“Haced todo a gloria de Dios”. (1 Corintios 10, 31)
San Ignacio de Loyola
SAN IGNACIO nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en
Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don
Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más
antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su
madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que
recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y
tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el
norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el
20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna
durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que
Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una
litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna
soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente.
Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya
que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo.
Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales
complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del
amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a
mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la
operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo
insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos
le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le
atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una
queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo
permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales
métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su
vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió
algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a
los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en
el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas
de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a
poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la
lectura. Y se decía:
Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron .
Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario
de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos.
Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su
amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo,
cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la
futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía
satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello
permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos
que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad,
los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban
sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y
empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Aparición de Nuestra Señora a San Ignacio (Sebastián Ricci)
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en
los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al
terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de
Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente.
Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en
Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba
cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar
en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de
Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en
ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega
en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de
los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer
penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió
durante casi un año.
Cueva de Manresa, donde San Ignacio hizo penitencia durante un año (allí nacieron los Ejercicios Espirituales)
A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y
asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con
Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo
humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco
por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y
prudente en este mundo . Se decidió a escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo ... hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez
espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la
sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que
le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que
le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la
desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas
experiencias que iban a servirle para el libro de los Ejercicios Espirituales .
Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo
gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio
una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran
discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al
P. Diego Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido
más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las
universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio
estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un
moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de
caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la
intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra
Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la
Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se
trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén,
donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su
peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de
guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los
mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y
pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y
obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al
regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para
esta alma tan generosa.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas .
Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió
mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía
entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que
debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba
tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del
verbo latino amáre se convertía en un simple pretexto para pensar: Amo a Dios. Dios me ama .
Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque
seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y
soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de
escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de
Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de
materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y
día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero
hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba
reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a
numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía
de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el
vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y
dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus
compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar
durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus
compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir
doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los
inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los
sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para
purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió
abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde
llegó en febrero de 1528.
Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su
cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir
limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con
esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el
año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a
la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los
domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la
vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas
impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor
Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para
desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni
a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía
apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a
ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea
no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en
que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente
perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En
1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de
maestro en artes de la Universidad de París.
Las palabras fervorosas de Ignacio, llenas del Espíritu Santo, abrió los
corazones de algunos compañeros. Por aquella época, se unieron a
Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era
sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un navarro; Diego Laínez y
Alfonso Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez,
originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las
exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto
de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o,
si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los
emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo
lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión
de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el
día de la Asunción de la Virgen de 1534.
Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes
conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida.
Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el
médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su
salud dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París, en la primavera
de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a
habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de
Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la
guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina.
Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma;
Pablo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran
sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de
cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de
las cercanías de Venecia a fin de prepararse para los ministerios
apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre
septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año
con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna
probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido
finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus
servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el
nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de
Jesús (San Ignacio no empleó nunca el nombre de a .
Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban decididos a luchar
contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el
viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de a , el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: mæ propítius ero (Os seré propicio en Roma).
Aparición en La Storta
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, a de las obras de caridad a la que nos hemos consagrado . No por eso descuidaban la oración que debía tomar al menos una hora diaria.
Pablo III nombró al padre Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
Aprobación de Pablo III a los estatutos de la Compañía de Jesús
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, a de las obras de caridad a la que nos hemos consagrado . No por eso descuidaban la oración que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad consistiría en enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios .
La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se
mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia
bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y
Pablo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de
septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden
y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a
ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los
miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea
de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa
para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y
otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo
notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo
que Ignacio respondió: Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado .
Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la
ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a
ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Luis Gonçalves y Juan Nuñez
Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos
cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más
fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
El Papa Pablo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a
los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les
ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las
disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar
presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que
entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso
en Europa, por su saber y virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la
Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja
regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano.
San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su
orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más
posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación
del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes
que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En
vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en
diversas naciones. Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de
la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que
tanto iba a desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas,
pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por la
conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se
cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en
Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en
la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a
la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo
XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las
características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por
características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede
afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas
atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su
predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque
predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de
la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la
obediencia de las almas (cardenal
Enrique Manning). A este propósito citaremos las, instrucciones que San
Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt
(Alemania), acerca de sus relaciones con los protestantes: Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay
entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación
cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus
errores . El santo escribió en el mismo tono a los padres Pascasio Broët y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los
Los Ejercicios Espirituales. Es la obra maestra de la ciencia del
discernimiento. Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera
vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran
perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los
primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir
a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia.
Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el sistema de las
meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo
se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San
Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con
perfecta claridad.
Portada de la primera edición de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (Año 1548)
La prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de
sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con
los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente
procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque
San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus
subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en
que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran
enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado
categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las
críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo
necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio
volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por
otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y
misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de
San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas
palabras, que son el lema de su orden: A la Mayor Gloria de Dios . A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?
Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su
felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha
exagerado algunas veces el militar
de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el
don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden
aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos,
en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado
enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió
súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de
recibir los últimos sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
Adaptado del trabajo de Alban Butler et al, edición en español de R.P.
Wilfredo Guinea. La Vida de los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA:
Rand McNally, 1965) págs. 222-228.
MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA DE SAN IGNACIO
I. San Ignacio, en la soledad de Manresa, había trazado el plano del
edificio espiritual que debía edificar durante toda su vida. Su libro de
los Ejercicios espirituales es un resumen de lo que debe hacerse y de
lo que él mismo hizo para llegar a la perfección. Comenzó por llorar sus
pecados y expiarlos mediante ruda penitencia. Es el primer paso: lavar
nuestros pecados con lágrimas. Así procedieron todos los santos; ¿los
imitamos nosotros? Aunque no hubiésemos cometido sino un solo pecado
mortal, seria suficiente para llorar hasta la muerte.
II. El segundo paso hacia la perfección, dice San Ignacio, es la
imitación de Jesús que obra y sufre para la gloria de Dios y la
salvación de los hombres. San Ignacio ha seguido paso a paso a este
Modelo de los predestinados: después de su conversión llevó primero una
vida escondida como Él; después se consagró por entero a la salvación
del prójimo, sufriendo a causa de esto injurias, calumnias y prisión.
¿Cómo imitamos nosotros la vida oculta de Jesús, sus trabajos y sus
sufrimientos? Sigamos la divisa de San Ignacio: .
III. El tercer paso hacia la perfección, que tan alto elevó la santidad
de San Ignacio, es la unión perfecta con Dios. Para llegar a ella, hay
que desasirse del temor de todo lo que no sea Dios, y darse enteramente a
Él. Tenemos amor para las cosas de este mundo, y no lo tenemos para
Dios. ¡Todo amamos, todo buscamos, sólo Dios nada vale ante nuestros ojos! (Salviano).
El celo por la gloria de Dios. Orad por las órdenes religiosas.
ORACIÓN
Oh Dios, que, para la mayor gloria de vuestro Nombre, habéis dado por el bienaventurado Ignacio un nuevo socorro a vuestra Iglesia militante, haced, que después de haber combatido en la tierra, siguiendo su ejemplo y bajo su protecci6n, merezcamos ser coronados con él en el cielo. Por J. C. N. S. Amén.
NOTA, Y APUNTE DE LO QUE NUESTRO PADRE SAN IGNACIO VIO Y ENTENDIÓ EN EL ÉXTASIS, O RAPTO DE OCHO DÍAS, QUE TUVO EN MANRESA
ResponderEliminarEn el primer día tuvo una clara visión de toda su vida pasada, de los pecados cometidos y de los beneficios recibidos de Dios.
En el segundo día le fue revelado el modo que había de tener en adelante en su vida, las gracias y dones que le quería dar o comunicar Dios, y por cual había de ser llevado a la perfección.
En el tercero vio la alteza del instituto de la Compañía, que Dios quería fundar por él, y todo su progreso; y en esta ocasión se le dio a entender en particular, cómo la Compañía había de degenerar de su primer fervor por los muchos defectos, principalmente por la soberbia, doblez y espíritu político de muchos de ellos.
En el cuarto le fueron impresos altísimamente todos los misterios de la vida y pasión de Cristo, conforme aquello de San Pablo: Hoc enim sentíte in vobis, quod in Christo Jesu.
En el quinto día le fue dada una clarísima cognición de los ejercicios espirituales que en Manresa hizo, sacando los sentimientos que tuvo de la vida de Cristo.
En el sexto día le fue mostrada la forma que había de tener en tratar y comunicar con toda suerte de personas, Prelados, Príncipes, Magistrados, etc., acomodándose al genio de todos, como lo hizo Cristo.
En el séptimo le dio a ver la pérdida de todo el lustre de la Compañía y de todas las cosas dichas, a lo cual se resignó él con grandísima prontitud; y por esto en su Vida se dice: que si bien le sería molesta la ruina de la Compañía, pero que no perdería su paz [1].
En el octavo tuvo claro conocimiento de la orden que debía tener en sus acciones cotidianas, tanto para con Dios, como para consigo y con los próximos, Roma, etc.
En el tercer día de su rapto vio Nuestro Padre San Ignacio la gran caída que daría la Compañía por las causas siguientes:
1. Por haberse introducido en ella un gobierno político;
2. Por la mucha ambición;
3. Por el mucho doblez en el trato;
4. Por mucha soberbia, y otros varios defectos en muchos de sus hijos.
PADRE JUAN DE MARIANA SJ. Discurso de las Enfermedades de la Compañía. Madrid, Imprenta de don Gabriel Ramírez, 1768. Págs 277-279.
NOTA
[1] San Ignacio dijo: Que la cosa más sensible que podía sucederle, sería ver extinguida su Compañía por declinar de su instituto; pero que con un cuarto de hora que Dios le concediese para resignar su voluntad en la divina, quedaría muy conforme y sin pesar. En estas palabras se descubren vestigios bastantemente claros de la revelación que se ha referido. El Padre Rodríguez en sus Ejercicios Espirituales tuvo aquellas expresiones por un acto heroico de su resignación, y no por una profecía; y pudo ser uno y otro.
Muy bueno el cambio que hicisteis de la imagen de la Cueva de Manresa. Esa foto de un servicio Novus Ordo no quedaba bien en vuestro blog, sobre todo siendo tradicionalistas como sois.
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