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jueves, 5 de junio de 2014

HORA SANTA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, POR EL PADRE MATEO CRAWLEY-BOEVEY (del mes de Junio)

HORA SANTA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
    
   
X Junio - Primera de las almas atribuladas
    
Te adoramos, ¡oh Dios Sacramentado!, te bendecimos, Redentor del mundo: te amamos, Jesús, en la hermosura de tu Corazón agonizante... Sólo Tú eres grande, Tú sólo santo en esta humillación de la Divina Hostia... Tú sólo altísimo en este misterio de incruento sacrificio... ¡Gloria, pues, a Ti, que siendo el Dios de cielo, vives en el Getsemaní del santo Tabernáculo!... ¡Gloria a Ti, Jesús-Eucaristía, en las alturas de tus ángeles...; alabanza a Ti, en el corazón de los humanos!... En nombre de todos ellos y, en especial, en nombre de todos los que sufren con amor y fe, adoramos las lágrimas, la soledad, el tedio, las angustias, todas las amarguras, las agonías todas de tu Sagrado Corazón. Creemos que Tú eres el Cristo, el Hombre-Dios de todos los dolores.
    
(Ofreced esta Hora Santa a su Corazón herido, agonizante, como un homenaje de resignación y amor, en nombre vuestro y de todos los que sufren).
      
(Pausa)
     
(Muy lento y cortado)
   
LAS ALMAS: El abismo de tu Corazón nos ha arrastrado, Jesús, con la fuerza de tu amor y de tus lágrimas... Tus tristezas son un cielo... ¡Qué misterio impenetrable y qué suavísimo consuelo, saber que Tú has llorado!... ¡Cuán elocuente es tu palabra de paz, cuando al salir de tus labios, temblorosos de emoción, ha debido pasar entre sollozos, y ha brotado de lo íntimo de tu alma, mortalmente entristecida!... Aquí nos tienes, pues, trayéndote, Señor, muchos dolores, y también las aflicciones de tantos infortunados y dolientes que te adoran... ¡Qué bien puedes comprender, Tú, Jesús, ese mar de penas, cuyas aguas amarguísimas sumergieron tu alma benditísima!...
    
Y mira, Maestro, te nombro en primer lugar a los que sufren pobreza y enfermedades... Aquí mismo, entre los que hemos venido a acompañarte en esta Hora Santa, o entre sus queridos deudos, hay tal vez enfermos y hay necesitados... ¡Con cuánta compasión miraste siempre a los enfermos!... ¡Con qué ternura buscaron tus ojos la lepra, las heridas, los miembros paralizados, los ojos sin luz, para sanarlos con una sonrisa y con una bendición de amor!... Y si ellos no podían ir en busca tuya, Tú te adelantabas, hendías la turba... Tú pasabas por el camino en que yacían... los mirabas... les tendías la mano y te seguían, sanos de cuerpo y de conciencia... ¡Ah!, pero mucho más numerosos que ellos, son los pobres... los que trabajan rudamente y que sufren penurias... necesidades de pan, de abrigo, de remedios, de solaz... ¿Qué podemos decirte a Ti, el Pobre divino, de los sufrimientos de los pobres, que no lo sepas ya, Nazareno, encantador en tu pobreza?... Tuviste hambre... sentiste frío... ¡Ah!, y, más que todo, sufriste el desdén y la posposición con que el mundo trata a los que no tienen ni casa, ni campos, ni dinero... ¿Qué podías saber Tú, decían tus acusadores, qué podías pedir con derecho en Israel?... ¿Qué podías pretender en Nazaret, señalado como el hijo de un humilde carpintero?... Acuérdate en esta Hora Santa de semejante humillación y pon los ojos en tantos pobres que padecen..., en tantos enfermos que sufren... Te pedimos para todos ellos el don de tu paz y el obsequio de tu bendición milagrosa... Dales la recompensa de su resignación... ¡Oh, sí, y, en cuanto convenga a la gloria de tu Corazón, da también el alivio temporal a tantos enfermos... inválidos, pobres, necesitados y menesterosos!... Tú que cuidas, con desvelos, de la espiga del campo y de la avecita de la montaña... bendice ahora, con particular ternura, desde esta Hostia, a los afligidos para quienes pedimos las aguas vivas y la fortuna de tu adorable Corazón...
       
(Breve pausa)
     
(Siempre muy lento y cortado)
       
Acuérdate también, Maestro muy amado, de los que padecen contradicciones que desalientan y reveses que humillan... ¡Con qué sabiduría de caridad permites, con frecuencia, que nuestros proyectos se desvanezcan como el humo, o, lo que es más doloroso, que después de muchos afanes y trabajos, cosechemos inesperadamente espinas muy punzantes!... ¡Cuántos sinsabores, Señor, en cada esperanza humana! Tú sabes el porqué de tantos contratiempos sorpresivos y constantes en la familia... Tú no detienes, porque así nos conviene, no detienes el torrente que va a destrozar el vallado del hogar... Haciéndote violencia en el Sagrario, callas, Jesús, ahí en la Hostia, enmudeces cuando nos amenazan ciertos males que, después, han de acarrear la redención de los nuestros... Y nos ves llorar... y tomas parte, ¡oh, sí!, en todas nuestras decepciones, y estás a nuestro lado en esas horas negras, difíciles, en la hora de Getsemaní, por la que pasamos todos... Recordando tus propias angustias de ese momento crudelísimo, te acercas y nos tienes entre tus divinos brazos, aunque no siempre te sintamos... ¡Oh, sí, Jesús!; ya conocemos las finezas de tu Corazón, y por eso adivinamos claramente sus latidos en medio de las más acerbas contradicciones de la vida... Recíbelas, Señor, como una expresión de desagravio por las que Tú sufriste en la visión mortal del Huerto... y sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
     
Son muchos, Maestro amado, los que yacen en el lecho del dolor, esperando la visita del Médico divino...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
      
Hay niños enfermos y sin madre...; hay ancianos sin hogar, que morirán sin más amparo que el de tu gran misericordia...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
       
¡Cuántos padecen, Jesús, largos años de dolencia!... ¡Pobrecitos!... ya no tienen ni remedio humano, ni esperanza...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
       
Penetra, Maestro, en las desmanteladas chozas, en los tugurios donde agonizan pobres madres, sin más testigos que sus hijos, pequeñitos y con hambre.
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
       
Con la suave luz que brota de tu pecho lastimado, alumbra aquellos hogares que vivieron de abundancia, y que hoy día, en silencio, sufren la miseria.
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
        
Sé bueno, especialmente con aquéllos, Jesús, que han sido azotados por los hombres..., con tantos que vieron desvanecerse sus proyectos de bienestar y de riqueza.
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
       
No ignoras, Señor, que son muchas, incontables, las almas, las familias que viven de perpetua y de cruel incertidumbre...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
       
En la continua lucha de encontrados intereses, en los inevitables sinsabores que acarrean los negocios y las naturales aspiraciones de la vida...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
        
Tú sufriste, Jesús, la ausencia de todo alivio humano; compadece, pues, a tantos que, pobres, enfermos o decepcionados, anhelan un momento siquiera de tregua y de reposo...
(Todos, en voz alta) Sostén sobre tu Corazón a todos los que sufren.
        
(Breve pausa)
    
VOZ DE JESÚS: Habéis dicho verdad; ¡qué cerca de vosotros me encuentro cuando el sufrimiento os desapega de la tierra!... La Cruz será por siempre el puente de sangre que una vuestro corazón afligido y decepcionado con el mío agonizante... Aquí me tenéis, amados míos; he escuchado vuestro clamor en beneficio de los enfermos, de los pobres y de los combatidos por la contradicción humana... ¡Cuántas gracias han caído sobre todos esos dolientes ahora mismo, desde este trono de misericordia, en el que presido vuestra vida penosa y fatigada!... Seguid hablándome de lo que os apena y entristece... Mi Corazón necesita de esa confidencia..., vuestros dolores me conmueven... Acercaos, hijitos míos, y en un estrecho abrazo, sollocemos con la misma angustia..., lloremos juntos las inclemencias de la tierra... Acercaos... Desahogad el alma en mi Divino Corazón...
    
(Pausa)
     
VOZ DE LAS ALMAS: Tu silencio en el Sagrario, tu quietud en la soledad que rodea tu santuario, están acusando al mundo del pecado que más te hiere... el de ingratitud.
      
(Cortado)
       
¡Amar, Jesús, y no ser amado...; bendecir y ser maldecido...; colmarnos de favores, e injuriarte con ellos, ése es el pan amargo de tu destierro voluntario entre nosotros...; ése es el pago con que correspondemos tu sublime cautiverio en el altar... Tu Getsemaní no ha terminado!... ¡Ah!, pero, en él, como reparación, tenemos parte también nosotros... No somos más que Tú el Maestro vilipendiado por sus hijos... ¡Ay!, también nosotros sabemos cuán amargo es el cáliz de la ingratitud... Aceptámoslo, Señor, por Ti, sólo por Ti... No lo apartes de nuestros labios... bendice ese brebaje, más amargo que la muerte... y compadece a los probados con esta cruel tribulación... Sí, compadece los hogares, cuyos hijos fueron la esperanza y son hoy día los abrojos de sus afligidos padres... compadece a las esposas, cansadas de gemir por desvíos que las azotan en el alma... Ten piedad de tantos buenos y sencillos, de tantos abnegados y compasivos, traicionados en la amistad, heridos y burlados en su hogar... afrentados por los mismos que solicitaron caridad y beneficios... El mundo paga, primero con palabras y sonrisas, y después..., después con deslealtad y con perfidia... Porque te amamos, Señor Sacramentado, sólo porque te amamos, te agradecemos ese cáliz amarguísimo... y te pedimos gracia para aquellos mismos que nos hieren con la ancha herida que nuestra propia ingratitud abrió en tu pecho.
        
(Breve pausa)
      
(Siempre cortado)
         
Jesús, ten piedad también de los que sufren el mal mortal de soledad y de aislamiento... ¡Con cuánta frecuencia, Maestro querido, después de predicar tus maravillas de amor, después de hacer prodigios ante la asombrada multitud, ésta se alejaba recelosa..., se iba indiferente de tu lado... y quedabas entonces, como aquí en el santo Tabernáculo, en la quietud de aquel vacío que te hacen las almas de tus hijos!... Sólo tu Padre y los ángeles penetraron en la intensidad de ese doloroso abandono... Y no ignoras, Jesús, que son muchos... muchos, esos desheredados de todo amor delicado, esos huérfanos de la vida, sin afecciones..., errantes del desierto... sin calor de hogar... Getsemaní y tu Calvario te recuerdan, Nazareno amabilísimo, las angustias de la soledad... ¡Oh qué horrendo es clamar y que la voz se pierda en un silencio!... ¡Llorar..., sufrir... querer... amar..., y encontrarse solo, siempre solo!... Nadie, como Tú, conoció esa congoja horrenda... Surge, entonces, en el fondo de esas almas, algo espantable que Tú sentiste, Salvador bendito, en tu agonía del Jueves Santo: el tedio..., la repugnancia, la fatiga del vivir... ¡Ay!, se siente, entonces, desfallecido el corazón... Esos huérfanos te necesitan a ti en ese instante de suprema congoja...; te necesitan sólo a ti, ¡oh, Corazón agonizante de Jesús! Si Tú no vinieras, llamarían, desesperados, a la muerte... Mas, no: Tú vendrás, así como hemos venido a saborear contigo tu hora de agonía solitaria... ¡Ah, sí! Y a todos los que padezcamos algún día soledad y abandono de los hermanos:
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
      
Si alguna vez nos pruebas, permitiendo que los nuestros nos olviden...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
       
Cuando la edad y las enfermedades nos aíslen, cortando lazos que creíamos imperecederos...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
       
Puede que algún día nos visite la pobreza...; para entonces, los amigos se habrán ido: sólo en ti confiamos, no nos dejes también Tú...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
        
La desgracia espía nuestros pasos..., cuando llegue y se desentiendan de nosotros los hermanos...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
        
La injusticia humana es grande...; si alguna vez nos flagelara, no te apartes, Señor Jesús, de nuestro lado...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
        
Y si los mismos que hemos amado mucho nos dejaran... en esa hora de cruel ingratitud, ¡oh ven!, en ti esperamos...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
         
¡Ah, si los que nos pidieron amor y sacrificio..., nos odiaran después, como fuiste odiado Tú..., perdónalos en ese instante y acércate a nosotros, buen Jesús...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
        
La calumnia de tus enemigos salpicó de fango tu divino rostro... Cuando nos manche en la frente... y nos humille..., ven; no nos dejes también... Tú, Señor vilipendiado...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
         
Y en aquellas horas de mortal silencio, en que nos hallemos solos, enteramente solos, sumergidos en el vacío del olvido y de cruel indiferencia...
(Todos en voz alta) Danos refugio y compañía en tu amable Corazón.
        
(Breve pausa)
     
VOZ DEL MAESTRO: Nunca en vuestras horas de soledad y de tormenta, jamás os encontraréis lejos de mi Corazón, que os ama... Sí, que os ama infinitamente, porque lo amáis vosotros, y también porque sufrís... Si estando solo y olvidado, me acompañasteis...; si estando amargado por tantos que se llaman míos, me consolasteis...; si, una y mil veces, deshicisteis el hielo de indiferencia que rodea mi cárcel solitaria... ¡oh! ¿cómo podría quedarme con los ángeles del cielo, mientras en la tierra vosotros necesitáis descansar sobre mi compasivo Corazón?... Aquí le tenéis, abierto y henchido de ternura que suavice vuestras llagas..., tomadle; es todo vuestro... Yo sé, sólo Yo sé pagar con divina largueza, ¡no temáis!... Yo sé cicatrizar las más crueles heridas... ¡no trepidéis!... Venid, ¡oh, sí!, venid..., que sólo Yo comprendo cómo mata la soledad, la ingratitud de los hermanos... Venid... llorad conmigo, y encontraréis seguro alivio.
    
(Pausa)

VOZ DE LAS ALMAS: Llevas, Jesús, en tus altares un título que nos alienta en nuestros desfallecimientos: ¡eres Víctima!
    
(Muy lento y cortado)
    
Tú eres ahí, en la Hostia, el desconocido, el olvidado de los buenos... Tantos siglos entre nosotros, tanto tiempo conviviendo nuestra vida, penetrándola, y todavía, ¡ay!, no queremos comprenderte; eres siempre un huésped, respetado a la distancia...; eres casi un extraño en medio de tus hijos... Y Tú lo has dicho, sollozando, a tu sierva Margarita María: ésa es la mayor de tus tristezas: el desconocimiento de los tuyos en tu propia casa...
     
(Breve pausa)
    
¡Gracias, Maestro muy amado, cuando nos has hecho participar de una gota de ese cáliz..., gracias!... ¡Cómo duele, Jesús, que, con buena voluntad, los mismos buenos, seres muy queridos, nos hieran... y que, a las veces, en tu nombre y por razones de celo y de conciencia, nos veamos condenados!... ¡Es tan humano equivocarse!... Tú, con gran sabiduría, lo permites, para que pongamos en Ti, sólo en Ti, nuestra confianza... Y también para sacar de ese dolor intenso un desagravio de lo mucho que nosotros, los consagrados a tu gloria, hemos entristecido, con falta de fineza, tu Sagrado Corazón... ¡Gracias, pues, por la herida que una mano querida, delicada, ha abierto cruelmente en nuestras almas!...
        
¡Gracias también por otra prueba inevitable y que desgarra sin piedad a los mortales: la muerte, fría, inclemente, que nos arrebata lo que Tú mismo nos diste para amarlos!... ¿Recuerdas, dulcísimo Nazareno, la tristeza con que penetraste a la casa de Betania, donde ya no estaba el amigo Lázaro?... Jesús, no está agotado todavía el manantial de aquellas lágrimas, lloradas al saber la muerte del amigo de tu Corazón... ¡Ah, sí!, tus ojos hermosísimos están humedecidos aún con ese llanto del Hombre-Dios, que amaba con las emociones y también con las flaquezas de nuestro corazón de carne... Y ese Jesús eres Tú, sí, Tú mismo, el que estás en esta Hostia que adoramos de rodillas... Míranos, pues, desde ella a los que hemos ido dejando en el camino aquellos seres, que eran fibras de nuestro propio corazón... Se fueron... nos dejaron... ¡Qué despedida tan cruel es la despedida de la muerte! Tú lloraste sobre la tumba de Lázaro, aunque sabías que ibas a resucitarlo... Así también permites que, a pesar de la fe vivísima con que aceptamos los duelos que Tú mismo nos envías, sintamos desgarrada el alma al ver morir alguno del hogar... Y esa herida, ¡qué bien lo sabes Tú!, se venda, pero no se cierra... Ven a llenar, Jesús, en nuestro espíritu, ven a colmar en la familia, los vacíos que la muerte despiadada ha abierto con licencia tuya... Ven, da calma, da resignación a los que sobrevivimos para orar sobre esas tumbas... Ven, Maestro, oremos juntos por nuestros muertos tan amados... y que tu luz, tu resplandor eterno, luzca eternamente para ellos... ¡Descansen en paz... sobre tu Dulce Corazón!...
       
(Pausa)
      
Antes de terminar esta Hora Santa, queremos pedirte que nos hagas una visita a lo más íntimo del alma... queremos que penetres en todas sus profundidades de dolor y de miseria... ¡Sólo Tú nos conoces, sólo Tú!... Como rayo de luz, penetra, pues, Señor, con tu mirada suavísima, ya que ello no quebrará seguramente el cristal trizado de mi desdichado corazón..., penetra, Jesús..., más adentro todavía..., ¡más!... Llega hasta ahí, donde germinan los dolores secretos, reservados para ti... Pon tu mano creadora en aquellas llagas, que nadie conoce y que manan sangre hace tiempo... Nadie las ha visto, Jesús, y es mejor que queden en secreto, porque nadie las comprendería... Por esto, Salvador adorable, en ciertas angustias no lloramos para que el mundo no sea testigo de lágrimas que no comprende... y que tal vez censuraría... ¡Oh!, qué bien me siento al hablarte así, gimiendo..., a ti, que pasas tu vida sacramental saboreando amarguras infinitas, y que tampoco nadie puede penetrar... Sólo Tú, Maestro, puedes saberlo todo, todo... Mira hasta el fondo y compadécete... En Getsemaní se abrió esa herida, la fuente de esos llantos, que no brotan por los ojos..., que corren a raudales por las venas, y que al fin estallan en un sudor de sangre...
         
(Cortado)
        
Callar cuando se muere en una agonía íntima y silenciosa, callar entonces..., es doble muerte... ¡Tú bien lo sabes, Divino Agonizante!... En esa convulsión misteriosa tienen parte las separaciones inesperadas de las almas..., las previsiones sombrías de las madres..., los temores, los sobresaltos de los padres..., las congojas, las decepciones, las incertidumbres de los sacerdotes... Y tantas, ¡oh!, tantas penas muy hondas que almas buenas, que guardan para ti, Jesús-Hostia, la virginidad de sus dolores... La Hora Santa debe ser la hora de las confidencias y de los consuelos; por ello, estas almas, al hablarte de este modo, no se quejan, Jesús; antes bien, te ofrecen, como el mejor de sus tesoros, el de sus aflicciones secretas, aquellas amarguras que no tienen un nombre especial en el idioma de la tierra... Acéptalas, pues, Señor, por el triunfo de tu amor.
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
       
Sí, Jesús, santifica las contradicciones que sufrimos de los buenos..., las injusticias tan frecuentes de los hombres.
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
        
Acepta aquellos sinsabores que nos vienen de quienes menos lo esperábamos..., y que producen decepciones tan acerbas...
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
        
Te ofrecemos, Señor, las flores del recuerdo de los nuestros que murieron..., que se fueron porque los llamaste en pos de ti...
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
         
Recibe el llanto resignado con que hemos regado esas tumbas tan queridas..., acuérdate de las familias enlutadas y, en especial, de tantos huérfanos...
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
         
Acércate a suplir, querido Salvador, la ausencia de los que fueron del hogar... y que dejaron un vacío que sólo Tú podrás llenar...
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
          
Recibe, Señor, aquellas espinas ocultas en el alma, y que no tienen siquiera el consuelo de la compasión humana...
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
         
Acepta las zozobras de las madres..., los desvelos de los padres..., los afanes estériles, ingratos, de tantos sacerdotes..., nuestras almas doloridas, tómalas, Jesús.
(Todos, en voz alta) Santifica nuestras penas, ¡oh Divino Corazón!
        
(Pausa)

VOZ DEL MAESTRO: ¡Qué santa y qué consoladora para vosotros y para mí ha sido, hijitos míos, esta hora en que me habéis mostrado la profunda llaga que os torturaba el corazón!... Yo, a mi vez, os he descubierto la herida siempre ensangrentada de mi pecho. ¡Oh, cómo nos parecemos al gemir, al padecer, en la tierra, las aflicciones de la tierra... Getsemaní es vuestro templo de plegaria, de agonía y de incesante redención... Amémonos en el dolor, amémonos hermanos..., amigos..., hijos míos, en la Cruz!...
      
(Lento y cortado)
   
Venid a mí, todos los que sufrís pobreza y enfermedades..., apresuraos... traed a mis pies la carga de vuestras aflicciones, que Yo os aliviaré en la piscina de mi Sagrado Corazón...
     
Venid a mí, todos los que sufrís contradicciones de las criaturas..., los que habéis chocado contra la injusticia de los hombres, los que habéis experimentado reveses de fortuna y penosísimos trastornos de familia..., acudid a mí..., que yo os aliviaré en el santuario de mi Sagrado Corazón.
       
Venid a mí, los que lloráis la ingratitud de los amigos, y tal vez de los de vuestra propia sangre... ¡Oh! no tardéis, porque ese desamor os mata el alma...; venid, que Yo os aliviaré en los incendios de mi Sagrado Corazón.
     
Venid a mí, los que arrastráis una existencia muerta..., los que vivís de tedio y soledad...; acudid a mí los olvidados..., los que en la aurora de la vida, sentís ya la fatiga del destierro..., arrojaos en mis brazos, que Yo os aliviaré con las ternuras... y en el jardín de mi Sagrado Corazón.
   
Venid a mí, buscad mi pecho los desatendidos..., los desdeñados y los mal comprendidos de los mismos buenos..., los censurados en el afán de darme gloria...; acudid, amigos, que yo os aliviaré, brindándoos el cáliz de mi Sagrado Corazón.
      
Venid a mí, arrastrando vuestros duelos..., venid los que lloráis la ausencia de un hijo, de una madre, de un esposo, de un hermano...; volad sin más demora a mi Sagrario los que tenéis el umbral de vuestras casas marcado por la muerte con cruz de lágrimas...; venid, que Yo os aliviaré con la inefable paz de mi Sagrado Corazón.
      
Venid, que el tiempo es una sombra... y eterno el cielo; venid, los que sentís sed de amor y de justicia...; tened ánimo valiente... que Yo soy Dios, y también he agonizado... Tomad, comed mi Pan, mi Eucaristía... ¡Ea, levantaos y, para seguir luchando, venid, que Yo os confortaré en el paraíso terrenal de mi Sagrado Corazón!...
    
(Pausa)
     
VOZ DE LAS ALMAS: ¿Qué tengo yo, Señor Jesús, que Tú no me hayas dado..., incluso el tesoro de mis lágrimas?...
¿Qué sé yo, que Tú no me hayas enseñado..., sobre todo la ciencia de padecer amando?
¿Qué valgo yo, si no estoy a tu lado... cuando lloro y Tú agonizas?...
¿Qué merezco yo, si a ti no estoy unido en tu Calvario y en mis penas?
Perdóname, por tu Cruz y por mis cruces, los yerros que contra ti he cometido...
Pues me creaste sin que lo mereciera... Y me redimiste, olvidándome yo de tu pasión y sin que te lo pidiera...
Mucho hiciste en crearme,
Mucho en redimirme,
Y no serás menos poderoso en perdonarme,
Pues la mucha sangre que derramaste y la acerba muerte que padeciste,
No fue por los ángeles que te alaban... y no sufren,
Sino por mí y demás pecadores que te ofenden... y que gimen, en expiación de sus pecados...
Si te he negado, déjame reconocerte... en toda la belleza de tus agonías;
Si te he injuriado, déjame alabarte... en la sangrienta redención de tu Calvario;
Si te he ofendido, déjame servirte, sufriendo por la exaltación y el triunfo de tu Divino Corazón... ¡Venga a nos tu reino!
     
(Padrenuestro y Avemaría por las intenciones particulares de los presentes. Padrenuestro y Avemaría por los agonizantes y pecadores. Padrenuestro y Avemaría pidiendo el reinado del Sagrado Corazón mediante la Comunión frecuente y diaria, la Hora Santa y la Cruzada de la Entronización del Rey Divino en hogares, sociedades y naciones).
   
(Cinco veces) ¡Corazón Divino de Jesús, venga a nos tu reino!
       
Consagración final
       
Divino Agonizante de Getsemaní, Jesús Sacramentado, dígnate unir tu sangre y tus congojas a las aflicciones de estos hijos de tu entristecido Corazón... Acepta, bendice, aligera nuestras cruces... Saca de ellas gloria, inmensa gloria para ti, y también para la redención de muchas almas, pervertidas por los goces de la tierra... ¡Ah!, desde esa Hostia, busca y ama Tú, con especial ternura a los que nadie ama... Cuida las heridas que enconan con su indiferencia, los hijos ingratos y amigos desleales... Vecino como vives al mar de nuestros llantos, arroja en medio de ellos el misterioso leño de tu Cruz que los endulce... Prisionero divino del altar..., visita con presencia de luz a tantos desconsolados..., a tantos maltrechos de la vida..., a tantos amargados con sus placeres criminales... recoge a tantos desechados... Danos a todos la ciencia del saber sufrir con paz y fe, y otórganos el don feliz de consolar... Pon en nuestros pesares una fuerza divina irresistible, que nos lleve, con el corazón herido, hasta el abismo de tu Corazón atravesado... Ahí, en ese cielo queremos vivir, padeciendo por tu nombre y por tu amor; en él queremos arrancarte y hacer nuestras tus espinas... Sé Rey del mundo, Tú, el Hombre-Dios de todos los dolores... Domínalo y triunfa, suavizando las heridas con que va marcando su obra, la inclemencia y la injusticia de los hombres. ¡Oh, Maestro de dulzuras inefables, Jesús, el Dios de tantas lágrimas y el Dios de todos los consuelos! Ven cuando suframos; ven ya, porque los dolores nos cercan, y es grande y es tanta la fatiga del que llora lejos de tu lado... No rehusaremos, Nazareno adorable, las espinas de la Vía Dolorosa, ni las desolaciones del desierto, ¡no! Pero reclamamos, ¡oh, sí!, tu presencia arrobadora, una mirada de tus ojos divinales, una bendición de tu diestra ensangrentada... No pedimos que envíes ningún ángel que nos sostenga en nuestras horas de agonía: te llamamos a Ti, Señor, sólo a ti, tenemos el derecho sacrosanto de pedir que llores con nosotros nuestras lágrimas... Danos paz en las tribulaciones, danos fuerza y, si Tú lo quieres, danos un consuelo en el cáliz de tu agonizante Corazón... ¡Por tu cruz y nuestras cruces, venga a nos tu reino!

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)