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sábado, 30 de septiembre de 2023

ENCÍCLICA “Nostis et Nobíscum”

Tras los disturbios instigados por los carbonarios asesinato del ministro de Policía Pellegrino Rossi a manos de Luigi Brunetti/Bossi (hijo de Angelo Brunetti “El regordete”) y que ocasionaron la creación de la 2.ª República Romana, el Papa Pío IX se vio obligado a huir al exilio a Gaeta en las Dos Sicilias. Si bien la República Romana, gobernada por el triunvirato de Giuseppe Mazzini, Aurelio Saffi y Carlo Armellini, en su constitución le ofrecía amplias garantías como Pontífice, Pío IX pidió ayuda a las naciones extranjeras para recuperar el poder temporal. La 2. República Francesa, gobernada por Luis Napoleón Bonaparte (futuro emperador Napoleón III), respondió enviando un cuerpo expedicionario de 7.000 refuerzos que, si bien fue vencido inicialmente en la batalla de la Puerta Cavalleggeri el 30 de Abril, logró vencer la resistencia y abrió la brecha en el Janículo, conquistando Roma el 30 de Junio de 1849. Ante la noticia, el Papa Mastai programó su regreso, llegando a Portici el 7 de Septiembre, donde permaneció hasta el 4 de Abril del año siguiente, y luego partió para entrar triunfante el 12 del mismo mes y establecerse en el Vaticano, abandonando así el Palacio Quirinal.
   
Es durante este exilio que Pío IX redacta el 8 de Diciembre de 1849 su encíclica “Nostis et Nobíscum”, la cual autores la citan “Nóscitis et Nobíscum”. Con estas dos primeras palabras volvió a reproducirse el texto original (latín) en “Codicis Jur. Can. Fontes”, Card. Gasparri, Roma 1928, II, 837-894.

Siguiendo su encíclica programática  “Qui plúribus” y la Alocución consistorial “Quíbus quántisque” del 20 de Abril de 1849, Pío IX hace la distinción entre el socialismo y el comunismo, denunciando sus errores para la convivencia social, mencionando la naturaleza diabólica que tienen las iniciativas que tienden a negar el predominio social de la Fe Católica, instando así a que los Obispos busquen soluciones lo más pronto posible. Por otra parte, el Papa los apoya, conminándolos a defender sus iglesias de las intromisiones políticas. Deplora además el indiferentismo religioso y urge a los italianos a obedecer a las autoridades legítimas. Añade que la Cristiandad protege la verdadera libertad e igualdad, por lo que la revolución es un esfuerzo inútil.

ENCÍCLICA “Nostis et Nobíscum” DE PÍO IX A LOS OBISPOS DE ITALIA, SOBRE LA IGLESIA EN LOS ESTADOS PONTIFICIOS
    
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica
   
1. Motivos de esta Encíclica. Los desmanes de los enemigos de la Iglesia.
Lo mismo que Nos, sabéis y estáis viendo vosotros, Venerables Hermanos, con cuánta malignidad cobraron fuerza ciertos hombres depravados, enemigos de toda verdad, justicia y honestidad, los cuales ora valiéndose del fraude y de toda clase de intrigas, ora abiertamente lanzando como mar embravecida la espuma de sus confusiones, se esfuerzan por esparcir por doquiera entre los pueblos fieles de Italia la desenfrenada licencia de pensar, de hablar y de cometer audazmente toda suerte de impiedades y de echar por tierra la Religión Católica en Italia, y si posible fuere, destruirla de raíz. Todo el plan de sus designios diabólicos se descubrió en diversos lugares, pero, sobre todo, en Nuestra ciudad, Sede de Nuestro Supremo Pontificado, donde, luego que Nos vimos obligados a abandonarla, han podido entregarse, más libremente, si bien por pocos meses, a toda de desmanes; y a tal extremo llevaron su furia de mezclar, con nefasta audacia las cosas divinas y humanas, que entorpeciendo las funciones y despreciando la autoridad del Clero de Roma y de sus Prelados, que, por Nuestra orden, cuidaban intrépidos de las cosas sagradas, obligaban a los pobres enfermos que luchaban ya con las angustias de la muerte, privados de todo auxilio religioso, a exhalar su último suspiro entre los halagos de infames prostitutas.
   
Aunque después, tanto la ciudad de Roma como las otras provincias del dominio pontificio, hayan sido restituidas por la misericordia de Dios y mediante las armas de las naciones católicas a Nuestro gobierno temporal y haya cesado igualmente el tumulto de la guerra en otras regiones de Italia, sin embargo estos infames enemigos de Dios y de los hombres, no desistieron ni desisten de su nefanda empresa e impedidos de valerse de la violencia abierta, recurren a otros medios ciertamente fraudulentos, no siempre del todo ocultos. En medio de tan grandes dificultades de toda la grey del Señor sobre Nuestros débiles hombres y embargados del más vivo dolor, a causa de los graves peligros que amenazan a todas las iglesias de Italia, no pequeña consolación en medio de las pesadumbres Nos proporciona vuestra pastoral solicitud, de la cual, Venerables Hermanos, tantas pruebas nos habéis dado en medio de la pesada borrasca y que se manifiesta cada día de nuevo con mayor claridad. Entre tanto, la misma gravedad de las cosas nos apremia, a fin de que, en cumplimiento de las obligaciones de Nuestro cargo pastoral, os estimulemos más vivamente aún, con Nuestra palabra y Nuestras exhortaciones, Venerables Hermanos, llamados a la participación de Nuestra solicitud a pelear con constancia a Nuestro lado las batallas del Señor y a tomar de común acuerdo con Nosotros todas las disposiciones necesarias, a fin de que, con la bendición de Dios se remedien todos los males que Nuestra santa Religión ya ha sufrido en Italia, y se conjuren los inminentes peligros del porvenir.
   
Uno de los múltiples artificios de que los mencionados enemigos de la Iglesia se han acostumbrado a servir para alejar de la fe católica los ánimos de los italianos ha consistido en aseverar y propalar desvergonzadamente por todas partes, que la Religión católica es un obstáculo a la gloria, al esplendor y a la prosperidad de la Nación italiana, y que, por consiguiente, para hacer volver Italia a la grandeza de sus antiguos tiempos, es decir, de los tiempos paganos, es necesario sustituir la Religión católica por las enseñanzas de los protestantes y sus asambleas. No es, por cierto, fácil juzgar que hay de más detestable en esta invención, si la perfidia de su necia impiedad o la audacia de sus inicuas mentiras.
   
2. La Religión salvó a Italia de la ruina.
Pues, el bien espiritual de haber sido librados del poder de las tinieblas y trasladados a la luz de Dios, justificados por la gracia de Cristo y hechos herederos en la esperanza de la vida eterna, este bien de las almas, que mana de la santidad de la Religión católica, es ciertamente de tan alto valor que no hay gloria ni felicidad en este mundo que en su comparación pueda ser tenido en cuenta. Pues ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? o ¿con qué cambio podrá el hombre rescatarla? (Matth. 16, 26). Pero está tan lejos el que la profesión de la verdadera fe haya causado a Italia estos daños temporales que antes bien, hay que atribuir a la Religión católica el que, al caer el Imperio Romano, no hubiere ido a parar en la misma triste situación de los asirios, caldeos, medos, persas y macedonios, que dominando antes por muchos años, decayeron al cambiar la suerte de los tiempos.
     
En efecto, ninguna persona instruida ignora que la santa Religión de Cristo no sólo ha arrancado a Italia de las tinieblas de tantos y tan graves errores como la cubrían, sino que ella, entre las ruinas de aquel antiguo Imperio y las invasiones de los bárbaros que devastaban toda Europa, se vio también elevada sobre todas las naciones del mundo, a tanta gloria y grandeza que, por colocar Dios, como singular privilegio, la sagrada Cátedra de Pedro, posee por medio de la Religión divina un dominio más vasto y sólido que el que tuviera en otro tiempo por la dominación terrena. 
   
3. Otros beneficios reportados por la Religión.
De este singular privilegio de poseer la Sede Apostólica y de echar, en consecuencia, la Religión Católica en los pueblos de Italia sus más firmes raíces han surgido para Italia otros innumerables e insignes beneficios. En realidad, la santísima Religión de Cristo, maestra de la verdadera sabiduría, protectora de la humanidad, y madre fecunda de todas las virtudes, arrancó del alma de los italianos esa funesta sed de gloria y esplendor, que incitaba a sus mayores a llevar perpetuamente a la guerra a los otros pueblos, a oprimirlos, a reducir, según el derecho de guerra entonces vigente, a una inmensa muchedumbre de seres humanos a durísima servidumbre; y a la vez impulsó poderosamente a los italianos, iluminados con la claridad de la verdad católica, a la práctica de la justicia y de la misericordia, a las obras más preclaras de piedad para con Dios y de caridad para con los hombres. Por eso, os es dado admirar en las principales ciudades de Italia los sagrados templos, y otros monumentos de la era cristiana, los cuales no son por cierto obra de una multitud reducida a dolorosa servidumbre, sino únicamente del celo sincero animado por la vivificadora caridad;  y las piadosas instituciones de toda especie, consagradas ya a la práctica de los ejercicios religiosos, ya a la educación de la juventud, o al cultivo de las letras, las artes, las ciencias, ya, en fin al alivio de las enfermedades y la miseria de los desgraciados. ¿Es pues esta Religión divina, que por tantos títulos ha procurado la salud, la gloria y la felicidad de Italia, la que con tanto empeño pretenden que debe desarraigarse  de los pueblos de Italia?
   
No podemos contener las lágrimas, Venerables Hermanos, al ver ciertos italianos, tan malvados, y tan miserablemente engañados que aplaudiendo tan nefastas doctrinas, no temen contribuir con ellas a una desgracia tan grande de su patria.
   
4. Por último: empujar a los pueblos al socialismo.
Pero tampoco ignoráis, Venerables Hermanos, que los principales autores de esta tan abominable intriga, no se proponen otra cosa que impulsar a los pueblos, agitados ya con todo viento de perversas doctrinas, al trastorno de todo orden humano de las cosas, y a entregarlos a los nefandos sistemas del nuevo Socialismo y Comunismo. Se dan perfecta cuenta y lo han comprobado con la experiencia de largos años, que ninguna transigencia pueden esperar de la Iglesia Católica, que en la custodia del sagrado depósito de la divina Revelación, no permitirá que se le sustraiga un ápice de las verdades de fe propuestas, ni que se le añadan las invenciones de los hombres. Por lo mismo han formado ellos el designio de atraer a los pueblos de Italia a sus opiniones y conventículos protestantes en que, engañosamente les dicen una y otra vez para seducirlos que no deben ver en ello más que una forma diferente de la misma Religión cristiana verdadera, en que lo mismo que la Iglesia Católica se puede agradar a Dios. Entre tanto, en modo alguno ignoran que aquel principio básico del protestantismo, a saber, el libre examen e interpretación de la Sagrada Escritura, por el juicio particular de cada uno, en sumo grado aprovecharía su impía causa. De este modo confían en que se les tornará más fácil la tarea de hacer que, abusen primero de la interpretación arbitraria de las Sagradas Letras para difundir, en nombre de Dios, sus errores, y luego impulsen a la duda de los principios fundamentales de la justicia y de la honestidad a los hombres inflamados de la orgullosa presunción de juzgar libremente de las cosas divinas. 
    
Plegue a Dios, Venerables Hermanos, que Italia de donde, por el privilegio de poseer en Roma la Sede del magisterio apostólico, las otras naciones han sólido beber las aguas puras de su sana doctrina, no se vaya a convertir al fin para ellas en piedra de tropiezo y de escándalo; plegue a Dios que esta porción escogida de la viña del Señor no sea entregada a la depredación de todas las bestias del campo; ni permita, que los pueblos italianos después de haber sorbido la demencia de la copa emponzoñada de Babilonia, tomen sus armas parricidas contra su madre la Iglesia. En verdad, tanto Nosotros como vosotros, en estos tiempos llenos de tantos peligros que por oculto designio de Dios nos han sido deparados, debemos cuidarnos de temer los artificios y agresiones de los hombres que conspiran contra la fe de Italia como si con nuestras solas fuerzas hubiéramos de vencerlos, siendo que Cristo es nuestro Consejero y nuestra Fortaleza, sin el cual nada podemos, pero con el cual lo podemos todo[1].
    
5. Remedios más urgentes.
Trabajad, pues, Venerables Hermanos, vigilad con la mayor diligencia sobre la grey que os está confiada, y empeñaos en defenderla de las emboscadas y de los ataques de los lobos rapaces. Comunicaos recíprocamente vuestros planes, seguid como habéis ya comenzado, reuniéndoos en asambleas; a fin de que, después de haber estudiado en una común investigación el origen de los males y según la diversidad de lugares, las fuentes principales de los peligros, podrán más prontamente encontrar, bajo la autoridad y dirección de la Santa Sede, los remedios más oportunos; y de esta manera, plenamente de acuerdo con Nosotros, aplicar toda vuestra solicitud y trabajo con la ayuda de Dios, y con todo el ímpetu de vuestro celo pastoral, para anular todos los embates, artificios, intrigas y maquinaciones de los enemigos de la Iglesia.
    
Mas para que esto no sea infructuoso es de todo punto necesario trabajar, a fin de impedir que el pueblo poco instruido en la doctrina cristiana y en la ley de Dios, debilitado por otra parte, por la larga tiranía de los vicios, apenas pueda advertir la gravedad de las emboscadas que se le preparan y la maldad de los errores que se le proponen. Por eso, Venerables Hermanos, pedimos a vuestra pastoral solicitud, no dejéis jamás de aplicar todas vuestras fuerzas a esta obra, a fin de que los fieles, que os están encomendados, sean diligentemente instruidos, según la capacidad de cada uno, en los dogmas y preceptos santísimos de nuestra Religión, y al mismo tiempo se les exhorte excite por todos los medios posibles a conformar a ellos su vida y sus costumbres. Inflamad a este fin el celo de los eclesiásticos, sobre todo de aquellos tienen cura de almas; para que, meditando seriamente sobre la magnitud del ministerio que recibieron de Nuestro Señor, y teniendo ante los ojos prescripciones del Concilio Tridentino [2], se dediquen con mayor empeño, según lo piden las necesidades de los tiempos, a la instrucción del pueblo cristiano; procuren inculcar en los corazones las palabras sagradas y los avisos saludables, dándoles a conocer en sermones cortos y claros, los vicios que deben evitar, para librarse de la perdición eterna, y las virtudes que deben practicar para conseguir la gloria del cielo.
   
6. El don de la Fe Católica. La recepción de los sacramentos.
En particular hay que procurar que los mismos fieles tengan fijo en sus almas y profundamente grabado el dogma de nuestra santa Religión de que es necesaria la fe católica para obtener la eterna salvación [3]. A este propósito es de gran utilidad la práctica de hacer que los fieles laicos den una y otra vez especiales gracias a Dios junto con el clero, en públicas oraciones, por el inestimable beneficio de pertenecer a la Religión católica, beneficio recibido de su mano clementísima; supliquen humildemente al mismo Padre de las misericordias, que se digne proteger y conservar intacta en nuestras regiones la profesión de esa misma fe.
    
Entre tanto tendréis especial cuidado de administrar a todos los fieles, oportunamente, el Sacramento de la Confirmación, por el cual, por un sumo beneficio de Dios, se confiere la fuerza de una gracia especial para confesar con constancia la fe católica aun en los peligros más graves. No ignoréis cuánto contribuye a este fin, el que los fieles purificados de las manchas de sus pecados, por medio de la sincera detestación de ellos en el Sacramento de la Penitencia, se acerquen frecuentemente a recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía; en el cual nos consta que se encuentra el alimento espiritual de nuestras almas y el antídoto eficaz para librarnos de las culpas cotidianas y para preservarnos de los pecados mortales, y que es por lo tanto, el símbolo de aquel cuerpo único cuya cabeza es Cristo, el cual quiso que nosotros estuviésemos unidos como miembros, con un lazo estrechísimo de fe, esperanza y caridad, para que todos hablásemos lo mismo, y no existiesen cismas entre nosotros.
    
La Santa Misión. Pecados públicos.
Ciertamente no dudamos que los Párrocos y sus tenientes, como los demás sacerdotes, que en ciertos tiempos, principalmente en los tiempos de ayunos, solían destinarse al ministerio de la predicación, os prestarán su diligente concurso en todas estas cosas. Sin embargo, conviene de tiempo en tiempo añadir a sus trabajos los recursos extraordinarios de los ejercicios espirituales y las santas misiones, que si se tiene cuidado de encomendarlas a operarios idóneos reportan, con la bendición de Dios, gran utilidad, ya para avivar la piedad de los buenos, ya para excitar a saludable penitencia a los pecadores y los depravados por el largo hábito de los vicios, y alcanzar con ello, que el pueblo fiel crezca en la ciencia de Dios, fructifique en toda suerte de buenas obras, y, robustecido con los más abundantes auxilios de la gracia celestial, aborrezca con más tesón las perversas doctrinas de los enemigos de la Iglesia.
    
Por lo demás, en todas estas cosas, vuestros cuidados y los de aquellos sacerdotes colaboradores vuestros deben encaminarse entre otras cosas a hacer concebir a los fieles el mayor horror a aquellos crímenes que se cometen con grave escándalo de los demás. Porque no ignoráis cuánto ha aumentado en diversos sitios, el número de los que osan blasfemar públicamente de los santos y aun del mismo nombre sacrosanto de Dios, o el de los que se sabe sirven en concubinato, añadiendo algunas veces el incesto; o de los que en los días festivos realizan trabajos serviles en los negocios abiertos, o menosprecian los preceptos de la Iglesia relativos al ayuno y a la abstinencia, en presencia de muchos o aun de los que no se avergüenzan en cometer otros crímenes similares. A la insinuación de vuestra voz recuerde el pueblo fiel, y seriamente considere la enorme gravedad de semejantes pecados, y las penas severísimas de que se hacen reos, ya por castigo de su propio pecado, ya también por el peligro espiritual que ello importa para las almas de sus hermanos a quienes indujeron a pecar con su ejemplo. Pues está escrito: «Ay del mundo por razón escándalos!… ¡Ay de aquel hombre  que causa el escándalo!» (Matth. 18, 7).
    
7. A las publicaciones impías hay contraponer los libros de sana doctrina.
Entre los diversos géneros de astucias de los cuales se valen los sagacísimos enemigos de la Iglesia y de la sociedad humana para seducir a los pueblos, uno de los principales es seguramente el que en sus depravados designios habían ya de largo tiempo preparado, el uso de la nueva arte editorial. 
   
Por eso, se han entregado de lleno a la tarea de no dejar pasar un día sin editar para el pueblo y multiplicar libelos impíos, revistas y hojas repletas de mentiras, calumnias y seducciones. Más aún, haciendo uso de la ayuda de las Sociedades Bíblicas, ya hace tiempo condenadas por la Santa Sede [4], no tienen reparo, sin tener en cuenta las normas de la Iglesia [5], en difundir la Sagrada Biblia en lengua vulgar, profundamente alterada y con audacia insólita tergiversada en su sentido, y en recomendar su lectura a los fieles, bajo el falso pretexto de religión.
   
Comprendéis pues, perfectamente con vuestra sabiduría, Venerables Hermanos, con cuánta vigilancia y solicitud debéis trabajar para apartar del todo a las ovejas fieles de estas lecturas emponzoñadas; y en particular en lo que atañe a las Sagradas Letras, recuerden que nadie debe arrogarse el derecho a presumir de interpretar torcidamente, apoyado en su propia prudencia, el sentido que sostuvo y sostiene nuestra santa Madre Iglesia; pues a ella sola le ha sido confiada por el mismo Cristo la custodia del depósito de la fe, y el juicio acerca del verdadero sentido e interpretación de la Palabra Divina [6].
   
Ahora bien, a fin de contener el contagio de los malos libros, es muy útil, Venerables Hermanos, que hombres insignes y de sana doctrina publiquen escritos también de reducido volumen, aprobados previamente por vosotros para edificación de la fe, y para instrucción saludable del pueblo. A vosotros incumbe el cuidado de difundir entre los fieles estos libros, lo mismo que otros de doctrina igualmente sana, y que sean de evidente y probada utilidad, compuestos conforme a las necesidades particulares de personas y lugares.
   
8. La devoción hacia la cátedra de Pedro.
Todos los que a vuestro lado cooperan a la defensa de la Fe, encaminarán especialmente sus esfuerzos a imprimir, conservar y grabar profundamente en las almas de sus fieles la devoción, veneración y respeto a esta suprema Sede de Pedro, en cuyos sentimientos en tanto grado sobresalís vosotros, Venerables Hermanos. Recuerden, pues, los pueblos fieles, que aquí es donde vive y preside en la persona le sus sucesores, Pedro el Príncipe de los Apóstoles [7], de cuya dignidad participa también su indigno heredero [8]. Recuerden que en esta inexpugnable cátedra de Pedro puso Cristo N. S. el fundamento de su Iglesia santa, dando a Pedro las llaves del reino (Matth. 16, 18) de los cielos (Matth. 5, 19), y por esa causa, en fin, oró a fin de que no desfalleciera su fe, y le mandó que en ella confirmase a sus hermanos (Luc. 22, 31-32); de este modo el Romano Pontífice sucesor de Pedro posee el primado universal en todo el mundo, es el Vicario de Cristo y la cabeza de toda la Iglesia, el Padre y Doctor de todos los cristianos [9].
   
En la conservación de esta unión y obediencia de los pueblos al Romano Pontífice se halla sin duda el camino más corto y directo, para mantenerlos en la profesión de la verdad católica. En efecto, no es posible rebelarse contra ninguna verdad católica, sin rechazar juntamente la autoridad de la Romana Iglesia, en la cual se encuentra la sede del irreformable magisterio de la fe, fundado por el Redentor divino, y en la cual, por lo mismo, se ha conservado siempre la tradición que nace en los Apóstoles. De aquí es que los antiguos herejes y los protestantes modernos cuyas opiniones, por otra parte, están muy discordes, trabajen tan a una en impugnar la autoridad de la Sede Apostólica, a la cual jamás, por ningún artificio ni maquinación, lograron inducir a tolerar uno sólo de sus errores. Tampoco los enemigos actuales de Dios y de la humana sociedad, no dejan nada por mover para apartar a los pueblos de Italia de Nuestro servicio y del de esta Santa Sede; en la seguridad de que sólo entonces les será posible contaminar a Italia con la impiedad de su doctrina y con la peste de sus nuevos sistemas.
   
9. Fines perversos del socialismo y comunismo.
En lo que a esta depravada doctrina y a estos sistemas toca, ya es a todos notorio que ellos persiguen principalmente, abusando de los términos de “libertad” e “igualdad”, la introducción en el pueblo de esas perniciosas invenciones del socialismo y comunismo. Es un hecho cierto, que estos maestros del socialismo y comunismo, aunque valiéndose de caminos y métodos diversos, abrigan el propósito común de mantener en constante agitación a los obreros y demás hombres de condición más humilde, engañándolos con discursos seductores y con falaces promesas de un porvenir más feliz y habituándolos poco a poco a los más graves crímenes: confían con esto poder utilizar sus fuerzas para atacar cualquier régimen de autoridad superior, para robar, dilapidar e invadir las propiedades, primero, de la Iglesia, después de todos los particulares, para violar en fin todos los derechos divinos y humanos, destruir el culto de Dios y abolir todo orden en la sociedad civil. En un peligro tan grande para Italia, es un deber vuestro, Venerables Hermanos, desplegar todo el fervor de vuestro celo pastoral, para hacer comprender al pueblo fiel, a qué desgracia temporal y eterna será arrastrado, si se deja engañar por estas opiniones y sistemas tan perniciosos.
   
10. Contra el Socialismo y Comunismo se ha de recomendar la obediencia a la autoridad legítima.
Advertid, pues a los fieles que están a vuestro cuidado que es esencial a la naturaleza de toda sociedad humana, la obediencia a la autoridad legítimamente constituida; que nada puede cambiarse en los preceptos del Señor, que anuncian las Sagradas Letras, pues está escrito: «Estad sumisos a toda humana criatura por respeto a Dios; ya sea al rey, como que está sobre todos; ya a los gobernadores como puestos por Él para castigo de los malhechores, y alabanza de los buenos. Pues esta es la voluntad de Dios, que obrando bien tapéis la boca a la ignorancia de los hombres necios: como libres, mas no cubriendo la malicia con capa de libertad, sino como siervos de Dios» (1.ª Pet. 2, 13 ss.). Más aún: «Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay: por lo cual quien resiste a las potestades, a la ordenación de Dios resiste. De consiguiente los que resisten, ellos mismos se acarrean su condenación» (Rom. 13, 1 ss.).
   
11. La natural jerarquía de valores.
Sepan además, que es igualmente natural y por tanto, condición inmutable de las cosas humanas, que aun entre los que no gozan de la más alta autoridad descuellan unos sobre otros, debido ya a las diversas cualidades de espíritu y cuerpo, ya a las riquezas o a otros bienes materiales semejantes; y que jamás bajo ningún pretexto de libertad o de igualdad, será lícito invadir los bienes o derechos ajenos, ni violarlos de cualquier modo que sea. Los preceptos divinos a este respecto están claros y expresados a cada paso en las Sagradas Letras, que no sólo nos prohíben terminantemente apoderarnos de los bienes del prójimo, sino también desearlos (Éxod. 20, 15-17; Deut. 5, 19-21).
   
12.  Pero los pobres no deben olvidar cuánto deben a la Iglesia.
Pero acuérdense también los pobres y los necesitados todos, cuánto deben a la Religión Católica, que guarda viva e intacta y predica abiertamente la doctrina Cristo, quien declaró que los beneficios se hacen a los pobres tomaría como hecho a Él (Matth. 18, 16; 25, 40-45), y quiso proclamar delante de todos la especial cuenta que ha de pedir en el día del Juicio de estas obras de misericordia, para premiar con los goces de la gloria eterna a los que la hubiesen practicado, y condenar con la pena eterna a los que la hubiesen descuidado (Matth. 25, 34).
   
En esta advertencia de Cristo Nuestro Señor y en los otros avisos severísimos (Matth. 19, 23; Luc. 6, 4; 18, 22; Jac. 5, 1) acerca del uso de las riquezas conservados inviolablemente en la Iglesia Católica, resulta que la condición de los pobres y necesitados sea mucho más llevadera en las naciones católicas que en cualesquiera otras. Sin duda, que socorros mucho más copiosos recibirán en nuestras regiones estos indigentes, si no hubiesen sido robadas o extinguidas muchas instituciones, que habían sido fundadas por nuestros mayores para alivio de los pobres, y que a raíz de los repetidos disturbios públicos se han visto precisadas a desaparecer. Por lo demás, no olviden tampoco nuestros pobres, que según la enseñanza de Cristo, no debe serles causa de tristeza su condición: puesto que la pobreza es el mejor camino para alcanzar la salvación; con tal que sepan sobrellevar pacientemente su pobreza, y no solamente de hecho, sino también de corazón, sean pobres. Porque se dijo: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos» (Matth. 5, 3).
   
Sepa también todo el pueblo fiel, que los reyes antiguos de las naciones paganas, y los jefes de sus repúblicas, abusaron mucho más grave y frecuentemente de su poder; de ahí se podrá colegir que si los príncipes de los tiempos cristianos, amonestados por la voz de la religión llegan a temer el juicio riguroso que se les exigirá, y el suplicio eterno destinado para los pecadores, suplicio en el cual los poderosos serán poderosamente castigados (Sap. 6, 6-7) con mucha más justicia y mansedumbre regirán los pueblos a ellos sujetos.
   
Los fieles confiados a vuestros cuidados y a los Nuestros deben, en fin, considerar que la verdadera y perfecta libertad e igualdad está en la observancia de la ley cristiana; como quiera que Dios Omnipotente, que creó al pequeño y al poderoso, y que cuida por igual a todos (Sap. 6, 8) no liberará del juicio a nadie (Sap. 6, 8) ni temerá la grandeza de ninguno, y tiene establecido el día en que ha de juzgar el mundo en equidad (Act.17, 31), en su Hijo Unigénito Cristo Jesús, que ha de venir con sus ángeles en la gloria del Padre, y dará a cada uno la recompensa correspondiente a sus obras (Matth. 16, 27). Ahora bien, si los fieles, menospreciando los paternales avisos de sus pastores y los preceptos de la Ley Cristiana que acabamos de recordar, se dejasen engañar por los jefes de esas modernas maquinaciones, y quisiesen conspirar con ellos en sus perversos sistemas del Socialismo y Comunismo, sepan y ponderen seriamente, que están acumulando para sí ante el Divino Juez, tesoros de ira para el día de la venganza; que entre tanto no conseguirán con esa cooperación ninguna utilidad temporal para el pueblo, sino que más bien aumentarán su miseria y padecimientos. Pues no es a los hombres a quienes compete establecer nuevas sociedades y comunidades, opuestas a la condición de la naturaleza de las cosas humanas; y por eso, si semejantes conspiraciones, se extendieran por Italia, no conseguirían otra cosa, que convulsionado el presente y completamente destruido el estado de las cosas, por las mutuas luchas de ciudadanos contra ciudadanos, por las depredaciones y muertes, llegarían a enriquecerse y encumbrarse en el poder unos pocos a costa del despojo y la ruina total de la mayoría.
   
13. Valor del buen ejemplo del clero.
Pero, para apartar al pueblo de las asechanzas de los impíos, para mantenerlo en la profesión de la Religión católica, e inducirlo a practicar las verdaderas virtudes, es de gran valor, como sabéis, el ejemplo y la vida de aquellos que se han consagrado al sagrado ministerio. Mas, ¡oh dolor! se ven en Italia algunos eclesiásticos, pocos es verdad, que pasándose al campo de los enemigos de la Iglesia, les han servido de poderosa ayuda para engañar a los fieles. Pero para vosotros, Venerables Hermanos, la caída de éstos ha sido un estímulo para que, con renovado empeño, día a día, veléis por la disciplina del Clero. Y ahora, deseando prevenir el futuro, según es Nuestro deber, no podemos dejar de recomendaros nuevamente, lo que en Nuestra primera Carta Encíclica [10] a los Obispos de todo el orbe os inculcamos, a saber: que no impongáis jamás precipitadamente las manos a nadie (1.ª Tim. 5, 22), antes bien uséis de toda diligencia en la selección de la milicia eclesiástica. Es necesario practicar una larga y minuciosa investigación y prueba sobre todo en aquellos que deseen recibir las sagradas órdenes; si son de tal modo recomendables por su ciencia, por la gravedad de sus costumbres y por su celo del culto divino, que se pueda abrigar la esperanza cierta de que podrán ser como lámparas ardientes en la casa del Señor, por su buena conducta y por sus obras y han de reportar a vuestra grey edificación y utilidad espiritual.
   
14. Utilidad de las órdenes religiosas.
Como resulta para la Iglesia de Dios de los monasterios bien dirigidos una inmensa gloria y utilidad y como también el clero regular os presta una valiosa ayuda en el trabajo por la salvación de las almas, os damos el en cargo, Venerables Hermanos, hagáis saber a cada una de las Familias Religiosas en todas vuestras diócesis, que en medio de tantos dolores hemos experimentado especial aflicción por las calamidades que muchas de ellas han debido soportar en estos últimos tiempos, mientras Nos consuela íntimamente la paciencia de sus espíritus y su perseverancia en el celo de la virtud y religión  de que han dado ejemplo muchos religiosos a pesar de que no han faltado otros que, olvidados de su profesión con grande escándalo de los buenos, y con inmenso dolor Nuestro y de sus hermanos, han prevaricado cobardemente; en segundo lugar, exhortad donde fuere menester a los jefes de estas Familias Religiosas y a los superiores mayores, que en cumplimiento de su deber, no perdonen ningún medio ni industria alguna, a fin de hacer que de día en día florezca y se vigorice la disciplina regular en donde ya se observe, y que se restablezca a su antigua vida e integridad donde hubiese sufrido algún detrimento. Y, estos superiores amonesten sin cesar, corrijan, induzcan a sus alumnos religiosos, a que considerando con seriedad los votos con que se han ligado con Nuestro Señor, se apliquen diligentemente a su cumplimiento, guarden con exactitud las reglas de su instituto, y llevando a su cuerpo la mortificación de Cristo, se abstengan de todo acto que sea incompatible con su vocación, y se entreguen a las obras que ponen de manifiesto la caridad de Dios y del prójimo y el amor de la perfecta virtud. Cuiden principalmente los Superiores de estas Ordenes que no se admita a persona sin que preceda un examen profundo y escrupuloso de sus costumbres e inclinaciones; y que después de la profesión religiosa sólo admitan a aquellos que, en un Noviciado bien establecido hayan dado verdaderas señales de vocación de tal modo que se pueda presumir con justicia, que no los mueva ningún otro motivo al abrazar la vida religiosa, sino el deseo de vivir para Dios únicamente, y trabajar para procurar la salvación propia y la de los otros según las normas de su instituto. A este respecto, queremos y deseamos insistentemente que se observen con toda exactitud, los decretos y estatutos que para el bien de las familias religiosas promulgó Nuestra Congregación el 25 de enero del año próximo pasado, decretos que han sido corroborados con nuestra Autoridad Apostólica.
   
Volviendo después de esto a hablar de la selección en el Clero secular, debemos recomendaros ante todo, Venerables Hermanos, la educación en instrucción de nuestros clérigos menores; por cuanto difícilmente podremos tener después ministros idóneos de la Iglesia, si no los formamos desde la juventud y desde su primera edad en todo lo concerniente al sagrado ministerio. Continuad pues, Venerables Hermanos, en valeros de todos los recursos que estén a vuestro alcance, para conseguir, si es posible, ya desde los tiernos años, que se recojan en los seminarios estos soldados de la milicia sagrada, y allí alrededor del tabernáculo del Señor, crezcan y prosperen como plantaciones nuevas, formándose en la inocencia de la vida, piedad, modestia y espíritu eclesiástico, aprendiendo al mismo tiempo de maestros experimentados y escogidos, cuya doctrina esté completamente ajena a todo error, las letras, y las ciencias menores y mayores.
   
15. La enseñanza y educación de los jóvenes.
Pero, como no os resultará fácil completar la formación de todos los clérigos en los seminarios; y por lo demás, también los jóvenes laicos deben ser objeto de vuestra solicitud pastoral: velad igualmente, Venerables Hermanos, sobre las otras escuelas públicas y privadas, en cuanto esté de vuestra parte dedicando vuestros esfuerzos, empleando vuestra influencia para que toda su enseñanza se conforme con las normas de la doctrina católica, para que la juventud que allí se reúna reciba de maestros idóneos, por su probidad y religión, la formación en la verdadera virtud, y en las artes y ciencias, y sean convenientemente preparados para reconocer las redes que los impíos les tienen tendidas, eviten sus funestos errores, y así puedan servir de ornamento y utilidad a la sociedad cristiana y civil.
    
16. La escuela de los niños. El Catecismo.
Por esta causa, debéis reivindicar la principal autoridad, una autoridad plena y libre, sobre los profesores de las ciencias sagradas, y en todas las demás cosas que son de la Religión, o que tengan alguna relación con ella. Velad, pues, porque en todas las clases, pero en especial en las de Religión se usen libros exentos de toda sospecha de error.
   
Advertid a los que tienen cura de almas, que sean vuestros solícitos colaboradores, en lo que se refiere a las escuelas de niños y de jóvenes de la primera edad, que se destinen a ellos maestros y maestras de una honestidad muy bien probada, y que para la enseñanza de los rudimentos de la fe cristiana a los niños y niñas, no se empleen otros libros sino los aprobados por la Santa Sede.
   
A este respecto no nos cabe duda, de que los Párrocos serán los primeros en dar ejemplo, y que apremiados por vuestras exhortaciones se aplicarán constantemente a instruir a los niños en los fundamentos de la doctrina cristiana, recordando que esta instrucción es uno de los deberes más graves que le impone su ministerio [11]. Debéis además recomendarles, que en sus instrucciones a los niños como también al pueblo no pierdan de vista el Catecismo Romano, publicado por decreto del Concilio de Trento y de San Pío V Nuestro predecesor de inmortal memoria, y recomendado a todos los pastores por los Sumos Pontífices, y en particular últimamente por Clemente XIII de feliz recordación como «arma oportunísima para rechazar todos los artificios de opiniones perversas, y para propagar y consolidar la verdadera y sana doctrina» [12].
   
No os causará, ciertamente, admiración, anos, el que hayamos dejado correr la pluma largamente sobre este punto. Porque, no se oculta a vuestra prudencia, que en estos tiempos llenos de peligros, Nos y vosotros debemos hacer los mayores esfuerzos, emplear todos los medios, luchar con constancia inquebrantable y estar siempre alerta, en todo lo que atañe a la escuela, a la instrucción y a la educación de los niños y jóvenes de ambos sexos. Bien sabéis, que en nuestros tiempos, los enemigos de la Religión y de la sociedad humana, con un espíritu diabólico, ponen en juego todos sus artificios, para lograr la perversión de los entendimientos y corazones de los jóvenes desde su primera edad. A este intento, no escatiman ningún sacrificio a fin de sustraer por completo a la autoridad de la Iglesia y a la vigilancia de sus Pastores sagrados toda escuela y todo instituto destinado a la formación de la juventud.
   
Abrigamos la firme esperanza de que nuestros carísimos hijos en Cristo los Príncipes de toda Italia os ayudarán con su poderoso patrocinio a fin de que podáis cumplir fructuosamente con las obligaciones que os impone vuestro cargo; no nos cabe la menor duda, que ellos querrán defender y proteger le derechos tanto espirituales como temporales de la Iglesia; pues, nada hay más conforme a la Religión y a la pie dad heredada de sus antepasados de la cual han dado tan elocuentes ejemplos
   
17. La causa de todos los malos presentes está en los atropellos cometidos contra la Religión.
Ni puede escapar a su sabiduría que la causa primaria de todos los males, que ahora nos afligen ha de buscarse en los daños hechos a la Religión y a la Iglesia Católica en los tiempos pasados, principalmente desde que aparecieron los protestantes. Ellos ven cómo, por el desprecio creciente de la autoridad de los obispos, por las violaciones cada día más frecuentes y contumaces de los preceptos divinos eclesiásticos, se ha disminuido en la misma proporción el respeto del pueblo por la autoridad civil, y se ha abierto un camino más ancho a los enemigos actuales de la tranquilidad pública y a las sediciones contra la persona que representa la autoridad. Contemplan asimismo, cómo frecuentemente los bienes temporales de la Iglesia son ocupados, repartidos y públicamente vendidos, contra todo legítimo derecho de propiedad, lo cual contribuye a hacer disminuir en el pueblo la reverencia hacia las cosas y las propiedades consagradas al uso religioso, y en consecuencia muchos  prestarán más fácilmente oído a los nuevos principios de Socialismo y Comunismo, los cuales enseñan que se pueden ocupar las propiedades ajenas y repartirlas, o de cualquier otro modo convertirlas en cosa de uso público. Ven además, que poco a poco se están  empleando contra la autoridad civil las mismas trabas que antes se habían empleado con fraude para entorpecer la acción de los Pastores de la Iglesia, a fin de que no pudiesen ejercer libremente su autoridad. Ven, en fin, que en medio de las grandes calamidades que nos abruman, no hay otro remedio más eficaz ni de más pronto efecto, que el reflorecimiento en toda Italia del esplendor de la Religión y de la Iglesia Católica, en la cual, sin lugar a duda, es fácil encontrar los auxilios más oportunos para toda condición y necesidad de los hombres.
   
18. Sólo en la Iglesia se encuentra el remedio a todos los males.
En efecto, (citando las palabras de San Agustín): «La Iglesia Católica abraza en su amor y caridad, no solamente a Dios mismo, sino también al prójimo, de tal manera que en sus manos estén los remedios de todas las enfermedades que por sus pecados padecen las almas; ejercita y enseña a los niños al modo de los niños, a los jóvenes con vigor, a los viejos con gravedad, a cada uno, en una palabra, conforme a las exigencias de la edad de su cuerpo, y también de su alma. Somete la mujer a su esposo, por una casta y fiel obediencia, no para satisfacer sus apetitos, sino para propagar la especie humana y conservar la sociedad doméstica. Da autoridad al hombre sobre la mujer, no para que abuse del sexo débil, sino para que ambos obedezcan a las leyes del sincero amor. Someten los hijos a sus padres, con una especie de servidumbre libre, y la autoridad que da a los padres sobre ellos es una especie de suave dominio. Une a los hermanos de la Religión, más fuerte y más estrecho que el de la sangre; hace más sólidos los lazos de parentesco y de afinidad, por una caridad mutua que respeta la unión de la naturaleza y de la voluntad. Enseña a los siervos a obedecer a sus señores, no tanto a causa de la necesidad de su estado, cuanto por el gusto del cumplimiento del deber; y a los amos los hace suaves con sus siervos, considerando que todos somos siervos del mismo Señor, Dios, y más propensos a los que todos de persuasión que a los de coerción. Une a los ciudadanos con los ciudadanos, las naciones con las naciones, y a todos los hombres entre sí, no por el solo vínculo social, sino más bien por una especie de fraternidad, nacida del recuerdo de nuestros primeros padres. Enseña a los reyes a velar por sus pueblos, exhorta a los pueblos a someterse a sus reyes. Demuestra a todos, con una solicitud que nada omite, a quiénes se debe honor, a quiénes afecto, a quiénes reverencia, a quiénes temor, a quiénes consolación, a quiénes reprensión, a quiénes castigo, mostrando cómo no todas las cosas son debidas a todos, pero sí a todos la caridad y a nadie la injusticia» [13].
   
Este es Nuestro deber pues, y el vuestro, Venerables Hermanos, de no retroceder ante ningún trabajo, de afrontar todas las dificultades de emplear toda la fuerza de nuestro celo pastoral, a fin de proteger en los pueblos de Italia el culto de la Religión católica, y no sólo oponiéndonos enérgicamente a los esfuerzos de los impíos, que trabajan afanosamente por arrancar a Italia del seno de la Iglesia; sino también trabajando empeñosamente en hacer volver al verdadero camino a aquellos hijos degenerados de Italia, que ya han tenido la debilidad de dejarse seducir.
   
19. Con entera confianza debemos impetrar de lo alto el auxilio divino.
Ahora bien, como todo bien excelente y todo don perfecto ha de venir de arriba, acerquémonos con confianza al trono de la gracia, Venerables Hermanos, y no cesemos de suplicar, de implorar con oraciones públicas y privadas al Padre celestial de las luces y de las misericordias, para que por los méritos de su Hijo Unigénito Nuestro Señor Jesucristo, apartando sus ojos de nuestros delitos, ilumine en su clemencia las mentes y los corazones de todos por la virtud de su gracia, atrayendo hacia sí las voluntades rebeldes; dé mayor esplendor a su Iglesia con nuevas victorias y triunfos; de tal manera que en toda Italia, y en todo el mundo crezca en número y en mérito el pueblo fiel. Invoquemos también a la Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios, que por su poderosísimo valimiento ante Dios obtiene todo lo que pide, ni puede pedir en vano; juntamente imploremos al Apóstol San Pedro y a su co-apóstol Pablo, y a todos los santos del cielo, para que el clementísimo Dios, por su intercesión aleje de sus fieles los rigores de su ira y conceda a todos los que llevan el nombre de cristianos, por el poder de su gracia, rechazar todo lo que sea contrario a la santidad de este nombre, y practicar todo lo que con Él se conforme.
   
Por último, Venerables Hermanos, en testimonio de nuestro más vivo afecto hacia vosotros, recibid la Bendición Apostólica, que os impartimos de lo íntimo de Nuestro corazón, a vosotros, a vuestro clero, y a los fieles laicos que están confiados al cuidados de vuestro celo pastoral.
   
Dada en Nápoles en los suburbios de Portici, el 8 de Diciembre del año de 1849, año cuarto de nuestro PontificadoPÍO IX.
   
NOTAS
[1] San León Magno, Epístola 167 a Rústico, Obispo de Narbona (Migne, Patrología Latína. 54, col. 1201 B - 1202 A): cf. Joann. 15, .5; Filip. 4, 13.
[2] Concilio de Trento, ses. 5.ª, c. 2, De la Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 30-31; col. 153-C; col. 160-D).
[3] Esta doctrina, recibida de Cristo y enfatizada por los Padres y Concilios, también está contenida en las fórmulas de la profesión de fe usada por los católicos latinos, griegos y orientales.
[4] En la Encíclica “Inter præcípuas machinatiónes” de Gregorio XVI, l-V-1844 cuyas sanciones también renovamos en la Encíclica “Qui plúribus” del 9-XI-1846.
[5] Ver Regla 4.ª de las anotadas de los Padres del Concilio de Trento, y aprobadas por Pío IV en la Constitución “Domínici gregis” del 24-111-1564, (Cod. Jur. Can. Fontes, Gasparri 1926, I, 186; Mansi Coll. Conc. 33, col. 226-227); con lo que añadió la Sagrada Congregación del Índice, autorizado por Benedicto XIV, el 17-VI-1757 (Usualmente, esta adición se pone frente al Índice de Libros Prohibidos).
[6] Concilio de Trento, ses. 4.ª, en el Decreto de la Edición y uso de los Libros Sagrados (Mansi, Coll. Conc. 33, col. 22 E - 23). 
[7] Concilio de Éfeso, Acto III; (Mansi Coll Conc. 4, col. 1295-B); San Pedro Crisólogo, Epístola a Eutiques (Migne, PL. 54, col. 743-A)
[8] San León Magno, Sermón en el Aniversario de la Asunción al Trono pontificio.
[9] Concilio ecuménico de Florencia, en Definición o Decreto de la Unión (ver Mansi 31-A, col. 1034).
[10] Pío IX, Encíclica “Qui plúribus”, 9/11/1846
[11] Concilio de Trento, sesión 24 c. 4, De la Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col 159-C); Benedicto XIV Constitución “Etsi mínime”, 7/2/1742 (Cod. Jur. Can. Fontes, Gasparri, 1926, I, 713).
[12] Clemente XIII, Encíclica “In Domínico agro”, 14/6/1761.
[13] San Agustín, De las costumbres de la Iglesia Católica, lib. 1, c. 30 (Edic. BAC, t. 30, pág. 334-3355; Migne PL. 32, col. 1336).

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