Páginas

martes, 23 de agosto de 2022

LA NOCHE DE SAN BARTOLOMÉ: DELUSIONES, ESPERANZAS

Frescos sobre la Noche de San Bartolomé: El almirante Gaspar de Coligny herido, la Matanza de San Bartolomé, y la Corte de Carlos IX aprueba la matanza (Giorgio Vasari y taller, Sala Regia del Palacio Apostólico Vaticano).

Los sucesos de Francia, descritos por nosotros en los artículos precedentes (ver el volumen X, págs. 268 y siguientes) tuvieron inmenso rimbombo en toda la Europa. A la primera noticia que rapidísimamente se esparció por todos los países, las gentes quedaron atónitas y estupefactas, como cosa del todo inesperada y casi increíble; pero, luego que no quedó más lugar para dudar del hecho, los sentimientos, los afectos y las pasiones que tan trágico acontecimiento debía suscitar, prorrumpieron de todo lado vivacísimamente, y según las contrarias disposiciones de los espíritus, diferentes. La Europa era entonces dividida en dos grandes campos, el católico y el protestante, como también al día de hoy; pero, donde hoy en día las iras religiosas se han enlanguecido tanto después de tres siglos, y el sobrevenido indiferentismo y el espíritu increyente de las modernas revoluciones, siempre alargándose más, han casi cancelado en los Estados europeos y en sus gobiernos las divisiones fundadas en la diferencia de la religión; entonces al contrario, estas divisiones y aquellas iras eran tan vivas y resentidas, cuanto más fresca era la herida abierta por Lutero en el cuerpo social de la cristiandad, y aún duraba encendida en muchas partes la guerra que el Protestantismo y el Catolicismo se hacían a ultranza por el dominio del mundo. De ahí es que, así como todas las naciones de Europa habían hasta ahora tomado tanto interés en las peripecias, en la cual esta guerra había agitado por doce años a la Francia, también fue grandísima en ellos la sorpresa y la conmoción al oír del fulminante golpe de estado, con el cual Carlos IX, que por dos años en los que había mostrado tanto favor hacia los hugonotes, ahora todo de un plumazo se había vuelto a darle tan atroz golpe, y parecía resuelto a exterminarlos completamente del reino. Los potentados y pueblos protestantes concibieron inmenso desprecio y dolor; y los católicos generalmente exultaron como por un triunfo, tanto más querido como menos esperado, aunque no a todos les gustase el modo con que se obtuvo este triunfo.
  
La corte de Francia, previendo la pésima impresión que las noticias de la masacre habrían producido entre los príncipes heréticos, con los cuales tenía ella estrechas relaciones de amistad, se esforzó, aunque vanamente, en aminorar el efecto: y Catalina de Médicis puso en juego todas las artes e ingenios de su diplomacia para amansar los furores desatados por aquellas nuevas. Correo sobre correo fueron enseguida expedidos, con cartas del Rey y de la Reina madre, a Isabel de Inglaterra, al Príncipe de Orange, a los cantones protestantes de la Suiza, al Elector de Sajonia y los otros príncipes de Alemania para dar explicación del hecho, y con amplias instrucciones a los embajadores residentes en las mismas cortes, sobre el modo en que debían representar y colorear la occisión de los hugonotes. En estos despachos, el Rey, deplorando con gravísimos términos el golpe de París, echaba la primera y principal culpa a la gran conjura maquinada por el Almirante de Colligny y sus hugonotes contra la vida del Rey y de toda la familia real: el descubrimiento improvisado de tal conjura y la urgencia del peligro habríanlo obligado a permitir a los Guisa la muerte del Almirante y sus cómplices; el pueblo, irritadísimo contra los hugonotes, se entregó luego a los excesos y furores que en ninguna manera el Rey pudo frenar: pero en todo este hecho no había en la religión ningún punto en cuestión, sino solo en la conjura y felonía política: y ser la firme voluntad del Rey mantener intacto ante los hugonotes el edicto de paz de 1570, salvo alguna pequeña modificación querida por la circunstancia de los tiempos; e igualmente su deseo y voluntad sincerísima de conservar con todos los Príncipes protestantes la misma amistad y buen entendimiento que en el pasado.
     
Todas aquellas explicaciones y protestas poco o nada persuadieron a los Príncipes, ni menos aplacaron las iras suscitadas en los herejes por la matanza de sus hermanos de Francia. En Inglaterra, la reina Isabel se mostró sobre todos indignadísima del hecho, y dio públicamente muestras de ello con la solemnidad lúgubre con que quiso recibir las justificaciones que le presentaba en nombre de su Rey La-Mothe Fènélon, el embajador francés. Ella lo admitió en pública audiencia, en una sala tapizada de negro y alumbrada por la luz de hachas fúnebres; la Reina y las damas, y todos los dignatarios de su Corte aparecieron vestidos de largo luto; el embajador fue introducido y acogido con glacial tristeza; y después de escuchar en silencio la lectura de su despacho, Isabel respondió con breves y crudas palabras deplorando a la Francia y a su Rey. En la Holanda, el príncipe de Orange, a pesar de las bellas palabras de Carlos IX, escribía consternado a Juan de Nassau, que la matanza de San Bartolomé fue para su causa y la de todos los protestantes un golpe de masacre. Por la Alemania, Gaspar de Schomberg respondía al Rey que la llaga abierta en el corazón de los Príncipes alemanes por el golpe de París era tan profunda y venenosa que por ahora no era de esperar poder mitigarla. Y entre tanto, cada vez más se endurecían las cóleras, que salían de Ginebra y por las academias de Alemania un montón de virulentos libelos o panfletos en los que Carlos IX era llamado un Herodes, Faraón y Nerón que se gozaba en la sangre de sus súbditos, y su Consejo una covacha de tigres y de leones sedientos de masacres; y se exageraba el número de las víctimas y la crueldad de los muertos; y se esparcía la voz que después fue casi universalmente acreditada hasta nuestros tiempos, que la masacre hugonota fue por largo tiempo premeditada. En resumen, desde aquel día todo el mundo protestante se alienó de la Francia de tal modo, que, aun cuando ninguno de los Potentados herejes osaba venir con ella a hostilidades y vindictas abiertas, no menos quedaron interrumpidas y casi en el luto cortadas las relaciones de amistad y las alianzas que los ligaban antes a ella, y con esto fueron en humo las ambiciosas esperanzas sobre las que había fundado Catalina de Médicis sus amistades políticas. Y bien para ella y para el reino, si por el nuevo estado de cosas Catalina hubiese sabido tomar tan sabio partido, y en vez de dedicarse a retejer fatigosamente la tela que por una parte se le había roto entre las manos y a reanudar tratados de amistad y alianza con los herejes, se hubiese unido resueltamente a la gran liga de los Príncipes Católicos que por tanto tiempo le habían solicitado los Papas y el Rey de España para abatir la herejía, fuente perpetua de rebeliones. Pero en la balanza política de Catalina de Médicis, los motivos religiosos tenían poco o ningún peso, y estaba escrito en los consejos de Dios que los ayes de la Francia no debían terminar tan pronto.
   
Poco disímil a la de las Cortes protestantes fue la impresión que produjeron los hechos de París en la Corte de Viena. El emperador Maximiliano II, el cual, como expresara un embajador veneciano, “quería estar bien con los católicos con los herejes”, y por miedo de estos los favorecía hasta el punto de él mismo ser reputado como medio herético, desaprobó con fortísimos términos como imprudente, anticristiana, tiránica y bárbara la masacre hecha de los hugonotes, y lamentábase por su infeliz congénero, Carlos, que se hubiese dejado llevar por quien regía lo consejos, a cometere tam fœdam laniénam. Y como los hugonotes escapados hacían correr voces en Alemania, que el emperador fue no solo consciente sino instigador de la masacre, él rechazó con desdén la atroz calumnia.
   
Pero muy distinto fue el comportamiento mostrado por la Corte de España. Aquí no sucedía usar artificios y delicadezas diplomáticas para anunciar la destrucción de los hugonotes; ya que Felipe II, y por el odio mortalísimo que profesaba a todos los herejes, y por el interés de Estado que le hacía mirar como sus enemigos especiales a los calvinistas de Francia, cómplices declarados de sus rebeldes en los Países Bajos, no podía recibir noticia más grata que esta, que el almirante y todos los jefes de su facción fueron de un golpe quitados del medio. Tanto más, que este golpe fue por él mismo pocos días antes del 24 de Agosto, fervientemente aconsejado al Rey Cristianísimo; aunque luego las disposiciones de Carlos IX, aún infatuado por el almirante, poca o ninguna esperanza debiese tener  Felipe de ver abrazados sus consejos. Al verlos ahora tan de súbito no solo ejecutado, sino sobrepasados más allá de toda esperanza, y con esto quitado así de encima aquel terrible peso de afanes y de miedos que le daba el íncubo de la hugonotería francesa, no es maravilla que debiese en gran manera alegrarse. «Verdaderamente el Rey de España (escribía Michiel) tiene causa para hacer la estatua a Catalina de Médici, no por qué estarle obligado, por el beneficio conseguido para su causa de la conservación de los Estados de Flandes, los cuales sin la muerte del Almirante estarían irremediablemente perdidos». Por eso es que Felipe, al responder las cartas de Catalina y de Carlos, anunciadoras del gran sceso, y de enviar para congratularse al marqués de Ayamonte como embajador extraordinario, no rechaza alabar a sus Majestades por el justo castigo por ellos infligido al almirante y sus secuaces. Esta acción, escribe a Catalina, de tanto valor y prudencia, este gran servicio a la gloria y honor de Dios, al bien universal de la cristiandad y particularmente del Rey mi hermano (Carlos IX), fue para mí la mejor y más grande nueva que jamás me pudo venir; y para mí el haberos escrito, besando fuertemente vuestra mano. Luego la exhorta a completar y coronar la gran obra tan bien comenzada, purgando la Francia de toda infección de herejía, y dando también a los rebeldes hugonotes a fin de acabar con ellos y su doctrina de una vez por todas; este era el mayor bien que podía llegar a sus Majestades, dependiendo de esto la entera conservación de su corona; y se ofreció prontísimo para ayudarlos en tal obra con todo su poder.
   
El Duque de Alba, lugarteniente de Felipe II en los Países Bajos, acogió también él, como era de esperar, con sentidos vivísimos de alegría la noticia de los hechos de París, que en una carta suya llama admirables, y no solo provechosísimos a los intereses del Rey su señor, sino fecundos de gran bien para la conservación de la santa fe en la Cristiandad y para el aumento del divino servicio.
   
No fueron distintos los sentimientos del Duque de Saboya, Manuel Filiberto. Conviene oír de su misma boca la expresión que tuvo y los motivos que la ocasionaron, en una carta del 29 de Septiembre de 1572 a la Santidad de Gregorio XIII. Después de haber dicho tener con órdenes oportunas impedido a los herejes fugitivos de Francia recuperarse en sus Estados, contraviniendo en esto el deseo y las exhortaciones de Su Santidad, agrega: «Y en verdad, cuando me viene la buena nueva que Dios había concedido al Rey Cristianísimo la oportunidad de destruir a los predichos herejes, más que la parte de alegría que con todo príncipe y ersona catóica sentí, yo con mucha razón, me he alegrado particularmente, y gozo sabiendo el odio que por ellos me era tenido y los planes que tenían de atacarme cuando hubiesen podido. Y viendo mis Estados expuestos al primer y mayor  peligro; reconozco que en esto Dios me ha hecho singularmente gracia».
   
Luengo sería referir las demostraciones de júbilo con las cuales los Príncipes católicos personajes públicos y privados saludaron como suceso faustísimo la matanza de los hugonotes de Francia y la liberación del Reino cristianísimo de su tiránica prepotencia.
  
Basti dire che i carteggi diplomatici, le Relazioni, e le storie uscite allora a stampa da penne cattoliche intorno a quel fatto, per lo più sono piene di elogi, di ammirazione, di feste per sì felice ed inaspettato successo, esultandone come d’un beneficio immenso e per la Francia e per tutta la Cristianità. Molti eziandio, nell’esaltare il fatto, vanno a tal grado di entusiasmo e di enfasi che dà nello stravagante. «E che si desidera ora (cosi comincia la Relación de un toscano) da questo Carlo veramente Magno, e dalla gloriosissima sua Madre, con li altri due Cesari suoi fratelli? Che si vorrebbe d’avvantaggio da questi principi del sangue signori Guisi, ed altri signori, che con tanto valore e prudenza hanno eseguiti li santissimi comandamenti del loro buon Re? Chi è quello che non si contenti di questo populazzo Parigino, che con tanta alacrità ha messo in pezzi ed affogato chiunque egli ha saputo rinvenire delli ribelli di Cristo e del suo Re? Soleva dirsi Vespro Siciliano; si può dir ora Mattutin Parigino. Sia laudato l’onnipotente Dio, che mi porge occasione di scrivervi sopra così celesti nuove, e sia benedetto il trionfante san Bartolommeo, che nel giorno della sua festa, si è degnato di prestare alli suoi devoti il suo taglienlissimo coltello in cosi salutifero sacrifizio! ecc.».
   
Di somigliante tenore sono cento altre corrispondenze di quel tempo. Vero è nondimeno che, se tutti s’ accordano nel celebrare la sostanza e l’ esito del fatlo, non però a lulti piacque, come tosto vedremo, il modo e la sua illegalità violenta; soprattutto dopo che si ebbe più minuta contezza del come erano succedute le cose in quelle terribili giornate dell’Agosto.
  
Ma, per bene intendere il senso della Cattolicità nel giudicare a quei dì la strage del· S. Bartolomeo, dobbiamo volgere gli occhi principalmente a Roma, centro e capo del mondo cattolico, e perciò anche organo il più genuino e indice fedelissimo delle impressioni ispirate da quell evento ai Cattolici.
   
La prima notizia dell’uccisione dell’ Ammiraglio e di molti capi seguaci suoi, giunse in Roma il martedì 2 Settembre, per un corriere di Lione, spedito dal Danei, segretario del Governatore Mandelot. Ella fu giudicala cosa molto notabile, e mollo cara al Papa ed a tutti; ma sopra tutti gli altri riuscì carissima al Cardinal di Lorena, il quale insieme con l’ambasciatore di Francia, si recò subito al Pontefice per dargliene ragguaglio. Tuttavia, siccome non se ne aveano altri avvisi più autentici da Parigi, si stava ancora in qualche dubbio. Ma ogni dubbio fu tolto il di 5 Settembre, in cui giunse da Parigi il sig. Beauville, Inviato straordinario presso la S. Sede, con lettere credenziali del Re, o con dispacci del Nunzio Salviati. Per questi e per la relazione del Beauville si venne in più ampia cognizione del successo: il quale (scrive un gravissimo testimonio) è stato lodato, per quanto spetta al servizio del Re e del suo regno e della religione; ma molto più sarebbe stato lodato il fatto, se Sua Maestà l’avesse potuto fare a mano salva, come già fece il Duca d’Alva in Fiandra, con la relentione e con la forma delli processi. Nondimeno di tutto si lauda Iddio e la sincera mente di Sua Maestà.
  
Or qui, prima di proceder oltre, è da avvertire l’aspetto in cui furono presentati a Roma da queste prime notizie i falli di Parigi.
   
Carlo IX , sommamente ansioso che l’atroce macello non cagionasse sinistre impressioni nel pio e rettissimo animo del Pontefice, volle essere il primo a dargliene la notizia, colorandola nel modo più acconcio a giustificare le uccisioni. Perciò fece pregare il Nunzio di soprattenere il corriero espresso, che questi volea spedire il di stesso del 24 Agosto, e di consentire che i suoi dispacci si mandassero con quei del Re, il quale desiderava che il suo ambasciatore fosse il primo a dar la nuova al Papa. Ora i regii dispacci non partirono che dopo il 26; cioè , dopo che il Re, uscito dalle prime incertezze ed agitazioni, ebbe in solenne Parlamento dichiarato la gran congiura ugonotta, come giusta e necessaria causa delle uccisioni da lui ordinate. Dopo tal dichiarazione, furono dal Re spediti corrieri a tulle le Potenze, per recar loro , insieme colla nuova, la giustificazione del terribile fallo; il Beauville fu inviato a Roma, colle istruzioni dategli, il punto principale fu senza dubbio, ch’ei dovesse rappresentare vivamente l’ atrocità e grandezza della congiura che mirava a rovesciare tutto lo Stato e a distruggere in Francia il cattolicismo; l’ estremo pericolo, in cui il Re con tutta la reale famiglia erasi all’improvviso trovato; e la necessità estrema che l’avea quindi costretto a ordinare, senz’altro processo, il castigo de’rei ed a tollerare gli eccessi della vendetta popolare. Solto questo aspelto appunto è presentata la strage in una lettera del Duca di Montpensier, Luigi di Borbone, al Papa , scritta il 26 Agosto, e recata dal Beauville; la quale può aversi come fedele miraglio del pensiero del Re e dell’ opinione ch’egli volea imprimere dell’ animo del Papa; e sollo il medesimo aspetto vedremo essersi in Roma ricevuta e divulgata universalmente la gran novella. Né a questa rappresentazione, che altronde avea molle apparenze di vera, contraddiceano punto i primi dispacci del Salviati ; anzi la confermavano, parlando delle gran minacce falle dagli ugonotti dopo la ferita dell’Ammiraglio, e quanto alle uccisioni, annunziando solo la sostanza del fatto. Imperocchè le vere ed intime cagioni della strage, il Nunzio di Parigi non poté scoprirle e trasmetterle a Roma che più tardi 2; e le orrende particolarità del macello non poterono qui per venire che assai tempo dopo.
  
Al sapersi dunque in Roma, che il Re Cristianissimo e tutta la famiglia reale e i principi della sua Corte erano quasi per miracolo scampati da un’orribil congiura, macchinata contro le lor vite; che l’Ammiraglio e i principali ugonotti, autori e complici di tal congiura, erano stati colpiti del meritato castigo; che il popolo parigino, levatosi a furore contro i ribelli settarii, ne avea fatto tremenda vendetta; e che cotesti nemici fierissimi dello Stato e della religione cattolica, i quali voleano l’uno e l’altra rovesciare in Francia, non solo aveano fallito il loro colpo, ma erano stati schiacciati e abbattuti per modo che non potrebbero , per gran tempo almeno, rialzare il capo; al risapersi, diciamo, queste grandi nuove, non è maraviglia che Roma prorompesse in vive dimostrazioni di giubilo e festeggiasse i successi di Parigi, come uno de’più fausti avvenimenti della Cristianità.
   
Il Pontefice fu il primo a dar pubbliche mostre di esultanza, col rendere a Dio le dovute grazie per così segnalato beneficio. Nello stesso giorno del 5 Settembre, in cui avea ricevute le lettere di Parigi, il Papa, dopo tenuto Concistoro nel palazzo di San Marcos, sua residenza estiva, scese coi Cardinali nell’attigua chiesa di San Marcos, ed ivi dinanzi al SS. Sacramento esposto, intonò il Te Deum. Poscia ordinò, pel giorno 8, sacro alla Nativilà di Maria SSma, una generale processione e festa solenne a S. Luigi de’ Francesi. La processione, allestita per tempissimo, si mosse col canto delle litanie da S. Marco, e passando per le più nobili vie del centro di Roma, s’indirizzò alla chiesa di S. Luigi. Precedevano le Confraternite laicali; indi venivano per ordine, come nella gran processione del Corpus Domini, tutte le corporazioni del clero regolare e secolare; la famiglia pontificia e gli ufficiali di Palazzo, tutti in gala di festa solenne; poi il Suddiacono colla Croce , cui seguivano gli Abbati, i Vescovi, gli Arcivescovi, i Vescovi Assistenti, i Patriarchi e trentatrè Cardinali, tutti parati con mitre; e finalmente, sollo un ricco baldacchino, le cui aste erano alternativamente portale dagli ambasciatori delle Potenze, dai Cavalieri di S . Pietro e da altri nobili, veniva il sommo Pontefice in paramenti Pontificali e in mitra preziosa. Giunta la processione in S. Luigi, fu cantata Messa solenne dal Cardinale di Sens, Nicolò de Pellevè; dopo la quale, sceso il Papa dal trono e inginocchiatosi al faldistorio innanzi l’altare, si cantò il salmo, Domine in virtute tua laetabitur Rex, ed altre preci consuete pel rendimento di grazie, colle quali fu posto termine alla funzione. Lo stesso giorno nelle ore pomeridiane, si fece per la città una numerosissima processione di fanciulli e giovanelli, in candide colle e con rami d’ulivo in mano, che cantavano benedizioni e lodi a Dio per la miracolosa protezione, da lui mostrata sopra il regno di Francia e la Chiesa Cattolica collo sterminio dei rebelles ennemis de Dieu, de son Église et de la couronne de France contre laquelle ils avoient conjuré pour l’usurper (de los rebeldes enemigos de Dios, de su Iglesia y de la Corona de Francia contra la cual se habían conjurado para usurparla).
   
Il cardinale Carlo di Lorena, il quale dicesi che regalasse 1000 scudi al corriere apportatore delle novelle di Parigi, era in Roma l’ anima delle feste, con cui in quei giorni i Romani, e soprattutto i Francesi e i numerosi aderenti della Francia, della casa dei Guisa e del Re di Spagna, qui celebrarono l’ insperato trionfo, riportato sopra gli ugonotti. Ma alle feste romane egli volle associare altresì lo stesso Re Carlo IX; laonde fattosi interprete ed esecutore del pensiero del Re, nel giorno medesimo 8 Settembre, fece affiggere sopra la porta della chiesa di S. Luigi un gran cartello scritto a letteroni in oro, e tutto inghirlandato a festa, il quale dal latino voltato in nostra lingua diceva così: «A Dio Ottimo Massimo, al Beatissimo Padre Gregorio Papa XIII, al Sacro Collegio degl’Illustrissimi Cardinali, al Senato e Popolo Romano: Carlo IX , Re Cristianissimo di Francia , infiammato di zelo pel Signore Iddio degli eserciti, avendo subitaneamente, a guisa d’angelo sterminatore mandato da Dio, disfatto in un sol colpo quasi tutti gli eretici del suo regno e nemici suoi; a perpetua ricordanza di sì gran beneficio, e pieno di solida e perfetta gioia che ciò accadesse nei principii del pontificato del Beatissimo Padre Gregorio XIII; annunzia e significa come certa la ristorazione delle cose ecclesiastiche, e il vigoroso rifiorimento della religione, che quasi appassita andava in decadenza; ed unito oggi con voi in ardentissime preghiere, assente di corpo ma presente collo spirito, rende di così gran beneficio somme grazie a Dio Ottimo Massimo, qui nella chiesa di S. Luigi suo predecessore, e supplica umilissimamente la divina Bontà, che questa speranza non vada fallita. Carlo, del titolo di S. Apollinare, prete della S. Chiesa Romana, Cardinal di Lorena, ha voluto ciò notificare ed attestare a tutto il mondo, l’anno del Signore 1572, il sesto di prima degl’idi di Settembre».
   
Né qui terminarono le dimostrazioni della S. Sede. Il Papa scrisse lettere di congratulazioni a Carlo IX ed a Caterina de’Medici pel felice loro scampo dalla congiura ugonotta; ed al Cardinale Flavio Orsini, che già nel Concistoro del 27 Agosto era stato per altri negozii importantissimi destinato Legato a latere in Francia,commise eziandio di farsi presso le loro Maestà interprete dei medesimi sentimenti. Inoltre, il dì 17 Settembre pubblicò un ampio Giubileo, per implorare sopra il Regno e il Re di Francia sempre più efficace la protezione di Dio, e per ottenere la conversione degli eretici, non che pel felice riuscimento della guerra contro il Turco e della elezione d’un nuovo Re in Polonia; pei quali fini furono fatte in Roma per tre giorni da tutto il clero secolare e regolare, generali processioni e pubbliche preghiere, ed il S. Padre con molti Cardinali visitò le sette Chiese. Ne è da tacersi la celebre orazione, recitata dal Mureto nei Concistoro del 23 Dicembre, nel quale Gregorio XIII ricevé a pubblica udienza il sire di Rambouillet, ambasciatore straordinario mandato dal Re di Francia per prestargli la consueta obbedienza, come a nuovo Pontefice. Quell’orazione fu un panegirico pomposo della strage ugonotta, ma colorita sotto quei sembianti, nei quali era sempre stata grandissima premura di Carlo IX che ella fosse rappresentata al mondo, e soprattutto al Papa. O noctem illam memorábilem, exclamaba el Cicerón francés, quæ paucórum seditiosórum interítu REGEM A PRÆSÉNTI CÆDIS PERÍCULO, REGNUM A PERPÉTUA BELLÓRUM CIVÍLIUM FORMÍDINE LIBERÁVIT!… O diem dénique illum plenum lætítæ et hilaritátis, quo tu, Beatíssime Pater, hoc ad te núncio alláto, Deo immortáli et divo Ludovíco Regi, cujus hæc in ipso pervigílio evenérant, grátias actúrus in dictas a te supplicatiónes pedes obiísti! Quis optabílior ad te núncius afférri póterat? aut nos ipsi quod felícius optáre poterámus princípium Pontificátus tui, quam ut primis illíus ménsibus tetram calíginem, quasi ex orto sole, discússam cernerémus?
  
Finalmente, a perpetuar la memoria del grande avvenimento, come a Parigi Carlo IX avea fallo coniare due medaglie, l’una col motto: Virtus in rebélles, l’altra colla leggenda francese: Charles IX dompleur des rebelles; così a Roma, Papa Gregorio, esprimendo il medesimo pensiero di trionfo sopra i ribelli eretici, fece incidere una medaglia, avente da una faccia il suo busto, e dall’altra un angelo sterminatore, armato di croce e di spada, coll’epigrafe storica: Ugonotórum strages. Poi al celebre Vasari, che stava allora adornando di nobili affreschi la sala regia del Vaticano, commise di dipingere le principali scene della tragedia parigina del S. Bartolomeo, cioè la ferita dell’ ammiraglio, l’ esecuzione del 24 Agosto, e la seduta del Re in Parlamento. I quali affreschi 1 si vedono tuttora presso la porta della Sistina, dopo i gran quadri della battaglia di Lepanto: e fu bel pensiero di ravvicinare nella medesima sala, destinala a commemorare i più insigni trionfi della Chiesa, questi due avvenimenti, succedutisi a breve intervallo di pochi mesi, e i più memorabili de’ tempi moderni. I Turchi e gli Ugonotti erano allora i più terribili nemici del nome cattolico; ed ambedue erano stati fiaccati d’un tremendo colpo, i primi dall’armata della Lega di S. Pio V alle Curzolari nel Settembre del 1571, i secondi da Carlo IX e dal popolo parigino nell’Agosto del 1572.
   
Se non che, gran divario correa tra le due vittorie; giacché la prima, come era stata di gran lunga più splendida e decisiva, così era purissima d’ogni macchia e degna dei pieni applausi di tutta la cristianità; laddove la seconda, nonostante le apparenze di giustizia e di zelo, onde Carlo IX si era studiato di rivestirla, lasciava trasparire dei sospetti e delle ombre sinistre di violenza illegale e di crudeltà, le quali temperavano d’assai il giubilo de’sinceri cattolici.
   
La stesso Filippo II e il Duca d ‘Alba, se dobbiam credere al contemporaneo Branlôme, benchè andassero lietissimi della uccisione dell’Ammiraglio e de’suoi complici, nondimeno non ne approvarono mai il modo, chiamandolo un carnaggio da Turchi, anziché una giustizia da cristiani; e le brave milizie spagnuole ai macelli di Parigi contrapponevano con giusto orgoglio il procedere del Duca d’Alba contro i calvinisti ribelli di Harlem, da lui gagliardamente puniti, ma con tulle le forme della giustizia.
   
Certo è che anche Gregorio XIII esultò, ma non senza dolore del mitissimo animo suo per tanto sangue versato; esultò della liberazione del Re e del regno di Francia dal furore ugonotto e dai pericoli di quella gran congiura, la quale, benché non fosse in realtà così paurosa ed imminente, quale il Re la denunziava a tutto il mondo, nondimeno avea purtroppo gran fondamento e grandissima apparenza di verità; ma nel tempo stesso gli spiacque che nel punire i congiurati non si fossero serbale, come in Fiandra, le vie legali de’ processi, e si fossero abbandonali i rei, e forse co’ rei molti innocenti, al furore del popolo. Il Maffei, annalista fedelissimo del pontificato di Gregorio XIII, narra che al risapere la morte dell’ Ammiraglio e dei principali ugonotti , dal re Carlo ordinata per sicurezza della sua persona e quiete del regno, il Papa, benché liberato da un molestissimo affanno, tuttavia, come di membra con dolore tagliate dal corpo, mostrando temperata letizia diede le dovute grazie a Dio.
   
E il Branlôme afferma avere udito da un gentiluomo, presente allora in Roma e ben informato delle cose di palazzo, che il buon Papa, quando gli furono recate le novelle della strage, versò lacrime di dolore sopra le vittime; ed a chi rimostravagli, perché piangesse del castigo inflitto a siffatti nemici di Dio e della Chiesa: Lloro, reponía, del modo demasiado injusto usado por el Rey en tal castigo, y temo que Dios no tarde en punirlo; y lloro más por tantos inocentes que en tal golpe perecerán junto con los culpables.
   
Ma, se il modo dell’esecuzione aveva intorbidato di giusto rammarico la letizia, nel Pontefice cagionata dalla vittoria contro gli ugonotti; molto maggiormente resto l’animo suo amareggiato, allorché vide dileguarsi in fumo le belle speranze che, a pro della religione, Carlo IX avea con tal vittoria destate. Il Re e la Regina madre si erano affrettati di assicurare Gregorio, che egli ora vedrebbe qual fosse il loro zelo per la fede cattolica; non si maravigliasse, se per qualche tempo avrebbero mantenuto nel regno l’ Editto di pace cogli eretici; essere ciò necessario per la quiete dello Stato e per cessare nuovi macelli; ma essere loro ferma intenzione di abbattere poi interamente l’eresia e di restituire la religione cattolica nell’antica osservanza; la morte data all’Ammiraglio e agli altri capi della setta dover essere pegno certissimo della sincerità di questa loro intenzione, e guarentigia sicura delle promesse che facevano a Sua Santità.
   
E certo, se mai v’era stata occasione propizia di spegnere al lutto e per sempre in Francia l’eresia, questa era ben dessa. Ma questo pensiero era lontanissimo dall’animo di Caterina e di Carlo, e le loro belle promesse al Pontefice non erano che lustre diplomatiche.
   
Il timore di attirarsi addosso l’inimicizia della Regina d’Inghilterra e dei Protestanti di Germania, l’antipatia verso il Re di Spagna, la cui preponderante potenza dava troppa ombra alla Francia, e la gelosia contro l’ambizione dei Guisa, che ora più che mai pretende vano di dominare nei regii consigli , ricondussero ben presto Caterina, dopo la violenta crisi de San Bartolomé, alla sua consueta politica di conciliazione e favore verso gli ugonotti, a lei troppo necessarii per tenere in rispetto la fazione de’ cattolici, imbaldanziti dalla vittoria, e per assicurarsi così sopra gli uni e gli altri l’assoluto dominio. Di questa nuova fase della politica della Regina madre fu indizio significantissimo, fra gli altri, l’accoglienza usata al Cardinale Orsino, Legato straordinario del Papa. Il Cardinale, oltre all’affare precipuo della lega contro il Turco, avea segrete istruzioni di indurre il Re di Francia a stringersi in più intima amistà col Re di Spagna, ad allontanarsi dai Protestantes de Inglaterra y de Alemania, ed a ricevere nel regno il Concilio di Trento. Ma, appena saputosi in Parigi della solenne spedizione del Legato da Roma, Carlo IX spacciò corrieri al Pontefice perché lo trattenesse, o, se già era partito, lo rivocasse, allegando che la sua venuta sarebbe, nella presente agitazione degli spiriti, di gran travaglio e fastidio alle cose del regno. Siccome però il Legato avea già valiche le Alpi, e il decoro non sofferiva ch’ei tornasse indietro, fu pregato di sostare per qualche tempo in Aviñón; e quando finalmente ebbe ottenuto dal Re permissione di recarsi a París, il ricevimento che ivi ebbe dalla Corte fu sì contegnoso e glaciale, che l’Orsino, veduta vana ogni speranza di riuscire nella sua missione, non ebbe altro miglior partito che di sollecitare la sua partenza.
   
In tal guisa, il gran colpo della strage del S . Bartolomeo che avea destato tanta commozione nel mondo ed eccitato tanta espettazione, riuscì quasi interamente sterile di quegli effetti che gli eretici ne aveano temuto e i cattolici sperato . Quei che in Francia se ne promettevano la pace del regno e il termine delle discordie religiose e civili che da tanti anni lo laceravano, restarono delusi; e non meno ingannati rimasero fuori di Francia quei che si aspettavano che la politica del Re Cristianissimo dopo un sì gagliardo colpo di Stato cangiasse indirizzo, ed abbandonando le timide e tortuose vie per cui s’era fin qui condotta, sempre altalenando tra la parte cattolica e la ugonotta , si gittasse finalmente con ferma e intera risoluzione a sostenere la causa cattolica, come per altro i veri interessi della Francia medesima e della real dinastia e della nazione primogenita della Chiesa esigevano. Ma non è maraviglia che il fatto riuscisse a così sterile e vano termine. La strage degli ugonotti era stata un colpo di furore temerario, ispirato non già da lunga e ponderata premeditazione, ma da un impeto subitaneo di paura e di collera, sfogato il quale, gli autori principali del colpo, cioè Caterina e Carlo, erano tornali quei medesimi di prima; e la loro condotta dopo la strage è la prova appunto più luminosa del non aver essi mai premeditata la strage. D’altra parte, come nota saviamente il Davila, dai consigli sanguinosi e violenti non s’è veduto mai con seguire prospero effetto; e di questa maledizione di sterilità niun attentato forse mai fu tanto meritevole, quanto l’orribile macello della notte di S. Bartolomeo.
   
La Civiltà Cattolica, (año XVII, vol. VIII, 21 de Septiembre de 1866, págs. 679-693; año XVIII, vol. XI, 22 de Junio de 1867, págs. 14-32). Traducción propia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los comentarios deberán relacionarse con el artículo. Los administradores se reservan el derecho de publicación, y renuncian a TODA responsabilidad por el contenido de los comentarios que no sean de su autoría. La blasfemia está estrictamente prohibida, y los insultos a la administración es causal de no publicación.

Comentar aquí significa aceptar las condiciones anteriores. De lo contrario, ABSTENERSE.

+Jorge de la Compasión (Autor del blog)

Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)