Desde MILES CHRISTI
—Hijo
mío, todavía te falta percibir el quebranto máximo que este pueblo
deparó a mi Corazón. Menos lástima me dio por traerme a mí tormentos que
a sí castigos… Un día me veías plañir amargamente sobre la ciudad de
Jerusalén, no por la pasión y muerte que me infligiría, sino por los
castigos que se acarrearía. Enfréntanme ahora, amado mío, sin dejarme
cómo remediarlos, todos aquellos castigos con toda la ingratitud de este
pueblo. Es así como veo a mi pueblo separado de mí para siempre; el
peor entre todos los pueblos, que se acarreará la maldición de Dios…
¡Pueblo sin reyes, ni sacerdotes ni ciudades, vagando entre las naciones
del mundo, por nadie tolerado, ajeno a otro afán que el de atesorar el
dinero de esta tierra, perdido en alma para siempre!… ¡Y, lo que es más,
en él vi el más encarnizado perseguidor de mi carísima Esposa, la Santa
Iglesia!
[…]
—¡Oh
Jesús, qué extraordinario amor y aprecio tuviste por mi alma! ¡Que tú,
la misma Inocencia y Santidad, debas sufrir por mí tantas y tales penas
que a mí me merecieron mis pecados! Te doy gracias, oh Jesús mío, y te
alabo por el infinito Amor que me tuviste, y amor te prometo.
—Hijo
mío, hermoso será tu agradecimiento, y conforme a mis deseos tu
alabanza y amor, si me imitas; si por mi amor y según mi ejemplo lo
sufres toda adversidad silencioso y sereno, y me tomas a mí en el
Sagrario como único confidente y único refugio de tus tribulaciones.
—Pero ahora sigue caminando a mi lado y entra en la ciudad de Jerusalén,
la ciudad de mi Pasión. Aunque era ya medianoche, la luna llena y la
gran cantidad de linternas en manos de mis enemigos te echan sobrada luz
sobre lo miserable de mi estado. Henos cerca de la ciudad: mis enemigos
con aplausos y gritos de alborozo dan el signo de que me han prendido, y
con sarcasmos indican que me tienen atado para divertirse todos con un
necio y loco que pretendía salvar el mundo. Se levantan todos por los
gritos, las puertas y ventanas de las casas se atestan de gente, cunde
la curiosidad por verme prendido —y entre tanta gente no hay nadie, hijo
mío, nadie que me mire con piedad. Cinco días antes era bienvenido en
esta ciudad con júbilo y cánticos triunfales, y ahora voy entrando entre
los mayores desprecios y oprobios, habiéndose transformado todos en mis
enemigos…
Aquello,
hijo mío, fue y pasó… Pero ahora, ¿gozo mejor ventura en la
Eucaristía?… Los mismos que hoy cantan HOSANNA delante de mí, ¿no se
hacen bien pronto mis enemigos, obrando mal, pecando contra mí?
—Jesús,
esas palabras puedo aplicarlas a mí, como quizá lo estés haciendo tú
mismo. Ante la Eucaristía yo actúo como Jerusalén, y peor también…
Primero te adoro con piedad como a mi Dios, te recibo en mi pecho y te
prometo mi amor… y poco después, y acaso el mismo día, me vuelvo contra
ti… te ofendo… te hiero el Corazón, te expulso del mío con el pecado, y
me hago enemigo tuyo. Oh Jesús, ¡qué alma miserable, infiel, ingrata y
malvada soy, de veras!… Oh Jesús, ¿cuándo comenzaré a darte el amor de
un genuino amigo tuyo? ¿Cuándo vencerás mi corazón de tal modo que nunca
más se separe de ti?… Jesús, haz que los dolores que me has dedicado en
tu Pasión y el amor que me has patentizado en la Eucaristía me valgan
un amor fuerte a ti que dure hasta el postrer respiro de mi vida y sea
uno con la eternidad. Así sea.
[…]
—Pilato
avisa a mis enemigos que va a condenarme a la muerte de cruz, que va a
escribir tan cruel e injusta sentencia. Al punto lo sobrecoge un
estremecimiento tal, que lo hace sentirse menos el juez que va a dictar
el fallo, que el reo que va a recibirlo. El temor lo embarga, y a su
naturaleza humana le repugna que sea sentenciado a muerte el Hijo de
Dios, el mismo Autor de la vida. Y más le repugna tornar su propia
autoridad contra el mismo Hijo de Aquel que se la confirió, y aplicarle
la última pena. Y he aquí que, desafiando todo el temor que lo envuelve,
Pilato ordena silencio y, en el tribunal de su pretorio, delante del
pueblo y de los prohombres, escribe la sentencia de mi muerte y manda
leerla delante de todos. Y son leídas en voz alta las siguientes
palabras: «Jesús nazareno es condenado a la muerte de cruz».
De
repente, hijo mío, perciben mis ojos un gran cambio en aquel pueblo: su
rabia contra mí se muda en alborozo total. Se oyen gritos de vivas por
toda aquella plaza, se felicitan mutuamente mis enemigos por la gran
victoria alcanzada, y se echan a andar de un lado a otro para llevarles a
todos esta noticia de que yo estoy condenado a la muerte de cruz.
—Amado
Jesús mío, ¿quién podría saber lo que sintió tu Corazón al oír la
sentencia de tu muerte y ver el alborozo de aquel pueblo por tu condena?
—Trata
de hacerte alguna idea, carísima alma, del quebranto que tuve. En un
instante me encontré condenado a muerte, y a la infame muerte de cruz…
En un instante me vi sentenciado por un gobernador en una corte abierta a
todos como si mereciera ser eliminado de este mundo, y tan
ignominiosamente… En un instante oí a todo el pueblo vitorear la
sentencia de mi muerte como el medio que libraría a la ciudad de
Jerusalén de la escoria y la peste de la humanidad… Hijo mío, jamás
podrías comprender tal sobresalto, ahogo y tormento cual entonces
conoció mi Corazón. Siendo yo hombre, por debilidad natural sentí todo
lo que de terrible, escalofriante y atormentador puede sentir un hombre
al oír leerse la sentencia de su propia muerte, y al oírla sabiéndose
inocente, y al oírla dictada a fuerza de forcejeos, y con complacencia,
por todo un pueblo que gozó de su amor y beneficios.
Ha prevalecido la voluntad de este pueblo. Se librará de mí y ya puede regocijarse de su victoria.
—¡Vaya
demencia la de ese pueblo, amado Jesús mío! ¡Sentir regocijo en
librarse de ti, Fuente de todo bien, su Camino, Verdad y Vida! ¿Y qué le
deparó tal victoria? ¡La suma de los quebrantos y la máxima desdicha
posible en este mundo y en el otro! La vorágine de sus pasiones pudo
dejarlo hasta tal punto ciego y loco… ¿Pero acaso quedo yo bien parado
ante ellos? ¡Ay, no, Jesús, que igual ceguera e igual demencia han sido
mi frecuente derrotero! El paralelo es espantoso: Este mismo que en
adoración eucarística comenzaba expresándote estimación y amor y
confesándote como su Bien y su Rey, —el mismo, con sus pecados, acababa
rebelándose contra ti, arrojándote de la morada de su alma, y enviándote
con los hechos este cruel e ingrato mensaje: «No tengo otro rey que
esta pasión de mi corazón: a ella quiero contentarla». Y a imitación de
los judíos te crucificaba y me complacía en el pecado, obra ruin e
ingrata que me separaba de ti… Merecía, oh Jesús, que me abandonases y
castigases como a aquel pueblo. No lo hiciste. Con maravillosa
misericordia y paciencia me mantuviste tu amor y la efusión de tus
gracias; me perdonaste a cada instante mis pecados y me mantuviste con
tu Cuerpo y Sangre desde este Sacramento de Amor. Oh Jesús mío, a ti
elevo, con mi más profundo agradecimiento, la súplica de que me sigas
siendo favorable y me des verdadera contrición, ardentísimo amor a ti en
la Eucaristía, y la gracia de la perseverancia en el bien hasta mi
último respiro. Así sea.
(Fragmento tomado de "El alma ante Jesús Sacramentado", por Mons. Luis Vella - Traducción de Patricio Shaw)
El libro ha sido reeditado
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