“Y
viendo Pilatos que nada adelantaba, y que antes bien, crecía el
tumulto, tomó agua, y se lavó las manos delante del pueblo diciendo:
‘Soy inocente de la sangre de este justo: vosotros veréis’. Y
respondiendo todo el pueblo, dijo: ‘Caiga su sangre sobre nosotros y
sobre nuestros hijos’”. (San Mateo XXVII, 24-25).
‘Me has protegido de la conjura de los perversos, y del motín de los malhechores’ (Sal. 63, 3). Contemplemos ahora a nuestra cabeza. Muchos han sido los mártires que han padecido la misma clase de torturas; pero nada descuella tan luminosamente como el cabeza de los mártires; en ella contemplamos mejor lo que ellos padecieron. Fue protegido de la multitud de los malhechores, protegiéndose Dios a sí mismo, protegiendo su carne como Hijo de Dios y como Hijo del hombre que había asumido; porque es Hijo del hombre y es Hijo de Dios: Hijo de Dios por su condición divina, e Hijo del hombre por su condición de siervo (cf. Flp. 2, 6-7), teniendo el poder de entregar su vida y de recuperarla (Jn. 10, 36). ¿Qué pudieron hacerle sus enemigos? Mataron su cuerpo, pero no su alma. Fijaos bien. Hubiera valido poco el exhortar el Señor de palabra a los mártires, si no quedase reforzada su exhortación con el ejemplo.
Ya conocéis qué conjura urdieron aquellos malvados judíos, y qué motín armaron aquellos malhechores. ¿Cuál fue su maldad? El querer matar al Señor Jesucristo. ‘Os he dado a conocer, les dice, muchas cosas buenas: ¿por cuál de ellas queréis matarme?’ (Jn. 10, 32). Se había preocupado de todos sus enfermos, había sanado a todos sus lisiados, predicó el reino de los cielos, no se calló sus vicios, a fin de que fueran ellos mismos quienes los rechazaran, y no el médico que los curaba. Mas ellos, ingratos ante todas estas curaciones, como en delirio de una intensa fiebre, y ensañados contra el médico que había venido a curarlos, tramaron la forma de acabar con él. Todo como queriendo demostrar si realmente era un hombre que podía morir, o se trataba de algo superior, que no permitía su muerte. Reconocemos sus palabras en la Sabiduría de Salomón: ‘Condenémosle, dicen, a una muerte humillante. Vamos a preguntarle, ya que sus palabras indicarán si está protegido’ (Sab. 2, 18-20); ‘si es realmente el Hijo de Dios, que lo libre’ (Mt. 27, 43). Veamos, pues, nosotros qué es lo que sucedió.
‘Afilaron sus lenguas como una espada’.
Dice otro salmo: ‘Los hijos de los hombres: sus dientes son armas y
flechas, y su lengua una espada afilada’ (Sal. 56, 5) Así se dice aquí: ‘Afilaron
sus lenguas como una espada’. Que no digan los
judíos: “Nosotros no hemos matado a Cristo”. Si lo entregaron al juez
Pilato, fue para dar la impresión de que ellos quedaban exentos de culpa
en su muerte. De hecho, cuando Pilato les dijo:
‘Ajusticiadlo vosotros’, respondieron: ‘A nosotros no nos está permitido
dar muerte a nadie’ (Jn. 18, 31). Querían descargar sobre
un juez humano la maldad de su crimen; ¿Pero acaso podían engañar al
divino juez? En lo que Pilato hizo, por el hecho de realizarlo, se hizo
algo responsable; pero en comparación de ellos, es mucho más inocente. Insistió, de hecho, cuanto pudo para librarlo de sus manos. Por esto se lo presentó después de haberlo flagelado. No
lo azotó para castigar al Señor, sino intentando aplacar el furor de
los judíos, a ver si se amansaban un poco, y al verlo flagelado,
desistían en su empeño por matarlo. Esto llegó a hacer Pilato. Pero como
ellos siguieron insistiendo, ya sabéis que se lavó las manos, diciendo
que no era su voluntad realizar tal cosa, y que era inocente de su muerte. Y sin embargo, la llevó a cabo.
Ahora bien, si es culpable el que, contra su voluntad, realizó el
crimen, ¿serán inocentes quienes le obligaron a consumarlo? De ninguna
manera. Pero fue él quien pronunció la sentencia en su contra, y lo
mandó crucificar, por eso de algún modo fue él personalmente quien lo
mató; pero también vosotros, judíos, lo matasteis. ¿Cómo? Con la espada
de la lengua: afilasteis vuestras lenguas. ¿Y cuándo lo habéis herido,
sino cuando gritasteis: ‘Crucifícalo, crucifícalo’? (Mt. 27, 33).
Lecciones IV, V y VI para las Maitines del Viernes Santo: San Agustín, Tratado sobre los Salmos. (Salmo LXIII, 4).
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)