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viernes, 3 de agosto de 2018

ENSEÑANZA CATÓLICA SOBRE LA PENA DE MUERTE

Traducción del artículo publicado en la sección ¿Cómo explicas estas creencias Católicas Tradicionales? de TRADITIO. Las citas bíblicas son traducidas siguiendo la versión de Mons. Félix Torres Amat.
  
   
La enseñanza de la Iglesia desde los primeros siglos, como está representada, por ejemplo, en los escritos de San Agustín, Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, parte II-IIæ, Cuestión 64, Artículo 2), y San Alfonso Ligorio (todos ellos Doctores de la Iglesia), como también en la Encíclica Casti Connúbii del Papa Pío XI, es que la sociedad tiene la autoridad para infligir penas sobre sus miembros, e incluso privarle la vida a un criminal, por la necesidad del bien común: (1) primeramente, para vindicar el orden moral y expiar el crimen, (2) segundamente, para defenderse a sí misma, (3) para disuadir a otros posibles ofensores, y (4) para reformar al criminal o impedir futuros crímenes.
      
Santo Tomás de Aquino iguala a un peligroso criminal con un miembro infectado, haciendo «laudable y saludable» matar al criminal a fin de impedir el avance de la infección y salvaguardar el bien común. Los verdaderos Católicos no pueden equivocarse siguiendo al Doctor Universal y Principal Teólogo de la Iglesia.
   
El Papa Pío XII, en un discurso (Ce premier Congrès/Este primer Congreso) sobre los límites morales de la investigación y tratamiento médicos al I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, llevado a cabo en Roma el 13 de Septiembre de 1952, contrasó el derecho a la vida con el bien de la vida en el caso de un criminal justamente condenado:
«Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del “derecho” del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del “bien” de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su “derecho” a la vida». (Acta Apostólicæ Sedis XLIV (1952), pág. 787)
  
El dogmático Concilio de Trento decretó: «[Bien fundado es] el derecho y el deber de la legítima autoridad pública para castigar a los malechores por medio de penas conmensuradas con la gravedad del crimen, sin excluir, en casos de extrema gravedad, la pena de muerte». En el Catecismo de dicho Concilio, esta doctrina es más extensa:
«Otra suerte de muerte permitida es la que pertenece a aquellos magistrados, a quienes está dada potestad de quitar la vida, en virtud de la cual castigan a los malhechores según el orden y juicio de las leyes, y defienden a los inocentes. Ejerciendo justamente este oficio, tan lejos están de ser reos de muerte, que antes bien guardan exactamente esta ley divina que manda no matar. Porque como el fin de este mandamiento es mirar por la vida y salud de los hombres, a eso mismo se encaminan también los castigos de los magistrados que son los vengadores legítimos de las maldades, a fin de que reprimida la osadía y la injuria con las penas, esté segura la vida de los hombres». (Catecismo del Concilio de Trento, #688)
  
Debería señalarse que vindicar el orden moral no significa tomar venganza sobre el criminal, sino imponer sobre el criminal algún acto de pérdida o de sufrimiento como forma de compensación para enderezar el equilibrio de justicia. De tal castigo “vindicativo”, el Papa Pío XII declaró:
«Nos habíamos entonces afirmado que no sería justo el rechazar en principio y totalmente la funcióne de la pena vindicativa. Mientras el hombre esté sobre la tierra, también esta pena puede y debe servir  a su eterna salvación, siempre que él mismo no ponga obstáculo a la eficacia salutífera de la pena misma» (Discurso a la Unión de Juristas Católicos de Italia, 5 de Diciembre de 1954. En Acta Apostólicæ Sedis, XLVI, pág. 67).
   
Dados estos propósitos, una ejecución puede tener lugar si se reúnen las siguientes condiciones: (a) la culpa del prisionero es cierta; (b) el crimen es de mayor gravedad; (c) la pena es infligida después de un debido proceso por la autoridad del estado, no por individuos privados o por linchamiento, y (d) al prisionero le han dado la oportunidad de hacer las paces con Dios.
   
Dados estos criterios, los Católicos pueden diferir en sus juicios prudenciales sobre si una sociedad particular necesita emplear la pena capital para su propia protección. Decir que es errónea per se o sin justificación alguna es contrario a la enseñanza tradicional de la Iglesia. Un Católico no puede añadir sus juicios prudenciales a la lista de doctrinas de la Iglesia y prescribirlos como obligatorios. Sin embargo, el Estado puede siempre decidir conmutar la pena merecida.
    
Debería advertirse que los criminales atroces no son personas inocentes (como los niños no nacidos), sino que ante el derecho natural son objetivamente culpables de graves crímenes contra el bien común. Como explicara el Papa Pío XII:
«Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del “derecho” del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del “bien” de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su “derecho” a la vida».
  
Nuestro Señor mismo confirma esta potestad de la pena capital en la entrevista con Pilato antes de su Crucifixión:
«Por lo que Pilato le dice: “¿A mí no me hablas? ¿Pues no sabes que está en mi mano el crucificarte, y en mi mano está el soltarte?”. Respondió Jesús: “No tendrías poder alguno sobre mí, SI NO TE FUERA DADO DE ARRIBA...”». (Juan 19, 10-11)
   
Él también parece hablar sobre lo apropiado de la pena capital en otro pasaje:
«Mas quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar» (Mateo 18, 6 / Biblia de Mons. Félix Torres Amat).
   
El principio es también representado en las palabras de San Dimas, el Buen Ladrón en la cruz al lado de Cristo, quien fue crucificado por robo (las versiones inglesas Douay-Rheims y la Confraternidad de la Doctrina Cristiana -como también las de Mons. Félix Torres Amat y la de Mons. Felipe Scío de San Miguel en lengua española- traducen el griego “kakoúrgōn” (κακούργων) en Lucas 23, 39 como “ladrones”, pero es realmente más general que eso; “malhechores” sería la traducción literal o, más generalmente, “criminales”). Él le dice a su colega criminal que está al otro lado de Cristo:
«¿Cómo, ni aun tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio? Y NOSOTROS A LA VERDAD ESTAMOS EN ÉL JUSTAMENTE, PUES PAGAMOS LA PENA MERECIDA POR NUESTROS DELITOS; pero éste ningún mal ha hecho». (Lucas 23, 40-41).
   
No debe olvidarse que la pena de muerte, como cualquier pena criminal, sirve como forma de expiación. Es por eso que las prisiones son llamadas penitenciarías. Como observa Santo Tomás en la Suma Teológica: «Mors illáta, étiam pro crimínibus, áufert totam pœnam pro crimínibus debítam in ália vita, vel partem pœnæ, secúndum quantitátem culpæ, patiéntiæ et contritiónis, non autem mors naturális» (La muerte infligida como pena por los delitos borra toda la pena debida por ellos en la otra vida, o por lo menos parte de la pena en proporción a la culpa, el padecimiento y la contrición. La muerte natural, sin embargo, no la borra). Además, en el caso de la pena capital, la pena expiatoria refleja el pecado de aquél cuyo grave crimen ha causado que pierda el derecho a la vida.

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