coros, ayudaran a los monjes en el canto y en la salmodia[79]. Colomán Sanftl, religioso bibliotecario del monasterio de San Emerano de Ratisbona confirma esto mismo en una disertación, que ha hecho recientemente (y que ha dedicado a Nos) sobre un antiquísimo y muy precioso manuscrito de los cantos Evangélicos, que se conserva en este monasterio. «En el principio, dice este autor, los Obispos de Francia, y de España procuraron con suma diligencia establecer en cada provincia un rito uniforme para los divinos oficios. Una colección de cánones hecha por los Obispos de estos dos reinos, contiene varias leyes sobre esta materia; entre los que ocupa un lugar distinguido la insigne Constitución del IV Concilio de Toledo tenido en el año 531, cuyos Padres, después de haber hecho una exposición de la fe católica, nada creyeron más interesante, que establecer la uniformidad en el canto[80]»[81]. El Padre Mabillon en sus investigaciones sobre el canto galicano, dice con poca diferencia lo mismo acerca la antigüedad de este rito[82].
Un rito que la Iglesia galicana había establecido y conservado con tan gran cuidado desde los tiempos más remotos, para ocupar sus eclesiásticos en el grado de canónigos por medio de funciones honrosas, un rito que ella miraba como propio para alimentar la piedad y excitar la devoción de los fieles, e invitarlos con la atracción del canto y el esplendor de las ceremonias al cumplimiento de los deberes religiosos, y a merecer de este modo nuevas gracias, la Asamblea nacional no sin grande escándalo, en un instante, con un solo decreto acaba de destruirlo, suprimirlo y abolirlo, siguiendo en este como en los demás artículos del decreto el dictamen de los herejes, y las opiniones insensatas de los Wiclefistas, Centuriadores de Magdeburgo y de Calvino, que se han levantado con furor contra el canto eclesiástico, y se han atrevido a negar su antigüedad. Estos herejes son refutados extensamente por el Padre Martín Gerbert, Abad del monasterio y de la congregación de San Blas en la Selva Negra[83]. Nos cuando en el año de 1782 estuvimos en Viena para el bien de la religión, tuvimos ocasión de ver varias veces a este Autor, y Nos ha probado cuan digno es de la distinguida fama, que se ha adquirido.
Amados Hijos y Venerables Hermanos nuestros: la importancia del objeto, y la multitud de urgentes negocios que pesaban sobre Nos, nos han obligado a diferir por algún tiempo nuestra respuesta a vuestra carta del 10 de Octubre, firmada por un gran número de vuestros ilustres colegas. Esta carta ha renovado en nuestro corazón un profundo dolor, que ningún consuelo podrá jamás mitigar, y que Nos habíamos sentido desde el momento, en que la Asamblea nacional de Francia, llamada para arreglar los asuntos civiles, había llegado al punto de atacar con sus decretos la Religión Católica, y que la mayoría de sus miembros reunía sus esfuerzos para hacer una irrupción hasta en el mismo Santuario.
En un principio Nos habíamos resuelto guardar silencio, por el temor de que la voz de la verdad no irritara más y más a estos hombres inconsiderados y les precipitara en mayores excesos. Nuestro modo de pensar estaba apoyado en la autoridad de San Gregorio el Grande, que dice: «que es necesario pesar con prudencia las circunstancias críticas de las revoluciones, a fin de que en el momento en que se debe reprimir la lengua, ésta no se derrame en palabras inútiles»[1]. En tan apurado caso nuestras palabras se han dirigido a Dios, y al instante hemos dispuesto que se hicieran rogativas públicas, para alcanzar del Espíritu Santo que se dignara inspirar a esos nuevos legisladores la firme resolución de apartarse de las máximas de la filosofía del siglo, y de asirse invariablemente a los principios saludables de nuestra santa Religión, y de permanecer firmemente en ellos. En esto Nos hemos seguido el ejemplo de Susana, que como hace observar San Ambrosio, «hizo más con su silencio, que no hubiera hecho con sus palabras; pues callando delante de los hombres, habló a Dios: cuando no se oía su voz, hablaba su conciencia, ni buscaba el juicio de los hombres, la que tenía el testimonio del mismo Dios»[2].
No obstante, Nos no hemos dejado de reunir en consistorio a nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y habiéndolos convocado el día 29 de Marzo del año último, les hemos hecho saber los ataques, de que la Religión Católica había ya sido objeto en Francia; les hemos abierto nuestro adolorido corazón, exhortándoles a unir sus lágrimas y sus súplicas a las nuestras.
Mientras que Nos nos ocupábamos en esto, una nueva más triste todavía ha venido a afligirnos más y más; acabamos de saber que la Asamblea nacional, es decir, la mayoría (siempre Nos hablaremos en este sentido al servirnos de esta expresión) acabamos de saber, decimos, que la Asamblea nacional, cerca la mitad del mes de Julio había publicado un decreto, que bajo el pretexto de no establecer más que una Constitución Civil del Clero, como así parecía anunciarlo el título, trastornaba los más sagrados dogmas, y perturbaba la disciplina de la Iglesia, destruía los derechos de esta primera Silla, los de los Obispos, de los Sacerdotes, de las órdenes religiosas de ambos sexos, y de toda la comunión católica, abolía las más santas ceremonias, se apoderaba de los dominios y rentas eclesiásticas, y llevaba consigo tales calamidades, que difícilmente se hubiesen creído, si la experiencia no Nos lo hubiese probado. Nos no hemos podido dejar de estremecernos a la lectura de este decreto; él nos ha causado la misma impresión que causó en otro tiempo a uno de nuestros más ilustres Predecesores, San Gregorio el Grande, un cierto escrito, que un Obispo de Constantinopla le había enviado para someterlo a su juicio: porque apenas hubo leído las primeras páginas, cuando manifestó todo el horror que le causaba el veneno que contenía esta obra[3]. En lo más vivo de nuestro dolor, hacia fines del mes de Agosto hemos recibido una carta de nuestro muy amado Hijo en Jesucristo Luis XVI, Rey cristianísimo, en la que Nos suplica con mucha instancia, que aprobemos con nuestra autoridad, siquiera sea provisionalmente, cinco artículos decretados por la Asamblea, y confirmados ya con la sanción real. Aunque estos artículos Nos pareciesen contrarios a los cánones, no obstante, por respeto al Rey creímos deber valemos de palabras blandas en nuestra respuesta; Nos le escribimos, que someteríamos estos artículos a una congregación de veinte Cardenales, de cada uno de los cuales Nos haríamos dar por escrito su parecer a fin de poderlo examinar por Nos mismo, y pesarlo con toda aquella madurez que exige un negocio de tanta importancia. Mientras tanto por medio de cartas familiares exhortamos al mismo Rey, que procurara inducir a todos los Obispos de su reino a que con toda confianza le manifestaran su modo de pensar, y a comunicarnos las resoluciones, que hubiesen determinado tomar, y a instruirnos de todo aquello que no podíamos conocer a causa de la distancia de los lugares, a fin de que pudiésemos obrar con pleno conocimiento de causa. Nos, no obstante, nada hemos recibido de vuestra parte hasta ahora, que nos guíe en lo que debemos hacer en esta ocasión; solamente han llegado a nuestras manos letras pastorales, discursos, y mandatos impresos de algunos Obispos: Nos hemos hallado estos impresos llenos del espíritu evangélico; pero, estos escritos hechos separadamente por cada uno de sus autores, ni Nos presentan un plan general de defensa, ni tampoco Nos indican los medios más a propósito para hacer frente a las circunstancias tristes y a los apuros en que os halláis.
Mas, ha llegado hasta Nos una exposición manuscrita de vuestro modo de pensar acerca los principios de la Constitución del Clero, la que luego hemos recibido impresa, en cuyo preámbulo se lee un estrado de varios decretos de la Asamblea, acompañados de reflexiones, que hacen conocer su irregularidad y su maldad. Casi al mismo tiempo Nos han sido remitidas de nuevo otras cartas del mismo Rey, con las que pide Nuestra aprobación provisional para otros siete artículos decretados por la Asamblea nacional, iguales con poca diferencia a los cinco que Nos había enviado en el mes de Agosto; al mismo tiempo Nos manifiesta la perturbación en que se halla por querérsele obligar a sancionar el decreto de Noviembre, decreto que ordena a los Obispos, a sus Vicarios, a los Párrocos, Superiores de los seminarios, y otros funcionarios eclesiásticos a prestar en presencia de los consejos municipales, el juramento de observar la constitución, y si no obedecen dentro el término prescrito, les conminan con penas las más graves. Pero Nos hemos repetido y confirmado lo mismo que habíamos ya declarado, y declaramos de nuevo, que Nos no daremos nuestro juicio sobre estos artículos hasta que la mayoría a lo menos de los Obispos Nos haya manifestado clara y distintamente lo que ella piensa acerca de lo mismo.
El Rey Nos pide, entre otras cosas, que induzcamos a los Metropolitanos y a los Obispos a suscribir a la división y supresión de las Iglesias metropolitanas y Obispados; y que consintamos, a lo menos proporcionalmente, a que las formas canónicas observadas hasta aquí por la Iglesia, en la creación de nuevos obispados se hagan ahora por la autoridad de los Metropolitanos y de los Obispos; que éstos den colación a los que les serán presentados para los curatos vacantes según el nuevo método de elección, mientras no sirva de obstáculo la doctrina y las costumbres de los elegidos. Esta demanda del Rey prueba claramente que él mismo reconoce la necesidad de consultar a los Obispos en semejantes circunstancias, y que por consiguiente no es justo que Nos decidamos cosa alguna antes de haberlos oído. Así pues, Nos aguardamos una exposición fiel de vuestros pareceres, de vuestros sentimientos, de vuestras resoluciones, firmada de todos vosotros o del mayor número posible. Nuestras ideas se apoyarán en este monumento como sobre una base sólida; él será la guía y la regla de nuestras deliberaciones; él Nos ayudará a pronunciar un juicio conveniente, ventajoso igualmente a vosotros que a todo el reino de Francia. Mientras esperamos esto de vosotros, hallamos en vuestras cartas medios que Nos facilitan el examen de todos los artículos de la constitución nacional.
Primeramente: si se leen las actas del Concilio de Sens, reunido en 1521 para combatir la herejía de Lutero, vemos que el principio que sirve de base y de fundamento a esta constitución, no puede ser exento de la nota de herejía; pues así se expresó el Concilio: «Después de estos hombres ignorantes se levantó Marsilio de Padua cuyo pestilente libro, titulado El Defensorio de la Paz, últimamente ha sido impreso a instancia de los luteranos, para la ruina del pueblo cristiano. El autor en este libro insulta a la Iglesia con todo el coraje de un enemigo; adula con la mayor impiedad a los príncipes de la tierra, quita a los prelados toda jurisdicción exterior menos aquella que querrá concederles el magistrado seglar. Dicho autor pretende además, que todos aquellos que están revestidos del carácter sacerdotal, ya sean simples Presbíteros, ya sean Obispos, Arzobispos y aun el mismo Papa tienen, en virtud de la institución de Jesucristo, una autoridad igual, y que si alguno tiene mayor poder que otro, éste depende de una pura concesión del príncipe seglar, concesión, que éste puede revocar cuando bien le parezca. Pero el furor abominable de este delirante hereje ha sido reprimido por las Santas Escrituras, que declaran, que el poder eclesiástico es independiente del poder civil; que aquél está fundado en el derecho divino, que le autoriza para establecer leyes para la salud de los fieles, y para castigar a los rebeldes por medio de censuras legítimas. Las mismas Escrituras enseñan que el poder de la Iglesia por el fin, que ella se propone, es de un orden superior al poder temporal, y por esto más digno de nuestro respeto; mientras que este Marsilio y los demás herejes se desencadenan impíamente y se esfuerzan a porfía para arrancarla alguna parte de su autoridad»[4].
Además creemos necesario recordaros en este momento un parecer de Benedicto XIV, de feliz memoria, enteramente conforme a esta doctrina del Concilio. Este Pontífice, escribiendo al Primado, a los Arzobispos y Obispos de Polonia, se expresa de esta manera en una Letra de 5 Marzo de 1152, sobre una obra impresa en lengua polaca, pero antes publicada en francés bajo el título: «Principios sobre la esencia, la distinción, y los límites de los dos poderes, espiritual y temporal, obra póstuma del P. Laborde, del Oratorio», en la que el autor somete el ministerio eclesiástico a la autoridad temporal, hasta el punto de sostener que pertenecía a esta el conocer y juzgar acerca del gobierno exterior y sensible de la Iglesia: «Este perverso escritor, dice Benedicto XIV, acumula sofismas artificiosos, emplea, con una perfidia hipócrita, el lenguaje de la piedad y de la religión, fuerza varios pasajes de la Escritura Santa y de los Padres, para reproducir y resucitar un sistema falso y pernicioso, reprobado desde mucho tiempo por la Iglesia, condenado expresamente como hereje; para de este modo engañar más fácilmente a los lectores simples e incautos»[5]. En consecuencia, este Pontífice proscribió la obra como capciosa, falsa, impía y herética; prohibió su lectura, retención, y uso á lodos los fieles, aun a aquellos, que por el derecho debían ser especial e individualmente nombrados, bajo pena de excomunión ipso facto, y sin ninguna otra declaración incurrénda, de la que nadie excepto el Soberano Pontífice podría absolver, a no ser en el artículo de la muerte.
En efecto, ¿qué jurisdicción pueden tener los seglares sobre las cosas espirituales? ¿En virtud de qué derecho se hallarían los eclesiásticos sometidos a sus decretos? No hay católico alguno que pueda ignorar que Jesucristo al fundar su Iglesia, dio a los Apóstoles y a sus sucesores un poder independiente de todo otro poder, que todos los Padres de la Iglesia han reconocido con Osio y San Atanasio, cuando ellos decían: «No os mezcléis en negocios eclesiásticos; no os pertenece a vos darnos preceptos sobre esto, sino que al contrario, vos debéis recibirlos de Nosotros. Dios os ha confiado el imperio, pero nos ha entregado a nosotros el gobierno de la Iglesia; y del mismo modo que aquel que querrá arrebataros el imperio, se opondrá al orden establecido por Dios, así temed, que, si queréis atribuiros la autoridad espiritual, no os hagáis todavía más culpable»[6]. Y por esto queriendo San Juan Crisóstomo poner más de manifiesto esta verdad, cita el ejemplo de Oza, que «fue herido de muerte por haber llevado la mano al Arca, aunque con intención de evitar que se cayera, por haber usurpado un ministerio, que no le pertenecía. Y si la violación del sábado, si el solo tocamiento del arca, que se iba a caer, excitó de tal modo la indignación divina, que el que se había atrevido a esto no pudo merecer el perdón, ¿qué excusa puede tener, qué indulgencia puede esperar aquel que se atreve a alterar los dogmas augustos e inefables de nuestra fe? ¿Cómo podrá sustraerse al castigo? No, esto no es posible»[7]. Todos los santos Concilios han decretado lo mismo, y todos los monarcas franceses han reconocido y adoptado esta doctrina hasta Luis XV, abuelo del rey actual, quien declaró solemnemente el 20 de Agosto de 1731, que él reconocía, «como su primer deber, impedir que con motivo de disputas, se pusieran en duda los derechos sagrados de un poder, que ha recibido de solo Dios la facultad de decidir las cuestiones de doctrina sobre la fe, o sobre la regla de las costumbres, de hacer cánones, o reglas de disciplina, con los cuales se rijan los ministros de la Iglesia y los fieles en orden a la religión; de instituir a sus ministros o de destituirlos conforme a las mismas reglas; y de hacerse obedecer de los fieles imponiéndoles, según el orden canónico, no solamente penitencias saludables, sino también verdaderas penas espirituales, por los juicios o por las censuras, que los primeros pastores tienen el derecho de pronunciar».
No obstante, a pesar de ser estos principios tan generalmente reconocidos en la Iglesia, la Asamblea nacional se atribuye a sí misma el poder espiritual, al establecer tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina, al querer obligar a los Obispos y a todos los Eclesiásticos por medio de juramento a la ejecución de sus decretos. Pero, esta conducta de la Asamblea ya no extrañará a aquellos que observarán que lo que pretende por medio de su constitución es aniquilar la Religión Católica y con ella la obediencia debida a los Reyes. A este fin se establece, que el hombre puesto en sociedad debe gozar de una libertad absoluta, la que no solo le da el derecho de no ser jamás inquietado por sus opiniones religiosas, sino que además le concede la facultad de pensar, de decir, de escribir, y hasta de hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir una imaginación la más extraviada: derecho monstruoso, que no obstante parece a la Asamblea resultar de la igualdad y de la libertad natural del hombre. ¿Pero qué cosa más insensata puede darse, que el establecer entre los hombres esta igualdad y esta libertad desenfrenada, que destruye completamente, la razón, a pesar de ser esta el don más precioso que la naturaleza ha concedido al hombre, y el solo que le distingue de los animales? Dios, después de haber creado al hombre, después de haberlo colocado en el Paraíso, ¿no le amenazó con la muerte, si comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Y no puso límites a su libertad por medio de esta primera prohibición? ¿Cuándo se hizo culpable por su desobediencia, no le impuso varias obligaciones por medio de Moisés? Y aunque dejó a su libre albedrío el poderse determinar por el bien o por el mal, le dio preceptos y mandatos que pudiesen salvarlo, si él quería cumplirlos (Eclesiástico 15, 5-6).
¿En dónde se halla pues esta libertad de pensar y de obrar que la Asamblea nacional concede al hombre social como un derecho imprescriptible de la naturaleza? ¿Este derecho quimérico no es contrario a los derechos del Criador, a quien debemos todo lo que somos y poseemos? Además, ¿puede el hombre ignorar que no ha sido criado para sí solo sino también para ser útil a sus semejantes? Pues es tal la flaqueza de la naturaleza, que los hombres para su conservación necesitan ayudarse mutuamente los unos a los otros; y he aquí por qué Dios les ha dado la razón y el uso de la palabra a fin de poder de este modo pedir auxilio a los demás, y darlo a quien se lo reclame; de lo que se deduce claramente que la naturaleza misma ha sido la que ha juntado a los hombres y los ha reunido en sociedad. Además, puesto que el uso, que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su Autor, en honrarle, venerarle, admirarle, y atribuirlo todo a Él, puesto que desde su infancia debe estar sumiso a sus mayores, a dejarse gobernar a instruir por ellos, que debe aprender de los mismos a arreglar su vida según las leyes de la razón, de la sociedad, y de la Religión; de esto se deduce claramente, que las tan cacareadas libertad e igualdad no son para el hombre desde su nacimiento, más que quimeras y palabras vacías de sentido. «Es necesario que estéis sometidos»*, dice el Apóstol San Pablo (Romanos 13, 5). Así los hombres no han podido juntarse y formar una sociedad civil, sin establecer un gobierno, sin restringir esta libertad, y sin sujetarla a las leyes y a la autoridad de sus jefes, de lo que se desprenden estas palabras de San Agustín: «La sociedad humana no es otra cosa que un convenio general de obedecer a los Reyes»[8]; cuyo poder no procede tanto del contrato social, como del mismo Dios autor de todo derecho y de toda justicia. Lo que confirmó el Apóstol en la misma carta: «que todo individuo sea sumiso al poder superior, porque no hay potestad, sino de Dios; y las que son de Dios son ordenadas. Por lo cual el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios. Y los que le resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación (Romanos 13, 1-2)».
Aquí conviene muy bien el canon del segundo Concilio de Tours, tenido en 567, que fulmina anatema, no solamente contra cualquiera que se atreva a contravenir a los decretos de la Silla Apostólica, sino también contra «aquel que por una mayor temeridad, ose refutar y combatir de cualquier manera que sea, una máxima, que el Apóstol San Pablo, este vaso de elección, ha promulgado por inspiración del Espíritu Santo; o que más bien el mismo Espíritu Santo ha promulgado por el órgano de San Pablo: Sea anatematizado todo aquel que predicare lo contrario de lo que yo he predicado (Gálatas 1, 8)»[9].
Mas para desvanecer a los ojos de la sana razón este fantasma de libertad ilimitada, bastará que digamos, que este fue el sistema de los Valdenses y de los Begardos condenados por Clemente V con aprobación del Concilio ecuménico de Vienne[10]: sistema, que más adelante siguieron los Wiclefistas y finalmente Lutero, como se desprende de aquellas palabras suyas: «Nosotros somos libres de toda especie de yugo». No obstante Nos debemos advertir, que al hablar de la obediencia debida a los poderes legítimos, no intentamos atacar las nuevas leyes civiles, a las cuales el mismo Rey ha podido dar su consentimiento, por no mirar más que al gobierno temporal del que él es el encargado. Al recordar estas máximas, Nos no nos proponemos restablecer el antiguo régimen de la Francia; suponer esto, seria renovar una calumnia, que se ha procurado esparcir hasta ahora para hacer odiosa la Religión. Nos, y vosotros no nos proponemos otra cosa que conservar ilesos los sagrados derechos de la Iglesia y de la Silla Apostólica. A este fin vamos ahora a examinar la libertad bajo otro punto de vista, haciendo diferencia entre los hombres que siempre han estado fuera de la Iglesia, como son los infieles y los Judíos, y los que por la recepción del bautismo se sujetaron a sus leyes. Los primeros no deben ser sometidos a la obediencia prescrita a los Católicos; mas para los segundos, esta obediencia es un deber. Santo Tomas de Aquino prueba esta diferencia con su acostumbrada solidez[11]. Muchos siglos antes había sido establecida por Tertuliano en su obra contra los Gnósticos[12], y Benedicto XIV la reconoció hace algunos años en su Tratado de la beatificación y de la canonización[13]; pero nadie ha explicado esto más claramente que San Agustín, en sus dos célebres cartas, impresas varias veces, dirigidas la una a Vicente Obispo de Cartenas[14], y la otra al conde Bonifacio[15], en las que refuta victoriosamente a los herejes así antiguos como modernos. Esta igualdad, esta libertad tan exaltadas por la Asamblea nacional, no tienen otro objeto que destruir la Religión Católica, y he aquí porque la inferna Asamblea se ha negado a declarar que la Religión Católica sea la dominante en el Estado, a pesar de haberle siempre pertenecido este título.
Siguiendo adelante el examen de los errores de la Asamblea nacional, Nos hallamos la abolición de la primacía y de la jurisdicción de la Santa Sede. Un decreto formal dice que el nuevo Obispo no podrá «dirigirse al Papa para obtener de él ninguna confirmación, sino que le escribirá como a cabeza de la Iglesia universal, en testimonio de la unidad de fe y de la comunión que debe tener con él». Se prescribe una nueva forma de juramento en la que se suprime el nombre del Romano Pontífice. Mas, como el elegido se halle obligado por medio del juramento a la ejecución de los decretos nacionales, que le prohíben hacer confirmar su elección por la Santa Sede, todo el poder del Soberano Pontífice queda destruido, y de este modo los arroyos quedan desviados de la fuente, las ramas desprendidas del árbol, y los pueblos separados del primer Sacerdote.
Permítasenos aquí, para deplorar los ultrajes hechos a Nuestra dignidad y autoridad, valernos de las mismas expresiones de que se servía en otro tiempo San Gregorio el Grande, para quejarse a la emperatriz Constantina de las nuevas pretensiones y del orgullo del Patriarca Juan, que se atribuía el título de Obispo universal, y para suplicarla que no quisiera prestar su consentimiento a esta usurpación a que vuestra piedad, decía el Santo Pontífice, «no desdeñe mis súplicas, porque si Gregorio (Nos podríamos decir, apropiándonos las mismas palabras, si Pío VI) por la multitud de sus pecados ha merecido sufrir esta injuria, pensad que el Apóstol San Pedro no debe expiar pecado alguno, y que él no ha merecido semejante ultraje bajo vuestro gobierno. Yo pues os suplico y os conjuro en nombre del Señor Omnipotente, que así como vuestros abuelos procuraron siempre merecer el favor del apóstol San Pedro, así también vos os lo procuréis y lo conservéis; mis pecados, y las flaquezas, de que yo me he hecho culpable no deben serviros de pretexto para disminuir en lo más mínimo los honores debidos a este Ilustre Apóstol, que puede ayudaros en todas vuestras empresas, y después alcanzaros de Dios el perdón de vuestros pecados»[16].
Las súplicas que San Gregorio dirigió a la emperatriz Constantina para el honor de la dignidad pontificia, Nos os las dirigimos igualmente a vosotros: no permitáis, que en este vasto Reino sea destruido el Primado y los derechos que le son propios; considerad los méritos de Pedro, de quien, aunque indigno, soy el Sucesor, y quien debe ser honrado hasta en la bajeza y humildad de mi persona. Si un poder extraño a la Iglesia encadena vuestro celo, haced que la Religión y la constancia suplan la fuerza que os falta, rechazando con firmeza el juramento que se os quiere exigir; porque no atentaba tanto a los derechos de Gregorio el título usurpado por Juan, como a los nuestros el decreto de la Asamblea nacional. En efecto, ¿cómo puede decirse que se conserva, y que se mantiene la comunión con el Jefe visible de la Iglesia, cuando se limita a darle aviso de la elección, y se obliga con juramento a no reconocer la autoridad de su Primado? En su cualidad de Jefe, todos los miembros deben hacerle formal promesa de obediencia canónica, única capaz de conservar la unidad en la Iglesia, y de impedir que este cuerpo místico constituido por Jesucristo sea desgarrado por el cisma. Ved en las «Antigüedades eclesiásticas» de Edmundo Martène, la fórmula de juramento usada por las Iglesias de Francia por el espacio de muchos siglos: todos los Obispos, en la ceremonia de su ordenación, tenían la costumbre de añadir a su profesión de fe la cláusula expresa de obediencia al Romano Pontífice[17].
Nos no ignoramos sin duda, ni creemos deber disimular lo que oponen a esta doctrina los partidarios de la constitución nacional, y las objeciones que sacan de la carta de San Hormisdas a Epifanio Patriarca de Constantinopla, o más bien el abuso que hacen de esta carta; porque de la misma consta la costumbre, que había de enviar los Obispos elegidos diputados con cartas, y con su profesión de fe al Romano Pontífice, para pedirle el ser admitidos a la comunión de la Silla Apostólica, y obtener de este modo la aprobación de su elección. Habiendo Epifanio omitido la observancia de estas formalidades, San Hormisdas le escribió en estos términos: «Hemos quedado muy admirados de vuestra negligencia en observar el antiguo uso, sobre todo ahora, que por la gracia de Dios la unión se ha restablecido en las Iglesias; ¿cómo habéis podido vos dispensaros de este deber de paz y de fraternidad, que no exige el orgullo, pero que prescribe la regla? Convenía ciertamente, carísimo Hermano, que al principio de vuestro pontificado enviaseis diputados a la Sede Apostólica, para darnos ocasión de daros a conocer todo el afecto que os tenemos, y para conformaros a la antigua y respetable costumbre establecida en la Iglesia»[18].
Los adversarios del Primado sacan de esta palabra, convenía, que esta diputación no era más que un simple acto de urbanidad, una ceremonia de pura supererogación: pero el estilo de toda la carta, estas expresiones: «dispensaros de un deber, que prescribe la regla, conformaros a la antigua costumbre prueban bastante claramente que el Pontífice se valió de estas palabras, convenía, por pura moderación, y que de ninguna manera quiso dar a entender, que los Obispos elegidos no fuesen rigorosamente obligados a pedir su aprobación al Papa. Pero lo que acaba de aclarar el verdadero sentido de la carta de Hormisdas, es otra carta de San León IX, en respuesta a aquella, que le había escrito Pedro, Obispo de Antioquía para participarle su elección al episcopado: «Al anunciarme vuestra elección, habéis cumplido un deber indispensable, no queriendo diferir el llenar una formalidad esencial para vos y para la Iglesia confiada a vuestro cuidado. Elevado, a pesar de mi indignidad, sobre el Trono apostólico para aprobar lo que merece serlo, y condenar lo condenable, apruebo, loo, y confirmo con placer la promoción al episcopado de vuestra santísima fraternidad, y ruego constantemente a Nuestro Señor, que os conceda la gracia de merecer un día a sus ojos el título que os da el lenguaje de los hombres»[19]. Esta carta, que no presenta las conjeturas de un doctor particular, sino la decisión de un Pontífice célebre por su santidad y por sus luces, no deja lugar a duda sobre el sentido que Nos dimos a la carta de Hormisdas, para que justamente deba ser considerada como un monumento el más auténtico del derecho que tiene el Romano Pontífice de confirmar la elección de los Obispos, derecho robustecido por la autoridad del Concilio de Trento[20], al que Nos hemos procurado sostener en nuestra respuesta sobre las nunciaturas[21], y varios de vosotros han sostenido por medio de ilustres y sabios escritos[22]**.
Pero nuestros adversarios, para defender los decretos de esta Asamblea, dicen que esto pertenece a la disciplina, la que habiendo variado según las circunstancias de los tiempos, puede también variarse ahora. Mas entre los decretos relativos a la disciplina, como ya lo hemos demostrado, se han deslizado muchos, que destruyen el dogma y los principios inmutables de la fe. Pero, aun hablando solamente de disciplina, ¿qué católico se atreverá a sostener que la disciplina eclesiástica puede ser cambiada por los laicos? El mismo Pedro de Marca conviene en que «los cánones de los Concilios, y los decretos de los Romanos Pontífices han sido los que siempre han entendido en lo que concierne a los ritos, las ceremonias, los sacramentos, el examen, las condiciones, y la disciplina del Clero, porque todo esto es de su competencia y sujeto a su jurisdicción, y en que apenas se podrá citar constitución alguna de príncipes acerca de esta materia, que proceda del solo poder temporal. En esta parte siempre vemos, que las leyes civiles han seguido, pero jamás precedido»[23].
Además, cuando la Facultad de teología de Paris en 1560 examinó varias aserciones de Francisco Grimaudet, abogado real, presentadas a los Estados reunidos en Angers, entre las proposiciones reprobadas por la misma se halla la siguiente núm. 6: «El segundo punto de la religión es en política y disciplina sacerdotal, sobre el cual los reyes y príncipes cristianos tienen el poder de establecerla, ordenarla, y reformarla cuando se halla corrompida»[24]. Esta proposición, dice la Facultad, es falsa, cismática, tendiendo a debilitar el poder eclesiástico, es hereje, y las pruebas en que se apoya, son impertinentes o no son concluyentes. Es además una verdad constante, que la disciplina no puede ser cambiada temeraria y arbitrariamente: pues las dos más brillantes lumbreras de la Iglesia, San Agustín[25] y Santo Tomás de Aquino enseñan claramente que las materias pertenecientes a la disciplina no pueden ser variadas sino por una grande necesidad o utilidad, porque el cambio de la costumbre, cuanto favorece con la utilidad, perturba con la novedad: «y no deben cambiarse (añade el mismo Santo Tomás) sin que se recompense al bien común por una parte lo que se le deroga por la otra»[26]. Bien lejos de haber jamás los Romanos Pontífices alterado la disciplina, ellos han empleado siempre el poder, que Dios les ha confiado en mejorarla y perfeccionarla para la edificación de la Iglesia. Nos vemos con dolor, que la Asamblea nacional ha hecho todo lo contrario, de lo que es fácil convencerse comparando cada uno de sus decretos con la disciplina eclesiástica.
Pero antes de venir al examen de estos artículos, no será por demás observar la conexión íntima, que la disciplina tiene muchas veces con el dogma, cuanto contribuye aquella a conservar la pureza de éste; tampoco debemos olvidar que los cambios (aunque raros) permitidos por la indulgencia de los Romanos Pontífices, han sido de poca utilidad, y de corta duración. Y ciertamente los santos Concilios en varios casos han fulminado la pena de excomunión contra los violadores de la disciplina eclesiástica. En efecto, el Concilio tenido en Constantinopla en 692***, conminó con la pena de excomunión a aquellos que comieran la sangre de los animales sofocados: «Si en adelante, alguno se atreviese de cualquier modo a comer la sangre de los animales, si es clérigo, sea depuesto, si es laico, sea separado de la comunión de la Iglesia»[27]. El Concilio Tridentino en varios lugares fulmina también anatema contra los impugnadores de la disciplina eclesiástica. En efecto, en el canon 9, sesión 13, de Eucaristía impone anatema a aquel que «negare, que todos y cada uno de los fieles de uno y otro sexo, al llegar a la edad de discreción, esté obligado a comulgar todos los años, a lo menos en el tiempo pascual, según el precepto de la Santa Madre Iglesia». En el canon 1, sesión 22, del Sacrificio de la Misa impone anatema contra el que diga: «que las ceremonias, los ornamentos, y las señales exteriores, que usa la Iglesia Católica en la celebración de la misa, son más propias para excitar los sarcasmos de los impíos, que para alimentar la piedad de los fieles». Igual pena impone en el canon 9, en la misma sesión, contra el que pretendiere: «que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, que obliga a los sacerdotes a proferir en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración, o que la misa solamente se debe celebrar en lengua vulgar». En el canon 4, sesión 24, del Sacramento del Matrimonio, castiga con anatema a los que digan: «que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes de los matrimonios, o que erró al establecerlos». En el canon 9, sesión y título mismos, castiga con el mismo anatema al que diga: «que los clérigos constituidos en los órdenes sagrados, o que los regulares, que han hecho profesión solemne de castidad, pueden contraer matrimonio, y que es válido el que hubiesen contraído, a pesar de la ley eclesiástica, o del voto; que sostener lo contrario no es otra cosa, que condenar el matrimonio, y que pueden contraer matrimonio todos los que no se sienten con el don de la castidad, aunque hubiesen hecho voto de guardarla». En el canon 11, en la misma sesión y título, igualmente se anatematiza a los que digan: «que la prohibición de la solemnidad de los matrimonios en ciertos tiempos del año es una superstición y una tiranía, que toma su origen de las supersticiones paganas, o que condenare las bendiciones, y demás ceremonias, que usa la Iglesia en la celebración de este sacramento». En el canon 12 de la misma sesión se impone anatema a los que dicen: «Que las causas matrimoniales no son de la competencia de los jueces eclesiásticos». Después en los días 1 de Enero y 1 de Febrero de 1661 Alejandro VII condenó bajo pena de excomunión latæ senténtiæ, la versión del Misal romano, en lengua francesa como una novedad propia para hacer perder a la Iglesia una parte de su belleza, y capaz de introducir el espíritu de inobediencia, de temeridad, de audacia, de sedición, de cisma, y de muchos otros males. Tantos anatemas fulminados contra los infractores de la disciplina prueban, que la Iglesia ha creído siempre que la disciplina estaba estrechamente ligada con el dogma, que ella no puede ser cambiada jamás sino por solo el poder eclesiástico, cuando le consta que el uso que se ha seguido es sin ventaja alguna, o que urge la necesidad de procurar un mayor bien.
Ahora nos falta haceros ver que estas variaciones, de las que tantas ventajas se esperaban, ni han sido útiles ni durables. Lo que veréis claramente, si recordáis, que Pío IV cediendo a las vivas instancias del emperador Femando, y de Alberto duque de Baviera, concedió a algunos Obispos de Alemania el privilegio de permitir con ciertas condiciones la comunión bajo las dos especies. Pero viendo el Santo Pontífice Pío V, que de esto resultaba más mal que bien a la Iglesia, en el principio de su Pontificado revocó esta concesión por medio de dos Breves Apostólicos, el uno del 8 de Junio de 1566 dirigido a Juan, Patriarca de Aquilea, el otro del día siguiente dirigido a Carlos archiduque de Austria. Habiendo Urbano, Obispo de Passau, pedido el mismo privilegio, San Pío V le respondió el 26 de Mayo de 1568, y le exhortó fuertemente «a conservar el antiquísimo y muy santo rito de la Iglesia, más bien que a adoptar el uso de los herejes; vos debéis, le dice, persistir en este sentimiento con una fuerza y una constancia tal, que ni el temor de pérdida alguna, ni el miedo de ningún peligro deben apartaros de él, aun cuando tuvieseis que hacer el sacrificio de vuestros bienes, y de vuestra propia vida. El premio, que Dios reserva a esta firmeza debe pareceros preferible a todos los bienes y a todas las riquezas de la tierra: un cristiano, un católico, lejos de huir el martirio, debe desearlo como un gran bien; y debe envidiar la suerte de aquel, que ha sido hallado digno de derramar su sangre por Jesucristo, y por sus augustos sacramentos»[28]. De aquí escribiendo San León el Grande sobre ciertos puntos de disciplina a los Obispos establecidos en la Campania, en el Piceno, en la Toscana y en diversas provincias, con mucha razón termina así su carta: «Yo os declaro, que si alguno de nuestros hermanos intentare violar estos reglamentos, y se atreviese a practicar lo que está prohibido, será separado de su oficio, y no participará de nuestra comunión, puesto que no habrá querido participar de nuestra disciplina»[29].
Pasemos ahora al examen de los capítulos del decreto de la Asamblea nacional. Uno de los más reprensibles es sin duda aquel que suprime las antiguas metrópolis, y algunos obispados, de estos hace particiones, o divisiones, y otros erige nuevamente. No es nuestra intención el hacer aquí una disertación crítica sobre la descripción civil de las antiguas Galias, acerca la cual la historia nos ha dejado una grande oscuridad, para demostraros, que las metrópolis eclesiásticas no han seguido el orden de las provincias, ni por el tiempo, ni por el lugar; bastará al objeto, de que nos ocupamos, establecer bien, que la distribución del territorio fijada por el gobierno civil no es la regla de la extensión y de los límites de la jurisdicción eclesiástica. San Inocencio I da la razón de esto con estas palabras: «Vosotros me pedís si después de la división de las provincias establecida por el emperador, así como hay dos metrópolis deben también nombrarse dos Obispos metropolitanos; mas sabed, que la Iglesia no debe sufrir las variaciones, que la necesidad introduce en el gobierno temporal, que los honores y las provincias eclesiásticas son independientes de los que el emperador ha creído a propósito deber establecer para sus intereses. Por consiguiente es preciso, que el número de los Obispos metropolitanos siga conforme a la antigua descripción de provincias»[30]. Pedro de Marca añade un gran peso a esta carta, sacándolo de la práctica de la Iglesia francesa: «Esta Iglesia, dice él, se ha hallado de acuerdo con el Concilio de Calcedonia, y el decreto de Inocencio: ella ha pensado que los reyes no tenían el derecho de elegir nuevos obispados, etc. No debemos por una baja adulación hacia los príncipes, separarnos del sentimiento de la Iglesia universal, como ha sucedido a Marco Antonio de Dóminis, que falsamente y contra los cánones, atribuye a los reyes la facultad de instituir o erigir los obispados, cuyo error ha sido seguido por algunos modernos; pero lo cierto es, que solo a la Iglesia compete el derecho de arreglar todo lo que concierne a este artículo, como ya lo he dicho»[31].
Pero, dicen, lo que se Nos pide es que aprobemos la división de diócesis decretada por la Asamblea; mas es necesario que examinemos, si Nos debemos hacer esto, pues el principio inicuo, del cual se derivan estas divisiones y supresiones, es un grande obstáculo al consentimiento que de Nos se pretende. Además se debe notar, que aquí no se trata del cambio de una o dos diócesis, sino de una subversión general do todas las diócesis de un grande reino; se trata de mudar de lugar un sinnúmero de Iglesias ilustres, de reducir los Arzobispos al simple título de Obispos, novedad expresamente condenada por Inocencio III, que con este motivo hizo los más vivos reproches al Patriarca de Antioquía diciéndole: «por esta extraña innovación vos, por decirlo así, habéis hecho pequeña la grandeza, rebajado la elevación; querer hacer un simple Obispo de un Arzobispo, sería propiamente degradarle»[32].
Ivo de Chartres juzgó, que esta novedad era de tal trascendencia, que se creyó obligado a dirigirse al Papa Pascual II, y de pedirle: «Que nada cambiase en la situación de las Iglesias que subsistían después de cuatrocientos años: Guardaos, le dice, que con esto no hagáis nacer en Francia el mismo cisma que desuela la Alemania contra la Silla Apostólica»[33]. Añadid a esto, que antes de llegar a ello, sería necesario, que Nos consultáramos a los Obispos cuyos derechos se trata de abolir, para que no se Nos pueda acusar de haber violado las leyes de la justicia contra los mismos. San Inocencio I manifiesta con mucha energía el horror que le inspira semejante conducta con las siguientes palabras: «¿Quién podrá soportar la prevaricación, de que se hacen culpables aquellos mismos, que estaban especialmente encargados de mantener la tranquilidad, la unión, y la paz? Ahora por un trastorno el más extraño del orden, vemos sacerdotes inocentes arrojados de sus Iglesias. Nuestro hermano y colega en el sacerdocio, Juan Crisóstomo, vuestro Obispo, ha sido la primera víctima de esta injusticia; se le ha despojado de su dignidad sin quererle oír, a pesar de no atribuírsele, ni acusarle de algún crimen. ¿Qué es pues este proceder injusto? Sin ninguna forma de proceso, sin ni siquiera una pequeña forma de juicio se dan sucesores a los sacerdotes vivos; como si los eclesiásticos, que ejercen su ministerio bajo semejantes auspicios, y cuyo primer paso es un crimen, puedan jamás ser virtuosos, ni haberlo sido alguna vez. Esta violencia no solo es sin ejemplo entre nuestros mayores, sino que estaba severamente prohibida, pues no se permitió jamás ordenar a uno en lugar de otro mientras vivía, y una consagración ilegítima no destruía los honores del Sacerdote; y aquel que se le sustituye, no es más que un intruso, inhábil para ejercer las funciones del episcopado»[34]. Finalmente antes deberíamos Nos conocer los sentimientos del pueblo, que con esto se le priva de acudir pronta y cómodamente a su pastor.
Este cambio, o más bien este trastorno de la disciplina, presenta otra novedad considerable en la forma de elección, substituida a la que se había establecido por un tratado mutuo y solemne conocido bajo el nombre de Concordato, celebrado entre León X y Francisco I, aprobado por el quinto Concilio general de Letrán, observado con la mayor fidelidad por el espacio de doscientos cincuenta años, y que por lo mismo debía ser imitado como una ley de la monarquía. En aquel Concordato se había establecido de común acuerdo la manera de conferir los obispados, las prelaturas, las abadías, y los beneficios. No obstante, con menosprecio de este tratado, la Asamblea nacional ha decretado, que en adelante los Obispos serían elegidos por el pueblo reunido en distritos o municipalidades. Con esto parece que la Asamblea ha querido abrazar los errores de Lutero y de Calvino, adoptados después por el apóstata de Spalato (Marco Antonio de Dóminis); porque estos herejes sostenían que la elección de los Obispos por el pueblo era de derecho divino. Para convencerse de la falsedad de estas opiniones, bastará recordar la forma de las elecciones antiguas. Si empezamos por Moisés, vemos a este legislador, que confiere el pontificado a Aarón, después a Eleazar sin el sufragio y consejo de la multitud; y Cristo Nuestro Señor escogió sin la intervención del pueblo primeramente doce apóstoles, y luego setenta discípulos. San Pablo, sin ningún consentimiento de la plebe, colocó a Timoteo en la silla episcopal de Éfeso, a Tito en la de la isla de Creta, y a Dionisio Areopagita, a quien consagró con sus propias manos, en la de Corinto[35]. San Juan creó a Policarpo Obispo de Esmirna sin ninguna intervención del pueblo[36], y los apóstoles por sí solos escogieron una multitud innumerable de pastores, que enviaban a los pueblos extranjeros e infieles, para gobernar las Iglesias que ellos habían fundado en el Ponto, en la Galacia, en la Bitinia, en la Capadocia, y en el Asia[37]. El primer Concilio de Laodicea[38] y el cuarto de Constantinopla (octavo entre los Concilios Ecuménicos)[39] aprobaron la legitimidad de estas elecciones. San Atanasio creó a Frumencio Obispo de las Indias [Etiopía], en una reunión de sacerdotes y sin conocimiento del pueblo[40]. San Basilio en su Sínodo nombró a Eufronio para el obispado de Nicópolis, sin ninguna petición ni consentimiento de los ciudadanos y del pueblo[41]. San Gregorio II consagró a San Bonifacio Obispo en Alemania, sin saberlo ni siquiera pensarlo los alemanes. El mismo emperador Valentiniano respondió a los prelados que le deferían la elección del Obispo de Milán: «Esta elección es sobre mis fuerzas; mas vosotros, a quienes Dios ha llenado de su gracia, y que estáis penetrados de su espíritu, escogeréis mucho mejor que yo»[42]. Lo que sentía Valentiniano, con mucha más razón deberían sentirlo los distritos de la Francia, y la conducta de este emperador debería ser seguida de todos los soberanos, legisladores y magistrados católicos.
A estas autoridades Lutero, Calvino, y sus secuaces oponen el ejemplo de San Pedro, quien en una reunión de hermanos compuesta de ciento veinte personas, dijo: «Es necesario, que de entre los discípulos que nos acostumbran acompañar siempre, elijamos uno, que sea capaz de llenar el ministerio, y de suceder al apostolado, de que Judas se ha hecho indigno» (Hechos 1, 21-22). Mas la objeción no concluye, porque San Pedro no dejó a la multitud la libertad de elegir a aquel que juzgara a propósito, sino que designó a uno, de los que estaban reunidos con él. San Juan Crisóstomo desvanece toda la dificultad diciendo: «¡Qué! ¿No podía Pedro elegirlo a por sí mismo? Sí, lo podía; pero se abstuvo, porque no pareciese que el favor había influido en su elección»[43]. Esta verdad adquiere una nueva fuerza de las otras acciones de Pedro, que se leen en la carta de Inocencio I a Decencio Obispo de Gubbio[44]. Cuando los Arrianos, abusando del favor del emperador Constancio, emplearon la violencia para arrojar de sus sillas a los Prelados católicos, y colocar en ellas a sus secuaces (como lo deplora San Atanasio): por la calamidad de los tiempos fue necesario admitir al pueblo en la elección de los Obispos, para excitarlo a mantener en su silla al Pastor que se hubiera colocado sobre ella en su presencia[45]. Mas no por esto perdió el clero el derecho especial que siempre le había pertenecido en la elección de los Obispos, y jamás llegó el caso, como se quiere dar a entender al público, que solo el pueblo tuviese el derecho de elección; y jamás los Pontífices Romanos han abandonado respecto de esto, el ejercicio de su autoridad: pues San Gregorio el Grande envió el subdiácono Juan a Génova, en donde se hallaba reunido un gran número de milaneses para sondear su intención acerca de Constancio, a fin de que si le eran favorables, los Obispos le elevasen sobre la silla de Milán con la aprobación del Soberano Pontífice[46].
En una carta dirigida a diferentes Obispos de la Dalmacia, el mismo San Gregorio, en virtud de la autoridad de San Pedro, Príncipe de los apóstoles, les prohíbe imponer las manos a ninguno en la ciudad de Salona sin su permiso y consentimiento, ni de ordenar ningún otro Obispo que aquel que él les designaría; si rehúsan obedecerle, les amenaza con privarles de la participación del Cuerpo y Sangre del Señor, y de no reconocer por Obispo a aquel que ellos hubiesen consagrado[47]. Él mismo recomienda a Pedro, Obispo de Otranto, que recorra las ciudades de Brindo, de Lupia y de Galípoli, cuyos Obispos eran muertos, y que procure nombrar para estos puestos a Sacerdotes dignos de tan grande ministerio, los que habían de presentarse al Pontífice para recibir la consagración[48]. Después con una carta dirigida a los milaneses, aprueba la elección que han hecho de Deodato en lugar del difunto Obispo Constancio, y decretó que, si por otra parte no se oponen los santos cánones, se le consagre solemnemente en virtud de su autoridad[49]. San Nicolás I no cesa de increpar al rey Lotario, porque en su reino solo elevara al episcopado a los hombres que le eran gratos, y por lo mismo le manda en virtud de autoridad apostólica, y amenazándole con el juicio de Dios, que no permita que sea elegido ningún Obispo para la ciudad de Tréveris y la de Colonia, sin antes haber consultado a la Santa Sede[50]. Inocencio III anuló la elección del Obispo de Siena, por haberse atrevido a ocupar la silla episcopal antes de ser llamado y confirmado en ella por el Romano Pontífice[51]. Igualmente separó a Conrado del obispado de Hildesheim y de Wirtzburgo, porque había tomado posesión del uno y del otro sin su aprobación[52]. San Bernardo pidió humildemente a Honorio II que se dignara confirmar a Alberico, de Chalons-sur-Marne, elevado al episcopado por su sufragio[53]; lo que prueba que el santo Abad estaba persuadido que la elección de los Obispos era de ningún valor, si no estaba aprobada por la Santa Sede.
Finalmente, las continuas discordias, los tumultos, y un sinnúmero de abusos obligaron a separar al pueblo de las elecciones, y hasta a prescindir de su voto y de su testimonio acerca de la persona, que se había de elegir. Y si esta exclusión del pueblo tuvo lugar cuando los electores eran todos católicos, qué se ha de decir del decreto de la Asamblea nacional, que excluyendo al clero de las elecciones, las concede a los distritos, en los que se hallan judíos, herejes y heterodoxos de toda especie, cuya influencia en la elección de los Obispos produciría aquel terrible abuso que excitó la indignación de San Gregorio el Grande, como lo manifestó escribiendo a los de Milán: «Nos no podemos de ninguna manera consentir en la elección de un sujeto elegido no por los católicos, sino por los lombardos, porque si se consagraba a un Pastor elegido por tales hombres, sedaría un sucesor bien indigno a San Ambrosio»[54].
Con esta clase de elecciones se renovarían los desórdenes, despertarían los odios adormecidos hace mucho tiempo, y hasta se darían a la Iglesia Prelados que participaran de sus errores, o a lo menos maestros que secretamente y en el fondo del corazón fomentarían las opiniones extraviadas de sus electores, como lo advierte San Jerónimo diciendo: «Los juicios del pueblo muchas veces son errados, el vulgo se engaña en la elección de los sacerdotes; cada uno los quiere según sus costumbres; no busca al mejor pastor, sino a aquel que se le parece»[55], ¿Qué se podría esperar de estos obispos, que no hubieran entrado por la verdadera puerta, o más bien qué males no podría temer la religión de estos hombres que, envueltos ellos mismos en el lazo del error, no podrían de ninguna manera apartar al pueblo de él?[56]. Y ciertamente, pastores de esta naturaleza, cualesquiera que fuesen, no tendrían poder alguno para atar ni para desatar, porque carecerían de misión legítima, y al instante serian declarados fuera de la comunión de la Iglesia por esta Santa Sede, porque esta es la pena que siempre ha impuesto a todos los intrusos, y que aún hoy día impone por una declaración pública a cada elección de los Obispos de Utrecht[57].
Mas a medida que se adelanta en el examen de este decreto, se hallan en él disposiciones aún más inicuas: los Obispos elegidos por sus distritos tienen orden de ir al Metropolitano, o al Obispo más antiguo para obtener la confirmación; si la rehúsa, está obligado a consignar por escrito los motivos de negación, para que el elegido pueda apelar de ello como de abuso ante los magistrados civiles, quienes decidirán si la exclusión es legítima, ellos se constituirán en jueces de los Metropolitanos y de los Obispos, sin embargo de que a éstos compete de pleno el derecho de juzgar de las costumbres y de la doctrina, y que, como escriba San Jerónimo, han sido instituidos para apartar al pueblo del error[58]. Pero lo que manifiesta de una manera todavía más sensible, la ilegitimidad y la incompetencia de esta apelación a los seglares, es el memorable ejemplo del emperador Constantino. Habiendo llegado muchos Obispos a la ciudad de Nicea, para celebrar en ella un Concilio, muchos creían del caso que asistiese a él el mismo Emperador, a fin de poder citar a su tribunal a los arrianos. Constantino después de haber leído la petición que a este objeto se le dirigió, dio esta famosa respuesta: «Yo no soy más que un hombre, y por lo mismo no me es lícito entender en negocios de esta naturaleza, siendo sacerdotes los acusadores y los acusados»[59]. Se podrían citar varios otros ejemplos semejantes; pero es inútil acumular pruebas de una verdad tan evidente. Si se opone al respeto de Constantino la conducta de su hijo Constancio, enemigo declarado de la Iglesia Católica, que se arrogó un poder que su padre había confesado no pertenecerle, se podrá citar el testimonio de San Atanasio[60] y de San Jerónimo[61], que se levantaron contra estos abusos sacrílegos de la autoridad.
Finalmente, ¿no es evidente que el fin que se propone la Asamblea en sus decretos es de trastornar y destruir el episcopado, en odio e la religión cuyos ministros son los Obispos, a quienes se impone un consejo permanente de presbíteros, que habrán de llevar el nombre de vicarios, y cuyo número se ha fijado en diez y seis para las ciudades de diez mil habitantes, y a doce para las ciudades menos numerosas? Se obliga a los Obispos rodearse de los Curas de las parroquias suprimidas; éstos son declarados sus vicarios de pleno derecho, y, en fuerza de este derecho, son independientes del Obispo. Aunque se le deje la libre elección de sus otros vicarios, el Obispo no obstante, no puede sin su consentimiento ejercer acto alguno de jurisdicción (a no ser provisionalmente); no puede destituir a ninguno de ellos sin la mayoría de votos de su consejo. ¿No es esto querer, que cada diócesis sea gobernada por presbíteros, cuya autoridad destruirá la jurisdicción del Obispo? ¿No es esto contradecir abiertamente la doctrina expuesta en los Actos de los Apóstoles: «El Espíritu Santo ha puesto los Obispos para gobernar la Iglesia, que Dios ha adquirido con el precio de su sangre»? (Actos 20, 18); ¿y no se invierte de este modo, y perturba todo el orden de la sagrada jerarquía? Con esto los presbíteros se hacen iguales a los Obispos, error que enseñó primeramente el presbítero Arrio, que siguió luego Wicleff, Marsilio de Padua, Juan de Jandun, y finalmente Calvino, como lo observa Benedicto XIV en su Tratado De Sýnodo diœcesána[62].
Aún hay más: los presbíteros son colocados sobre los Obispos, puesto que los Obispos no pueden destituir a miembro alguno de su consejo, ni decir cosa alguna sino a pluralidad de votos de sus vicarios. Sin embargo de que los canónigos, que componen los Cabildos legítimamente establecidos, y que forman el consejo de las Iglesias, cuando son llamados por el Obispo, no tienen en sus deliberaciones más que voz consultiva, como lo afirma Benedicto XIV, después de dos Concilios provinciales tenidos en Burdeos[63].
Por lo que mira a los vicarios de la segunda clase, llamados vicarios de pleno derecho, es cosa extraña y jamás oída, que los Obispos sean obligados a aceptar sus servicios, cuando pueden tener motivos muy legítimos para rehusarlos. Es también muy extraño, que estos sacerdotes no siendo más que subsidiarios, y reemplazando en sus funciones a un hombre, que por otra parte no es inhábil para ejercerlas por sí mismo, no estén sometidos a aquel, en cuyo nombre obran.
Pero pasemos adelante. La Asamblea ha dejado a los Obispos el poder elegir sus vicarios de entre todo el clero; pero cuando se ha tratado de reglamentar la administración de los seminarios, ella ha decretado, que el Obispo no podrá elegir sus Superiores o Rectores sino junto con sus vicarios y con pluralidad de votos, y que no les podrá destituir sino de la misma manera. ¿Quién no ve basta que punto se lleva la desconfianza contra los Obispos, que no obstante tienen el derecho de la institución y de la disciplina de aquellos, que deben ser admitidos en la clerecía y empleados en el ministerio eclesiástico? ¿No es cosa cierta e indudable, que el Obispo es el jefe y el primer superior del seminario, que aunque el Concilio de Trento manda que haya dos canónigos encargados de vigilar la disciplina eclesiástica de los alumnos[64], deja no obstante a los Obispos la libertad de escoger estos dos canónigos, y de seguir en ello la inspiración del Espíritu Santo, sin que les obligue a adoptar sus juicios, ni a conformarse a sus decisiones? ¿Qué confianza podrán tener los Obispos en los cuidados de aquellos, que habrán sido elegidos por otros, y tal vez por hombres, que habrán jurado mantener la doctrina envenenada que encierran los decretos de la convención?
Finalmente, para cúmulo del desprecio y de la abyección en que se quiere tener a los Obispos, se les sujeta a recibir cada tres meses, como unos viles mercenarios, un salario módico, con el cual no podrán socorrer la miseria de esta multitud de pobres que llenan el reino, ni menos sostener la dignidad del carácter episcopal. Esta nueva institución de porción congrua para los Obispos, contradice todas las antiguas leyes que asignan a los Obispos y a los Curas fondos estables para administrárselos ellos mismos, como lo hacen los propietarios. Leemos en las Capitulares de Carlomagno[65], y en las del Rey Lotario[66], que cada Iglesia tenia destinado un fondo territorial: «Nos ordenamos, dice, un capitular, que según la voluntad del rey nuestro señor y padre, se dé de renta a cada parroquia un dominio y doce medidas de tierra laborable». Cuando la renta señalada a los Obispos no era suficiente para mantener su estado, se aumentaba, añadiéndole los productos de alguna abadía, como se ha practicado muchas veces en Francia, y como Nos recordamos haberse hecho en tiempo de nuestro Pontificado. Mas ahora la subsistencia de los Obispos dependerá de los recaudadores y de los tesoreros seglares, que podrán rehusarles la paga, si se oponen a los decretos perversos de que acabamos de hablar. Además, reducido así cada Obispo a una pensión fija, no podrá procurarse un suplente y un coadjutor cuando se lo exija la necesidad, no hallándose en el caso de mantener su estado de una manera decente. Y no obstante sucede muy a menudo en las diócesis, que un Obispo, ya sea por vejez o por mala salud, necesita un coadjutor como sucedió a un Arzobispo de Lyon, que pidió y obtuvo del Soberano Pontífice un suplente, a quien se señaló una pensión sobre las rentas del arzobispado[67].
Nos acabamos de ver, con la mayor sorpresa, amados Hijos y Venerables Hermanos, estos trastornos de los principales puntos de la disciplina eclesiástica, estas supresiones, estas divisiones, estas erecciones de sillas episcopales, estas elecciones sacrílegas de Obispos, y los males que de esto deben resultar; pero, por las mismas razones ¿no puede formarse igual idea de la supresión de las parroquias como vosotros habéis ya notado en vuestra exposición? Mas no podemos dejar de añadir a esto, que el derecho que se atribuye a las administraciones provinciales de fijar ellas mismas los límites de las parroquias como mejor les pareciere, es ya cosa muy extraordinaria; pero lo que ha movido más nuestra admiración, es el grande número de parroquias suprimidas, habiendo ya la Asamblea nacional decretado que en las ciudades o en las villas de seis mil habitantes no hubiese más que una parroquia. ¿Y cómo un solo párroco podrá ser suficiente para tan gran número de parroquias? Parece del caso recordar aquí los reproches, que en otro tiempo hizo a un párroco el Cardenal Conrado enviado por Gregorio IX para presidir el Sínodo de Colonia, éste párroco se oponía vivamente a que se admitiesen en esta ciudad los Religiosos del Orden de Predicadores, ¿Cuál es, le preguntó el Cardenal, el número de vuestros parroquianos? Nueve mil, le respondió el párroco. «Y ¿quién sois vos, miserable, le contestó el Cardenal lleno de ira y de admiración, quien sois vos, para ser suficiente a la instrucción y al gobierno de tantos miles de hombres? No sabéis, oh el más perdido de los hombres, que en el día tremendo del juicio deberéis responder ante el tribunal de Dios de todos aquellos que os han sido confiados? ¿Y os quejareis de tener por vicarios a fervorosos religiosos, que llevarán gratuitamente una parte de la carga que os oprime sin conocerlo? Mas ya que vuestras quejas me prueban hasta qué punto sois indigno de gobernar una parroquia, yo os privo de todo beneficio pastoral»[68]. Es cierto que, en este pasaje se trata de nueve mil parroquianos, mientras que el decreto de la Asamblea no da más que seis mil a un párroco; pero no es menos cierto, que aun seis mil parroquianos exceden de mucho a las fuerzas de un solo párroco; y el inconveniente inevitable de este número excesivo, será de privar a muchas personas de los socorros espirituales, sin que les quede el recurso de los religiosos, que ya han sido suprimidos.
Pasemos ya a la invasión de los bienes eclesiásticos, es decir al segundo error de Marsilio de Padua y de Juan de Jandun, condenado en la constitución de Juan XXII, y mucho antes en el decreto del Papa San Bonifacio I, referido por muchos escritores. «Nadie puede ignorar, dice el VI Concilio de Toledo, que todo lo que se consagra a Dios, ya sea hombre, ya animal, ya campo, en una palabra, todo, lo que una a vez ha sido consagrado al Señor, pertenece al número de las cosas santas, y es propio de la Iglesia[69]. Y por lo mismo, cualquiera, que quite y destruya, despoje y usurpe lo que pertenece al Señor y a la Iglesia, debe ser tenido como sacrílego, mientras no habrá expiado su crimen y dado satisfacción a la Iglesia, y si fuere pertinaz, sea excomulgado»[70]. Y como nota García Loaysa y Girón en sus notas sobre el Concilio, Letra D: «Las obras de muchos sabios escritores, cuyo número sería largo referir, prueban cuán criminal es el despojar a las Iglesias de los bienes que los fieles le han dado de buena fe, y emplearlos en otras cosas. Una sola cosa añadiré, que se halla escrita en las Constituciones orientales, esto es: que Nicéforo Focas quitó los dones hechos a los monasterios y a las Iglesias, y hasta llegó a dar una ley, que prohibía enriquecerlas con bienes inmuebles, bajo el pretexto de que los Obispos prodigaban mal bienes que daban a los pobres, mientras que los soldados se hallaban faltos de lo necesario. Basilio el Joven abolió esta ley impía y temeraria, y la sustituyó con otra digna de ser mencionada aquí. Religiosos cuya piedad y virtud son bien probadas, dice este Príncipe, y algunos otros santos personajes, me han representado que la ley dada por el usurpador Nicéforo contra las Iglesias y las casas religiosas, es la fuente y origen de todos los males que nos afligen, el origen de los disturbios y de la confusión que reinan en el Imperio (como siendo un ultraje cruel hecho, no solamente a las Iglesias y a las casas religiosas, sino también al mismo Dios), como lo enseña la experiencia; porque desde el momento en que se ha observado esta ley, nosotros no hemos conocido ningún bien, sino que al contrario no han dejado de sobrevenirnos toda clase de calamidades. Persuadido que toda mi autoridad viene de Dios, yo ordeno por la presente Bula de Oro, que cese desde hoy de observarse la ley de Nicéforo, y que en adelante sea abolida y tenida como nula, y que sean restablecidas en todo su vigor las antiguas leyes tocantes a las Iglesias de Dios y a las casas religiosas».
Tal fue también el voto antiguo y constante de los Grandes, y del pueblo de Francia, voto manifestado en las súplicas que dirigieron a Carlomagno en el año 803: «Puestos todos de rodillas pedimos a Vuestra Majestad, que garantice a los Obispos de las hostilidades a que han estado expuestos hasta ahora. Cuando nosotros siguiendo vuestros pasos marchamos al enemigo, que ellos queden en sus diócesis.... No obstante, deseamos, que vos y todo el mundo sepan, que no por esto « pedimos, que se les obligue a contribuir con sus bienes a los gastos de la guerra; ellos serán dueños de dar lo que bien les parezca; pues nuestra intención no es de despojar las Iglesias, sino que al contrario, nosotros quisiéramos aumentar sus riquezas, si Dios nos daba poder para ello, persuadidos, que estas liberalidades serian vuestra salud y la nuestra, y nos alcanzarían la protección del Cielo. Nosotros sabemos, que los bienes de la Iglesia son consagrados a Dios; sabemos que estos bienes son las ofrendas de los fieles y el precio de sus pecados. Y si alguno es bastante temerario para quitar a las Iglesias los dones, que los fieles han consagrado a Dios, no hay duda alguna que comete un sacrilegio, pues es necesario ser ciego para no ver esto. Cuando uno de nosotros entrega sus bienes a la Iglesia, los ofrece y los consagra al mismo Dios, y a sus santos y no a otro, como lo prueban las acciones y las palabras mismas del donador: porque hace una escritura de lo que quiere dar a Dios, y se presenta al altar, teniendo este escrito en la mano, y dirigiéndose a los sacerdotes y a los guardas del mismo lugar dice: Yo ofrezco y consagro a Dios todos los bienes mencionados en este papel, por la remisión de mis pecados, de los de mis parientes y de mis hijos.... Aquel que los quita después de semejante donación, ¿no comete un verdadero sacrilegio? Apoderarse de los bienes de un amigo es un robo; pero robar los de la Iglesia es indudablemente un sacrilegio. A fin pues de que todos a los bienes sean conservados en el porvenir sin fraude alguno, por Vos y por nosotros, por vuestros sucesores y por los nuestros, os pedimos que se coloque nuestra demanda en los archivos de la Iglesia, y que se inserte en vuestras Capitulares»[71].
A esto respondió el Emperador: «Accedemos a vuestra demanda. No ignoramos que muchos reyes y muchas monarquías perecieron por haber despojado las Iglesias, destruido, vendido, robado sus bienes, y por haberlos quitado a los Obispos y a los Sacerdotes, y lo que es peor, todavía a las mismas Iglesias. Y para que estos bienes sean conservados con más respeto en el porvenir prohibimos en nuestro nombre y en nombre de nuestros sucesores, ahora y en los tiempos futuros, a toda persona sea quien fuere, de aceptar o de vender, usurpar, o destruir, o bajo cualquier traza o pretexto enajenar los bienes de la Iglesia, sin el consentimiento y la voluntad de los Obispos de las diócesis en las que estarán situados. Si sucediere que bajo nuestro reinado o bajo el de nuestros sucesores alguno cometiere este crimen, quedará sujeto a las penas impuestas a los sacrilegios, será castigado legalmente por Nos, por nuestros sucesores, y por nuestros jueces, como un sacrílego y homicida, o impóngasele los castigos que las leyes señalan al ladrón sacrílego, y sea anatematizado por Nuestros Obispos»[72].
Pero todos aquellos, que tomen parte en esta usurpación, que recuerden la venganza que el Señor tomó de Heliodoro y de sus cooperadores, que habían intentado robar los tesoros del templo, contra quienes «el Espíritu de Dios Todopoderoso hizo allí una grande demostración de Sí, de modo, que todos los que habían osado obedecer a Heliodoro, derribados por divina virtud, fueron sobrecogidos de terror, y se desmayaron. Porque les apareció un caballo, sobre el que estaba montado uno de espantosa vista, vestido noblemente: y el caballo se echó impetuosamente sobre Heliodoro con los pies delanteros. Y el que iba montado, parecía traer armas de oro. Aparecieron también otros dos mancebos de varonil hermosura, llenos de majestad y ricamente vestidos: estos se le pusieron a los dos lados, y le herían con azotes de cada parte, descargando sobre él muchos golpes sin cesar. Y Heliodoro cayó luego en tierra, y cubierto luego de oscuridad le arrebataron, y, poniéndole en una silla de manos, le echaron fuera» (II Macabeos 3, 24-27)****. He aquí lo que se lee en el libro II de los Macabeos, y no obstante no se trataba entonces de los bienes destinados a los sacrificios, ni a los gastos particulares del templo, sino del oro que se había depositado allí, y que se reservaba para el sustento de las viudas, de los huérfanos, y de otros; lo que no impidió que Dios castigara terriblemente a Heliodoro y a sus cómplices, solamente por haber violado la majestad y la santidad del templo, y por haberse querido apoderar de bienes ajenos. Espantado el emperador Teodosio con este ejemplo, renunció al deseo que tenía de apoderarse del depósito de una viuda, que se conservaba en la Iglesia de Pavía, como refiere San Ambrosio[73].
Lo que parecerá casi increíble es, que en el mismo tiempo, en que se ocupan y se usurpan los bienes de las Iglesias, y de los sacerdotes católicos, se respeten las posesiones de los protestantes, que los mismos al rebelarse contra la Religión usurparon a la Iglesia; y esto bajo el pretexto de los tratados. Sin duda que la Asamblea nacional considera como más sagrados los tratados hechos con los protestantes que los cánones eclesiásticos, y que el Concordato celebrado entre el Jefe de la Iglesia y Francisco I, y quiso favorecer a los protestantes con aquello mismo de que se despojaba al sacerdocio de Dios. ¿Quién no ve que el objeto principal de los usurpadores en esta invasión de los bienes eclesiásticos es de profanar los templos, de acarrear un desprecio universal a los ministros del altar, y de apartar en el porvenir a los ciudadanos del estado eclesiástico? Pues apenas habían empezado estas usurpaciones, cuando se abolió el culto divino, se cerraron las Iglesias, fueron robados los vasos sagrados, y se mandó interrumpir en las Iglesias el canto de los divinos oficios. Hasta ahora la Francia podía gloriarse de haber visto florecer en su seno, desde el siglo VI cabildos de clérigos seglares, como lo prueban la autoridad de San Gregorio de Tours[74], y los monumentos reunidos por Juan Mabillon en su obra titulada Colección escogida de piezas antiguas[75]; y el testimonio del Concilio III de Orleans tenido en 538[76]; mas hoy día la misma Francia se ve obligada a llorar la abolición y la ruina de estos establecimientos piadosos injusta e indignamente proscritos por la Asamblea nacional. La ocupación principal de los canónigos era de pagar cada día un tributo común de alabanzas al Ser Supremo, por medio del canto en las Iglesias como se ve en las vidas de los Obispos de Metz escritas por el diácono Pablo, en las que se lee: «que el Obispo San Crodegango no solamente había formado su clero con el estudio de la ley de Dios, sino que había procurado hacerle aprender el canto romano, y que le había obligado a conformarse a los usos y la práctica de la Iglesia romana»[77]. Habiendo el emperador Carlomagno dirigido al Papa Adriano I una obra sobre el culto de las imágenes, para sujetarla a su examen, el Papa aprovechó esta ocasión para exhortar al Emperador a que procurara establecer el uso del canto en muchas Iglesias de Francia, que rehusaban desde mucho tiempo seguir en este punto la práctica de la Iglesia romana, a fin, decía este Papa, de que estas mismas Iglesias, que miran a la Santa Sede como la regla de su fe, la miren también como su modelo en el orden del canto. La respuesta de Carlomagno se puede leer largamente en la obra de Domingo Giorgi sobre la Liturgia del Romano Pontífice[78]. Después el mismo Emperador quiso que se estableciera en el monasterio de Céntulo una escuela de canto llano al modelo de la que San Gregorio el Grande había establecido en Roma, y procuró que en la misma fuesen mantenidos cien muchachos, que distribuidos en tres coros, ayudaran a los monjes en el canto y en la salmodia[79]. Colomán Sanftl, religioso bibliotecario del monasterio de San Emerano de Ratisbona confirma esto mismo en una disertación, que ha hecho recientemente (y que ha dedicado a Nos) sobre un antiquísimo y muy precioso manuscrito de los cantos Evangélicos, que se conserva en este monasterio. «En el principio, dice este autor, los Obispos de Francia, y de España procuraron con suma diligencia establecer en cada provincia un rito uniforme para los divinos oficios. Una colección de cánones hecha por los Obispos de estos dos reinos, contiene varias leyes sobre esta materia; entre los que ocupa un lugar distinguido la insigne Constitución del IV Concilio de Toledo tenido en el año 531, cuyos Padres, después de haber hecho una exposición de la fe católica, nada creyeron más interesante, que establecer la uniformidad en el canto[80]»[81]. El Padre Mabillon en sus investigaciones sobre el canto galicano, dice con poca diferencia lo mismo acerca la antigüedad de este rito[82].
Un rito que la Iglesia galicana había establecido y conservado con tan gran cuidado desde los tiempos más remotos, para ocupar sus eclesiásticos en el grado de canónigos por medio de funciones honrosas, un rito que ella miraba como propio para alimentar la piedad y excitar la devoción de los fieles, e invitarlos con la atracción del canto y el esplendor de las ceremonias al cumplimiento de los deberes religiosos, y a merecer de este modo nuevas gracias, la Asamblea nacional no sin grande escándalo, en un instante, con un solo decreto acaba de destruirlo, suprimirlo y abolirlo, siguiendo en este como en los demás artículos del decreto el dictamen de los herejes, y las opiniones insensatas de los Wiclefistas, Centuriadores de Magdeburgo y de Calvino, que se han levantado con furor contra el canto eclesiástico, y se han atrevido a negar su antigüedad. Estos herejes son refutados extensamente por el Padre Martín Gerbert, Abad del monasterio y de la congregación de San Blas en la Selva Negra[83]. Nos cuando en el año de 1782 estuvimos en Viena para el bien de la religión, tuvimos ocasión de ver varias veces a este Autor, y Nos ha probado cuan digno es de la distinguida fama, que se ha adquirido.
Nos no podemos dejar de aconsejar a los autores de este decreto, que lean con atención los anatemas fulminados por el Concilio de Arras, del año 1025 contra los enemigos del canto eclesiástico, a fin de que un rubor saludable les haga entrar dentro de sí mismos. «¿Quién puede dudar, dice el santo Concilio, que vosotros no os halléis poseídos del espíritu inmundo, puesto que rechazáis como una superstición el uso de la Salmodia establecido en la Iglesia por el Espíritu Santo. Pues el clero no ha tomado el tono y las modulaciones de esta música religiosa de los juegos y de los espectáculos profanos, sino de los Padres del Antiguo y Nuevo Testamento... Así es, que los que pretenden que el canto de los salmos es impropio del culto divino, deben ser desterrados del seno de la Iglesia... Porque estos tales están de perfecto acuerdo con su jefe, el espíritu de las tinieblas, fuente de todas las iniquidades, que aunque conozca el verdadero sentido de las Santas Escrituras, procura no obstante desnaturalizarlo y corromperlo por medio de malignas interpretaciones»[84]. Finalmente, si la gloria de la casa de Dios, si la majestad del culto es envilecida en el reino, el número de eclesiásticos disminuirá necesariamente, y la Francia habrá de experimentar la misma suerte que la Judea, la cual, como dice San Agustín, «después que empezaron a faltarle los profetas, cayó en el oprobio y en la degradación, cuando esperaba podría gloriarse por su engrandecimiento y esplendor»[85].
Vengamos ahora a los regulares, cuyos bienes se ha apropiado la Asamblea nacional, declarándose usufructuaria de ellos en favor de la nación, palabra menos odiosa que aquella de propiedad, y que realmente presenta un sentido un poco diferente*****. Ya que con su decreto del 13 de Febrero, sancionado por el Rey seis días después se suprimieron todos los institutos religiosos, y se prohibió el fundar ningún otro en el porvenir. La experiencia ha enseñado de cuanta utilidad eran a la Iglesia, como lo declara el Concilio de Trento diciendo: «Que no ignora el Santo Concilio cuánta gloria y cuántas ventajas pueda reportar la Iglesia de Dios de los monasterios santamente instituidos, y sabiamente gobernados»[86].
Todos los Padres de la Iglesia han llenado de elogios a los órdenes religiosos, y San Juan Crisóstomo entre otros, ha compuesto tres libros enteros contra sus detractores[87]. San Gregorio el Grande después de haber amonestado a Mariniano, Arzobispo de Ravena, para que no vejara los monasterios de manera alguna, sino que por el contrario los protegiera y procurara reunir en ellos un grande número de religiosos[88], juntó un Concilio de Obispos y de Presbíteros, en el cual se dispuso: «Que ningún Obispo ni seglar se atreviera a causar perjuicio alguno en ninguna circunstancia a las rentas, a los bienes, a los escritos y casas de los religiosos, y de hacer en ellas incursión alguna»[89]. En el siglo XIII, Guillermo de Santo Amor propaló mil invectivas contra ellos, en su libro titulado De los peligros de los últimos tiempos, en el cual aleja a los hombres de su conversión y de entrar en religión; pero este libro fue condenado por el Papa Alejandro IV como «inicuo, criminal, execrable e impío»[90].
Dos doctores de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino[91] y San Buenaventura[92], escribieron contra el referido Guillermo y refutaron sus escritos; y habiendo Lutero adoptado la misma doctrina, fue igualmente condenado por el Papa León X[93]. En el Concilio de Ruan tenido en 1581, se recomienda a los Obispos que protejan y amen a los regulares, que partan con ellos las fatigas del ministerio, que les alimenten como a sus coadjutores, y que rechacen cualquier insulto hecho a los religiosos, como si les fuese personal[94]. La historia ha hecho memorable el recuerdo del piadoso proyecto de San Luis Rey de Francia, quien había resuelto hacer educar en monasterios los dos hijos que había tenido durante su expedición en Oriente, luego que hubiesen llegado a la edad de discreción: el uno debía ser confiado a los Dominicos, y el otro a los Frailes menores, para que en estos santos institutos fuesen instruidos en las letras y formados en el amor a la religión; deseando de todo corazón, que imbuidos estos jóvenes príncipes en los más saludables preceptos, siendo inspirados de Dios, en su lugar y tiempo abrazaran el estado religioso en los mismos monasterios en que habían sido educados[95]. Muy recientemente los autores de la obra titulada Nuevo tratado de diplomacia (Carlos Francisco Toustain OSB y René Próspero Tassin OSB), refutando a los enemigos de los privilegios concedidos a los regulares, prorrumpieron en estas palabras: «¿Qué atención, pues, pueden merecer las declamaciones del historiador de derecho público eclesiástico francés contra los privilegios concedidos a los monasterios; privilegios dice él y exenciones, que no se han podido conceder sin trastornar la jerarquía, sin violar los derechos del episcopado, y que son verdaderos abusos, y que los han producido muy considerables. ¡Cuánta temeridad levantarse así contra una disciplina antigua, y tan autorizada en la Iglesia y en el Estado!»[96].
No dudamos que algunas Órdenes religiosas han perdido parte de su primitivo fervor, que se ha debilitado en ellas algún tanto la severidad de la antigua disciplina, lo que a nadie debe sorprender. ¿Pero se deben por esto destruir? Escuchemos lo que respondió en el Concilio Basiliense Juan de Palomar, a las objeciones de Pedro Rayne contra los regulares. En primer lugar no negó «que entre los regulares se había introducido algún abuso que exigía una reforma, pero conviniendo en que se les podía echar esto en cara como a todos los demás estados, no por esto dejó de extenderse sobre los elogios que se merecían, por las luces que su doctrina y su predicación difundían en la Iglesia. Un hombre prudente, dice él, hallándose en un lugar oscuro no apaga la lámpara que le ilumina porque no despida un gran resplandor, sino que más bien procura limpiarla y ponerla en buen estado. Pues vale más estar con poca claridad que permanecer del todo en oscuras»[97]. Este parecer es el mismo, que mucho tiempo antes había manifestado San Agustín, diciendo: «¿Se debe abandonar el estudio de la medicina, porque hay enfermedades incurables?»[98].
Así, empeñada la Asamblea nacional a favorecer los falsos sistemas de los herejes, aboliendo el estado religioso, condena la profesión pública do los consejos evangélicos; censura un género de vida aprobado en todos tiempos en la Iglesia, como muy conforme a la doctrina de los Apóstoles; insulta a los mismos insignes fundadores, a quienes la religión ha levantado altares, y que solo por una inspiración divina han establecido estas sociedades. Mas la Asamblea nacional va todavía más lejos. En su decreto del 13 de Febrero de 1790, declara que ella no reconoce los votos solemnes de los religiosos, y por consiguiente las Órdenes y las Congregaciones regulares, en las que se hacen estos votos, son y quedan suprimidas en Francia, y que en el porvenir no podrán ser jamás restablecidas. ¿No es esto atentar contra la autoridad del Soberano Pontífice, quien solo tiene el derecho de establecer lo concerniente a los votos solemnes y perpetuos? «Los votos mayores, dice Santo Tomás de Aquino, a saber: los votos de continencia, etc., son reservados al Soberano Pontífice. Estos votos son promesas solemnes, que nosotros hacemos a Dios para nuestra propia utilidad»[99]. Por esto, dice el Profeta en el Salmo 15, 12: «Haced votos al Señor vuestro Dios, y procurad luego serle fieles». Y en el Eclesiástico se lee: «Si habéis hecho algún voto a Dios, no tardéis en cumplirlo; una promesa vana y sin efecto es un crimen a sus ojos; sed pues fieles en cumplir lo que le habéis prometido» (Eclesiástico 5, 3).
Además, aun cuando el Soberano Pontífice por razones particulares, crea deber conceder dispensa de los votos solemnes, no lo hace en virtud de un poder personal y arbitrario, sino que lo hace por modo de declaración. No debe extrañarse que Lutero enseñara que no había obligación de cumplir los votos hechos a Dios, porque él mismo fue un apóstata y un desertor de su Orden. Los miembros de la Asamblea nacional, que se presumen de sabios y de prudentes, queriendo evitar los murmullos y los reproches que la vista de tantos religiosos dispersos excitaría contra ellos, decidieron quitar a los religiosos sus hábitos, a fin de que no quedara señal alguno del estado del que habían sido arrancados, y para hacer olvidar hasta el recuerdo de las Órdenes monásticas. Así pues se han suprimido las Órdenes religiosas, en primer lugar para apoderarse de sus bienes, luego para hacer desaparecer la raza de estos hombres, que podían apartar al pueblo del error, y oponerse a la corrupción de las costumbres. Esta pérfida y culpable estratagema se halla pintada con energía, y reprobada por el Concilio de Sens, como notamos en el principio: «Ellos conceden (dice el Concilio) a los monjes y a todos los que se hallan ligados con voto, la libertad de seguir sus pasiones; les ofrecen la libertad de quitarse el hábito, de volver a entrar en el mundo, les invitan a la apostasía, y les enseñan a despreciar los decretos de los Pontífices y los cánones de los Concilios»[100].
A lo que acabamos de decir acerca de los votos de los regulares, debe añadirse el decreto dado contra las santas Vírgenes, que las arroja de sus asilos, como lo hizo Lutero: pues siguiendo el lenguaje del Papa Adriano VI, «se ve a este heresiarca profanar estos vasos consagrados al Señor, arrancar de los monasterios a las Vírgenes entregadas a Dios, y volverlas al mundo profano, o más bien al diablo, de quien ellas habían abjurado»[101]. No obstante las religiosas, esta porción tan distinguida del rebaño católico, muchas veces con sus súplicas han desviado de las ciudades los mayores peligros: «Si no hubiese habido religiosas en Roma, dice San Gregorio el Grande, ninguno de nosotros en tantos años hubiese escapado de la espada de los Lombardos»[102]. Benedicto XIV dice lo mismo de sus religiosas de Bolonia. «Esta ciudad afligida por tantas calamidades en el espacio de tantos años hoy día no existiría, si las súplicas de las religiosas no hubiesen aplacado la cólera del Cielo»[103]. Nos sentimos vivamente las persecuciones que sufren las religiosas en Francia; la mayor parte Nos han escrito desde diferentes provincias de ese reino para manifestarnos cuánto las aflige el ver que se hallan impedidas de observar su regla y de ser fíelas a sus votos: ellas Nos han protestado que estaban prontas a sufrirlo todo antes, que dejar de ser fieles a su vocación. Por lo mismo, amados Hijos nuestros y Venerables Hermanos, no podemos dejar de dar en vuestra presencia un grande testimonio de su constancia y de su valor, y de pediros que las sostengáis con vuestros consejos y con vuestras exhortaciones, y que las procuréis todos los socorros que os sean posibles.
Nos podríamos hacer varias otras observaciones sobre aquel decreto de la Asamblea, que desde el principio hasta el fin no presenta cosa alguna, que no sea perniciosa y reprensible; que guiada en todas sus partes por el mismo espíritu y por los mismos principios, apenas presenta un artículo que no sea a lo menos sospechoso de error. Mas después de haber puesto de manifiesto las disposiciones más monstruosas, cuando los papeles públicos, contra de lo que de ninguna manera esperábamos, Nos han hecho saber que el Obispo de Autun se había obligado con juramento a observar una constitución reprensible, nuestro corazón se ha llenado de un dolor tan violento, que la pluma se Nos ha caído de la mano: Nos faltaban las fuerzas para continuar nuestro trabajo, y día y noche nuestros ojos se hallaban bañados de lágrimas (cf. Lamentaciones 2, 18), al ver a un Obispo, a un solo Obispo separarse de sus colegas, y tomar al Cielo por testigo de sus errores. Es cierto que él ha querido justificarse sobre un artículo relativo a la nueva distribución de diócesis, valiéndose de una comparación frívola, que puede causar ilusión a los sencillos y engañar a los ignorantes. Es, dice él, como si todo el pueblo de una diócesis a causa de alguna urgente necesidad, recibía orden del poder civil de pasar a otra diócesis. Pero no hay paridad alguna entre estos dos ejemplos. En efecto, cuando el pueblo de una diócesis la abandona para pasar a otra, el Obispo de la diócesis, a la que se traslada, ejerce sobre sus nuevos habitantes, en toda la extensión de su fuerza, su jurisdicción propia y ordinaria, jurisdicción que él no tiene del poder civil, sino que le pertenece de derecho en virtud de su título; porque todos aquellos que habitan en una diócesis están sometidos de derecho a la autoridad del Obispo de esta diócesis, por razón de la permanencia y del domicilio, que han establecido en ella. Pero si llega el caso que el Obispo de la diócesis abandonada por el pueblo se halla enteramente solo, este Pastor sin rebaño no por esto dejará de ser Obispo, ni su Iglesia perderá el nombre de catedral; el Obispo y su Iglesia conservarán todos sus derechos, como sucede en las Iglesias que están bajo la dominación de los Turcos, o de otros infieles, cuyo título se confiere muchas veces a los Obispos. Pero cuando los límites de las diócesis varían de tal naturaleza, que todas o parte de ellas pasan del Obispo a quien pertenecen a otro Obispo, entonces el Obispo a quien se despoja de su diócesis en todo o en parte, no puede, sin estar autorizado por la Iglesia, abandonar el rebaño que le ha sido confiado, y el otro Obispo a quien ilegítimamente se le ha dado una nueva diócesis, no puede ejercer jurisdicción alguna sobre un territorio extraño, ni apacentar las ovejas; porque la misión canónica y la jurisdicción de cada Obispo se halla encerrada en ciertos límites, y jamás la autoridad civil podrá extenderlos ni reducirlos.
Por consiguiente no puede imaginarse cosa más absurda, que esta comparación de la emigración del pueblo de una diócesis a otra, con los cambios que ahora se quieren introducir en las diócesis y en sus límites, porque en el primer caso el Obispo no cesa de ejercer en su diócesis la jurisdicción que le es propia, mientras que en el segundo el Obispo extiende su jurisdicción a una diócesis extraña, en la que no puede ejercer función alguna. Así pues, Nos no vemos cosa en la doctrina de la Iglesia Católica, que pueda excusar en alguna manera el juramento impío hecho por el Obispo de Autun (Carlos Mauricio de Talleyrand). Las primeras cualidades de un juramento son que sea verdadero y justo; pero siguiendo los principios, que más arriba hemos establecido, ¿en dónde está la verdad, en donde la justicia en un juramento, que no encierra cosa alguna que no sea falsa e ilegítima? El Obispo de Autun ni siquiera se ha dejado a sí mismo la excusa de la ligereza y de la precipitación. Su juramento ha sido el fruto de la reflexión y de un designio premeditado, puesto que ha buscado sofismas para justificarlo. Además, ¿no tenía él a la vista el ejemplo de sus colegas, que combatían el decreto de la Asamblea, con tanta piedad como saber, y la memoria de su consagración todavía reciente no debía excitarle el recuerdo de un juramento muy diverso, que él había prestado en esta ceremonia? Así pues se debe decir que él se ha hecho perjuro voluntaria y sacrílegamente, prestando un juramento contrario a los dogmas de la Iglesia y a sus más sagrados derechos.
No será fuera de propósito recordar aquí lo que pasó en Inglaterra bajo el reinado de Enrique II. Este príncipe había hecho una constitución del clero semejante, con poca diferencia, a la de la Asamblea nacional, pero que contenía un número menor de artículos. Con ella abolía las libertades de la Iglesia anglicana, y se atribuía a sí mismo los derechos y la autoridad de los superiores eclesiásticos. Él mismo exigió de los Obispos un juramento por el cual se obligaran a observar esta constitución, que, según él, no era otra cosa que las antiguas costumbres del reino. Los Obispos no rehusaron este juramento, pero quisieron añadirle esta cláusula: Salvos los derechos de su Orden, cláusula que desagradó en gran manera al Rey, que decía: Que en ella había un veneno escondido bajo esta restricción capciosa; él quería obligarlos a jurar pura y simplemente, que ellos se conformarían a las antiguas costumbres reales. Los Obispos se hallaban apesadumbrados y consternados por esta orden tiránica, pero Tomás Becket, Arzobispo de Canterbury, honrado después con la palma del martirio, les excitaba a la resistencia, animaba su virtud vacilante, y les exhortaba a no hacer traición a los sentimientos y a los deberes de un Obispo. No obstante, haciéndose cada día más insoportables las persecuciones y las violencias, algunos Obispos suplicaron al Arzobispo de Canterbury, que aflojara un poco su inflexible firmeza, que evitara a su clero los males del destierro, y a sí mismo los horrores de la cárcel. Entonces este hombre hasta aquel momento invencible, a quien no habían conmovido ni los halagos, ni las amenazas, menos sensible a los peligros propios que a los de su clero, se dejó arrancar del seno de la verdad y de los brazos de la Iglesia su Madre. Él juró, y su ejemplo fue seguido de otros Obispos; mas no tardó a reconocer su error, y oprimido del más grande dolor, gimió y suspirando dijo: «Me arrepiento y tengo horror de mí mismo, detesto mi debilidad, y me juzgo indigno de ejercer el augusto ministerio del sacerdocio sobre el altar de Jesucristo, después de haber vendido cobardemente su Iglesia; yo permaneceré sepultado o en el silencio y en el dolor, hasta que la gracia del Cielo venga a consolarme, y que el Vicario de Dios sobre la tierra me conceda el perdón ¡Pues yo he avasallado y deshonrado con mi crimen esta Iglesia anglicana, que mis predecesores habían gobernado con tanta prudencia y tanta gloria en medio de los peligros del siglo; esta Iglesia por la cual ellos habían sostenido tantos combates, teatro de tantas victorias que ellos habían alcanzado de sus enemigos! ¡La que en otro tiempo Reina y Señora, se halla ahora reducida a la esclavitud por culpa mía! ¡Qué no haya yo desaparecido de la faz de la tierra (Job 10, 18) antes que haber mancillado mi nombre con semejante borrón!».
Tomás se apresuró a escribir al Papa, le descubrió su llaga buscando el remedio, le pidió la absolución. El Pontífice, conociendo que Tomás había sido arrastrado al juramento no por su propia voluntad, sino por una indiscreta compasión, movido de su arrepentimiento le absolvió con su autoridad apostólica. Tomás recibió con alegría la carta del Papa, como si le hubiese sido enviada del mismo Cielo. Desde aquel momento, nada fue capaz de detener su celo; no cesó de amonestar al Rey, y, mezclando la fuerza a la dulzura, nada omitió para detener los golpes que este príncipe preparaba contra la Iglesia. Apenas el Rey hubo sabido que Tomás se había retractado, escribió al Papa para pedirle dos cosas: la primera, que aprobara lo que él llamaba las antiguas costumbres regias; la segunda, que transfiriera el privilegio de legado apostólico de la Iglesia de Canterbury a la de York. El Papa rechazó la primera demanda, como puede verse en su carta a Tomás; concedió la segunda, porque podía hacerlo sin rebajar el honor y los derechos del clero; pero escribió al Obispo de York para prohibirle el ejercer ningún acto de jurisdicción en la provincia de Canterbury, y de hacer llevar la cruz delante de él. Tomás huyó primero a Francia, luego a Roma, en donde halló un recibimiento el más favorable de parle del Soberano Pontífice, le presentó un escrito que contenía en diez y seis artículos, las antiguas costumbres reales, las que, después de examinadas, fueron rechazadas. Finalmente, el intrépido Tomás, de vuelta en Inglaterra, avanzó con paso firme hacia el suplicio, guiado por el precepto evangélico, que dice: «Aquel que quiera venir después de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz, y que me siga» (Mateo 16, 24). Él mismo abrió las puertas de su Iglesia a los verdugos, y encomendándose a Dios, a la bienaventurada Virgen María, y a los santos patronos de su Iglesia, recibió muchas heridas en la cabeza y expiró víctima de su celo por la gloria de Dios, y mártir de las libertades de la Iglesia anglicana. Esta relación está sacada de los anales de la Iglesia de Inglaterra, por Miguel Arfold[104].
¿Quién en vista de todo esto no conocerá al instante cuán parecida es la conducta de la Asamblea nacional a la de Enrique II? La Asamblea nacional ha dado los decretos, en virtud de los cuales se atribuye el poder espiritual; la misma obliga a todos y principalmente a los Obispos y demás eclesiásticos a jurar; y a ella están obligados los Obispos a prestar el juramento que antes prestaban al Romano Pontífice. Los bienes de la Iglesia han sido ocupados, como lo fueron por Enrique II, a quien Santo Tomás pidió con instancia la restitución. El Rey cristianísimo se ha visto obligado a sancionar sus decretos. En fin, los Obispos de Francia, como los de Inglaterra, han propuesto a esta Asamblea una fórmula de juramento en la que distinguen los derechos del poder temporal de los de la autoridad espiritual, protestando, que ellos se someterían a lo que fuese puramente civil, y que solo rechazarían aquello para lo cual la Asamblea es incompetente, semejantes a los generosos soldados cristianos que servían bajo la bandera de Juliano el Apóstata, cuyo elogio hace San Agustín con estas palabras: «Juliano fue emperador infiel, un insigne apóstata, un detestable idólatra; no obstante tenía en su ejército soldados cristianos, que le obedecían fielmente; pero cuando se trataba de los intereses de Jesucristo no reconocían más órdenes que las del Rey del Cielo: si se les mandaba adorar a los ídolos, y ofrecerles incienso, preferían Dios al emperador; mas cuando les decía “Formaos en batalla, marchad contra esta nación”, ellos obedecían al instante, porque sabían distinguir el Señor eterno del señor temporal»[105]. Sin embargo la Asamblea nacional ha rechazado estas restricciones, como Enrique II rehusó admitir la cláusula, salvos los derechos de nuestro Orden. Los nuevos reglamentos prescritos por la Asamblea nacional para la ruina del clero, concuerdan perfectamente con los adoptados por Enrique II. Mas la Asamblea nacional no solamente ha imitado a Enrique II, sino que también ha querido imitar a Enrique VIII, quien habiendo usurpado la supremacía de la Iglesia anglicana, transfirió todo su poder al Zwingliano Tomás Cromwell, y le instituyó su vicario general en todo lo concerniente a lo espiritual; le encargó la visita de todos los monasterios del reino; y este Cromwell encargó este cuidado a su amigo Tomás Cranmer, imbuido en los mismos principios que él, quien nada omitió para asegurar en Inglaterra la supremacía eclesiástica del Rey, y para obligar a la nación a reconocer en este príncipe todo el poder que Dios ha dado solo a su Iglesia. Las visitas de los monasterios se reducían a destruirlos, a robarlos, a dilapidar sacrílegamente los bienes eclesiásticos, y de este modo los visitadores hallaban el medio de satisfacer a la vez su avaricia y su odio contra el Papa. En otro tiempo Enrique VIII fingió que la fórmula del juramento propuesta a los Obispos no contenía más que la promesa de una obediencia temporal y de una fidelidad puramente civil, mientras que en realidad ella abolía toda la autoridad de la Santa Sede; del mismo modo la Asamblea, que domina en Francia ha dado a sus decretos el título especioso de Constitución civil del clero, aunque ellos en realidad trastornan todo el poder eclesiástico, y limitan la comunicación de los Obispos con Nos a la simple formalidad de darnos aviso de lo que se ha hecho y ejecutado sin nuestro consentimiento. ¿Quién podrá dejar de ver que efectivamente la Asamblea ha tenido a la vista los decretos de los dos Reyes de Inglaterra, Enrique II y Enrique VIII, y que se ha propuesto por objeto adoptarlos en su Constitución? De otra manera, ¿hubiera podido ella llegar a una imitación tan completa de los principios y de la conducta de estos príncipes? Si alguna diferencia hay, consiste en que la nueva empresa es todavía más perniciosa que la antigua.
Después de haber comparado los dos Enriques con la Asamblea nacional, hagamos ahora un paralelo entre el Obispo de Autun con sus colegas, y para no aumentar nuestro pesar con los detalles, contemplemos solamente la constitución misma, que él ha jurado observar sin restricción alguna: esto bastará para hacer conocer cuánto difiere su creencia de la de los otros Obispos. Estos marchan con toda pureza según la ley del Señor, han conservado el dogma y la doctrina de sus predecesores con un valor heroico, han permanecido firmemente adheridos a la Cátedra de San Pedro, al ejercer y sostener sus derechos con intrepidez, al oponerse con todo su poder a las innovaciones, han aguardado constantemente nuestra respuesta, que debía servir de regla a su conducta. Ellos han tenido la misma fe, la misma tradición, la misma disciplina, han confesado todos lo mismo, y su lenguaje ha sido uniforme. Nos hemos quedado llenos de espanto al ver al Obispo de Autun insensible a los ejemplos y a las razones de todos los Obispos. Santiago Bossuet, Obispo de Meaux, prelado muy célebre entre vosotros, y autor nada sospechoso, había hecho, antes que Nos, una comparación semejante entre Santo Tomás de Canterbury y Tomás Cranmer. Nos la transcribimos aquí, a fin de que aquellos que la leerán puedan ver hasta qué punto se parece ésta al paralelo, que Nos hacemos entre el Obispo de Autun y sus colegas: «Santo Tomás de Canterbury resistió a los reyes inicuos; Tomás Cranmer prostituyó a los mismos su conciencia, y aduló sus malas pasiones. El uno desterrado, despojado de sus bienes, perseguido en los suyos y en su propia persona, y afligido de todas maneras, compró la libertad gloriosa de decir la verdad como él la creía, con un desprecio generoso de la vida y de todas sus comodidades; el otro para agradar a su príncipe, pasó toda su vida en un vergonzoso disimulo, y no cesó de obrar en todo contra su fe. El uno combatió hasta derramar su sangre por los menores derechos de la Iglesia, y al sostener sus prerrogativas, así las que Jesucristo le había adquirido con su Sangre, como las que le habían sido concedidas por los reyes piadosos, defendió hasta los muros de la Santa Ciudad; el otro entregó a los reyes de la tierra el depósito más íntimo, a saber: la predicación, el culto, los sacramentos, las llaves, la autoridad, las censuras, y la misma fe; en fin, nada hubo que no fuese puesto bajo yugo, y estando reunido todo el poder eclesiástico al trono real, no quedó a la Iglesia más fuerza que la que le concedería el siglo. Finalmente, el uno siempre intrépido y siempre piadoso durante su vida, lo fue todavía más en su última hora; el otro, siempre débil y siempre trémulo, lo fue más que nunca al verse próximo a la muerte, y a la edad de sesenta y dos años, sacrificó su fe y su conciencia a un miserable resto de vida. Así éste no ha dejado entre los hombres más que un nombre odioso, y para excusarlo sus mismos partidarios solamente pueden valerse de subterfugios ingeniosos, que los hechos desmienten; pero la gloria de Santo Tomás de Canterbury durará tanto como la Iglesia, y sus virtudes, que la Francia y la Inglaterra han reverenciado con cierta emulación, jamás se olvidarán»[106]. Tales son las palabras de Bossuet.
Lo que se hace todavía más extraño es, que no haya movido al Obispo de Autun la declaración hecha por el Cabildo de su Iglesia Catedral el uno de Diciembre próximo pasado, y que no se haya avergonzado de haber incurrido en la vituperación, y de haber tenido que recibir lecciones de aquel mismo clero, a quien él debía ilustrar con su ejemplo y con su doctrina******. En esta declaración, el clero de Autun, apoyado en los principios verdaderos de la Iglesia, se levanta contra los errores contenidos en la constitución del clero, y se expresa en estos términos: «El Cabildo de Autun declara: 1º Que se adhiere formalmente a la exposición de principios sobre la constitución del clero, publicada por los Señores Obispos diputados en la Asamblea nacional de 30 de Octubre último. Declara: 2º Que, sin faltar a los deberes de su conciencia, no puede participar directa ni indirectamente de la ejecución del plan de la nueva constitución del clero, y principalmente en lo concerniente a la supresión de las iglesias catedrales, y que por consiguiente continuará sus funciones sagradas y canonicales, así como seguirá cumpliendo las numerosas fundaciones, de que su Iglesia se halla cargada hasta que se lo impida una imposibilidad absoluta. Declara: 3º Que en calidad de conservador nato de los bienes y de a los derechos del Obispado, y en virtud de la jurisdicción espiritual que devuelve a las iglesias catedrales durante la vacante de la sede episcopal, no puede consentir a circunscripción alguna nueva, que se haga de la diócesis de Autun por la sola autoridad temporal».
Nos no queremos que el Obispo de Autun, y cualquier otro, que en este intervalo se hubiese hecho perjuro con su ejemplo, ignoren lo que hizo la Iglesia contra los Obispos que asistieron al Concilio de Rímini y, que cediendo al terror y a las amenazas del emperador Constancio, firmaron la fórmula equívoca y capciosa inventada por los arrianos para engañarles. El Papa Liberio les advirtió que si ellos persistían en este error, «él desplegaría toda la autoridad que le daba la Iglesia Católica para castigarlos»[107]. San Hilario de Poitiers hizo expulsar de la Iglesia de Arlés al Obispo Saturnino, porque sostenía con obstinación la doctrina de los Obispos arrianos[108]. Finalmente, la sentencia de Liberio fue confirmada por San Dámaso, en una carta sinodal publicada en un Concilio de noventa Obispos, a fin de que, hasta los Obispos orientales pudiesen retractar públicamente sus errores, si querían ser católicos y ser tenidos por tales. «Nos creemos, dice San Dámaso, que aquellos que por su debilidad no se atrevieren a dar semejante paso, deben ser luego separados de nuestra comunión y privados de la dignidad episcopal, para que los pueblos de sus diócesis puedan respirar libres de todo error»[109]. No se puede negar que el Obispo de Autun y sus imitadores se han puesto en el mismo caso, que los Obispos condenados por Liberio, y por San Dámaso; y por lo mismo, si ellos no revocan su juramento, sepan ya lo que les espera.
Las ideas y los sentimientos que os acabamos de manifestar no son nuestras, sino que, como podéis ver las hemos sacado de las fuentes más puras de la sagrada doctrina. Ahora, carísimos y muy amados Hermanos, Nos dirigimos a vosotros, a vosotros, que sois nuestra alegría y nuestra corona; vosotros no necesitáis sin duda ser animados por medio de exhortaciones, puesto que Nos, nos gloriamos de la fe constante, que habéis hecho brillar en medio de las tribulaciones, de las desgracias y de las persecuciones, y que con vuestros sabios escritos habéis probado, que vuestra denegación en adheriros a los decretos de la Asamblea estaba fundada en las más fuertes razones. No obstante en este siglo tan calamitoso, aquellos mismos, que parecen seguir con mayor seguridad los caminos del Señor, deben tomar todas las precauciones posibles para sostenerse. Así, en virtud de las funciones pastorales, de las que a pesar de nuestra indignidad estamos encargado, os exhortamos a hacer todos los esfuerzos para conservar entre vosotros la concordia, a fin de que, estando todos unidos de corazón, y guiados por los mismos principios y por la misma conducta, podáis rechazar con el mismo espíritu las asechanzas de estos nuevos legisladores, y con el auxilio de Dios, defender la Religión Católica contra sus esfuerzos. Pues así como nada podría favorecer más el éxito de vuestros enemigos que la división que se introdujera entre vosotros; así también un perfecto acuerdo, una unión inalterable de pensamiento y de voluntad entre vosotros es la más fuerte muralla, el arma más temible que podáis oponer a sus atentados y a sus maquinaciones. Nos nos valdremos aquí de las mismas palabras, de que se sirvió nuestro predecesor San Pío V para animar al Cabildo y a los Canónigos de Besanzón reducidos a la misma situación que vosotros: «Que vuestro ánimo sea fuerte y constante; que ni los peligros ni las amenazas debiliten vuestras resoluciones. Recordad la intrepidez de David en presencia del gigante, y el valor de los Macabeos delante de Antíoco. Figuraos a Basilio resistiendo a Valente, Hilario a Constancio, Ivo de Chartres al rey Felipe»[110]. Por lo que concierne a Nos, hemos ya ordenado rogativas públicas, hemos exhortado al Rey a que niegue su sanción; hemos advertido lo que deben hacer los dos Arzobispos, que eran de su consejo; y para calmar y modificar en cuanto estaba en nuestro poder las disposiciones violentas en que se halla éste, que se llama entre vosotros “tercer estado”, hemos cesado de exigir el pago de los derechos, que la Francia debía a la Cámara Apostólica, en virtud de antiguas convenciones, que un uso invariable había confirmado. Esta liberalidad nuestra ha sido recompensada con la mayor ingratitud, pues hemos tenido el disgusto de ver, que algunos miembros de la Asamblea, encendían, propagaban, y mantenían el fuego de la revolución de los Aviñoneses contra la Sede Apostólica, contra la cual Nos, y esta misma Santa Sede, no cesaremos de reclamar. Nos hasta ahora nos hemos abstenido de fulminar los anatemas de la Iglesia contra los autores de esta malhadada constitución del clero; Nos hemos opuesto la paciencia y la dulzura a todos los ultrajes, Nos hemos hecho cuanto dependía de Nos para evitar el cisma y volver la paz al seno de la nación; y hasta adheridos a los consejos de la caridad paterna, que se hallan trazados al final de vuestra exposición, os pedimos y os conjuramos a que Nos hagáis conocer lo que Nos podríamos hacer para llegar a conciliar los ánimos. La gran distancia del lugar no Nos permite juzgar cuáles serían los medios más convenientes; pero vosotros, que os halláis en el mismo centro de los sucesos, tal vez encontraréis alguno, que no perjudique al dogma católico y a la disciplina universal de la Iglesia. Nos os suplicamos, que lo propongáis, para que podamos examinarlo con cuidado y someterlo a una madura deliberación. Por fin suplicamos al Señor, que conserve por largo tiempo para Nos y para su Iglesia pastores tan sabios y tan vigilantes; y acompañamos este nuestro deseo con la Bendición apostólica, que, amados Hijos y Venerables Hermanos, os damos del fondo de nuestro corazón y con toda la efusión de nuestra ternura paternal.
Dado en Roma, cerca de San Pedro, el 10 de Marzo del año 1791, año décimo séptimo de nuestro pontificado. PÍO VI.
NOTAS
[1] Régula Pastorális, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 54.
[2] De Offíciis Ministrórum, libro I, cap. III, número 9, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 4.
[3] Carta 66, libro VI, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 284.
[4] Colección del Padre Felipe Labbé SJ, tomo XIX, pág. 1154, edición veneciana.
[5] Bulario de Benedicto XIV, tomo IV, constitución 44, edición romana.
[6] San Atanasio, en História Arianórum ad Mónachos, tomo I de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 371.
[7] Comentario al capítulo I de la Carta a los Gálatas, núm. 6, tomo I de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 668.
[8] Confesiones, Libro III, cap. VIII, tomo I de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 94.
[9] Canon 20, citado en la colección del Padre Felipe Labbé, tomo VI, pág. 541.
[10] Constituciones Clementinas, título De Hæréticis, cap. III.
[11] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión X, art. 8
[12] Capítulo II, núm. 15.
[13] Libro III, cap. XVII, núm. 13.
[14] Carta 93, título II, núm. 2. Edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 237.
[15] Carta 185, en el mismo tomo, pág. 652.
[16] Carta 21, libro V, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 751.
[17] Tomo II, libro I, cap. II, art. 2. Cf. Santiago Sirmond, Concília antíqua Gálliæ, tomo II, pág. 656.
[18] Carta 71, en la colección del Padre Labbé, tomo I, pág. 665.
[19] Carta 5, en la colección del Padre Labbé, tomo II, pág. 1334.
[20] Sesión 23, canon 7 y Sesión 24 De Reforma, cap. I.
[21] Cap. VIII, sesión 3.
[22] Después de haber enviado este Breve, ha venido a nuestras manos una letra de San Pío V, por la que persiste en rehusar la confirmación de Federico IV de Wied, elegido para el arzobispado de Colonia, porque no había querido hacer la profesión de fe según la fórmula aprobada por Pío IV (formula que prescribe, que se debe reconocer a la Iglesia Romana como madre y maestra de todas las Iglesias, y que se prometa y jure obediencia al Romano Pontífice, como sucesor de San Pedro, príncipe de los Apóstoles y Vicario de Jesucristo), y aunque Federico después de su elección hubiese hecho declaración de su fe ortodoxa y hubiese protestado de estar pronto a derramar su sangre por la fe Católica Romana, no obstante San Pío V, viendo que todos sus avisos y exhortaciones eran inútiles, no quiso sufrir por más tiempo su resistencia a Federico, y le obligó a que, u obedeciese, o que dimitiese. Viéndose pues Federico en esta alternativa prefirió dimitir la Silla de Colonia antes que prestar el juramento según la forma prescrita, y por un acto de bondad pontificia se permitió que su dimisión más bien pareciese un acto voluntario que efecto de una sentencia; como se desprende de los testimonios presentados por Santiago Laderchi, Anales Eclesiásticos, tomo XXIII, año 1566, númS. 68 a 69; y del año 1567, núm. 24.
Hemos hecho esta adición a ejemplo de San León en su carta dogmática a Flaviano Obispo de Constantinopla, y hemos creído debérosla comunicar, para el caso de que os hallaseis animados del mismo dese, que manifestaban a este santo Papa los Obispos de Francia, Cerecio, Salonio y Verano cuando le escribían. Si con vuestro estudio halléis algo nuevo que podáis añadir para la edificación de los señores, mandad con el celo propio do vuestra piedad, que se añada a este rescripto. (Colección de cartas decretales de San León, por Teófilo Raynaud, edición de París 1761, pág. 177).
[23] Dissertatiónes de Concórdia Sacerdótii et Impérii, libro II, cap. VII, núm. 8.
[24] Carlos du Plessis d’Argentré, Colléctio judiciórum de novis erróribus, tomo II, edición de París 1728, pág. 291 al final.
[25] Carta 54, a Genaro, cap. V, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 126
[26] Suma Teológica, parte I-IIæ, cuestión 97, art. 2.
[27] Canon 67, en la colección del Padre Labbé, tomo VII, pág. 1378.
[28] Santiago Laderchi, Anales Eclesiásticos, año 1568, pág. 6, edición de Roma 1733.
[29] Carta 3, tomo II, edición de Tournai 1767.
[30] Carta 24, a Alejandro de Antioquía, cap. II en la colección Epístolæ Romanórum Pontíficum de Pedro Coustant OSB, pág. 852.
[31] Dissertatiónes de Concórdia Sacerdótii et Impérii, libro II, cap. IX, núms. 4 y 7.
[32] Carta 50, pág. 29, núm. 1, epistolario editado en París por Esteban Baluze, año 1682.
[33] Carta 238, pág. 103, parte 2, edición de París 1647.
[34] Carta 7, al clero y al pueblo de Constantinopla, núm. 2, colección de Pedro Coustant OSB, pág. 798.
[35] Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, libro III, cap. IV, núm. 15 y nota 6.
[36] San Jerónimo, De viris illústribus, cap. XVII. En Domingo Vallarsi SJ, Ópera ómnia Sancte Hierónymi, tomo II, pág. 843.
[37] Eusebio de Cesarea, op. cit., tomo III, cap. IV, núm. 5. San Jerónimo, Comentario al capítulo 25 del Evangelio de San Mateo, tomo VII de la edición de Domingo Vallarsi SJ, pág. 207.
[38] Canon 13: «La elección de aquellos que serán consagrados para el servicio del Altar no será competencia de la multitud».
[39] Acta X, canon 12.
[40] Rufino de Aquilea, Historia Eclesiástica, libro X, final del cap. IX.
[41] Cartas 193 y 194.
[42] Teodoreto de Ciro, Historia Eclesiástica, libro IV, cap. VII.
[43] Homilía III sobre los Hechos de los Apóstoles, tomo IX, edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 25.
[44] Carta 25, en la colección de Pedro Coustant OSB, pág. 856 núm. 2.
[45] História Arianórum ad Mónachos, tomo I, núm 4, pág. 347, edición de los Benedictinos de San Mauro.
[46] Carta 30, libro III, pág. 646, edición de los Benedictinos de San Mauro.
[47] Carta 10, libro IV, pág. 689.
[48] Carta 21, libro VI, pág. 807.
[49] Carta 4, libro II, págs. 1094 y ss.
[50] Decretales de San Ivo de Chartres, parte V, cap. CCCLVII.
[51] Odorico Rinaldi, Anales Eclesiásticos, año 1199, núm. 19.
[52] Alberto Krantz, Metrópolis, sive História de ecclésiis sub Cárolo Magno in Saxónia, libro VII, cap. XVII § 1.
[53] Carta 13, tomo I, pág. 13, edición de los Benedictinos de San Mauro.
[54] Carta 4, libro II, págs. 1094 y ss.
[55] Contra Joviniano, libro I, núm. 14, pág. 291, tomo II de la edición de Domingo Vallarsi SJ.
[56] San Dámaso, Carta 2, colección de Pedro Coustant OSB, págs. 482 y 486.
[57] Benedicto XIV, Breve “Auget pastorálem nostram” a los católicos residentes en Bélgica, en su Bulario, tomo I, Constitución 11.
[58] Contra los luciferianos, núm. 5, tomo II de la edición de Domingo Vallarsi SJ, pág. 176.
[59] Salaminio Hermias Sozomeno, Historia Eclesiástica, libro I, cap. XVI, núm. 5.
[60] História Arianórum ad Mónachos, núm. 52, tomo I de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 376.
[61] Contra los luciferianos, núm. 19, tomo II de la edición de Domingo Vallarsi SJ, pág. 191.
[62] Libro XIII, cap. I, núm. 2.
[63] Libro XIII, cap. II, núm. 6.
[64] Sesión 23, De Reforma, cap. XXVIII.
[65] Capitular del año 789, en el tomo I de la compilación Capitulária Regum Francórum de Esteban Labuze, cap. XV, pág. 253.
[66] Ibíd., tomo II, título IV, cap. I, pág. 327.
[67] Benedicto XIV, De Sýnodo diœcesána, libro XIII, cap. XI, núm. 12.
[68] Abraham Bzowski OP, Anales Eclesiásticos, año 1222, 6, edición de Colonia 1621.
[69] Concilio presidido por San Isidoro de Sevilla en el año 638 , canon 15. En el tomo VI de la colección del Padre Labbé, págs. 1497 y 1502.
[70] Colección de Pedro Coustant OSB, pág. 1050, núm. 6
[71] Capitulária Regum Francórum, tomo I, pág. 405.
[72] Ibíd., págs. 407 y 411.
[73] De Offíciis Ministrórum, libro II, cap. XXIX, núms. 150-151, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 106.
[74] Historia de los Francos, libro X, § 16, pág. 535.
[75] Véterum Analéctum, pág. 249, edición de París de 1722.
[76] Decreto conciliar de San Lupo de Lyon, Canon 2, en la colección del Padre Labbé, tomo V, pág.1277.
[77] Gesta episcopórum Metténsium, en Biblioteca de los Padres, tomo XIII, edición de Lyon, pág. 321.
[78] De Litúrgia Románi Pontíficis, tomo II, disertación 1, cap. VII, § 6.
[79] Ibíd., § 7
[80] San Isidoro de Sevilla, Concilio IV de Toledo, canon 2: «Conservemos pues, en toda España y Galia un mismo modo de orar y de cantar, idénticas solemnidades en las misas, una forma en los oficios vespertinos y matutinos; ni en adelante sea diversa la costumbre eclesiástica en nosotros que conservamos una misma fe y vivimos en un reino; pues decretaron los antiguos cánones, que todas las provincias observen iguales costumbres en el cántico y ministerios».
[81] Dissertátio in Áureum, ac Pervetústum Sanctórum Evangeliórum Códicem manuscríptum Monastérii Sancte Emmerámi Ratisbónæ, parte I, preliminar, §, partes 3 y 4.
[82] Juan Mabillon OSB, Disquisición sobre el Curso Galicano § 5, núm. 49, al final de Litúrgia Gallicána libri III, pág. 418, edición de París de 1729.
[83] De cantu et música sacra, tomo II, libro IV, cap. II.
[84] Decreto conciliar de Gerardo de Cambrai, Cap. XII “Del oficio de la Salmodia”, en la colección del Padre Labbé, tomo XI, cols. 1181 y ss.
[85] De la Ciudad de Dios, libro XVIII, cap. XLV, núm. 1, tomo VI de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 527.
[86] Sesión 25, cap. I.
[87] Edición de los Benedictinos de San Mauro, tomo I, págs. 44-118. Opúsculo “De la comparación entre los reyes y los monjes”, en el mismo tomo, págs. 116-121.
[88] Carta 29, letra A, en el tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, libro VI.
[89] Apéndice de las Cartas de San Gregorio Magno, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 1294, núm. 7.
[90] Bula “Románus Póntifex”, 5 de Octubre de 1256.
[91] Contra impugnántes Dei cultum et religiónem, en el tomo XXV de la edición de París 1660, págs. 533-666.
[92] Apología páuperum contra calumniatóres, en la edición de Lyon 1668, tomo VII, págs. 346-385.
[93] Bula “Exsúrge Dómine”, en la colección del Padre Labbé, tomo XIX, col. 1049 y ss.
[94] Decreto conciliar del cardenal Carlos I de Borbón, Capítulo VIII “Del oficio de los obispos”, núm. 41, en la colección del Padre Labbé, tomo XXI, col. 651.
[95] Vida de San Luis, en Históriæ Francórum scriptóres por Andrés Duchesne, tomo V, págs. 448-449.
[96] Tomo V, págs. 379-380, edición de París 1750.
[97] En la colección del Padre Labbé, tomo XVII, col. 1231.
[98] Carta 93, a Vicente rogatista, núm. 3, tomo II de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 231.
[99] Suma Teológica, parte II-IIæ, cuestión 88, art. 12 hasta el fin.
[100] Decreto “Inter cunctas Pastorális offícii” del cardenal Antonio Duprat, en la colección del Padre Labbé, tomo XIX, cols. 1157-1158.
[101] Breve “Satis et plus quam satis” al duque Federico de Sajonia contra Martín Lutero, en la colección del Padre Labbé, tomo XIX, col. 1064.
[102] Carta 26, libro VII, pág. 872, edición de los Benedictinos de San Mauro.
[103] Instituciones Eclesiásticas 29, pág. 142, edición de Roma de 1747.
[104] Miguel Arfold/Griffith, Fides Régia Anglicána, sive Annáles Ecclésiæ Anglicánæ, tomo IV, años 1054 y 1171.
[105] Comentario sobre el Salmo 124, núm. 7, al final del tomo IV de la edición de los Benedictinos de San Mauro, pág. 1416.
[106] Historia de las variaciones de las iglesias protestantes, libro VII, núm. 114, tomo III de la edición de París 1747.
[107] Carta de Liberio a los católicos, en Fragménta Histórica de San Hilario de Poitiers, fragmento 12, pág. 1358 de la edición de los Benedictinos de San Mauro.
[108] Severo Sulpicio, Historia sagrada, libro II, cap. XLV, tomo II de la edición de Jerónimo da Prato CO, Verona 1750.
[109] Carta a los obispos de Iliria, carta 3, núm 2, edición de Pedro Coustant OSB, págs. 482 y 486
[110] Carta 6, libro VI, edición de Amberes 1640.
COMENTARIOS DEL TRADUCTOR.
* Esto es, a la Potestad, en cuanto es el ministro de Dios (como explica el versículo que lo antecede) contra aquel que hace lo malo.
** Esta nota no se halla en ninguna de las ediciones publicadas en Francia, y se ha sacado del suplemento de la primera parte de la colección de Breves de la edición latina de Augsburgo.
*** Llamóse este Concilio Trullano por el lugar cóncavo, en que se celebró: también llamóse Quinisexto, por haberse celebrado para complemento en la parte disciplinar de los dos Concilios Generales II y III Constantinopolitanos, que en el Orden de los Ecuménicos son el V. y VI. Carlos Sebastián Berardi, De Jure Canónici, cap. 41, tomo, 1.
**** Traducción de Mons. Felipe Scío de San Miguel Sch. P.
***** Aquí el Papa habla con aguda ironía.
****** Los párrocos del Obispado de Autun no han desplegado menos celo y energía que el Cabildo, como puede verse en su respuesta a la carta de su Obispo, inserta en el Diario Eclesiástico del Padre Agustín Barruel. Marzo de 1791.
No podemos hablar que la alianza antigua sigue vigente, porque dice en la Carta de San Pablo a los Hebreos, en su capítulo octavo que Yahveh envió a Jesús como mediador del Nuevo y Eterno Testamento (sellado con el vertimiento de su Preciosa Sangre en el madero santo y bendito de la Cruz del Calvario), y esta Alianza Nueva es perfecta, no como la Antigua (que los judíos quebrantaron miles de veces). Y "Al decir nueva (Alianza), declaró anticuada la primera; y lo anticuado y viejo está a punto de cesar". (Hebreos VIII, 13)
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