Iba el Almirante (Cristóbal Colón) navegando aquélla incertidumbre de
sesenta vacías singladuras, mudo y ensimismado en su paisaje interior de
aguas y estrellas. Estaba ungido. Y el Señor se complacía en
descubrirle el misterio de aquélla geometría de números y de luz en que
fueron creadas todas las cosas al principio. ¡Qué riesgo marear los
océanos cuando aún no concierta la bitácora con la Polar, los caminos
seguros donde resoplan su gozo ángeles del viento y las sirenas! Pero la
corazonada del Almirante le ardía, asomada a los ojos, como un fuego
rusiente, para conducir los navíos. ¿No parecían las carabelas, entre el
turpial salobre de las olas, tres conchas peregrinas desprendidas del
bordón de Santiago? Sí. Después de andar siglos y siglos la dura tierra
española, en holocausto de sangre y de batallas, por la unidad de la fe,
esta aventura extraordinaria en la inmensidad desconocida de los
océanos.
Los Pinzones, grandes capitanes y ambiciosos, tejen, con la fatiga y el
descontento de la tripulación, trampas y trifulcas al Almirante; pero él
se recoge, con la seguridad de su fe iluminada, en el regazo de la
Biblia. Se navega hacia la desesperación. Y, detrás de cada ola, crece
el designio del retorno a Rábida.
De pronto, los pájaros. Inesperadamente, Un vuelo de papagayos y de
grullas enhebran, con las agujas de los mástiles y el hilo de oro del
sol, un soneto de luz a la esperanza. El anochecer de vísperas se
cierra, como boca de lobo, sin estrellas, abrasado de vientos tropicales
que enloquecen la pasión y la Sangre. El mar, en calma. Y rompe la
"Salve, Regina" marinera, tan impetuosa, que atranca el milagro al
corazón de Dios, en el nombre de María Santísima. ¡Qué prodigio
entonces! El Almirante, vestido de negra ropilla penitente, agarra entre
sus manos el gobernalle. Quiere rezar, y no puede, porque sus labios se
aferran a una palabra sólo: "Tierra." Después se pone a temblar, él,
endurecido de infinitas navegaciones. Una lágrima cristiana de amor
enturbia el poder de sus pupilas, que adivinan allí, en lejana frontera
del cielo con las aguas, el resplandor parpadeante de un fuego. ¿Se
alucinan aún? El reloj que criba las arenas del tiempo, entre aquellas
ampollas que parecen dos corazones de cristal, apunta las dos de la
madrugada. Un morterazo y un grito: "¡Tierra a la vista!" Y Rodrigo de
Triana, como el bello arcángel de la Anunciación, certifica el milagro
del descubrimiento.
Algarabía, abrazos y canciones; los tamboriles vascongados rizan vítores
de gloria al Almirante; y una oración: "Bendita sea la luz, bendita la
Santa Cruz; y el Señor de la verdad y la Santa Trinidad; bendito sea
este día y el Señor, que nos lo envía". Y allí van solemnes las
carabelas españolas, escoltadas de una orla de indios que saltan y
juegan como delfines, con el poder del mar..., y parece el cortejo de
los tres Reyes Magos que rinden su homenaje a un nuevo mundo recién
nacido para la mayor gloria de Dios. En el Diario del Almirante hay esta
noticia que resume todos los designios del Descubrimiento: "Yo, para
que los indígenas nos tuvieran mucha amistad, porque conocí que era
gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra santa fe más por el
amor que por la fuerza, les di bonetes colorados y cuentas de vidrio,
que se ponían al cuello, con lo que habían mucho placer y quedaron tan
nuestros que era maravilla". Está fechada un 12 de octubre de 1492, el
mismo día que allí la España distante, católica y misionera, honra a su
Patrona de los cielos, Santa María del Pilar. ¿Coincidencia? Pero ésta
es otra historia de un estupendo prodigio, en el escenario de las aguas
del Ebro, acaecido un amanecer original, catorce siglos antes.
Colón reclama el Nuevo Mundo para Dios y para los Reyes Católicos
Os lo quiero referir con todo el perfume intacto de una primera
relación, escrita por mano anónima, en las últimas páginas del códice de
Los Morales de San Gregorio Magno, según puede leerse en los
archivos de Zaragoza. Tiene la suave fragancia espiritual de los
scriptorios medievales, donde los monjes hilaban la historia, con aquel
gozo de oros, azules y bermellones, según los abecedarios de una fe pura
y pacífica. Se le creía contemporánea del obispo Tajón, hacia el 631,
pero la crítica le ajustó la edad aproximada entre finales del XIII y
principios del XIV.
Y fue que Santiago el Mayor, hermano de Juan el Evangelista, vino a
España para anunciar la Nueva Ley de Jesucristo. Cumplía el mandamiento
que el Señor les hiciera a los Doce, en su última aparición de
resucitado: "Predicad el Evangelio a todas las gentes del mundo". El
escritor anónimo nos describe la llegada a España, por Asturias; sus
viajes misioneros en Galicia; siguiéndole todo su itinerario hasta la
España Menor, que es el reino aragonés, que se llama Celtiberia. Dos
videntes extraordinarias, las venerables María de Jesús de Agreda y Ana
Catalina Emmerich, coinciden en ver a Santiago partir desde Jaffa, tocar
Cerdeña en la ruta del mar Mediterráneo y desembarcar, más lógicamente,
en Cádiz o Cartagena, para la evangelización de Andalucía. La madre
Agreda coloca en Granada un aprieto de muerte para el apóstol,
acorralado por sus enemigos, del que le salva la Virgen María viniendo
personalmente en su socorro.
Aparición de Nuestra Señora a San Santiago
Pero situémosle ya, con el códice gregoriano, en Zaragoza, donde no le
acompaña la fortuna en sus trabajos apostólicos. "Aquí predicó muchos
días, logrando convertir para Cristo a ocho hombres". ¡Menguada pesca
para aquel marino del mar de Tiberíades que había tocado con sus manos
las redes abarrotadas de Pedro en aquella pesca milagrosa! Y, cosa muy
natural, le rinde el desaliento a Santiago. "Con estos convertidos se
entretenía en dulces enseñanzas sobre el reino de Dios, y por la noche
iba a una era, cerca del río, donde se echaba en la paja." Ya se
presiente el prodigio. Porque, en una de esas largas noches, desveladas
por la amargura y la oración instante, percibe en los cielos un camino
de luz, sonoro de canciones y de arcángeles. Ave María, gratia plena.
¿Es una alucinación de la fatiga o del viento ululante que baja del
Moncayo? No. Es una evidencia estremecedora en sus claridades celestes.
La humilde Virgen María, tierna Madre de la Iglesia, que él dejara en
Jerusalén, está allí, palpitante, viva, hermosísima, bendiciéndole,
hablándole de esta manera: "He aquí, hijo mío Jacobo, el lugar de mi
elección. Mira este pilar en que me asiento, enviado por mi Hijo y
Maestro tuyo. En esta tierra edificarás una capilla. Y el Altísimo
obrará, por Mí, milagros admirables sobre todos los que imploren, en sus
necesidades, mi auxilio. Este pilar quedará aquí, hasta el fin de los
tiempos, para que nunca le falten adoradores a Jesucristo". Y la
cabalgata angélica toma reverente a su Reina, y por un camino de
luceros, que será para siempre el Camino de Santiago, le devuelve a su
retiro de Jerusalén. Así, tan sencillamente termina el relato de la
aparición de María en su carne mortal al apóstol Santiago, en Zaragoza.
¿Historia o leyenda? Cuando, en nuestro tiempo, aquel reducido oratorio
edificado por los primeros creyentes, se ha convertido en un suntuoso
templo de la Hispanidad, abrir este interrogante de duda suena a herejía
intolerable. Pero acaso sea mejor que la crítica de dentro y de fuera
de España haya cribado rigurosamente tan entrañable suceso. Si se niega
la evangelización de nuestra Patria por Santiago el Mayor, nada puede
quedar de esta prodigiosa venida de la Virgen, ni de su celeste regalo
de la columna. Veamos.
Los adversarios argumentan en dos direcciones: una teológica; la otra,
científica. Y dicen: No parece honorable a la santidad y seriedad de
María este andar funambulesco por los aires, ni tampoco coherente con su
carácter humildísimo el pedir, en vida aún, que el apóstol edifique un
oratorio a su dedicación y culto. Pues, en respuesta, os abro la
teología de la Virgen, en aquella Pentecostés, cuando preside a los
Doce, la mañana elegida por el Santo Espíritu para introducir a la
Iglesia públicamente en la historia del mundo. Sobre todos caen las
llamas misteriosas de fuego, que los transforma, de hombres, en
consagrados "testigos del Señor Jesús". Aquí, en este ardiente cenáculo,
lo veis, se realiza aquella maternidad de gracia -sin estrenar aún-
anunciada al mundo por las palabras de agonía de Cristo, en la mutua
entrega de su Madre y Juan. Toda maternidad tiene exigencias inviolables
y derechos augustos, de sacrificio, de ternuras, de tutelas y socorros
cerca de los hijos. Y María, Madre de este pequeño Colegio apostólico y
de toda la Iglesia universal. Pues bien; de otro lado, no se pueden
negar teológicamente a Nuestra Señora gracias, carismas y dones que
hayan sido concedidos a simples mortales, sino que deben atribuirsele en
grado eminente. Según la luminosa dialéctica de Santo Tomás de Aquino,
María alcanza, en funciones de su divina maternidad, "una grandeza y un
poder, de alguna manera, infinitos", pues vive, como si dijéramos, en
las mismas fronteras de la Deidad. Tanto, que el bello arcángel de la
Anunciación la saluda: "Salve, la llena de gracia". Pues la consecuencia
será que este don de las traslaciones o bilocaciones, ya concedido a
muchos siervos de Dios, hay que reconocérselo realmente a María, que
pudo venir a Zaragoza, sin indecoro circense, sino empujada por un
amoroso apego que profesaba a Santiago, sin duda porque el apóstol, en
su rostro y en su porte, era una estampa viva de su Hijo Jesucristo. Y
como Madre de todos los apóstoles.
El tema de la dedicación de un oratorio a su nombre y culto puede
plantearse, salvando su exquisita humildad. Las relaciones del prodigio
nos aseguran que Ella trajo una columna, de origen celeste, como
testimonio y signo de fortaleza. Entonces, ¿por qué no pensar que este
templo que la Virgen pide a Santiago sea como el Arca de la Alianza
antigua, el joyel que guarde el tesoro divino de su pilar? Nos promete
una intercesión de gracias, milagros y bendiciones muy acorde con los
principios dogmáticos de su maternidad divina. Porque, desde el instante
de la Encarnación, para que su consentimiento a la empresa redentora de
Cristo fuese racionalmente libre, fue necesario que conociera todo el
ámbito de obligaciones y derechos de esa su maternidad, es decir, su
condición de corredentora, de intercesora y medianera de todas las
gracias. La madre Agreda describe así el encargo al apóstol: "Hijo mío
Jacobo, este lugar ha se ñalado y destinado el altísimo y todopoderoso
Dios del cielo para que en la tierra le consagres y dediques un templo y
casa de oración, donde debajo del título de mi nombre quiere que el
suyo sea ensalzado y engrandecido." y así, la humilde "esclavita" de
Nazaret, María, busca primero el honor y la gloria del que la hizo
grande con su poder, porque es el Altísimo.
El argumento científico de crítica histórica procede por meras vías de
negación. Sin presentar nada positivo, se contenta con calificar de
sospechoso que hasta el siglo IX no se encuentren pruebas escritas del
prodigio. Mas juzgan inexplicable que los escritores clásicos primitivos
omitan su consignación en absoluto: así Idacio, Orosio, San Isidoro de
Sevilla, San Julián de Toledo. Y, lo que es más grave, tratadistas
aragoneses como San Braulio y Prudencio. Añádase aún el silencio de las
liturgias mozárabes, que acostumbran consignar, en sus calendas, las
clásicas conmemoraciones de las iglesias españolas, y estará completo
todo lo que hay que oponer a esta gloriosa venida de la Virgen del Pilar
a España. Bien.
Pero comienzan a enfriarse los quilates del argumento si tenemos en
cuenta que Diocleciano mandó destruir, por el fuego, todos los archivos
de la Iglesia primitiva. Por otra parte, si examinamos las obras de
todos los escritores citados, veremos que ninguna de ellas trata temas
en los que lógicamente haya lugar para introducir noticias del suceso.
Y, entonces, no es demasiado sospechoso que las omitan, máxime cuando se
trataba, sin duda, de un hecho perfectamente conocido y en la
conciencia profunda del pueblo fiel. ¿Pueden asegurar honradamente los
adversarios de la venida de la Virgen que los naturales testigos del
suceso -estos escritores religiosos citados- no se ocuparon del tema
porque él no aparece en las obras escritas que conocemos? ¿Y las que se
pudieron perder entre la intemperie de los siglos?
Desde el 855 la prueba en favor de la venida y del templo de Zaragoza es
abrumadora. Piadosas donaciones que se hacen "a Santa María la Mayor de
Zaragoza". La bula del Papa Gelasio II concediendo indulgencias para
reconstruir el templo, derruido por el musulmán; Inocencio I, Eugenio
III y Alejandro III, que acogen advocación y culto bajo su papal amparo.
Los Alfonsos y los Jaimes, reyes aragoneses; Sancho el Fuerte de
Navarra; los Berengueres, condes de Barcelona; multitud de obispos y
fieles distinguidos, todos tuvieron a honra extender privilegios y
legados, cubrir de magníficos dones esta angélica capilla, raíz y decoro
de España.
Basílica de Nuestra Señora del Pilar
Por último, la actitud oficial de la santa Iglesia. En las lecciones del
Propio de España para este día aceptaba "como piadosa y antigua
tradición" la visita de María a Santiago. Clemente XII concedió el rezo
de su oficio litúrgico, señalando la fecha del 12 de octubre. Pío VII lo
elevó al rango de "primera clase con octava" para el reino de Aragón.
Pío IX extendió a todas las diócesis de España el privilegio del oficio y
de la misa del Pilar. Y Pío XII, en una comunicación de la Sagrada
Congregación de Ritos -fecha 14 de febrero de 1958-, concedió a todas
las iglesias y oratorios de España, Iberoamérica e islas Filipinas "la
misa propia de la Bienaventurada Virgen María del Pilar".
Pero hay otra congruencia de filosofía de la historia. Los pueblos, en
la armonía del mundo, como cada uno de los hombres, tienen asignado un
destino en la providencia de Dios. Poniendo a Santiago como raíz de
España, ya que él siembra lo permanente del hombre, toda nuestra
historia se articula maravillosamente. Apóstol de la Verdad del
Evangelio con una temperatura "militante", él derrama en la sangre
española de nuestro cuerpo nacional aquellos ardores que el mismo Cristo
define como "Hijo del Trueno". Vendrá la Reconquista para contrastar
ocho siglos de un temple y de constancia aterradores, en holocausto de
la unidad de nuestra fe. Y en las más dramáticas ocasiones el "Señor
Santiago Caballero" combatirá la victoria de nuestros soldados. Y el
mar: la definición de España como una unidad católica universal,
adelantada de la fe de Cristo, que bautiza veinte naciones americanas
para que recen, en castellano, el padrenuestro, el avemaría, el "Gloria
al Padre", en un rosario colosal de alabanzas a la Trinidad, por Cristo
Redentor, en el nombre de María Santísima. Y así es.
Iba el Almirante ensimismado en su paisaje interior de aguas, de
estrellas, pero seguro. Allí, en las lejanías originales de España,
gemía Santiago su misionar como inútil, con los pocos creyentes que le
siguen. Pero aquella siembra de amarguras y de sangre florece con ímpetu
milagroso de fecundidad. Es la hora del premio, la fe de este
Almirante, que marca lo imposible en un navío que tiene nombre de
Virgen: la Santa María. Y así Ella, que junto a las aguas del Ebro
bautizó el alma de España, ahora arranca del sueño miliario estos
millones de indios inocentes, como recién nacidos que España cristianiza
a mayor gloria de Dios. Y este 12 de octubre bandean a victoria todas
las campanas de las dos orillas; y hay un triunfo de banderas, un
nurmullo de espumas, un gran vuelo de cóndores andinos, que cantan, bajo
la Cruz del Sur, la gran antífona agradecida de la hispanidad, con toda
la cristiandad arrodillada: Bendita y alabada sea la hora en que
la Virgen Santísima vino en carne mortal a Zaragoza. Bendita sea por
siempre y alabada. Amén.
FERMÍN YZURDIAGA LORCA
ORACIÓN
Omnipotente y sempiterno Dios, que maravillosamente nos preparaste
celestial defensa en la gloriosísima Madre de tu Hijo: concédenos
propicio que, venerándola con piadosa devoción con el especial título
del Pilar, seamos protegidos con su perpetuo auxilio. Por J. C. N. S.
Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)