Artículo de José Miguel Gambra Gutiérrez para la revista TRADICIÓN CATÓLICA -Hermandad Sacerdotal San Pío X, Distrito de España-,
número 206 (Julio-Agosto de 2006). Tomado de TRADICIÓN Y PATRIA 1492.
EL POSTCONCILIO Y LA DESCRISTIANIZACIÓN DE ESPAÑA
El
Concilio con sus doctrinas de libertad religiosa, de ecumenismo y de
colegialidad, versión religiosa de la libertad, igualdad y fraternidad,
ha conmovido a la Iglesia, de una manera sólo comparable con la
transformación producida en el Antiguo Régimen por la Revolución
Francesa. La primera consecuencia de estas doctrinas y, sin
duda, la más importante, se halla en su capacidad de infectar el alma
del creyente, substituyendo
la adhesión incondicional del alma a las verdades de la fe por una
creencia subjetiva, u opinión, que conlleva, por su propio carácter, la
posibilidad de otros puntos de vista igualmente válidos. Esta
consecuencia, que produce una inclinación hacia el escepticismo
religioso, o hacia el indiferentismo, ha tenido a su vez enormes
efectos, cuya amplitud no es fácil valorar. Esa
vertiente relativista es la que se halla a la base de la disminución
del número de creyentes en el mundo occidental, de la disminución
terrible de la vocaciones, de la secularización masiva del clero y de
los religiosos, etc... Sin embargo, este poder de infección,
por cuanto obra desde el interior de los individuos, ha tenido un efecto
común en todos los países y en todas las comunidades católicas, aunque
de manera diferente en función, entre otras cosas, de la idiosincrasia
propia de cada pueblo. En este sentido, quizá, el Concilio ha tenido una
repercusión menos profunda entre los españoles, ya que éstos no tienen
la costumbre de examinar la coherencia interna de su fe, de forma que
han tendido a mantener (aun dentro de su contradicción) de una manera
más firme que en otros lugares.
El hombre tiene una naturaleza social en todas las dimensiones de su ser, de manera que incluso la fe, en la mayoría de los hombres, sobrevive y florece más abundantemente cuando se desarrolla en el seno de una comunidad católica. Pues bien, en la dimensión social y política es donde el Concilio ha producido un efecto más devastador en España. En efecto, no es necesario detenerse a demostrar que la organización social y política de España está completamente descristianizada; lo está mucho más que en otros países occidentales. Recordemos solamente las leyes del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, la ley del matrimonio entre homosexuales y de la eutanasia, que el partido socialista ha ampliado, promulgado o tiene intención de hacerlo; recordemos las leyes sobre la enseñanza que impiden, mucho más que en Francia por ejemplo, la libertad de enseñanza para los católicos; recordemos la repugnante televisión española, sus películas llenas de blasfemias, la pornografía sin freno; recordemos, en fin, la actitud, los discursos y la propaganda decididamente laicista y anticatólica del gobierno actual. Esta sociedad, escandalosa incluso para países de tradición liberal y protestante, como los Estados Unidos, ha surgido en pocos decenios de la casi única sociedad que gozaba de una unidad católica aplastante, cuyo gobierno era confesionalmente católico y en la cual no había lugar para la libertad de cultos y la propaganda por parte de los incrédulos; donde se enseñaba la religión católica en todas las escuelas y donde la pornografía estaba completamente prohibida. ¿Cómo una sociedad puede ser corrrompida de manera tan profunda, y en tan poco tiempo, sin que una guerra, una invasión o algún otro cataclismo haya intervenido? La explicación es bien fácil y simple: es la Iglesia, la Iglesia del Vaticano II, la que ha producido la descristianización de España. No hay que buscar otra causa más directa. Este curioso fenómeno, tan particular, casi único en el mundo y en la historia, es de lo que entiendo que debo hablar aquí pues seguramente esta es la razón por la cual los organizadores de este congreso han querido que se hable de España.
El hombre tiene una naturaleza social en todas las dimensiones de su ser, de manera que incluso la fe, en la mayoría de los hombres, sobrevive y florece más abundantemente cuando se desarrolla en el seno de una comunidad católica. Pues bien, en la dimensión social y política es donde el Concilio ha producido un efecto más devastador en España. En efecto, no es necesario detenerse a demostrar que la organización social y política de España está completamente descristianizada; lo está mucho más que en otros países occidentales. Recordemos solamente las leyes del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, la ley del matrimonio entre homosexuales y de la eutanasia, que el partido socialista ha ampliado, promulgado o tiene intención de hacerlo; recordemos las leyes sobre la enseñanza que impiden, mucho más que en Francia por ejemplo, la libertad de enseñanza para los católicos; recordemos la repugnante televisión española, sus películas llenas de blasfemias, la pornografía sin freno; recordemos, en fin, la actitud, los discursos y la propaganda decididamente laicista y anticatólica del gobierno actual. Esta sociedad, escandalosa incluso para países de tradición liberal y protestante, como los Estados Unidos, ha surgido en pocos decenios de la casi única sociedad que gozaba de una unidad católica aplastante, cuyo gobierno era confesionalmente católico y en la cual no había lugar para la libertad de cultos y la propaganda por parte de los incrédulos; donde se enseñaba la religión católica en todas las escuelas y donde la pornografía estaba completamente prohibida. ¿Cómo una sociedad puede ser corrrompida de manera tan profunda, y en tan poco tiempo, sin que una guerra, una invasión o algún otro cataclismo haya intervenido? La explicación es bien fácil y simple: es la Iglesia, la Iglesia del Vaticano II, la que ha producido la descristianización de España. No hay que buscar otra causa más directa. Este curioso fenómeno, tan particular, casi único en el mundo y en la historia, es de lo que entiendo que debo hablar aquí pues seguramente esta es la razón por la cual los organizadores de este congreso han querido que se hable de España.
Hay que hacer un poco de historia para comprender la posición de España antes del Concilio. España ha sido seguramente uno de los países más católicos de Europa en los tiempos llamados modernos. Ha sido, al mismo tiempo, freno del protestantismo y del imperio Turco; ha evangelizado América y otros lejanos países. Y, aunque las guerras que ha hecho en defensa de la cristiandad han acabado mal, aunque, a partir de la paz de Westfalia, ha tenido que encerrarse progresivamente dentro de ella misma, de manera que su presencia en Europa se fue contrayendo, hasta su casi completa desaparición del concierto de naciones durante el siglo XIX; a pesar de todo ello, ha mantenido su fe católica, como elemento sustancial de su alma comunitaria y como fundamento de su unidad. Verdad es, con todo, que las capas sociales más distinguidas han soportado mal el peso de este confinamiento y han intentado durante el siglo XVIII introducir las ideas revolucionarias, han controlado la política durante todo el siglo XIX. Pero todo este fenómeno ha sido, si puede decirse, epidérmico en el cuerpo social de España.
Las
guerras más importantes que España ha sufrido en estos dos últimos
siglos son buena prueba de ello, pues no cabe comprenderlas más que como
las ideas revolucionarias. En cierta medida, la guerra contra la Convención podía inscribirse ya en el rosario de esas guerras religiosas. También la
guerra de 1821, la primera guerra civil de España, tenía un origen
popular contra la instauración de la constitución liberal hecha, nacida
del levantamiento de Riego. Pero sobre todo las guerras Carlistas son
testimonio de la separación entre la oligarquía cortesana y el
catolicismo popular. Estas guerras tenían una vertiente dinástica, pero
ésta no era más que una anécdota por relación a sus motivaciones
ideológicas profundas; la lucha contra el liberalismo y la llamadas
libertades modernas. Para convencerse de ello, he elegido dos
textos, lejanos en el tiempo, de los miembros de la dinastía carlista.
Uno de ellos es de la Princesa de Beira [N. del E. María Teresa de Braganza y Borbón, esposa de Carlos María Isidro de Borbón], que decía:
El otro pertenece al Rey Alfonso Carlos, con ocasión de la constitución republicana de 1931:
“Ténganse allá otras naciones con sus constituciones sus leyes y sus costumbres, y no pretendan neciamente plantar y hacer fructificar igualmente la misma planta en diferentes climas, pues en éste morirá lo que en otro prospere; la planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: religión, patria y rey; y si a éstas queremos sustituir con las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos”.
El otro pertenece al Rey Alfonso Carlos, con ocasión de la constitución republicana de 1931:
“Católico sin distingos, como lo fueron siempre todos los de mi familia, yo proclamo (...) todos los derechos de la Iglesia Católica, tales como corresponden a su soberanía espiritual perfectamente indiscutible en el seno de un pueblo como el nuestro, el más católico de todos los pueblos de la tierra, y, por lo mismo, rechazo con todas las fuerzas de mi alma el principio de la libertad de cultos consignada en la Constitución”.
Las armas no fueron favorables a este movimiento popular durante todo el siglo XIX, mas no por ello desapareció. El Carlismo sobrevivió a la última de las guerras carlistas con una vitalidad muy grande, a veces como partido parlamentario, a veces sólo como organización más o menos tolerada por los gobiernos liberales, progresistas o moderados. Su constancia se vió recompensada en la guerra de 1936, en la cual los carlistas tuvieron una participación decisiva con sus 100.000 voluntarios. Esta participación le permitió, ya durante la preparación de la sublevación con otras fuerza políticas y militares, poner las condiciones que dieron un tono fundamentalmente religioso a esta conflagración. Ya durante la guerra, el gobierno de Franco recibió la influencia de diferentes fuerzas políticas constitutivas del Frente Nacional y de las tendencias políticas de moda en toda Europa. En el terreno de la política, el Caudillo se inclinó decididamente a favor de los falangistas, del fascismo italiano y del nacional-socialismo germánico, lo cual tuvo por consecuencia la ilegalización de los tradicionalistas durante todo el régimen. Sin embargo, éstos mantuvieron su existencia como Comunión Tradicionalista Carlista, y ejercieron una influencia oficiosas en el gobierno que nombraba ministros tradicionalistas como, por ejemplo, el Conde de Rodezno [Tomás Domínguez Arévalo, N. del E.]. Gracias a esa influencia se produjo la inclusión de la confesionalidad del Estado entre los Principios del Movimiento. En efecto, el segundo de estos principios establece la sumisión del Estado a la Iglesia y la verdad de la religión Católica. Y lo establece no como un hecho sociológico, ni como un acuerdo nacido de un pacto constitucional, sino con una verdad sin más:
“La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”.
De igual manera es evidente la inspiración tradicionalista sobre el artículo 6 del Fuero de los Españoles, que dice lo siguiente:
“La profesión y la práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial. Nadie podrá ser molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado del culto. No se permitirán ninguna ceremonia publica más que las de la Religión Católica”.
Y es evidente esa influencia porque ninguna de las otras fuerzas que se integraron en el Levantamiento del 36 había nunca defendido con esa nitidez unidad católica y la concesionalidad del Estado. Estas leyes, así como el Concordato firmado con la Santa Sede en 1953, manifiestan una relación con la Iglesia
“que no es meramente contractual, del do ut des, puesto que las concesiones expresaban la confesionalidad interna de un Estado que consideraba un deber hacer más fáciles la vida y la formación religiosa de los ciudadanos” (Mons. Guerra Campos).
No se puede pedir más en el terreno de los principios; y en su aplicación al principio del Estado franquista, pues sólo cabe decir que fue extremadamente favorable a las tesis católicas: volvieron los jesuitas explusados durante la República, se restituyeron los bienes de la Iglesia, se abrogó la ley del divorcio y se estableció la enseñanza religiosa oficial. Cabe, pues, decir que la unidad religiosa de España fue completamente reconstruida. Los ideales de la doctrina social de la Iglesia, que se identifican a los ideales del tradicionalismo o del carlismo, tras tantas guerras y sacrificios, tuvieron finalmente una realización en España única durante el siglo XX, por lo menos en lo que se refiere a las relaciones entre Iglesia y Estado.
Sin embargo, esta realización no duró en su apogeo más que 20 años, o menos, pues la decadencia empezó muy pronto por la presión que ejercieron los adversarios interiores y exteriores. En el interior, las fuerzas que intervinieron en la sublevación no comulgaban todas con la visión religiosa de la política característica de los tradicionalistas. Por ejemplo, la inclinación fascista del régimen produjo una importante orientación de las fuerzas de la juventud hacia la exaltación del Imperio y del Caudillo. Por otro lado, la penetración del liberalismo católico de Maritain en la democracia cristiana procedente de la CEDA, y de organizaciones similares, preparaba ya el camino que debía recorrer más tarde la democracia aconfesional en España.
Pero
la presión exterior era mucho más fuerte. El régimen español, tras la
Segunda Guerra Mundial, se halló de nuevo contra corriente pues fueron
sus aliados del 36 los vencidos en el 45. Tras la época del bloqueo, las
dos grandes potencias iniciaron la guerra fría y cada una intentó, por
procedimientos diversos, controlar el régimen de Franco. Los
Estados Unidos, por medio de la alianza y de la ayuda económica,
introdujeron de nuevo las ideas democráticas en las más altas capas de
la sociedad y entre algunos políticos. Al mismo tiempo
hicieron una fuerte presión en el gobierno para dulcificar la
prohibición del culto externo no católico. Por
su parte la URSS y las tendencias izquierdistas de la política europea
revitalizaron, en la ilegalidad, los partidos de izquierda, similares a
los de antes de la Guerra Civil.
Como respuesta a todas estas presiones, el gobierno se inclinó, en 1957, por la vía tecnocráta que quería esconder, bajo vestiduras de eficacia sin ideología, el designio de minimizar las diferencias que el régimen de Franco tenía con otros países europeos. Esto constituyó una evidente decadencia en los principios que habían inspirado la sublevación. A pesar de ella, y de las imperfecciones crecientes del gobierno y de la sociedad española, el régimen nacido de la guerra del 36 hubiera podido enderezarse, si no se hubiera producido un acontecimiento inconcebible, ante el cual los españoles se hallaban completamente inertes. Me refiero al Concilio Vaticano II. Como señala el segundo principio del movimiento, mencionado antes, las leyes españolas se inspiraban la fe católica, a favor de lo cual lucharon los tradicionalistas, guerra tras guerra, hasta su realización. Lo que no resultaba concebible era que la Iglesia se desinflara hasta el punto de mantener las doctrinas contra las cuales habían luchado los carlistas, inspiradores del régimen en la cuestión religiosa.
A decir verdad, los tradicionalistas tenían buenas razones para desconfiar de la política del Vaticano, al cual sabían que, en ocasiones, era necesario oponerse. Pero a lo que los españoles no estaban en absoluto preparados para enfrentarse era a documentos doctrinales.
Tras todas estas observaciones sobre los precedentes del Concilio, necesarias para entender la repercusión muy especial que tuvo en España, debemos ahora considerar en que consistió esa repercusión y por qué caminos llegó a producirse.
Cuando el Concilio fue anunciado, numerosos católicos esperaron una renovación de la Iglesia, cuya atonía era una de las causas de la decadencia en España. Por otra parte los obispos españoles, como señala Mons. Iniesta, fueron al Concilio con el convencimiento de que se trataba simplemente de firmar y de volver a casa. Esta confianza ciega, tan característica de los católicos españoles, sufrió una rápida decepción cuando, desde las primeras sesiones, los obispos de la Europa central dominaron, con su maravillosa organización, el desarrollo del Concilio. Lo que la prensa hizo conocer sobre el futuro documento de la libertad religiosa, cuya importancia era inmensa para el régimen español, desencadenó un buen número de acciones contra esa futura declaración. Algunos obispos, como los de Bilbao, Granada, Tenerife, Las Palmas y Barbastro, publicaron cartas pastorales contra la libertad religiosa, antes incluso de que el Concilio hubiera votado la declaración “Dignitátis humánæ”. Por otra parte, algunos representantes de la Comunión Tradicionalista publicaron un documento titulado “El Carlismo y la Unidad Católica”, donde defendían la unidad religiosa, la confesionalidad del Estado y en el cual se decía “que no era conveniente modificar la situación de las confesiones no católicas en España”. En respuesta a ciertas maniobras para introducir una ley de libertad religiosa en ese mismo momento, el Ministro de la Presidencia, Carrero Blanco, señaló, ante el Consejo de Ministros, que “nuestra unidad política está fundada sobre todo sobre nuestra unidad religiosa” y, con palabras que parecen hoy proféticas, añadió: “lo que interesa (a los enemigos de España) es abrir una brecha en nuestra unidad religiosa, pues esto sería lo mismo que abrir una brecha en nuestra unidad política”.
Estas defensas de la unidad católica no ejercieron influencia alguna sobre el Concilio, que aprobó la declaración de libertad religiosa el 8 de diciembre de 1965, como todo el mundo sabe. Lo que no es tan conocido es el documento aprobado ese mismo día, por los obispos españoles todavía reunidos en Roma. En ese texto, los prelados de España presentan la vertiente más moderada de la Declaración, con el fin de apaciguar el descontento del católico español. Cito algunas frases, porque ilustran muy bien el giro copernicano que implica esta declaración:
“El derecho a la libertad religiosa, según el Vaticano II, está fundado en la dignidad de la persona humana. Su reconocimiento es parte del bien común de toda sociedad civil. La libertad no se opone ni a la confesionalidad del Estado, ni a la religiosidad de una nación”.
Y la misma declaración, al referirse al caso concreto en que,
“consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se conceda a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica”,
admite de hecho la confesionalidad, a condición de que,
“al mismo tiempo se reconozca y respete e todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en lo religioso”.
Estas
frases son muy instructivas, pues manifiestan con toda claridad cómo la
declaración transforma en tesis lo que antes del Concilio era hipótesis
y a la inversa. En la enseñanza tradicional, la
confesionalidad y la prohibición de la libertad de cultos era un deber
del Estado; y la libertad religiosa era algo permitido en circunstancias
especiales. Ahora, al contrario, la libertad es un deber; y la
confesionalidad, lo que se tolera en algunos casos. La
situación en España cambia, pues, de valoración, de manera que si antes
era un modelo de realización de la enseñanza de la Iglesia, el Concilio
la convierte, a lo sumo, en objeto de una tolerancia circunstancial,
incluso en el caso de conceder la libertad de cultos.
Como he dicho antes,
la declaración de libertad religiosa conlleva un peligro común a todos,
puesto que roe en el interior de la conciencia la firmeza de la fe.
Pero en el dominio de su influencia social y política su efecto no es el
mismo para todos, pues, como lo han señalado algunos tradicionalistas, su efecto es muy diferente:
- En países como los de Europa, donde la libertad religiosa ya se daba por la fuerza de las circunstancias;
- En países como los Estados Unidos, donde la expresión libertad religiosa significa la libertad para los católicos en relación a la persecución de las sectas protestantes;
- Y países como España, donde esta libertad significa la libertad de difusión de las religiones falsas. En los países de este último tipo, la libertad implica no solamente la proliferación de las sectas de todo tipo y la consecuente apostasía de muchos creyentes, sino que también tiene el efecto de desacreditar un poder político que ha mantenido, para seguir a Roma, las leyes que Roma desautoriza ahora.
En España, se ha llamado transición a la transformación del régimen político surgido de la guerra, uno de los más perfectamente católicos del siglo XX, en un régimen fundado sobre la Constitución de 1978, que es un sistema de los más laicos existentes en la actualidad. Entre los historiadores de este período algunos se preguntan cuando empezó la transición: si fue a la muerte de Franco o en el momento del asesinato de Carrero Blanco. Yo creo que lo más justo es decir que la transición empezó, no en España, sino en Roma, y precisamente el día en que se aprobó la Declaración de Libertad Religiosa. Y el motor de esta transición no ha sido el Rey Juan Carlos, como suele afirmarse, sino la Iglesia Romana, cosa que los prelados españoles señalan hoy en muchas ocasiones, con la pretensión de atenuar la violencia laicista del gobierno de Zapatero. Pues, en España, sólo la Iglesia tenía un poder moral e incluso político, conferido por el Estado mismo, para producir semejante transformación de la sociedad y de la política. Los eclesiásticos españoles, en efecto, no se limitaron a formar al gobierno para introducir la ley de libertad religiosa, cosa que obtuvieron en 1967, sino que yendo mucho más allá de la letra del Concilio, dirigieron todo el movimiento que acabó con la aprobación de la Constitución. La situación es, sin duda, un tanto paradójica, pues los eclesiásticos utilizarán todos los resortes de propaganda y de enseñanza que una sociedad católica tradicional da a la Iglesia, para dirigir esa sociedad hacia un régimen constitucional neutro.
Los mecanismos por medio de los cuales se produjo esta intervención decisiva en la Iglesia han sido, a mi juicio, los siguientes:
- El estupor paralizante que afectó al clero español después del Concilio, unido a la colegialidad introducida por éste, produjo una especie de unificación y de disciplina común en la actividad pública de la Iglesia, de la cual solamente algunos obispos escaparon. Esta unificación, que logró muy pronto acallar a los disidentes, se produjo gracias a la formación de la Conferencia Episcopal Española. Esta entidad será dominada por los obispos más audaces con el apoyo de Roma, que tendrá la obsesión se sustituir a los obispos tradicionales por obispos más abiertos. Utilizará los medios de comunicación de una manera que corresponde más a un partido político que a una institución eclesiástica: harán constantes declaraciones a la prensa, sobre todos los aspectos de la vida política y social, adoptando posiciones dudosamente en consonancia con el Concilio, pero utilizando sistemáticamente su autoridad. De esta manera la Conferencia Episcopal llegó a acaparar toda la autoridad de la Iglesia, relegando la verdadera autoridad de los obispos en sus diócesis respectivas.
- Las líneas de acción de la Conferencia Episcopal o de los obispos que la dirigían han sido las siguientes:
- Han utilizado las prerrogativas y la autoridad, que la Iglesia tiene
en un país confesionalmente católico, para influir sobre las autoridades
civiles con el fin de introducir el régimen democrático y obtener una
completa separación entre Iglesia y Estado. Uno de los casos más
flagantes fue el de Mons. Tarancón, que utilizó la homilía de
entronización de Juan Carlos para pedir “que las estructuras políticas
ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y
activamente en la vida del gobierno”. Es decir, empleó su situación
privilegiada en un régimen católico para presentar como deseo de la
Iglesia la evolución hacia una democracia de partidos políticos.
Hay un texto de Mons. Iniesta sobre los procedimientos de la Iglesia durante este tiempo, que merece ser citado:
“Yo creo que en eso (el referéndum de la Constitución) y en otras muchas cosas, los políticos tuvieron momentos de duda, de vacilación, y sin embargo tanto la política de Tarancón como la del episcopado, la de la Conferencia Episcopal Española fue la de apoyar y estimular que se continuara con el cambio, y concretamente al Rey se le apoyó muchísimo, de manera delicada y privada”.
Es dedir que, como ellos mismos declaran, los obispos sostuvieron moralmente a esos políticos y a ese rey, que habían jurado los Principios del Movimiento, para atenuar los justificados remordimientos que sentían al jurar los principios, contrarios, contenidos en la Constitución de 1978.
- Utilizaron su autoridad, sobre un pueblo mayoritariamente católico, para
prefigurar los partidos que iban a consolidarse como partidos con
representación parlamentaria. Como Mons. Guerra Campos ha señalado, la
Conferencia Episcopal decidió contribuir a la coexistencia pacífica de
los españoles impidiendo que los católicos, es decir la mayoría del
pueblo, pudieran agruparse como católicos en una formación política, y
prefirieron que se insertaran en otras organizaciones cualesquiera. Es
decir, que los católicos tenían que ejercer su influencia solamente
desde el interior de partidos no católicos. Esto fue llevado a la
práctica por un doble juego que consistía, de una parte, en defender la
libertad de los católicos que trabajaban en partidos no católicos y, de
otra, en desaprobar los partidos católicos. Es necesario observar que
hay una disparidad entre los partidos laicos, que no necesitan del apoyo
eclesiástico, y los partidos católicos que defienden un programa mas
acorde con la doctrina social de la Iglesia y tienen, por tanto,
necesidad de su apoyo o, al menos, de su silencio.
El método sistemáticamente seguido por la Conferencia Episcopal consistirá, de un lado, en defender la libertad de los políticos de ideología laica, es decir de los marxistas, socialistas, liberales y separatistas, y defender su derecho de presentarse libremente a las elecciones. Quizá el caso más sangrante ha sido el del obispo de Bilbao, Mons. Añover, que publicó una carta pastoral donde defendía el derecho de libertad de los vascos “en el conjunto de los pueblos que constituyen el Estado Español” lo cual equivalía, en su contexto, a una manifiesta defensa del separatismo vasco. Cuando el gobierno de Arias Navarro decidió expulsar a este obispo por su ataque a la unidad de España, la Conferencia Episcopal escribió un documento amenazando de excomunión a las autoridades políticas. También debe señalarse que, a la par, numerosos católicos y sacerdotes se inscribieron en partidos de izquierdas, sin que la Conferencia Episcopal les molestara en lo más mínimo.
Por otro lado, para acallar y someter a los partidos y grupos de católicos que defendían las doctrinas tradicionales de la Iglesia, la Conferencia Episcopal, o su presidente Tarancón, no economizaron las descalificaciones y pusieron todos los obstáculos que tuvieron a su alcance para evitar la formación de tales grupos, o para frenar su influjo sobre los católicos. Las expresiones despectivas de Tarancón contra, por ejemplo, Fuerza Nueva, y la dificultades que la Conferencia presentó para la legalización de la Hermandad Sacerdotal [de San Antonio María Claret, N. del E.], son algunos de los ejemplos más llamativos.
- Han utilizado las prerrogativas y la autoridad, que la Iglesia tiene
en un país confesionalmente católico, para influir sobre las autoridades
civiles con el fin de introducir el régimen democrático y obtener una
completa separación entre Iglesia y Estado. Uno de los casos más
flagantes fue el de Mons. Tarancón, que utilizó la homilía de
entronización de Juan Carlos para pedir “que las estructuras políticas
ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y
activamente en la vida del gobierno”. Es decir, empleó su situación
privilegiada en un régimen católico para presentar como deseo de la
Iglesia la evolución hacia una democracia de partidos políticos.
Por su parte, el Vaticano no hacía nada para limitar la interpretación extrema del Concilio hecha por los obispos españoles. Al contrario, manifestó repetidamente una animadversión profunda contra la España tradicional. Por ejemplo, en 1965 Pablo VI regaló a Turquía las banderas de Lepanto, condenando, al mismo tiempo, las guerras de religión; en 1974 atacó, una y otra vez, en sus discursos el régimen de Franco, al paso que sistemáticamente arrinconaba a todos los obispos que no se plegaban a las directrices, que provenían de él mismo y eran ejecutadas por el nuncio, Mons. Dadaglio, para implantar en España una democracia. En fin, justo antes de la aprobación de la constitución atea de 1978, una delegación del gobierno, con el presidente Suárez a la cabeza, fue recibida en Roma, donde el Cardenal Cassaroli le hizo saber que el Vaticano era favorable a una constitución aconfesional. Da pues la impresión de que, como un autor tradicionalista preveía ya en 1965, el abandono de la unidad religiosa de España ha sido, para la Roma progresista, el chivo expiatorio que había de entregarse al mundo moderno para que éste le perdonara su constantinismo de tiempos pasados.
Por su parte los grupos de católicos tradicionales, poco poderosos por cierto, ya que, en cierta medida, se habían quedado adormecidos tras la victoria del 36 y no habían sido favorecidos por la estructura vertical del poder en tiempos de Franco, se vieron en la preplejidad al tener que elegir entre la adhesión incondicional a Roma y la adhesión a la tradición. Esa perplejidad se solventó, en la mayoría de los casos, a favor de la obediencia ciega, pues con ella se cree transferir la responsabilidad propia al superior, y la conciencia espera quedarse tranquila. De ello se encuentra un buen ejemplo entre la actitud de los españoles con ocasión de los viajes de Mons. Lefebvre a España: antes de la suspensión de este obispo en 1978, se llegaba a impedir la circulación en el centro de Madrid; algunos meses más tarde, tras la condenación, se presentó un libro sobre Mons. Lefebvre en un cine con una asistencia más bien pobre.
Este mismo espíritu de obediencia ciega es el que, sin duda, está a la base de fracaso de los partidos tradicionales y del éxito completo de la estrategía de Tarancón en la Conferencia Episcopal, de Dadaglio en la Nunciatura e incluso del Papa en Roma. En el referendum para aprobar la constitución, los votos fueron favorables en un noventa y tantos por ciento y, en las primeras elecciones, ningún partido próximo al franquismo, sea tradicionalista o no, obtuvo representación parlamentaria. Ni siquiera la democracia cristiana.
Para terminar con esta triste historia cabe preguntar cual ha sido la situación de la Iglesia oficial en España en estos últimos años. Su oposición a la existencia de la confesionalidad, incluso en el seno de los partidos políticos, tuvo como resultado que la Iglesia careciera en absoluto de poder legal para influir sobre el gobierno. ¿Cual ha sido, pues, su actitud entre la materias comunes al Estado y la Iglesia? La respuesta es que esa actitud ha sido tortuosa en la práctica y oscura en la doctrina. Pues la Iglesia había defendido su separación del Estado, bajo pretexto de obtener su propia libertad. Pero en la práctica ha tratado de mantener ciertos privilegios, cosa que, por cierto, los gobiernos laicos anteriores a Zapatero se apresuraron a conceder. Quizá esta condescendencia se produjo a cambio de una beligerancia moderada y de una dosis de ambigüedad doctrinal suficiente como para desalentar cualquier empresa política seria procedente de la gran masa católica que todavía existe en España.
Hoy, ante el desastre de este gobierno socialista, a los prelados españoles les ha bastado con mover un vergonzante dedo a través de entidades interpuestas, para verse apoyados por masas de católicos, en manifestaciones multitudinarias. Pero son incapaces de explotar esa ventaja, por culpa de los principios de aconfesionalidad del Estado y de libertad religiosa, por su aceptación de las doctrinas de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, todo lo cual no es más que un racimo de quistes paralizantes, sin cuya ablación no cabe esperar que dirijan, o favorezcan, la recta acción política de los católicos.
Por eso termino recordando que, como en otro tiempo hicieron los carlistas y los cristeros, tenemos la obligación de luchar por los derechos de Dios y de la Iglesia, aunque la mayoría de los curas y de los obispos nos nieguen su bendición.
Lean la denuncia del coronel Amadeo Martínez Inglés en internet.
ResponderEliminar¿Y cuáles son?
Eliminarhttp://www.alertadigital.com/2011/02/15/coronel-martinez-ingles-el-golpe-del-23-f-lo-dirigio-el-rey-juan-carlos/
ResponderEliminarhttp://www.publico.es/politica/militar-republicano-martinez-ingles-denuncia.html