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miércoles, 22 de marzo de 2023

DE LA MEDALLA DE SAN BENITO, POR DOM PROSPER GUÉRANGER

Traducción del ensayo publicado originalmente en Poitiers por Henri Oudin en 1862, y usando la edición inglesa por un monje de la Congregación Inglesa del Colegio San Edmundo de Douay, publicada en Londres por Burns & Oates en 1880. Los capítulos XI y XII son de la 11.ª edición parisina de 1890.
   
LA MEDALLA O CRUZ DE SAN BENITO: SU ORIGEN, SIGNIFICADO Y PRIVILEGIOS
Por Dom Prosper Guéranger OSB, Abad de San Pedro de Solesmes
  
  
PREFACIO.
El hombre no tiene derecho a emitir juicios sobre los efectos que Dios se digna producir por su poder y bondad. A fin de asistirnos a nuestras necesidades, Dios, en su sabiduría y providencia, a veces hace uso de medios extremadamente simples, para mantenernos así en humildad y filial confianza. Un cristiano, cuya fe es sin embargo débil, es sorprendido por esto, y aun tentado a escandalizarse, tanto porque le parece que los medios por los que Dios actúa no se compadecen con su grandeza. Un pensamiento como este no es sino soberbia o ignorancia; porque cada vez que Dios se pone a nuestro alcance, él debe abajarse a nuestra bajeza.
   
Y con todo, ¿Él no muestra su grandeza cuando selecciona simples objetos materiales como medio de comunicación entre Sí y nosotros, como en el caso de las Santos Sacramentos? ¿No se nos muestra como Él es, el Señor absoluto de todo, aun tanto como este, que puede encarnar su gracia en formas tan bajas y ordinarias como estas? La Iglesia, que es guiada por su Espíritu, se deleita en imitar este su modo de actuar, al menos en una forma tan leve, y por tanto ella comunica la divina virtud, que ella posee, a estos objetos que ella santifica como auxilios y consolaciones para sus hijos.
   
Esta pequeña obra trata sobre uno de estos objetos sagrados; uno que es honrado por la protección y la bendición de la Iglesia, y que une en sí mismo el poder triunfante de la Santa Cruz, que nos redimió, con la memoria de uno de los más ilustres siervos de Dios. Todo cristiano que ame y adore a Jesús que nos redimió (o que cree en la intercesión de los Santos, que están reinando en el Cielo con Él), mirará la Medalla de San Benito con respeto, y cuando oiga alguno de estos favores celestiales de los cuales ha sido el instrumento, le dará gracias a Dios, que nos autoriza a hacer uso de la Cruz de su Hijo como un medio de protección, y a acudir con confianza en la asistencia de los Santos en el Cielo.
   
Hemos recogido en estas páginas algunos hechos que prueban que Dios se digna proteger en una forma especial a los que ponen su confianza en los signos sagrados marcados en la Medalla. Estos hechos, a los que en ninguna manera deseamos atribuir el nombre de milagros propiamente dichos, nos han sido contados por personas en las cuales tenemos la más plena confianza. El lector está en libertad para formar su propio juicio sobre ellos y creer o no como a bien considere. Numerosos como son, podíamos haber dado muchos más, de los cuales hemos recibido los particulares, pero pensamos aconsejable limitarnos a los que hemos relacionado, y la variedad en vez del número ha sido nuestro objetivo.
   
Al publicar esta Noticia sobre una materia, que para muchos puede parecer poco apropiada para una época como esta, cuando el racionalismo es tan extendido, nuestro único objetivo es prestar un servicio a nuestros hermanos en la fe. Durante la vida ellos serán puestos en circunstancias cuando ellos necesitarán un auxilio especial del cielo, que ellos, en estos tiempos, tengan recurso en la Medalla de San Benito, como tantos cristianos tienen el hábito de hacer; y si su fe es fuerte y simple, ellos pueden depender de la promesa de Nuestro Señor: tal fe no quedará sin recompensa.
   
I. DE LA IMAGEN DE LA CRUZ REPRESENTADA EN LA MEDALLA.
Hay un gran deseo de parte de muchos Católicos de tener ideas claras respecto a la célebre Medalla que lleva el nombre del gran Patriarca de los Monjes de Occidente. Es verdad que ya se han publicado varias noticias, algunas más, otras menos correctas, pero ninguna de ellas, a nuestro parecer, han satisfecho plenamente los deseos de los fieles, pensamos que sería bueno ofrecer a su devoción una explicación más completa de un objeto que se ha hecho tan querido para ellos. Para que pueda haber orden en lo que vamos a decir sobre ello, comenzaremos con una descripción de la Medalla.
   
Un Cristiano necesita pues reflexionar por un momento en la soberana virtud de la Cruz de Jesucristo, a fin de entender cuán digna de respeto es la Medalla en la cual está representada. La Cruz fue el instrumento de la redención del mundo; es el árbol salvífico donde fue expiado el pecado cometido por el hombre cuando comió del fruto del árbol prohibido. San Pablo nos dice que la sentencia de nuestra condenación fue clavada en la Cruz, y borrada por la Sangre de nuestro Redentor (Col. II, 14). En una palabra, la Cruz, a la que la Iglesia saluda como nuestra única esperanza: “Spes Única”, aparecerá en el último día en las nubes del cielo, como trofeo de la victoria del Hombre Dios.
   
La imagen de la Cruz excita en nuestras almas los más vivos sentimientos de gratitud hacia Dios por el beneficio de nuestra salvación. Después del Santísimo Sacramento, no hay nada en la tierra que merezca tanto nuestro respeto como la Cruz; y es por esta razón que le rendimos un culto de adoración, la cual es referida a Dios, cuya Sangre preciosa fue derramada sobre ella.

Animados por sentimientos de la más pura religión, los primeros Cristianos tenían, desde el mismo comienzo de la Iglesia, la más profunda veneración por la imagen de la Cruz, y los Padres parecen nunca agotar las alabanzas que daban a esta augusta imagen. Cuando, después de trescientos años de persecución, Dios había decretado dar paz a su Iglesia, apareció en los cielos una Cruz, en la cual están escritas las palabras: “Con este signo vencerás”; y el Emperador Constantino, al que le fue concedida esta visión, prometiéndole la victoria sobre sus enemigos, haría conducir a su ejército a la batalla bajo un estandarte portando la imagen de la Cruz con el monograma de la palabra “Cristo”. Este estandarte fue llamado Lábaro.

La Cruz es un objeto de terror para los espíritus malignos; ellos no pueden soportar su presencia; ni bien la ven, ellos sueltan su presa y toman la huida. En una palabra, de tal importancia es la Cruz para los Cristianos y la bendición que trae consigo, que desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestra época, los fieles siempre han estado acostumbrados a hacer frecuentemente la señal de la Cruz sobre ellos mismos, y los Sacerdotes de la Iglesia la han usado constantemente sobre todos los objetos, que en virtud de su carácter sacerdotal, ellos tienen el poder de bendecir y santificar.
   
Por tanto, nuestra Medalla, que primeramente nos ofrece esta imagen de la Cruz, está en estricta concordia con la piedad Cristiana, y merece, aun cuando no hubiese otro motivo que este, toda la veneración posible.
   
II. DE LA IMAGEN DE SAN BENITO REPRESENTADA EN LA MEDALLA.
El honor de aparecer en la misma medalla con la imagen de la Santa Cruz le ha sido dado a San Benito con la intención de expresar la eficacia que este santo Signo tenía cuando era hecha por su venerable mano. San Gregorio Magno, que ha escrito la vida del Santo Patriarca, nos cuenta cómo, por la Señal de la Cruz, venció sus tentaciones y rompió la copa con bebida envenenada que le fue dada a él, desenmascarando así el malvado designio de los que habían complotado para quitarle la vida. Cuando el espíritu maligno, a fin de aterrar a sus religiosos, hizo que el Monasterio de Monte Cassino parecía estar en llamas, San Benito deshizo inmediatamente el artificio, haciendo sobre el fiero fantasma la misma Señal de la Pasión de nuestro Redentor (Vida, cap. X). Cuando sus religiosos son atormentados interiormente con las sugestiones del tentador, el Santo Padre los obligaba a tomar el remedio, y este era el hacer en su pecho la Señal de la Cruz (Ibíd., cap. XX). En su Regla, él prescribe que el hermano que había estado leyendo el compromiso solemne de su profesión al pie del altar, inmediatamente debía fijar a ella la Señal de la Cruz, como un sello irrevocable sobre la cédula donde sus votos estaban escritos.

Los discípulos de San Benito habían tenido una plena confianza en este Signo sagrado, y han hecho innumerables milagros por él. Baste aquí mencionar a San Mauro dar la vista a un hombre ciego, San Plácido curando a muchos que estaban enfermos, San Richmiro liberando cautivos, San Wulstano preservando a un trabajador en el mismo acto de caer del alto del campanario, San Odilón extrayendo del ojo de un hombre una astilla de madera que le había atravesado, San Anselmo de Canterbury alejando de un anciano los horribles espectros que lo atormentaban en sus últimos momentos, San Hugo de Cluny alejando una tormenta, San Gregorio VII deteniendo el incendio en Roma, etc.: estos y mil milagros que están relacionados en las Actas de los Santos de la Orden de San Benito, todos fueron obrados con la Señal de la Cruz.
   
La gloria y la eficacia del augusto instrumento de nuestra salvación han sido celebradas con entusiasmo por los hijos del gran Patriarca; ellos amaban exaltarla, porque sus corazones estaban llenos de gratitud hacia ella. Ni hablar del Oficio Parvo de la Santa Cruz que San Udalrico, Obispo de Augsburgo, acostumbraba recitar, y que también era dicho en el coro en las abadías de San Galo, de Reichenau, de Bursfeld, etc.; el Beato Rabano Mauro y San Pedro Damián consagraron sus talentos para la poesía cantando las alabanzas de la Santa Cruz; San Anselmo de Canterbury había escrito sus alabanzas en la forma de exquisitísimas oraciones; Beda el Venerable, San Odilón de Cluny, San Ruperto de Deutz, Egberto de Schonaugen, y una larga lista de otros miembros de la Orden nos han dejado sermones sobre la Santa Cruz; Eginardo escribió un libro en defensa del culto rendido a ella contra los iconoclastas, y Pedro el Venerable defendió mediante un tratado, el uso de la Señal de la Cruz, que había sido atacada por los herejes petrobrusianos.
   
Un gran número de los más famosos monasterios de la Orden de San Benito fueron fundados bajo el título de la “Santa Cruz”. De estos basta mencionar el célebre monasterio construido en París por el Obispo San Germán, el monasterio construido por San Faron en la diócesis de Meaux; la abadía de la “Santa Cruz” fundada en Poitiers por Santa Radegunda, el monasterio de la “Santa Cruz” construido en Burdeos por Clodoveo II; los de Metten en Baviera, Reichenau en Suiza, Quimperlé en Bretaña, y los cinco famosos monasterios en el país de los Vosgos que fueron fundados por San Hidulfo, y que él situó para que formaran una Cruz.
    
El Salvador del mundo parece haber confiado, por un favor especial, a los hijos de San Benito una gran porción de la Cruz en la cual murió por la redención del hombre. Grandes fragmentos de este santo madero han sido confiados a su cuidado, y un cristiano casi puede gloriarse en haber visto el Instrumento de su salvación si se reuniesen a sus ojos todas las piezas en posesión por diferentes Monasterios de esta Orden. Podemos entre otros mencionar las siguientes casas privilegiadas así: en Francia, San Germán des Prés en Paris; San Dionisio y la Santa Cruz en Poitiers, Cormery en Turena, Gelona, etc; San Miguel de Murano en Venecia, Sahagún en España, Reichenau en Suiza, San Ulrico y Santa Afra en Augsburgo de Alemania, San Miguel en Hildesheim; San Trutperto en la Selva Negra; Melk en Austria, el célebre monasterio de Gandesheim, etc.
   
Pero la misión más gloriosa confiada a los Benedictinos en lo relativo a la gloria de la Santa Cruz, es la de haber cargado este instrumento de salvación a tantos países, predicando el Evangelio a sus habitantes paganos. La mayor parte de Occidente fue convertida por su celo de las sombras de la infidelidad, y no necesitará decirse al lector que Inglaterra fue convertida por San Agustín de Canterbury, Alemania por San Bonifacio, Bélgica por San Amando, Holanda y Zelanda por San Wilibrordo, Westfalia por San Suitberto, Sajonia por San Ludgero, Baviera por San Corbiniano, Suecia y Dinamarca por San Óscar, Austria por San Wolfgang, Polonia y Bohemia por San Adalberto de Praga, Prusia por San Otón de Bamberg, y Rusia por San Bonifacio II.
   
Tales son en resumen los hechos que dan a la persona y el nombre de San Benito una conexión especial con la Santa Cruz; es, por tanto, con la más evidente propiedad que la imagen de este Santo Patriarca haya sido puesta en la misma Medalla con la Imagen de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.
   
Vemos aún más claramente por qué esto debía haber sido hecho, cuando nos referimos a lo que se relata en las Actas de los dos grandes discípulos de este Siervo de Dios, San Plácido y San Mauro. Ambos, mientras hacían los milagros que encontramos en casi todas las páginas de sus vidas, juntaban con la invocación del auxilio de la Santa Cruz el nombre de su santo Padre Benito, estableciendo así, en el mismo comienzo de la Orden, la piadosa práctica de la cual la Medalla sería, en tiempos posteriores, el símbolo y la expresión.
   
Apenas se había despedido San Plácido del Santo Patriarca cuando dejó Monte Cassino para reparar la Sicilia, que llegando a Capúa fue llamado para sanar al superior de la iglesia de la ciudad. Su humildad le hizo resistir tal demanda por largo tiempo, hasta que al final consintió, y poniendo su mano sobre la cabeza del sacerdote que estaba enfermo de una enfermedad mortal, lo curó inmediatamente mientras pronunciaba estas palabras: “En el Nombre de nuestro Señor Jesucristo que, por las oraciones y virtud de nuestro Maestro Benito me sacó a salvo de en medio del agua, Dios recompense tu fe y te restaure a tu salud anterior”.
   
Inmediatamente llegó allí un hombre ciego, suplicándole a su vez y estar curado. Plácido hace la Señal de la Cruz sobre sus ojos, al mismo tiempo añadiendo esta oración: “Señor Jesucristo, Mediador entre Dios y los hombres, que bajaste del Cielo para que pudieses iluminar a aquellos que estaban sentados en la oscuridad y sombras de muerte; Tú que le diste a nuestro bienaventurado Maestro Benito el don de sanar todas las enfermedades y heridas, dígnate, por sus méritos, darle la vista a este hombre ciego, a fin que, viendo la magnificencia de tus obras, pueda temer y adorarte como el Soberano Señor”. Entonces dirigiéndose al hombre ciego, continuó Plácido así: “Por los méritos de nuestro Santísimo Padre Benito, te ordeno en nombre de aquel que creó el sol y la luna para ser ornamento de los cielos, y le dio al ciego los ojos que la naturaleza le ha negado, ¡levántate y sé sanado! Ve y cuéntale a todos los hombres las admirables obras de nuestro Dios”. El hombre ciego recuperó inmediatamente su vista. Podemos citar otros varios milagros de la Vida de San Plácido, como sanar al enfermo o expulsar demonios de los poseídos, en los cuales la invocación o la mención de San Benito, aún con vida, estaba unida con hacer la Señal de la Cruz. En algunos de estos milagros, encontramos a los mismos enfermos reconociendo y proclamando esta misteriosa conexión.
   
San Mauro, habiendo sido enviado por el Gran Patriarca a la Galia, para establecer allí su regla, pronto comenzó a obrar numerosos milagros. Como advertimos antes, estos milagros fueron realizados por medio de la Santa Cruz, y el santo Abad estaba tan acostumbrado a unir a la divina virtud del instrumento de nuestra redención, una oración invocando la intervención de San Benito. Él mismo dio testimonio de esto, cuando en ocasión de haber salvado de la muerte a uno de sus compañeros de viaje. hizo esta declaración: “Si la Divina Majestad se ha dignado hacer este milagro por el leño que nos redimió, es claramente no al hombre, sino al mismo Redentor que debemos darle la gloria de esto, aunque ninguno de vosotros puede dudar que los méritos de nuestro santísimo Padre Benito ha obtenido de Él esta gracia para nosotros”, dijo el Santo a los que habían presenciado el milagro.
     
De estos hechos es evidente que aun desde el mismo comienzo de la Orden Benedictina, este método de haber recurrido a la divina bondad fue practicado con admirable éxito. San Benito aún estaba en la tierra, y sus discípulos invocaban su nombre cuando pedían favores del Cielo; si tal confianza en sus méritos fue incluso tan bendecida por Dios, ¿cuán grande debe ser el poder de su intercesión ahora que él ha sido elevado a su trono de gloria en los cielos?
   
III. DE LAS LETRAS QUE ESTÁN INSCRITAS EN LA MEDALLA.
Además de las dos Imágenes de la Cruz y de San Benito, hay también inscritas en la Medalla ciertas Letras, cada una es la inicial de una palabra latina. Estas palabras componen una o dos oraciones, que explican la Medalla y su objeto. Ellas expresan la relación existente entre el Santo Patriarca de los Monjes de Occidente y el signo sagrado de la Salvación de la humanidad, al mismo tiempo que ofrecen a los fieles una fórmula que ellos pueden hacer uso de esta empleando la virtud de la Santa Cruz contra los espíritus malignos.
     
Estas letras misteriosas están dispuestas del lado de la Medalla donde está la Cruz. Comencemos señalando las cuatro que están cerca a la cruz, una en cada una de las esquinas exteriores:
C S
P B
esto es: Crux Sancti Patris Benedícti; en español: Cruz del Santo Padre Benito. Estas palabras explican la naturaleza de la Medalla.
   
En la línea perpendicular de la misma Cruz están estas letras:
C
S
S
M
L
que significan estas palabras: CRUX SANCTA SIT MIHI LUX; en español: La Santa Cruz sea mi Luz.
    
En la línea horizontal de la Cruz están estas letras:
N. D. S. M. D.
las palabras que implican son: NON DRACO SIT MIHI DUX; en español: El dragón no sea mi guía.
   
Puestas juntas estas dos líneas forman un verso pentámetro, conteniendo la protesta cristiana de que él confía en la Santa Cruz, y rehúsa llevar el yugo con que el diablo le quiere cargar.
   
En torno de la Medalla hay inscritas otras letras; y primero el bien conocido Monograma del Santo Nombre de Jesús, IHS. La fe y nuestra propia experiencia nos convencen de la omnipotencia de este Nombre divino. A continuación, comenzando desde la derecha, las siguientes letras:
V. R. S. N. S. M. V.     S. M. Q. L. I. V. B.
Estas iniciales encabezan los siguientes versos:
VADE RETRO, SÁTANA; NÚNQUAM SUÁDE MIHI VANA. SUNT MALA QUÆ LIBAS; IPSE VÉNENA BIBAS.
en español: ¡Aléjate, satanás! y no me sugieras cosas vanas; lo que me brindas es malo; bébete ese veneno.
   
Se supone que estas palabras fueron pronunciadas por San Benito; las del primer verso cuando él sufría la tentación en su cueva (Vida de San Benito, cap. II), y la cual venció con la Señal de la Cruz; y las del segundo verso, en el momento en que sus enemigos le presentaron la bebida mortífera, que descubrió haciendo la Señal de la Vida sobre la copa envenenada (Ibíd., cap. III).

El Cristiano puede hacer uso de estas mismas palabras tan frecuentemente como se encuentre atormentado por tentaciones e insultos del enemigo visible de nuestra salvación. Nuestro Señor santificó la primera de estas palabras, al hacer uso Él mismo de ellas: “¡Retrocede, satanás!”, Vade retro, Sátana. Su eficacia ha sido pues probada, y el mismo Evangelio es la garantía de su poder. Las cosas vanas, a las cuales el diablo nos incita son la desobediencia a la ley de Dios; son también las pompas y falsas máximas del mundo. El cáliz que nos es ofrecido por este ángel de la oscuridad es el mal, esto es, el pecado, que trae muerte al alma: en vez de recibirlo de sus manos, debemos obligarlo a que lo retenga consigo, porque esa es la herencia que escogió para sí mismo.

El Cristiano que lee estas páginas no necesita que entremos en una explicación larga de esta fórmula, que reúne los artificios y la violencia de satanás con lo que él más teme, a saber, la Cruz, el Santo Nombre de Jesús, las propias palabras de nuestro Salvador en su tentación, y finalmente la mención de las victorias que el gran Patriarca San Benito ganó sobre el infernal dragón. Solo necesitamos pronunciar con fe estas palabras de la Medalla, y nos sentiremos inmediatamente fortalecidos y con el coraje para resistir todo lo que el Infierno pueda hacer contra nosotros; aun cuando no conozcamos ninguno de los incontables hechos que nos muestran cuán extrañamente satanás teme esta Medalla, el mero conocimiento de lo que significa y lo que expresa debería ser suficiente para hacernos mirarla como una de las armas más poderosas que la bondad de Dios ha puesto en nuestras manos contra la malicia de los demonios.
   
IV. ORIGEN DE LA MEDALLA DE SAN BENITO.
Sería imposible decir en qué preciso momento el fiel comenzó a hacer uso de la Medalla que acabamos de describir*; todo lo que podemos hacer es declarar las circunstancias causantes de su tan amplia propagación en la Iglesia, y tomamos para esto la aprobación expresa de la Santa Sede.
   
* Es un error entender, como algunos han hecho, el verso Æther Pluit numísmata del himno a San Benito compuesto por Paulo Diácono, como expresando una antigüedad mucho mayor para nuestra Medalla que lo que hemos mencionado en el texto. Estas palabras no son más que una alusión al milagro relatado por San Gregorio Magno en la Vida de San Benito, cap. XXVII.
   
En el año 1647, en Nattremberg de Baviera, algunas brujas, que fueron acusadas de haber ejercido sus hechizos para lesionar a las personas del vecindario, fueron puestas en prisión por las autoridades. En el interrogatorio en que fueron puestas durante su juicio, confesaron que sus prácticas supersticiosas nunca habían tenido capacidad de producir ningún efecto donde hubiese una imagen de la Santa Cruz, o colgando u oculta bajo tierra. Ellas agregaron que nunca habían sido capaces de ejercer poder alguno sobre el monasterio de Metten, y esta circunstancia las había hecho sentir seguras que la casa estaba protegida por la Cruz. Los magistrados preguntaron a los monjes benedictinos de Metten sobre esta materia. Se hizo pesquisa en este monasterio, y su atención se fijó largo tiempo sobre varias representaciones de la Santa Cruz pintadas en las paredes, y junto con la Cruz fueron encontradas las letras que hemos descrito. Estas pinturas eran muy antiguas, pero por años pasaron inadvertidas. ¿Cómo, pues, fueron explicadas las letras? Nadie en la casa sabía lo que significaban, y aun así ellas solas podían explicar la razón por la cual estas Cruces habían sido pintadas en esta forma particular.
   
Luego de muy piadosas investigaciones, vinieron a examinar un manuscrito perteneciente a la biblioteca del Monasterio. Era un Evangeliario, renombrado por su encuadernación, que tenía incrustadas reliquias y piedras preciosas. En la primera página estaban escritos trece versos, diciendo al lector que este libro fue escrito y ornamentado así por orden del abad Pedro en el año 1415. Al final de este manuscrito había el libro In honórem Sanctæ Crucis de Rabano Mauro, y varios dibujos de pluma y tinta hechos por uno de los monjes de Metten, que había ocultado su nombre. Uno de estos dibujos representaba a San Benito en un hábito de monje, y sosteniendo en su mano derecha una vara que cuyo extremo tenía forma de una Cruz. En la vara estaba escrito este verso:
CRUX SANCTA SIT M LUX  N DRACO SIT MICHI DUX.

El Santo Patriarca sostenía en su mano izquierda un estandarte, en el cual estaban escritas estas otras dos líneas:
VADE RETRO SATHANA NUQ SUADE M VANA
SUNT MALA QUÆ LIBAS IPSE VENENA BIBAS. *
   
   
* La descripción del manuscrito de Metten fue publicada en el año 1721 por el erudito Dom Bernard Pez, en el primer volumen de su Thesáurus Anecdotórum Novíssimus, en el cual el da un grabado del dibujo en cuestión.
  
Así que, a comienzos del siglo XV, San Benito era representado sosteniendo una Cruz, y los versos, cuyas iniciales ahora se encuentran en la Medalla, eran conocidas aun en ese tiempo. Estos versos deben haber sido, en este período, considerados como un objeto de especial devoción puesto que la pintura de la Cruz en los muros del monasterio de Metten estaba inscrita con sus letras iniciales. Al mismo tiempo, es evidente que la razón de haber sido puestas estas cruces en los muros se había perdido de vista, y que el rico Evangeliario, que hemos descrito por Dom Bernard Pez, había sido casi olvidado, hasta que una circunstancia inesperada llevó a los monjes a buscar una explicación de las letras misteriosas. No podemos sorprendernos por este descuido, si recordamos las vicisitudes por las que pasaron casi un siglo después los monasterios de Alemania, debido a los disturbios religiosos y políticos que han tenido lugar en ese siglo, y que habían causado la supresión de muchos monasterios, dejando los restantes en un estado lamentable y precario.
   
Pero aquí la pregunta se presenta por sí sola, ¿cuándo se introdujo por primera vez la representación de San Benito con la Santa Cruz? En respuesta, podemos justamente citar, como un tipo de origen para esta práctica, los hechos característicos que hemos dado de las Vidas de los Santos Plácido y Mauro, aquellos primeros fundadores de las tradiciones de la Orden Benedictina. Desde estas instancias, sabemos cómo ambos Santos realizaron sus milagros asociando al poder de la Santa Cruz los méritos de su maestro San Benito. Pero podemos también encontrar una pista más para esta preguntas en el hecho relatado en la vida del Papa San León IX, que gobernó la Iglesia desde 1049 hasta 1054.
    
El santo Pontífice nació en el año 1002. Su nombre era Bruno, y durante su infancia fue puesto bajo el cuidado de Bertoldo, Obispo de Toul. Visitando a algunos parientes en el castillo de Eginsheim, estuvo durmiendo una noche –fue entre sábado y domingo– en la habitación que le habían preparado. Durante su sueño, un horrible sapo vino y se arrastró sobre su cara. Esta puso una de sus patas delanteras en su oreja y la otra bajo su barbilla, y luego, violentamente, presionando su cara, comenzó a chupar su carne. La presión y el dolor despertaron a Bruno; alarmado en el peligro al cual estaba expuesto, inmediatamente se levantó de su cama, y con su mano apartó de su oreja al horrible reptil, que la luz de la luna le permitió ver. Inmediatamente comenzó a buscarla espantado: varios sirvientes estuvieron pronto en su habitación con luces; pero el reptil venenoso había desaparecido. Buscáronlo en cada esquina de la habitación, pero en vano: así que se inclinaron a mirar el asunto como mera imaginación del chico. Sea como fuere, las consecuencias fueron cruelmente reales, porque Bruno inmediatamente sintió que su cara, garganta y pecho comenzaron a inflamarse, y pronto quedó reducido a un estado extremadamente peligroso.
   
Por dos meses sus afligidos padres se sentaban junto a su lecho de enfermo, esperando cada día como el último. Pero al final, Dios, que le destinó para convertirse en columna de su Iglesia, puso fin a su ansiedad restableciéndole a la salud. Por ocho días estuvo sin habla, cuando súbitamente, mientras despertó perfectamente, vio una escalera brillante que que parecía comenzar en su cama, y luego pasando a través de la ventana de su habitación llegaba hasta el Cielo. Un reverendo anciano, vestido en hábito monástico y rodeado con una luz brillante, descendió por esta escalera. Tenía en su mano derecha una Cruz que salía al final de una larga vara. Aproximándose al enfermo, puso su mano izquierda sobre la escalera, y con su derecha puso la Cruz que tenía en su mano en la cara de Bruno, y posteriormente en los otros lugares que estaban inflamados. El toque causó que el veneno saliera por una apertura que había allí y luego se formó cerca a la oreja. El anciano partió de la misma forma en que vino, dejando al enfermo con la certeza de su recuperación. Bruno no perdió tiempo para llamar a su asistente Adalberón de Luxemburgo, que era clérigo: lo hizo sentar en su cama, y le relató la gozosa visita que acabó de recibir. La tristeza que había abrumado a la familia se cambió en una extrema alegría, y en pocos días la herida fue sanada y Bruno se restableció en una perfecta salud. Él amaba relatar este evento milagroso, y el archidiácono Guiberto de Toul, al cual debemos esta historia, nos asegura que el Pontífice estaba convencido que el venerable anciano que lo curó tocándolo con la Santa Cruz era el glorioso Patriarca San Benito (Dom Jean Mabillon OSB, Acta Sanctórum Órdinis Sancti Benedícti Sǽculum VI.).
    
Tales son los hechos que leemos relatados en las Actas de San León IX, dadas por Dom Mabillon en su Siglo VI benedictino. Esta historia casi nos fuerza a dos conjeturas igualmente naturales: y primero, la razón por la que Bruno reconoció a San Benito en la venerable figura que se le apareció con una Cruz en su mano, fue porque la costumbre de estos tiempos era representar al santo Legislador portando el signo de nuestra Redención; y segundo, el evento que hemos relacionado aquí, habiendo acaecido a un hombre cuya influencia en la Iglesia era tan grane, y que ejerció tan fervorosa gratitud hacia el santo Patriarca que lo había sanado con la Cruz, debe haber confirmado y quizás incluso originado, en Alemana más particularmente, donde San León IX pasó la mayor parte de su vida, la costumbre de hacer que la Cruz sea un emblema de San Benito, puesto que fue el instrumento por el cual obró tantas maravillas. El Manuscrito del monasterio de Metten es un monumento que da testimonio de ser este el caso,  los versos que rodean la efigie del Santo Patriarca no fueron meramente la labor manual del escritor anónimo, sino una fórmula venerable, que fue famosa incluso entonces, puesto que las letras iniciales de cada palabra en los versos fueron encontradas unidas, en varias partes del mismo monasterio, rodeando la imagen de la Cruz, y esto también mucho tiempo antes que en el año 1647 los monjes no fueron capaces de poderlas explicar.
      
El asunto de Nattremberg aumentó la devoción de la región hacia San Benito y su Cruz. A fin de asegurar a los fieles la protección concedida por el Cielo a quienes veneran la Santa Cruz unidamente con el Santo Patriarca de los monjes de Occidente, algunas personas piadosas comenzaron a multiplicar y distribuir, donde podían los augustos símbolos que encontramos unidos en la Medallas. A la figura de la Cruz y la efigie de San Benito, ellos añadieron las letras que han sido explicadas por el Manuscrito de Metten. Desde Alemania, donde la Medalla fue acuñada por primera vez, pronto se expandió a todas partes de la Europa católica, y fue vista por los fieles como una segura protección contra los espíritus infernales. San Vicente de Paúl, que murió en 1660, parece haber conocido esta Medalla, porque sus Hermanas de la Caridad siempre las tenían junto a sus cuentas, y por muchos años solo se hizo, al menos en Francia, para ellas.
   
V. DEL USO QUE DEBE HACERSE DE LA MEDALLA DE SAN BENITO.
Después de haber descrito la Medalla de San Benito, y dado su origen, ahora explicaremos el uso que debe hacerse de ella y las ventajas derivadas de ella. Somos conscientes que en esta nuestra era, cuando muchos piensan que el diablo es imaginario que un ser real, parecerá extraño que una Medalla debe hacerse, y bendecirse y usarse como preservador contra el poder del espíritu maligno. Y aun así, las Sagradas Escrituras nos dan abundantes instrucciones sobre el siempre ocupado poder de los demonios, como también sobre los peligros a los que estamos expuestos tanto en alma como en cuerpo por las insidias que nos preparan. El no creer en la existencia de los demonios o ridiculizar los relatos que se cuentan de sus operaciones no es suficiente para destruir su poder, y, a pesar de esta incredulidad, el aire está lleno con legiones de estos espíritus de iniquidad, como nos enseña San Pablo (Efesios II, 2; VI, 12).
    
Si no fuera porque Dios nos protegió por el ministerio de los santos Ángeles, y esto generalmente sin que estemos conscientes de ello, sería imposible para nosotros escapar de los incontables ataques de estos enemigos de todas las criaturas de Dios. Pero si hubo un tiempo cuando parecía ser superfluo probar la existencia de los espíritus malignos, es ahora, cuando hallamos están reapareciendo entre nosotros estas prácticas peligrosas y pecaminosas que fueron usadas por los paganos antiguos, y ahora nuevamente por cristianos con el propósito de elicitar alguna respuesta de los espíritus, aunque estos no pueden ser otros que los malignos y mentirosos. Seguramente nuestra edad es lo suficientemente crédula en a existencia de los demonios, cuando encontramos tan de moda el usar contra ellos las consultas a los muertos, y oráculos, y supersticiones, que satanás ha empleado para mantener a los hombres bajo su dominio por cientos de años.
    
Ahora, tal es el poder de la Santa Cruz contra satanás y sus legiones que podemos verla como el escudo invisible que nos hace invulnerables contra todos sus dardos. La serpiente de bronce levantada en el desierto por Moisés a fin de curar a aquellos que fueron mordidos por las serpientes fieras nos es dada por nuestro Salvador como figura de su Cruz (San Juan III, 14). La señal hecha sobre las puertas de las casas con la sangre del Cordero pascual por los israelitas los preservó de la terrible visita del ángel destructor (Éxodo XII, 23). El profeta Ezequiel nos dice que habían elegidos por Dios que tenían la Tau en sus frentes; y esta es la misma marca que San Juan, en su Apocalipsis, llama la señal del Cordero (Apoc. XIV, 1). Incluso pareciera que los paganos tenían alguna idea del poder que este signo sagrado ejercería, en un período futuro, contra los demonios, porque en ocasión de la destrucción del templo de Serapis en Alejandría, bajo el emperador Teodosio, se halló tallada bajo sus cimientos la Tau, que es la figura de la Cruz, y el símbolo que fue venerado por los paganos como expresivo de la vida futura. Los mismos adoradores de Serapis acostumbraban decir, de acuerdo a una tradición que tenían, que cuando este símbolo se hiciera conocido al mundo, cesaría la idolatría.

La historia nos informa que a veces, los misterios paganos se hacían impotentes porque había en el terreno un Cristiano que hizo la señal de la Cruz. Tertuliano nos cuenta en su Apología que incluso los paganos, que habían testificado qué maravillas forjaron los Cristianos por la Cruz, que ellos mismos empleaban esta señal misteriosa contra los artificios y ataques de los espíritus malignos. San Agustín nos asegura que lo mismo se hizo en su tiempo: dice «no es de extrañar que esos signos sean eficaces cuando los emplean, porque también son eficaces cuando los usurpan los extraños que no están inscritos en esta milicia por el honor del Emperador Supremo» (De divérsis quæstiónibus. Quæst. LXXIX.).
    
Después del triunfo de la Iglesia, el gran doctor San Atanasio expresó así sus propias convicciones y confianza referente a esta materia importante. Dice: “La Señal de la Cruz tiene el poder de deshacer todos los encantamientos secretos de la magia, y de hacer inofensivas todas las fuerzas mortales que emplea. Que cualquiera pruebe lo que digo: que haga la Señal de la Cruz en medio de los demonios, y pretendidos oráculos y hechizos mágicos. ¡Que invoque el Nombre de Cristo, y verá por sí mismo cómo los demonios huyen de esta Señal y este Nombre, cómo los oráculos se hacen necios, y cómo la magia y sus filtros pierden su poder!”.
   
Puesto que este poder de la Cruz es, al mismo tiempo, una verdad histórica y un dogma de nuestra fe y es solamente porque nuestra fe es débil, que raramente podemos recurrir a ella y raramente experimentemos auxilio de ella. Los dardos de satanás nos son lanzados por todos lados; estamos rodeados por peligros tanto de alma como de cuerpo: imitemos a los primeros cristianos. y defendámonos haciendo más frecuentemente uso de la Señal de la Cruz. ¿Vendrá nuevamente para nuestro país el tiempo feliz cuando nos sea permitido tener el Crucifijo como nuestra protección en nuestras ciudades y caminos y campos, y sea permitido reverenciarla en nuestras plazas públicas como en nuestras propias casas, y no seamos insultados por llevarla abiertamente en nuestros pechos además de amarla secretamente en nuestro corazón?
   
Y ahora aplicando estas consideraciones a la Medalla, que es el objeto de estas páginas, venimos a esta conclusión, que debe ser provechoso para nosotros hacer uso de la Medalla de San Benito con fe, en las ocasiones cuando tenemos razón para temer los ataques del enemigo. Su protección se mostrará infaliblemente eficaz en todo tipo de tentaciones. Numerosos e innegables hechos atestiguan su poderosa eficacia en miles ocasiones diferentes, en las cuales los fieles tenían razón para advertir un peligro, o de agencia directa de satanás o de los efectos de ciertas prácticas malvadas. Podemos también emplearlas en favor de otros como medio de preservarlos o librarlos de peligros que prevemos están amenazándolos. Accidentes imprevistos pueden sucedernos en tierra o en el mar; llevemos con nosotros esta Santa Medalla con fe, y seremos protegidos. Aun en las circunstancias más triviales, y en aquellos que conciernan solo al bienestar temporal del hombre, se ha sentido la eficacia de la Santa Cruz y el poder de San Benito. Por ejemplo, los espíritus malignos, en su odio al hombre, a veces molestan a los animales que Dios ha creado para nuestro servicio, o infestan los distintos artículos de sustento que la misma Providencia nos ha dado. O nuevamente, no es infrecuente el caso que nuestros sufrimientos corporales son causados o prolongados por la influencia de estos nuestros crueles enemigos. La experiencia ha demostrado que la Medalla de San Benito, usada con la intención adecuada, y con la oración, ha frecuentemente roto las saetas del demonio, procurado una mejora visible en casos de enfermedad, y aun a veces obrado una recuperación completa.

VI. LOS EFECTOS MILAGROSOS DE LA MEDALLA DE SAN BENITO EN EL SIGLO XVII.
Aunque la Medalla de San Benito ha sido dada a los fieles como una protección en las distintas necesidades en las que ellos se encuentren en cualquier momento, aunque su uso es solo privado, y casi siempre secreto, no podemos sorprendernos que nunca se haya publicado un recuento oficial de los efectos salutíferos que ha producido. Sin embargo, vamos a mencionar algunos hechos que han atestiguado sus poderosos efectos en el siglo XVII. Los tomamos del piadoso y erudito Gabriel Bucelin OSB en su Benedíctus redivívus (Veldkirk, 1679, págs. 267-269).
   
En 1665, en Luxeuil de Francia, un joven, poseído por el espíritu maligno, fue muy cruelmente atormentado. Sus padres habían empleado todos los medios para liberarlo de este estado, pero todos fallaron. En este extremo, vino a sus mentes el recurrir a la Medalla de San Benito. Hicieron beber a su hijo algo de agua en la cual habían sumergido la medalla. Apenas el chico había acercado la copa a sus labios, cuando el demonio comenzó a atormentar a su víctima con tan inusual violencia que los espectadores fueron invadidos del terror. Sin embargo, los padres fueron consolados por escuchar al demonio declarar, por la boca de su hijo, que él se sentía controlado por un poder superior, y que se iría del chico a la tercera hora de la noche. Así sucedió efectivamente: el espíritu infernal se fue a la hora mencionada, y el chico fue restablecido en la paz de alma y la salud del cuerpo.
   
Casi al mismo tiempo tuvo lugar el siguiente suceso en Luxeuil. Una chica era irresistiblemente compelida por el espíritu maligno a proferir, en todo momento, las palabras más obscenas. Uno pensaría que el demonio había tomado morada en los labios de su víctima. A fin de liberarla de la violencia del enemigo de toda virtud, sus amigos le llevaron también algo de agua para beber que había sido santificada por el contacto de la Medalla de San Benito. Inmediatamente se sintió liberada de esta malvada compulsión, y según su dicho, nunca más transgredió las reglas de la modestia cristiana.

Ese mismo año 1665, hubo un hombre que tenía una llaga en su brazo, tan grande y tan inflamada que ningún efecto parecía tener efecto alguno en ella. Se le sugirió que la próxima vez que se cubriera la llaga, se atara también en el brazo la Medalla de San Benito. Hizo esto, y al día siguiente, al removerse las vendas, la llaga fue encontrada en un estado saludable, y a los pocos días estuvo perfectamente curada.
   
Al mismo tiempo, otro hombre enfermo estaba reducido a tal estado que nada parecía darle alivio, y estaba desahuciado. En esta triste condición, pidió le dieran a beber agua en la cual había sido sumergida la Medalla de San Benito, y muy pronto fue restaurado en una perfecta salud.
   
En el año 1666, el castillo de Maillot, a pocas millas de Besanzón, fue infestado por demonios. Sus habitadores estaban siendo alarmados continuamente por oír ruidos extraños, y varias cabezas de ganado estaban muriendo de males desconocidos. A tanto llegó el terror que el edificio fue abandonado. Algunas personas piadosas recomendaron que la Medalla de San Benito fuera colgada en los muros del castillo, y el evento justificó su confianza. Instantáneamente desapareció toda causa de temor, la casa estaba perfectamente tranquila, y los habitantes vivieron en ella sin ser molestados en adelante.
    
En 1665, una aldea de Lorena estaba siendo abandonada por los incendios frecuentes. Cada día alguna casa era quemada, y nadie podía descubrir la causa de tales fuegos. Después que habían sido destruidas doce casas, los habitantes fueron desesperados a un monasterio vecino, y preguntaron qué podían hacer para acabar esta calamidad. Los monjes les dieron varias Medallas de San Benito, advirtiéndoles que las colgaran en los muros de las casas que aún estaban a salvo. Los aldeanos siguieron esta advertencia, y desde entonces no hubo más causa para temer más ataques del fuego.
    
En cierto lugar de Borgoña, una plaga estalló en medio del ganado, y era tan virulenta que las vacas daban sangre en vez de leche. Ellas fueron perfectamente curadas al hacerlas beber agua en la cual se había puesto la Medalla de San Benito. Esto sucedió ese mismo año, 1665.
   
El dueño de cierto horno de ladrillos se quejó de no ser capaz de hornear los ladrillos, sin importar cuán intensamente estuviera caliente el horno. Una Medalla de San Benito fue fijada al muro. El fuego recuperó inmediatamente su potencia, y el fenómeno antinatural nunca más apareció. Esto sucedió también ese mismo año, 1665.
   
VII. LOS EFECTOS DE LA MEDALLA DE SAN BENITO EN EL SIGLO XIX. CURACIONES OBTENIDAS POR ELLA.
Durante los últimos años, la gracia de Dios ha producido un cambio en las almas de los fieles de estos países septentrionales, reanimando a muchos de ellos con un respeto hacia lo sobrenatural. Esto a su vez ha revivido la confianza en las prácticas santas de las cuales nuestros antepasados recibieron tantas bendiciones. La Medalla de San Benito, que estaba en el punto de convertirse en un secreto, conocido solamente por unas cuantas almas piadosas, ahora ha llegado a tanta noticia que miles han recurrido a ella en sus necesidades, y su confianza ha sido recompensada.
   
Procedemos a dar varios ejemplos de la protección concedida a aquellos que han usado esta Santa Medalla, y comenzaremos con aquellos relacionados a la curación de enfermedades del cuerpo.
   
A principios de Julio, en el año 1843, una señora, que estaba tomando las aguas en Néris (Francia), fue súbitamente atacada con una violenta hemorragia en la nariz. El médico fue llamado y percibió el peligro, pero los remedios prescritos para detener la hemorragia sólo parecían incrementarla. Las cosas continuaron en este estado hasta la tarde del tercer día, cuando, a las nueve en punto, el peligro se incrementó visiblemente, y el médico no pudo ocultar su miedo. La dueña del hotel salió de la habitación en un estado de gran exaltación y, como si fuera por inspiración, preguntó si alguno en casa tenía una Medalla de San Benito. Afortunadamente se encontró una; la persona enferma, que era una mujer de una fe fuerte, aceptó la Medalla, e inmediatamente la hemorragia se detuvo. Ella se lavó las manos y la cara, y se fue a acostar, cosa que no había podido hacer por tres días y dos noches. La persona que había prestado la Medalla encontró, al regresar a casa, una carta de Roma con fecha de 8 de Julio de 1843, en la cual estaba escrito: «Aún no he podido encontrar el libro del benedictino de Praga;* sin embargo, os envío un pequeño libro sobre la misma temática, que me fue dado por nuestros benedictinos de de Roma». Ahora, en la lista dada en este pequeño libro de los efectos milagrosos de la Medalla de San Benito, leemos este caso entre el resto: «Es un remedio eficacísimo contra la pérdida de sangre» (E’rimedio efficacissimo pel jetto di sangue. § VIII.)
   
* El libro aquí aludido es el de Benno Löbl, abad de Santa Margarita de Praga, titulado: Disquisitio Sacra Numismatica De Origine, Quidditate, Virtute, Pioque Usu Numismatum, Seu Crucularum S. Benedicti Abbatis, Viennæ Austriæ, apud Leopoldum Kaliwoda, 1743. Tenemos esta obra, y la hemos consultado para traer esta noticia.
   
Para ese mismo tiempo, una joven, que estaba afectada con fiebre tifoidea, había sido obligada a sentarse por diez días en una silla de brazos, porque la posición reclinada de acostarse en la cama se había vuelto insufrible. A las nueve de la noche, un amigo de la familia que había venido a verla, le habló de las Medallas de San Benito, y deslizó una en su pañuelo. Apenas pasaron cinco minutos, cuando la persona enferma fue a la cama, y a la mañana siguiente, después de dormir profundamente toda la noche, ella se encontró perfectamente recuperada de esta terrible fiebre, que por tanto tiempo había burlado toda la capacidad de los médicos.
   
En Enero de 1819, en T…, el Reverendo Padre P…, jesuita, llamó a la casa de un amigo, y le preguntó si le podía recomendar alguna cura para un dolor de dientes que casi lo hacía enloquecer. El amigo comenzó a hablarle de la Medalla de San Benito. Después de una corta explicación de ella, el buen padre aceptó una. En el mismo momento que la tocó con su mano, dio un grito, casi como el que frecuentemente los odontólogos oyen de sus pacientes, y dijo: “Mi diente está roto”. Puso su dedo en el lugar, y se sorprendió al encontrar que el diente estaba bien, y el dolor había desaparecido.
    
En 1858, un benedictino del monasterio de San Pablo en Roma, habiendo oído que un niño, del cual él era su padrino, fue llevado peligrosamente enfermo en Juliers, en la Prusia Renana, le envió a la madre una Medalla de San Benito. La inflamación de los pulmones, acompañada por espasmos en el estómago, había reducido gradualmente al niño al último extremo. Una noche, la madre, viendo al niño casi al punto de la muerte. súbitamente tuvo la idea de hacer uso de la Medalla que había recibido pocos días antes. Embargada del dolor y temblando con ansiedad, dejó la Medalla en el pecho de su hijo, y luego se postró en sus rodillas al pie de la cama en ferviente oración. En ese mismo momento, el pobre paciente se durmió calladamente, y después de algunas horas de la más tranquila siesta, despertó lleno de vida y libre de la enfermedad, que hasta ese mismo momento había parecido incurable.
    
En el verano de ese mismo año, 1838, el cólera estaba asolando Tívoli, en Italia, y un hombre, que vivía no lejos de Subiaco, fue asediado por los más acerbos dolores. En pocas horas, esta terrible enfermedad había hecho tales progresos, que sus amigos corrieron aprisa para llevarle al sacerdote para que le administrara los últimos sacramentos. Entre tanto el peligro se hizo tan grande que el hombre enfermo se pensaba estar en artículo de la muerte y se enajenó de la violencia del dolor. Pocos momentos después que volvió en sí, y sintió que sus dolencias estaban aún incrementándose. Los calambres en su estómago eran más violentos que nunca, y en el intento de aliviarlos por la presión de sus manos, tocó la Medalla de San Benito que siempre llevaba. Esto le recordó recurrir al Santo Patriarca, por el cual tenía la más viva devoción. Sus dolores inmediatamente desaparecieron, se levantó, dejó su cama y viendo al sacerdote que, con la respiración contenida y el sudor recorriendo su cara, apenas había llegado a la casa, exclamó: «Padre, estoy curado», y mostrándole la Medalla, agregó: «Vea lo que me ha salvado». Poco después, el buen hombre hizo una visita al Monasterio benedictino de San Pablo en Roma, llevando consigo los certificados del sacerdote y el médico, que daban testimonio de la verdad de su extraordinaria curación.
    
En Febrero de 1861, una colonia de benedictinos del mismo Monasterio de San Pablo de Roma, se estableció cerca de la ciudad de Cléves, en la Prusia Renana. Comenzaron en Marzo a construir una clausura alrededor del pequeño jardín del nuevo monasterio. El hombre que actuó como superintendente de reparaciones de la parroquia, que era atendida por los padres benedictinos, ofreció ir y conseguir para ellos la madera que requerían para construir el claustro. Supuestamente, él reparó el lugar donde donde estaban cortando árboles en los bosques del gobierno. Este hombre le había dado a él la Medalla de San Benito, y la cargó consigo con gran devoción. Después de haber cargado su carro con varios troncos largos de roble, regresó al monasterio, pero justo cuando el carro comenzó a moverse, uno de los troncos, que no había sido amarrado adecuadamente, comenzó a rodar; el buen hombre estaba en la parte trasera del carro, y no siendo capaz de apartarse del camino a tiempo, fue golpeado y su pierna derecha casi destruida en pedazos.
   
Él fue llevado a casa. El prior del Monasterio al escuchar de tan terrible accidente dijo a los curiosos: “Fue en servicio de San Benito que él fue herido, y San Benito lo curará”. Uno de los religiosos mencionó esto al pobre sufriente, que ya había estado pensando en recurrir a esta Medalla, que nunca había cesado de vestir. Poniéndola en la pierna que estaba tan temerosamente rota, la ató allí con una venda. En muy poco tiempo cayó dormido, y continuó hasta tarde en la mañana siguiente, cuando despertó, se puso de pie sin la más leve dificultad, y encontró que sus heridas estaban tan perfectamente curadas como si no hubiera habido un accidente en absoluto.
    
En 1801, en Chambéry, en el convento llamado de “San Benito”, una de las hermanas había estado sufriendo por tres meses agudísimos dolores en sus piernas, causados por haber sido expuesta a los barriles y a trabajo inusualmente pesado. Ella no pudo expresar sus sufrimentos a nadie, ni había empleado remedio alguno. Al final se resolvió a hacer una Novena en honor a San Benito, durante la cual usaría la Medalla a fin de obtener la protección del Santo Patriarca. Durante los nueve días ella presionó la Medalla fuertemente sobre sus piernas, primero en una y luego en la otra, invocando al mismo tiempo la ayuda de San Benito, y cada vez los dolores eran aliviados. Sin embargo, ella seguía con el trabajo pesado, que sus deberes en la casa la requerían. Habiendo la primera Novena no producido otro efecto que solo el alivio momentáneo, ella decidió la segunda. Esta fue bendecida con perfecto éxito y removió por completo el dolor. La misma hermana, siendo posteriormente afligida con irritación en los ojos, había acudido al mismo remedio, y habiendo bañado sus ojos con agua en la cual había sumergido la Medalla, su vista se fortaleció inmediatamente, y en pocos días se hizo tan buena como había sido siempre.
    
Vivía en Saboya una niña de seis años, que había estado sufriendo por varias semanas los más acerbos dolores. Los nervios de la niña estaban contraídos, y tocarla inlcuso con la punta del dedo la hacía sentir agonías de tortura, en tal forma que no podía ni comer ni beber. Los padres habían empleado todos los remedios que el arte médico podía sugerir, y el caso era evidentemente incurable. Dos hermanas del convento de San Benito, que ya habíamos mencionado. fuero a vistirar a la niña, porqe ella pertenecía a la escuela que ellas dirigían, y ofrecieron algún consuelo a su madre. Al llegar a casa ellos se acordaron de la Medalla de San Benito. Inmediatamente enviaron una, con palabra que debía ser puesta en el cuello de la niña, y que ella debía ser persuadida de ingerir algo en lo cual la Medalla debiera haber sido previamente hundida. La madre de la pequeña pacientere cumplió fielmente con la piadosa prescripción. Se hizo visible un cambio inmediato, y pocos días después, la niña estaba perfectamente curada.
    
En ese mismo país, pero al año anterior, dos mujeres fueron curadas: una de la fiebre miliaria después del confinamiento, la otra de un peligroso ataque de hidropesía en el pecho. Ambas se curaron bebiendo algo en lo cual la Medalla de San Benito había sido puesta.
   
En el condado de Westmoreland de Pensilvania, durante el mes de Agosto de 1861, la Señora…, católica, percibió que una de sus hijas sufría un violento ataque de difteria. Comenzó una noche y seguía empeorando cada hora, lo que era más angustioso debido a la dificultad de encontrar un médico en esa parte del país. El más cercano estaba a casi doce millas. La madre tenía gran fe en la protección de San Benito, y poseía su Medalla. Ella se resolvió a poner esta Medalla en un vaso de agua, y hacer que su hija lo bebiera. Ella lo hizo. La hija bebió el agua así santificada por el contacto de la Medalla, y a la mañana siguiente estaba fuera de peligro.
    
A comienzos del año 1863, en Montigity-le-Roy, había una mujer que había estado sufriendo por largo tiempo los más severos ataques de dolor de oídos. Piezas de sangre y pus coagulada salían ocasionalmente de la oreja, mostrando el estado enfermo del órgano. Al final vino la sordera, y la pobre mujer era incapaz para cualquier trabajo. Habiéndole sido dada a ella una Medalla de San Benito, se la puso en la oreja y dijo un Padre nuestro y un Ave María en honor del Santo Patriarca. Al momento, ella estuvo completamente curada y pudo oír tam bién como siempre había hecho en su vida.
   
VIII. FAVORES ESPIRITUALES OBTENIDOS.
La mayor parte de los favores obtenidos en nuestro tiempo, por medio de la Medalla de San Benito, se refieren a la conversión instantánea de los pecadores, que habían sido insensibles a todo lo probado anteriormente para llevarlos a Dios. Mencionaremos algunos de estos casos.
  
En una ciudad provincial de Francia, vivía un caballero en circunstancias muy cómodas, que una vez había ocupado un cargo en el gobierno. Su hermana, una dama viuda sumamente piadosa, lo cuidó con el más afectuoso cuidado durante sus frecuentes ataques de enfermedad, pero estaba sobre todo solícita en cómo inducir a su hermano a pensar en hacer algo por su salvación. Hasta ahora, todos sus esfuerzos habían sido infructuosos. No importa cuán gentiles o indirectos fueran sus intentos, todos se encontraron con esta fría respuesta. “No me hables de ver a un Sacerdote: no puedo soportar escuchar mencionar el tema”. La hermana fue finalmente a un amigo y le contó en confianza su problema, quien le dijo: “No prestes atención a la respuesta de tu hermano; persevera en tus súplicas; si por tu silencio le haces caer en el infierno, seguramente no te disculpará”. Y así pasaron varios años.

En diciembre de 1846, luego de una corta enfermedad, hubo evidencias de gangrena; los médicos no sólo pronuncian que tal es el caso, sino además, que una operación sería inútil, y en fin, que; el enfermo podría vivir dos días más. El amigo que había aconsejado a la hermana que no se dejara intimidar por las palabras de su hermano, ahora viene a verla. Ella está abrumada por el dolor, pero declara que ni siquiera ahora tiene el coraje de hacerle la pregunta. “Pues bien”, dice el amigo, “toma estas dos Medallas de San Benito, guárdate una para ti, para que el demonio no te impida cumplir con tu deber, y pon la otra debajo de la almohada de tu hermano”. Ella siguió su consejo, y apenas habían pasado cinco minutos cuando se produjo la siguiente conversación entre el hermano y la hermana: “¡Querida hermana!”, dijo el enfermo. “Bueno hermano, ¿qué es?”. "Mi querida hermana, ¿no crees que sería correcto enviar por el sacerdote?”. En consecuencia se manda llamar al Sacerdote, y luego que llega el enfermo lo recibe con alegría, se le administran todos los ritos de la Iglesia, y muere dos días después en las más edificantes disposiciones.
   
En 1854, en un hospital de Incurables, había una mujer de edad avanzada, que estaba casi totalmente paralizada y postrada en cama. Sin más religión que la de un lunático impío, pronunciaba a veces un lenguaje tan repugnante y blasfemias tan horribles, que muchas personas la consideraban como poseída por el diablo. Había razones para sospechar que guardaba cerca de ella ciertos artículos que la impulsaban a toda esta maldad. Sucedió que un día en que había que limpiar a fondo la sala, se vio obligada a sacarla de su cama y ponerla, por el momento, en una habitación cercana. Ella gritó, o más bien aulló de rabia, pero se vio obligada a ceder. Las Monjas del hospital encontraron debajo del colchón una bolsa llena de objetos de carácter muy sospechoso. Lo quitaron y pusieron en su lugar una Medalla de San Benito. En una hora más o menos, la pobre mujer fue llevada de regreso a su cama, sin que, por supuesto, se le dijera lo que había sucedido. Sin embargo, apenas se acerca a la cama comienza a insultar a las Hermanas por haberle quitado su tesoro, del que sin duda el diablo se encargó de decírselo. A pesar de todo esto, la acuestan en la cama, cuando de repente cesan sus gritos y se queda tan quieta como un cordero; la horrible mirada que normalmente ponía se transformó en una de alegría. La pobre criatura entonces pide un Sacerdote. Pocos días después, la enfermería se dispuso como capilla –bellamente iluminada y con flores colocadas aquí y allá– para recibir a Nuestro Señor, que venía a consolar y curar a esta alma, ahora liberada como un pájaro cautivo, del lazo de infierno. 

En 1859, una pobre mujer contaba sus penas a una persona que sabía algo de la eficacia con que el Señor ha enriquecido la Medalla de San Benito. Su esposo, aunque era un trabajador inteligente, era un gran borracho. Todo lo que ganaban se gastaba regularmente al final de la semana y, por supuesto, en la casa no había nada más que miseria. La persona a quien habló le dio una de las Medallas, diciéndole que tocara con ella la tetera de vino que ponía delante de su marido en las comidas, aunque ella misma estaba obligada a saciarse con agua. Cuando hubo probado el vino, exclamó: “¡Qué cosa tan miserable! Dame un poco de agua, porque es mejor que un vino como este. Lo compensaré después”. Cuando terminó su cena, hace que su esposa le dé un poco de vino, y va a su antiguo lugar, la taberna vecina de la que siempre solía volver a casa tarde en la noche y borracho. Al cabo de un cuarto de hora llega a casa diciéndole a su mujer que estaba seguro de que se trataba de un complot contra él, porque el vino de la taberna era peor que el de ellos. Fue una noche feliz para ambos. Al día siguiente y los próximos días, el agua era la única bebida que el pobre hombre podía soportar tocar. Cuando se ganó tanto, su esposa, que era una excelente cristiana, no tuvo mucha dificultad en persuadirlo para que cumpliera en adelante con sus deberes religiosos.

En el mismo año de 1854, en T****, había una mujer de ochenta años, que había declarado que estaba decidida a morir sin confesarse; hacía más de sesenta años que no asistía a los sacramentos. El sacerdote, a quien un amigo le pidió que la visitara, estaba preparado para una negativa. Se puso una Medalla en la mano del Sacerdote, y la persona que se la dio dijo: “Ve y no temas”. Al entrar en su habitación, la anciana vuelve la cara hacia la pared, diciendo en voz alta que pensaba irse a dormir; “Hazlo”, respondió el Sacerdote, “y toma esta Medalla, y yo rezaré una pequeña oración”. Se arrodilla junto a la cama, y ​​antes de que tuviera tiempo de terminar el Memoráre, la anciana se vuelve hacia él, les dice a sus familiares que salgan de la habitación y comienza su confesión.

El 14 de marzo de 1859, un piadoso laico se encontró por casualidad en la calle con un sacerdote, que estaba muy angustiado por un joven de diecisiete años que había vuelto a casa de París tan enfermo, que el médico opinaba que no podría vivir muchos dias. El Cura había estado tres veces en la casa, pero la familia no quiso recibirlo. El laico al oír esto, le habló del maravilloso efecto de la Medalla de San Benito, le dio una y le animó a hacer otra prueba. El Sacerdote se fue, y al principio se encuentra con la misma acogida. Luego mostró la Medalla, que dijo que deseaba entregar al joven. “Oh, si eso es todo”, dijo la persona que le estaba hablando, “puedes pasar”. Se dirigió a la habitación del joven, quien apenas lo vio ocultó su rostro entre las sábanas. “Mi querido amigo”, dijo el Sacerdote, "Acepta este pequeño regalo de mí”. Inmediatamente descubrió su rostro y comenzó su confesión con los más admirables sentimientos de contrición.
   
En 1860, un anciano fue recibido en uno de los hospitales de París y, al caer allí gravemente enfermo, era evidente que le quedaba muy poco tiempo de vida. Era protestante. Las Hermanas, que tenían el cuidado del hospital, viendo que no había ninguna posibilidad de su recuperación, no perdieron tiempo en hacer todos los esfuerzos posibles para asegurarle la vida del alma. Con este fin habían hecho novena tras novena, se habían ofrecido comuniones privadas y generales, y se habían hecho decir muchas misas. Sin embargo, parecía ser todo en vano. Sucedió un domingo, que habiendo venido un amigo al hospital a visitar a los enfermos, y siendo informado del protestante que estaba tan cerca de la muerte, les aconsejó que le dieran al enfermo una Medalla de San Benito, y en caso de que rechazarlo, ponerlo debajo de su almohada. El consejo fue seguido al instante, y la Medalla fue puesta alrededor del cuello del moribundo. La siguiente vez que la misma persona vino al hospital, tuvo el consuelo de oír que el mismo domingo que les aconsejó usar la Medalla, el protestante había pedido a las doce de la noche de esa noche, ser recibido en la Iglesia. Le ofrecieron mandar llamar a cualquiera de los dos Párrocos más cercanos, pero él se negó, diciendo que prefería al Capellán de la casa, a quien había tenido ocasión de conocer. Este último, no teniendo las facultades necesarias para recibir la abjuración o absolver de herejía, se vio obligado a pedir permiso al Arzobispo, de modo que a pesar de toda la diligencia que se empleó, no fue posible administrar los Sacramentos a el enfermo antes de las nueve de la mañana siguiente. El anciano recibió todos los ritos de la Iglesia con gran devoción, y murió tranquilamente en la noche de ese mismo día.

Un ministro inglés puseyíta, un joven lleno de información, estaba en T-- en 1861. Le gustaban las controversias y, por lo tanto, había buscado una presentación para tres personas que se habían convertido celosamente y vivían en el campo no lejos del pueblo. Durante nueve días se había desarrollado la discusión amistosa sin resultado alguno. El décimo día, 14 de mayo, fue fijado por la Divina Providencia para el cierre de estas disputas, que estaban destinadas a preparar el camino para una conversión extraordinaria. El ministro puseyíta volvía al pueblo, y uno de sus tres amigos, viéndose obligado a llevar una partida de niños a ver el circo, que en ese momento se exhibía en un descampado contiguo a la plaza del mercado, lo invitó a ir allí con él. a ellos. Así lo hizo. Llegan al circo y toman sus boletos. Mientras los niños disfrutaban de las diversiones, nuestros dos controvertidos reanudaron su discusión, y como sus vecinos no podían entenderlos, no estaban sujetos a restricciones. Ya había pasado la mitad del entretenimiento, cuando el puseyíta interrumpe la disputa diciendo: "Ya he tenido bastante, no tengamos más: nunca me convencerás”. Así bruscamente silenciado, el amigo católico iba a darlo todo, cuando de repente se acordó de las cosas maravillosas que había oído acerca de la Medalla de San Benito, y quitándose la que llevaba puesta, le ruega a su amigo que la acepte. El puseyíta extiende su mano y toma la Medalla. Durante varios minutos hubo silencio en ambos lados. Mientras tanto, el católico rezaba. De pronto el puseyíta rompe el silencio con estas palabras: “Mi querido amigo, he hecho mal al sostener todas esas largas disputas. La luz ahora brilla sobre mí, y deseo sin demora ser recibido en la Iglesia”. En consecuencia, hizo su profesión de fe cinco días después, y la Iglesia contaba con uno más en el redil de Cristo.

En la ciudad de Noyon en Francia, había una mujer piadosa, que estaba en un gran problema debido a que su madre estaba loca, y que de vez en cuando tenía ataques, durante los cuales estaba completamente furiosa. Las personas que traían trabajo a la hija tenían miedo de la pobre madre loca, que a veces tomaba cualquier cosa que pudiera agarrar en la habitación y la tiraba por la ventana. Había muchas razones para temer que un día u otro se destruiría a sí misma. Este estado de cosas se prolongó durante varios años, pero nada hubo que afligiera tanto a la hija como la imposibilidad de su madre de confesarse, tanto más angustiosa cuanto que este estado de locura se había apoderado de la criatura tan repentinamente, que había no tuvo la oportunidad de saldar las cuentas de su conciencia. En el año 1861, un cristiano piadoso le dio una Medalla de San Benito, que ella se las arregló para ponerla alrededor del cuello de su madre. En ese mismo instante cesó toda su locura, tomó la Medalla y la besó sin cesar. Poco después, hizo su confesión de la manera más edificante. Desde entonces, ha seguido siendo tan mansa y tranquila como un cordero, y aunque las enfermedades de la vejez ahora la obligan a guardar cama, nunca cede a nada parecido a la impaciencia, y parece haber muchas probabilidades de que muera una muerte feliz.

IX. PROTECCIÓN CONTRA LOS ATAQUES DEL DEMONIO.
Hay una influencia especial que posee la Medalla del Santo Padre San Benito, y que puede llamar el objeto principal por el cual Dios dio este regalo a su pueblo fiel: el poder que posee para desbaratar los designios del diablo. Aquí mencionamos algunos hechos que harán más que simplemente interesar a nuestros lectores; les sugerirán lo que ellos mismos pueden hacer, si alguna vez se encuentran en circunstancias que hoy en día son cualquier cosa menos imposibles.
   
En 1839, un célebre magnetizador que había realizado varias cosas maravillosas en diferentes ciudades de Francia, fue a T--, donde anunció que iba a dar conferencias públicas. Llevó con él a todos estos lugares diferentes a una joven sobre la que ejerció su hipnotismo, y atrajo a un público numeroso por los efectos extraordinarios que produjo en esta víctima. En el pueblo de que ahora estamos hablando, atrajo a una inmensa multitud con su anuncio; la conferencia se iba a dar en una sala muy grande, que en la antigüedad había sido una iglesia, pero que se había destinado a usos profanos mucho antes. Llegó la hora: pero nada de lo que hizo el magnetizador surtió el menor efecto, y la muchacha permaneció impasible ante todos sus pases. Se despidió a la audiencia y se devolvió el dinero a quienes se quejaron de su decepción. Unas horas después, se colocaron carteles por toda la ciudad, anunciando una segunda reunión, a esa hora, en el Guildhall. La audiencia se había reunido y esta vez tampoco el conferenciante pudo hacer nada, y después de todos sus problemas y gastos, se alejó a hurtadillas de la ciudad. Al día siguiente llegaron los periódicos con sus explicaciones científicas del fracaso; uno diría que la habitación había estado demasiado caliente, otro que el gas estaba demasiado abierto, y demás. Por supuesto, ninguno de ellos asignó la verdadera causa. Una monja que había oído hablar de la conferencia propuesta, y sabiendo que la Iglesia se opone a la práctica del mesmerismo, resolvió frustrar las operaciones del conferenciante, en la medida en que tuvieran alguna conexión con el diablo. No hizo más que colgar de la ventana de su celda una Medalla de San Benito, y suplicar la intervención del santo Patriarca. El resultado fue el que hemos mencionado, y el príncipe de la potestad de este aire (Efesios II, 2), como el Apóstol llama a satanás, fue vencido.

Un señor conocido nuestro se encontraba, en el año 1858, en un pueblo del departamento de Vienne. En una fiesta de amigos a la que había sido invitado, la conversación se centró en el tema de girar la mesa, y algunos de los asistentes comenzaron a relatar los efectos extraordinarios que ellos mismos habían producido el año pasado. Por supuesto, hubo algunos en la compañía que se rieron de todo, pero la conversación terminó cuando todos acordaron reunirse en la misma casa al mediodía del día siguiente, cuando verían si podían producir alguna de estas extrañas maravillas. Varios expresaron un escrúpulo en el tema, en cuanto a si uno tiene razón en tener algo que ver con tales asuntos; Sin embargo, todos llegaron a la hora señalada y el negocio se inició sin temor, siguiendo todos los formularios acostumbrados cuidadosamente. Durante dos largas horas estuvieron trabajando sin el menor resultado, no valía la pena intentarlo más, pero antes de separarse se aventuraron a expresar sus diversas opiniones sobre la causa de esta insólita negativa de los espíritus a mantener comunicación alguna. Una del grupo, la Srta. N., expresó su propia convicción de que las Medallas que llevaba consigo, y especialmente la Medalla de San Benito, tenían algo que ver con eso. Se propuso otro intento y se acordó: todos debían reunirse nuevamente al día siguiente a las ocho de la noche. La señorita N., que había dejado todas sus Medallas en casa, se negó, cuando el grupo se hubo reunido, a tomar parte activa en las operaciones, porque sintió que ya no tenía la misma protección, y se mantuvo lo más alejada posible pudo de la compañía, que ya había comenzado sus experimentos.
   
En menos de media hora la mesa empezó a temblar, luego a resquebrajarse: señales de que se iba a mover por sí sola. Uno de los asistentes, un médico, acordó que cuando quisiera hablar, debía golpear una de las piernas contra el suelo, dos veces para sí y una vez para no. En un momento o dos se levantó un poco del suelo: todos estaban encantados y comenzaron a hacer sus preguntas. Éstas, por fin, eran sobre temas triviales, y luego las siguientes preguntas sobre el silencio del día anterior.

P. “¿Por qué no hablaste ayer? ¿Fue porque la señorita N--. ¿Tenía su Medalla de la Santísima Virgen? R. “No”, P. “¿Fue porque tenía su Medalla de San Benito?” R. “Sí”. (Los dos golpes fueron muy fuertes). P. “¿La Medalla de la Santísima Virgen te habría impedido venir?” R. “No”. Sucedía que casi todos los presentes llevaban siempre la Medalla y el Escapulario de la Virgen*. Pasaron luego a otras cuestiones. P. “¿Cuál es tu nombre? Entonces la mesa golpeó el suelo, como se había convenido, cuando se pronunciaron aquellas letras del alfabeto que deletreaban las palabras requeridas: primero estaba en S, luego en A, luego en T. No era necesario decir más, y todos entendió la palabra antes de que la mesa terminara las letras, “SATANÁS”. Varios del grupo se aterrorizaron y abandonaron el círculo, pero los demás, quienes necesitaban más que esto para alarmarlos, continuaron con sus preguntas. Algunos de estos eran sobre temas religiosos y otros sobre temas científicos, pero no se obtuvo una sola respuesta y dos veces la mesa se tiró completamente al suelo, lo cual, hecho, nuevamente comenzó a girar como antes. Uno del grupo hizo esta pregunta: "¿Regresarás mañana?" La respuesta fue 'Sí'. En la misma persona preguntando "¿a qué hora?" La mesa dio doce golpes. P. "¿Quieres decir las doce del mediodía?" R. “No”. P. “¿Las doce de la noche?” R. “Sí”.
   
Sería demasiado largo dar aquí todas las demás respuestas que se dieron a las diversas preguntas, pero la impresión causada en las personas presentes fue grande, y les fue imposible dudar de quién es el agente misterioso que se comunica así con los hombres por medio de de este “cambio de mesa”. La fiesta se disolvió a las once, y cada uno resolvió llevar, desde ese momento en adelante, la Medalla de San Benito.

* A algunos les ha parecido extraño que Dios haya elegido conceder esto por la medalla de San Benito en lugar de la de Nuestra Señora. Pero que recuerden, que aunque el poder de la Santísima Madre de Dios es mayor que el de todos los Santos juntos, también es práctica de los fieles recurrir a los Santos también. Así como Dios nos concede a veces favores por medio de María, que no nos concedió cuando se los pedimos directamente de Él mismo, así también María quisiera que a veces recibiéramos favores de los Santos, que ella misma fácilmente podría concedernos [Nota del autor].
   
En el año 1840, el Ayuntamiento de S--, propuso ensanchar una de las calles, por ser ya bastante ancha para el tráfico: la medida se llevó a cabo, y se resolvió derribar gran parte de la calle, y una Iglesia dedicada a la Santísima Virgen, y que era muy frecuentada por peregrinos. Para llevar a cabo este plan se empezó a construir un tabique de arriba abajo de la Iglesia. El Altar de Nuestra Señora estaba dentro de la parte a derribar, y por lo tanto, debía ser destruido por este capricho de los Comisarios de Calle. El muro se había elevado veinte pies, y uno puede imaginar el desorden y la confusión en la iglesia causados por los albañiles. Un señor que pasaba por el pueblo se entristeció de ver tan triste profanación, y subiendo a la imagen de la Virgen, que había sido traído de su propio lugar a la parte de la Iglesia que debía ser salvada, pone una Medalla de San Benito en el pedestal. Pocos días después, el agrimensor del pueblo, que había sido fundamental en esta medida, murió repentinamente. Su sucesor, al venir a inspeccionar las obras, pronto se dio cuenta de lo perfectamente innecesario que era tal cambio, aunque no fuera una profanación, y detuvo las obras. Al día siguiente se presentó ante el Cabildo y sometió a su consideración un informe tan satisfactorio sobre el asunto, que se revocó la primera decisión, se derribó el muro, que casi llegaba al techo, y el pueblo vio claramente su vieja Iglesia devuelta a ellos.

No lejos de la ciudad de Rennes, había una cafetería y una sala de billar regentada por una buena familia católica. Durante los últimos años habían notado extraños síntomas de que el lugar estaba infestado de demonios. Cuando no había nadie en la mesa de billar, ruidos y a veces se escuchaban voces como si hubiera una gran fiesta jugando; los muebles se cambiaban de un lugar a otro de la casa sin que nadie de la familia los tocara; las puertas se abrían y cerraban aparentemente por sí solas, y se escuchaba un ruido extraño en los dormitorios. Una noche de Navidad, la sirvienta había subido al desván para arreglarse para la misa de medianoche, cuando encuentra toda esa parte de la casa llena de un humo espeso, en medio del cual había algo, que no pudo agarrar, moviéndose de un lado a otro. Ella gritó, salió corriendo del lugar y se desmayó. Pero estas extrañas apariciones sucedían con frecuencia, y por supuesto mantenían a los iniciados de la casa en un estado de continua alarma. Habían hecho decir muchas misas de difuntos y habían bendecido la casa con la fórmula prescrita por la Iglesia para estas ocasiones, pero hasta ese momento todo había resultado ineficaz. Por lo tanto, a los habitantes de la casa no les quedaba nada más que abandonarla, aunque era bastante nueva y esperaban encontrar en ella un hogar conveniente y confortable. Una mujer piadosa les habló de la Medalla de San Benito y les convenció para que la usaran. Comenzaron por ponerlo sobre todas las puertas de la casa, e inmediatamente todo quedó en silencio. Pero no habían pensado en poner el signo de la salvación en la puerta que daba a la bodega, y toda la furia de los malos espíritus parecía concentrarse allí, tan grande era el ruido y el desorden que se empezó a oír por este lado. La Medalla también fue puesta allí, y la influencia de Satanás parecía haber desaparecido por completo de la casa; sin embargo, no sin que él buscara venganza tomó posesión allí mismo de la persona que contó todo esto al escritor, y crueles en verdad fueron los sufrimientos que el diablo hizo pasar a su víctima en cuerpo y alma. Esta persona obtuvo, después de algún tiempo, la liberación de esta terrible prueba siguiendo los consejos de un director ilustrado, quien recomendaba a la pobre sufriente que no temiera al demonio y que pronunciara con frecuencia los santos nombres de Jesús, María y José.

X. PRESERVACIÓN EN EL PELIGRO.
Entre los efectos de la Medalla de San Benito, cuando se emplea con fe viva y sencilla, se encuentra la conservación en los accidentes. Ofrecemos aquí al lector algunos hechos recientes, que mostrarán que el poder otorgado a esta Medalla por Dios Todopoderoso está lejos de agotarse.

En junio de 1817, cuatro hermanos cristianos y otros dos viajeros iban en autocar de Orleans a Lyon. Iban pasajeros del interior, y uno de los señores comenzó a hablar a los demás de la Medalla de San Benito, y entregó una a cada uno de los del grupo. Estaba ocupado explicándoles el significado de las letras, cuando de pronto los caballos se asustaron por algo, se pusieron en marcha a todo galope, y el cochero pronto perdió todo dominio sobre ellos. La carretera estaba siendo reparada y se había ocupado la mitad del pavimento. Las piedras con que se iba a pavimentar el camino, habían sido amontonadas de tal manera que sirvieran de barrera para impedir que los medios de transporte pasaran por la parte que no estaba pavimentada. Los caballos atravesaron este montón de piedras, arrastrando el carruaje tras ellos. Aunque un lado estaba terriblemente más alto que el otro, no estaba molesto. Durante dos o tres minutos se abrió paso por el suelo blando de este lado del camino, cuando en un abrir y cerrar de ojos, es arrastrado de nuevo a salvo por la parte buena, y como las huellas fueron rotas por la violencia de la sorpresa, se detuvo de inmediato, para deleite de los pasajeros. Esto sucedió cerca de un pueblo llamado Chateau-Neuf (Loiret), que está a unas seis millas de la ciudad de Saint-Benoit-sur-Loire. La gente del pueblo que había presenciado el escape por los pelos del transporte, gritó: “¡Es un milagro! ¿Qué más podría haberlo salvado?

Unos años antes de esto, en junio de 1813, una diligencia subía la colina muy empinada cerca de Ecommoy, un pueblo en la carretera principal entre Le Mans y Tours. Los caballos no pudieron continuar y, al detenerse repentinamente, fueron arrastrados colina abajo a una velocidad terrible. Había tres pasajeros en el compartimento delantero de la diligencia. Abriendo la puerta, dos de ellos saltaron al camino, pero el tercero se quedó sentado, y tomó en sus manos su Medalla de San Benito; en ese mismo instante cesó la diligencia, y los caballos que se habían desviado, volvieron tranquilamente al medio del camino.

Era un día del verano de 1858, hacia las cinco de la tarde, cuando un carro cargado de mercancías pasaba por la calle llamada Rue Royale, Saint Honoré, en París; estaba frente al número 4 ó 6 cuando se detuvo. Estando en medio de la calle, los caballos se inquietaron, y pronto se reunió una multitud. Una de las correas se rompió y el caballo delantero giró por completo. Parecía loco de miedo: se incorporó sobre sus patas traseras, y levantando las otras dos lo más alto que pudo, cayó con todo su peso sobre otro de los caballos, al que comenzó a morder con más ferocidad, y hecho esto, reinició sus cabriolas y patadas. El carretero fue más enérgico en sus intentos de someter al pobre animal, tirando de las riendas y asestándole los golpes más fuertes que pudo en la cabeza con la culata de su látigo; pero todo esto parecía irritarlo más y empeorar las cosas. El policía, que estaba en el lugar, ayudó al conductor en sus intentos, y los espectadores estaban ocupados, como de costumbre en tales ocasiones, expresando su consejo, y sin embargo todo fue en vano. Entre la multitud había un buen cristiano, y había aprendido por experiencia cuán poderosa es la intercesión de San Benito; parecía el peligro, tomó la Medalla en su mano, al mismo tiempo que dirigía una breve jaculatoria al santo Patriarca. Apenas sus labios habían pronunciado la oración, cuando el caballo, que todavía estaba salvaje de rabia, se quedó de repente quieto, dejándose acariciar y luego conducido a su lugar.

Una hermosa mañana del mismo verano, y en la misma ciudad, dos soldados de medio uniforme habían estado dando un poco de ejercicio a los caballos que tenían a su cargo; Iban de regreso, y habían llegado frente al Palacio de Justicia del Distrito N.º 1, cuando se produjo la siguiente escena que llamó la atención de los ociosos y curiosos que transitaban por la calle llamada Rue Anjou, Saint Honoré. Uno de los caballos se detuvo de repente y, girando hacia un lado, nada de lo que hizo su jinete pudo inducir al animal a moverse. Frente al Palacio de Justicia había un espacio abierto; frente a él, el caballo se paró como si estuviera clavado en la tierra, y de vez en cuando sacudía todo su cuerpo. Uno de los transeúntes era una persona que tenía mucha fe en la Medalla de San Benito: no había llegado del todo al lugar, pero según podía juzgar a la distancia, no podía dejar de pensar que el enemigo de la humanidad muy posiblemente tenga algo que ver con todo esto. Temeroso de que suceda un accidente, se recita a sí mismo las palabras cuyas iniciales están grabadas en la Medalla: Vade retro, Sátana, etc. Tan pronto como ha terminado la fórmula, el caballo comienza a brincar y encabritarse, y luego se vuelve inmóvil como antes. El individuo de quien acabamos de hablar y que ahora estaba muy cerca del Palacio de Justicia, viendo que el jinete estaba todavía en la misma dificultad, toma su Medalla en su mano y dice esta oración: “Glorioso San Benito, ruega a nuestro Señor que por tu intercesión haga estos caballos dóciles al mando de sus jinetes, y los libre del peligro”. El obstinado animal avanza en silencio de inmediato y se acerca a medio galope al otro que había estado esperando. El libertador desconocido preguntó a una mujer que estaba de pie en la acera de la esquina de la calle Suresnes, si los caballos hacía mucho tiempo que estaban parados allí, ella le dijo que hacía un cuarto de hora que estaban allí.

Durante el invierno de 1858-59, la misma persona estaba en París, y justo estaba girando hacia la calle Miromesnil. Le llamó la atención ver una multitud de pie en la acera que está frente a esta calle; y descubrió que la detención había sido causada por un caballo que no se movía ni una pulgada más, a pesar de todos los golpes y espuelas de la melancolía que lo montaba. Ansioso por ver qué sucedía, se detuvo y vio que la estupidez del animal estaba allí para ser dominada. El mozo se vio finalmente obligado a descansar, y pidió un vaso de algo para beber para revivir su valor y fuerza. Pensando que Satanás podría tener algo que ver con tan extraña perversidad, la persona a la que aludimos se basó en recurrir a su Medalla de San Benito. Apenas hubo terminado las palabras que están marcadas en la Medalla, cuando el caballo echó a correr al galope por la Avenida Marigny. A pesar de esto, todavía temía las trampas del enemigo invisible, y mientras proseguía su camino mantuvo sus ojos en el caballo y el jinete. Sus temores pronto se hicieron realidad, porque el caballo no había llegado a la mitad de la avenida cuando de repente se detuvo de nuevo y se volvió como antes. El buen hombre tomó entonces su Medalla en su mano y dijo esta breve oración: “Oh glorioso San Benito, pide a nuestro Señor que, por tu intercesión, haga que esta Su criatura sea obediente al hombre e inofensiva”. El caballo se volvió manejable al instante, y el mozo lo giró a la derecha hacia los Campos Elíseos, pronto se perdieron de vista.

El domingo 28 de noviembre de 1858, un muchacho de trece años que era aprendiz de joyero en París se encontró por casualidad en la calle con una persona a la que conocía como amiga, que se interesaba por su familia. Tras un cordial saludo y algunas palabras de conversación, el joven recibió de manos del amigo una Medalla de San Benito, como protección contra los peligros a los que todos estamos tan expuestos. El jueves siguiente, que era el 2 de diciembre, nuestro joven aprendiz se deslizaba por el pasamanos de la escalera, el cual, al ver que alguien subía y temeroso de chocar con él, se inclinó hacia adelante, perdió el equilibrio y cayó bajando casi dos plantas. En su caída, se golpeó el costado contra la barandilla del piso inferior, y la violencia del golpe lo envió de regreso al último escalón del rellano, donde se encontró sentado, sin más lesión que el aturdimiento por la caída. Inmediatamente regresó al taller y reasumió su empleo. Sin embargo, su amo, temiendo que tal accidente pudiera producir algún resultado fatal, a pesar de que en ese momento no había nada que pudiera dar el más mínimo motivo de alarma, lo envió a casa por unos días de perfecto descanso. Sin embargo, no le sobrevino nada parecido a una indisposición, y el joven no pudo evitar atribuir su extraordinaria fuga al poder de la medalla de San Benito, que tan oportunamente le había sido dada para llevar.

En Tours, en 1859, un joven caballero estaba tomando una lección de ejercicios en un Gimnasio público de la ciudad. Estaba realizando una de las hazañas que consistía en subirse a una viga horizontal, de la que luego se colgaría, sujetándola con las manos y los pies. Apenas había logrado esto cuando la viga cedió, y cayó cinco metros sobre su espalda en el suelo con la viga sobre él. El maestro del Gimnasio, que estaba presente, apenas tuvo tiempo de manifestar su alarma, pues el joven dio un salto, y tomando su Medalla de San Benito, se la mostró, diciendo; "¡Estoy bien! ¡Te aseguro que no estoy herido! Mira lo que me ha salvado.

Fue en febrero de 1859, cuando una enfermera paseaba con un niño pequeño por los jardines de las Tullerías. Eran como las tres de la tarde y el Emperador pasaba. La enfermera no pudo resistir su curiosidad, por lo que echó a correr al lado del carruaje del Emperador, pronto se perdió entre la multitud y se olvidó por completo de su pequeño cargo que había dejado atrás. El pequeño seguidor viéndose así dejado solo, emprendió el camino de su casa, que estaba en la calle llamada Rue Saint Florentin, N.º 4. Había una perfecta corriente de carruajes pasando justo en este excitante momento por la Rue de Rivoli, pero el pequeño valiente no tuvo miedo, cruza la calle con audacia y llega a casa. Sus padres se alarmaron al verlo llegar solo a casa: le preguntaron cómo había perdido a la enfermera y cuándo su hermana, que era un año mayor que él, exclamaba y preguntaba cómo diablos había llegado a casa sin ser atendido. atropellado: “Tenía al cuello la Medalla de San Benito”, dijo el niño con mucha frialdad, “¡y justo cuando iba a cruzar la calle, los carruajes hicieron tanto ruido!, pero me dejaron correr”.

En 1859, una Comunidad de Monjas, cuyo objeto especial era la educación de las señoritas, acababa de terminar de construir un gran dormitorio para sus huéspedes. Ahora estaba listo para su uso, y tanto los padres como los niños estaban encantados con el excelente alojamiento que brindaba el nuevo edificio, ya que además del dormitorio también había varios salones en la planta baja: pero no transcurrieron muchas semanas antes de que las grietas causaran una gran alarma. siendo escuchado por todo el edificio. Al principio se pensó que eran los crujidos que a veces se escuchan en las habitaciones recién tapiadas; pero se volvieron tan fuertes y amenazantes que los padres comenzaron a hablar de sacar a sus hijas de la escuela. En vano les aseguró el arquitecto que el edificio era perfectamente seguro, y las monjas se vieron obligadas a apaciguarlos sacando a todas las niñas del nuevo dormitorio y prometiéndoles todas las precauciones posibles contra accidentes. Habrían comenzado de inmediato a construir otro dormitorio, pero habían gastado todos sus fondos disponibles en el que ahora resultaba tan decepcionante. Una amiga del convento, a quien dos de las monjas le mencionaron su problema, les aconsejó que recurrieran a San Benito. Les recomendó poner una Medalla del santo Patriarca en cada piso del nuevo edificio, y cuatro abajo en los cimientos, una a cada lado; recitando mientras tanto cinco veces a quienes dos de las monjas mencionaron su problema, les aconsejó que recurrieran a San Benito. Les recomendó poner una Medalla del santo Patriarca en cada piso del nuevo edificio, y cuatro abajo en los cimientos, una a cada lado; recitando mientras tanto cinco veces el Gloria Patri en honor de la Pasión de Cristo, tres veces el Ave María en honor de Nuestra Señora, y por último tres veces el Gloria Patri en honor de San Benito. Se siguió su consejo; no se supo más de los ruidos que tanta alarma habían causado, y la Comunidad dio fervientes gracias a Dios, a la Virgen y a San Benito, por la protección así visiblemente otorgada a ellos.

En julio de 1859, en París, un caballero pasaba a caballo por la avenida Gabrielle. Llegó por casualidad a esa parte de la avenida que está en la parte trasera del jardín Elíseo justo cuando uno de los jardineros estaba regando las camas con uno de los grandes tubos. Un carro, cargado de leña, se había detenido en este mismo lugar a consecuencia de un accidente que le había ocurrido a un carruaje. El chapoteo de la máquina de riego asustó al caballo del caballero, que, dándose la vuelta de repente, retrocedió un trecho al galope. El jinete animó al animal a que volviera, y le gritó al jardinero que dejara de regar un momento mientras pasaba; no se prestó atención a esta petición, y el caballo volvió a asustarse y volvió al galope. Una vez más el jinete lo impulsó a espuelas y látigos al lugar temido, y a una velocidad furiosa por fin lo pasó, pero al hacerlo se dio tal golpe contra la rueda del carro que se rompió la cincha de la silla y se torcieron los estribos. El caballero había previsto el peligro, y había sacado el pie del estribo, pero al hacerlo se tiró tanto del otro lado que perdió completamente el equilibrio, y fue arrojado sobre la cabeza de su caballo, que pasó por encima. él sin pisotearlo. Aquel pobre animal se había asustado con la lluvia de agua que venía a borbotones en todas direcciones, y aunque el jinete había hecho todo lo posible para sacarlo del carro, que estaba, como hemos dicho, sobre el camino, sin embargo, se estrelló contra él. ella con todo su peso. El caballero traía en su persona la Medalla de San Benito, y no sintió nada de la caída sino un poco de rigidez en los miembros. El caballo resultó gravemente cortado por la rueda del carro en el costado y en la pata trasera, y durante doce días estuvo inservible para su uso. La silla de montar fue llevada a un guarnicionero en la calle Suresnes, y varias personas que habían presenciado el accidente le expresaron su sorpresa por el hecho de que el jinete hubiera escapado sin una sola cicatriz.

Durante la primavera de 1861, un individuo estaba un día esperando el ómnibus en la oficina de la Rue Royale, Saint Honoré. Percibió un carruaje y una pareja que venían por la calle a todo galope, pero cuando se habían alejado unas diez yardas del lugar donde él estaba parado, de repente se detuvieron, justo en el medio del camino. Los dos caballos se inquietaron, tirando con todas sus fuerzas uno hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. El conductor hace todo lo que puede para mantenerlos juntos, azotándolos y engatusándolos por turnos, pero todo en vano: cada uno tira por su lado, y en medio de toda la confusión causada por las multitudes de vehículos que pasan en todas direcciones en una vía tan concurrida, y hora frecuentada del día, el carruaje apenas podría escapar de un vuelco o una colisión. Las personas que estaban dentro estaban aterrorizadas y pensaron en saltar. El conductor estaba desesperado. Uno de los transeúntes, un buen católico, al ver el peligro, acudió inmediatamente al rescate. Dirigiéndose a un trabajador que estaba junto a él, y a quien conocía, le dijo: “Este pobre cochero está en un triste dilema, ¡pero mira! Inmediatamente lo arreglaré todo”. Luego se dice a sí mismo las palabras cuyas letras iniciales están en la Medalla de San Benito. En ese mismo instante los caballos se calmaron, se juntaron uno al lado del otro y se pusieron en marcha con muy buen humor. "¡Bien!" dijo el libertador a su vecino, “¿Qué dices tú a esto?”. “¡Vaya!”, respondió el otro, encantado y asombrado, “¡vaya, es realmente de primera clase!”, pero había ciertas razones por las que no se le debía contar el secreto, así que se separaron.

Se había entregado una Medalla de San Benito a una mujer pobre que acababa de perder a su marido y vivía sola en una casa solitaria a cierta distancia de Rennes (Francia). Estaba sumamente nerviosa de tener que vivir así sola, y como protección contra el peligro aceptó esta Medalla de manos de un buen cristiano, que vivía en el pueblo. En el año 1862, un desdichado, recién salido de la cárcel, merodeaba por el barrio. Por fin se le ocurrió un plan para entrar en algunas de las casas de los alrededores: prendería fuego a la cabaña de la viuda. La gente del vecindario salía de sus casas y corría al lugar, y mientras ellos estaban fuera, él podía entrar y hacer su trabajo. Llegó su hora. La pobre viuda pasaba en ese momento una hora con un vecino. De repente siente un tipo de problema inusual, declara que debe irse a casa. Pronto está allí, cuando ve una nube de humo que sale del pequeño establo contiguo a su cabaña, y un hombre que corre por el campo como si estuviera tratando de escapar. Sin darse tiempo a reflexionar, echa a correr tras el hombre, y no tarda en descubrir que es ese mismo individuo que, no mucho antes, había entrado en su puerta pidiendo algo de beber. Mientras lo persigue, ella grita pidiendo ayuda, y un granjero al oírla, sale corriendo de su casa con sus sirvientes y reconoce en el fugitivo al hombre que lo había atacado solo unas noches antes. No tardan en atraparlo y ponerlo en manos de la policía. Fue sentenciado a servidumbre penal por catorce años, y cuando estuvo en el tribunal, confesó públicamente que había hecho todo lo posible para prender fuego a la casa de la viuda, pero no pudiendo tener éxito, arrojó un haz encendido en el establo, y luego se fue. Su intento de incendiar la casa no causó el menor daño ni al establo ni a la casa.
   
XI. SOCORRO A LOS ANIMALES ÚTILES AL HOMBRE, Y SU INFLUENCIA SOBRE LAS CONDICIONES NATURALES.
La Noticia italiana sobre los efectos de la Medalla de San Benito constata la protección que ella ha sabido traer sobre los animales domésticos, liberándolos de sus enfermedades y dándoles la fecundidad (Libera gli animali delle malattie, e loro da la fecondità). Esta particularidad no sorprendería a un Cristiano que sabe que la Iglesia emplea la eficacia de sus oraciones en favor de los animales que la Providencia ha destinado al servicio del hombre. He aquí un hecho que ha sucedido a T…, y que parece natural para justificar esta confianza. Pasado el mes de Septiembre de 1858, una veintena de gallinas, perfectamente instaladas, alimentadas y atendidas de todas las maneras, no habían puesto un solo huevo. Seis a siete de ellas fueron sacrificadas y abiertas sin que en ellas se encontrase el menor indicio de fecundidad. El 20 de Febrero de 1859, fue sacrificada una sin más éxito. Vino la idea de fijar una Medalla de San Benito a uno de los muros del gallinero. Cuatro días después, se encontró un huevo, al día siguiente dos; todos los días posteriores, se estableció una puesta regular y abundante.
   
En el año 1857, en la aldea de la Jouaudière, comuna de Bais, departamento de Ille y Vilaine, un establo fue objeto de obras maliciosas de parte de un hombre muy sospechoso en la región. Ya tres caballos habían perecido luego de una enfermedad que hacía caer todo el pelo de los animales, y los debilitaba cada vez. El cuarto y último se encontraba en ese mismo estado cuando la pobre mujer sobre la cual cayó esta calamidad se encontró con una persona que le recomendó el uso de la Medalla de San Benito, y le regaló. Habiéndola recibido, ella corrió al establo y, poniéndose de rodillas, encomendó sus intereses a San Benito; luego, sin perder tiempo, empapó la Medalla en el agua, que dio a beber al caballo enfermo. El animal, habiendo bebido esta agua, parecía recibir algún alivio. Su dueña, que había dejando el establo algunos instantes, y su felicidad llegó a completarse al ver al caballo levantándose y comiendo en su pesebrera con un sincero apetito. Luego cesó los remedios impuestos por el veterinario; la bestia recuperó su pelo en algunos días, y se encontró en capacidad de resistir todos los trabajos que se le imponían antes.
   
Al año siguiente, la misma granjera vino a sufrir una situación similar. Una enfermedad cayó sobre una de sus vacas, y el veterinario consultado había juzgado la enfermedad como talmente incurable, que aconsejó matar al animal lo más pronto posible. Se hizo pues llevar la vaca al campo más cercano al establo, y se hizo llegar al matarife, que llegó con sus ayudantes. Antes de proceder al fin de su venida, estos hombres se pusieron a la mesa para tomar una pequeña colación que se les había servido. Antes de comer, la dueña de la vaca se levantó un momento, y poniéndose junto al animal, se puso de rodillas y se dirigió con viva fe a San Benito: «Gran San Benito, no sé que puedo hacer por Vos si curáis mi vaca. No conozco un lugar donde seáis honrado particularmente; pero si me concedéis lo que os pido, os prometo hacer, en vuestro honor, una ofrenda en el altar de la Santísima Virgen». Llena de esperanza, ella regresa a la casa para velar por las necesidades de sus huéspedes. Apenas pasó un cuarto de hora cuando estas personas se levantan, con sus instrumentos, hacia el sitio donde tenían atada a la vaca. ¡Cuál no fue su asombro al ver al animal pastando en completa tranquilidad! Ellos examinaron al animal, y después de haber constatado su curación súbita, declararon a su señora que su misión era ahora inútil, y no tuvieron más que retirarse. La vaca continuó gozando de una excelente salud, y la valiente mujer se dispuso a hacer la ofrenda que había prometido.
   
En el invierno de 1859 a 1860, a tres vacas que poseía un asilo de ancianos en París, las religiosas encargadas de dirigir el establecimiento penosamente habían visto morir dos de ellas de una afección en los pulmones; y ya la tercera, fatigada por una tos obstinada y por su falta de apetito, amenazaba con seguir a las primeras, si no se la enviaba pronto al campo, para ponerla bien. Un católico, propagador celoso de la Medalla, se encontraba de visita en el establecimiento; la Hermana superiora le hizo parte de sus penas y sus inquietudes. Él le pregunta si habían puesto en el establo la Medalla de San Benito, y enterándose que no lo habían hecho, se hizo conducir hasta la vaca enferma. La pobre bestia tosía de una manera violenta, no comía nada, y no daba más leche. El visitante trazó sobre la frente del animal la Señal de la Cruz empleando la fórmula inscrita en la Medalla; les recomendó hundirla en un poco de agua y que se la hicieran beber todos los días a la vaca, hasta que se curase perfectamente; finalmente, antes de retirarse, suspendió una medalla de en el establo y le indicó algunas oraciones que rezar. Algunas semanas más tarde, llegado a saber de las novedades de la vaca, tuvo la satisfacción de saber que ella estaba enteramente restablecida; que desde los primeros días que siguieron al empleo de la Medalla, ella había cesado de toser, que el apetito le había vuelto, y que después daba diariamente seis litros de leche, con gran contento de la casa.
  
En una vasta mansión del suburbio San Germán, habitada por numerosos arrendatarios, un pobre gato sarnoso excitó la animadversión de todos los habitantes, a los cuales su enfermedad provocaba una tan fuerte repugnancia que cada uno parecía tener jurada su muerte. Violentamente expulsado de plano, y también brutalmente perseguido cuando se permitía aparecer en el día, había acabado por hacérsele concedido derecho de asilo con la arrendataria de una de las habitaciones de la cámara baja. La dueña de la habitación le acogía durante el día, pero lo devolvía en la tarde. En la mañana el animal se presentaba, y por sus lastimosos maullidos y sus arañazos sobre la puerta, testificaban su deseo de ponerse de nuevo en seguridad. Usando con demasiada libertad sus derechos de hospitalidad, el desdichado gato no temía, como si estuviera de plena salud, acostarse sobre las sillas. La persona hospitalaria de la que hablamos, recibiendo un día la visita de un hombre lleno de fe en la Medalla de San Benito, quiso hacerle aceptar un sillón sobre el cual se había acostado el gato algunos instantes antes. Él no aceptó, y preguntó a la dueña del lugar por qué no lo curaba, puesto que ella la había adoptado. Esta dama respondió que ella no deseaba algo mejor, pero que no sabía cómo hacerlo.
    
El visitante le aconseja hundir cada día la Medalla de San Benito en el vaso de agua que ella tenía costumbre de poner en la entrada del gato, para que se sanara. La dama le objeta que ella ya lo había pensado; pero, con el temor de profanar una cosa santa en emplearla para un uso tan vulgar, ella se había abstenido. El visitante le respondió que la virtud de la Cruz había rehabilitado a toda la creación, y ella podía ser aplicada a todos los seres que son útiles al hombre: «De resto, Dios sabe bien que nuestra intención es pura, y que nosotros no queremos sino su gloria; si él nos aprueba, curará al pobre animal; si no, seguirá estando enfermo, y no será sino eso». Acto seguido, sumergió la Medalla en el vaso de agua, y obligó a la persona a continuar haciendo lo mismo hasta la perfecta curación del animal. Pocos días después, la sarna había desaparecido completamente, el pelo volvió a su perfecta propiedad, y se pudo constatar, una vez más, que la bondad de Dios se extiende a todas sus criaturas.
   
En el mes de Marzo de 1862, el nombrado G… de S… fue dirigido por una persona piadosa de Noyon para recibir de ella una Medalla de San Benito. Este hombre relata que, en la comuna donde habitaba en esa época, había dejado un legado en la muerte de su suegra. Este legado se componía de una casa con los edificios de labor. El patio de esta casa era común con un hombre de la región que tenía consigo muy malos libros, y que pasaba por ser entregado al demonio, él y su mujer; él mismo era muy temido por los habitantes, a quienes más de una vez les había jugado malas pasadas.
   
G… tomó posesión de su casa, con gran descontento del vecino que desde el comienzo le ofreció comprarla, y que, por su rechazo, le amenazó diciendo: «Tú no me la quieres vender: te forzaré a ello». En efecto, G… ni bien se instaló cuando una mortandad desastrosa se hizo sentir sobre sus animales: la leche de las vacas que habían sobrevivido era inadecuada para convertirse en mantequilla, nada más batirlas durante una jornada; una tropa de ratas, que llegaba a millares, devoraban todo lo que era suyo: las ropas, los efectos, los arneses de los caballos estaban hechos pedazos; los cobertores sobre los lechos eran devorados; y nada podía impedir esta devastación: ni trampas, ni veneno, ni armas de fuego: de suerte que la más estricta economía y un trabajo asiduo permitían que G… pudiese conservar una parte de su haber.
   
Al cabo de diez años, viendo que su situación se hacía cada vez más infeliz, resolvió finalmente proponer a su vecino la compra de esta casa que tanto había codiciado; y después de habérsela vendido, fue y se puso en el extremo de la comuna, esperando que por este cambio se acabara su triste situación; pero fue engañado en su expectativa, y aun parecía haber aumentado su desgracia. Sin embargo, experimentó un momento de respiro tras la muerte de su madre, habiendo introducido en su casa un relicario que le fue llegando sucesivamente, y que contenía la madera de la Vera Cruz, con reliquias de San Medardo, San Eloi, San Mommole y San Godeberto. G.., pensó que estaba entregado; pero la calma duró poco, y pronto reaparecieron las calamidades, con más intensidad que nunca. estaba como desesperado, cuando lo trajeron a la persona de la que hablamos arriba. Ella lo exhortó a tener confianza ya rezar con fe; luego le dio varias medallas de San Benito, una pequeña nota sobre las gracias de protección que esta medalla podría ser la ocasión. G… diligentemente hizo todo lo que se le recomendó, e inmediatamente la situación comenzó a mejorar. Habiendo sumergido la medalla en agua y dirigido una ferviente oración a Dios, lavó con esta agua las paredes de su casa, el umbral de la puerta, y se la dio a beber a su ganado. Incluso echó unas gotas en la mantequera donde se batía la mantequilla, luego puso la nata y después de veinte minutos obtuvo la más hermosa y la mejor mantequilla que uno pudiera desear (La virtud de la medalla, disipando las trampas de los demonios cuando se oponen al éxito de las operaciones domésticas en un detalle tan familiar como la elaboración de mantequilla, es suficientemente reconocido en Italia para haber sido mencionado expresamente en los avisos relativos a la medalla. Así leemos allí estas palabras: “In tutte quel cose che dipendono dal latte di essi animali,come ne fare il butiro, ed altro ad uso degli umani bisogni”). Uno de sus animales estaba al borde de la muerte: le colocó una medalla en el cuello y el animal pronto se levantó, comenzó a comer y se curó por completo. En pocos días desaparecieron todos los flagelos que lo habían obsesionado durante tantos años, y pronto disfrutó de una completa tranquilidad. En su alegría, no tardó en venir a agradecer a la persona que le había confiado la medalla; pero él le hizo saber al mismo tiempo una cosa que le afectó bastante: era que el autor de todas estas penas sufría de una consunción, y, en su caritativa compasión, temía que ese hombre iba a morir. Sabemos que hizo gestiones para obtener una medalla para sí mismo; pero no hemos recibido ninguna información sobre el resultado de este caso.

A estos rasgos relativos a la acción de la medalla de San Benito, añadiremos aquí el relato de dos hechos en los que su influencia se manifestó sobre las cosas inanimadas, con ocasión de los cuales la fe había solicitado la ayuda de Dios por medio del Santo Patriarca.

En 1867, en la diócesis de Le Mans, en los locales de una comunidad recién establecida, se había excavado un pozo muy costoso para llevar agua a toda la casa. Habiendo encontrado esta agua desprovista de las cualidades que deberían hacerla potable, se vieron obligados a cavar un nuevo pozo dentro de las mismas paredes de la casa. El resultado de esta nueva operación no fue más favorable. El agua vino bastante abundantemente; pero, si no era sulfuroso como el primero, tomaba prestado de la tierra color negruzco, de mal olor y de sabor detestable. Se dio el consejo a las monjas de arrojar el medallón de San Benito en este pozo y sacar agua de él una hora después. Las Hermanas cumplieron esta prescripción con fe y sencillez; y una hora después el agua extraída del pozo parecía cristalina, inodora y perfectamente potable. Desde entonces, ha conservado estas cualidades en todas las épocas, y las condiciones desdichadas en las que se mostró por primera vez ya no son para los habitantes del monasterio más que un recuerdo que les recuerda el poder y la bondad del santo Patriarca.

En 1864, en Boën-sur-Lignon, una enfermedad de la vid invadió un viñedo. No solo se dañó el follaje, sino que los racimos que comenzaban a crecer parecían muertos. El propietario tuvo la idea de enterrar el medallón de San Benito en la tierra donde nacieron las vides. Poco después, apareció un nuevo fenómeno. El follaje conservaba su aspecto triste; pero los racimos se habían hinchado y madurado, sin conservar la huella de la ulceración que les había aparecido primero. La enfermedad había invadido una tercera parte de las vides; de pronto retrocedió, y toda la uva de esta viña, en el momento de la vendimia, se encontró en las mejores condiciones.
  
XII. LA MEDALLA DE SAN BENITO EN LAS TIERRAS DE MISIÓN.
La virtud de la Medalla de San Benito no se detiene en los límites del mundo occidental. Testimonios recientes nos enseñan que su acción es todopoderosa en los países de misión, y especialmente en la India, todavía tan infestada por los espíritus de las tinieblas.

En 1867, el Reverendo Padre A…, de la Compañía de Jesús, residente en el colegio de Saint-Denis (Reunión), se encargó de tomar, después de las vacaciones de Semana Santa, de sus familias, catorce niños a los que llevaría regreso por mar a Saint-Denis. La mar estaba mala, y teníamos algo de miedo por la vuelta. El Padre Rector entregó al Religioso que se marchaba un medallón de San Benito, y le dijo: “No se preocupe; mañana el mar será menos malo; además, si, una vez pasado, se vuelve tormentoso, no tengáis miedo: San Benito vendrá en vuestra ayuda. Lo dicho por el Superior pasó punto por punto. Cuando el monje y los niños se embarcaron, hacía muy buen tiempo; Hacía una hora que navegaban sin obstáculos hacia Saint-Denis, cuando a la vuelta de un cabo, la barca fue asaltada por una terrible ráfaga que casi arrojó a los viajeros sobre las rocas de la orilla, donde ciertamente habrían sido aplastados por las olas. El piloto tembloroso llega a alta mar, pensando en estar menos expuesto a ella; pero la muerte se presentó allí bajo colores no menos lúgubres. La frágil barca, convertida en juguete de las olas y de los vientos, ya no obedecía al timón; una lluvia torrencial ocultó todos los horizontes; los niños yacían en el fondo de la barca, más muertos que vivos. En este momento de supremo peligro, el Padre recuerda el medallón de San Benito; lo toma y lo arroja al mar diciendo: “¡San Benito, ruega por nosotros! ¡Maravilloso efecto del poder del gran Patriarca! En menos de cinco minutos, la lluvia había cesado, las olas se calmaron, el piloto pudo regresar a la costa, y los viajeros prosiguieron su navegación, llenos de gratitud por aquel que acababa de rescatarlos de una muerte segura. Al día siguiente, el Reverendo Padre A... puso al cuello de sus ocho remeros una medalla de San Benito, y estos buenos negros le prometieron no dejarla nunca.

El hecho que acabamos de leer nos lo transmitió el mismo Padre A…, pocos años después del acontecimiento. Otra carta, fechada en Salem, Vicariato Apostólico de Pondicherry, 21 de noviembre de 1874, nos transmite, sobre el uso de la medalla en este país, una larga serie de hechos interesantes, de los que aquí podemos relatar sólo los principales.

Selvam, una joven india, sufría desde hacía mucho tiempo de un flujo de sangre que la debilitaba hasta el punto de no poder soportar casi ninguna especie de alimento; todo su cuerpo se hundió, y llegó a desear la muerte. El misionero que nos escribe, llegando al pueblo, le hizo beber agua en la que había sido sumergido el medallón de San Benito. Ese mismo día cesó la sangre, y el enfermo pudo ingerir varios alimentos: “Esta agua”, dice el relato, “tiene una virtud muy especial contra la pérdida de sangre, cualquiera que sea. “Precioso testimonio, viniendo a añadir inesperadamente, desde el fondo de las Indias, al que citamos más arriba (§ VII): “ E rimedio efficacissimo pel jetto di sangue". Sería fácil relacionar más de un hecho de manera similar recordando los relatos de los párrafos anteriores. Así, en una comunidad de monjas indígenas, el agua salobre que era casi inservible para todos los usos perdió su carácter salobre cuando se colocó en el pozo un medallón de San Benito. Pero pensamos que teníamos que limitarnos y buscar variedad en lugar de número en la recopilación de hechos en este aviso.

Servammôl, antiguo alumno de los Religiosos, padecía fiebre desde hacía unos cuatro meses. Una persona caritativa, entrando en su casa en el momento en que más sufría, le hizo tomar, en forma de remedio, una taza de café sin azúcar en la que había sido sumergida la medalla. El ataque se volvió entonces extremadamente violento, con vómitos y delirio; Sin embargo, pasada la crisis, Servammol no se desanimó: empezó a beber agua del medallón, ya la semana estaba completamente curada.

Habiendo venido ladrones durante la noche a saquear una casa, un niño de tres años que estaba allí se asustó tanto que le dio fiebre, y apenas lo dejó por cinco días. Luego de que alguien le ofreciera agua del medallón, se le hacía beber al paciente, frotándose suavemente la misma agua en la cara y el pecho. La fiebre desapareció de inmediato y nunca más volvió.- Me pareció notar -dijo el misionero- que esta medalla tenía una gran virtud contra el miedo y todo lo que viene del miedo, especialmente en los niños. Y añade: “Como se reconoce que esta medalla da virtud a los remedios, muchas veces la he usado sumergiéndola en remedios líquidos, o haciéndola tocar los que no lo son. Lo usé para fiebre continua, diario, tercias, cuartas, y no recuerdo haber visto la fiebre resistir al remedio, reiterado si es necesario. »

Madelegammol, una joven de dieciocho o veinte años, era sorda desde hacía seis años; sus oídos se infectaban cuando comía cualquier cosa menos arroz. Desde el primer día que le echaron el agua de la medalla en los oídos, cesó la supuración en el oído derecho, y oyó mejor de ese lado. Habiéndose continuado el remedio por algunos días, la supuración también cesó en el lado izquierdo; el oído derecho pronto escuchó perfectamente, pero el izquierdo quedó sólo medio curado, si Dios quiere que esta mujer tenga un recuerdo de su primera condición.

El dolor de ojos adquiere un carácter de intensidad bajo el sol de la India que lo hace terrible, especialmente para los niños. Dos niñas paganas que padecían esta enfermedad se curaron instantáneamente, lavándose los ojos con el agua de la medalla.

Pero lo que, sobre todo, hace que la medalla de San Benito sea querida por los indios, es la poderosa ayuda que les brinda contra uno de los mayores flagelos del país, la picadura de insectos o la mordedura de serpientes. Mariannen, picada una noche por un pouram, un insecto muy venenoso, pasó la noche lamentándose bajo la influencia del dolor; su pecho estaba oprimido, sus costillas hinchadas. Habiendo sido frotadas las supuraciones por la mañana con agua de Colonia pura en la que se había sumergido la medalla, se curó instantáneamente.

Nôyégam había sido mordido por un virian, una serpiente cuya mordedura, si no mata en pocas horas, deja la vida en peligro durante cuarenta días, y siempre requiere mucho tiempo para una curación a veces muy incompleta. En los tres años desde que Nôyégam recibió la inyección, la fiebre nunca la había dejado por completo; la pierna afectada por el virión estaba entumecida y casi insensible, a tal punto que, mientras tanto, picada por un escorpión, no sintió nuevos dolores; la cabeza y el cuello sentían dolores continuos; sus miembros sin fuerza no le permitían ningún trabajo sostenido. Fue en este estado que, después de tres años, se presentó al misionero. Le dio agua de la medalla y le recomendó que la bebiera y la frotara en sus miembros adoloridos, lo cual hizo el mismo día. antes de ir a la cama. Esa misma noche, la fiebre la abandonó, la pierna se liberó de su entumecimiento, la cabeza y el cuello quedaron nuevamente libres y todo el cuerpo volvió a su estado normal. “Es notorio”, escribe el misionero, “que ningún veneno resiste al agua que esta medalla ha tocado, y que el veneno sale inmediatamente de todos los lugares que esta agua toca”.

La picadura del escorpión causa un dolor indescriptible; toma horas, una noche ya menudo mucho más, para que la calma y el sueño regresen al paciente. Como las casas de los indios están llenas de escorpiones, no son raros los casos de picaduras. Contra él se emplean varias especificidades más o menos eficaces; pero el gran remedio indio es bendecir de manera supersticiosa para abatir el virus, y los mismos cristianos no siempre fueron, al parecer, muy escrupulosos en este asunto. La medalla de San Benito vino providencialmente para acabar con estas supersticiones. El agua que tocó curó instantáneamente la extremidad adolorida y eliminó infaliblemente el virus en cuestión de minutos. En los muchos casos de aplicación que se han presentado desde que la medalla se dio a conocer en estos países, nunca lo hemos visto fallar una vez en su efecto. Así lo llamaron los indios la medalla del escorpión, telou souroubam.

Una mujer joven había pedido un deseo para su hijo; ella se había comprometido a dar ocho annas (24 sous) a la Iglesia de la Santísima Virgen en Yodappady. Acudiendo a las fiestas de Pascua para cumplir su promesa, daba cuatro annas, reservando las otras cuatro para la iglesia de su pueblo. Inmediatamente, el niño cae enfermo: gran confusión en la relación, la pobre joven madre, consternada, admite su culpa y se apresura a cumplir su deseo; pero el paciente deja los mismos temores. Llamamos al misionero. Encuentra al niño en un estado de postración completa, con los ojos cerrados, la cabeza cayendo sobre el pecho. Así que se dijo a sí mismo: “María y Benito no pelearán por la vida de este inocente. María dio la lección maternal que fue escuchada; por la gloria de San Benito, ella le deja curarlo. " Después de qué, frota suavemente el pecho y la cara del niño con el agua del medallón; pones unas gotas en tu boca. Inmediatamente abre un poco los ojos y hace algunos movimientos; la alegría renace en la familia. Se puso cada vez mejor, y la misma noche estaba completamente curado.

El celoso misionero de quien tenemos estos hechos fue llamado un día a un protestante enfermo, presa de terribles agitaciones. Se decía que la casa estaba encantada por espíritus malignos; el misionero habiendo examinado el tipo singular de esta enfermedad, se convenció de que había locura o efecto diabólico. Por tanto, pide agua y hunde en ella el medallón de San Benito; la madre del paciente, sentada cerca de la cama de su hijo, frota suavemente esta agua en la cara y el pecho; le hacen beber unas gotas de ella. Luego, inclinando un poco la cabeza, pareció reflexionar un momento y, volviéndose hacia su madre, le dijo con una sonrisa: "¡Estoy curado!" Alimentame. ¡Mi ropa! Luego estrecha la mano del sacerdote, diciendo: "¡Gracias, Padre!" Su joven esposa, una europea protestante, estaba frente a él, de pie, asombrado, y dejó correr grandes lágrimas. El misionero bendice la casa y toda la familia se arrodilla para recibir también su bendición. La emoción fue grande entre todos los testigos del hecho, católicos, protestantes o paganos. Por la noche, el paciente reanudó su trabajo habitual. Durante los días siguientes tuvo algunos ataques más del mismo tipo; pero, habiendo seguido bebiendo del agua de la medalla, pronto se liberó por completo.

Por la fuerza todopoderosa de la Santa Cruz grabada en el medallón, San Benito prosigue en la India el curso de sus victorias sobre las legiones infernales expulsadas por él desde Occidente. Terminaremos con la simple exposición de un hecho que resume y caracteriza admirablemente la especial eficacia del objeto sagrado del que hemos hablado a nuestros lectores. Un árbol que se había convertido en guarida de demonios, algo común en las pagodas indias, se secó rápidamente y murió tan pronto como se colocó el medallón de San Benito en sus raíces. ¡Que la santidad del gran Patriarca resplandezca cada vez más en aquellas lejanas regiones donde Dios no ha conducido a sus hijos! ¡Que este pueblo, esclavo de Satanás durante tantos siglos, comprenda finalmente, en virtud de la medalla, tanto la debilidad del infierno como el poder de los servidores del único Dios verdadero!
  
XIII. APROBACIÓN DE LA MEDALLA DE SAN BENITO POR LA SANTA SEDE.
Los hechos anteriores, y muchos otros del mismo tipo que pasamos por alto, naturalmente sugieren la cuestión de si la autoridad de la Iglesia se ha pronunciado sobre el tema de una devoción, cuyos resultados probablemente provocarán tanto asombro en la mente de algunos, ya que darán confianza y consuelo a otros. Afortunadamente, la Santa Sede ha examinado hace mucho tiempo este tema, sobre el cual ahora escribimos, y ha dado a la Medalla de San Benito la sanción deseada, que es una autoridad y un argumento superior incluso a los que se dan por los maravillosos ejemplos de su eficacia, que se relatan todos los días, han tenido lugar en casi todos los países. La Medalla de San Benito había sido atacada con sabor a superstición, por el autor del Tratado sobre las supersticiones (Juan Bautista Thiers, coadjutor de Vibraye, en la diócesis de Le Mans, Francia. †  AD 1703), obra, por cierto, que está en el Índice. Este crítico irrazonable defendió su opinión sobre la Medalla con este extraño argumento, que las letras iniciales que están sobre ella son difíciles de entender y, por lo tanto, se sospecha que tienen algún propósito supersticioso

Quedó reservado al sabio Papa Benedicto XIV animar a los fieles a confiar en esta santa Medalla y refutar los escrúpulos que el racionalismo de la época trataba de suscitar respecto a ella. Fue a instancias de Dom Benón Löbl, Abad del Monasterio de Santa Margarita en Praga, que este Papa, después de un cuidadoso examen y un decreto de la Congregación de las Indulgencias, aprobó por su Breve del 12 de marzo de 1742, la Medalla con su Cruz, la figura de Sa: Benito y las Letras que sobre ella se encuentran. Autorizó la forma de bendición que se ha de usar sobre esta Medalla, y concedió un gran número de Indulgencias a todos los que la llevan alrededor. Damos aquí el texto de este importante Breve, porque es muy poco conocido:
BENEDICTO XIV., PAPA.

PARA PERPETUA MEMORIA, Y PARA EL AUMENTO DE LA DEVOCIÓN DE LOS FIELES DE JESUCRISTO.

Vigilantes con amor paterno de los tesoros celestiales de la Iglesia, y deseosos de enriquecer con la concesión de Indulgencias las sagradas medallas, conocidas con el nombre de Cruces o Medallas de San Benito, hemos concedido gustosos a ciertas personas que ostentan ciertas dignidades, el poder especial de bendecir dichas Medallas con ricas indulgencias, y distribuirlas entre los fieles; y con el fin de que esta concesión produzca su pleno efecto y permanezca ininterrumpida en todo tiempo futuro, tanto más especialmente como tal se nos ha pedido, de buena gana añadimos a esto el peso de la confirmación apostólica, y la influencia de nuestros esfuerzos y solicitud, según nos ha parecido delante de Dios bueno y necesario, habiendo considerado maduramente las circunstancias de las personas, lugares y tiempos.

Nuestro amado hijo Benón Löbl, Monje Profeso de la Orden de San Benito, y ahora en este momento Abad del Monasterio de Brzewnow en la diócesis de Praga, siendo dicho Monasterio nullius, libre, exento e inmediatamente sujeto a la Sede Apostólica, Preboste de Wahlstad en Silesia, Prelado mitrado del reino de Bohemia y Visitador perpetuo de dicha Orden en Bohemia, Moravia y Silesia, Nos ha hecho saber recientemente que en otra ocasión nos ha pedido para sus sucesores, como también para todos y cada uno de los Abades, Priores, y Sacerdotes de la dicha Orden, que están o le estén sujetos a él y a sus sucesores en el oficio de la Visitación, la facultad para bendecir, según la fórmula dada en la dicha petición, las Medallas o Cruces llamadas de San Benito, y distribuirlas respectivamente, en orden de propagar las Indulgencias que han sido tan profusamente concedidas a ellas; con prohibición a todos los eclesiásticos de interferir en esta piadosa obra, facultad que graciosamente fue concedida e impartida por decreto de la Congregación de Cardenales de la santa Iglesia Romana, llamada Congregación de Indulgencias, el 23 del mes de diciembre, en el año de nuestro Señor, 1741; cuyo texto es el siguiente:
“Decreto para la Orden de San Benito en Bohemia, Moravia y Silesia:

A las más humildes e inmediatas súplicas de Dom Benón Löbl, Abad del monasterio libre y exento de Brzewnow en Brauna, de la Orden de San Benito, Preboste de Wahlstad en Silesia, Prelado mitrado del reino de Bohemia y Visitador perpetuo de dicha Orden en Bohemia, Moravia y Silesia: Nuestro Santísimo Padre el Papa Benedicto XIV ha dado y concedido graciosamente al mismo Benón y a sus sucesores, como también a todos y cada uno de los Abads, Priores y Presbíteros que por ahora le están sujetos como Perpetuo Visitador, la facultad especial de bendecir las medallas conocidas bajo el nombre de Cruz de San Benito, y de las cuales, por un lado representa la imagen del mismo San Benito, y por el otro una Cruz, con estas siguientes letras o caracteres alrededor del borde, que significan respectivamente como sigue: V. Vade . R retro. S. Sáthana. N. númquam. S. suáde. M. mihi. V. vana. S. sunt. M mala. Q. quæ. L. libas. I. ipse. V. venéna. B. bibas. En la línea perpendicular de la Cruz: C. Crux. S. sacra. S. sit. M. mihi. L. lux. En la línea horizontal, N. non. D. Draco. S. sit. M. mihi. D. dux. Por último, en las cuatro esquinas, C. Crux. S. Sancti. P. Patris. B. Benedícti y dicha bendición estará en la fórmula como sigue:
℣. Adjutórium nostrum in nómine Dómini.
℞. Qui fecit cœlum et terram.
   
Exorcízo vos, numísmata, per Deum  Patrem omnipoténtem, qui fecit cœlum et terram, mare et ómnia, quæ in eis sunt. Omnis virtus adversárii, omnis exércitus diáboli, et omnis incúrsus, omne phantásma sátanæ, eradicáre et effugáre, ab his numismátibus: ut fiant ómnibus qui eis usúri sunt, salus mentis et córporis: in nómine Pa  tris omnipotentis, et Jesu  Christi Fílii ejus, Dómini nostri, et Spíritus  Sancti Parácliti, et in caritáte ejúsdem Dómini nostri Jesu Christi, qui ventúrus est judicáre vivos et mórtuos, et sǽculum per ignem. ℞. Amen.
   
Kýrie, eléison. Christe, eléison. Kýrie, eléison.
Pater noster secreto usque ad
℣. Et ne nos indúcas in tentatiónem.
℞. Sed líbera nos a malo.
℣. Salvos fac servos tuos.
℞. Deus meus, sperántes in te.
℣. Esto nobis, Dómine, turris fortitúdinís.
℞. A fácie inimíci.
℣. Dóminus virtútem pópulo suo dabit.
℞. Dóminus benedícet pópulum suum in pace.
℣. Mitte nobis, Dómine, auxílium de sancto.
℞. Et de Sion tuére nos.
℣. Dómine, exáudi oratiónem meam.
℞. Et clamor meus ad te véniat.
℣. Dóminus vobíscum.
℞. Et cum spíritu tuo.
   
Orémus. Deus omnípotens, bonórum ómnium largítor, súpplices te rogámus, ut per intercessiónem Sancti Benedícti, his sacris numismátibus, lítteris ac charactéribus a te designátis, tuam bene  dictiónem infúndas: ut omnes, qui ea gestáverint ac bonis opéribus inténti fúerint, sanitátem mentis et córporis, et grátiam sanctificatiónis, atque indulgéntias (nobis) concéssas cónsequi mereántur; omnésque diáboli insídias et fraudes, per auxílium misericórdiæ tuæ, effúgere váleant, et in conspéctu tuo sancti et immaculáti appáreant. Per Dóminum. ℞. Amen.
   
Orémus. Dómine Jesu Christe, quio voluísti pro totíus mundi redemptióne de Vírgine nasci, circumcídi, a Judǽis reprobári, Judæ ósculo tradi, vínculis alligári, spinis coronári, clavis perforári, inter latrónes crucifígi, láncea vulnerári, et tandem in Cruce mori: per hanc tuam sanctíssimam passiónem humíliter exóro; ut omnes diabólicas insídias et fráudes expéllas ab eo, qui nomen sanctum tuum, his lítteris ac charactéribus a te designátis, devóte invocáverit, et eum ad salútis portum perdúcere dignéris: Qui vivis et regnas in sǽcula sæculórum. ℞. Amen.

Benedíctio Dei Patris omnipoténtis, et Fílii , et Spíritus Sancti descéndat super hæc numísmata, ac ea gestántes, et máneat semper. Amen.
Queriendo, pues, enriquecer de manera especial, con favores espirituales y con los tesoros celestiales de la Iglesia, las mencionadas Medallas bendecidas por el Visitador, y los demás Monjes arriba mencionados que vivían entonces, ha dado y concedido graciosamente a todos y cada uno de los fieles, de ambos sexos, que llevarán consigo una de estas Medallas o Cruces así bendecidas, y al mismo tiempo realizarán las buenas obras que se ordenan a continuación en sus respectivos lugares, las siguientes indulgencias en la forma y formulario como se especifica en el presente; a saber: el que rece regularmente, al menos una vez por semana, la Coronilla de Nuestro Señor, o la de la Santísima Virgen María, o el Rosario, o la tercera parte del Rosario, el Oficio Divino, o el Oficio de la Santísima Virgen María, o el Oficio de Difuntos, o los Siete Salmos Penitenciales, o los Salmos Graduales; o que enseñe regularmente los rudimentos de la fe, o visite a los que están en prisión, o a los enfermos en cualquier hospital, o ayude a los pobres, o bien escuche, o, si es un sacerdote, diga Misa; si está verdaderamente arrepentido y se ha confesado con un Sacerdote aprobado por el Ordinario, y ha recibido el santo sacramento de la Eucaristía en cualquiera de los días siguientes, a saber, las Fiestas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Epifanía, Resurrección, Ascensión, Pentecostés, Santísima Trinidad y Corpus Christi, y en las fiestas de la Concepción, Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción de la Santísima Virgen María; también el primer día de noviembre, la fiesta de Todos los Santos, y en la fiesta de San Benito; y habrá rogado devotamente a Dios por la destrucción de las herejías y los cismas, por la exaltación y propagación de la fe católica, por la paz y concordia de los príncipes cristianos, y por las demás necesidades de la Iglesia romana, obtendrá la indulgencia plenaria y la remisión de todos sus pecados.
   
El que hubiere cumplido las mismas dichas condiciones en las otras Fiestas de Nuestro Señor, o de la Santísima Virgen María, y en las fiestas de los Santos Apóstoles, o de San José, o de los Santos Mauro, Plácido, Escolástica o Gertrudis, de la Orden de San Benito, ganarán en cada una de estas fiestas una indulgencia de siete años y siete cuarentenas.

Las mismas indulgencias se conceden también a quien oiga o, si es sacerdote, diga misa y ore por la prosperidad de los príncipes cristianos y la tranquilidad de sus estados y posesiones.

El que ayune los viernes, por reverencia a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, o los sábados en honor de la Santísima Virgen María, cada día que así ayune, ganará una indulgencia de siete años y siete cuarentenas.

Y el que, habiéndose confesado y nutrido con la sagrada Comunión, hubiere observado este mismo ayuno en los días antedichos durante un año entero, obtendrá indulgencia plenaria, la cual también se concederá al que, teniendo la intención de hacer esto mismo trabajo, morirá dentro del año.

El que tuviere costumbre de decir una o más veces en el día esta jaculatoria: Bendita sea la purísima e inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, ganará una indulgencia de cuarenta días.

El que tuviere costumbre de rezar por lo menos una vez por semana la Coronilla o Rosario, o el Oficio de la Santísima Virgen María, o el Oficio de Difuntos, o las Vísperas, con por lo menos un nocturno y Laudes, o los siete Salmos Penitenciales, y las Letanías y sus oraciones, o cinco veces el Padrenuestro, ya sea en honor del Santísimo Nombre de Jesús, o de Sus Cinco Llagas, o cinco veces el Saludo Angelical o la Antífona: Bajo tu amparo nos acogemos, juntamente con cualquiera de las colectas aprobadas de la Santísima Virgen, y esto en honor del Santísimo Nombre de María, ganará, en el día en que lo haga, la indulgencia de cien días; cuya misma indulgencia se concede igualmente una vez cada viernes, al que hubiere recitado tres veces el Padrenuestro o la Salutación angélica, y hubiere meditado piadosamente la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo; lo cual también se concede a quien, por devoción a San José, San Benito, San Mauro, Santa Escolástica y Santa Gertrudis, recite el Salmo Miserére mei Deus, o cinco veces el Padrenuestro, o la Salutación Angelical, y rogará a Dios que él, por su intercesión, conserve la Santa Iglesia Católica, y se dé a sí mismo una feliz muerte.
   
El que en la celebración de la Misa, o en la sagrada Comunión, o en el rezo del Oficio Divino, o del Oficio Menor de la Santísima Virgen María, antes de comenzar rezare alguna oración breve, recibirá cincuenta días de indulgencia; lo cual también se concede al que orare por los fieles que están al borde de la muerte, y rezará tres veces, por su Intención, el Padrenuestro o la Salutación Angelical.
    
El que visitare a los que están en la cárcel, o a los enfermos en los hospitales, y los ayudare con cualquier obra de misericordia, o enseñare la doctrina cristiana en la iglesia o en el hogar, ya sea a los hijos, o a los parientes, o a los sirvientes, cada uno tiempo, además de las Indulgencias concedidas por este motivo por otros Soberanos Pontífices, obtendrá también una Indulgencia de doscientos días.
   
El que rezare la Coronilla o Rosario de la Santísima Virgen María en honor de su purísima e inmaculada Concepción y le pidiere, por su intercesión ante su divino Hijo, que vivamos y muramos libres del pecado mortal, recibir una indulgencia de siete años. Cual misma indulgencia se concede también al que acompaña devotamente al Santísimo Sacramento cuando se lleva como viático a los enfermos, y esto además de aquellas otras indulgencias que han sido concedidas al mismo piadoso acto por otro Sumo Pontífice.
    
El que rezare diariamente por la extirpación de las herejías, obtendrá, una vez a la semana, una indulgencia de veinte años.
    
El que examine su conciencia, y estando verdaderamente arrepentido, resuelva firmemente corregirse de los pecados hasta ahora cometidos y confesarlos, ganará, rezando devotamente el Padrenuestro y la Salutación angélica, un año de indulgencia; y si viene y recibe la Sagrada Comunión, ganará una indulgencia de diez años ese mismo día.
    
El que, con su buen ejemplo o consejo, indujere a algún pecador al arrepentimiento, obtendrá la remisión de la tercera parte de la pena debida a sus propios pecados; y el que estando verdaderamente arrepentido, se confesare y comulgare, el Jueves santo y el Domingo de Pascua, y rogare devotamente a Dios por la exaltacion de nuestra santa Madre la Iglesia, y por la conservacion del Soberano Pontifice, ganar estas mismas Indulgencias que concede Su Santidad, en dichos días, al dar su solemne bendición al pueblo.
    
El que suplicare a Dios que propague la Orden de San Benito, se hará partícipe de todas y cada una de las buenas obras que de cualquier modo se hagan en dicha Orden.
    
El que por enfermedad corporal u otro impedimento legítimo, no puede oír, o siendo Sacerdote, decir Misa, o decir el Oficio Divino, o el de la Santísima Virgen María, o no lo tiene en su poder para realizar los otros ejercicios de piedad, que se ordenan para obtener las antedichas indulgencias, deberá, no obstante, recibir las mismas tres veces diciendo, en lugar de dichos ejercicios piadosos, el Padrenuestro y la Salutación angélica, y el Himno Salve Regina, añadiendo al final: Bendita sea la Santísima Trinidad, y alabado sea el Santísimo Sacramento, y la Concepción de la Santísima Virgen María, concebida sin pecado, siempre que, sin embargo, haya ido a la confesión y sagrada Comunión, o, al menos, tenga contrición por sus pecados, y la firme resolución de confesarlos después.
    
El que estando a punto de morir, encomienda devotamente su alma a Dios, y habiéndose confesado previamente, y recibido la Sagrada Comunión, si lo tuviere en su poder; o si no, habiendo hecho de su corazón un acto de contrición invocará con sus labios, o si no puede más, al menos en su corazón, los nombres de JESÚS y MARÍA obtendrá la indulgencia plenaria y la remisión de todos sus pecados.
    
Cada uno puede ganar para sí, o aplicar, a modo de sufragio, a los fieles difuntos, todas y cada una de las indulgencias antedichas, como también la remisión de los pecados, y la relajación de las penas correspondientes.
    
Sin perjuicio de todas las cosas en contrario, Su Santidad ha declarado que las Medallas aquí mencionadas que no hayan sido bendecidas por los Monjes antes mencionados, o por aquellos a quienes la Santa Sede, por un favor especial, haya otorgado el poder, serán en de ninguna manera sea indulgente. Prohibió también que dichas medallas fuesen de papel o material semejante; y que a menos que estén hechos de oro, plata, bronce, cobre u otro metal sólido, no serán indulgenciadas.

En todo lo relativo a la distribución y uso de dichas Medallas, ordena además Su Santidad que se observe el Decreto de Alejandro VII, de feliz memoria, publicado el día 6 de febrero de 1657, a saber: que las Medallas benditas, e indulgencias como aquí se menciona, no pueden pasar más allá de las personas a quienes dichos Monjes las hayan dado, o a quienes hayan sido distribuidas por ellos en primera instancia, ni pueden ser prestadas, vendidas o tomadas prestadas, sin que pierdan las indulgencias que les han sido asignadas; y si uno se pierde, no puede tomarse otro en su lugar, a menos que haya sido bendecido por los antes mencionados, no obstante cualquier concesión o privilegio en contrario.
    
Además, prohíbe expresamente Su Santidad que cualquier Presbítero, ya sea secular, o de cualquier Orden, Congregación o Instituto regular cualquiera, y cualquiera que sea su dignidad u oficio, con excepción de los Monjes aquí mencionados, o de aquellos a quienes la Santa Sede, por un privilegio especial, haya otorgado la facultad, se atreva o presuma de bendecir dichas Medallas o Cruces, o de distribuirlas a los fieles después de haberlas bendecido, bajo tales penas, además de la nulidad de la bendición e indulgencias, según les parezca bien a los respectivos Ordinarios o Inquisidores de la Fe infligir de acuerdo con la gravedad de la falta: a pesar de todo lo que sea contrario, estos presentes serán válidos para todos los tiempos futuros.
    
Su Santidad también ha querido que la Copia de las presentes cartas, ya sea en forma manuscrita o impresa, cuando esté firmada por un notario público, o por el secretario del mencionado Visitador perpetuo, ahora en el presente en el cargo, sellada también con el sello de algún dignatario, o del mencionado Benón, o del Perpetuo Visitador entonces existente, tendrá el mismo peso en todas las cuestiones de disputa o de otro tipo, en todos los lugares, que se daría a estos presentes al ser mostrados o producidos.
   
Dada en Roma, a 23 de diciembre del año 1741.   
   
(L. S.) Luis Cardenal PICO, Prefecto.
   
Antonio María ERBA, Protonotario Apostólico, Secretario de la Sagrada Congregación.

Pero aunque, como añadía la misma petición, nadie podía dudar de la validez de este Decreto, y de la dicha facultad, no obstante, de procurarles, con todas las personas, mayor respeto y autoridad, deseando grandemente el dicho peticionario que este Decreto, con todas las cosas en él contenidas y expresadas, sean aprobadas y confirmadas para siempre por Nosotros y la Sede Apostólica, como aquí vamos a hacer, nos ha enviado humildemente una petición y ferviente súplica para que con gusto le concedamos, por Carta Apostólica, y por estos presentes, lo que nos pide.

Nosotros, por lo tanto, deseando mostrar a dicho peticionario una señal de nuestro favor especial, y declarándolo libre y absuelto, con el único propósito de obtener el efecto de estos presentes, de toda excomunión, suspensión e interdicto, y las demás sentencias eclesiásticas por quien las proclame, así como de todas las censuras y penas a jure o ab hómineen cualquier ocasión o causa adjudicada, en caso de que estuviere bajo alguna de ellas; determinado por las súplicas que al efecto nos ha dirigido, aprobamos y confirmamos por nuestra autoridad Apostólica el tenor de estos presentes, para siempre, el mencionado Decreto con todo lo que contiene y expresa y a ello añadimos la fuerza inviolable de la La confirmación apostólica, subsanando todos y cada uno de los defectos, ya sean de hecho, o de derecho, o de forma, o de cualquier otra especie, aunque sean sustanciales, que en estos mismos hubiere. Deseamos que estas presentes cartas sean y continúen para siempre firmes, válidas y vigentes, y que reciban sus plenos y plenos efectos. Declaramos que no estarán comprendidas en las revocaciones, limitaciones derogaciones, u otras decisiones contrarias, que hayan sido o sean tomadas por Nos y los Romanos Pontífices en referencia a favores semejantes como este, o para favorecer cualquier cosa, excepto que estas sean siempre exentas, y cada vez que se hagan las dichas revocaciones, sean cada vez restauradas, remplazadas, y totalmente restablecidas a y en su anterior y más válido estado: y finalmente, deseamos que a partir de la fecha cuanto sea enunciado por el peticionario y por sus sucesores elegidos después, reciba su pleno efecto, y que ni el peticionario ni sus sucesores sean perturbados, molestados, o impedidos por autoridad alguna o so cualquier pretexto, color, o pretensión. Así y en ninguna otra manera debe ser juzgado y definido por todos los que ejerzan cualquier autoridad, ordinaria o delegada, incluso por los Auditores de Causas del Palacio Apostólico, por los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, aun cuando sean a látere, y por los Nuncios de la Santa Sede. Declaramos nulo todo lo que, por quienquiera que fuere, y cualquiera que sea la dignidad que goce, se atente contra las letras antedichas, se haga con o sin conocimiento. Y todo esto no obstante las Constituciones y Reglas Apostólicas, así como las de dicho Orden, aun fortalecidas por la atestación, confirmación o cualquier otro apoyo apostólico; no obstante asimismo todos los estatutos, costumbres, privilegios, cartas apostólicas, concedidos, confirmados y renovados a todos los superiores y demás, que en cualquier modo fueren contrarios a dichos privilegios. De todas y cada una de las Constituciones y Reglas que por la presente derogamos, así como de todas las demás expresiones en contrario, aun en aquellos casos en que se requiera hacer mención o cualquier otra expresión de ellos, especial y específicamente expresa y formal, aun por la inserción de todo el tenor, y no por una mención general y virtual; así como en los casos en que fuere necesario expresarlos palabra por palabra, sin omisión alguna, y en la forma en que fueron redactados; dichas Constituciones, Reglas y similares, considerándose expresas en estas presentes, y permaneciendo en pleno vigor para todas las demás, quedan por la presente derogadas en lo más amplio y completo en este caso particular, y así mismo de toda expresión que pueda en cualquier ser al contrario.

Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, bajo el Sello del Pescador, el 12 de marzo de 1742, segundo año de nuestro Pontificado.

El Cardenal Prodatario.
  
XIV. CONSECUENCIAS DEL BREVE DE BENEDICTO XIV RESPECTO A LA MEDALLA DE SAN BENITO.
Se sigue en primer lugar del documento papal que acabamos de dar, que la Medalla de San Benito se somete a la sanción de la Santa Sede. Los pretendidos escrúpulos que ciertas personas habían despertado al respecto, se muestran aquí como infundados. Es bien sabido con qué extrema cautela y con qué profundo conocimiento de los principios Roma procede en todo. Sin embargo, no ha encontrado nada supersticioso en esta Medalla: las letras que están marcadas en ella no le han parecido merecedoras de la menor sospecha. El uso de la primera letra de una palabra para la palabra misma puede haber parecido extraño al autor mencionado anteriormente, quien, como tantos otros críticos intolerantes de su tiempo, tenía un conocimiento muy superficial de la arqueología; de lo contrario, ya no habría pensado que era extraño expresar estas palabras Vade retro, Satana, etc. por VRS &c. que emplear, como hicieron los primeros cristianos, la palabra Ichthus para representar estas palabras, de las cuales contiene las iniciales, Iesous Christos Theou Huios Soter. En Roma estas cosas han sido siempre perfectamente comprendidas, y la aprobación de la Medalla de S. Benito, con su inscripción tan fácilmente explicable, no pudo encontrar la menor oposición por temor a parecer que sancionaba alguna fórmula supersticiosa.

Pero la aprobación se da no sólo a la Medalla, sino también a las oraciones que se usarán para bendecirla. Además, se hace una generosa concesión de indulgencias a todos los que la usen o la lleven consigo con devoción. Damos en el próximo capítulo la lista de estas indulgencias, con las condiciones para ganarlas, como se especifica en el Breve Papal. Está claro, por tanto, que la Santa Sede recomienda formalmente la Medalla o Cruz de S. Benito a la confianza de los fieles.

El privilegio de bendecir la Medalla y atribuirle las indulgencias está, como acabamos de ver, reservado a los benedictinos de Bohemia, Moravia y Silesia, con estricta prohibición a cualquier otro Sacerdote, a menos que haya recibido permiso, para ejercer este privilegio bajo pena de nulidad tanto a la bendición como a las indulgencias. Este mismo poder se ha extendido desde entonces a las diversas congregaciones de la Orden de San Benito. En cuanto a la Forma de Bendición aprobada, es de estricta obligación; de modo que no bastaría hacer uso de la simple señal de la Cruz, como se hace generalmente en las indulgencias adjuntas a Medallas, Cruces y Cuentas, en virtud de facultades concedidas por la Santa Sede.

Sin embargo, en caso de que uno no pueda encontrarse con un sacerdote que tenga la facultad de bendecir la Medalla de San Benito, un cristiano puede tener confianza en este objeto sagrado. Por supuesto, merece tanto más nuestra confianza cuanto que ha sido enriquecido con las bendiciones de la Iglesia y con las indulgencias que ella concede a quienes lo llevan sobre su persona: al mismo tiempo, no debemos olvidar que muchos favores fueron obtenidos por su medio incluso antes de que hubiera sido objeto de tales privilegios especiales como los que hemos visto otorgados por la Santa Sede. El poder de la Medalla está ligado al signo de la Cruz que está marcado en ella, ya la figura de San Benito cuya protección está asegurada a quienes la portan. El Santo Nombre de Jesús, las palabras que usó nuestro Salvador para ahuyentar al Diablo.
    
Por tanto, si bien recomendamos a los fieles que se esfuercen al máximo para que su Medalla sea bendecida, debemos recordarles que deben hacer uso de ella y tener confianza en la Santa Cruz y en San Benito, incluso cuando no tengan la oportunidad de tenerla bendecida por un Sacerdote que tiene el poder necesario.

El lector ha visto en el escrito que la efigie de San Benito es necesaria para la Medalla. Por lo tanto, no basta con que estén grabadas en él las letras CSPB (Crux Sancti Patris Benedicti); además debe llevar encima la imagen del Santo Patriarca de los Monjes de Occidente. Ha habido en los últimos años un gran número de medallas hechas en Francia que no tienen la figura de San Benito en ellas; no pueden ser bendecidas como Medallas del Santo, y son esencialmente diferentes de las que se han hecho tanto antes como después del Breve del Papa Benedicto XIV. Es bueno que los fieles tomen conciencia de esto y recalcarles que estas otras medallas, a pesar de estar muy difundidas en algunos lugares, no son auténticas. Esa Medalla ha estado desde sus primeros comienzos consagrada al honor de la Santa Cruz y de San Benito; ambos han estado siempre representados en él desde sus orígenes, y sólo bajo esta forma especial la Iglesia lo ofrece a su pueblo.
    
Como no se puede rebajar la figura de San Benito sin cambiar esencialmente la Medalla, precisamente por la misma razón es erróneo ponerle cualquier otra cosa. En consecuencia, debemos considerar como espurias ciertas Medallas cortadas en Alemania: son de gran tamaño y llevan un dispositivo que expresa que son Medallas de San Zacarías. Esta Medalla es muy diferente de la de San Benito que es el tema de estas páginas. Es verdad, lleva encima la efigie del santo Patriarca; y dieciocho letras están escritas alrededor de la medalla que, si significan algo, deben ser las iniciales de tantas palabras, como el Ichthus de los primeros cristianos, o los juramentos inscritos por sus iniciales en la Medalla de San Benito.
   
Algunos se han esforzado por explicar estas dieciocho letras haciéndolas las iniciales de una serie de fórmulas en las que se ruega a Dios que nos libre de la pestilencia. Por decir lo mínimo, es extraño que una sola letra deba representar una oración completa, y esta oración a veces es larga; así, por ejemplo, hay uno que se compone de cincuenta y una palabras. Esta explicación, que es arbitraria de principio a fin, nos da una colección de oraciones que no tienen ninguna conexión entre sí. Y entonces, ¿por qué aparece la figura de San Benito sobre esta Medalla? No se hace la menor alusión al Santo en la explicación dada a las dieciocho letras. Mientras que en la verdadera Medalla todo lo que no alude a la santa Cruz se refiere al Santo Patriarca. Puede dudarse razonablemente de que la Santa Sede consentiría alguna vez en dar su aprobación a un objeto de carácter tan confuso e indeterminado. Los propagandistas de esta Medalla pretenden que su iniciador fue el santo Papa Zacarías, quien comenzó su reinado en el año 741; pero hasta ahora no han podido dar la más mínima sombra de prueba para tal afirmación. Al decir esto, no tenemos intención de herir los sentimientos de nadie; pero me pareció necesario hacer estas pocas observaciones relativas a una Medalla que justificaría por sus extrañas pretensiones la severidad de la crítica, e indirectamente traería descrédito y falta de respeto a la verdadera Medalla de San Benito.

También debemos protestar contra un error que se encuentra en un número muy grande de las Medallas de San Benito que se distribuyen. Un grosero desconocimiento de las costumbres de las distintas Órdenes Religiosas ha dado lugar a este error, que representa la figura de San Benito con un traje que no es el de su Orden. En algunas de estas Medallas encontramos, por ejemplo, al Santo Patriarca envuelto en un manto ceñido a la cintura por un cordón, a la manera de los franciscanos, en lugar de llevar la Cogulla, que es el hábito esencialmente distintivo de el benedictino. No es que tal error invalide las Medallas, pero es uno que debe ser corregido. Los emblemas o atributos que la tradición eclesiástica ha asignado a cada santo, no pueden dejarse de lado sin una especie de irreverencia, y no debe tolerarse el capricho o la ignorancia de los artistas que así lo hacen. La edición de la Medalla, a la que ahora aludimos, afortunadamente empieza a ser rara, y cuanto antes mejor, porque además de dar el hábito equivocado, hace despreciable la figura de San Benito. Las Medallas que ahora están en circulación son mucho más correctas, y una acaba de ser acuñada en París, que es quizás la mejor de todas las que han aparecido hasta ahora; es de varios tamaños. 
   
XV. LISTA DE LAS INDULGENCIAS ADJUNTAS A LA MEDALLA DE SAN BENITO POR LA BULA DE BENEDICTO XIV.
Hemos creído conveniente, para comodidad de nuestros lectores, dar una lista de todas las Indulgencias concedidas por la Santa Sede a quienes hacen uso de la Medalla de S. Benito.

No es fácil distinguirlos tal como se dan en el Breve de Benedicto XIV. Los clasificaremos en las dos divisiones ordinarias, plenaria y parcial.

I. Los que devotamente llevan consigo la Medalla de San Benito, pueden obtener indulgencia plenaria en las siguientes Fiestas:
Día de Navidad,
Epifanía.
Domingo de Pascua.
Día de la Ascensión.
Domingo de Pentecostés.
Domingo de Trinidad.
Corpus Christi.
La Inmaculada Concepción.
La Natividad de Nuestra Señora.
La Anunciación,
La Purificación.
La Asunción.
Día de Todos los Santos,
San Benito (21 de marzo).

Además de las condiciones habituales de la Confesión y la Sagrada Comunión y la oración, según las intenciones del Sumo Pontífice, es requisito, para obtener las mencionadas Indulgencias, que se realicen habitualmente, es decir, al menos una vez en la semana, una de las siguientes prácticas piadosas:
Rezar la Coronilla de Nuestro Señor, o Rosario,
O una tercera parte del Rosario,
O el Oficio Divino,
O el Oficio de Nuestra Señora,
O el Oficio de Difuntos,
o los Siete Salmos penitenciales,
o los salmos graduales
Enseñar los rudimentos de la fe a los niños o a los pobres;
visitar a los que están en prisión;
Olos que están enfermos en los hospitales;
dar alivio a los pobres;
escuchar Misa, o, si es un Sacerdote, decirla.
II. Indulgencia plenaria al que, estando a punto de morir, habiendo hecho su confesión y recibido la sagrada Comunión, encomendare devotamente su alma a Dios, e invocare con el corazón, si no puede hacerlo con los labios, con contrición, los Santos Nombres de JESÚS y MARÍA.
III. Una indulgencia plenaria, la misma que da el Soberano Pontífice por la Bendición Papal en San Pedro del Vaticano, el Jueves Santo y el Domingo de Resurrección, se le concede al que, siendo verdaderamente penitente, habiendo confesado sus pecados y recibido la Sagrada Comunión en estos mismos días, orará devotamente por la exaltación de la Santa Iglesia y por la conservación del Sumo Pontífice.
IV. La indulgencia y remisión de la tercera parte de la pena debida a sus pecados, al que con su buen ejemplo y consejo indujere al pecador al arrepentimiento.
V. Una indulgencia de veinte años, una vez por semana para el que ore diariamente por la extirpación de las herejías.
VI. Una indulgencia de siete años y siete cuarentenasal que realizará las diversas obras piadosas especificadas en el n.° 1, en las fiestas menores de Nuestro Señor y de Nuestra Señora; por ejemplo, la Circuncisión, el Santo Nombre de JESÚS, la Transfiguración, etc.; la Visitación de la Santísima Virgen, su Presentación, sus Siete Dolores, el Santo Rosario, etc. La misma indulgencia, en las mismas condiciones, para las fiestas de San José, Esposo de la Santísima Virgen, de San Mauro, San Plácido, Santa Escolástica y Santa Gertrudis.
VII. Siete años de indulgencia y siete cuarentenas al que oiga, o si fuere sacerdote, celebre misa y ore por la prosperidad de los príncipes cristianos y por la tranquilidad de sus estados.
VIII. Una indulgencia de siete años y siete cuarentenas, cada vez, al que por devoción a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, debe ayunar los viernes, o en honor de la Santísima Virgen María, los sábados. El que hubiere hecho cualquiera de estos dos ayunos durante todo un año, ganará una Indulgencia Plenaria, en el día de su elección, cuando, habiendo hecho su confesión, reciba la sagrada Comunión. Si muriere durante el curso del año en que tenía intención de mantener esta piadosa práctica durante el mismo, obtendrá la misma indulgencia.
IX. Una indulgencia de siete años y siete cuarentenasa quien rece el Rosario o Coronilla en honor de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, suplicándole que interceda ante su Divino Hijo, para obtenerle la gracia de vivir y morir sin cometer pecado mortal.
X. Siete años de indulgencia y siete cuarentenas para el que acompañare al Santísimo Sacramento cuando se lleva a los enfermos. Esta indulgencia se suma a las ya concedidas por el Sumo Pontífice a los fieles que practican esta devoción.
XI. Una indulgencia de un año al que habiendo examinado su conciencia, y estando verdaderamente arrepentido de sus pecados, se resuelva a evitarlos para lo futuro y confesarlos, y dirá cinco Pater y cinco Aves. Si se confiesa y recibe la Sagrada Comunión, ese día ganará una indulgencia de diez años.
XII. Una indulgencia de doscientos días para el que visitare a los que están en la cárcel, o a los que están enfermos en los hospitales, prestándoles algún servicio de caridad; lo mismo se concede a quien enseña la doctrina cristiana, o, como se llama, el catecismo, ya sea en la Iglesia o en el hogar, a sus hijos, vecinos o sirvientes.
XIII. Una indulgencia de cien días al que, los viernes, medite con devoción la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y diga tres veces el Padrenuestro y la Salutación Angelical.
XIV. Indulgencia de cien días a quien, por devoción a San José, San Benito, San Mauro, Santa Escolástica o Santa Gertrudis, rezare el Salmo Miserere, o cinco Pater y cinco Aves, rogando por Dios que Él, por la intercesión de estos sus Santos, guarde a la Santa Iglesia Católica, y le conceda una muerte feliz.
XV. Una indulgencia de cien díasal que tiene costumbre de rezar, al menos una vez por semana, el Santo Rosario o Coronilla, o el Oficio de Nuestra Señora, o el de Difuntos, o sólo las Vísperas y un Nocturno y Laudes del mismo Oficio, o los Siete Salmos Penitenciales, con las Letanías de los Santos y las Oraciones que le siguen, o cinco Paters y cinco Aves en honor del Santísimo Nombre de JESÚS y sus cinco Llagas, o cinco Aves, o la Antífona Sub tuum Præsídium, &c., con una de las Colectas aprobadas, en honor del Santísimo Nombre de MARÍA.
XVI. Una indulgencia de cincuenta días a aquél, que antes de decir Misa, de ir a la sagrada Comunión, de recitar el Oficio Divino o el Oficio Menor de Nuestra Señora, diga alguna oración devota.
XVII. Indulgencia de cincuenta días al que orare por los que están en su última agonía, y dijere por su intención tres Pater y tres Aves.
XVIII. Indulgencia de cuarenta días para el que diga, una o más veces durante el día, esta jaculatoria: “Bendita sea la purísima e Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María”.
XIX. El que ruegue a Dios que difunda la Orden de San Benito, entrará en participación de todas y cada una de las buenas obras, cualquiera que sea su género, que se hagan por esa Orden.
XX. El que por enfermedad o cualquier otro impedimento legal no pueda oír, o siendo sacerdote, no pueda decir Misa, ni recitar el Oficio Divino ni el Oficio de Nuestra Señora, ni en fin realizar los demás actos de virtud prescritos para obtener las antedichas indulgencias, puede suplirlos recitando tres Paters y tres Aves, seguidos del Himno Salve Regina, etc., agregando a estas oraciones la siguiente aspiración: “¡Bendita sea la Santísima Trinidad, y alabado sea el Santísimo Sacramento, y la Concepción de la Santísima Virgen María concebida sin pecado!”. Si la indulgencia que se pretende obtener es plenaria, es necesario confesar los pecados y recibir la sagrada Comunión. Pero si uno no está en su poder para hacer esto, debe por lo menos estar contrito en su corazón, y estar firmemente resuelto a confesar sus pecados cuando se presente la oportunidad.

Todas las indulgencias aquí mencionadas son aplicables a las almas del Purgatorio.

El Decreto prohíbe expresamente la venta de las Medallas después de que se les hayan anexado las Indulgencias; como también el prestarlas a otras personas con el fin de comunicar las indulgencias. También recuerda a los fieles, que en caso de que una persona perdiere una Medalla indulgenciada, y adquiriese otra, sin tener las indulgencias unidas a ella por un Sacerdote que tenga el poder, esta persona no gozará de los favores concedidos a los que han tenido su Medalla debidamente bendecida.
   
XVI. RITO PARA BENDECIR LA MEDALLA DE SAN BENITO.
Se ha visto en el Breve de Benedicto XIV el detalle de los exorcismos y oraciones que deben ser empleadas por el sacerdote autorizado para bendecir las Medallas, a fin de anexarle las Indulgencias que hemos enumerado. Esta fórmula fue presentada a la Santa Sede por Benón Lobl, abad de Santa Margarita de Praga, y la Sagrada Congregación de Indulgencias, después de haberla modificado en algunos puntos, la aprobó por su Decreto del 23 de Diciembre de 1741. Nosotros la ponemos aquí para una más grande comodidad, según el tenor que presenta el ejemplar impreso en Montecasino en 1844 [Tomado del Rituale Romanum de 1906].
   
BENEDICTIO NUMISMATUM SANCTE BENEDICTI
Propria Ordinis S. Benedicti

Sacerdos benedicturus nusmismata sancti Benedicti, incipit absoluti:
℣. Adjutórium nostrum in nómine Dómini.
℞. Qui fecit cœlum et terram.
   
Exorcízo vos, numísmata, per Deum  Patrem omnipoténtem, qui fecit cœlum et terram, mare et ómnia, quæ in eis sunt. Omnis virtus adversárii, omnis exércitus diáboli, et omnis incúrsus, omne phantásma sátanæ, eradicáre et effugáre, ab his numismátibus: ut fiant ómnibus qui eis usúri sunt, salus mentis et córporis: in nómine Pa  tris omnipotentis, et Jesu  Christi Fílii ejus, Dómini nostri, et Spíritus  Sancti Parácliti, et in caritáte ejúsdem Dómini nostri Jesu Christi, qui ventúrus est judicáre vivos et mórtuos, et sǽculum per ignem. ℞. Amen.
   
Kýrie, eléison. Christe, eléison. Kýrie, eléison.
Pater noster secreto usque ad
℣. Et ne nos indúcas in tentatiónem.
℞. Sed líbera nos a malo.
℣. Salvos fac servos tuos.
℞. Deus meus, sperántes in te.
℣. Esto nobis, Dómine, turris fortitúdinís.
℞. A fácie inimíci.
℣. Dóminus virtútem pópulo suo dabit.
℞. Dóminus benedícet pópulum suum in pace.
℣. Mitte nobis, Dómine, auxílium de sancto.
℞. Et de Sion tuére nos.
℣. Dómine, exáudi oratiónem meam.
℞. Et clamor meus ad te véniat.
℣. Dóminus vobíscum.
℞. Et cum spíritu tuo.
   
Orémus. Deus omnípotens, bonórum ómnium largítor, súpplices te rogámus, ut per intercessiónem Sancti Benedícti, his sacris numismátibus, lítteris ac charactéribus a te designátis, tuam bene  dictiónem infúndas: ut omnes, qui ea gestáverint ac bonis opéribus inténti fúerint, sanitátem mentis et córporis, et grátiam sanctificatiónis, atque indulgéntias (nobis) concéssas cónsequi mereántur; omnésque diáboli insídias et fraudes, per auxílium misericórdiæ tuæ, effúgere váleant, et in conspéctu tuo sancti et immaculáti appáreant. Per Dóminum. ℞. Amen.
   
Orémus. Dómine Jesu Christe, quio voluísti pro totíus mundi redemptióne de Vírgine nasci, circumcídi, a Judǽis reprobári, Judæ ósculo tradi, vínculis alligári, spinis coronári, clavis perforári, inter latrónes crucifígi, láncea vulnerári, et tandem in Cruce mori: per hanc tuam sanctíssimam passiónem humíliter exóro; ut omnes diabólicas insídias et fráudes expéllas ab eo, qui nomen sanctum tuum, his lítteris ac charactéribus a te designátis, devóte invocáverit, et eum ad salútis portum perdúcere dignéris: Qui vivis et regnas in sǽcula sæculórum. ℞. Amen.

Benedíctio Dei Patris omnipoténtis, et Fílii , et Spíritus Sancti descéndat super hæc numísmata, ac ea gestántes, et máneat semper. Amen.
   
Deinde Sacerdos aspergit numismata aqua benedicta.
  
***
   
FORMULA BREVIOR BENEDICENDI NUMISMATA S. BENEDICTI
Propria ejusdem Ordinis (Approbata a S. C. R. die 13 Dec. 1922)
   
℣. Adjutórium nostrum in nómine Dómini.
℞. Qui fecit cœlum et terram.
  
Exorcízo vos, numísmata, etc., ut supra, usque ad Kýrie, eléison exclusive:
Exorcízo vos, numísmata, per Deum  Patrem omnipoténtem, qui fecit cœlum et terram, mare et ómnia, quæ in eis sunt. Omnis virtus adversárii, omnis exércitus diáboli, et omnis incúrsus, omne phantásma sátanæ, eradicáre et effugáre, ab his numismátibus: ut fiant ómnibus qui eis usúri sunt, salus mentis et córporis: in nómine Pa  tris omnipotentis, et Jesu  Christi Fílii ejus, Dómini nostri, et Spíritus  Sancti Parácliti, et in caritáte ejúsdem Dómini nostri Jesu Christi, qui ventúrus est judicáre vivos et mórtuos, et sǽculum per ignem. ℞. Amen.
   
℣. Dómine, exáudi oratiónem meam.
℞. Et clamor meus ad te véniat.
℣. Dóminus vobíscum.
℞. Et cum spíritu tuo.
  
Orémus. Deus omnípotens, bonórum ómnium largítor, súpplices te rogámus, ut per interessiónem sancti Benedícti his sacris numismátibus tuam bene  dictiónem infúndas, ut omnes qui ea gestáverint ac bonis opéribus inténti fúerint, sanitátem mentis et córporis, et grátiam sanctificatiónis atque indulgéntias (nobis) concéssas cónsequi mereántur, omésque diáboli insídias et fraudes, per auxílium misericórdiæ tuæ, stúdeant devitáre et in conspéctu tuo sancti et immaculáti váleant apparére. Per Christum Dóminum nostrum. ℞. Amen.
  
Et aspergantur aqua benedicta.
   
TRADUCCIÓN
BENDICIÓN DE LAS MEDALLAS DE SAN BENITO
Propia de la Orden de San Benito
   
El Sacerdote, para bendecir las Medallas de San Benito, comienza en voz alta:
℣. Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
℞. Que hizo el Cielo y la tierra.
   
Exorcízoos, Medallas, por Dios  Padre omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos existe. Que sean erradicadas y desterradas de estas medallas todo poder del adversario, todo ejército del diablo y toda incursión, y todo fantasma de satanás, para que todos los que la usen consigan la salud de alma y cuerpo: en el nombre del Pa  dre omnipotentes, y de Jesu  cristo su Hijo, Nuestro Señor, y del Espíritu  Santo Paráclito, y en la caridad del mismo Jesucristo nuestro Señor, que vendrá a juzgar a vivos y muertos, y al mundo por fuego. ℞. Amen.
   
Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros. Señor, ten piedad de nosotros.
Padre nuestro en voz baja hasta
℣. Y no nos dejes caer en la tentación.
℞. Mas líbranos del mal.
℣. Salva a tus siervos.
℞. Dios mío, que esperan en ti.
℣. Sé para nosotros, Señor, torre de fortaleza.
℞. Ante nuestros enemigos.
℣. El Señor dio virtud a su pueblo.
℞. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
℣. Envíanos, Señor, tu auxilio desde el santuario.
℞. Y desde Sión protégenos.
℣. Señor, escucha mi oración.
℞. Y mi clamor llegue hasta ti.
℣. El Señor esté con vosotros.
℞. Y con tu espíritu.
   
Oremos: Dios omnipotente, dador de todo bien, te rogamos suplicantes que por la intercesión de San Benito, infundas tu ben  dición sobre estas sagradas medallas y las letras y caracteres diseñados por ti, para que todos quienes las usen y se interesen por las buenas obras, merezcan conseguir la salud de alma y cuerpo, y la gracia santificante y las indulgencias (a nosotros) concedidas; que por el auxilio de tu misericordia consigan huir de toda insidia y fraude del diablo, y aparezcan santos e inmaculados en tu presencia. Por Jesucristo Nuestro Señor. ℞. Amen.
   
Oremos: Oh Señor Jesucristo, que para la redención de todo el mundo quisiste nacer de la Virgen, ser circuncidado, reprobado por los judíos, entregado por el beso de Judas, atado con cadenas, coronado de espinas, perforado por clavos, crucificado entre ladrones, traspasado por la lanza y morir en la Cruz: por esta tu sacratísima pasión te ruego suplicante, que eches fuera de todo el que invoque devoto tu santo nombre con estas letras y caracteres diseñados por ti, y te dignes conducirlos al puerto de salvación. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. ℞. Amen.
   
La bendición de Dios Padre omnipotente, y del Hijo , y del Espíritu Santo descienda sobre estas medallas y quienes las porten, y permanezca para siempre. Amen.
   
Luego el Sacerdote asperja las Medallas con agua bendita.
  
***
       
FÓRMULA MÁS BREVE PARA BENDECIR LAS MEDALLAS DE SAN BENITO
Propia de la misma Orden (Aprobada por la Sagrada Congregación de Ritos el 13 de Diciembre de 1922)
   
℣. Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
℞. Que hizo el Cielo y la tierra.
   
Exorcízoos, Medallas, por Dios  Padre omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos existe. Que sean erradicadas y desterradas de estas medallas todo poder del adversario, todo ejército del diablo y toda incursión, y todo fantasma de satanás, para que todos los que la usen consigan la salud de alma y cuerpo: en el nombre del Pa  dre omnipotentes, y de Jesu  cristo su Hijo, Nuestro Señor, y del Espíritu  Santo Paráclito, y en la caridad del mismo Jesucristo nuestro Señor, que vendrá a juzgar a vivos y muertos, y al mundo por fuego. ℞. Amen.
   
℣. Señor, escucha mi oración.
℞. Y mi clamor llegue hasta ti.
℣. El Señor esté con vosotros.
℞. Y con tu espíritu.
   
Oremos: Dios omnipotente, dador de todo bien, te rogamos suplicantes que por la intercesión de San Benito, infundas tu ben  dición sobre estas sagradas medallas y las letras y caracteres diseñados por ti, para que todos quienes las usen y se interesen por las buenas obras, merezcan conseguir la salud de alma y cuerpo, y la gracia santificante y las indulgencias (a nosotros) concedidas; que por el auxilio de tu misericordia consigan huir de toda insidia y fraude del diablo, y aparezcan santos e inmaculados en tu presencia. Por Jesucristo Nuestro Señor. ℞. Amen.
      
Asperjar con agua bendita.
    
XVII. SOBRE LA DEVOCIÓN A SAN BENITO.
La elección que Dios se ha dignado hacer de su Siervo Benito, por la cual ha asociado los méritos de este santo Patriarca de los monjes a la virtud divina de la santa Cruz en la Medalla que hemos descrito en estas páginas, parece exigir que añadir, en conclusión, algunas palabras para recomendar a los fieles la devoción hacia tan poderoso protector.
   
El motivo por el cual tenemos una devoción especial a cualquier Santo en particular se basa generalmente en los méritos de este Santo, que le dan un poder más que ordinario de interceder ante Dios por nosotros. Ahora bien, si consideramos todo lo que la gracia ha obrado en San Benito, y todo lo que ha hecho San Benito, por sí mismo y por sus hijos, para el honor de Dios, la salvación de las almas y el servicio de la Iglesia, son llevados a pensar que entre los amigos de Dios, y entre aquellos a quienes él ha glorificado misericordiosamente, hay pocos cuya intercesión puede ser más poderosa.
   
Esa Regla tan santa y tan llena de sabiduría, que durante más de cinco siglos fue la única en todos los Monasterios de Occidente, ¿no la podemos considerar con justicia dictada por el Espíritu Santo al hombre que fue elegido para escribirla y darle su propio nombre? Esos miles de Santos que ha producido, y que se gloriaban de ser hijos de Sa  Benito, ¿no son otras tantas estrellas que brillan en el cielo alrededor de este sol resplandeciente? Naciones enteras convertidas del paganismo a la fe cristiana por sus discípulos, ¿no lo proclaman como su Padre? Las numerosas bandas de Mártires, que honran a Benito con el título de su Jefe, ¿no le dan derecho a reclamar una parte del mérito de sus combates? Esa multitud casi innumerable de santos obispos que han gobernado tantas Iglesias, y esa constelación de santos Doctores que han enseñado las ciencias sagradas y luchado contra las herejías de su tiempo, ¿no son también un homenaje a aquel a quien todos honraron como su Maestro? Los treinta Papas que la Regla benedictina ha dado a la Iglesia, y de los cuales tantos se comprometieron a llevar a cabo medidas de la más alta importancia para la defensa y el bienestar de la cristiandad, ¿no dan también testimonio de la profunda sabiduría de la inspirado legislador bajo cuya dirección pasaron tantos años en el claustro? En una palabra, tantos millones de almas que durante los últimos mil trescientos años se han consagrado a Dios bajo la santa e inmortal Regla de San Benito, ¿no forman alrededor de su venerable cabeza una corona eterna, que es la admiración de los elegidos?

Todos estos motivos justifican todos los esfuerzos que podemos hacer para persuadir a los cristianos que aman honrar a los que han sido héroes de la santidad, a cultivar la devoción hacia el gran Patriarca, en quien Dios parece haber unido todo lo que puede darnos una idea de la inmensa gloria con que lo ha coronado en el cielo. Acudamos, pues, a San Benito en nuestras necesidades; tiene poder para concedernos todo lo que le pidamos; y ese amor maravillosamente paternal que formó una característica principal de su alma mientras estuvo aquí en la tierra (como sabemos del relato de su admirable vida que nos da San Gregorio Magno), esa misma dulzura paternal es todavía, ahora que disfruta de la felicidad del cielo, la peculiaridad de su intercesión por sus clientes en la tierra.

Se apareció un día a Santa Gertrudis, su ilustre hija. La santísima virgen, abrumada de admiración ante la contemplación de sus méritos, le recordó su muerte gloriosa, cuando en la iglesia de Monte Casino, el 21 de marzo de 543, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, apoyado en los brazos de sus discípulos, y de pie, por así decirlo, en la actitud de un valiente combatiente, exhaló su alma a su Dios, mientras pronunciaba su última oración. Entonces se atrevió a pedirle, en nombre de esta muerte suya tan preciosa, que se dignara asistir con su presencia, en sus últimos momentos, a cada una de sus Religiosas que entonces vivían en el Convento del que ella era Abadesa. Confiando en el mérito que poseía con el Señor Soberano de todas las cosas, el santo Patriarca le respondió así: con esa dulce autoridad que acompañó sus palabras aun estando aquí en la tierra: “A todo aquel que me honre por el privilegio con que mi Divino Maestro tan graciosamente enriqueció mi muerte, prometo estar presente en su muerte y asistirlo. Seré para él como protección contra todas aquellas asechanzas que los demonios le tenderán cruelmente; y consolado por mi presencia, escapará de todos, y obtendrá la bienaventuranza del cielo y allí será para siempre feliz.” (S. Gertrudis, Insinuatiónes divínæ pietátis. lib. IV, cap. XI).

Tan consoladora promesa hecha por tal siervo de Dios, y autenticada por tan noble esposa del Salvador del mundo, ha inspirado a los hijos de San Benito, con el piadoso pensamiento de componer una oración especial de acuerdo con la intención especificada. por su Patriarca, para así asegurar a quienes la recen la bendición que él se ha dignado prometerles. Damos aquí esta oración, con el deseo de que sea conocida y usada por los fieles, y les asegure una muerte feliz.
  
LATÍN
Antiphona: Stans in Oratório, diléctus Dómini Benedíctus, Córpore et Sánguine Domínico munítus, inter discipulórum manus imbecíllia membra susténtans, eréctis in cœlum mánibus, inter verba oratiónis spíritum efflávit, qui per viam stratam pálliis, et innúmeris corúscam lampádibus, cœlum ascendére visus est.

℣. Gloriósus apparuísti in conspéctu Dómini.
℞. Proptérea decórem índuit te Dóminus.

ORATIO
Deus, qui pretiósam mortem sanctíssimi Patris Benedícti tot tántisque privilégiis decorásti: concéde, quǽsumus: ut cujus memóriam recólimus, ejus in óbitu nostro beáta præséntia ab hóstium muniámur insídiis. Per Christum Dóminum nostrum. Amen.
  
TRADUCCIÓN
Antírona: Benito, el amado de nuestro Señor, estando de pie en la Iglesia, habiendo sido fortificado con el Cuerpo y la Sangre del Señor, apoyando sus miembros debilitados en los brazos de sus discípulos, con las manos levantadas al Cielo, exhaló su alma en medio de palabras de oración, y se le vio ascender al cielo por un camino ricamente adornado con tapices e iluminado con innumerables lámparas.

℣. Apareciste glorioso en presencia del Señor.
℞. Porque el Señor te revistió con decoro.

ORACIÓN
Oh Dios, que adornaste la preciosa muerte del santísimo Padre Benito con tantos y tan grandes privilegios; concédenos, te suplicamos, que en nuestra muerte podamos ser defendidos de las asechanzas de nuestros enemigos, por la bendita presencia de aquel cuya memoria celebramos. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)