Santa Hildegarda vivió en una época sumamente difícil para la Iglesia: la simonía (combatida por el Papa San Gregorio VII mediante sus reformas) aún era campante, la Querella de las Investiduras continuaba en su máximo (el emperador Federico Barbarroja había hecho elegir en oposición al Papa Alejandro III a los cardenales Ottaviano Crescenzi di Monticelli, Guido de Crema y Juan de Struma como antipapas Víctor IV, Pascual III y Calixto III respectivamente), el clero daba mal ejemplo (y de ello se valían los herejes para propagar sus errores). Pero Nuestro Señor Jesucristo, su divino Esposo, le había concedido sabiduría y ver las cosas futuras, y en virtud de ellas exhortaba a la conversión y penitencia para la reforma de la Iglesia, a la cual describía en estos términos:
«“En el año 1170, cuando llevaba un largo tiempo postrada en mi lecho de enferma, despierta en cuerpo y alma vi una bellísima imagen con forma de mujer, de tan exquisito encanto y con preciosos atavíos de tanta belleza que la mente humana jamás podría comprenderla y expresarla. Por su estatura se alzaba desde la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con una gran luz y con sus ojos miraba al cielo. Llevaba una deslumbrante túnica de seda blanca y la envolvía un manto adornado con piedras preciosas –esmeralda, zafiro, también perlas–; su calzado era de ónice. Pero su rostro estaba salpicado de polvo, la túnica había sido desgarrada en el costado derecho, el manto había perdido su refinada belleza y sus zapatos estaban manchados en la parte superior.Y con voz grande y dolorosa clamaba hacia las alturas celestiales diciendo: “Óyeme, oh cielo, porque mi rostro ha sido afeado; oh tierra, llora, porque mi túnica ha sido desgarrada; oh abismo, estremécete, porque mis zapatos han sido manchados. Las zorras tienen cuevas y los pájaros del cielo tienen sus nidos (Mt 8,20; Lc 9,58), pero yo no tengo quien me consuele y me ayude, ni un báculo sobre el cual apoyarme y que me sostenga.(...) Quienes me cuidaban y me alimentaban, o sea los sacerdotes, que debían encender mi rostro como la aurora y hacer que mi túnica resplandeciera como una luz fulgente, que mi manto brillara como las piedras preciosas y mis zapatos irradiaran su claridad, ensuciaron mi rostro con polvo, desgarraron mi túnica y oscurecieron mi manto, y mancharon mis zapatos. Todos los que debían embellecerme me descuidaron y me abandonaron. Pues ensucian mi rostro porque toman y reciben el Cuerpo y la Sangre de mi Esposo en medio de la gran corrupción de sus costumbres lascivas y la gran inmundicia de sus fornicaciones y adulterios, y la avariciosa rapiña con que venden y compran lo que es impropio; se rodean y envuelven con tanta suciedad como un niño puesto en el barro entre los puercos. (...) Las marcas de las heridas de mi Esposo están frescas y abiertas en tanto subsistan las heridas de los pecados de los hombres. Los sacerdotes, que deberían hacerme luminosa y servirme en la luz, contaminan estas mismas heridas de Cristo en su ir de iglesia en iglesia por su gran avaricia. También desgarran mi túnica por esto, porque traicionan la ley y el Evangelio y su propio sacerdocio, y oscurecen mi manto porque descuidan en un todo los preceptos instituidos por ellos: no cumplen con la buena voluntad ni con las obras, ni con la abstinencia, ni con la largueza en la limosna, ni con las otras obras buenas y justas con las que se tributa honra a Dios. Pero además han manchado la parte superior de mi calzado, porque sus caminos no son rectos, es decir que no son los caminos difíciles y penosos de la justicia, y tampoco brindan buenos ejemplos a quienes les están subordinados; no obstante y a pesar de todo, yo guardo la luz de la verdad –casi como en un lugar secreto– bajo mis zapatos. En efecto, los falsos sacerdotes se engañan a sí mismos porque quieren tener el honor del oficio sacerdotal sin sus obras, cosa que no puede ser, ya que a ninguno se le dará recompensa a no ser por el trabajo de la obra presentada (cf. 1Co 3,8). Pero cuando la gracia de Dios toca al hombre, éste obra de manera tal que pueda recibir su recompensa”».
SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, Carta a Werner de Kirchheim. En MIGNE, Patrología Latina 197 - Traducción de Azucena Adelina Fraboschi (Fragmento).
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)