Novena dispuesta por el Beato Diego José de Cádiz OFM Cap., e impresa en Écija por Benito Daza hacia 1799.
PRÓLOGO Y ADVERTENCIA AL QUE LO LEYERE
Yo supongo, benévolo lector mío, que conformándote con el sentir que prácticamente sigue la Santa Madre Iglesia Romana, Madre y Maestra de las demas iglesias, y seguro depósito de la verdad, opinarás que fue una sola aquella Santa María Magdalena de que se nos habla con repeticiòn en los Santos Evangelios, y que no fueron dos ni tres, como algunos antiguos Padres y modernos escritores han creído. Y que convencido de ello no extrañarás que de una, y no de más entienda yo cuanto en la sagrada historia se refiere, asi de diferentes hechos suyos memorables, como de las tres unciones misteriosas, dos efectivas, y una intentada, con que obsequió y adoró la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, y confesó pública y solemnemente su Divinidad. Los Santos Padres y los sagrados expositores descubren en estas unciones tales Misterios, con tantas y tan excelentes virtudes que no podemos dudar de su elevada y altísima perfección. Sus hechos en todas desde la primera en su conversión fueron de una heroicidad extraordinaria y hasta entonces nunca vista, que demuestran hasta el convencimiento su santidad eminente y prodigiosa. Pero sobre todo las justas, dignas y altas expresiones con que aprobó, canonizó y recomendó nuestro Señor Jesucristo cuanto en ellas había practicado su amada y amante Magdalena, nos evidencian que excede mucho su mérito a nuestra capacidad, y que sin luz especial suya nunca podremos llegar a comprenderlas.
Fundados en tan sólidos principios tenemos por cierto que en la jerarquía de los Santos ocupa esta un lugar altísimo y sublime, inmediato mucho al de los Santos Apósteles, como que necesariamente habemos de contarla entre los Discípulos del Señor; y por una de las almas más señaladas en seguir, practicar y enseñar su celestial doctrina: que con los demás estuvo presente a la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo en el Cenáculo cuando la venida del Espíritu Santo, y después en la promulgación, predicación y propagación del Sagrado Evangelio, igualmente que en otras funciones del ministerio Apostólico, que leerán con su sexo compatibles, Y en efecto, si de San Pablo primer Ermitaño, que huyendo de la persecución de los Emperadores Gentiles se retiró a servir a Dios en un desierto, depone el grande San Antonio Abad, que vio su alma en el Cielo entre los Coros de los Profetas y de los Apóstoles, ¿qué podremos pensar de la que tanto hizo, trabajó, y padeció por Cristo con sus Apostóles y Discípulos? ¿de la que fue escogida por Él mismo para norma, Maestra y ejemplar de la vida contemplativa? ¿y de la que reveló su Majestad a Santa Brígida que había sido una de las tres almas que le habían agradado mas en esta vida? Parece que no hay motivo para disputarle su preeminencia, ni para dudar de la eficacia y poder de su intercesión a favor de los mortales; particularmente de los que en medio de una mala vida conocen su necesidad de convertirse a Dios con verdadera penitencia, y de las almas justas que aspiran a la cumbre de la perfección cristiana, y al agrado de la divina unión en esta vida.
Los innumerables prodigios que en todos tiempos ha obrado Dios por sus ruegos a favor de sus devotos, convencen la importancia de su devoción, y las grandes utilidades que de ella pueden a todos resultarnos, así en lo térriporal, como principalmente en lo espiritual, y que dice orden a lo eterno. Del Santo Profeta Elías dice el Espíritu Santo que son dichosos los que le conocieron, y que se pueden reputar por felices los que fueron honrados con su amistad y con su trato (Eclesiástico 48, 11), y esto propio podernos decir nosotros de los que logran la suerte dichosísima de ser protegidos de esta gran sierva y amante esposa del Señor; porque pueden con ella prometerse mil felicidades, tanto en esta como en la otra vida. Felices y dichosos los hijos de mi Querúbico Padre Santo Domingo en su Sagrada Orden de Predicadores, porque entre las demas Religiones han merecido su especial amor y sus más señalados favores, hasta el extremo de entregarles su corazón y de llamarles sus hermanos como Cristo a sus Aposteles. Por esto es particularmeníe amada y venerada de los profesores de su Apostólico instituto; al modo que lo son el Arcángel San Rafael en la Religión del Padre San Juan de Dios, el Señor San Lorenzo Mártir en la de nuestra Madre y Señora de la Merced, Santa Ines Virgen y Mártir en la de la Santísima Trinidad, en la de la Compañía de Jesús San Juan Nepomuceno, y en la de los Reverendos Padres Descalzos de Nuestra Señora del Carmen el castísimo Patriarca mi Señor San José, y así otros.
Al citado ejemplar de los hijos de mi Padre Santo Domingo, que es bastantemente recomendable, puede añadirse otro no menos autorizado y grave de la Santa Iglesia de Roma. En ella es antiquísima costumbre que en el Jueves Santo lave el Sumo Pontífice todos los años los pies a trece Sacerdotes, los doce en memoria de los doce Aposteles, a quienes los lavó nuestro Señor Jesucristo, el decimotercio en obsequio del Señor, y en memoria de haberle layado los suyos con sus lágrimas la Santa. Magdalena en casa del Fariseo (Benedicto XIV, De festis, lib. I, cap. 5. num. 55). Lo es también que en el Sábado Víspera del Domingo de Ramos distribuya sy Santidad por sí mayor cantidad de limosna de la que es común entre los pobres, en recuerdo de la generosa liberalidad con que ungiendo al Señor la Santa en aquel día quebró el vaso de alabastro sobre su Sacratísima Cabeza (Ibid., cap. 4, num. 25). Estos hechos tan insignes nos recomiendan mucho la devoción a esta gran Santa, y en ellos mismos se nos deja ver su no común importancia. Este es el fin de haberse escrito esta Novena, por repetidas instancias de un Religioso grave del referido Orden de Predicadores en especial devoto, a cuya solicitud y expensas sale a luz, con el fin piadoso de aumentar el número de sus devotos y de sus favorecidos, en estos tiempos calamitosos en que abunda la impiedad, y en que son tantos los males qne padecemos.
Con la mira a estos dos fines se ha formado la Novena con particulares consideraciones, ya de las excelencias de la Santa, y ya de sus heroicas virtudes. Estas para que aprendamos a separarnos de la impiedad y de los deseos del siglo, y tratemos de vivir con sobriedad, con justicia y con piedad como por cristianos nos corresponde: y aquella, para que aficionados a la Santa Magdalena nos declaremos sus devotos y nos pongarnos bajo su poderosa protección, a fin de conseguir de Dios por ella sus beneficios y sus Misericordias. Mas para el fruto espiritual de este piadoso ejercicio se asegure en parte, y sea en todo má abundante se propone en el segundo punto de cada consideración la obligación y necesidad que tenemos de practicar aquella misma virtud para no desmerecer la eterna salvación de nuestras almas, que sin ellas no puede conseguirse. En este punto debemos tanto más empeñarnos, cuanto que este es el objeto más principal de estos devocionarios, y la mayor y más interesante causa que a ello nos lleva y nos inclina. Sin él podemos decir en cierto modo que el haberle hecho, de nada o de muy poco puede aprovecharnos. No es esto desaprobar que se haga por obtener el remedio de alguna necesidad temporal, o por otro motivo semejante; es sí proponernos cuál haya de ser nuestra primera intención y nuestro cuidado más importante, para no malograr un medio de que tantos bienes pueden resultarnos.
Dios, de quien todo perfecto bien desciende sobre nosotros, se digne concedernos que así sea; y para ello quitar de nuestros corazones la dureza en que se hallan, y darnos la docilidad de que carecemos, para agradecer sus beneficios, corresponder a su gracia, y aprovecharnos de los auxilios con que nos favorece, movido tal vez de los ruegos de sus Santos; y haga que los de Santa María Magdalena nos aprovechen para la reforma de costumbres, para la santificación de nuestras almas, y para el logro de una feliz eternidad. Amén. VALE.
ADVERTENCIA: Dos cosas conviene advertir para que en la práctica de esta Novena se evite la extensión y el fastidio.
A una hora competente, de rodillas delante del Altar, Imagen o Efigie del Santo: se persignará y hará un fervoroso acto de contrición y después se hará la siguiente oración:
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Criador y Redentor mio, por ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido: propongo firmemente de nunca más pecar, y de apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, y de confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta, y de restituir y satisfacer si algo debiere: ofrézcoos mi vida, obras y trabajos en satisfacción de todos mis pecados; y así como os lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonaréis, por los merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, Pasión y Muerte, y me daréis gracia para enmendarme y para perseverar en vuestro santo servicio hasta la muerte. Amén.
DÍA PRIMERO – 13 DE JULIO
EJERCICIO: Este día, en memoria de la perfectísima conversión de Santa María Magdalena, para imitarla en algo, y para disponernos mejor a conseguir el Fruto de esta Santa Novena, será el ejercicio confesar y comulgar con particular preparación y devoción, y si por algún justo motivo no se pudiese, se hará en el siguiente.
CONSIDERACIÓN: La primera excelencia de Santa María Magdalena es haber sido la primera que buscó a nuestro Señor Jesucristo para el remedio de su alma. Propónese su maravillosa conversión.
Considera, alma, esta grande excelencia y esta conversión singularísima de la Santa Magdalena, y la obligación en que te hallas de imitarla para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, la excelencia de esta bendita Santa en haber sido la primera entre todos los que oyeron y vieron a nuestro Señor Jesucristo que le buscó arrepentida de sus culpas, y con el fin de que se las perdonase (Cornelio Alápide, en San Lucas VII). Predicaba nuestro amabilísimo Salvador a todos, y para todos. Oíanle indistintamente los hombres y las mujeres, los grandes y los pequeños, los sabios y los ignorantes, los justos y los pecadores. Concurrían en numerosas tropas los pueblos a escuchar su predicación y su doctrina, no solo en el Templo y en las Sinagogas, mas también en las plazas, en los campos y en los desiertos. Concurrió con los demás un día la noble y famosa Magdalena; y entre oírle y convertirse no hubo medio, como no le hubo tampoco entre su conversión y la práctica efectiva resolución de buscarle arrepentida para que la perdonase. Fue muy rara esta mudanza, y muy notable, así por las circunstancias de la persona, que era de la mayor distinción y de relajada conducta, como por haber sido la primera que con este motivo buscó y se arrojó a los pies de nuestro Señor Jesucristo. Los demás le habían buscado, y le buscaban por entonces con solo el fin de que los sanase en sus enfermedades corporales, les diese la vista, el habla, o el oído de que carecían, o los remediase en alguna necesidad temporal en que se hallaban. Muchos en medio de esto se burlaban de sus milagros, no creían sus virtudes, y contradecían su Celestial Doctrina. Mas la Santa y felicísima Magdalena fue la primera entre todos que como cierva herida corrió a buscar las aguas de la Divina Misericordia a los pies de su amabilísimo Redentor para lavarse en ellos de sus culpas, mejor que Naamán Sirio de su lepra en el Jordán, y para conseguir por medio de su conversión y de su arrepentimiento el perdón, la gracia y el bien espiritual de su alma, que únicameme pretendía. ¡Ah! Si es de tanta excelencia para los Santos Apóstoles San Juan y San Andrés haber sido los primeros que buscaron y siguieron a nuestro Señor Jesucristo luego que el Bautista les dijo que aquel era el Cordero de Dios que había venido a quitar los pecados del mundo, dando este buen ejemplo a los demás que después fueron llamados al Apostolado (San Juan I, 37. Ver a San Juan Crisóstomo en Cornelio Alápide y Santiago Tirino), ¡de cuánta lo será para la gloriosa Magdalena, que adelantándose á todos, enseñase a los pecadores el fin y el modo de buscar al Divino Redentor!
Pasa de aquí a considerar su rara perfectísima conversión, no menos admirable por lo que tuvo de portentosa, que digna por sus actos de la imitación de todos. Fue a la verdad esta conversión una de las más perfectas que se han visto y de que se hace mención en las Santas Escrituras. Nada le faltó de cuanto para serlo es necesario, porque se volvió a Dios con todas las veras de su alma y se apartó enteramente de cuanto pudiera ser ofensa suya (Eclesiástico XVII, 23). Desde luego hizo al Señor el más completo sacrificio de sí misma, y de sus cosas todas. De su corazón contrito y htimillado, de su alma poseída de un amor intenso y fervoroso, de su espíritu contribulado con el más vivo dolor de sus pasados yerros. De sus potencias, coasagrándolas enteramente a la memoria de los divinos beneficios, al conocimiento y consideración de las verdades eternas, y al amor de su misericordiosísimo Salvador; y de sus sentidos corporales, empleándolos todos, en su culto, obsequio, alabanzas, veneración, satisfación y desagravio, con los actos, más ejemplares y religiosos. No dejó en sí cosa alguna pecaminosa y mala en sus tratos, en sus vestidos o en su persona, ni aun el afecto al más leve pecado, que miraba y aborrecía como ofensa de su Creador. Todo lo evidenció en el acto de su primera y misteriosa unción en casa del Fariseo, donde vestida de honestidad, de penitencia y de un santo rubor se arrojó a los pies de nuestro Señor Jesucristo, con más espirítu, religión y santa animosidad que la insigne Rut a los de Booz. Allí postrada hizo ver su perfecta contrición en las continuas lágrimas con que los regó y los lavó, mejor sin duda que el ya arrepentido David el lecho de su descanso y que el suelo de su habitación (Salmo VI, 6), su ferviente amor al Señor en los devotísimos ósculos con que los veneraba; la religiosísima piedad con que lo creía, lo confesaba y lo adoraba por su Dios en el precioso ungüento con que los ungía, y en la agraciada madeja de sus cabellos con que les limpiaba, el perfecto holocausto que le hacía de sus puros, devotos pensamientos, y de sus cosas todas, sin reservar ni aun la más pequeña. Mudanza fue esta de la diestra del Excelso, y obra de su omnipotencia, de su bondad y de su gracia, a que correspondiendo como debía la favorecida Magdalena, se dejó ver toda «vestida de la justicia y de la verdadera santidad del nuevo Adán Jesucristo, libre ya y despejada totalmente» (Colosenses III, 9).
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora, volviendo ya sobre ti la reflexión, cuán necesario te es imitar en cuanto puedas este ejemplo para poder salvarte. La conversión de un pecador no es menos necesaria en sí que en sus principales circunstancias. De ella tenemos un divino precepto, y en el mismo se nos declara que ha de ser con todo nuestro corazón y con todas aquellas exteriores y nada equivocas demostraciones que hagan manifiesta su verdad (Joel II, 12). Pero además debemos estar persuadidos los que lo somos, que ella es de necesidad de medio, ya para que perdone Dios nuestros pecados y nos vuelva al estado felicísimo de su amistad y de su gracia, y ya para evitar los castigos temporales y los eternos, y no perder el último fin de nuestra salvación, para el que fuimos creados. Si no llegamos a convertirnos con la verdad que se nos manda, se armará el Señor contra nosotros, y nos hará experimentar los temibles efectos de su justa indignación y de sus iras (Salmo VII, 13). Si resistimos ahora al soberano auxilio de su gracia con que nos llama, nos mueve y nos ayuda para ella, es de temer que cuando en las congojas, y angustias de nuestra muerte le llamemos, se burle de nosotros y no haga caso alguno de nuestros clamores, por esforzados que ellos sean (Proverbios I, 29). Y si avisados de esta obligación, faltamos a cumplirla, dejando pasar el tiempo que se nos da de vida, moriremos en nuestra iniquidad (Ezequiel III, 19), y a ella seguirá una eterna perdición, ya entonces inevitable. ¡Ah! ¡Cuán necios y cuán culpables somos en olvidar estas verdades!
Ni pensemos que el tiempo y el modo de convertirnos se ha dejado a nuestra voluntad o a nuestro arbitrio. Viviríamos muy engañados si tal creyésemos. Estas dos circunstancias de nuestra conversión no son menos esenciales y precisas que ella misma. Dios nuestro Señor igualmente que nos pone el precepto afirmativo sobre ella, nos impone el negativo, prohibiéndonos su dilación y su tardanza: No quiere que ni por un solo día la dilatemos (Eclesiástico V, 8). Quiere, sí, que sea con la velocidad y prontitud más diligente (Salmo VI, 8). Una pequeña demora puede hacer que sean tal vez inútiles nuestros posteriores esfuerzos, como acontecía a los enfermos de la Piscina en Jerusalén (San Juan V, 4), o que no hallemos con facilidad al Señor cuando después le busquemos, como le sucedió a la mística Esposa de los cánticos (Cánticos V, 6), o que para siempre le perdamos, como los que se excusaron de asistir al convite de la gran cena (San Lucas XIV, 24). Pronta debe ser nuestra conversión cuando recibimos el auxilio para ella, pero ha de ser además entera, total y completísima. No ha de quedar pecado que no detestemos, vicio que no corrijamos, daño que no reparemos, ocasión de que no huyamos, escándalo que no evitemos, pasión que no refrenemos, y medio de que no nos valgamos para excusar la culpa y para satisfacer el cargo, la responsabilidad,y el reato que tengan las que ya habemos cometido. Aprendamos todo esto de la maravillosa conversión de Santa María Magdalena. Imitemos los ejemplos que nos da en esta ocasión; y conforme a ellos tomemos la firme resolución de buscar de veras a Dios mientras que podemos hallarle (Isaías LV, 6), no suceda que buscándole tarde, y de un modo indebido como los Escribas y los Fariseos a Cristo, además de no encontrarle, nos deje el Señor morir en nuestro pecado (San Juan VI, 34).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la siguiente Oración para todos los días:
Clementísimo Señor y Dios todopoderoso, Uno en la identidad de la esencia, y Trino en la distinción de las Personas, mi Creador, mi Salvador y mi Padre amabilísimo, en quien creo, en quien espero y a quien amo con todo mi corazón, con toda mi alma y con mis fuerzas todas, como a mi único primer principio y a mi último necesario fin. Yo, humilde criatura vuestra, os alabo por vuestros atributos y perfecciones infinitas de sabiduría, omnipotencia, justicia, misericordia, eternidad, independencia e inmensidad; os adoro por vuestro ser eterno, inmutable y perfectisimo, por vuestra suma inefable bondad y santidad, y porque sois el principio y el fin de todas cosas, en quien somos, vivimos y nos movemos, yo os doy gracias por todos los beneficios comunes y especiales, ocultos y manifiestos, temporales y espirituales que me habéis hecho, para que os tema, os ame y os sirva mientras viva, y me haga digno de una dichosa suerte en la eternidad. Confirmad, Señor, con vuestra gracia, desde el Templo Santo de vuestra Gloria, esto que os habéis dignado obrar en mí, para que mi alma no se pierda. Atended a los méritos infinitos de vuestro Unigénito mi Redentor, y a los que juntos con ellos os presento de vuestra escogida, fidelisima y predilecta Sierva Santa María Magdalena, igualmente que a las raras y singulares excelencias, a las muchas y perfectísimas virtudes con que la condecorasteis en su vida, y a los grandes y señalados premios con que la habéis coronado en el Cielo; y por todo esto concededme la imitación de sus ejemplos, el logro de su protección en la vida, en la muerte y en todas mis necesidades, particularmente en aquella porque hago esta Novena, y por su fruto espiritual, para que consiguiendo por su intercesión el agradaros en la vida, alcance con ella el veros y alabaros para siempre en la Bienaventuranza. Amén.
ORACION PARA EL DÍA PRIMERO
Benditísima, felicísima y bienaventurada protectora mía Santa María Magdalena, prodigio de la gracia, portento de virtud y milagro de la Divina Misericordia, porque en vos derramó el Señor los inmensos tesoros de Su liberalísima clemencia, para la manifestation de su bondad y de su poder. Vos sois la que arrepentida de los desaciertos de vuestra vida relajada buscasteis con igual fervor que la esposa de los Cánticos a vuestro Divino Redentor para que os los perdonase; vos la mística Rut que postrada a los pies del humano Hijo de Dios, tomó aquella a los de Booz, conseguisteis su gracia, su amistad y sus más señalados beneficios, y vos la que con rara y singularísima excelencia os llegasteis a nuestro Señor Jesucristo la primera de cuantos le vieron y le oyeron en su Predicación para pedirle el perdón de las culpas y el remedio de vuestra alma, mediante vuestra prodigiosa perfectísima conversión, con que fuisteis de admiración a los hombres y disteis nueva gloria al Señor, confusión al infierno y júbilo extraordinario a los Ángeles del Cielo. Yo os suplico por esta excelencia, por la de vuestra conversión maravillosa y por los altos misterios de la unción que en ella hicisteis a los sagrados pies de nuestro Salvador, como por las virtudes que entonces practicásteis, que me consigáis del Señor una perfecta mudanza de mi corazón, la reforma de mis costumbres y la enmienda de mi vida, para que viviendo santamente me haga digno por vuestra intercesión del perdón de mis pecados, de la gracia de Dios, del especial favor que os pido en esta Novena, si este fuere de su divino agrado y de verle y gozarle después eternamente en el Cielo. Amén.
Antífona: María ungió los pies de Jesús, y los secó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del ungüento.
℣. Perdonados le son muchos pecados.
℟. Porque amó mucho.
ORACIÓN
Concédenos, Padre clementísimo, para que así como Santa María Magdalena, amando a Jesucristo nuestro Señor sobre todas las cosas, obtuvo el perdón de sus pecados, así también nosotros por tu misericordia impetremos la bienaventuranza sempiterna. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
EJERCICIO:
Este día, para imitar en algo la heroica penitencia de nuestra Santa se
pondrá un especial cuidado en mortificar el genio y la pasión mas
dominante, doliéndose mucho con repetidos actos de contrición de las
culpas pasadas, y prometiendo eficazmente la enmienda de ellas para lo
venidero.
CONSIDERACIÓN: La segunda excelencia de Santa María Magdalena fue haber sido perdonada en su conversión a culpa y pena. Se propone su heroica admirable penitencia.
Considera, alma, la grande excelencia de esta amada Sierva del Señor en haber sido perdonada plenamente en su conversión de culpa y de pena: lo heroico y singular de su penitencia; y la necesidad que tienes de hacerla de las tuyas, para que Dios te salve y te perdone.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que entre las radas excelencias con que se dignó el Señor condecorar a su predilecta Magdalena, una fue la de haberle perdonado totalmente todos sus pecados, y juntamente toda la pena que había por ellos merecido. Sabida cosa es que perdonando Dios nuestras culpas, cuando verdaderamente arrepentidos se los suplicamos, no siempre nos perdona toda la pena que merecimos (Concilio de Trento, sesión XIV, cap. 8): Moises y Aarón (Deuteronomio I, 37), David (II Reyes XII, 14), y aun nuestros primeros Padres Adán y Eva son testigos muy calificados de esta verdad: son pocos al parecer a quienes se les concede esta gracia; pero entre estos ocupa un lugar muy señalado la bendita Santa María Magdalena (Cornelio Alápide, en el cap. VII, v. 47 de San Lucas), siendo una de los primeros que en la ley de gracia han obtenido de Dios tan señalado favor y tan raro beneficio. Su contrición perfectísima causada de su intenso y ardiente amor al Señor la dispuso y la proporcionó para tanta felicidad. Ardía su corazón en el fuego de la divina caridad, de modo que a semejanza de la mística esposa de los Cánticos sus obras parecían brasas de fuego y llamas encendidas (Cánticos VIII, 6). Herida como aquella de la caridad, enferma del amor a su divino Redentor y caldeada con aquel sagrado incendio, corrió a la manera del Ciervo herido a buscar las aguas de su espiritual salud en las fuentes del Salvador; allí fue lavada de sus culpas, hermoseada con la preciosidad de la gracia y santificada con la justificación perfecta de su alma. Allí oyó de boca de su Amabilisimo Jesús esta plenaria Indulgencia y perdón de sus pecados, debida y como consiguiente a lo grande y ferviente de su amor; y allí vio por experiencia propia, y se nos hizo a todos manifiesto que «la caridad cubre la multitud de los pecados» (I Pedro IV, 8), y hace que del todo desparezcan. Ved aquí una nueva, discreta y sabia Tecuita, que postrada a los pies del mejor David nuestro Señor Jesucristo consigue un perdón que creyeron algunos imposible. ¡Oh excelencia singular y fruto dignisiino de la contrición y del amor!
Este que fue el principio de su admirable conversión, y no el temor servil del castigo o el miedo de la pena, lo fue igualmente de su pasmosa heroica penitencia. ¿Mas quién llegará jamás a conocer adequadamente quanta fuese esta en sus dos especies de interior y exterior? ¿Quién aquel vivo dolor y arrepentimiento del pecado cometido aquel sumo odio con que lo aborreció y lo detestó desde luego, aquella eficacísima resolución de no volver más a cometerlo, y aquel ánimo firme y resuelto de borrarlo y de satisfacer sus reatos de cuantos modos pudiese? ¿Y quién aquel completo y perfectisimo holocausto que hizo de sí misma, de su corazón, de su alma, de su vida, de sus sentidos y potencias, de sus acciones y pensamientos, y de sus cosas todas sin reservar alguna? Este dolor y penitencia, así como fue desde su principio consumada y perfectísima en su ser, así en su duración fue la más firme, estable y permanente, porque jamás se entibió, ni disminuyó un solo punto, antes bien tomaba tantos aumentos cuantos eran los grados de amor que en ella se acrecentaban. De aquí aquella santa y nunca bastantemente admirada resolución de hacer pública su penitencia a todos en el modo con que atravesando las calles de la Ciudad en un traje penitente se entró en la casa del Fariseo, venciendo y despreciando los respetos humanos que le proponían, se arrodilló a los pies del Salvador, y con sentidisimas lágrimas, devotísimos ósculos y religiosisímos obsequios hizo a todos patente la amargura de su espíritu y el fuego que abrasaba sus entrañas. De aquí aquel tenor de vida mortificada y penitente que desde aquella hora emprendió, y con que mortificó perfectamente todas sus pasiones, hasta crucificar su carne con todos sus apetitos, sujetarla enteramente a las leyes de su espíritu, y llevar en ella de continuo la mortificación de nuestro Señor Jesucristo, haciendo manifiesto al mundo en su propio cuerpo la vida de este Señor. Y de aquí por último aquella más que humana resolución de haber gastado los treinta años últimos de su vida en un áspero desierto en ayunos, en vigilias, en oración continua con pasmo y admiración de los Ángeles y de los hombres: así logró por un modo excelente y no común ser del número de aquellos Bienaventurados cuyas iniquidades fueron perdonadas, y cuyas culpas quedaron en la penitencia sepultadas (Salmo XXXI, 1).
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora alma mía, cuán justo es, cuán importante y necesario que sigamos este ejemplo que se nos pone aquí delante. No fueron tales ni tantos los pecados de Santa Maria Magdalena como algunos piensan y han creído. La misma lo manifestó así a la venerable y gran Síerva de Dios Marina de Escobar (Vida, libro 4º, cap. XI, § 1). Mas con todo, su penitencia fue pública, y en ningún tiempo interrumpida. Ved aqui cuál debe ser la que nosotros hagamos para que Dios nos salve y nos perdone. Si nuestras culpas han sido publicas, si han sido de escándalo para alguno, o si de algún modo han llegado a divulgarse con mal ejemplo de otros, no creamos que es bastante una penitencia oculta, reservada y silenciosa. Esta bastará tal vez, o será proporcionada para expiar pecados ocultos, secretos e interiores; mas no para los que exigen una satisfacción correspondiente a las circunstancias de notoriedad, daño de tercero y otras de igual naturaleza; para estas se requiere que nuestra penitencia repare en cuanto fuese posible los daños ocasionados al común o al particular en sus bienes temporales de honra, vida y hacienda; pero mucho más los que con el mal ejemplo, con el escándalo, con el consejo, o de cualquiera otro modo le hayamos causado en lo espiritual, o en la conciencia. Sin todo esto no es ni puede ser aquella entera y verdadera, como Dios nos manda, ¿Qué cosa más santa que el sacrificio? Con todo, su Majestad expresamente nos prohíbe que se lo ofrezcamos si habiendo de algún modo agraviado a nuestro prójimo, no vamos primero a reconciliarnos con él mediante la satisfacción de aquel agravio (San Mateo V, 24. Ver el comentario de Alápide). ¿Cómo, pues, dudaremos que le desagrade nuestra penitencia cuando esta fuere incompleta y defectuosa, no debiendo ignorar el divino y natural precepto, intimado con repetición a los Hebreos, de no ofrecer al Señor en modo alguno aquellas hostias conocidamente maculadas e imperfectas (Levítico XXII, 21)? Semejantes promesas es de fe que nunca las acepta (Eclesiástico XXXV, 14). Hagámosla tan completa y tan entera como, la de la Santa Magdalena, y entonces podemos prometernos el logro de sus utilidades y sus frutos.
Estos deben ser tales, que se acrediten frutos dignos de penitencia; y no lo serán mientras que a esta le falte la constancia y la permanencia. Por esto vino a ser en gran parte infructuosa la de los Ninivitas, y la de Simón Mago se dejó ver inútil por igual motivo. ¿De qué nos aprovechará mortificar nuestras pasiones algún tiempo, si por no continuarlo nos volvemos otra vez a sus desordenes? Si quitada la ocasión próxima, de nuevo nos vamos a buscarla: si restituido lo que se adquirió con ilícita ganancia, pasado tiempo repetimos aquella negociación o contrato injusto y prohibido: y si enmendada la costumbre de pecar, recaemos en la misma nuevamente, ¿podremos de algún modo persuadirnos que baste aquel primer fervor para salvarnos? Muy necios seríamos si así lo imaginásemos. El empezar la penitencia es de muchos, mas el continuarla hasta su fin de muy pocos: por esto no todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos (San Mateo VII, 21). La inconstancia es un monstruo horrible que todo lo destruye. Es un vicio capital, origen de infinitos desaciertos, y es un fuego devorador que acaba con el mérito, con la gracia y con las virtudes adquiridas anteriormente por el alma. ¿Quién no se horroriza de conocerlo así? ¿Pero cómo es que no se ponen los medios para evitarla? ¿Acaso a vista de tantos otros como la supieron continuar hasta su muerte, siendo tal vez más delicados que nosotros, y sus pasiones más violentas, se nos admitirá, o podremos tener excusa? No lo pensemos, como ni tampoco el poder salvarnos: porque conforme al oráculo divino «somos del número de aquellos necios que reiterando sus culpas se hacen semejantes al perro que se vuelve en su vómito, o al cerdo que en cieno se revuelca» (Proverbios II, 11, y II Pedro II, 22). Sigamos el singular ejemplo de Santa María Magdalena en esta parte: procuremos valernos de su intercesión para conseguir de Dios esta gracia: y trabajemos por no desmerecerla en la hora terrible de nuestra muerte.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
Hoy para sacar algún ruto de la consideración a la fe de nuestra Santa,
será el ejercicio leer un cuarto de hora en algún catecismo la
explicación de un punto de la Doctrina Cristiana, u oírlo con devoción
al que lo leyere, y el que ni lo uno ni lo otro pueda hacer, repase por
un rato la Doctrina solo o acompañado.
CONSIDERACIÓN: La tercera excelencia de Santa María Magdalena fue haberle concedido el Señor en su conversión diferentes gracias, dones y virtudes singulares. Se trata de su fe heroica y singular.
Considera, alma, la recomendable excelencia de esta amada discípula del Redentor en las diferentes gracias y dones sobrenaturales con que enriqueció y hermoseó esta su bendita alma desde su maravillosa conversión: y cuán sublime fue con que mereció, y se dispuso para recibirlas, como también que esta es una virtud precisa con necesidad de medio para salvarnos.
PUNTO PRIMERO
Consídera, pues, que habiendo perdonado plenariameníe nuestro Señor Jesucristo a la amante y penitente Magdalena, habiéndole dado de esto una total e infalible seguridad, y habiéndole canonizado por bueno cuanto hizo con su Majestad arrodillada a sus pies en la casa del Fariseo, vuelto a la Santa le dijo: «Tu fe te ha salvado, vete en paz. Estas divinas palabras abrazaron en el alma de esta felicísima arrepentida todo lo que significan; porque fueron pronunciadas con todo el poder, la autoridad y la eficaz voluntad de su divino ser, para testificar al mundo su absoluta e indubitable potestad de perdonar pecados, de santificar y de salvar las almas: por esto no se duda que con ellas quedó libre, pura y limpísima de toda mancha de pecado, y absuelta totalmente de sus reatos, hasta consumir sus raíces y sus reliquias. Se cree, además, que santificada con una gracia abundantísima, quedó desde luego escrita en el libro de la vida, sellada y marcada para el Cielo. Y se tiene por cosa cierta que concediéndole aquella misma paz sobrenatural dulcísima y abundante que le evangelizaba, borró de su mente y pensamiento todos los hábitos viciosos de su mala vida pasada y la memoria de todas sus culpas anteriores, como si jamás las hubiese cometido, y el recuerdo de sus vanas complacencias y de sus deleites o sensualidades pecaminosas, cual si nunca se hubiera con ellas maculado. Destruyó en su alma la inclinación y propensión de todos los vicios capitales de soberbia, lujuria, ira, gula, y los demas. Le comunicó el síngularísimo privilegio de ser preservada para siempre de toda tentación o sugestión torpe, impura y deshonesta: le infundió los hábitos de las virtudes teologales y morales en grado muy perfecto y levantado. Le dio una castidad angelical y limpísima, en la que se aventajó mucho a las Vírgenes más puras, una humildad profundísima y de corazón, una heroica y rigidísima penitencia, con las demás virtudes, con cuya penitencia había después de santificarse. Y le dio un odio santo al mundo y sus vanas felicidades, con un perfectísimo desprecio de todas ellas; un eficaz y verdadero deseo de los bienes del Cielo; y sobre todo un ardentísimo e intensísimo amor al mismo Señor que la espiritualizó, y como que la unió y transformó toda en Él (Cornelio Alápide, comentario sobre San Lucas VII, 50; Ven. P. Fray Isidoro de Sevilla, en la vida de la Santa, línea 6, núm 82, y otros). ¡Ah, cuánto es lo que aquel Vete en paz significa! ¡Y cuánto lo que se le dio con ello a Magdalena! Fesde entonces más parecía vivir en el Cielo entre los Ángeles que con los hombres en la tierra.
Debió la Santa todo este cúmulo de bienes a su fe, y así lo testificó nuestro Señor Jesucristo cuando le dijo: «Tu fe te ha hecho salva, a ella le debes, y por ella se le ha dado a tu alma la salud espiritual, y se le dará después la de la vida eterna». Tuvo esta virtud en un grado eminentísimo y de la más sublime perfección, y la ejercitó en grado tan heroico y tan eminente, que en alguna ocasión sobrepujó a la de los Santos Apósteles y Discípulos de su Divino Maestro, porque ni fue tarda en creer como Santo Tomas, ni le negó como San Pedro, ni huyó y se retiró de Él como los demás en el tiempo de su Pasión y de su muerte: su fe la hizo manifiesta durante la vida de nuestro Señor Jesucristo, no solo confesando en lo oculto entre los demás creyentes su Divinidad como el Príncipe de los Apostóles, mas también en los sitios más públicos y entre los mayores concursos siguiéndole a todas partes, y adorándole publicamente como a Dios verdadero con las palabras, con las acciones y con sus religiosísimos obsequios en médio de los mayores enemigos del Señor, en el acto mismo de estarle ellos blasfemando, contradiciendo y quitándole la vida: y en el tiempo que como excomulgados eran expelidos de la Sinagoga los que seguían su Doctrina, ejercitaba ella los actos más fervorosos de fe a presencia de todos sin miedo ni rubor alguno. Muerto el Señor y sepultado, renovó y, si cabe decirse así, acreditó el ejercicio de su fe por diferentes medios y de diversos modos. Después de resucitado, y de estar sentado a la diestra de su Eterno Padre, le confesó públicamente con tanto fervor y constancia, que sentenciada a morir echada en el mar con otros cristianos a quienes expusieron á este genero de muerte en una navecilla sin velas, remos ni timón; pero salvó Dios su vida con maravillosa providencia, aun desde su conversión, y desde aquel primer paso en el camino de la virtud llegó su fe a una grande heroicidad, porque creyó divinamente ilustrada todo lo que ella nos dice y nos propone como necesario para nuestra justificación, creyó la deformidad de sus pecados con la pena que por ellos merecían: la necesidad de convertirse a Dios, y la obligación de corresponder al auxilio que espontánea y misericordiosamente se le daba. Y creyó cuanta pertenece al sagrado misterio de nuestra Redención en la Divina Persona de nuestro Señor Jesucristo, con su autoridad y poder para perdonar pecados. En esta su fe se comprehende su fidelísima correspondencia a la gracia, el buen uso que hizo de ella según el fin para que se le daba; y la heroica esperanza con que llegó a los pies del Salvador; de todo nos dio un evidente testimonio en su misteriosa unción en casa del Fariseo. Y por ultimo su fe se acreditó de perfecta en sumo grado, porque jamás se separó en su práctica de la caridad, o del amor al sumo bien conforme a toda la doctrina del Apóstol (Gálatas V, 6).
PUNTO SEGUNDO
Considera ya a la vista de tan poderoso ejemplo, cuán necesaria nos es la práctica de esta virtud para poder salvarnos. Si no es viva, o si deja de comunicarnos la fidelidad debida al Señor, tengamos por cierto que de nada nos servirá el tenerla. La fe para que sus actos sean meritorios, y dignos de eterna recompensa en el alma, es forzoso que esté viva en nosotros animada de la gracia y acompañada de las buenas obras. Este es uno de los dogmas más principales y dignos de saberse en nuestra Católica Religión (Concilio de Trento, sesión VI, caps. VI y XI), La fe por sí sola principalmente en los adultos no santifica, ni nos hace amigos de Dios, ni nos constituye herederos de su Gloria. Para ello debe estar informada, o animada de la caridad, y asociada de la esperanza: debe mirarse como fundamento, raíz y principio de nuestra justificacion y de las virtudes con que nos santificamos y salvamos, mas no como si ella sola bastase para todo esto: y debe apreciarse como un don de Dios gratuito, fuente y origen de todos los demás bienes en el alma: ella estará muerta en el que perdida la gracia de Dios vive en pecado mortal. En los que carecen de las buenas obras en su práctica y ejercicio; pero mucho más en los que niegan incrédulos sus infalibles verdades, o se ponen voluntariamente en el peligro de caer en el vicio execrable de la incredulidad. Estos pierden enteramente su fe, y en el mismo hecho de perderla quedan abominables a Dios y reos de un eterno padecer. Los que la conservan pero viven mal serán igualmente condenados, porque no usaron bien de este gran talento que se les confió. ¿Qué es el cuerpo de un difunto? Separada el alma de él, es un cadáver sin vida, sin acción, sin movimiento, incapaz del uso menor de sus sentidos, y solo apto para la corrupción a que naturalmente propende, pues esto propio es en su clase y no otra cosa la fe de aquellos que con santas y buenas obras dejan de acompañarla y darle vida (Santiago II, 26). Por esto sin duda nos exhorta el Señor San Pedro a que pongamos nuestros mayores conatos en practicar las virtudes y en hacer buenas obras, para asegurar de este modo nuestra soberana vocación a la fe que profesamos (II Pedro I, 10). De no hacerlo así todo lo perdemos.
La fe, mientras que fuere viva en nosotros, nos hará dóciles a las suaves impresiones de la gracia y fieles al soberano impulso de su interior movimiento. Ella nos da a conocer la absoluta e indíspeasable necesidad de los divinos auxilios para poder, para querer y para llegar a obrar el bien de algún acto sobrenatural, meritorio y virtuoso. ElIa nos persuade la obligación de corresponderlos con presteza, con docilidad y ccn exactitud, según el todo de aquel fin para que nos fueren dadas. Y ella nos convence con su infalible autoridad, que sin todo esto no podemos ni empezar, ni proseguir, ni acabar una santa vida, ni aun una obra buena para poder salvarnos. Si llamándonos Dios a penitencia, o a que mejoremos de costumbres, o a que vivamos santamente, dejamos de obedecerle, no haciendo caso de su misericordioso Tramamiento, o retardando voluntaria y maliciosamente su correspondencia, es cosa indubitable que ponemos nuestra Salvación en un riesgo manifiesto. Si después de haber comenzado una vida arreglada, o alguna obra buena con el auxilio de la divina gracia le somos a esta desleales y desatentos, separándonos de la rectitud con que y por donde ella nos conducía, volvemos a los errados caminos de nuestra relajación y pecados, aún es mayor el peligro de nuestra condenación; y por último, si infieles al Señor, e ingratos a sus soberanos beneficios, no estimamos el especialísimo que nos ha hecho de que por la fe le conozcamos, de que con ella le adoremos en espíritu y verdad, y después por ella podamos llegar a la participación de su gracia y de su Gloria, cierta es e infalible nuestra reprobación y perdición; porque perdiéndola con el error de una tenaz y maliciosa incredulidad, ya no queda en nosotros medio alguno para salvarnos. Temamos el ser infieles a Dios, a los auxilios de su gracia, y más que todo al beneficio de su fe. Temamos que llegue a estar muerta en nosotros por el pecado. Y temamos que por la falta de obras buenas llegue a sernos inútil y sin vida. Seamos ahora fieles a su Majestad en esto poco, que así nos haremos dignos de grandes premios en su Reino bienaventurado (San Mateo XXV, 21). Sigamos fielmente el alto ejemplo de la Santa Magdalena en esta su recomendable virtud; solicitemos por este medio su intercesión, y esperemos con seguir con él al ultimo fin a que aspiramos.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
En este día, para aprender en alguna parte la humildad que nos enseña
nuestra humildísima Santa, será el ejercicio meditar un rato sobre el
propio conocimiento, por lo que somos ya en lo físico, y ya
principalmente en lo moral.
CONSIDERACIÓN: La cuarta excelencia de Santa María Magdalena es haber sido defendida y alabada hasta tres veces su conducta por nuestro Señor Jesucristo. Se propone su profundísima humildad.
Considera, alma, la singularísima excelencia de haber sido digna esta dilectísima amante del Señor, de que Él mismo defendiese su justo proceder, y lo celebrase muchas veces: y al mismo tiempo cuán profunda fue la humildad de su corazón, y cuán necesaria te es esta virtud para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera con cuanta atención pudieres, cuán grande es, y cuán sublime esta notable, estupenda y particularísima excelencia de nuestra bendita Magdalena; solo es digno de recomendación y de alabanza, dice el Aposto!, aquel cuyo mérito el mismo Dios alaba y recomienda (II Corintios X, 10). Es Dios sabiduría infinita, que todo lo conoce sin engaño: es verdad suma, que no puede amar sino es al que verdaderamente es bueno, ni dejar de aborrecer lo que ciertamente es malo, y es verdad por esencia.-.en la q ue. es imposible, que pueda caber el dolo, la simulación o el engaño; de aquí es que cuando su Majestad habla de alguna criatura, proponiendo su mérito, su virtud o alguna buena cualidad suya, se ha de tener por excelente, sublime y superior incomparablemente a los más altos elogios de los hombres, y aun de los Ángeles del Cielo, porque quien la alaba excede infinitamente a todos. Ved ahora cuán digna será de nuestras alabanzas, y de nuestras admiraciones .la Bienaventurada Santa María Magdalena, por haber sido defendida su conducta, y públicamente alabada del hurnanado Hijo de Dios, Hasta tres veces leemos en el Sagrado Evangelio haber esto sucedido, una en su conversíon y primera unción en casa del Fariseo, donde contra el errado juicio de este justificó el Señor el acertado proceder de la Santa penitente, y declaró la grandeza de su fe y de su amor, que la hizo benemérita de la remisión entera de sus culpas, y de las gracias y favores más particulares. Otra en la casa de su hermana la Virgen Santa Marta, en la ocasión que esta se quejó de ella al Divino Maestro porque sentada a los pies de su Majestad no le ayudaba en sus domésticas ocupaciones, en la que no solo la excusó de toda imperfección en lo que hacía, mas también aseguró que era lo mejor y lo más perfecto lo que practicaba; y otra cuando en casa de Simón el leproso fue murmurada de Judas y de otros, porque derramó y quebró sobre la cabeza del Señor un vaso de alabastro lleno de un bálsamo el más precioso y exquisito; pues reprendiendo a los que la censuraban canonizó de santa, religiosa y digna de toda alabanza aquella acción. Preciso es conocer a vista de esto, que excede a todo encarecimiento el mérito y la virtud de nuestra Santa, y que toda otra alabanza es incomparablemente menos de cuanto por esa se merece. En la Reina de Saba puede en algún modo figurarse la bendita Magdalena, porque habiendo venido aquella de lejanas tierras cargada de inmensas riquezas a conocer y felicitar al Sabio Rey Salomón, mereció, en parte, que el mismo Cristo la celebrase; mas esta celebración es más propia y debida a nuestra Santa, porque sobrepujó infinito aquella en cuanto hizo en obsequio y veneración del verdadero Salomón nuestro Señor Jesucristo. ¡Ah! Si a la mujer fuerte la hacen digna sus obras de la común alabanza (Proverbios XXXI, 31), ¿cuánto lo será esta predilecta del Señor, por haber este elogiado y canonizado las suyas?
Grande es esta excelencia, y digna por cierto de nuestras mayores admiraciones; pero aun lo es mucho más por su humildad rara y profundísima. Buena es, no puede negarse, esta excelente virtud en cualquiera de sus grados, cuando ella es verdadera, y el humilde lo es de corazón. Buena es en los que saben entre los desprecios humillarse. Mejor en los que por sus defectos se abaten. Pero es superior sin duda en los que por obra, palabra y pensamiento se humillan entre los honores y los aplausos de las. criaturas. Esta fue, y aun mejor, la humildad de la Santa Magdalena desde el principio de la vida espiritual en su conversión hasta el fin de ella en el desierto, donde murió. Aquel postrarse a los pies de su amabilísimo Redentor, llegándose no por delante, sí por detrás, como confesándose indigna de su presencia: aquel practicar los actos más humildes en presencia de los convidados, no ignorando que hablando ser por ellos vilipendiada y motejada: aquel exponerse a los comunes desprecios del vulgo por lo extraño de su traje, de sus expresiones y de su procedimiento, ¿qué indica sino unos sentimientos los más propios de una profunda humildad? El conocimiento y la consideración de lo que había sido la abatía hasta lo sumo de un desprecio propio; el peso de los muchos y grandes beneficios con que Dios la había favorecido la confundían y pegaban con el polvo; y el recuerdo y memoria de la suma bondad y misericordia que había usado el Señor con ella la aniquilaba y deshacía toda en humildísimos afectos. Aplaudida y festejada de los Ángeles del Cielo, enriquecida y adornada de dones, de gracias y de virtudes por el Espíritu Santo, y amada, favorecida y regalada extraordinariamente en lo interior y exterior por nuestro Señor Jesucristo, jamás se apartó un punto la humildad de su corazón. Antes bien, tanto más se acrecentaba y perfeccionaba en ella, cuanto crecían y se muítiplicaban los beneficios del Señor. Oh prodigiosa mujer, bien podemos decir de ti que atendiendo a tu humildad mereces ser de todos alabada, porque hizo contigo cosas grandes el Todopoderoso (San Lucas I, 48-49).
PUNTO SEGUNDO
Considera aquí, oh alma, cuán necesaria te es esta virtud en la práctica para el logro de tu eterna salvación. A ella nos exhorta nuestro Señor Jesucristo con su doctrina y con su ejemplo (San Mateo XI, 20). De ella tenemos un divino precepto muy repetido en las Santas Escrituras, y por ella se nos promete la gracia del Señor, y el Reino de los Cielos. Así como por el contrario el ser privados de lo uno y de lo otro si de ella carecemos. La humildad es a todos necesaria: a los pecadores, para que su Majestad nos perdone (Salmo L, 19), a los justos, para que su oración le sea agradable (Eclesiástico XXXV, 21), y para que no aparte de ellos sus ojos el Todopoderoso (Isaías LXVI, 2). Al grande y poderoso, para que en su elevación no se desvanezca (Eclesiástico III, 20). Al docto y sabio, para que su ciencia le aproveche (Eclesiástico XI, 1). Al vejado y perseguido, para que Dios le dé socorro (Salmo IX, 14). Al atribulado, o de algún modo afligido, para que no le falte la paciencia (Eclesiástico II, 4). Y a todo el que quiere salvarse, porque los escogidos han de ser probados en la humillación como el oro en el crisol (Eclesiástico II, 5). Siempre debemos ser humillados, y a todos humillarnos: a Dios (Santiago IV, 10), a sus Ministros los Sacerdotes (Deuteronomio XVII, 12), a los grandes de la tierra (Eclesiástico IV, 7), y a todos nuestros prójimos, sean iguales, mayores o inferiores (I Pedro V, 5). En todo tiempo: en el de la adversidad o en el de la prosperidad, en el de la salud o en el de la enfermedad, en el de la juventud o en el de la ancianidad, en el de la vida o en el de la muerte, en lo público y en lo secreto, de todos modos con el pensamiento, con las palabras, con las obras: en el trato, en el vestido y en la habitación, en el semblante, en los movimientos, y sobre todo en el corazón, porque de él ha de salir al exterior, y si en él falta la exterior tendrá más de hipocresía que de humildad verdadera. De nada sirve humillarnos por de fuera, si por dentro no somos de verdad humildes y abatidos en entendimiento y voluntad.
Lo seremos si ante todas cosas alejamos de nosotros a la soberbia y sus actos. Parece imposible que esta tenga entrada en el corazón del hombre, que de suyo es polvo y ceniza (Eclesiástico X, 9), que es hijo de la putrefacción y hermano de los gusanos (Job XVII, 4), que en muriendo han de ser toda su herencia (Eclesiástico X, 13), y que siendo creado de la nada, es menos que un punto comparado con su Creador, el cual puede en un instante aniquilarlo. A la verdad, tenemos estos y otros muchos para no ensoberbecernos, y con solo considerarnos pecadores bastaba para llenarnos de confusión, y abatirnos hasta el profundo. Mas no sucede así, porque engreídos con lo mismo que nos envilece, que es nuestra loca vanidad, queremos parecer deidades, y que como a tales nos rindan adoraciones. De aquí es aquel deseo insaciable de sobresalir a todos, y de que ninguno se nos adelante; de aquí el menospreciar a otros, que por lo común son mejores que nosotros porque carecen de esta soberbia, que nos hace a Dios abominables. Y de aquí el pagarnos demasiado de nuestro propio juicio y dictamen, por errado que él sea, para sostenerlo a toda costa y fuerza, con agravio de la justicia, perjuicio del prójimo y gravamen de la conciencia propia. Pero en donde se descubre más el monstruo de nuestra soberbia es en la osada temeridad y temeraria osadía, armados de inconsideración y de malicia extendemos nuestras manos contra Dios, corremos con la cerviz erguida, levantada la cabeza y con irracional orgullo a presentar guerra con nuestras culpas al que es Todopoderoso (Job XV, XXV y VI), ¡Oh incensatísima necedad, y necísima insensatez! ¡Oh estolidez la más fea, criminal y vituperable! ¡Oh barbara temeridad, indigna, ajena aun de las bestias de los campos! Confundámonos los racionales, y avergoncémonos los pecadores de que en esta parte es mucho lo que los brutos en cierto modo nos aventajan; porque conociendo ellos a su dueño, y el pesebre de su señor, nosotros cuando pecamos desatendemos las obligaciones que tenemos para con nuestro Creador (Isaías I, 3). Temanos esta desmedida soberbia, como que ella es el principio de todo pecado (Eclesiástico X, 13). Temamos permanecer en ella, o el no enmendarla con la penitencia, porque es de fe que quien de ella no se aparte será lleno de los divinos anatémas, morirá infelizmente (Eclesiástico X, 15; y Cornelio Alápide), y y aunque se levante y se remonte tanto como el águila, de modo que ponga su morada entre las estrellas, de allí lo derribará el Señor a los abismos (Abdías, v. 4), porque mira con horror, y le es toda soberbia abominable (Proverbios XVI, 5). Tomemos ejemplo de Santa María Magdalena, así para huir y aborrecer la soberbia, como para amar y practicar la humildad, a fin de conseguir por este modo el Reino de los Cielos, que promete el Señor a los humildes. (San Mateo V, 3. San Agustín, y otros).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
En este día, para imtar en algo la heroica fortaleza de nuestra Santa,
será el ejercicio vencernos en cuantas ocasiones se nos presenten de
algún disgusto, callando en elas, y disimulando todo lo posible.
CONSIDERACIÓN: La quinta excelencia de Santa María Magdalena fue haber sido terrible y formidable para Lucifr su virtud, y aun su presencia: trátase de su invencible fortaleza.
Considera, alma, que otra de las más señaladas excelencias de nuestra Santa gloriosísima fue el gran terror que causaba su virtud, y aun su presencia, al soberbio Licifer, y juntamente lo heroico de su fortaleza, y lo que necesita el cristiano de esta virtud para conseguir el Cielo.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que desde el principio de su conversión, pero mucho más después, así como fue festiva para el Cielo su mudanza y su virtud, así fue para el Infierno terrible y espantable. No es decible cuánto celebraron los Ángeles en el Cielo la penitencia y la mudanza de vida de Magdalena: lo que se regocijaron con sus grandes progresos en el camino de la perfección, y lo que con ella se familiarizaron en el tiempo de su vida, particularmente mientras que permaneció hasta su muerte en el desierto. A la verdad, su vida, su amor a Dios, su contemplación, su íntima unión con el Señor, y los señaladísimos favores que de Él continuamente recibía, la sublimaron a tan alta perfección, que más parecía un Ángel en carne que mortal y humana criatura; no se ocultaba a Lucifer lo precioso de este tesoro al mundo desconocido por entonces; vio su portentosa y verdadera conversión, y rabioso por lo que con ella había perdido se enfureció extraordinariamente, hasta intentar el acabar con su vida si pudiese. Quiso retardar e impedir sus resoluciones, y nada omitió su diabólica astucia por retraerla de su intento; armóle lazos, opúsole mil escollos, y batió su corazón con las más recias sugestiones, pero superior a todo el ferviente generoso espíritu de nuestra Santa, no solo le venció completamente, mas también lo confundió con sus fervores de tal modo que le era después intolerable su presencia. «Cuando se convirtió Magdalena (dijo el Señor a Santa Brígida de Suecia) confusos los demonios exclamaron: “Gran presa habernos perdido, ¿cómo la podremos reducir otra vez a nuestro poder y esclavitud? Ella se lava con tantas lágrimas, que no tenemos valor para mirarla. Ella se cubre con tantas y tan buenas obras, que no deja ver en sí la menor mancha, y ella es tan encendida en el amor y servicio de Dios, y tan activa y ferviente en el cuidado de su santificación, que nos debilita las fuerzas, y no podemos ni nos atrevemos a estar cerca de ella”» (San Agustín, en las Revelaciones de Santa Brígida, libro 4º, cap. CVIII, n. 2), Inferir de aquí cuánto sería el terror que causaría a Lucifer en los años posteriores de su vida, cuando más adelantada en la perfección llegó a estar más unida su alma al sumo bien a quien amaba como a su fortaleza, su constancia, su refugio y su libertador (Salmo XVII, 2). Este lo fue, en efecto, en un modo muy parecido al de la mujer en el Apocalipsis (Apocalipsis XII, 1 y ss): a la que en un sentido mísitico se le asemejó en muchas cosas entonces y después nuestra Santa bendita Magdalena.
Y qué os parece, ¿no estáis ya notando en todo esto su heroica invencible fortaleza? Consiste esta en padecer constantemente las incomodidades que se presentan en la prosecución de un bien recomendable, y en la grandeza de ánimo con que se emprenden cosas de suyo arduas y difíciles, pero buenas. Mucho fue lo que padeció nuestra Santa del mundo y del Infierno desde el principio de su conversión hasta el fin de su vida. Los hombres con sus siniestros y errados juicios, con sus injurias y desprecios, y con sus murmuraciones graves y contumeliosas le dieron bastante que padecer y que sentir. No fue poco lo que acreditó la constancia de su generoso espíritu cuando como excomulgada se cree haber sido arrojada, o separada de la Sinagoga, porque creía y confesaba la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo; pero llegó a lo más heroico su fortaleza en la ocasión de padecer gustosísima el riesgo y las penalidades del naufragio a que fue con los demás de su familia y con otros cristianos sentenciada por los Judíos enemigos del nombre del Señor, para que en él pereciesen. Pero donde su fortaleza descubrió más lo heroico de su perfección fue sin duda en la ardua empresa de seguir y acompañar públicamente a nuestro Señor Jesucristo en el tiempo de su predicación y en el de su acerbísima Pasión y muerte. Entonces, cuando los enemigos del Salvador o aguzaron sus lenguas como serpientes para contradecir su doctrina, desmentir sus milagros y desacreditar su persona o maquinaban darle la muerte, y para ello lo buscaban con exquisita diligencia, o cuando efectivamente se la dieron después de los mayores tormentos en el Calvario, cuando de sus mismos Apósteles el uno le vende, el otro le niega, y todos le desamparan, Magdalena con un ánimo superior a sí misma no se apartaba de su Divino Maestro, y le sigue a todas partes con santa intrepidez y con la mayor constancia. Con esta misma se retiró al desierto, y se escondió en aquella gruta que vio ocupada de un dragón espantable, y permaneció en ella por el dilatado espacio de treinta años, resistiendo y superando los más recios combates de nuestro común enemigo. Así nos ha dado a conocer que ciñó con la fortaleza sus costados, y que fortaleció con más que humana robustez el brazo de sus obras (Proverbios XXXI, 17) para vencer y despojar tan fuerte armado.
PUNTO SEGUNDO
Considera ya, oh alma, teniendo a la vista un ejemplar tan poderoso, cuánto es lo que debes trabajar por conseguir una virtud que tan precisa nos es para conquistar el Cielo. Son muchos los enemigos que nos combaten, y grandes los peligros que nos rodean, y para evitar éstos y rebatir aquellos nos es preciso armarnos de fortaleza. El Señor de todo lo creado nuestro Señor Jesucristo, cuando vino a reinar entre nosotros vestido de la hermosura de nuestra humanidad, sabemos que se vistió de fortaleza y que se ciñó del poder (Salmo XCII, 1), porque habiendo de arrojar al fuerte armado del lugar que injusta y tiranamente poseía, de despojarle de sus armas y de apoderarse de sus despojos, era preciso que manifestase su mayor poder y fortaleza, y que nos armase a nosotros con ella para que pudiésemos vencer si quisiésemos. Es terrible el poder y la audacia con que este nuestro común adversario a la manera de león rugiente, nos rodea de continuo buscando ocasión de devorarnos y de hacer presa de nuestras almas (I Pedro V, 8); y debe sernos tan temible cuanto se infiere de la prevención que nos hace el Espíritu Santo, avisándonos que no es nuestra pugna contra la carne y la sangre, sí contra los principes y potestades que gobiernan en el reino tenebroso del abismo (Efesios VI, 12). Este solo enemigo es bastante para que temiendo sus asechanzas seamos vigilantes en la oración, y en fortalecernos en la fe para resistirle y vencerle (I Pedro V, 9); pero no pudiendo dudar que son muchos los que nos combaten, y que dentro de nosotros mismos se esconde uno de los mayores que tenemos, no podemos vivir en ningún tiempo con descuido. Este es el amor propio enemigo tan temible, cuanto que él es quien más que otra criatura alguna del Cielo, de la tierra, y del Infierno puede separarnos del amor y gracia de nuestro Señor Jesucristo (San Bernardo, Sermón XI de divérsis, n. 1). Para que así no suceda, es forzoso que de tal suerte luchemos contra él con tal constancia y fortaleza de ánimo, que hasta haberle avasallado enteramente no desistamos del intento. Si lográramos este santo trofeo de nosotros mismos, seremos más gloriosos y memorables que los valientes conquistadores de las Ciudades y plazas más fuertes y guarnecidas (Proverbios XVI, 32).
Ardua es para nosotros esta empresa, por el furor de nuestros adversarios y por los peligros que en la tierra y en el mar, en la soledad y en los pueblos, y aun entre nuestros prójimos y allegados (II Corintios XI, 26) continuamente se nos presentan. Mas por cuanto es a todo superior la gracia que se nos da para evadirlos y vencerlos, no podemos alegar excusa alguna que nos sirva de disculpa si por no aprovecharnos de ella, hubiésemos flaqueado y desfallecido. La pusilanimidad y cobardía en los casos en que es necesario el valor, el espíritu y santo denuedo para emprender alguna obra buena, justa y obligatoria, o para rechazar al enemigo que nos impide el bien obrar, es un vicio no menos reprehensible en el cristiano que la temeridad y la audacia en exponerse voluntariamente a los peligros y riesgos graves y próximos del cuerpo o del alma, que desaprueba la razón y que la conciencia repugna. Nunca debe omitirse el cumplir aquellas obligaciones que son propias, peculiares y esenciales a nuestro estado. Esta omisión es una culpable desidia con que manifestamos nuestra poquedad de ánimo para hacer aquello de que en ninguna manera podemos dispensarnos y que es proporcionado a nuestras fuerzas. O es una malicia de la voluntad con que nos negamos a empezar o a continuar la grande obra de nuestra santificación por aquel medio obligatorio y preceptivo, y tanto en este caso como en aquel otro, dejamos de practicar la fortaleza que en ellos y para ellos se nos manda. Cuando por pereza o negligencia dejamos de hacer alguna obra buena a que nos conocemos gravemente obligados: cuando por la misma descuidamos en el más importante negocio de nuestro propio espiritual aprovechamiento: o cuando dominados de ella caemos en el estado fatal de la tibieza, no hay duda que esta falta de fortaleza pone en un grande riesgo la salvación de nuestras almas. El campo o espíritu del perezoso produce solo ortigas de vicios y malezas de pecados (Proverbios XXIV, 30-31): él es atormentado de sus'mismos deseos, hasta el extremo de perecer en ellos (Proverbios XXI, 25), se hace digno del común desprecio de todos (Eclesiástico XXII, 1), y lo que es más temible, de su eterna reprobación (San Mateo XXV, 30). Temamos, pues, tan funestas consecuencias, y para evitar o reparar sus daños, procuremos valernos de la devoción, imitación e intercesión de Santa María Magdalena como uno de los medios más eficaces y oportunos para la reformación de nuestras costumbres, y para conseguir las bendiciones del Cielo.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
Este día, en honor de nuestra Santa, y para imitar en algo su alta y
continua oración, será el ejercicio tener un cuarto de hora de
meditación sobre algunas verdades que nos enseña nuestra Santa Fe, y en
la que expreimentamos mayor devoción y recogimiento.
CONSIDERACIÓN: La sexta excelencia de Santa María Magdalena es haber resucitado el Señor a Lázaro su hermano por sus ruegos. Se propone su ferviente y devotísima oración.
Considera, alma, que entre las más señaladas excelencias con que engrandeció el Señor a su escogida y amada Magdalena, una fue la de haber resucitado movido de sus ruegos a su difunto hermano Lázaro: considera también su devota y continua oración, y cuánto necesitas de esta virtud para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, cómo uno de los más singulares milagros con que hizo manifiesta al mundo nuestro Señor Jesucrisrto la verdad de su divinidad y de su celestial doctrina fue la portentosa resurrección de Lázaro, hermano de las dos Santas hermanas Marta y Magdalena. Amaba mucho el Señor a estos tres Sanios hermanos, y habiendo enfermado de muerte aquél, avisaron estas a su amabilísimo Jesús, suplicáronle que viniese a darle la salud. Retardó su Majestad el hacer lo que entonces le pedían, para concederles después mucho más de lo que le rogaban, como en efecto lo hizo dando la vida a Lázaro, de cuatro días difunto, fétido ya, y en estado de corrupción su cuerpo. Este gran prodigio que ha sido y será sieinpre la admiración de los siglos, lo obró el Señor entre otros fines, por el de darnos a conocer su grande amor a Magdalena. La Santa Iglesia vive persuadida que por los ruegos de esta resucitó Cristo nuestro Señor a Lázaro, y coligiendo de aquí lo mucho que valen en su divina presencia las súplicas de esta su predilecta, no duda pedirle que se digne por ellas favorecerla. El mismo Señor reveló a Santa Brígida que la humildad con que por su amor se había humillado la Santa en la presencia de los hombres, lo inclinó y movió a la ejecución de tan rara maravilla, para que estos también la honrasen (Revelaciones, Libro 4º, cap. LXXII). Aquí se ve prácticamente que honra Dios y glorifica aun en la tierra a los que con su fidelidad y amor le glorifican y le honran mientras viven (IV Reyes II, 30). Aquí se nos hace ver que ha sido, lo es, y será siempre en sus Santos admirable (Salmo LXVII, 36). Así se nos convence del gran dogma de la utilidad e importancia de los ruegos de los Santos, y así se nos evidencia una de las más memorables excelencias de la Santa Magdalena, y el gran mérito de su oración y de sus lágrimas para con el Señor; mayor sin duda que el de la Sunamita con Elíseo, cuando postrada a sus pies consiguió de él que le resucitase a su difunto hijo, cuyo cadaver estaba aún insepulto (IV Reg. 4, 27).
¿Y qué, no estamos viendo aquí la fuerza, el poder y la eficacia de su oración? Es mucho lo que vale la del justo en la divina aceptación, cuando ella es continuada (Santiago V, 16), dice el Espíritu Santo, y siéndolo la de esta fiel sierva del Señor en tales términos, que siempre y sin intermisión oraba, no es de extrañar que produjese efectos tan admirables. Oraba en todos tiempos por la mañana, por la tarde y por la noche: en todo lugar, en el Templo, en su casa y en los campos: y en todas circunstancias, sola o acompañada, sentada o caminando, ocupada o en quietud, en la tribulación o el descanso, velando, y aun durmiendo, porque la vehemencia de su amor, como a la mística esposa de los Cánticos, mantenía desvelado su corazón, mientras que sus sentidos reposaban (Cánticos V, 2). Jamás llegó a flaquear su espíritu, ni padeció el más pequeño detrimento en este piadosísimo ejercicio. Unida siempre por caridad con el amado de su alma, no cesaba de noche ni de día de tener con Él sus dulces y devotísimos coloquis. Toda su conversación era en el Cielo, así porque siempre era con Dios o de Dios, como porque elevada sobre sí misma y sobre todo lo terreno, no se apartaba de allí su corazón ni su mente: a esta circunstancia de continua, juntava la de ferviente y devotísima. Así lo demuestra en su segunda misteriosa unción, cuando pocos días antes de padecer y morir nuestro amabilísimo Redentor ungió sus sagrados pies (San Juan XII, 3) y su sacrosanta cabeza, quebrando sobre ella el precioso vaso de alabastro en que se contenía (San Mateo XXVI, 7. San Marcos XIV, 3). Así nos deja ver el alto grado de su virtud a que ya había su espíritu llegado, y por este tiempo mucho más sublime y encumbrado que el de su primera unción en casa del Fariseo (San Bernardo, Sermón en la fiesta de Santa María Magdalena, núm. 8); y así conocemos la perfección y prontitud con que corrió con pasos de gigante las estrechas sendas de la vía iluminativa, y camino difícil de los aprovechados. Tanto era el fervor de su oración, tantos los progresos que con ella hizo, y tanto lo que con ella alcanzaba, porque excediendo su fragancia a los más preciosos ungüentos en la divina aceptación, mereció sin duda ser oída por su gran reverencia, devoción y religiosidad, porque hirió el corazón de su Señor, y como que lo rindió con uno de sus ojos, que es el llanto humilde y amoroso, y con uno de los cabellos de su cuello, o de los afectos más puros y subidos de su oración (Ver Cornelio Alápide, en el cap. IV verso 6 de los Cánticos). ¡Ah! ¡Cuánto nos deja que admirar, y cuánto que imitar la continua, ferviente y altísima oración de Magdalena!
PUNTO SEGUNDO
Considera, alma, ahora consiguiente a lo que acabas de meditar, cuán necesaria te es la oración, y sus circunstancias para no perder el fin último de tu salvación, para que fuiste creado. Es la oración uno de los actos más principales de la virtud santa de la religión; y de aquí es que tanto como esta nos obliga y nos es para salvarnos necesaria, tanto lo es y nos precisa la oración. Con ella alabamos a nuestro Creador por sus infinitas perfeccines, le orecemos el sacrificio de nuetros labios en debido culto y obsequio por su soberanía y majestad, y le pedimos el remedio de nuestras necesidades y sus soberanos beneficios, como a nuestro bienaventurado Padre y liberalísimo bienhechor. El mismo Señor nos manda orar, así para templar los justos rigores de sus iras, como para conseguir sus misericordias. Este es un medio indispensable para alcanzar lo que pedimos o lo que necesitamos, lo es para llegar a convertirnos a verdadera penitencia para que su Majestad nos perdone, y lo es para rebatir y vencer las tentaciones del enemigo, y para que el Señor nos preserve de este mal y del de consentir en el pecado. Sin la oración sería nuestra religión un esqueleto sin vida, nuestra virtud un cadáver inanimado, y nuestro proceder un monstruo el más disforme. Su falta puede apartarnos de Dios, privarnos de sus bienes y precipitarnos en muchos males; porque hay ciertas gracias sobrenaturales que coúmnmente hablando no se nos dan sino por medio de la oración. Por esto su omisión nos es muy perjudicial en algunos casos, y tanto que exponemos a un riesgo manifiesto nuestra salvación, como sucede cuando combatimos con aquella especie o género de demonios que no pueden vencerse sino con la oración y el ayuno (San Marcos IX, 28). Y cuando dejamos de pedir la gracia final, y otras de igual naturaleza, para cuya consecución conduce mucho la oración, no obstante que en rigor de justicia ninguno puede merecerla. La ignorancia de esta verdad y de esta grande obligación hace que sea tanta en nosotros la indolencia y la insensibilidad con que vivimos, y ha sido la causa de que el mundo haya llegado a tanta desolación, y a tanta perversidad (San Juan XII, 11). Oremos pues, si queremos no entrar en tentación y caer en ella infelizmente (San Mateo XXVI, 41).
Pero oremos bien, y del modo que conviene para que nuestra oración no se haga sin mérito, ni carezca de utilidad. Sea nuestra oración humilde y sumisa como la del Centurion a Cristo, no soberbia y jactanciosa como la del Fariseo; sea ferviente y devota como la del pobre ciego Bartimeo, y no aparente y de mera ceremonia como la de los hipócritas; sea llena de fe y de esperanza como la de la Cananea y del Leproso, y no temeraria y sin respecto al último fin como la de Antióco y Simón Mago; sea religiosa, atenta y acompañada de buenas obras y del santo temor de Dios como la de Cornelio Centurión el de Cesarea, y no viciosa, culpable y llena de tantos crímenes como la de los Escribas y Fariseos reprendidos por nuestro Señor Jesucristo. Cuando tenga nuestra oración estas buenas circunstancias, entonces nos podemos prometer su fruto, y que llenemos nuestra obligación en esta parte. La fe, la esperanza, la caridad y la religión, son las virtudes que deben acompañar a la oración, y las que principalmente se requieren para que ella sea agradable a Dios, y a nosotros meritoria (Santo Tomás de Aquino, parte II-II, cuestión 83, art. 15. San Roberto Belarmino, Doctrina del Concilio de Trento, título De la oración en general, cap. VI, núm II): orar sin esta previa disposición es como tentar a Dios en algún modo, pero lo es más cuando hablando con Él en la oración, o alabándole con nuestras voces, tenemos lejos de Él el corazón y la voluntad; cuando pedimos cosas indebidas o por algún fin malo oramos, y cuando con la acción santa de orar juntamos unas costumbres reprensibles, unas costumbres malas y una vida escandalosa; temamos mucho el ser omisos en la observancia de este divino precepto que tanto nos interesa, temamos el faltar a sus circunstancias, porque sin ella será nuestra oración en mucha parte inútil; y temamos el abusar en modo alguno de un medio tan oportuno y fácil que el Señor nos ha dejado para el bien espiritual y eterno de nuestras almas, porque si con nuestra mala vida o con algún grave pecado ponemos a nuestra oración algún obstáculo, este será al modo de ua nube que se interponga para que ella no suba al Señor (Trenos de Jeremías III, 4) y nos dispense sus favores. Aprendamos su práctica de nuestra Santa Magdalena, imitándole en ella cuanto nos fuere posible, y pidamósle nos alcance del Señor esta gracia singular, y entre todas apetecible.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
En este día, para imitar en algo la fidelidad con que nuestra gran
Santa imitó y siguió a nuestro Señor Jesucristo, será el ejercicio
meditar por un cuarto de hora algún misterio de la vida del Señor, o de
su acerbísima Pasión y muerte, para aprender a imitarle.
CONSIDERACIÓN: La séptima excelencia de Santa María Magdalena es haber sido una de las almas más amadas de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre. Se trata de la fidelidad con que imitó y siguió al Señor.
Considera, alma, esta especial excelencia de la felicísima Magdalena en haber sido la predilecta discípula, y una de las almas más amadas y favorecidas de Cristo nuestro Señor, y de su bendita Madre. Considera igualmente la fidelidad con que los imitó y siguió, y la obligación que tienes de imitar a nuestro Señor Jesucristo para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, cómo aunque el amor de nuestro Señor Jesucristo es para con todos los hombres infinito, según que su copiosa redención lo manifiesta, se particularizó no obstante en sus efectos para con sus Apóstoles y Discípulos, y aun entre estos se dejó ver más especial o expresivo para con unos que para con otros. Esta desigualdad o diferencia se ha de considerar que es dimanada en parte de nosotros mismos, que somos el objeto de aquellla divina caridad, porque según que fuere mayor o menor el grado en que tengamos esta virtud, o en que nos hallemos en el camino de la perfección cristiana, o de nuestra buena o mejor disposición para ella, así será menor o mayor la caridad con que su Majestad nos ame, o lo que de ella nos manifieste o dé a conocer en sus efectos. a la manera que la luz del sol siendo una en su entidad, es más o menos lo que de su claridad participamos según que es más grande o más pequeña la ventana por donde se nos comunica, y su calor que en sí es igual e indistinto, calienta o se deja sentir más en aquellas partes del mundo que están dentro o más próximas a su torrida zona, que de las más distantes y remotas. Es una e inidivisa en Dios la caridad, porque ella es su mismo ser y su esencia misma, mas no lo es en su término, que son las humanas criaturas. Éstas unos son pecadores y otros justos, unos son enemigos y otros amigos, unos lo aborrecen o le ofenden, y otros de corazón le sirven o le aman, y según que es en nosotros esta diferencia de mérito mayor o menor justicia y santidad que nos asiste, así es distinta y diferente la dilección o el amor que nos manifiesta. De aquí es que cuanto es más sobresaliente la caridad con que da el Señor a conocer que ama a un alma, tanto se nos evidencia en esta lo sublime de su perfección y lo elevado de su mérito; una de estas fue la bienaventurada Santa María Magdalena, predilecta discipula de nuestro Señor Jesucristo, y a quien hizo singularísimos favores por el grande amor que le tenía. Los Evangelios nos aseguran de la frecuencia y familiaridad con que la trataba y con que admitía sus religiosísimos obsequios, lo que la amaba a ella y a sus dos santos hermanos, y los favores señalados que la hizo siendo entre ellos muy notable haber sido la primera a quien apareció resucitado antes que a alguno otro de sus Apostóles y Discipulos, y a quien encargó que les diese la noticia de su gloriosa resurrección. Sobre estos fueron innumerables y particularísimos los que le hizo en el resto de su vida, y con especialidad los treinta años que permaneció sola en el desierto: tres Santos, dijo el Señor a Santa Brígida, fueron los que sobre todos los demás me complacieron: mi Santísima Madre, el Bautista y la Magdalena (Revelaciones, Libro 4, cap. CVIII); y hablando de esta, señala tres cosas en que puso mayor esmero para agradarle: su amor al Señor sobre todo, otra el sumo cuidado de no desagradarle cosa alguna, y la tercera el esmero y vigilancia en todo lo que era de su divino agrado para no faltar jamás a ello ni aun en la cosa más pequeña. Esto propio, guardada la debida proporción, podemos considerar del amor que le tuvo y de los favores que le hizo Maria Santísima nuestra Senora, tratándola siempre como a la primera y más aprovechada de sus discípulas. ¡Oh excelencia singular de M agdalena. Si de solo haber buscado una vez los gentiles al Apóstol Felipe para que les proporcionase el ver y hablar a nuestro Señor Jesucristo, y haberle pteguntado a su Majestad en la soledad de un campo dónde comprarían el pan necesario para los muchos que le seguían, colige la santa Iglesia su familiaridad con el Señor (Lección IV de su oficio), ¿qué podemos colegir de tanto como hizo Cristo con esta su predilecta? Parece que esta fue, o estuvo místicamente figurada en la amada Sulamita de los Cánticos, aquella una, escogida y singular entre las Reinas y entre las más escogidas (Cánticos VI, 8); porque si hubo muchas hijas que atesoraron para sí grandes riquezas de méritos y virtudes, esta a todos les aventaja y excede (Proverbios XXXI, 23).
A tan singular excelencia y favores tan señalados dio lugar en mucha parte el grande esmero que puso nuestra Santa en seguir al Señor, y en imitarle fíelmente: desde el instante felicisímo de su conversión se resolvió a darle de mano a todos los cuidados, intereses o negocios íemporales, y dedicarse enteramente al grande y principal cuidado de su propia santificación mediante la práctica de aquella óptima parte a que se conoció llamada desde luego. Desprendida de todo lo terreno, y vencidas cuantas dificultades se le propusieron para impedir o retardar su resolución, tomó con más qué humano consejo la de seguir personalmente a nuestro Señor Jesucristo, y acompañarle en sus viajes y en sus apostólicas expediciones con mayor fidelidad y constancia que sigue al sol la flor llamada gigantea. Manteníale también, y sustentábale con su propio caudal y facultades (San Lucas VIII, 2-3); y nada omitía de cuanto podía conducir a su obsequio y para darle pruebas de su lealtad y de su amor. Seguíale pues a todas partes por los campos, villas, aldeas y lugares, a los desiertos y a las ciudades seguíale siempre a pie, y en los mismos términos que hacía el Señor sus jornadas con sus Apóstoles y seguíale no solo entre las gentes y los poblados donde era bien recibido y oída con aprecio su'doctrina, mas también cuando y donde era perseguido y menospreciado por la impiedad y obstinación de los que le escuchaban. Betania, Jerusalén y el Calvario prueban hasta el convencimiento esta verdad y son testigos de mayor excepción en esta parte; pero su principal conato y su resolución tan firme consistió siempre en la secuela e imitación de sus virtudes, anhelando incesantemente por copiar en sí la saatidad de su Divino Maestro. Logrólo en fin, siendo como Él manso y humilde de corazón, pobre y obediente, paciente y mortificada, caritativa y llena de toda especie de buenas obras en que estaba siempre empleada haciendo lo que eníendía ser de su divino agrado y beneplácito. Así llegó a ser su bendita alma tan parecida a su amabilísimo Jesús, como la sombra al cuerpo que la causa, como a la voz el eco que resulta de ella, y como la claridad a la luz de que dimana: esta misma fidelidad tuvo y guardó siempre en imitar y seguir a la Santísima Virgen nuestra Señora, a quien cordialmente amaba como a su maestra, como a instrumento de su felicidad y como a madre verdadera. Y esta propia nos la hace ver vestida y animada del espíritu de nuestro Señor Jesucristo, y un ejemplar práctico y perfectísimo de la propia evangélica negación, de la generosidad con que abrazó la cruz, de la más heroica penitencia y de la constancia y verdad con que le siguió toda su vida hasta la muerte; porque traída por el Señor como ella se lo pedía, corrió en pos de él llevada de la suavísima fragancia de los celestiales ungüentos de sus perfectísimas virtudes.
PUNTO SEGUNDO
Considera ya, oh alma, tu grande e indispensable obligación, tanto a seguir su doctrina como a imitar los ejemplos de nuestro Señor Jesucristo, para poder salvarte. La fe nos enseña que su Majestad vino al mundo y se hizo hombre no sólo para redimirnos del pecado, de la muerte y del Infierno con su Pasión y con su muerte, y para ser con ella nuestra justicia, santificación y redención, mas también para ser nuestro Maestro, que nos enseñase con su infinita sabiduría cuanto necesitábamos saber para vivir bien, y para poder salvarnos. Su Majestad es la luz del mundo (San Juan VIII, 12), luz verdadera que ilumina a todo racional que nace sobre la tierra (San Juan I, 9); es el doctor de la justicia dado misericordiosamente a nosotros por el Eterno Padre (Joel II, 23) para nuestra instrucción, y para que con la ciencia de la salud encaminase nuestros pasos por las veredas de la paz. Y es nuestra guía, director y preceptor que visiblemente había de hablarnos, y de mostrarnos las sendas rectas de nuestra eterna felicidad (Isaías XXX, 20 y ss). Para esto fue llamado y constituido nuestro Maestro (San Juan XIII, 13), y él mismo con inefable dignación se hizo nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, asegurándonos que por otro camino nos era enteramente imposible llegar al conocimiento, a la amistad y a la gracia de su Eterno Padre (San Juan XIV, 6). Su doctrina es santísima, purísima y perfectísima: su verdad eterna, inmutable e indefectible: y su sabiduría inefable, incomprensible e infinita. Para oírle y obedecerle tenemos un divino precepto solemnemente promulgado por el Eterno Padre en el Tabor, el que sin observarlo no podemos salvarnos. Sus palabras son de vida eterna (San Juan VI, 69), y el que las guarde en su corazón para observarlas, será bienaventurado (San Lucas XI, 28). Con ellas nos prohíbe toda otra doctrina que la suya (San Mateo XVI, 6 y ss), toda otra converación que la importante y necesaria (San Mateo V, 37), todo otro cuidado que el de nuestra salvación, o que para él pueda de algún modo de conducirnos (San Mateo VI, 51), y nos manda que a Él y no al mundo amemos, que conformemos con la suya nuestra vida, y que aprendamos de Él la práctica de Ias virtudes, para encontrar aquel eterno a descanso que no podemos hallar otro medio. ¡Ah! ¡Cuán innumerables son los que para siempre se pierden, porque ignoran, olvidan y desatienden la santa doctrina de nuestro Señor Jesucristo, y siguen la ciencia terrena y animal y diabólica que el mundo y sus amadores les proponen!
¿Pero le será acaso al cristiano bastante el creer solo, y abrazar la doctrina de su Maestro y Redentor? No por cierto, porque debe además poner en ejecución lo que en ella se le enseña de su necesaria imitación. La vida del Señor es una lección práctica, y sus hechos como otros tantos preceptos, donde se nos enseña a todos lo que debemos obsevar. El cristiano desde que fue bautizado, quedó vestido de Cristo, de su gracia y de sus virtudes (Gálatas III, 27). Quedó con Él mismo muerto, y como sepultado para todo lo que es culpa, y solo vivo para la virtud (Romanos VI, 4). Y cquedó constituido místico miembro suyo (I Corintios VI, 15), y no verse para siempre reprobado: esto quiere decir que si nuestro Señor Jesucristo fue obediente, humilde, pobre de espíritu, manso, caritativo, paciente, misericordioso, y en todas sus acciones Santo, que nosotros habemos precisamente de hacer esto propio para poder salvarnos. Que si nuestro Señor Jesucristo tuvo escrita en su Corazón Santísimo la ley de su Eterno Padre, y la observó sin faltar en el más mínimo ápice, que nosotros para nuestra salvación debemos hacer lo mismo, y que si nuestro Señor Jesucristo padeció tormentos, afrentas, dolores y la misma muerte por salvarnos, que nosotros somos obligados a seguirle en esto, porque a ello nos obliga con su ejemplo (I Pedro II, 21), y porque habiéndole sido eso preciso para entrar en su gloria (San Lucas XXIV, 16), no es creíble que por otro medio podamos nosotros alcanzarla. La fe nos dice que si padecemos con el Señor, si fuéremos participantes de su Pasión, y si con Él muriéremos, con Él viviremos y reinaremos, y seremos en el Cielo glorificados (II Timoteo II, 11); pero sucederá sin duda lo contrario si faltásemos en todo aquello: aprendamos de Santa María Magdalena a ser verdaderos discípulos y fieles imitadores de nuestro Salvador, para ser amados y favorecidos de su Majestad: tengamos presente aquella su promesa de concedernos lo que pidiéremos si permaneciéremos en Él y si sus palabras permanecieren en nosotros (San Juan XV, 15). Y no, no olvidemos aquella su sentencia: que si alguno dejase de mantenerse unido a Él por gracia, por imitación y por secuela de su doctrina, será separado de Él privado de su comunicación y arrojado al eterno fuego, al modo que se hace con el sarmiento separado de su cepa (San Juan XV, 5).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
DÍA OCTAVO – 20 DE JULIO
EJERCICIO:
En este día, para imitar en algo el ardiente amor de nuestra Santa a a
Jesucristo, será el ejercicio visitar una Iglesia en donde haya depósito
del Santísimo Sacramento, y se acompañará al Señor por un cuarto de
hora, ocupándolo en su culto y alabanza.
CONSIDERACIÓN: La octava excelencia de Santa María Magdalena es haberla escogido el Señor para modelo y ejemplar de la vida contemplatva: se propone su ardentísimo amor a nuestro Señor Jesucristo.
Considera, alma, la rara excelencia de esta favorecida sierva y esposa del Señor en haberla escogido entre todos sus Santos para que fuese en su Iglesia ejemplar vivo y práctoco de la mejor y óptima parte de las dos que dejaba en ella establecidas para la santificación de sus hijos. Considera asimismo su inflamado amor a nuestro Señor Jesucristo, y la indispensable necesidad que tienes de este amor para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que habiendo establecido nuestro Señor Jesucristo en su Santa Iglesia las dos clases de vida, activa y contemplativa, en que dejaba dispuesto que respectivamente pudiésemos salvarnos y santificarnos sus hijos, y llegar a la misma unión con su Majestad en el estado de viadores, quiso también y dispuso con su infiniti sabiduría que su predilecta Magdalena nos sirviese de ejemplar y modelo para ello. La vida contemplativa respecto de la activa es la parte más sublime, más perfecta y óptima en la vida espiritual. Es en sí la más apta y proporcionada para la Union con Dios, y para su comunicación y trato. Y es por la que se afanan y suspiran aun los que viven en las santas inquietudes y laboriosas faenas de la activa. Los socorros de aquella: le son a esta tan necesarios, que sin ellos no es fácil, ni tal vez posible que puedan subsistir en la virtud los que la siguen, mas no sucede así por cierto a los contemplativos, porque con Dios y en Dios todo lo tienen (San Bernardo, Sermón III en la Asunción de la Virgen, núm. 2). De estas dos vidas puso el Señor por modelo a las dos Santas, Marta y Magdalena, pero asegurando Él mismo que esta última había escogido la mejor y óptima parte, porque sentada a sus divinos pies solo atendía a sustentar su espíritu con el celestial alimento de la divina palabra, es claro que nos la propuso por un ejemplar consumado de la vida contemplativa. Y no siéndonos permitido el dudar que esta sea la más recomendable y perfecta, se deja bien conocer cuanto sublimó a su amada Magdalena, en haberla escogido para que nos sirviese de idea de tan alta y difícil perfección. La de esta felicísima Santa parece haber llegado a lo sumo, asi porque en su vida nos lo dejó bastantemente acreditado, como porque su Divino Maestro no solo aseguró que había escogido y poseía la mejor y óptima parte, mas también que esta no le había de ser quitada en tiempo alguno. Palabras que dan a entender en cierto modo que sería confirmada en aquella especie de gracia para que nunca le perdiese. Y en efecto así lo da a entender aquella fuga que por divina inspiración hizo al desierto, y su pasmosa solitaria vida en él los treinta años últimos de su vida; pero mucho más el raro y estupendo favor de haber sido conducida al Cielo en manos de los Santos Ángeles por repetidas veces en todos y cada uno de los días de aquel dilatado tiempo, para cantar al Señor divinas alabamzas con los Santos y bienaventurados de aquella corte celestial (Oficio de Santa Marta Virgen, lección V. El P. Isidoro de Sevilla en su Vida de Santa María Magdalena, línea 15, núm. 204). ¡Oh inaudita, rara y sngular excelencia de Magdalena! No fue la hermosa Raquel (siendo también figura de la vida contemplativa) tan amada y acariciada de Jacob como lo fue nuestra Santa del amabilísimo Redentor Jesucristo.
Su amor al Señor la hizo digna y benemérita de favores tan señalados. Es fuerte el amor ccmo la muerte, y en ella lo fue tanto, que sin él no podía vivir de modo alguno, y muchas veces la vehemencia de su incendio le hubiera acabado con la vida, si Él mismo con especial providencia no se la conservase. Fue su amor activo, intenso y continuado; fue ardiente, fogoso e inflamado; y fue unitivo, seráfico y de transformación; si este desde su conversión dijo Cristo que había sido mucho y grande: ¿qué aumentos no tomaría con el trato frecuente de su Majestad? ¿A qué grado de perfección no llegaría con su especial doctrina, con los divinos favores que la hacía, y con su práctico ejercicio nunca jamás interrumpido? Si mirado su amor en aquel estado que corresponde al de los principiantes, mereciò que el mismo Dios lo asegurase grande, ¿dudaremos que llegando presto al de los perfectos, se dejase ver entonces para nosotros inefable? Y si desde sus principios fue tan activo que le consiguió un perdón universal a culpa y a pena, y un sinnúmero de favores y gracias que la levantaron a una grande santidad, ¿a qué grado de unión y de transformación no ascendería en el resto de sus años? Unida a Cristo y con Cristo, y transformada toda en él, no vivía en sí ni para sí, sino toda en Él y para Él. Altamente nos declara esto el grande Orígenes, hablando del encendido amor con que buscaba a Cristo en el sepulcro, y apareciéndosele en figura de hortelano, no fue por ella conocido: «Cuando depositó José el difunto cuerpo del Salvador en el sepulcro (dice este antiguo Escritor), sepultó con él María su propio espíritu; pero en un modo tan inseparablemente unido a él, que era más fácil el separarse su alma de su cuerpo, que la separación de su amante espíritu del cuerpo del Redentor. El espíritu de María vivía y estaba más en el cuerpo de Cristo, que en el suyo propio: y por esto, cuando buscaba el cuerpo del Señor, busca juntamente su propio espíritu, porque este lo perdió perdiendo el suyo Cristo en la Cruz. ¿Qué extraño, pues, que no tenga conocimiento de Cristo la que carecía del espíritu con que había de conocerle? Volvedle, Señor, a Magdalena el espíritu que tenéis de ella en vuestro sagrado cuerpo, y entonces recobrará el conocimiento, y depondrá con él su engaño» (Homilía de Santa María Magdalena. En Cornelio Alápide, cap. IV, verso 9 de los Cánticos, sentido 2º, al final). En suma, el corazón de Magdalena vivía y era todo de Jesús,y el de Jesús todo de Magdalena (Alápide, ibid.); y por esto, viviendo ella, era Cristo quien vivía y no Magdalena (cf. Gálatas II, 20), porque a semejanza del Apóstol vivía por amor y unión en Cristo, en Él dichosamente transformada. ¡Ah! ¡Qué amor tan consumado y tan perfecto!
PUNTO SEGUNDO
Considera bien ahora la necesidad que tienes de amar a nuestro Señor Jesucristo, y el modo con que debes amarlo para poder salvarte. Es Jesucristo nuestro Dios verdadero, nuestro creador y nuestro Padre, que nos hizo de la nada, que nos creó a su imagen y semejanza, capaces de conocerle, amarle y poderle gozar eternamente. Es nuestro primer principio de quien precisamente dependemos para el ser, para la conservación y para la acción y el movimiento. Y es nuestro último necesario fin, a quien necesariament deben dirigirse todos nuestros afectos, todas nuestras intenciones, todas nuestras cosas, y todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras: motivos son estos por los cuales somos obligados a amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con nuestras, fuerzas todas, bajo la pena de ser privados para siempre de su vista en el Cielo si así no lo observamos. Pero es también nuestro amabilísimo Redentor, que con su vida, Pasión y muerte nos redimió de la esclavitud del demonio, de la miseria del pecado y de su pena eterna, y nos reconcilió con su eterno Padre, haciéndose Él mismo propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, para que fuésemos nosotros justicia de Dios en Él, o por Él justificados y santificados con la gracia que nos mereció y adquirió con sus méritos infinitos. Ved aquí otro motivo que nos pone en la dulce y felicísima necesidad de hamarle hasta dar por Él la vida si fuere necesario. Añadió a todo esto el exceso de caridad con que Él nos ama, y el testimonio evidentísimo que nos da continuamente de ello en el Santísimo Sacramento del Altar, en el que no sólo se digna de asistir entre nosotros en sus Templos, y de que lo ofrezcamos en sacrificio a su eterno Padre por medio de los Sacerdotes sus ministros, y más también que le recibamos y le tengamos en nuestro pecho, siendo indignísimos nosotros de un bien tan incomprehensible. Y cuando así lo hayáis considerado, ved si tenemos arbitrios para dejar de amarle; y si no amándole, ¿será nuestra salvación posible? Sabed, pues, que la caridad de nuestro Señor Jesucristo para con nosotros nos urge, nos estrecha, os obliga a que vivamos no para nosotros, sí solo para Él, que quiso morir y resucitar por el bien de nuestras almas (II Corintios V, 14-15): sin hacerlo así no podemos salvarnos.
¿Mas cómo hemos de amarle? Justo es, y aun debido que amemos sin modo al que tan sin modo ni medida se dignó amarnos. Amémosle en sí, y amémosle en los suyos si deseamos llenar nuestra grande obligación en esta parte. En sí le amaremos cuando huyamos de ofenderle con la codicia com Judas, con la envidia como los Fariseos, y con el desprecio de su divina bra como los vecinos de Corozaín y de Betsaida: cuando obedeciendo sus preceptos le creamos y le adoremos por Dios Verdadero con el Padre y con el Espíritu Santo, le sirvamos y le veneremos en espíritu y verdad, y le seamos agradecidos como el devoto Samaritano: cuando celando su honor cuidemos del decoro de sus templos, le deos religioso culto en todas partes y le alabemos en público, sin temor de los respetos humanos, con la piedad y fervor que lo hicieron las tumrbas entrando el Señor en Jerusalén el Domingo de Ramos. Le amaremos en los suyos si respetamos a sus Ministros los Sacerdotes, oyéndolos y obedeciéndolos como al mismo Señor cuando nos enseñan su doctrina. Si dejamos de perseguir al inocente y de mortificar al justo, en quien particularmente se nos representa, y si somos francos y liberales con sus pobres, socorriéndolos con alegría y sin escasez en sus necesidades. Estos son místicamente entendidos los pies de nuestro Salvador, que mereció ungir la Magdalena, y que a imitación suya podemos ungir nosotros con el bálsamo de la doctrina a la que la misericordia nos inclina (San Gregorio Magno, Homilía XXXIII sobre el Evangelio). Amemos, pues, a nuestro Señor Jesucristo en su cuerpo místico, que son los fieles, porque sin esto es imposibleamarle como debemos y nos manda. Amémosle de todos modos, ya con los actos exteriores de culto, adoraciión y de alabanza, y ya principalmente con los del interior, de suerte que el amarle no sea con la lengua y las palabras, sino con las obras que acrediten su verdad (San Juan III, 18). Y amémosle con el fervor, constancia y continuación que la bendita Magdalena, imitando los muchos y raros ejemplos que nos dio de esta vitud, para que por este medio lleguemos a la perfección que ella llegó, alcancemos los premios que ya ella goza, y evitemos el ser comprendidos en aquella formidable sentencia del Espíritu Santo: «si alguno dejase de amar a nuestro Señor Jesucristo, sea anatematizado y maldito» (I Corintios XVI, 22).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
EJERCICIO:
En este día será el ejercicio confesar y comulgar devotamente para
concluir con fruto la Novena, especialmente los que por algún motivo no
lo hicieron el primer día, y para imitar en algo la caridad de nuestra
Santa, se dará una limosna a un pobre, según la facultad de cada uno.
CONSIDERACIÓN: La novena excelencia de Santa María Magdalena es haberla constituido el Señor abogada de los pecadores para su conversión, y protectora de los justos para llegar a la contemplación y unión con Dios. Se propone su heroica caridad.
Considera, alma, el especial privilegio concedido a esta gran Santa de ser abogada de los pecadores para su conversión, y de los justos para que lleguen a la contemplación y unión con Dios. Considera asimismo su heroica caridad, y cuán necesaria nos es esta virtud para poder salvarnos.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que aunque nuestra santa fe nos enseña que nuestro Señor Jesuchristo es necesariamente nuestro abogado y medianero para con su Eterno Padre (I Juan II, 1), y que su Majestad nos mereció la gracia para nuestra justificación, santificación y salvación, de tal suerte que sin Él nos es imposible todo esto (San Juan XV, 5), no por eso son inútiles los ruegos de los Santos, ni se nos prohíbe el valernos de su intercesión, ni se le hace con ello agravio a nuestro amabilísimo Redentor (Concilio de Trento, sesión XXV, Decreto sobre la Invocación y religión de los Santos), antes bien cede en honor suyo el ser conocido y predicado en sus Santos admirable: y de esta católica verdad tenemos repetidos testimonios en las santas Escrituras, así en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Los Santos no solo son nuestros modelos y ejemplares para que aprendamos de ellos la virtud: son además nuestros protectores para favorecernos y alcanzarnos de Dios con sus ruegos el remedio de nuestras necesidades, y para esto nos lo pone a la pública veneración la Santa Madre Iglesia: por ellos nos dispensa el Señor sus beneficios, y parece haber destinado particularmente a algunos para por su medio concedernos alguna gracia especial, espiritual o temporal. Entre estos ha señalado a la Santísima Magdalena, para que al mismo tiempo que nos dio en su conversión y penitencia un ejemplar extraordinario y admirable, sea también poderosa para conseguir de la divina piedad un bien semejante a los pecadores, de modo que detestando estos su mala vida, se conviertan a verdadera penitencia y consigan su infinita misericordia (San Bernardino de Siena, citado por el P. Isidoro de Sevilla en la Vida de Santa María Magdalena, línea 21, núm 253), como lo testifican diferentes ejemplares. La ha destinado el Señor para guía y modelo de los contemplativos, y para que los justos llamados a ese estado, puedan con su protección llegar a él, y venciendo dificultades subir al de la unión con Dios, de que es testigo abonado y de mayor excepción el Beato Elías Tolosano, del Sagrado Orden de predicadores, que en la hora de su muerte depuso haber debido a la intecesión de esta su Santa protectora estos y otros grandes bienes espirituales que había recibido del Todopoderoso, contando entre ellos el de la salvación eterna de su alma (P. Isidoro de Sevilla, op. cit., por toda la línea 16). Muchos son los que han experimentado en sí la eficacia de los ruegos de la bendita Santa, así para convertirse, como para llegar a una perfección muy alta en el camino de la vida espiritual; y por eso es conveniente que todos la invoquemos para unos fines tan interesantes. Y a la verdad, si tanto pudieron con Asuero los ruegos de la Santa Ester, que obligaron a tratar y amar como amigos los que como enemigos había ya sentenciado a muerte, y revocando este decreto honrarlos mucho y llenarlos de felicidades, ¿qué dificultad hallaremos en tener por cierto que la oración de nuestra Santa es para con Dios más activa y recomendable a favor de los pecadores y de los justos, de quienes Él mismo con distintos respetos la ha constituido su abogada y protectora? Ninguna, por cierto, porque habiendo sido su caridad tan heroica, y sus ruegos ahora y siempre tan eficaces en la divina aceptación, eso y mucho más podemos esperar mediante su intercesión.
Si la caridad, que es la Reina de todas las virtudes, fue como el alma, el ser y la vida de Santa María Magdalena, y de todas, y cada una de sus acciones: de suerte que desde su admirable conversión hasta su muerte felicísima no hizo obra alguna de virtud que no fuese o acto de caridad, o imperado, informado o asociado de ella. Vivía de esta virtud, con ella dormía, de ella se alimentaba, y si hablaba, si se movía, si respiraba, siempre era ocupando la caridad su alma y su corazón, haciendo que de la abundancia de este la boca hablase, y se multiplicasen las buenas obras. En suma, como Dios es caridad, y esta fue en Magdalena tan heroica, no dudamos que con ella vivió Magdalena en Dios, y Dios en Magdalena (San Juan IV, 16): de aquí como de un manantial el más abundante y perenne nacían aquellos ríos de lágrimas que corrían de continuo por sus venerables mejillas. De aquí aquellas ansias insaciables de extender por todo el mundo el nombre Santísimo de Dios su fe, su culto y su religión. Y de aquí aquel esmero, actividad y eficacia en procurar el bien de sus proximos, ayudarles y favorecerles en vuanto le era posible, aun a costa de los mas grandes trabajos y de exponer su vida a los riesgos más evidentes. Movida de esta caridad abria liberal sus manos para socorrer al pobre, y extendía con generosidad sus palmas para remediar al necesitado, gastando con ellos los bienes de fortuna que había heredado de sus padres, mientras que los tuvo en su poder; no habiendo indigencia alguna que llegase a su noticia, a que dejase de subvenir misericordiosa y compasiva; porque sobre todo se conmovían sus entrañas y su corazón se liquidaba. Pero donde con mayor claridad nos hizo ver los subidos quilates de su caridad fue en el celo verdaderamente apostólico con que trabajó por la salvación de las almas. Llevada de este celo catequizaba e instruía en los misterios de nuestra fe a las mujeres que se convertían en Jerusalén y en Palestina con la predicación de los Apostóles. Antes de ser presa y expuesta al naufragio con los de su santa familia, predicaba también, y con divina elocuencia persuadía a cuantos la escuchaban la necesidad de convertirse a Dios, y hacer condigna penitencia de los pecados. Después, habiendo llegado a Marsella de Francia, predicó públicamente en ella y en su comarca el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo con tanta eficacia y fruto, que destruyó la idolatría y estableció la Santa Fe Católica en todos aquellos pueblos. Ocupándose en este apostólico ministerio por algunos años, hasta que por divina ordenación se retiró a la soledad a reducirse toda a la contempñación: por eso es llamada con razón Apóstola de los Marselleses y de toda aquella provincia. ¡Oh qué caridad tan heroica la de esta Santa! Verdaderamente que ella fue copiosamente derramada en su corazón por el Espíritu Santo, pque le fue dado para que obrase en ella tales maravillas (Romanos V, 5).
PUNTO SEGUNDO
Considera por último cuán necesaria nos es a todos la caridad con Dios y con el prójimo para poder salvarnos. Esta es una virtud esencialmente precisa a todo cristiano, a todo racional y a todo hombre, en tanto grado que sin su conocimiento y práctica seríamos los racionales de igual, y aun peor condición que las bestias: estas, los insensibles, y todo el conjundo de las criaturas que carecen de razón sirven a Dios en su modo, y le obedecen puntualmente en aquel fin para que las creó, sin discrepar un punto de su voluntad; y por esta misma atiende cada una a la conservación de su respectiva especie. Todo esto que ellas obedeciendo al Autor y Creador de la naturaleza hacen naturalmente, debemos hacer los racionales por motivo sobrenatural, cual es el de mandarlo Dios así en su santa ley, que toda es la caridad. A esta nos obliga Dios, la naturaleza, y la Iglesia Santa con sus respectivos preceptos. Dios necesariamente nos obliga, y manda que le amemos; porque habiéndonos creado para sí a su imagen, y semejanza, con capacidad para conocerle, y amándose su Majestad necesariamente a sí mismo, no pudo ni debió ponernos otra ley que esta suavísima y santísima de la caridad. La naturaleza nos está dictando, y como compeliendo, á que amemos al que nos dio el ser que de solo Él recibimos, y de quien depende precisamente nuestra conservación, y todos nuestros movimientos y respiraciones, con cuantos bienes naturales de Él continuamente recibimos. La Santa Iglesia nos manifiesta con mayor claridad esta obligación, dándonos a conocer al Señor como autor de la gracia, y de todos los bienes sobrenaturales de esta vida, y de la eterna. Esta caridad es la mayor, la más excelente, y la de mayor mérito en todo, que las demás virtudes. Su obligación, o el precepto que tenemos de ella es el mayor, el primero y el principal de todos, y es el todo de la ley Santísima de Dios, porque todos sus mandamientos a este única y precisamente se reducen. Sin esta virtud, carece el alma de la gracia de Dios, del honroso título de hijo suyo adoptivo, y de la dichosa suerte de ser su heredero .en la otra vida. Sin ella son muertas las demás virtudes, carecen de mérito las buenas obras, y no podemos agradar a Dios en modo alguno. Y sin ella andamos descaminados, vivimos en tinieblas y caminamos a la eterna perdición, porque faltándonos la caridad somos manchados de la culpa, esclavos de Lucifer, enemigos de Dios, contrarios a nosotros mismos, y reos de un eterno padecer, sin esperanza de remedio, mientras que no volvamos a recobrarla.
Con esta caridad debemos amar a Dios sobre todas las cosas, dispuestos siempre a carecer de ellas, y perderlas todas antes que ofenderle con un solo pecado. Debemos amarle con todo nuestro corazón, no amando fuera de Él, ni junto con Él otra cosa alguna con ofensa suya. Y debemos amarle con todas nuestras fuerzas, empleándolas en resistir al pecado, y en sacrificar la propia vida cuando en obsequio del divino amor nos fuere necesario. Hemos de amar a Dios doliéndonos de nuestras culpas, para que nos las perdone: hemos de amarle por los beneficios recibidos, para que continúe sus misericordias con nosotros: y hemos de amarle por ser quien es infinitamente bueno y digno del amor de todas las criaturas. Esta caridad nos dicta el cómo habemos de ordenar a Dios nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras, para que agradándole en todo nunca le ofendamos, nos enseña a detestar, a llorar y a dolernos de las culpas cometidas, a formar, a mantenernos en el más firme propósito de no volver a cometerlas, y a trabajar en satisfacer por ellas y su reato con las obras buenas, y apurar y limpiar en el alma sus manchas y sus reliquias; y nos demuestra prácticamente que con ella es fácil la observancia de la ley, y suave el yugo del Señor, y nada pesada la carga de nuestras muchas y respectivas obligaciones. ¡Ah! Si las palabras de Dios son para un alma devota más dulces sin comparación que la más gustosa miel (Salmo CXVIII, 103), ¿cuánta será la suavidad, el gusto y la dulzura de su divino amor? Gustadlo, y veréis por experiencia cuán suave es el Señor, y cuán dichosos los que opnen en Él todo su amor y su esperanza (Salmo XXXIII, 9). Pero no olvidemos que con esta misma caridad debemos amar a nuestros prójimos, para llenar todos sus deberes; estos son, en esta parte, que los amemos con buen orden, con generalidad, y del modo que conviene. Será bien ordenado el amor a nuestros prójimos cuando guardemos en esto el buen orden que la fe y la razón nos dicta: esto es, que en nuestra estimación y atención sean los padres primero que los hijos, estos que los hermanos, que los demás parientes: primero estos que los extraños, los Católicos que los infieles, los justos que los pecadores; y en todos estos sepamos anteponer la mayor a la menor necesidad, y a la temporal la espiritual. Será general cuando a todos verdaderamente los amemos, sean buenos o malos, amigos o enemigos, extraños o propios, grandes o pequeños, vivos o difuntos, con tal que solo queden excluidos los infelices condenados. Y será como conviene si fuere el amor en Dios, o del modo que su Majestad nos lo ha enseñado con su ejemplo; por Dios, esto, es, por el motivo sobrenatural de mandarlo así el Señor: y para Dios, que es desearles su espiritual felicidad en la posesión de la gracia, en la práctica de las virtudes, y en el logro de su eterna salvación. Esta caridad ha de ser interior y verdaderísima, porque de ningún modo lo es la que se limita a sólo los actos exteriores; ha de ser acompañada de buenas obras y llena de los actos de la misericordia: y ha de ser honesta, liberal y desinteresada, porque de lo contrario dejará de ser caridad, y será un afecto vicioso y criminal de torpeza, de impiedad o de avaricia. Tomemos por modelo a la bendita Madre Santa María Magdalena, cuya caridad fue sublime y elevadísima en el estado de los perfectos en la vía unitiva, bien demostrada en la tercera misteriosa unción que intntó hacer del sagrado difunto cuerpo de nuestro Salvador cuando yacía en el sepulcro, para que aprendiendo de sus ejemplos y tratando de imitarlos, consigamos más abundanemente de su protección, y con ella las bendiciones del Altísimo por el ejercicio de su caridad; hechos cargo de que sin ella los dones y las gracias sobrenaturales de ciencia, de profecía, de operación de milagros, el distribuir un imenso caudal entre los pobres, y aun el dar la vida en el martirio, de nada nos sirve (cf. I Corintios XIII, 3), ni puede bastar para nuestra salvación.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
PRÓLOGO Y ADVERTENCIA AL QUE LO LEYERE
Yo supongo, benévolo lector mío, que conformándote con el sentir que prácticamente sigue la Santa Madre Iglesia Romana, Madre y Maestra de las demas iglesias, y seguro depósito de la verdad, opinarás que fue una sola aquella Santa María Magdalena de que se nos habla con repeticiòn en los Santos Evangelios, y que no fueron dos ni tres, como algunos antiguos Padres y modernos escritores han creído. Y que convencido de ello no extrañarás que de una, y no de más entienda yo cuanto en la sagrada historia se refiere, asi de diferentes hechos suyos memorables, como de las tres unciones misteriosas, dos efectivas, y una intentada, con que obsequió y adoró la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, y confesó pública y solemnemente su Divinidad. Los Santos Padres y los sagrados expositores descubren en estas unciones tales Misterios, con tantas y tan excelentes virtudes que no podemos dudar de su elevada y altísima perfección. Sus hechos en todas desde la primera en su conversión fueron de una heroicidad extraordinaria y hasta entonces nunca vista, que demuestran hasta el convencimiento su santidad eminente y prodigiosa. Pero sobre todo las justas, dignas y altas expresiones con que aprobó, canonizó y recomendó nuestro Señor Jesucristo cuanto en ellas había practicado su amada y amante Magdalena, nos evidencian que excede mucho su mérito a nuestra capacidad, y que sin luz especial suya nunca podremos llegar a comprenderlas.
Fundados en tan sólidos principios tenemos por cierto que en la jerarquía de los Santos ocupa esta un lugar altísimo y sublime, inmediato mucho al de los Santos Apósteles, como que necesariamente habemos de contarla entre los Discípulos del Señor; y por una de las almas más señaladas en seguir, practicar y enseñar su celestial doctrina: que con los demás estuvo presente a la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo en el Cenáculo cuando la venida del Espíritu Santo, y después en la promulgación, predicación y propagación del Sagrado Evangelio, igualmente que en otras funciones del ministerio Apostólico, que leerán con su sexo compatibles, Y en efecto, si de San Pablo primer Ermitaño, que huyendo de la persecución de los Emperadores Gentiles se retiró a servir a Dios en un desierto, depone el grande San Antonio Abad, que vio su alma en el Cielo entre los Coros de los Profetas y de los Apóstoles, ¿qué podremos pensar de la que tanto hizo, trabajó, y padeció por Cristo con sus Apostóles y Discípulos? ¿de la que fue escogida por Él mismo para norma, Maestra y ejemplar de la vida contemplativa? ¿y de la que reveló su Majestad a Santa Brígida que había sido una de las tres almas que le habían agradado mas en esta vida? Parece que no hay motivo para disputarle su preeminencia, ni para dudar de la eficacia y poder de su intercesión a favor de los mortales; particularmente de los que en medio de una mala vida conocen su necesidad de convertirse a Dios con verdadera penitencia, y de las almas justas que aspiran a la cumbre de la perfección cristiana, y al agrado de la divina unión en esta vida.
Los innumerables prodigios que en todos tiempos ha obrado Dios por sus ruegos a favor de sus devotos, convencen la importancia de su devoción, y las grandes utilidades que de ella pueden a todos resultarnos, así en lo térriporal, como principalmente en lo espiritual, y que dice orden a lo eterno. Del Santo Profeta Elías dice el Espíritu Santo que son dichosos los que le conocieron, y que se pueden reputar por felices los que fueron honrados con su amistad y con su trato (Eclesiástico 48, 11), y esto propio podernos decir nosotros de los que logran la suerte dichosísima de ser protegidos de esta gran sierva y amante esposa del Señor; porque pueden con ella prometerse mil felicidades, tanto en esta como en la otra vida. Felices y dichosos los hijos de mi Querúbico Padre Santo Domingo en su Sagrada Orden de Predicadores, porque entre las demas Religiones han merecido su especial amor y sus más señalados favores, hasta el extremo de entregarles su corazón y de llamarles sus hermanos como Cristo a sus Aposteles. Por esto es particularmeníe amada y venerada de los profesores de su Apostólico instituto; al modo que lo son el Arcángel San Rafael en la Religión del Padre San Juan de Dios, el Señor San Lorenzo Mártir en la de nuestra Madre y Señora de la Merced, Santa Ines Virgen y Mártir en la de la Santísima Trinidad, en la de la Compañía de Jesús San Juan Nepomuceno, y en la de los Reverendos Padres Descalzos de Nuestra Señora del Carmen el castísimo Patriarca mi Señor San José, y así otros.
Al citado ejemplar de los hijos de mi Padre Santo Domingo, que es bastantemente recomendable, puede añadirse otro no menos autorizado y grave de la Santa Iglesia de Roma. En ella es antiquísima costumbre que en el Jueves Santo lave el Sumo Pontífice todos los años los pies a trece Sacerdotes, los doce en memoria de los doce Aposteles, a quienes los lavó nuestro Señor Jesucristo, el decimotercio en obsequio del Señor, y en memoria de haberle layado los suyos con sus lágrimas la Santa. Magdalena en casa del Fariseo (Benedicto XIV, De festis, lib. I, cap. 5. num. 55). Lo es también que en el Sábado Víspera del Domingo de Ramos distribuya sy Santidad por sí mayor cantidad de limosna de la que es común entre los pobres, en recuerdo de la generosa liberalidad con que ungiendo al Señor la Santa en aquel día quebró el vaso de alabastro sobre su Sacratísima Cabeza (Ibid., cap. 4, num. 25). Estos hechos tan insignes nos recomiendan mucho la devoción a esta gran Santa, y en ellos mismos se nos deja ver su no común importancia. Este es el fin de haberse escrito esta Novena, por repetidas instancias de un Religioso grave del referido Orden de Predicadores en especial devoto, a cuya solicitud y expensas sale a luz, con el fin piadoso de aumentar el número de sus devotos y de sus favorecidos, en estos tiempos calamitosos en que abunda la impiedad, y en que son tantos los males qne padecemos.
Con la mira a estos dos fines se ha formado la Novena con particulares consideraciones, ya de las excelencias de la Santa, y ya de sus heroicas virtudes. Estas para que aprendamos a separarnos de la impiedad y de los deseos del siglo, y tratemos de vivir con sobriedad, con justicia y con piedad como por cristianos nos corresponde: y aquella, para que aficionados a la Santa Magdalena nos declaremos sus devotos y nos pongarnos bajo su poderosa protección, a fin de conseguir de Dios por ella sus beneficios y sus Misericordias. Mas para el fruto espiritual de este piadoso ejercicio se asegure en parte, y sea en todo má abundante se propone en el segundo punto de cada consideración la obligación y necesidad que tenemos de practicar aquella misma virtud para no desmerecer la eterna salvación de nuestras almas, que sin ellas no puede conseguirse. En este punto debemos tanto más empeñarnos, cuanto que este es el objeto más principal de estos devocionarios, y la mayor y más interesante causa que a ello nos lleva y nos inclina. Sin él podemos decir en cierto modo que el haberle hecho, de nada o de muy poco puede aprovecharnos. No es esto desaprobar que se haga por obtener el remedio de alguna necesidad temporal, o por otro motivo semejante; es sí proponernos cuál haya de ser nuestra primera intención y nuestro cuidado más importante, para no malograr un medio de que tantos bienes pueden resultarnos.
Dios, de quien todo perfecto bien desciende sobre nosotros, se digne concedernos que así sea; y para ello quitar de nuestros corazones la dureza en que se hallan, y darnos la docilidad de que carecemos, para agradecer sus beneficios, corresponder a su gracia, y aprovecharnos de los auxilios con que nos favorece, movido tal vez de los ruegos de sus Santos; y haga que los de Santa María Magdalena nos aprovechen para la reforma de costumbres, para la santificación de nuestras almas, y para el logro de una feliz eternidad. Amén. VALE.
ADVERTENCIA: Dos cosas conviene advertir para que en la práctica de esta Novena se evite la extensión y el fastidio.
- Que cuando se haga no es preciso leer las consideraciones que van en ella, como si fuesen parte esencial suya., Basta leer, o rezar devotamente las oraciones. Si el devoto gustare, podrá leer aquella en algún rato del día en que se halle menos ocupado, para que le sirva de lección espiritual.
- Que haciéndose en público, o por muchos juntos, sea uno solo el que lea seguidamente las oraciones, sin que los demás repitan, pues basta que en su interior se conformen con él y digan en su corazón lo que dice el que las va leyendo a nombre de todos. Esta es la práctica de la Santa Madre Iglesia en el oficio divino cuando se reza en comunidad, de que conviene no desviarnos.
DEVOTA NOVENA EN HONOR Y OBSEQUIO DE LA PREDILECTA DISCÍPULA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO Y DE SU SANTÍSIMA MADRE, LA AMANTE PENITENTE Y FIDELÍSIMA SANTA MARÍA MAGDALENA, ABOGADA SINGULAR PARA LA CONVERSIÓN DE LOS QUE ESTÁN EN PECADO MORTAL
A una hora competente, de rodillas delante del Altar, Imagen o Efigie del Santo: se persignará y hará un fervoroso acto de contrición y después se hará la siguiente oración:
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Criador y Redentor mio, por ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido: propongo firmemente de nunca más pecar, y de apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, y de confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta, y de restituir y satisfacer si algo debiere: ofrézcoos mi vida, obras y trabajos en satisfacción de todos mis pecados; y así como os lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonaréis, por los merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, Pasión y Muerte, y me daréis gracia para enmendarme y para perseverar en vuestro santo servicio hasta la muerte. Amén.
EJERCICIO: Este día, en memoria de la perfectísima conversión de Santa María Magdalena, para imitarla en algo, y para disponernos mejor a conseguir el Fruto de esta Santa Novena, será el ejercicio confesar y comulgar con particular preparación y devoción, y si por algún justo motivo no se pudiese, se hará en el siguiente.
CONSIDERACIÓN: La primera excelencia de Santa María Magdalena es haber sido la primera que buscó a nuestro Señor Jesucristo para el remedio de su alma. Propónese su maravillosa conversión.
Considera, alma, esta grande excelencia y esta conversión singularísima de la Santa Magdalena, y la obligación en que te hallas de imitarla para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, la excelencia de esta bendita Santa en haber sido la primera entre todos los que oyeron y vieron a nuestro Señor Jesucristo que le buscó arrepentida de sus culpas, y con el fin de que se las perdonase (Cornelio Alápide, en San Lucas VII). Predicaba nuestro amabilísimo Salvador a todos, y para todos. Oíanle indistintamente los hombres y las mujeres, los grandes y los pequeños, los sabios y los ignorantes, los justos y los pecadores. Concurrían en numerosas tropas los pueblos a escuchar su predicación y su doctrina, no solo en el Templo y en las Sinagogas, mas también en las plazas, en los campos y en los desiertos. Concurrió con los demás un día la noble y famosa Magdalena; y entre oírle y convertirse no hubo medio, como no le hubo tampoco entre su conversión y la práctica efectiva resolución de buscarle arrepentida para que la perdonase. Fue muy rara esta mudanza, y muy notable, así por las circunstancias de la persona, que era de la mayor distinción y de relajada conducta, como por haber sido la primera que con este motivo buscó y se arrojó a los pies de nuestro Señor Jesucristo. Los demás le habían buscado, y le buscaban por entonces con solo el fin de que los sanase en sus enfermedades corporales, les diese la vista, el habla, o el oído de que carecían, o los remediase en alguna necesidad temporal en que se hallaban. Muchos en medio de esto se burlaban de sus milagros, no creían sus virtudes, y contradecían su Celestial Doctrina. Mas la Santa y felicísima Magdalena fue la primera entre todos que como cierva herida corrió a buscar las aguas de la Divina Misericordia a los pies de su amabilísimo Redentor para lavarse en ellos de sus culpas, mejor que Naamán Sirio de su lepra en el Jordán, y para conseguir por medio de su conversión y de su arrepentimiento el perdón, la gracia y el bien espiritual de su alma, que únicameme pretendía. ¡Ah! Si es de tanta excelencia para los Santos Apóstoles San Juan y San Andrés haber sido los primeros que buscaron y siguieron a nuestro Señor Jesucristo luego que el Bautista les dijo que aquel era el Cordero de Dios que había venido a quitar los pecados del mundo, dando este buen ejemplo a los demás que después fueron llamados al Apostolado (San Juan I, 37. Ver a San Juan Crisóstomo en Cornelio Alápide y Santiago Tirino), ¡de cuánta lo será para la gloriosa Magdalena, que adelantándose á todos, enseñase a los pecadores el fin y el modo de buscar al Divino Redentor!
Pasa de aquí a considerar su rara perfectísima conversión, no menos admirable por lo que tuvo de portentosa, que digna por sus actos de la imitación de todos. Fue a la verdad esta conversión una de las más perfectas que se han visto y de que se hace mención en las Santas Escrituras. Nada le faltó de cuanto para serlo es necesario, porque se volvió a Dios con todas las veras de su alma y se apartó enteramente de cuanto pudiera ser ofensa suya (Eclesiástico XVII, 23). Desde luego hizo al Señor el más completo sacrificio de sí misma, y de sus cosas todas. De su corazón contrito y htimillado, de su alma poseída de un amor intenso y fervoroso, de su espíritu contribulado con el más vivo dolor de sus pasados yerros. De sus potencias, coasagrándolas enteramente a la memoria de los divinos beneficios, al conocimiento y consideración de las verdades eternas, y al amor de su misericordiosísimo Salvador; y de sus sentidos corporales, empleándolos todos, en su culto, obsequio, alabanzas, veneración, satisfación y desagravio, con los actos, más ejemplares y religiosos. No dejó en sí cosa alguna pecaminosa y mala en sus tratos, en sus vestidos o en su persona, ni aun el afecto al más leve pecado, que miraba y aborrecía como ofensa de su Creador. Todo lo evidenció en el acto de su primera y misteriosa unción en casa del Fariseo, donde vestida de honestidad, de penitencia y de un santo rubor se arrojó a los pies de nuestro Señor Jesucristo, con más espirítu, religión y santa animosidad que la insigne Rut a los de Booz. Allí postrada hizo ver su perfecta contrición en las continuas lágrimas con que los regó y los lavó, mejor sin duda que el ya arrepentido David el lecho de su descanso y que el suelo de su habitación (Salmo VI, 6), su ferviente amor al Señor en los devotísimos ósculos con que los veneraba; la religiosísima piedad con que lo creía, lo confesaba y lo adoraba por su Dios en el precioso ungüento con que los ungía, y en la agraciada madeja de sus cabellos con que les limpiaba, el perfecto holocausto que le hacía de sus puros, devotos pensamientos, y de sus cosas todas, sin reservar ni aun la más pequeña. Mudanza fue esta de la diestra del Excelso, y obra de su omnipotencia, de su bondad y de su gracia, a que correspondiendo como debía la favorecida Magdalena, se dejó ver toda «vestida de la justicia y de la verdadera santidad del nuevo Adán Jesucristo, libre ya y despejada totalmente» (Colosenses III, 9).
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora, volviendo ya sobre ti la reflexión, cuán necesario te es imitar en cuanto puedas este ejemplo para poder salvarte. La conversión de un pecador no es menos necesaria en sí que en sus principales circunstancias. De ella tenemos un divino precepto, y en el mismo se nos declara que ha de ser con todo nuestro corazón y con todas aquellas exteriores y nada equivocas demostraciones que hagan manifiesta su verdad (Joel II, 12). Pero además debemos estar persuadidos los que lo somos, que ella es de necesidad de medio, ya para que perdone Dios nuestros pecados y nos vuelva al estado felicísimo de su amistad y de su gracia, y ya para evitar los castigos temporales y los eternos, y no perder el último fin de nuestra salvación, para el que fuimos creados. Si no llegamos a convertirnos con la verdad que se nos manda, se armará el Señor contra nosotros, y nos hará experimentar los temibles efectos de su justa indignación y de sus iras (Salmo VII, 13). Si resistimos ahora al soberano auxilio de su gracia con que nos llama, nos mueve y nos ayuda para ella, es de temer que cuando en las congojas, y angustias de nuestra muerte le llamemos, se burle de nosotros y no haga caso alguno de nuestros clamores, por esforzados que ellos sean (Proverbios I, 29). Y si avisados de esta obligación, faltamos a cumplirla, dejando pasar el tiempo que se nos da de vida, moriremos en nuestra iniquidad (Ezequiel III, 19), y a ella seguirá una eterna perdición, ya entonces inevitable. ¡Ah! ¡Cuán necios y cuán culpables somos en olvidar estas verdades!
Ni pensemos que el tiempo y el modo de convertirnos se ha dejado a nuestra voluntad o a nuestro arbitrio. Viviríamos muy engañados si tal creyésemos. Estas dos circunstancias de nuestra conversión no son menos esenciales y precisas que ella misma. Dios nuestro Señor igualmente que nos pone el precepto afirmativo sobre ella, nos impone el negativo, prohibiéndonos su dilación y su tardanza: No quiere que ni por un solo día la dilatemos (Eclesiástico V, 8). Quiere, sí, que sea con la velocidad y prontitud más diligente (Salmo VI, 8). Una pequeña demora puede hacer que sean tal vez inútiles nuestros posteriores esfuerzos, como acontecía a los enfermos de la Piscina en Jerusalén (San Juan V, 4), o que no hallemos con facilidad al Señor cuando después le busquemos, como le sucedió a la mística Esposa de los cánticos (Cánticos V, 6), o que para siempre le perdamos, como los que se excusaron de asistir al convite de la gran cena (San Lucas XIV, 24). Pronta debe ser nuestra conversión cuando recibimos el auxilio para ella, pero ha de ser además entera, total y completísima. No ha de quedar pecado que no detestemos, vicio que no corrijamos, daño que no reparemos, ocasión de que no huyamos, escándalo que no evitemos, pasión que no refrenemos, y medio de que no nos valgamos para excusar la culpa y para satisfacer el cargo, la responsabilidad,y el reato que tengan las que ya habemos cometido. Aprendamos todo esto de la maravillosa conversión de Santa María Magdalena. Imitemos los ejemplos que nos da en esta ocasión; y conforme a ellos tomemos la firme resolución de buscar de veras a Dios mientras que podemos hallarle (Isaías LV, 6), no suceda que buscándole tarde, y de un modo indebido como los Escribas y los Fariseos a Cristo, además de no encontrarle, nos deje el Señor morir en nuestro pecado (San Juan VI, 34).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la siguiente Oración para todos los días:
Clementísimo Señor y Dios todopoderoso, Uno en la identidad de la esencia, y Trino en la distinción de las Personas, mi Creador, mi Salvador y mi Padre amabilísimo, en quien creo, en quien espero y a quien amo con todo mi corazón, con toda mi alma y con mis fuerzas todas, como a mi único primer principio y a mi último necesario fin. Yo, humilde criatura vuestra, os alabo por vuestros atributos y perfecciones infinitas de sabiduría, omnipotencia, justicia, misericordia, eternidad, independencia e inmensidad; os adoro por vuestro ser eterno, inmutable y perfectisimo, por vuestra suma inefable bondad y santidad, y porque sois el principio y el fin de todas cosas, en quien somos, vivimos y nos movemos, yo os doy gracias por todos los beneficios comunes y especiales, ocultos y manifiestos, temporales y espirituales que me habéis hecho, para que os tema, os ame y os sirva mientras viva, y me haga digno de una dichosa suerte en la eternidad. Confirmad, Señor, con vuestra gracia, desde el Templo Santo de vuestra Gloria, esto que os habéis dignado obrar en mí, para que mi alma no se pierda. Atended a los méritos infinitos de vuestro Unigénito mi Redentor, y a los que juntos con ellos os presento de vuestra escogida, fidelisima y predilecta Sierva Santa María Magdalena, igualmente que a las raras y singulares excelencias, a las muchas y perfectísimas virtudes con que la condecorasteis en su vida, y a los grandes y señalados premios con que la habéis coronado en el Cielo; y por todo esto concededme la imitación de sus ejemplos, el logro de su protección en la vida, en la muerte y en todas mis necesidades, particularmente en aquella porque hago esta Novena, y por su fruto espiritual, para que consiguiendo por su intercesión el agradaros en la vida, alcance con ella el veros y alabaros para siempre en la Bienaventuranza. Amén.
ORACION PARA EL DÍA PRIMERO
Benditísima, felicísima y bienaventurada protectora mía Santa María Magdalena, prodigio de la gracia, portento de virtud y milagro de la Divina Misericordia, porque en vos derramó el Señor los inmensos tesoros de Su liberalísima clemencia, para la manifestation de su bondad y de su poder. Vos sois la que arrepentida de los desaciertos de vuestra vida relajada buscasteis con igual fervor que la esposa de los Cánticos a vuestro Divino Redentor para que os los perdonase; vos la mística Rut que postrada a los pies del humano Hijo de Dios, tomó aquella a los de Booz, conseguisteis su gracia, su amistad y sus más señalados beneficios, y vos la que con rara y singularísima excelencia os llegasteis a nuestro Señor Jesucristo la primera de cuantos le vieron y le oyeron en su Predicación para pedirle el perdón de las culpas y el remedio de vuestra alma, mediante vuestra prodigiosa perfectísima conversión, con que fuisteis de admiración a los hombres y disteis nueva gloria al Señor, confusión al infierno y júbilo extraordinario a los Ángeles del Cielo. Yo os suplico por esta excelencia, por la de vuestra conversión maravillosa y por los altos misterios de la unción que en ella hicisteis a los sagrados pies de nuestro Salvador, como por las virtudes que entonces practicásteis, que me consigáis del Señor una perfecta mudanza de mi corazón, la reforma de mis costumbres y la enmienda de mi vida, para que viviendo santamente me haga digno por vuestra intercesión del perdón de mis pecados, de la gracia de Dios, del especial favor que os pido en esta Novena, si este fuere de su divino agrado y de verle y gozarle después eternamente en el Cielo. Amén.
Ahora se rezan tres Padres nuestros y Ave Marías gloriados, en memoria de las
grandes excelencias de nuestra gloriosa Santa y de sus heroicas
virtudes, pidiendo cada uno el remedio de su necesidad, y todos por los
de la Santa Madre Iglesia, por las del pueblo, por la conversión
de los pecadores y por el consuelo espiritual de los que se hallan en el
artículo de la muerte, .y se dirán por el orden que se sigue:
COPLAS
Magdalena vuestro amor
Desde luego os hizo Santa:
Alcanzadme que sea tanta
Mi contrición y dolor.
Alcanzadme que sea tanta
Mi contrición y dolor.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Porque amasteis tanto a Dios,
Os honró cuanto a ninguno:
Os honró cuanto a ninguno:
Haced que en tiempo oportuno
Le busque y halle por Vos.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Vuestra fe por Cristo fue
De un gran mérito alabada:
De un gran mérito alabada:
Dadnos, oh amante sagrada,
Que imitemos vuestra fe.
Que imitemos vuestra fe.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Antífona: Tus excelencias son tales, que al Cielo y la tierra admiran: Felices cuantos aspiran a ser por Vos inmortales.
℣. Ruega por nosotros, Magdalena Santa
y gloriosa.
℟. Para que de Cristo alcancemos el perdón, su Gracia y Gloria.
ORACION FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
Amabilísimo
Jesús, inmortal Rey de los
siglos. Príncipe de las eternidades. Padre
del siglo venidero: Justicia de los justos, Cabeza de los predestinados,
Santificación
de los escogidos, Salud, Médico y Medicina para los pecadores, Camino,
Verdad y Vida para todos, Pastor, Abogado y Medianero de los hombres,
que en vuestra
predilecta amante y escogida sierva y esposa Santa María Magdalena
hicisteis ver
al mundo lo infinito de vuestro amor, lo
inefable de vuestra bondad y lo incomprehensible de vuestra
misericordia, perdonándole plenariamente sus culpas, santificándola con
vuestra gracia y con lo heroico de las virtudes, y hermoseándola con
los dones, excelencias y prerrogativas más
singulares para darnos a conocer cuánto
os agradó su penitencia, os complació su
perfección y os obligó el inexplicable intenso amor con que os amó
siempre desde su conversión. Yo, Señor, os doy gracias
infinitas por todo esto que en ella obrasteis; y os suplico con toda la
verdad de mi
corazón, que pues la habéis constituido especial abogada de la
conversión de los pecadores, para que por su medio consigamos vuestra
clemencia y nos la habéis propuesto por modelo consumado de la
perfección cristiana, para caminar sin tropiezo por las tres místicas
vías o caminos
de principiantes, aprovechados y perfectos, representadas en sus tres
unciones misteriosas, que os digneis concedernos por
sus eficaces ruegos y poderosa intercesión
el corresponder fielmente a los auxilios de
vuestra gracia; el disponernos con tiempo
para lograr una buena muerte y el hacernos dignos con su protección de
veros, alabaros y poseeros en vuestra gloria, por
todos los siglos de los siglos. Amén.
Se concluirá rezando una Salve a María Santísima nuestra Señora en sufragio de las benditas almas del Purgatorio, por la conversión de los que están en pecado mortal, y para que se digne asistirnos en la hora de nuestra muerte.
Se concluirá rezando una Salve a María Santísima nuestra Señora en sufragio de las benditas almas del Purgatorio, por la conversión de los que están en pecado mortal, y para que se digne asistirnos en la hora de nuestra muerte.
GOZOS EN HONOR Y ALABANZA DE SANTA MARÍA MAGDALENA
A todos, Dios mil favores
Nos hará, mediando vos.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Dios, que es la suma bondad,
Y en sus piedades inmenso,
Estuvo siempre propenso
A usar con vos de piedad:
En tiempo y eternidad
Fuiste objeto a sus amores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
El fuego de amor divino
Causó vuestra conversión,
Y de Él también el perdón
A culpa y pena os provino:
Privilegio peregrino
Debido a tales ardores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Vuestra penitencia y llanto
Causó al Cielo regocijo,
Ejemplo al mundo prolijo,
Y al Infierno horror y espanto:
Causó al Cielo regocijo,
Ejemplo al mundo prolijo,
Y al Infierno horror y espanto:
Este en luzbel llegó a tanto
Que huyó tus alrededores.
Que huyó tus alrededores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Cuando la gracia limpió
Del pecado y sus horruras,
A las vírgenes más puras
Vuestra pureza superó:
Este don se os concedió
Del pecado y sus horruras,
A las vírgenes más puras
Vuestra pureza superó:
Este don se os concedió
Con otros mucho mayores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Magdalena, vuestro amor
Os hizo a Dios agradable,
A todo el mundo admirable
Y al Cielo digna de honor:
Él fue la parte mejor
Por sus actos superiores.
Os hizo a Dios agradable,
A todo el mundo admirable
Y al Cielo digna de honor:
Él fue la parte mejor
Por sus actos superiores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Sois la Santa más amada
De Jesús y de María,
Porque así lo merecía
Vuestra lealtad consumada:
Entre todos señalada
Habéis sido en sus favores.
De Jesús y de María,
Porque así lo merecía
Vuestra lealtad consumada:
Entre todos señalada
Habéis sido en sus favores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Individua compañera
De Jesús y de María,
De continuo, noche y día
Los seguíais a donde quiera:
Siempre fuisteis la primera
En sus gozos y dolores.
De Jesús y de María,
De continuo, noche y día
Los seguíais a donde quiera:
Siempre fuisteis la primera
En sus gozos y dolores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Predicas con luz divina
Y con celo peregrino
Al Hebreo y al Rabino
La Evangélica Doctrina:
Apostólica Heroína,
Que confutas sus errores.
Y con celo peregrino
Al Hebreo y al Rabino
La Evangélica Doctrina:
Apostólica Heroína,
Que confutas sus errores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
A Cristo crucificado
Predicabas de tal suerte,
Que de un naufragio a la muerte
Tu celo fue sentenciado:
Mas Dios os ha preservado
Para triunfos superiores.
Predicabas de tal suerte,
Que de un naufragio a la muerte
Tu celo fue sentenciado:
Mas Dios os ha preservado
Para triunfos superiores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Tu eficaz predicación
En Palestina y en Francia
En Palestina y en Francia
Dio frutos en abundancia
Sobre toda estimación:
Ella fue en su perfección
Norma de Predicadores.
Ella fue en su perfección
Norma de Predicadores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
De los Ángeles guiada,
Te retiraste a un desierto,
Donde viste el Cielo abierto,
Franca para ti su entrada:
Cada día eras llevada
Franca para ti su entrada:
Cada día eras llevada
A cantarle a Dios loores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Aunque al tiempo de llegar
A vuestra amada mansión
Un formidable dragón
Os quiso allí devorar:
Nada os pudo intimidad,
Ni entibiar vuestros fervores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Vuestra fe y vuestra piedad
Tanto bien os merecieron,
Que desde luego os unieron
A la excelsa Majestad:
A la excelsa Majestad:
Esta gran felicidad
Disipó vuestros temores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Que son vuestras excelencias
De un mérito sin segundo,
Lo manifiestan al mundo
Divinas y humanas ciencias:
Divinas y humanas ciencias:
Por esto a tus preeminencias
Cielo y tierra dan loores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Tu eficaz intercesión
Para con Dios pudo tanto,
Que alcanzas con ella cuanto
Le pides en tu oración:
Por esto tu protección
Te piden nuestros clamores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Vuestra heroica penitencia
Los Ángeles celebraron,
Y los hombres admiraron
Su rigor y permanencia:
Para Dios de complacencia
Fueron tan santos rigores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
La humildad y fortaleza,
Con la imitación de Cristo,
Con la imitación de Cristo,
Fueron en ti por lo visto
Segunda naturaleza:
Segunda naturaleza:
Esta es la mayor proeza
De acciones tan superiores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
De Jesús amante fina
Fuiste en seguirle constante,
Fuiste en seguirle constante,
Sin separarte un instante
De su ejemplo y su doctrina:
De su ejemplo y su doctrina:
Fidelidad peregrina
Entre mil perseguidores.
Entre mil perseguidores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Fuiste de Cristo escogida
Para modelo y dechado
Del alto y sublime estado
Más perfecto en esta vida:
Por amor con Él unida
Dais norma a sus amadores.
Para modelo y dechado
Del alto y sublime estado
Más perfecto en esta vida:
Por amor con Él unida
Dais norma a sus amadores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Viviendo en carne mortal
Fuiste al Cielo conducida,
Donde a los Santos unida
Fuiste al Cielo conducida,
Donde a los Santos unida
Diste a Dios gloria inmortal:
¡Oh excelencia sin igual
En los siglos posteriores!
¡Oh excelencia sin igual
En los siglos posteriores!
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Tu devoción y piedad
Ungiendo a Cristo los pies,
Allí te elevó, y después
A una heroica santidad:
De tanta heroicidad
Hacednos imitadores.
Ungiendo a Cristo los pies,
Allí te elevó, y después
A una heroica santidad:
De tanta heroicidad
Hacednos imitadores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
En la unción primera, santa
Fue tu virtud y selecta,
Mas la segunda en perfecta
Mucho a esotra se adelanta:
En la tercera fue tanta,
Que excedió a las anteriores.
Fue tu virtud y selecta,
Mas la segunda en perfecta
Mucho a esotra se adelanta:
En la tercera fue tanta,
Que excedió a las anteriores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Con santa resolución
Caminaste las tres vías,
Caminaste las tres vías,
Que al espíritu son guías
Para la divina unión:
Para la divina unión:
Tan heroica perfección
Da esfuerzo a sus seguidores.
Da esfuerzo a sus seguidores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Tú fuiste la precursora
De Jesús resucitado,
Porque de su Apostolado
Fuiste evangelizadora:
Para ellos fuiste la aurora
Del sol Cristo y sus fulgores.
Fuiste evangelizadora:
Para ellos fuiste la aurora
Del sol Cristo y sus fulgores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
El Orden Dominicano,
Que por patrona os venera,
Por vuestros ruegos espera
Que por patrona os venera,
Por vuestros ruegos espera
El auxilio soberano:
Proteged con fuerte mano
A todos sus profesores.
Proteged con fuerte mano
A todos sus profesores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Todos a tus pies postrados
Con la mayor devoción
Pedimos tu intercesión
Y el ser con ella amparados:
Que olvide Dios los pecados
Con la mayor devoción
Pedimos tu intercesión
Y el ser con ella amparados:
Que olvide Dios los pecados
De tan viles ofensores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
En las congojas fatales
De la postrera agonía,
Con tu intercesión, María,
De la postrera agonía,
Con tu intercesión, María,
Socorred a los mortales:
No sufran, no, tales males,
Ni los eternos horrores.
No sufran, no, tales males,
Ni los eternos horrores.
Rogad, Magdalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Y pues que Dios mil favores
Nos hará, mediando Vos,
Rogad, Magalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Nos hará, mediando Vos,
Rogad, Magalena, a Dios,
Por justos y pecadores.
Antífona: María ungió los pies de Jesús, y los secó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del ungüento.
℣. Perdonados le son muchos pecados.
℟. Porque amó mucho.
ORACIÓN
Concédenos, Padre clementísimo, para que así como Santa María Magdalena, amando a Jesucristo nuestro Señor sobre todas las cosas, obtuvo el perdón de sus pecados, así también nosotros por tu misericordia impetremos la bienaventuranza sempiterna. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
DIA SEGUNDO – 14 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La segunda excelencia de Santa María Magdalena fue haber sido perdonada en su conversión a culpa y pena. Se propone su heroica admirable penitencia.
Considera, alma, la grande excelencia de esta amada Sierva del Señor en haber sido perdonada plenamente en su conversión de culpa y de pena: lo heroico y singular de su penitencia; y la necesidad que tienes de hacerla de las tuyas, para que Dios te salve y te perdone.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que entre las radas excelencias con que se dignó el Señor condecorar a su predilecta Magdalena, una fue la de haberle perdonado totalmente todos sus pecados, y juntamente toda la pena que había por ellos merecido. Sabida cosa es que perdonando Dios nuestras culpas, cuando verdaderamente arrepentidos se los suplicamos, no siempre nos perdona toda la pena que merecimos (Concilio de Trento, sesión XIV, cap. 8): Moises y Aarón (Deuteronomio I, 37), David (II Reyes XII, 14), y aun nuestros primeros Padres Adán y Eva son testigos muy calificados de esta verdad: son pocos al parecer a quienes se les concede esta gracia; pero entre estos ocupa un lugar muy señalado la bendita Santa María Magdalena (Cornelio Alápide, en el cap. VII, v. 47 de San Lucas), siendo una de los primeros que en la ley de gracia han obtenido de Dios tan señalado favor y tan raro beneficio. Su contrición perfectísima causada de su intenso y ardiente amor al Señor la dispuso y la proporcionó para tanta felicidad. Ardía su corazón en el fuego de la divina caridad, de modo que a semejanza de la mística esposa de los Cánticos sus obras parecían brasas de fuego y llamas encendidas (Cánticos VIII, 6). Herida como aquella de la caridad, enferma del amor a su divino Redentor y caldeada con aquel sagrado incendio, corrió a la manera del Ciervo herido a buscar las aguas de su espiritual salud en las fuentes del Salvador; allí fue lavada de sus culpas, hermoseada con la preciosidad de la gracia y santificada con la justificación perfecta de su alma. Allí oyó de boca de su Amabilisimo Jesús esta plenaria Indulgencia y perdón de sus pecados, debida y como consiguiente a lo grande y ferviente de su amor; y allí vio por experiencia propia, y se nos hizo a todos manifiesto que «la caridad cubre la multitud de los pecados» (I Pedro IV, 8), y hace que del todo desparezcan. Ved aquí una nueva, discreta y sabia Tecuita, que postrada a los pies del mejor David nuestro Señor Jesucristo consigue un perdón que creyeron algunos imposible. ¡Oh excelencia singular y fruto dignisiino de la contrición y del amor!
Este que fue el principio de su admirable conversión, y no el temor servil del castigo o el miedo de la pena, lo fue igualmente de su pasmosa heroica penitencia. ¿Mas quién llegará jamás a conocer adequadamente quanta fuese esta en sus dos especies de interior y exterior? ¿Quién aquel vivo dolor y arrepentimiento del pecado cometido aquel sumo odio con que lo aborreció y lo detestó desde luego, aquella eficacísima resolución de no volver más a cometerlo, y aquel ánimo firme y resuelto de borrarlo y de satisfacer sus reatos de cuantos modos pudiese? ¿Y quién aquel completo y perfectisimo holocausto que hizo de sí misma, de su corazón, de su alma, de su vida, de sus sentidos y potencias, de sus acciones y pensamientos, y de sus cosas todas sin reservar alguna? Este dolor y penitencia, así como fue desde su principio consumada y perfectísima en su ser, así en su duración fue la más firme, estable y permanente, porque jamás se entibió, ni disminuyó un solo punto, antes bien tomaba tantos aumentos cuantos eran los grados de amor que en ella se acrecentaban. De aquí aquella santa y nunca bastantemente admirada resolución de hacer pública su penitencia a todos en el modo con que atravesando las calles de la Ciudad en un traje penitente se entró en la casa del Fariseo, venciendo y despreciando los respetos humanos que le proponían, se arrodilló a los pies del Salvador, y con sentidisimas lágrimas, devotísimos ósculos y religiosisímos obsequios hizo a todos patente la amargura de su espíritu y el fuego que abrasaba sus entrañas. De aquí aquel tenor de vida mortificada y penitente que desde aquella hora emprendió, y con que mortificó perfectamente todas sus pasiones, hasta crucificar su carne con todos sus apetitos, sujetarla enteramente a las leyes de su espíritu, y llevar en ella de continuo la mortificación de nuestro Señor Jesucristo, haciendo manifiesto al mundo en su propio cuerpo la vida de este Señor. Y de aquí por último aquella más que humana resolución de haber gastado los treinta años últimos de su vida en un áspero desierto en ayunos, en vigilias, en oración continua con pasmo y admiración de los Ángeles y de los hombres: así logró por un modo excelente y no común ser del número de aquellos Bienaventurados cuyas iniquidades fueron perdonadas, y cuyas culpas quedaron en la penitencia sepultadas (Salmo XXXI, 1).
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora alma mía, cuán justo es, cuán importante y necesario que sigamos este ejemplo que se nos pone aquí delante. No fueron tales ni tantos los pecados de Santa Maria Magdalena como algunos piensan y han creído. La misma lo manifestó así a la venerable y gran Síerva de Dios Marina de Escobar (Vida, libro 4º, cap. XI, § 1). Mas con todo, su penitencia fue pública, y en ningún tiempo interrumpida. Ved aqui cuál debe ser la que nosotros hagamos para que Dios nos salve y nos perdone. Si nuestras culpas han sido publicas, si han sido de escándalo para alguno, o si de algún modo han llegado a divulgarse con mal ejemplo de otros, no creamos que es bastante una penitencia oculta, reservada y silenciosa. Esta bastará tal vez, o será proporcionada para expiar pecados ocultos, secretos e interiores; mas no para los que exigen una satisfacción correspondiente a las circunstancias de notoriedad, daño de tercero y otras de igual naturaleza; para estas se requiere que nuestra penitencia repare en cuanto fuese posible los daños ocasionados al común o al particular en sus bienes temporales de honra, vida y hacienda; pero mucho más los que con el mal ejemplo, con el escándalo, con el consejo, o de cualquiera otro modo le hayamos causado en lo espiritual, o en la conciencia. Sin todo esto no es ni puede ser aquella entera y verdadera, como Dios nos manda, ¿Qué cosa más santa que el sacrificio? Con todo, su Majestad expresamente nos prohíbe que se lo ofrezcamos si habiendo de algún modo agraviado a nuestro prójimo, no vamos primero a reconciliarnos con él mediante la satisfacción de aquel agravio (San Mateo V, 24. Ver el comentario de Alápide). ¿Cómo, pues, dudaremos que le desagrade nuestra penitencia cuando esta fuere incompleta y defectuosa, no debiendo ignorar el divino y natural precepto, intimado con repetición a los Hebreos, de no ofrecer al Señor en modo alguno aquellas hostias conocidamente maculadas e imperfectas (Levítico XXII, 21)? Semejantes promesas es de fe que nunca las acepta (Eclesiástico XXXV, 14). Hagámosla tan completa y tan entera como, la de la Santa Magdalena, y entonces podemos prometernos el logro de sus utilidades y sus frutos.
Estos deben ser tales, que se acrediten frutos dignos de penitencia; y no lo serán mientras que a esta le falte la constancia y la permanencia. Por esto vino a ser en gran parte infructuosa la de los Ninivitas, y la de Simón Mago se dejó ver inútil por igual motivo. ¿De qué nos aprovechará mortificar nuestras pasiones algún tiempo, si por no continuarlo nos volvemos otra vez a sus desordenes? Si quitada la ocasión próxima, de nuevo nos vamos a buscarla: si restituido lo que se adquirió con ilícita ganancia, pasado tiempo repetimos aquella negociación o contrato injusto y prohibido: y si enmendada la costumbre de pecar, recaemos en la misma nuevamente, ¿podremos de algún modo persuadirnos que baste aquel primer fervor para salvarnos? Muy necios seríamos si así lo imaginásemos. El empezar la penitencia es de muchos, mas el continuarla hasta su fin de muy pocos: por esto no todo el que dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos (San Mateo VII, 21). La inconstancia es un monstruo horrible que todo lo destruye. Es un vicio capital, origen de infinitos desaciertos, y es un fuego devorador que acaba con el mérito, con la gracia y con las virtudes adquiridas anteriormente por el alma. ¿Quién no se horroriza de conocerlo así? ¿Pero cómo es que no se ponen los medios para evitarla? ¿Acaso a vista de tantos otros como la supieron continuar hasta su muerte, siendo tal vez más delicados que nosotros, y sus pasiones más violentas, se nos admitirá, o podremos tener excusa? No lo pensemos, como ni tampoco el poder salvarnos: porque conforme al oráculo divino «somos del número de aquellos necios que reiterando sus culpas se hacen semejantes al perro que se vuelve en su vómito, o al cerdo que en cieno se revuelca» (Proverbios II, 11, y II Pedro II, 22). Sigamos el singular ejemplo de Santa María Magdalena en esta parte: procuremos valernos de su intercesión para conseguir de Dios esta gracia: y trabajemos por no desmerecerla en la hora terrible de nuestra muerte.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA SEGUNDO
Penitentísima,
rigidísima y mortificadísima favorecedora y consoladora mía Santa María
Magdalena, hacesito de mirra de la más perfecta penitencia con que
disteis sumo agrado, honor y culto a vuestro amabilísimo Salvador,
Modelo perfectísimo de la mortificación cristiana. Vivo ejemplar de los
pecadores arrepentidos y de los justos mortificados, perfecta imitadora
de vuestro Redentor, cuya mortificación llevasteis de continuo en
vuestro santo cuerpo, dimanada de la contrición intensisíma de vuestro
corazón y de la ardentísima caridad con pue lo amábais. Yo os suplico
con la más profunda humildad por la excelencia y prerrogativa
especialísima de haber sido perdonada en vuestra admirable conversión a
culpa y pena; y por la que tenéis de ser nuestra abogada por la
conversión de los pecadores, como lo fue la sabia Tecuita para el perdón
de Absalón, que me alcancéis esta gracia del Señor con la de una entera
y constante penitencia de mis culpas, para que haciéndola verdadera
como debo, consiga el perdón de todas ellas; el favor que por vuestro
medio le pido en esta Novena, si fuere de su divino agrado el
concedérmelo, y sobre todo que haciendo a vuestro ejemplo frutos dignos
de penitencia alcance el agradarle en la vida; y el acabarle en su
gracia y el verle después y gozarle eternamente en el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA TERCERO – 15 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La tercera excelencia de Santa María Magdalena fue haberle concedido el Señor en su conversión diferentes gracias, dones y virtudes singulares. Se trata de su fe heroica y singular.
Considera, alma, la recomendable excelencia de esta amada discípula del Redentor en las diferentes gracias y dones sobrenaturales con que enriqueció y hermoseó esta su bendita alma desde su maravillosa conversión: y cuán sublime fue con que mereció, y se dispuso para recibirlas, como también que esta es una virtud precisa con necesidad de medio para salvarnos.
PUNTO PRIMERO
Consídera, pues, que habiendo perdonado plenariameníe nuestro Señor Jesucristo a la amante y penitente Magdalena, habiéndole dado de esto una total e infalible seguridad, y habiéndole canonizado por bueno cuanto hizo con su Majestad arrodillada a sus pies en la casa del Fariseo, vuelto a la Santa le dijo: «Tu fe te ha salvado, vete en paz. Estas divinas palabras abrazaron en el alma de esta felicísima arrepentida todo lo que significan; porque fueron pronunciadas con todo el poder, la autoridad y la eficaz voluntad de su divino ser, para testificar al mundo su absoluta e indubitable potestad de perdonar pecados, de santificar y de salvar las almas: por esto no se duda que con ellas quedó libre, pura y limpísima de toda mancha de pecado, y absuelta totalmente de sus reatos, hasta consumir sus raíces y sus reliquias. Se cree, además, que santificada con una gracia abundantísima, quedó desde luego escrita en el libro de la vida, sellada y marcada para el Cielo. Y se tiene por cosa cierta que concediéndole aquella misma paz sobrenatural dulcísima y abundante que le evangelizaba, borró de su mente y pensamiento todos los hábitos viciosos de su mala vida pasada y la memoria de todas sus culpas anteriores, como si jamás las hubiese cometido, y el recuerdo de sus vanas complacencias y de sus deleites o sensualidades pecaminosas, cual si nunca se hubiera con ellas maculado. Destruyó en su alma la inclinación y propensión de todos los vicios capitales de soberbia, lujuria, ira, gula, y los demas. Le comunicó el síngularísimo privilegio de ser preservada para siempre de toda tentación o sugestión torpe, impura y deshonesta: le infundió los hábitos de las virtudes teologales y morales en grado muy perfecto y levantado. Le dio una castidad angelical y limpísima, en la que se aventajó mucho a las Vírgenes más puras, una humildad profundísima y de corazón, una heroica y rigidísima penitencia, con las demás virtudes, con cuya penitencia había después de santificarse. Y le dio un odio santo al mundo y sus vanas felicidades, con un perfectísimo desprecio de todas ellas; un eficaz y verdadero deseo de los bienes del Cielo; y sobre todo un ardentísimo e intensísimo amor al mismo Señor que la espiritualizó, y como que la unió y transformó toda en Él (Cornelio Alápide, comentario sobre San Lucas VII, 50; Ven. P. Fray Isidoro de Sevilla, en la vida de la Santa, línea 6, núm 82, y otros). ¡Ah, cuánto es lo que aquel Vete en paz significa! ¡Y cuánto lo que se le dio con ello a Magdalena! Fesde entonces más parecía vivir en el Cielo entre los Ángeles que con los hombres en la tierra.
Debió la Santa todo este cúmulo de bienes a su fe, y así lo testificó nuestro Señor Jesucristo cuando le dijo: «Tu fe te ha hecho salva, a ella le debes, y por ella se le ha dado a tu alma la salud espiritual, y se le dará después la de la vida eterna». Tuvo esta virtud en un grado eminentísimo y de la más sublime perfección, y la ejercitó en grado tan heroico y tan eminente, que en alguna ocasión sobrepujó a la de los Santos Apósteles y Discípulos de su Divino Maestro, porque ni fue tarda en creer como Santo Tomas, ni le negó como San Pedro, ni huyó y se retiró de Él como los demás en el tiempo de su Pasión y de su muerte: su fe la hizo manifiesta durante la vida de nuestro Señor Jesucristo, no solo confesando en lo oculto entre los demás creyentes su Divinidad como el Príncipe de los Apostóles, mas también en los sitios más públicos y entre los mayores concursos siguiéndole a todas partes, y adorándole publicamente como a Dios verdadero con las palabras, con las acciones y con sus religiosísimos obsequios en médio de los mayores enemigos del Señor, en el acto mismo de estarle ellos blasfemando, contradiciendo y quitándole la vida: y en el tiempo que como excomulgados eran expelidos de la Sinagoga los que seguían su Doctrina, ejercitaba ella los actos más fervorosos de fe a presencia de todos sin miedo ni rubor alguno. Muerto el Señor y sepultado, renovó y, si cabe decirse así, acreditó el ejercicio de su fe por diferentes medios y de diversos modos. Después de resucitado, y de estar sentado a la diestra de su Eterno Padre, le confesó públicamente con tanto fervor y constancia, que sentenciada a morir echada en el mar con otros cristianos a quienes expusieron á este genero de muerte en una navecilla sin velas, remos ni timón; pero salvó Dios su vida con maravillosa providencia, aun desde su conversión, y desde aquel primer paso en el camino de la virtud llegó su fe a una grande heroicidad, porque creyó divinamente ilustrada todo lo que ella nos dice y nos propone como necesario para nuestra justificación, creyó la deformidad de sus pecados con la pena que por ellos merecían: la necesidad de convertirse a Dios, y la obligación de corresponder al auxilio que espontánea y misericordiosamente se le daba. Y creyó cuanta pertenece al sagrado misterio de nuestra Redención en la Divina Persona de nuestro Señor Jesucristo, con su autoridad y poder para perdonar pecados. En esta su fe se comprehende su fidelísima correspondencia a la gracia, el buen uso que hizo de ella según el fin para que se le daba; y la heroica esperanza con que llegó a los pies del Salvador; de todo nos dio un evidente testimonio en su misteriosa unción en casa del Fariseo. Y por ultimo su fe se acreditó de perfecta en sumo grado, porque jamás se separó en su práctica de la caridad, o del amor al sumo bien conforme a toda la doctrina del Apóstol (Gálatas V, 6).
PUNTO SEGUNDO
Considera ya a la vista de tan poderoso ejemplo, cuán necesaria nos es la práctica de esta virtud para poder salvarnos. Si no es viva, o si deja de comunicarnos la fidelidad debida al Señor, tengamos por cierto que de nada nos servirá el tenerla. La fe para que sus actos sean meritorios, y dignos de eterna recompensa en el alma, es forzoso que esté viva en nosotros animada de la gracia y acompañada de las buenas obras. Este es uno de los dogmas más principales y dignos de saberse en nuestra Católica Religión (Concilio de Trento, sesión VI, caps. VI y XI), La fe por sí sola principalmente en los adultos no santifica, ni nos hace amigos de Dios, ni nos constituye herederos de su Gloria. Para ello debe estar informada, o animada de la caridad, y asociada de la esperanza: debe mirarse como fundamento, raíz y principio de nuestra justificacion y de las virtudes con que nos santificamos y salvamos, mas no como si ella sola bastase para todo esto: y debe apreciarse como un don de Dios gratuito, fuente y origen de todos los demás bienes en el alma: ella estará muerta en el que perdida la gracia de Dios vive en pecado mortal. En los que carecen de las buenas obras en su práctica y ejercicio; pero mucho más en los que niegan incrédulos sus infalibles verdades, o se ponen voluntariamente en el peligro de caer en el vicio execrable de la incredulidad. Estos pierden enteramente su fe, y en el mismo hecho de perderla quedan abominables a Dios y reos de un eterno padecer. Los que la conservan pero viven mal serán igualmente condenados, porque no usaron bien de este gran talento que se les confió. ¿Qué es el cuerpo de un difunto? Separada el alma de él, es un cadáver sin vida, sin acción, sin movimiento, incapaz del uso menor de sus sentidos, y solo apto para la corrupción a que naturalmente propende, pues esto propio es en su clase y no otra cosa la fe de aquellos que con santas y buenas obras dejan de acompañarla y darle vida (Santiago II, 26). Por esto sin duda nos exhorta el Señor San Pedro a que pongamos nuestros mayores conatos en practicar las virtudes y en hacer buenas obras, para asegurar de este modo nuestra soberana vocación a la fe que profesamos (II Pedro I, 10). De no hacerlo así todo lo perdemos.
La fe, mientras que fuere viva en nosotros, nos hará dóciles a las suaves impresiones de la gracia y fieles al soberano impulso de su interior movimiento. Ella nos da a conocer la absoluta e indíspeasable necesidad de los divinos auxilios para poder, para querer y para llegar a obrar el bien de algún acto sobrenatural, meritorio y virtuoso. ElIa nos persuade la obligación de corresponderlos con presteza, con docilidad y ccn exactitud, según el todo de aquel fin para que nos fueren dadas. Y ella nos convence con su infalible autoridad, que sin todo esto no podemos ni empezar, ni proseguir, ni acabar una santa vida, ni aun una obra buena para poder salvarnos. Si llamándonos Dios a penitencia, o a que mejoremos de costumbres, o a que vivamos santamente, dejamos de obedecerle, no haciendo caso de su misericordioso Tramamiento, o retardando voluntaria y maliciosamente su correspondencia, es cosa indubitable que ponemos nuestra Salvación en un riesgo manifiesto. Si después de haber comenzado una vida arreglada, o alguna obra buena con el auxilio de la divina gracia le somos a esta desleales y desatentos, separándonos de la rectitud con que y por donde ella nos conducía, volvemos a los errados caminos de nuestra relajación y pecados, aún es mayor el peligro de nuestra condenación; y por último, si infieles al Señor, e ingratos a sus soberanos beneficios, no estimamos el especialísimo que nos ha hecho de que por la fe le conozcamos, de que con ella le adoremos en espíritu y verdad, y después por ella podamos llegar a la participación de su gracia y de su Gloria, cierta es e infalible nuestra reprobación y perdición; porque perdiéndola con el error de una tenaz y maliciosa incredulidad, ya no queda en nosotros medio alguno para salvarnos. Temamos el ser infieles a Dios, a los auxilios de su gracia, y más que todo al beneficio de su fe. Temamos que llegue a estar muerta en nosotros por el pecado. Y temamos que por la falta de obras buenas llegue a sernos inútil y sin vida. Seamos ahora fieles a su Majestad en esto poco, que así nos haremos dignos de grandes premios en su Reino bienaventurado (San Mateo XXV, 21). Sigamos fielmente el alto ejemplo de la Santa Magdalena en esta su recomendable virtud; solicitemos por este medio su intercesión, y esperemos con seguir con él al ultimo fin a que aspiramos.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA TERCERO
Fidelísima,
devotísima y religiosísima remediadora mía Santa María Magdalena,
Abigaíl prudentísima, que puesta a los pies del mejor David Cristo
merecisteis su gracia, su amor y su benevolencia; forma, y ejemplar de
la fe más heroica y más santa, modelo perfectisimo de la fidelidad y del
amor, y animada regla de la piedad, de la esperanza, de la religión y
de todas las virtudes, vuestra fe os hizo maestra de los hombres,
Apostóla de los Apostóles, y digna de ser computada entre los Mártires;
por ella merecisteis el perdón de vuestras culpas, los dones y
privilegios más señalados, y las más altas alabanzas de nuestro
Redentor. Y con ella fuisteis confusión de los incrédulos; esfuerzo de
los creyentes y admiración de los Ángeles del Cielo. El mismo Dios
engrandeció vuestra fe, canonizó vuestra fidelidad, y recomendó al mundo
el grande ejemplo de vuestra devoción y de vuestra ejemplarísima
religiosidad, para que todos la imitemos: yo os doy mil enhorabuenas por
vuestra encumbrada felicidad, por la prontitud y perfección con que
caminasteis por las sendas de la justicia en la vía purgativa; por las
raras prerrogativas y gracias singulares con que enriqueció e hizo en
vos cosas grandes desde vuestra conversión el todo Poderoso. Yo os
suplico por esta tan recomendable excelencia, que me alcancéis de su
Divina Majestad el perdón de mis pecados, el auxilio eficaz para no caer
en ellos; la docilidal de mi corazón para corresponderle fielmente, el
especial favor que por vuestro medio le pido en esta Novena, si esto
fuere de su divino agrado; y por último, la conversión de su fe y de su
gracia en mi alma, hasta lograr con ella una santa muerte, para después
verle y gozarle eternamente en el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA CUARTO – 16 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La cuarta excelencia de Santa María Magdalena es haber sido defendida y alabada hasta tres veces su conducta por nuestro Señor Jesucristo. Se propone su profundísima humildad.
Considera, alma, la singularísima excelencia de haber sido digna esta dilectísima amante del Señor, de que Él mismo defendiese su justo proceder, y lo celebrase muchas veces: y al mismo tiempo cuán profunda fue la humildad de su corazón, y cuán necesaria te es esta virtud para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera con cuanta atención pudieres, cuán grande es, y cuán sublime esta notable, estupenda y particularísima excelencia de nuestra bendita Magdalena; solo es digno de recomendación y de alabanza, dice el Aposto!, aquel cuyo mérito el mismo Dios alaba y recomienda (II Corintios X, 10). Es Dios sabiduría infinita, que todo lo conoce sin engaño: es verdad suma, que no puede amar sino es al que verdaderamente es bueno, ni dejar de aborrecer lo que ciertamente es malo, y es verdad por esencia.-.en la q ue. es imposible, que pueda caber el dolo, la simulación o el engaño; de aquí es que cuando su Majestad habla de alguna criatura, proponiendo su mérito, su virtud o alguna buena cualidad suya, se ha de tener por excelente, sublime y superior incomparablemente a los más altos elogios de los hombres, y aun de los Ángeles del Cielo, porque quien la alaba excede infinitamente a todos. Ved ahora cuán digna será de nuestras alabanzas, y de nuestras admiraciones .la Bienaventurada Santa María Magdalena, por haber sido defendida su conducta, y públicamente alabada del hurnanado Hijo de Dios, Hasta tres veces leemos en el Sagrado Evangelio haber esto sucedido, una en su conversíon y primera unción en casa del Fariseo, donde contra el errado juicio de este justificó el Señor el acertado proceder de la Santa penitente, y declaró la grandeza de su fe y de su amor, que la hizo benemérita de la remisión entera de sus culpas, y de las gracias y favores más particulares. Otra en la casa de su hermana la Virgen Santa Marta, en la ocasión que esta se quejó de ella al Divino Maestro porque sentada a los pies de su Majestad no le ayudaba en sus domésticas ocupaciones, en la que no solo la excusó de toda imperfección en lo que hacía, mas también aseguró que era lo mejor y lo más perfecto lo que practicaba; y otra cuando en casa de Simón el leproso fue murmurada de Judas y de otros, porque derramó y quebró sobre la cabeza del Señor un vaso de alabastro lleno de un bálsamo el más precioso y exquisito; pues reprendiendo a los que la censuraban canonizó de santa, religiosa y digna de toda alabanza aquella acción. Preciso es conocer a vista de esto, que excede a todo encarecimiento el mérito y la virtud de nuestra Santa, y que toda otra alabanza es incomparablemente menos de cuanto por esa se merece. En la Reina de Saba puede en algún modo figurarse la bendita Magdalena, porque habiendo venido aquella de lejanas tierras cargada de inmensas riquezas a conocer y felicitar al Sabio Rey Salomón, mereció, en parte, que el mismo Cristo la celebrase; mas esta celebración es más propia y debida a nuestra Santa, porque sobrepujó infinito aquella en cuanto hizo en obsequio y veneración del verdadero Salomón nuestro Señor Jesucristo. ¡Ah! Si a la mujer fuerte la hacen digna sus obras de la común alabanza (Proverbios XXXI, 31), ¿cuánto lo será esta predilecta del Señor, por haber este elogiado y canonizado las suyas?
Grande es esta excelencia, y digna por cierto de nuestras mayores admiraciones; pero aun lo es mucho más por su humildad rara y profundísima. Buena es, no puede negarse, esta excelente virtud en cualquiera de sus grados, cuando ella es verdadera, y el humilde lo es de corazón. Buena es en los que saben entre los desprecios humillarse. Mejor en los que por sus defectos se abaten. Pero es superior sin duda en los que por obra, palabra y pensamiento se humillan entre los honores y los aplausos de las. criaturas. Esta fue, y aun mejor, la humildad de la Santa Magdalena desde el principio de la vida espiritual en su conversión hasta el fin de ella en el desierto, donde murió. Aquel postrarse a los pies de su amabilísimo Redentor, llegándose no por delante, sí por detrás, como confesándose indigna de su presencia: aquel practicar los actos más humildes en presencia de los convidados, no ignorando que hablando ser por ellos vilipendiada y motejada: aquel exponerse a los comunes desprecios del vulgo por lo extraño de su traje, de sus expresiones y de su procedimiento, ¿qué indica sino unos sentimientos los más propios de una profunda humildad? El conocimiento y la consideración de lo que había sido la abatía hasta lo sumo de un desprecio propio; el peso de los muchos y grandes beneficios con que Dios la había favorecido la confundían y pegaban con el polvo; y el recuerdo y memoria de la suma bondad y misericordia que había usado el Señor con ella la aniquilaba y deshacía toda en humildísimos afectos. Aplaudida y festejada de los Ángeles del Cielo, enriquecida y adornada de dones, de gracias y de virtudes por el Espíritu Santo, y amada, favorecida y regalada extraordinariamente en lo interior y exterior por nuestro Señor Jesucristo, jamás se apartó un punto la humildad de su corazón. Antes bien, tanto más se acrecentaba y perfeccionaba en ella, cuanto crecían y se muítiplicaban los beneficios del Señor. Oh prodigiosa mujer, bien podemos decir de ti que atendiendo a tu humildad mereces ser de todos alabada, porque hizo contigo cosas grandes el Todopoderoso (San Lucas I, 48-49).
PUNTO SEGUNDO
Considera aquí, oh alma, cuán necesaria te es esta virtud en la práctica para el logro de tu eterna salvación. A ella nos exhorta nuestro Señor Jesucristo con su doctrina y con su ejemplo (San Mateo XI, 20). De ella tenemos un divino precepto muy repetido en las Santas Escrituras, y por ella se nos promete la gracia del Señor, y el Reino de los Cielos. Así como por el contrario el ser privados de lo uno y de lo otro si de ella carecemos. La humildad es a todos necesaria: a los pecadores, para que su Majestad nos perdone (Salmo L, 19), a los justos, para que su oración le sea agradable (Eclesiástico XXXV, 21), y para que no aparte de ellos sus ojos el Todopoderoso (Isaías LXVI, 2). Al grande y poderoso, para que en su elevación no se desvanezca (Eclesiástico III, 20). Al docto y sabio, para que su ciencia le aproveche (Eclesiástico XI, 1). Al vejado y perseguido, para que Dios le dé socorro (Salmo IX, 14). Al atribulado, o de algún modo afligido, para que no le falte la paciencia (Eclesiástico II, 4). Y a todo el que quiere salvarse, porque los escogidos han de ser probados en la humillación como el oro en el crisol (Eclesiástico II, 5). Siempre debemos ser humillados, y a todos humillarnos: a Dios (Santiago IV, 10), a sus Ministros los Sacerdotes (Deuteronomio XVII, 12), a los grandes de la tierra (Eclesiástico IV, 7), y a todos nuestros prójimos, sean iguales, mayores o inferiores (I Pedro V, 5). En todo tiempo: en el de la adversidad o en el de la prosperidad, en el de la salud o en el de la enfermedad, en el de la juventud o en el de la ancianidad, en el de la vida o en el de la muerte, en lo público y en lo secreto, de todos modos con el pensamiento, con las palabras, con las obras: en el trato, en el vestido y en la habitación, en el semblante, en los movimientos, y sobre todo en el corazón, porque de él ha de salir al exterior, y si en él falta la exterior tendrá más de hipocresía que de humildad verdadera. De nada sirve humillarnos por de fuera, si por dentro no somos de verdad humildes y abatidos en entendimiento y voluntad.
Lo seremos si ante todas cosas alejamos de nosotros a la soberbia y sus actos. Parece imposible que esta tenga entrada en el corazón del hombre, que de suyo es polvo y ceniza (Eclesiástico X, 9), que es hijo de la putrefacción y hermano de los gusanos (Job XVII, 4), que en muriendo han de ser toda su herencia (Eclesiástico X, 13), y que siendo creado de la nada, es menos que un punto comparado con su Creador, el cual puede en un instante aniquilarlo. A la verdad, tenemos estos y otros muchos para no ensoberbecernos, y con solo considerarnos pecadores bastaba para llenarnos de confusión, y abatirnos hasta el profundo. Mas no sucede así, porque engreídos con lo mismo que nos envilece, que es nuestra loca vanidad, queremos parecer deidades, y que como a tales nos rindan adoraciones. De aquí es aquel deseo insaciable de sobresalir a todos, y de que ninguno se nos adelante; de aquí el menospreciar a otros, que por lo común son mejores que nosotros porque carecen de esta soberbia, que nos hace a Dios abominables. Y de aquí el pagarnos demasiado de nuestro propio juicio y dictamen, por errado que él sea, para sostenerlo a toda costa y fuerza, con agravio de la justicia, perjuicio del prójimo y gravamen de la conciencia propia. Pero en donde se descubre más el monstruo de nuestra soberbia es en la osada temeridad y temeraria osadía, armados de inconsideración y de malicia extendemos nuestras manos contra Dios, corremos con la cerviz erguida, levantada la cabeza y con irracional orgullo a presentar guerra con nuestras culpas al que es Todopoderoso (Job XV, XXV y VI), ¡Oh incensatísima necedad, y necísima insensatez! ¡Oh estolidez la más fea, criminal y vituperable! ¡Oh barbara temeridad, indigna, ajena aun de las bestias de los campos! Confundámonos los racionales, y avergoncémonos los pecadores de que en esta parte es mucho lo que los brutos en cierto modo nos aventajan; porque conociendo ellos a su dueño, y el pesebre de su señor, nosotros cuando pecamos desatendemos las obligaciones que tenemos para con nuestro Creador (Isaías I, 3). Temanos esta desmedida soberbia, como que ella es el principio de todo pecado (Eclesiástico X, 13). Temamos permanecer en ella, o el no enmendarla con la penitencia, porque es de fe que quien de ella no se aparte será lleno de los divinos anatémas, morirá infelizmente (Eclesiástico X, 15; y Cornelio Alápide), y y aunque se levante y se remonte tanto como el águila, de modo que ponga su morada entre las estrellas, de allí lo derribará el Señor a los abismos (Abdías, v. 4), porque mira con horror, y le es toda soberbia abominable (Proverbios XVI, 5). Tomemos ejemplo de Santa María Magdalena, así para huir y aborrecer la soberbia, como para amar y practicar la humildad, a fin de conseguir por este modo el Reino de los Cielos, que promete el Señor a los humildes. (San Mateo V, 3. San Agustín, y otros).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA CUARTO
Abatidísima,
humildísima y rendídisima favorecedora mía Santa María Magdalena,
maestra de los humildes, espejo clarísimo de la más profunda humildad, y
ejemplar perfectisimo del mayor abatimiento, todo el mundo os debe
alabar y bendecir, porque atendiendo el Señor a vuestra humildad hizo
con vos cosas grandes y maravillosas. Los cortesanos del Cielo celebran
llenos de admiración vuestra gloria elevadísima, porque viviendo en la
tierra os humillasteis hasta lo sumo. Y el mismo Dios humanado se hizo
vuestro defensor, y os honró extraordinariamente entre todos sus
escogidos, manifestando con vuestro ejemplo que exalta en el Cielo, y
que da su gracia a los. humildes en la tierra. Yo os doy repetidas
enhorabuenas por esta tan singular excelencia, y os suplico, con el
mayor rendimiento, por el alto honor que os resulta de ella, y por el
mérito de vuestra profundísima humildad, más grande que el de la Reina
de Saba en haber viajado para oír y admirar la sabiduría de Salomón, que
me alcancéis de Dios la gracia de imitaros, y de imitarle perfectamente
en esta virtud, la del especial favor que por vuestra intercesión le
pido en esta Novena, si fuere de su divino agrado, y la del auxilio
final para morir santamente, y después amarle, gozarlé y poseerle con
Vos eternamente en la Bienaventuranza. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA QUINTO – 17 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La quinta excelencia de Santa María Magdalena fue haber sido terrible y formidable para Lucifr su virtud, y aun su presencia: trátase de su invencible fortaleza.
Considera, alma, que otra de las más señaladas excelencias de nuestra Santa gloriosísima fue el gran terror que causaba su virtud, y aun su presencia, al soberbio Licifer, y juntamente lo heroico de su fortaleza, y lo que necesita el cristiano de esta virtud para conseguir el Cielo.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que desde el principio de su conversión, pero mucho más después, así como fue festiva para el Cielo su mudanza y su virtud, así fue para el Infierno terrible y espantable. No es decible cuánto celebraron los Ángeles en el Cielo la penitencia y la mudanza de vida de Magdalena: lo que se regocijaron con sus grandes progresos en el camino de la perfección, y lo que con ella se familiarizaron en el tiempo de su vida, particularmente mientras que permaneció hasta su muerte en el desierto. A la verdad, su vida, su amor a Dios, su contemplación, su íntima unión con el Señor, y los señaladísimos favores que de Él continuamente recibía, la sublimaron a tan alta perfección, que más parecía un Ángel en carne que mortal y humana criatura; no se ocultaba a Lucifer lo precioso de este tesoro al mundo desconocido por entonces; vio su portentosa y verdadera conversión, y rabioso por lo que con ella había perdido se enfureció extraordinariamente, hasta intentar el acabar con su vida si pudiese. Quiso retardar e impedir sus resoluciones, y nada omitió su diabólica astucia por retraerla de su intento; armóle lazos, opúsole mil escollos, y batió su corazón con las más recias sugestiones, pero superior a todo el ferviente generoso espíritu de nuestra Santa, no solo le venció completamente, mas también lo confundió con sus fervores de tal modo que le era después intolerable su presencia. «Cuando se convirtió Magdalena (dijo el Señor a Santa Brígida de Suecia) confusos los demonios exclamaron: “Gran presa habernos perdido, ¿cómo la podremos reducir otra vez a nuestro poder y esclavitud? Ella se lava con tantas lágrimas, que no tenemos valor para mirarla. Ella se cubre con tantas y tan buenas obras, que no deja ver en sí la menor mancha, y ella es tan encendida en el amor y servicio de Dios, y tan activa y ferviente en el cuidado de su santificación, que nos debilita las fuerzas, y no podemos ni nos atrevemos a estar cerca de ella”» (San Agustín, en las Revelaciones de Santa Brígida, libro 4º, cap. CVIII, n. 2), Inferir de aquí cuánto sería el terror que causaría a Lucifer en los años posteriores de su vida, cuando más adelantada en la perfección llegó a estar más unida su alma al sumo bien a quien amaba como a su fortaleza, su constancia, su refugio y su libertador (Salmo XVII, 2). Este lo fue, en efecto, en un modo muy parecido al de la mujer en el Apocalipsis (Apocalipsis XII, 1 y ss): a la que en un sentido mísitico se le asemejó en muchas cosas entonces y después nuestra Santa bendita Magdalena.
Y qué os parece, ¿no estáis ya notando en todo esto su heroica invencible fortaleza? Consiste esta en padecer constantemente las incomodidades que se presentan en la prosecución de un bien recomendable, y en la grandeza de ánimo con que se emprenden cosas de suyo arduas y difíciles, pero buenas. Mucho fue lo que padeció nuestra Santa del mundo y del Infierno desde el principio de su conversión hasta el fin de su vida. Los hombres con sus siniestros y errados juicios, con sus injurias y desprecios, y con sus murmuraciones graves y contumeliosas le dieron bastante que padecer y que sentir. No fue poco lo que acreditó la constancia de su generoso espíritu cuando como excomulgada se cree haber sido arrojada, o separada de la Sinagoga, porque creía y confesaba la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo; pero llegó a lo más heroico su fortaleza en la ocasión de padecer gustosísima el riesgo y las penalidades del naufragio a que fue con los demás de su familia y con otros cristianos sentenciada por los Judíos enemigos del nombre del Señor, para que en él pereciesen. Pero donde su fortaleza descubrió más lo heroico de su perfección fue sin duda en la ardua empresa de seguir y acompañar públicamente a nuestro Señor Jesucristo en el tiempo de su predicación y en el de su acerbísima Pasión y muerte. Entonces, cuando los enemigos del Salvador o aguzaron sus lenguas como serpientes para contradecir su doctrina, desmentir sus milagros y desacreditar su persona o maquinaban darle la muerte, y para ello lo buscaban con exquisita diligencia, o cuando efectivamente se la dieron después de los mayores tormentos en el Calvario, cuando de sus mismos Apósteles el uno le vende, el otro le niega, y todos le desamparan, Magdalena con un ánimo superior a sí misma no se apartaba de su Divino Maestro, y le sigue a todas partes con santa intrepidez y con la mayor constancia. Con esta misma se retiró al desierto, y se escondió en aquella gruta que vio ocupada de un dragón espantable, y permaneció en ella por el dilatado espacio de treinta años, resistiendo y superando los más recios combates de nuestro común enemigo. Así nos ha dado a conocer que ciñó con la fortaleza sus costados, y que fortaleció con más que humana robustez el brazo de sus obras (Proverbios XXXI, 17) para vencer y despojar tan fuerte armado.
PUNTO SEGUNDO
Considera ya, oh alma, teniendo a la vista un ejemplar tan poderoso, cuánto es lo que debes trabajar por conseguir una virtud que tan precisa nos es para conquistar el Cielo. Son muchos los enemigos que nos combaten, y grandes los peligros que nos rodean, y para evitar éstos y rebatir aquellos nos es preciso armarnos de fortaleza. El Señor de todo lo creado nuestro Señor Jesucristo, cuando vino a reinar entre nosotros vestido de la hermosura de nuestra humanidad, sabemos que se vistió de fortaleza y que se ciñó del poder (Salmo XCII, 1), porque habiendo de arrojar al fuerte armado del lugar que injusta y tiranamente poseía, de despojarle de sus armas y de apoderarse de sus despojos, era preciso que manifestase su mayor poder y fortaleza, y que nos armase a nosotros con ella para que pudiésemos vencer si quisiésemos. Es terrible el poder y la audacia con que este nuestro común adversario a la manera de león rugiente, nos rodea de continuo buscando ocasión de devorarnos y de hacer presa de nuestras almas (I Pedro V, 8); y debe sernos tan temible cuanto se infiere de la prevención que nos hace el Espíritu Santo, avisándonos que no es nuestra pugna contra la carne y la sangre, sí contra los principes y potestades que gobiernan en el reino tenebroso del abismo (Efesios VI, 12). Este solo enemigo es bastante para que temiendo sus asechanzas seamos vigilantes en la oración, y en fortalecernos en la fe para resistirle y vencerle (I Pedro V, 9); pero no pudiendo dudar que son muchos los que nos combaten, y que dentro de nosotros mismos se esconde uno de los mayores que tenemos, no podemos vivir en ningún tiempo con descuido. Este es el amor propio enemigo tan temible, cuanto que él es quien más que otra criatura alguna del Cielo, de la tierra, y del Infierno puede separarnos del amor y gracia de nuestro Señor Jesucristo (San Bernardo, Sermón XI de divérsis, n. 1). Para que así no suceda, es forzoso que de tal suerte luchemos contra él con tal constancia y fortaleza de ánimo, que hasta haberle avasallado enteramente no desistamos del intento. Si lográramos este santo trofeo de nosotros mismos, seremos más gloriosos y memorables que los valientes conquistadores de las Ciudades y plazas más fuertes y guarnecidas (Proverbios XVI, 32).
Ardua es para nosotros esta empresa, por el furor de nuestros adversarios y por los peligros que en la tierra y en el mar, en la soledad y en los pueblos, y aun entre nuestros prójimos y allegados (II Corintios XI, 26) continuamente se nos presentan. Mas por cuanto es a todo superior la gracia que se nos da para evadirlos y vencerlos, no podemos alegar excusa alguna que nos sirva de disculpa si por no aprovecharnos de ella, hubiésemos flaqueado y desfallecido. La pusilanimidad y cobardía en los casos en que es necesario el valor, el espíritu y santo denuedo para emprender alguna obra buena, justa y obligatoria, o para rechazar al enemigo que nos impide el bien obrar, es un vicio no menos reprehensible en el cristiano que la temeridad y la audacia en exponerse voluntariamente a los peligros y riesgos graves y próximos del cuerpo o del alma, que desaprueba la razón y que la conciencia repugna. Nunca debe omitirse el cumplir aquellas obligaciones que son propias, peculiares y esenciales a nuestro estado. Esta omisión es una culpable desidia con que manifestamos nuestra poquedad de ánimo para hacer aquello de que en ninguna manera podemos dispensarnos y que es proporcionado a nuestras fuerzas. O es una malicia de la voluntad con que nos negamos a empezar o a continuar la grande obra de nuestra santificación por aquel medio obligatorio y preceptivo, y tanto en este caso como en aquel otro, dejamos de practicar la fortaleza que en ellos y para ellos se nos manda. Cuando por pereza o negligencia dejamos de hacer alguna obra buena a que nos conocemos gravemente obligados: cuando por la misma descuidamos en el más importante negocio de nuestro propio espiritual aprovechamiento: o cuando dominados de ella caemos en el estado fatal de la tibieza, no hay duda que esta falta de fortaleza pone en un grande riesgo la salvación de nuestras almas. El campo o espíritu del perezoso produce solo ortigas de vicios y malezas de pecados (Proverbios XXIV, 30-31): él es atormentado de sus'mismos deseos, hasta el extremo de perecer en ellos (Proverbios XXI, 25), se hace digno del común desprecio de todos (Eclesiástico XXII, 1), y lo que es más temible, de su eterna reprobación (San Mateo XXV, 30). Temamos, pues, tan funestas consecuencias, y para evitar o reparar sus daños, procuremos valernos de la devoción, imitación e intercesión de Santa María Magdalena como uno de los medios más eficaces y oportunos para la reformación de nuestras costumbres, y para conseguir las bendiciones del Cielo.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA QUINTO
Fortísima,
invictísima y constantísima protectora y auxiliadora mía Santa María
Magdalena, mi amparo, mi consuelo y mi remediadora en mis aflicciones y
peligros. Vos sois la que con vuestro amor fuerte como la muerte,
obligasteis tanto al invencible, que después de haber arrojado de
vuestro cuerpo siete espíritus infernales que tiranamente os poseían, os
dio sobre todos ellos un poder irresistible. Vos la que vestida del
espíritu de fortaleza, y enriquecida con este precioso don del Espíritu
Santo hicisteis frente a todos los conatos de satanás nuestro
adversario, hollasteis los respetos del mundo y vencisteis los asaltos
de todos vuestros espirituales enemigos, y vos la que al modo de la
prodigiosa mujer que nos refiere San Juan en su Apocalipsis,
triunfasteis perfectamente del dragón infernal con el auxilio del Señor y
con las dos alas misteriosas de vuesrtra fortaleza y amor con que
volasteis al desierto de vuestra seguridad. Yo os doy mil enhorabuenas,
amada Santa mía, por estas grandes felicidades, y por la singular
excelencia de haberos hecho el Señor terrible y formidable a Lucifer y a
todo el Infierno, y os pido humildemente por ella que os dignéis
admitirme bajo de vuestra poderosa protección, estando siempre a mi
lado, para que no prevalezcan jamás mis enemigos contra mí, que me
consigáis de mi amabilísimo Redentor que no me deje caer en tentación,
que me libre de todo mal, y me conceda la especial gracia que por
vuestro medio le pido en esta Novena, si fuere de su divino agrado, y
por último me asista en la hora terrible de mi muerte, alcanzándome la
gracia final para después ver a Dios en vuestra cómpañía eternamente en
el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA SEXTO – 18 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La sexta excelencia de Santa María Magdalena es haber resucitado el Señor a Lázaro su hermano por sus ruegos. Se propone su ferviente y devotísima oración.
Considera, alma, que entre las más señaladas excelencias con que engrandeció el Señor a su escogida y amada Magdalena, una fue la de haber resucitado movido de sus ruegos a su difunto hermano Lázaro: considera también su devota y continua oración, y cuánto necesitas de esta virtud para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, cómo uno de los más singulares milagros con que hizo manifiesta al mundo nuestro Señor Jesucrisrto la verdad de su divinidad y de su celestial doctrina fue la portentosa resurrección de Lázaro, hermano de las dos Santas hermanas Marta y Magdalena. Amaba mucho el Señor a estos tres Sanios hermanos, y habiendo enfermado de muerte aquél, avisaron estas a su amabilísimo Jesús, suplicáronle que viniese a darle la salud. Retardó su Majestad el hacer lo que entonces le pedían, para concederles después mucho más de lo que le rogaban, como en efecto lo hizo dando la vida a Lázaro, de cuatro días difunto, fétido ya, y en estado de corrupción su cuerpo. Este gran prodigio que ha sido y será sieinpre la admiración de los siglos, lo obró el Señor entre otros fines, por el de darnos a conocer su grande amor a Magdalena. La Santa Iglesia vive persuadida que por los ruegos de esta resucitó Cristo nuestro Señor a Lázaro, y coligiendo de aquí lo mucho que valen en su divina presencia las súplicas de esta su predilecta, no duda pedirle que se digne por ellas favorecerla. El mismo Señor reveló a Santa Brígida que la humildad con que por su amor se había humillado la Santa en la presencia de los hombres, lo inclinó y movió a la ejecución de tan rara maravilla, para que estos también la honrasen (Revelaciones, Libro 4º, cap. LXXII). Aquí se ve prácticamente que honra Dios y glorifica aun en la tierra a los que con su fidelidad y amor le glorifican y le honran mientras viven (IV Reyes II, 30). Aquí se nos hace ver que ha sido, lo es, y será siempre en sus Santos admirable (Salmo LXVII, 36). Así se nos convence del gran dogma de la utilidad e importancia de los ruegos de los Santos, y así se nos evidencia una de las más memorables excelencias de la Santa Magdalena, y el gran mérito de su oración y de sus lágrimas para con el Señor; mayor sin duda que el de la Sunamita con Elíseo, cuando postrada a sus pies consiguió de él que le resucitase a su difunto hijo, cuyo cadaver estaba aún insepulto (IV Reg. 4, 27).
¿Y qué, no estamos viendo aquí la fuerza, el poder y la eficacia de su oración? Es mucho lo que vale la del justo en la divina aceptación, cuando ella es continuada (Santiago V, 16), dice el Espíritu Santo, y siéndolo la de esta fiel sierva del Señor en tales términos, que siempre y sin intermisión oraba, no es de extrañar que produjese efectos tan admirables. Oraba en todos tiempos por la mañana, por la tarde y por la noche: en todo lugar, en el Templo, en su casa y en los campos: y en todas circunstancias, sola o acompañada, sentada o caminando, ocupada o en quietud, en la tribulación o el descanso, velando, y aun durmiendo, porque la vehemencia de su amor, como a la mística esposa de los Cánticos, mantenía desvelado su corazón, mientras que sus sentidos reposaban (Cánticos V, 2). Jamás llegó a flaquear su espíritu, ni padeció el más pequeño detrimento en este piadosísimo ejercicio. Unida siempre por caridad con el amado de su alma, no cesaba de noche ni de día de tener con Él sus dulces y devotísimos coloquis. Toda su conversación era en el Cielo, así porque siempre era con Dios o de Dios, como porque elevada sobre sí misma y sobre todo lo terreno, no se apartaba de allí su corazón ni su mente: a esta circunstancia de continua, juntava la de ferviente y devotísima. Así lo demuestra en su segunda misteriosa unción, cuando pocos días antes de padecer y morir nuestro amabilísimo Redentor ungió sus sagrados pies (San Juan XII, 3) y su sacrosanta cabeza, quebrando sobre ella el precioso vaso de alabastro en que se contenía (San Mateo XXVI, 7. San Marcos XIV, 3). Así nos deja ver el alto grado de su virtud a que ya había su espíritu llegado, y por este tiempo mucho más sublime y encumbrado que el de su primera unción en casa del Fariseo (San Bernardo, Sermón en la fiesta de Santa María Magdalena, núm. 8); y así conocemos la perfección y prontitud con que corrió con pasos de gigante las estrechas sendas de la vía iluminativa, y camino difícil de los aprovechados. Tanto era el fervor de su oración, tantos los progresos que con ella hizo, y tanto lo que con ella alcanzaba, porque excediendo su fragancia a los más preciosos ungüentos en la divina aceptación, mereció sin duda ser oída por su gran reverencia, devoción y religiosidad, porque hirió el corazón de su Señor, y como que lo rindió con uno de sus ojos, que es el llanto humilde y amoroso, y con uno de los cabellos de su cuello, o de los afectos más puros y subidos de su oración (Ver Cornelio Alápide, en el cap. IV verso 6 de los Cánticos). ¡Ah! ¡Cuánto nos deja que admirar, y cuánto que imitar la continua, ferviente y altísima oración de Magdalena!
PUNTO SEGUNDO
Considera, alma, ahora consiguiente a lo que acabas de meditar, cuán necesaria te es la oración, y sus circunstancias para no perder el fin último de tu salvación, para que fuiste creado. Es la oración uno de los actos más principales de la virtud santa de la religión; y de aquí es que tanto como esta nos obliga y nos es para salvarnos necesaria, tanto lo es y nos precisa la oración. Con ella alabamos a nuestro Creador por sus infinitas perfeccines, le orecemos el sacrificio de nuetros labios en debido culto y obsequio por su soberanía y majestad, y le pedimos el remedio de nuestras necesidades y sus soberanos beneficios, como a nuestro bienaventurado Padre y liberalísimo bienhechor. El mismo Señor nos manda orar, así para templar los justos rigores de sus iras, como para conseguir sus misericordias. Este es un medio indispensable para alcanzar lo que pedimos o lo que necesitamos, lo es para llegar a convertirnos a verdadera penitencia para que su Majestad nos perdone, y lo es para rebatir y vencer las tentaciones del enemigo, y para que el Señor nos preserve de este mal y del de consentir en el pecado. Sin la oración sería nuestra religión un esqueleto sin vida, nuestra virtud un cadáver inanimado, y nuestro proceder un monstruo el más disforme. Su falta puede apartarnos de Dios, privarnos de sus bienes y precipitarnos en muchos males; porque hay ciertas gracias sobrenaturales que coúmnmente hablando no se nos dan sino por medio de la oración. Por esto su omisión nos es muy perjudicial en algunos casos, y tanto que exponemos a un riesgo manifiesto nuestra salvación, como sucede cuando combatimos con aquella especie o género de demonios que no pueden vencerse sino con la oración y el ayuno (San Marcos IX, 28). Y cuando dejamos de pedir la gracia final, y otras de igual naturaleza, para cuya consecución conduce mucho la oración, no obstante que en rigor de justicia ninguno puede merecerla. La ignorancia de esta verdad y de esta grande obligación hace que sea tanta en nosotros la indolencia y la insensibilidad con que vivimos, y ha sido la causa de que el mundo haya llegado a tanta desolación, y a tanta perversidad (San Juan XII, 11). Oremos pues, si queremos no entrar en tentación y caer en ella infelizmente (San Mateo XXVI, 41).
Pero oremos bien, y del modo que conviene para que nuestra oración no se haga sin mérito, ni carezca de utilidad. Sea nuestra oración humilde y sumisa como la del Centurion a Cristo, no soberbia y jactanciosa como la del Fariseo; sea ferviente y devota como la del pobre ciego Bartimeo, y no aparente y de mera ceremonia como la de los hipócritas; sea llena de fe y de esperanza como la de la Cananea y del Leproso, y no temeraria y sin respecto al último fin como la de Antióco y Simón Mago; sea religiosa, atenta y acompañada de buenas obras y del santo temor de Dios como la de Cornelio Centurión el de Cesarea, y no viciosa, culpable y llena de tantos crímenes como la de los Escribas y Fariseos reprendidos por nuestro Señor Jesucristo. Cuando tenga nuestra oración estas buenas circunstancias, entonces nos podemos prometer su fruto, y que llenemos nuestra obligación en esta parte. La fe, la esperanza, la caridad y la religión, son las virtudes que deben acompañar a la oración, y las que principalmente se requieren para que ella sea agradable a Dios, y a nosotros meritoria (Santo Tomás de Aquino, parte II-II, cuestión 83, art. 15. San Roberto Belarmino, Doctrina del Concilio de Trento, título De la oración en general, cap. VI, núm II): orar sin esta previa disposición es como tentar a Dios en algún modo, pero lo es más cuando hablando con Él en la oración, o alabándole con nuestras voces, tenemos lejos de Él el corazón y la voluntad; cuando pedimos cosas indebidas o por algún fin malo oramos, y cuando con la acción santa de orar juntamos unas costumbres reprensibles, unas costumbres malas y una vida escandalosa; temamos mucho el ser omisos en la observancia de este divino precepto que tanto nos interesa, temamos el faltar a sus circunstancias, porque sin ella será nuestra oración en mucha parte inútil; y temamos el abusar en modo alguno de un medio tan oportuno y fácil que el Señor nos ha dejado para el bien espiritual y eterno de nuestras almas, porque si con nuestra mala vida o con algún grave pecado ponemos a nuestra oración algún obstáculo, este será al modo de ua nube que se interponga para que ella no suba al Señor (Trenos de Jeremías III, 4) y nos dispense sus favores. Aprendamos su práctica de nuestra Santa Magdalena, imitándole en ella cuanto nos fuere posible, y pidamósle nos alcance del Señor esta gracia singular, y entre todas apetecible.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA SEXTO
Devotísima,
religiosísima y fervorosisima consoladora mía Santa María Magdalena, mi
maestra, mi guia y mi enseñanza en el camino de la perfección
cristiana, vaso admirable de la más ferviente devoción, obra del Excelso
por el conjunto de dones, gracias y virtudes con que os enriqueció el
Todopoderoso, bálsamo precioso, incienso suavísimo, y varita de humo de
los mejorer perfumes en el ejercicio de la oración, con que aún viviendo
en carne mortal, llenábais el Cielo de espiritual fragancia con nueva
gloria accidental de sus bienaventurados moradore. Vos sois la que con
vuestra elevada oración escalasteis el Cielo, y transformada en ángel
subisteis a gozar con ellos del sumo bien que intensamente amasteis, vos
la que hicisteis con su eficacia que subiendo allá vuestros clamores
descendiesen al mundo las divinas misericordias, y vos la mística
Sunamita que con vuestros ruegos alcanzasteis del mejor Eliseo nuestro
Señor Jesucristo la prodigiosa resurrección de vuestro Santo hermano
Lázaro. Yo os doy, amada Santa mía, mil enhorabuenas por esta grande
excelencia, por los señalados favores que su Majestad os hizo, y por el
mérito y valor de vuestra oracion devota y ferventísima, que me
alcancéis de mi dulcísimo Salvador, acierte yo a adorarle en espíritu y
verdad; que me conceda la gracia de oración, y con ella un espíritu de
penitencia con que llore de continuo mis pecados; la gracia especial que
por vuestro medio le pido en esta Novena, si fuere de su divino
aagrado; y sobre todo, que imite perfectamente vuestras virtudes, para
que sirviéndole y agradándole en esta vida, consiga el verle y gozarle
con vos eternamente en la otra. Amén
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA SÉPTIMO – 19 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La séptima excelencia de Santa María Magdalena es haber sido una de las almas más amadas de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre. Se trata de la fidelidad con que imitó y siguió al Señor.
Considera, alma, esta especial excelencia de la felicísima Magdalena en haber sido la predilecta discípula, y una de las almas más amadas y favorecidas de Cristo nuestro Señor, y de su bendita Madre. Considera igualmente la fidelidad con que los imitó y siguió, y la obligación que tienes de imitar a nuestro Señor Jesucristo para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, cómo aunque el amor de nuestro Señor Jesucristo es para con todos los hombres infinito, según que su copiosa redención lo manifiesta, se particularizó no obstante en sus efectos para con sus Apóstoles y Discípulos, y aun entre estos se dejó ver más especial o expresivo para con unos que para con otros. Esta desigualdad o diferencia se ha de considerar que es dimanada en parte de nosotros mismos, que somos el objeto de aquellla divina caridad, porque según que fuere mayor o menor el grado en que tengamos esta virtud, o en que nos hallemos en el camino de la perfección cristiana, o de nuestra buena o mejor disposición para ella, así será menor o mayor la caridad con que su Majestad nos ame, o lo que de ella nos manifieste o dé a conocer en sus efectos. a la manera que la luz del sol siendo una en su entidad, es más o menos lo que de su claridad participamos según que es más grande o más pequeña la ventana por donde se nos comunica, y su calor que en sí es igual e indistinto, calienta o se deja sentir más en aquellas partes del mundo que están dentro o más próximas a su torrida zona, que de las más distantes y remotas. Es una e inidivisa en Dios la caridad, porque ella es su mismo ser y su esencia misma, mas no lo es en su término, que son las humanas criaturas. Éstas unos son pecadores y otros justos, unos son enemigos y otros amigos, unos lo aborrecen o le ofenden, y otros de corazón le sirven o le aman, y según que es en nosotros esta diferencia de mérito mayor o menor justicia y santidad que nos asiste, así es distinta y diferente la dilección o el amor que nos manifiesta. De aquí es que cuanto es más sobresaliente la caridad con que da el Señor a conocer que ama a un alma, tanto se nos evidencia en esta lo sublime de su perfección y lo elevado de su mérito; una de estas fue la bienaventurada Santa María Magdalena, predilecta discipula de nuestro Señor Jesucristo, y a quien hizo singularísimos favores por el grande amor que le tenía. Los Evangelios nos aseguran de la frecuencia y familiaridad con que la trataba y con que admitía sus religiosísimos obsequios, lo que la amaba a ella y a sus dos santos hermanos, y los favores señalados que la hizo siendo entre ellos muy notable haber sido la primera a quien apareció resucitado antes que a alguno otro de sus Apostóles y Discipulos, y a quien encargó que les diese la noticia de su gloriosa resurrección. Sobre estos fueron innumerables y particularísimos los que le hizo en el resto de su vida, y con especialidad los treinta años que permaneció sola en el desierto: tres Santos, dijo el Señor a Santa Brígida, fueron los que sobre todos los demás me complacieron: mi Santísima Madre, el Bautista y la Magdalena (Revelaciones, Libro 4, cap. CVIII); y hablando de esta, señala tres cosas en que puso mayor esmero para agradarle: su amor al Señor sobre todo, otra el sumo cuidado de no desagradarle cosa alguna, y la tercera el esmero y vigilancia en todo lo que era de su divino agrado para no faltar jamás a ello ni aun en la cosa más pequeña. Esto propio, guardada la debida proporción, podemos considerar del amor que le tuvo y de los favores que le hizo Maria Santísima nuestra Senora, tratándola siempre como a la primera y más aprovechada de sus discípulas. ¡Oh excelencia singular de M agdalena. Si de solo haber buscado una vez los gentiles al Apóstol Felipe para que les proporcionase el ver y hablar a nuestro Señor Jesucristo, y haberle pteguntado a su Majestad en la soledad de un campo dónde comprarían el pan necesario para los muchos que le seguían, colige la santa Iglesia su familiaridad con el Señor (Lección IV de su oficio), ¿qué podemos colegir de tanto como hizo Cristo con esta su predilecta? Parece que esta fue, o estuvo místicamente figurada en la amada Sulamita de los Cánticos, aquella una, escogida y singular entre las Reinas y entre las más escogidas (Cánticos VI, 8); porque si hubo muchas hijas que atesoraron para sí grandes riquezas de méritos y virtudes, esta a todos les aventaja y excede (Proverbios XXXI, 23).
A tan singular excelencia y favores tan señalados dio lugar en mucha parte el grande esmero que puso nuestra Santa en seguir al Señor, y en imitarle fíelmente: desde el instante felicisímo de su conversión se resolvió a darle de mano a todos los cuidados, intereses o negocios íemporales, y dedicarse enteramente al grande y principal cuidado de su propia santificación mediante la práctica de aquella óptima parte a que se conoció llamada desde luego. Desprendida de todo lo terreno, y vencidas cuantas dificultades se le propusieron para impedir o retardar su resolución, tomó con más qué humano consejo la de seguir personalmente a nuestro Señor Jesucristo, y acompañarle en sus viajes y en sus apostólicas expediciones con mayor fidelidad y constancia que sigue al sol la flor llamada gigantea. Manteníale también, y sustentábale con su propio caudal y facultades (San Lucas VIII, 2-3); y nada omitía de cuanto podía conducir a su obsequio y para darle pruebas de su lealtad y de su amor. Seguíale pues a todas partes por los campos, villas, aldeas y lugares, a los desiertos y a las ciudades seguíale siempre a pie, y en los mismos términos que hacía el Señor sus jornadas con sus Apóstoles y seguíale no solo entre las gentes y los poblados donde era bien recibido y oída con aprecio su'doctrina, mas también cuando y donde era perseguido y menospreciado por la impiedad y obstinación de los que le escuchaban. Betania, Jerusalén y el Calvario prueban hasta el convencimiento esta verdad y son testigos de mayor excepción en esta parte; pero su principal conato y su resolución tan firme consistió siempre en la secuela e imitación de sus virtudes, anhelando incesantemente por copiar en sí la saatidad de su Divino Maestro. Logrólo en fin, siendo como Él manso y humilde de corazón, pobre y obediente, paciente y mortificada, caritativa y llena de toda especie de buenas obras en que estaba siempre empleada haciendo lo que eníendía ser de su divino agrado y beneplácito. Así llegó a ser su bendita alma tan parecida a su amabilísimo Jesús, como la sombra al cuerpo que la causa, como a la voz el eco que resulta de ella, y como la claridad a la luz de que dimana: esta misma fidelidad tuvo y guardó siempre en imitar y seguir a la Santísima Virgen nuestra Señora, a quien cordialmente amaba como a su maestra, como a instrumento de su felicidad y como a madre verdadera. Y esta propia nos la hace ver vestida y animada del espíritu de nuestro Señor Jesucristo, y un ejemplar práctico y perfectísimo de la propia evangélica negación, de la generosidad con que abrazó la cruz, de la más heroica penitencia y de la constancia y verdad con que le siguió toda su vida hasta la muerte; porque traída por el Señor como ella se lo pedía, corrió en pos de él llevada de la suavísima fragancia de los celestiales ungüentos de sus perfectísimas virtudes.
PUNTO SEGUNDO
Considera ya, oh alma, tu grande e indispensable obligación, tanto a seguir su doctrina como a imitar los ejemplos de nuestro Señor Jesucristo, para poder salvarte. La fe nos enseña que su Majestad vino al mundo y se hizo hombre no sólo para redimirnos del pecado, de la muerte y del Infierno con su Pasión y con su muerte, y para ser con ella nuestra justicia, santificación y redención, mas también para ser nuestro Maestro, que nos enseñase con su infinita sabiduría cuanto necesitábamos saber para vivir bien, y para poder salvarnos. Su Majestad es la luz del mundo (San Juan VIII, 12), luz verdadera que ilumina a todo racional que nace sobre la tierra (San Juan I, 9); es el doctor de la justicia dado misericordiosamente a nosotros por el Eterno Padre (Joel II, 23) para nuestra instrucción, y para que con la ciencia de la salud encaminase nuestros pasos por las veredas de la paz. Y es nuestra guía, director y preceptor que visiblemente había de hablarnos, y de mostrarnos las sendas rectas de nuestra eterna felicidad (Isaías XXX, 20 y ss). Para esto fue llamado y constituido nuestro Maestro (San Juan XIII, 13), y él mismo con inefable dignación se hizo nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, asegurándonos que por otro camino nos era enteramente imposible llegar al conocimiento, a la amistad y a la gracia de su Eterno Padre (San Juan XIV, 6). Su doctrina es santísima, purísima y perfectísima: su verdad eterna, inmutable e indefectible: y su sabiduría inefable, incomprensible e infinita. Para oírle y obedecerle tenemos un divino precepto solemnemente promulgado por el Eterno Padre en el Tabor, el que sin observarlo no podemos salvarnos. Sus palabras son de vida eterna (San Juan VI, 69), y el que las guarde en su corazón para observarlas, será bienaventurado (San Lucas XI, 28). Con ellas nos prohíbe toda otra doctrina que la suya (San Mateo XVI, 6 y ss), toda otra converación que la importante y necesaria (San Mateo V, 37), todo otro cuidado que el de nuestra salvación, o que para él pueda de algún modo de conducirnos (San Mateo VI, 51), y nos manda que a Él y no al mundo amemos, que conformemos con la suya nuestra vida, y que aprendamos de Él la práctica de Ias virtudes, para encontrar aquel eterno a descanso que no podemos hallar otro medio. ¡Ah! ¡Cuán innumerables son los que para siempre se pierden, porque ignoran, olvidan y desatienden la santa doctrina de nuestro Señor Jesucristo, y siguen la ciencia terrena y animal y diabólica que el mundo y sus amadores les proponen!
¿Pero le será acaso al cristiano bastante el creer solo, y abrazar la doctrina de su Maestro y Redentor? No por cierto, porque debe además poner en ejecución lo que en ella se le enseña de su necesaria imitación. La vida del Señor es una lección práctica, y sus hechos como otros tantos preceptos, donde se nos enseña a todos lo que debemos obsevar. El cristiano desde que fue bautizado, quedó vestido de Cristo, de su gracia y de sus virtudes (Gálatas III, 27). Quedó con Él mismo muerto, y como sepultado para todo lo que es culpa, y solo vivo para la virtud (Romanos VI, 4). Y cquedó constituido místico miembro suyo (I Corintios VI, 15), y no verse para siempre reprobado: esto quiere decir que si nuestro Señor Jesucristo fue obediente, humilde, pobre de espíritu, manso, caritativo, paciente, misericordioso, y en todas sus acciones Santo, que nosotros habemos precisamente de hacer esto propio para poder salvarnos. Que si nuestro Señor Jesucristo tuvo escrita en su Corazón Santísimo la ley de su Eterno Padre, y la observó sin faltar en el más mínimo ápice, que nosotros para nuestra salvación debemos hacer lo mismo, y que si nuestro Señor Jesucristo padeció tormentos, afrentas, dolores y la misma muerte por salvarnos, que nosotros somos obligados a seguirle en esto, porque a ello nos obliga con su ejemplo (I Pedro II, 21), y porque habiéndole sido eso preciso para entrar en su gloria (San Lucas XXIV, 16), no es creíble que por otro medio podamos nosotros alcanzarla. La fe nos dice que si padecemos con el Señor, si fuéremos participantes de su Pasión, y si con Él muriéremos, con Él viviremos y reinaremos, y seremos en el Cielo glorificados (II Timoteo II, 11); pero sucederá sin duda lo contrario si faltásemos en todo aquello: aprendamos de Santa María Magdalena a ser verdaderos discípulos y fieles imitadores de nuestro Salvador, para ser amados y favorecidos de su Majestad: tengamos presente aquella su promesa de concedernos lo que pidiéremos si permaneciéremos en Él y si sus palabras permanecieren en nosotros (San Juan XV, 15). Y no, no olvidemos aquella su sentencia: que si alguno dejase de mantenerse unido a Él por gracia, por imitación y por secuela de su doctrina, será separado de Él privado de su comunicación y arrojado al eterno fuego, al modo que se hace con el sarmiento separado de su cepa (San Juan XV, 5).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA SÉPTIMO
Piadosísima,
constantísima y fidelísima imitadora de mi Señor Jesucristo Santa María
Magdalena, protectora y abogada mía, predilecta discipula del Divino
Redentor y de su Santísima Madre, cuya celestial doctrina oíais con
frecuencia, con fruto de vuestra alma, y con suma complacencia del
Señor. Mística Sulamita, que atraída del suave olor de sus virtudes le
imitasteis fielmente, y os hicisteis digna como aquella de sus más
señalados favores. Luna msteriosa, cuya plenitud de gracia y de
perfección os fue comunicada por el sol de justicia Cristo, con cuyo
espíritu vivíais, y en cuya semejanza por perfecta imitación os
transformasteis. Yo os doy mil enhorabuenas por tan peregrina
excelencia, y os suplico con toda la humildad de mi corazón por la suma
lealtad y constancia con que le acompañasteis, seguisteis su doctrina e
imitasteis sus virtudes, que me alcancéis de su Majestad el especial
favor que por vuestro medio le pido en esta Novena, si fuere de su
voluntad y agrado, y principalmente que a ejemplo vuestro siga yo
perfectamente los suyos, y conserve en mi corazón su divina palabra,
para que arreglando según ella mi vida, consiga en tiempo el perdón de
mis pecados, el agradarle con todas mis obras, y logre con vuestra
protección una santa y dichosa muerte, para después verle y gozarle en
la eterna bienaventuranza por todos los siglos de los siglos. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La octava excelencia de Santa María Magdalena es haberla escogido el Señor para modelo y ejemplar de la vida contemplatva: se propone su ardentísimo amor a nuestro Señor Jesucristo.
Considera, alma, la rara excelencia de esta favorecida sierva y esposa del Señor en haberla escogido entre todos sus Santos para que fuese en su Iglesia ejemplar vivo y práctoco de la mejor y óptima parte de las dos que dejaba en ella establecidas para la santificación de sus hijos. Considera asimismo su inflamado amor a nuestro Señor Jesucristo, y la indispensable necesidad que tienes de este amor para poder salvarte.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que habiendo establecido nuestro Señor Jesucristo en su Santa Iglesia las dos clases de vida, activa y contemplativa, en que dejaba dispuesto que respectivamente pudiésemos salvarnos y santificarnos sus hijos, y llegar a la misma unión con su Majestad en el estado de viadores, quiso también y dispuso con su infiniti sabiduría que su predilecta Magdalena nos sirviese de ejemplar y modelo para ello. La vida contemplativa respecto de la activa es la parte más sublime, más perfecta y óptima en la vida espiritual. Es en sí la más apta y proporcionada para la Union con Dios, y para su comunicación y trato. Y es por la que se afanan y suspiran aun los que viven en las santas inquietudes y laboriosas faenas de la activa. Los socorros de aquella: le son a esta tan necesarios, que sin ellos no es fácil, ni tal vez posible que puedan subsistir en la virtud los que la siguen, mas no sucede así por cierto a los contemplativos, porque con Dios y en Dios todo lo tienen (San Bernardo, Sermón III en la Asunción de la Virgen, núm. 2). De estas dos vidas puso el Señor por modelo a las dos Santas, Marta y Magdalena, pero asegurando Él mismo que esta última había escogido la mejor y óptima parte, porque sentada a sus divinos pies solo atendía a sustentar su espíritu con el celestial alimento de la divina palabra, es claro que nos la propuso por un ejemplar consumado de la vida contemplativa. Y no siéndonos permitido el dudar que esta sea la más recomendable y perfecta, se deja bien conocer cuanto sublimó a su amada Magdalena, en haberla escogido para que nos sirviese de idea de tan alta y difícil perfección. La de esta felicísima Santa parece haber llegado a lo sumo, asi porque en su vida nos lo dejó bastantemente acreditado, como porque su Divino Maestro no solo aseguró que había escogido y poseía la mejor y óptima parte, mas también que esta no le había de ser quitada en tiempo alguno. Palabras que dan a entender en cierto modo que sería confirmada en aquella especie de gracia para que nunca le perdiese. Y en efecto así lo da a entender aquella fuga que por divina inspiración hizo al desierto, y su pasmosa solitaria vida en él los treinta años últimos de su vida; pero mucho más el raro y estupendo favor de haber sido conducida al Cielo en manos de los Santos Ángeles por repetidas veces en todos y cada uno de los días de aquel dilatado tiempo, para cantar al Señor divinas alabamzas con los Santos y bienaventurados de aquella corte celestial (Oficio de Santa Marta Virgen, lección V. El P. Isidoro de Sevilla en su Vida de Santa María Magdalena, línea 15, núm. 204). ¡Oh inaudita, rara y sngular excelencia de Magdalena! No fue la hermosa Raquel (siendo también figura de la vida contemplativa) tan amada y acariciada de Jacob como lo fue nuestra Santa del amabilísimo Redentor Jesucristo.
Su amor al Señor la hizo digna y benemérita de favores tan señalados. Es fuerte el amor ccmo la muerte, y en ella lo fue tanto, que sin él no podía vivir de modo alguno, y muchas veces la vehemencia de su incendio le hubiera acabado con la vida, si Él mismo con especial providencia no se la conservase. Fue su amor activo, intenso y continuado; fue ardiente, fogoso e inflamado; y fue unitivo, seráfico y de transformación; si este desde su conversión dijo Cristo que había sido mucho y grande: ¿qué aumentos no tomaría con el trato frecuente de su Majestad? ¿A qué grado de perfección no llegaría con su especial doctrina, con los divinos favores que la hacía, y con su práctico ejercicio nunca jamás interrumpido? Si mirado su amor en aquel estado que corresponde al de los principiantes, mereciò que el mismo Dios lo asegurase grande, ¿dudaremos que llegando presto al de los perfectos, se dejase ver entonces para nosotros inefable? Y si desde sus principios fue tan activo que le consiguió un perdón universal a culpa y a pena, y un sinnúmero de favores y gracias que la levantaron a una grande santidad, ¿a qué grado de unión y de transformación no ascendería en el resto de sus años? Unida a Cristo y con Cristo, y transformada toda en él, no vivía en sí ni para sí, sino toda en Él y para Él. Altamente nos declara esto el grande Orígenes, hablando del encendido amor con que buscaba a Cristo en el sepulcro, y apareciéndosele en figura de hortelano, no fue por ella conocido: «Cuando depositó José el difunto cuerpo del Salvador en el sepulcro (dice este antiguo Escritor), sepultó con él María su propio espíritu; pero en un modo tan inseparablemente unido a él, que era más fácil el separarse su alma de su cuerpo, que la separación de su amante espíritu del cuerpo del Redentor. El espíritu de María vivía y estaba más en el cuerpo de Cristo, que en el suyo propio: y por esto, cuando buscaba el cuerpo del Señor, busca juntamente su propio espíritu, porque este lo perdió perdiendo el suyo Cristo en la Cruz. ¿Qué extraño, pues, que no tenga conocimiento de Cristo la que carecía del espíritu con que había de conocerle? Volvedle, Señor, a Magdalena el espíritu que tenéis de ella en vuestro sagrado cuerpo, y entonces recobrará el conocimiento, y depondrá con él su engaño» (Homilía de Santa María Magdalena. En Cornelio Alápide, cap. IV, verso 9 de los Cánticos, sentido 2º, al final). En suma, el corazón de Magdalena vivía y era todo de Jesús,y el de Jesús todo de Magdalena (Alápide, ibid.); y por esto, viviendo ella, era Cristo quien vivía y no Magdalena (cf. Gálatas II, 20), porque a semejanza del Apóstol vivía por amor y unión en Cristo, en Él dichosamente transformada. ¡Ah! ¡Qué amor tan consumado y tan perfecto!
PUNTO SEGUNDO
Considera bien ahora la necesidad que tienes de amar a nuestro Señor Jesucristo, y el modo con que debes amarlo para poder salvarte. Es Jesucristo nuestro Dios verdadero, nuestro creador y nuestro Padre, que nos hizo de la nada, que nos creó a su imagen y semejanza, capaces de conocerle, amarle y poderle gozar eternamente. Es nuestro primer principio de quien precisamente dependemos para el ser, para la conservación y para la acción y el movimiento. Y es nuestro último necesario fin, a quien necesariament deben dirigirse todos nuestros afectos, todas nuestras intenciones, todas nuestras cosas, y todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras: motivos son estos por los cuales somos obligados a amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con nuestras, fuerzas todas, bajo la pena de ser privados para siempre de su vista en el Cielo si así no lo observamos. Pero es también nuestro amabilísimo Redentor, que con su vida, Pasión y muerte nos redimió de la esclavitud del demonio, de la miseria del pecado y de su pena eterna, y nos reconcilió con su eterno Padre, haciéndose Él mismo propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, para que fuésemos nosotros justicia de Dios en Él, o por Él justificados y santificados con la gracia que nos mereció y adquirió con sus méritos infinitos. Ved aquí otro motivo que nos pone en la dulce y felicísima necesidad de hamarle hasta dar por Él la vida si fuere necesario. Añadió a todo esto el exceso de caridad con que Él nos ama, y el testimonio evidentísimo que nos da continuamente de ello en el Santísimo Sacramento del Altar, en el que no sólo se digna de asistir entre nosotros en sus Templos, y de que lo ofrezcamos en sacrificio a su eterno Padre por medio de los Sacerdotes sus ministros, y más también que le recibamos y le tengamos en nuestro pecho, siendo indignísimos nosotros de un bien tan incomprehensible. Y cuando así lo hayáis considerado, ved si tenemos arbitrios para dejar de amarle; y si no amándole, ¿será nuestra salvación posible? Sabed, pues, que la caridad de nuestro Señor Jesucristo para con nosotros nos urge, nos estrecha, os obliga a que vivamos no para nosotros, sí solo para Él, que quiso morir y resucitar por el bien de nuestras almas (II Corintios V, 14-15): sin hacerlo así no podemos salvarnos.
¿Mas cómo hemos de amarle? Justo es, y aun debido que amemos sin modo al que tan sin modo ni medida se dignó amarnos. Amémosle en sí, y amémosle en los suyos si deseamos llenar nuestra grande obligación en esta parte. En sí le amaremos cuando huyamos de ofenderle con la codicia com Judas, con la envidia como los Fariseos, y con el desprecio de su divina bra como los vecinos de Corozaín y de Betsaida: cuando obedeciendo sus preceptos le creamos y le adoremos por Dios Verdadero con el Padre y con el Espíritu Santo, le sirvamos y le veneremos en espíritu y verdad, y le seamos agradecidos como el devoto Samaritano: cuando celando su honor cuidemos del decoro de sus templos, le deos religioso culto en todas partes y le alabemos en público, sin temor de los respetos humanos, con la piedad y fervor que lo hicieron las tumrbas entrando el Señor en Jerusalén el Domingo de Ramos. Le amaremos en los suyos si respetamos a sus Ministros los Sacerdotes, oyéndolos y obedeciéndolos como al mismo Señor cuando nos enseñan su doctrina. Si dejamos de perseguir al inocente y de mortificar al justo, en quien particularmente se nos representa, y si somos francos y liberales con sus pobres, socorriéndolos con alegría y sin escasez en sus necesidades. Estos son místicamente entendidos los pies de nuestro Salvador, que mereció ungir la Magdalena, y que a imitación suya podemos ungir nosotros con el bálsamo de la doctrina a la que la misericordia nos inclina (San Gregorio Magno, Homilía XXXIII sobre el Evangelio). Amemos, pues, a nuestro Señor Jesucristo en su cuerpo místico, que son los fieles, porque sin esto es imposibleamarle como debemos y nos manda. Amémosle de todos modos, ya con los actos exteriores de culto, adoraciión y de alabanza, y ya principalmente con los del interior, de suerte que el amarle no sea con la lengua y las palabras, sino con las obras que acrediten su verdad (San Juan III, 18). Y amémosle con el fervor, constancia y continuación que la bendita Magdalena, imitando los muchos y raros ejemplos que nos dio de esta vitud, para que por este medio lleguemos a la perfección que ella llegó, alcancemos los premios que ya ella goza, y evitemos el ser comprendidos en aquella formidable sentencia del Espíritu Santo: «si alguno dejase de amar a nuestro Señor Jesucristo, sea anatematizado y maldito» (I Corintios XVI, 22).
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA OCTAVO
Religiosísima,
amantísima y ferventísima discípula, sierva y esposa de mi Señor
Jesucristo Santa María Magdalena, humano serafín por el incendio del
divino amor en que vuestro corazón continuamente se abrasaba. Tálamo y
reclinatorio del verdadero Salomón Cristo, en cuyo centro depositó Él
mismo la perfecta caridad con que le amasteis. Columna de fuego y de luz
puesta en su Iglesia por el Señor en el camino de la perfección
cristiana, para que demostrase a todos la mejor parte de ella en las
felicidades de la vida contemplativa, Mística Raquel, particularmente
amada del Divino Jacob Cristo, y escogida por Él entre millares para
tener en vuestra alma sus celestiales delicias. Lucero clarísimo de la
mañana, que en la oscura noche del espíritu anuncias la inmediación al
Sol de Justicia que se les acerca para ocupar sus almas en el hermoso
día de su divina unión. Yo os doy mil enhorabuenas por tan sublimes
excelencias, y os suplico humildemente por vuestra altísima perfección, y
singularmente por el intenso y perfectísimo amor con que amásteis a
nuestro Señor Jesucristo en todo tiempo y sin intermisión alguna, que me
alcancéis de su Majestad el especial favor que por vuestro medio le
pido en esta Novena, si fuere de su divino agrado el concedérmelo, pero
principalmente, que a imitación vuestra elija yo la mejor parte en esta
vida, empleándola toda en amarle con todo mi corazón, en servirle con
todas mis fuerzas, y en seguir con fidelidad los impulsos de su fracia,
para que de esta suerte me haga digno de ella en la hora de mi muerte, y
después le vea, le ame y le alabe con vos eternamente en el Cielo..
Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
DÍA NOVENO – 21 DE JULIO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: La novena excelencia de Santa María Magdalena es haberla constituido el Señor abogada de los pecadores para su conversión, y protectora de los justos para llegar a la contemplación y unión con Dios. Se propone su heroica caridad.
Considera, alma, el especial privilegio concedido a esta gran Santa de ser abogada de los pecadores para su conversión, y de los justos para que lleguen a la contemplación y unión con Dios. Considera asimismo su heroica caridad, y cuán necesaria nos es esta virtud para poder salvarnos.
PUNTO PRIMERO
Considera, pues, que aunque nuestra santa fe nos enseña que nuestro Señor Jesuchristo es necesariamente nuestro abogado y medianero para con su Eterno Padre (I Juan II, 1), y que su Majestad nos mereció la gracia para nuestra justificación, santificación y salvación, de tal suerte que sin Él nos es imposible todo esto (San Juan XV, 5), no por eso son inútiles los ruegos de los Santos, ni se nos prohíbe el valernos de su intercesión, ni se le hace con ello agravio a nuestro amabilísimo Redentor (Concilio de Trento, sesión XXV, Decreto sobre la Invocación y religión de los Santos), antes bien cede en honor suyo el ser conocido y predicado en sus Santos admirable: y de esta católica verdad tenemos repetidos testimonios en las santas Escrituras, así en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Los Santos no solo son nuestros modelos y ejemplares para que aprendamos de ellos la virtud: son además nuestros protectores para favorecernos y alcanzarnos de Dios con sus ruegos el remedio de nuestras necesidades, y para esto nos lo pone a la pública veneración la Santa Madre Iglesia: por ellos nos dispensa el Señor sus beneficios, y parece haber destinado particularmente a algunos para por su medio concedernos alguna gracia especial, espiritual o temporal. Entre estos ha señalado a la Santísima Magdalena, para que al mismo tiempo que nos dio en su conversión y penitencia un ejemplar extraordinario y admirable, sea también poderosa para conseguir de la divina piedad un bien semejante a los pecadores, de modo que detestando estos su mala vida, se conviertan a verdadera penitencia y consigan su infinita misericordia (San Bernardino de Siena, citado por el P. Isidoro de Sevilla en la Vida de Santa María Magdalena, línea 21, núm 253), como lo testifican diferentes ejemplares. La ha destinado el Señor para guía y modelo de los contemplativos, y para que los justos llamados a ese estado, puedan con su protección llegar a él, y venciendo dificultades subir al de la unión con Dios, de que es testigo abonado y de mayor excepción el Beato Elías Tolosano, del Sagrado Orden de predicadores, que en la hora de su muerte depuso haber debido a la intecesión de esta su Santa protectora estos y otros grandes bienes espirituales que había recibido del Todopoderoso, contando entre ellos el de la salvación eterna de su alma (P. Isidoro de Sevilla, op. cit., por toda la línea 16). Muchos son los que han experimentado en sí la eficacia de los ruegos de la bendita Santa, así para convertirse, como para llegar a una perfección muy alta en el camino de la vida espiritual; y por eso es conveniente que todos la invoquemos para unos fines tan interesantes. Y a la verdad, si tanto pudieron con Asuero los ruegos de la Santa Ester, que obligaron a tratar y amar como amigos los que como enemigos había ya sentenciado a muerte, y revocando este decreto honrarlos mucho y llenarlos de felicidades, ¿qué dificultad hallaremos en tener por cierto que la oración de nuestra Santa es para con Dios más activa y recomendable a favor de los pecadores y de los justos, de quienes Él mismo con distintos respetos la ha constituido su abogada y protectora? Ninguna, por cierto, porque habiendo sido su caridad tan heroica, y sus ruegos ahora y siempre tan eficaces en la divina aceptación, eso y mucho más podemos esperar mediante su intercesión.
Si la caridad, que es la Reina de todas las virtudes, fue como el alma, el ser y la vida de Santa María Magdalena, y de todas, y cada una de sus acciones: de suerte que desde su admirable conversión hasta su muerte felicísima no hizo obra alguna de virtud que no fuese o acto de caridad, o imperado, informado o asociado de ella. Vivía de esta virtud, con ella dormía, de ella se alimentaba, y si hablaba, si se movía, si respiraba, siempre era ocupando la caridad su alma y su corazón, haciendo que de la abundancia de este la boca hablase, y se multiplicasen las buenas obras. En suma, como Dios es caridad, y esta fue en Magdalena tan heroica, no dudamos que con ella vivió Magdalena en Dios, y Dios en Magdalena (San Juan IV, 16): de aquí como de un manantial el más abundante y perenne nacían aquellos ríos de lágrimas que corrían de continuo por sus venerables mejillas. De aquí aquellas ansias insaciables de extender por todo el mundo el nombre Santísimo de Dios su fe, su culto y su religión. Y de aquí aquel esmero, actividad y eficacia en procurar el bien de sus proximos, ayudarles y favorecerles en vuanto le era posible, aun a costa de los mas grandes trabajos y de exponer su vida a los riesgos más evidentes. Movida de esta caridad abria liberal sus manos para socorrer al pobre, y extendía con generosidad sus palmas para remediar al necesitado, gastando con ellos los bienes de fortuna que había heredado de sus padres, mientras que los tuvo en su poder; no habiendo indigencia alguna que llegase a su noticia, a que dejase de subvenir misericordiosa y compasiva; porque sobre todo se conmovían sus entrañas y su corazón se liquidaba. Pero donde con mayor claridad nos hizo ver los subidos quilates de su caridad fue en el celo verdaderamente apostólico con que trabajó por la salvación de las almas. Llevada de este celo catequizaba e instruía en los misterios de nuestra fe a las mujeres que se convertían en Jerusalén y en Palestina con la predicación de los Apostóles. Antes de ser presa y expuesta al naufragio con los de su santa familia, predicaba también, y con divina elocuencia persuadía a cuantos la escuchaban la necesidad de convertirse a Dios, y hacer condigna penitencia de los pecados. Después, habiendo llegado a Marsella de Francia, predicó públicamente en ella y en su comarca el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo con tanta eficacia y fruto, que destruyó la idolatría y estableció la Santa Fe Católica en todos aquellos pueblos. Ocupándose en este apostólico ministerio por algunos años, hasta que por divina ordenación se retiró a la soledad a reducirse toda a la contempñación: por eso es llamada con razón Apóstola de los Marselleses y de toda aquella provincia. ¡Oh qué caridad tan heroica la de esta Santa! Verdaderamente que ella fue copiosamente derramada en su corazón por el Espíritu Santo, pque le fue dado para que obrase en ella tales maravillas (Romanos V, 5).
PUNTO SEGUNDO
Considera por último cuán necesaria nos es a todos la caridad con Dios y con el prójimo para poder salvarnos. Esta es una virtud esencialmente precisa a todo cristiano, a todo racional y a todo hombre, en tanto grado que sin su conocimiento y práctica seríamos los racionales de igual, y aun peor condición que las bestias: estas, los insensibles, y todo el conjundo de las criaturas que carecen de razón sirven a Dios en su modo, y le obedecen puntualmente en aquel fin para que las creó, sin discrepar un punto de su voluntad; y por esta misma atiende cada una a la conservación de su respectiva especie. Todo esto que ellas obedeciendo al Autor y Creador de la naturaleza hacen naturalmente, debemos hacer los racionales por motivo sobrenatural, cual es el de mandarlo Dios así en su santa ley, que toda es la caridad. A esta nos obliga Dios, la naturaleza, y la Iglesia Santa con sus respectivos preceptos. Dios necesariamente nos obliga, y manda que le amemos; porque habiéndonos creado para sí a su imagen, y semejanza, con capacidad para conocerle, y amándose su Majestad necesariamente a sí mismo, no pudo ni debió ponernos otra ley que esta suavísima y santísima de la caridad. La naturaleza nos está dictando, y como compeliendo, á que amemos al que nos dio el ser que de solo Él recibimos, y de quien depende precisamente nuestra conservación, y todos nuestros movimientos y respiraciones, con cuantos bienes naturales de Él continuamente recibimos. La Santa Iglesia nos manifiesta con mayor claridad esta obligación, dándonos a conocer al Señor como autor de la gracia, y de todos los bienes sobrenaturales de esta vida, y de la eterna. Esta caridad es la mayor, la más excelente, y la de mayor mérito en todo, que las demás virtudes. Su obligación, o el precepto que tenemos de ella es el mayor, el primero y el principal de todos, y es el todo de la ley Santísima de Dios, porque todos sus mandamientos a este única y precisamente se reducen. Sin esta virtud, carece el alma de la gracia de Dios, del honroso título de hijo suyo adoptivo, y de la dichosa suerte de ser su heredero .en la otra vida. Sin ella son muertas las demás virtudes, carecen de mérito las buenas obras, y no podemos agradar a Dios en modo alguno. Y sin ella andamos descaminados, vivimos en tinieblas y caminamos a la eterna perdición, porque faltándonos la caridad somos manchados de la culpa, esclavos de Lucifer, enemigos de Dios, contrarios a nosotros mismos, y reos de un eterno padecer, sin esperanza de remedio, mientras que no volvamos a recobrarla.
Con esta caridad debemos amar a Dios sobre todas las cosas, dispuestos siempre a carecer de ellas, y perderlas todas antes que ofenderle con un solo pecado. Debemos amarle con todo nuestro corazón, no amando fuera de Él, ni junto con Él otra cosa alguna con ofensa suya. Y debemos amarle con todas nuestras fuerzas, empleándolas en resistir al pecado, y en sacrificar la propia vida cuando en obsequio del divino amor nos fuere necesario. Hemos de amar a Dios doliéndonos de nuestras culpas, para que nos las perdone: hemos de amarle por los beneficios recibidos, para que continúe sus misericordias con nosotros: y hemos de amarle por ser quien es infinitamente bueno y digno del amor de todas las criaturas. Esta caridad nos dicta el cómo habemos de ordenar a Dios nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras, para que agradándole en todo nunca le ofendamos, nos enseña a detestar, a llorar y a dolernos de las culpas cometidas, a formar, a mantenernos en el más firme propósito de no volver a cometerlas, y a trabajar en satisfacer por ellas y su reato con las obras buenas, y apurar y limpiar en el alma sus manchas y sus reliquias; y nos demuestra prácticamente que con ella es fácil la observancia de la ley, y suave el yugo del Señor, y nada pesada la carga de nuestras muchas y respectivas obligaciones. ¡Ah! Si las palabras de Dios son para un alma devota más dulces sin comparación que la más gustosa miel (Salmo CXVIII, 103), ¿cuánta será la suavidad, el gusto y la dulzura de su divino amor? Gustadlo, y veréis por experiencia cuán suave es el Señor, y cuán dichosos los que opnen en Él todo su amor y su esperanza (Salmo XXXIII, 9). Pero no olvidemos que con esta misma caridad debemos amar a nuestros prójimos, para llenar todos sus deberes; estos son, en esta parte, que los amemos con buen orden, con generalidad, y del modo que conviene. Será bien ordenado el amor a nuestros prójimos cuando guardemos en esto el buen orden que la fe y la razón nos dicta: esto es, que en nuestra estimación y atención sean los padres primero que los hijos, estos que los hermanos, que los demás parientes: primero estos que los extraños, los Católicos que los infieles, los justos que los pecadores; y en todos estos sepamos anteponer la mayor a la menor necesidad, y a la temporal la espiritual. Será general cuando a todos verdaderamente los amemos, sean buenos o malos, amigos o enemigos, extraños o propios, grandes o pequeños, vivos o difuntos, con tal que solo queden excluidos los infelices condenados. Y será como conviene si fuere el amor en Dios, o del modo que su Majestad nos lo ha enseñado con su ejemplo; por Dios, esto, es, por el motivo sobrenatural de mandarlo así el Señor: y para Dios, que es desearles su espiritual felicidad en la posesión de la gracia, en la práctica de las virtudes, y en el logro de su eterna salvación. Esta caridad ha de ser interior y verdaderísima, porque de ningún modo lo es la que se limita a sólo los actos exteriores; ha de ser acompañada de buenas obras y llena de los actos de la misericordia: y ha de ser honesta, liberal y desinteresada, porque de lo contrario dejará de ser caridad, y será un afecto vicioso y criminal de torpeza, de impiedad o de avaricia. Tomemos por modelo a la bendita Madre Santa María Magdalena, cuya caridad fue sublime y elevadísima en el estado de los perfectos en la vía unitiva, bien demostrada en la tercera misteriosa unción que intntó hacer del sagrado difunto cuerpo de nuestro Salvador cuando yacía en el sepulcro, para que aprendiendo de sus ejemplos y tratando de imitarlos, consigamos más abundanemente de su protección, y con ella las bendiciones del Altísimo por el ejercicio de su caridad; hechos cargo de que sin ella los dones y las gracias sobrenaturales de ciencia, de profecía, de operación de milagros, el distribuir un imenso caudal entre los pobres, y aun el dar la vida en el martirio, de nada nos sirve (cf. I Corintios XIII, 3), ni puede bastar para nuestra salvación.
Esto se meditará un rato, según la oportunidad y la devoción que cada uno tuviere, y después se dirá la Oración para todos los días.
ORACIÓN PARA EL DÍA NOVENO
Santísima,
amantísima y perfectísima patrona y protectora mía Santa María
Magdalena, meritísima precursora de la resurrección de nuestro divino
Maestro, Apóstola de sus Apóstoles y aurora que anunció al mundo el
claro sol de aquel sagrado misterio: vena de la vida, esperanza de los
pecadores y medio por donde consiguen estos su conversión y su remedio,
guía de los justos, luz de los aprovechados y maestra de los perfectos.
Ester mística, que obligas con tus eficaces ruegos al Señor de todo lo
creado a que admita en su gracia a los que por la culpa fueron sus
enemigos. Escala misteriosa por cuya imitación y mediación suben las
almas a la contemplación y unión con Dios. Monte elevadísimo de la
perfección cristiana en todas sus tres vías. Tesoro riquísimo de dones,
gracias y excelencias del Espíritu Santo; y abismo profundo e insondable
de la caridad más heroica y de todas las virtudes: yo humilde esclavo
vuestro postrado en vuestra presencia os pido con toda la verdad de mi
corazón, por vuestras muchas y grandes excelencias, por vuestras
heroicas y perfectísimas virtudes, y por el singular privilegio de ser
vos abogada de los pecadores para su conversión, y protectora de los
justos para que lleguen a la unión con Dios, que me alcancéis de su
Majestad todos estos beneficos; el especial favor que le pido en esta
Novena, si fuere de su divino agrado; y principalmente que en la hora de
mi muerte, después de una digna preparación con los Santos Sacramentos
de la Iglesia, dignamente recibidos, me libre de las asechanzas del
común enemigo, me conceda el auxilio de la gracia final, y que
asistiéndome vos con Jesús, María y José mis Señores en aquel terrible
trance, acabe mi vida con la muerte preciosa de los Santos, y pase
después a ver, a alabar y poseer al Dios de los Dioses en la dichosa
Sion de la eterna bienaventuranza. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las Oraciones y los Gozos se rezarán todos los días.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)