Del libro "De los Nombres de Cristo", de Fray Luis de León
Alaba ¡oh alma!, a Dios; Señor, tu alteza,
¿qué lengua hay que la cuente?
Vestido estás de gloria y de belleza
y luz resplandeciente.
Encima de los cielos desplegados
al agua diste asiento.
Las nubes son tu carro, tus alados
caballos son el viento.
Son fuego abrasador tus mensajeros,
y trueno y torbellino.
Las tierras sobre asientos duraderos
mantienes de contino.
Los mares las cubrían de primero,
por cima los collados;
mas visto de tu voz el trueno fiero,
huyeron espantados.
Y luego los subidos montes crecen,
humíllanse los valles.
Si ya entre sí hinchados se embravecen,
no pasarán las calles;
las calles que les diste y los linderos,
ni anegarán las tierras.
Descubres minas de agua en los oteros,
y corre entre las sierras
el gamo, y las salvajes alimañas
allí la sed quebrantan.
Las aves nadadoras allí bañas,
y por las ramas cantan.
Con lluvia el monte riegas de sus cumbres,
y das hartura al llano.
Así das heno al buey, y mil legumbres
para el servicio humano.
Así se espiga el trigo y la vid crece
para nuestra alegría.
La verde oliva así nos resplandece,
y el pan da valentía.
De allí se viste el bosque y la arboleda
y el cedro soberano,
adonde anida la ave, adonde enreda
su cámara el milano.
Los riscos a los corzos dan guarida,
al conejo la peña.
Por Ti nos mira el sol, y su lucida
hermana nos enseña
los tiempos. Tú nos das la noche oscura
en que salen las fieras;
el tigre, que ración con hambre dura
te pide, y voces fieras.
Despiertas el aurora, y de consuno
se van a sus moradas.
Da el hombre a su labor, sin miedo alguno,
las horas situadas.
¡Cuán nobles son tus hechos y cuán llenos
de tu Sabiduría!
Pues ¿quién dirá el gran mar, sus anchos senos,
y cuantos peces cría;
las naves que en él corren, la espantable
ballena que le azota?
Sustento esperan todos saludable
de Ti, que el bien no agota.
Tomamos, si Tú das; tu larga mano
nos deja satisfechos.
Si huyes, desfallece el ser liviano,
quedamos polvo hechos.
Mas tornará tu soplo, y, renovado,
repararás el mundo.
Será sin fin tu gloria, y Tú alabado
de todos sin segundo.
Tú, que los montes ardes si los tocas,
y al suelo das temblores,
cien vidas que tuviera y cien mil bocas
dedico a tus loores.
Mi voz te agradará, y a mí este oficio
será mi gran contento.
No se verá en la tierra maleficio
ni tirano sangriento.
Sepultará el olvido su memoria;
tú, alma, a Dios da gloria.
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)