Traducción del artículo publicado en tres partes (Parte 1, Parte 2, y Parte 3) por Theresa Marie Moreau en THE REMNANT.
LUIS NAVARRO ORIGEL, EL PRIMER CRISTERO
28 de septiembre de 1926: en la ciudad mejicana de Pénjamo, alrededor de las ocho de la mañana, se oyeron detonaciones de armas de fuego que continuaron resonando durante la siguiente hora.
Sin previo aviso, inició la guerra cristera.
Al día siguiente, un Luis Navarro Origel despeinado y exhausto se presenta de improviso en la puerta de la casa que comparte con su mujer y los cinco hijos pequeños, que a su llegada se sientan en las piernas del papá y lo acogen felices.
“Sabemos que están llegando las fuerzas del gobierno. ¿Qué harás?”, preguntó la mujer aterrorizada, mientras él se pone los pantalones de montar y toma un binóculo.
“Iremos a la montaña”, explica el marido, dándole el dinero. “Mantén esta plata fuera de la casa, porque si la queman no habrá suficiente para comer al día siguiente”.
En la puerta, la pareja se une en un abrazo y también los niños –Ignacio, Guadalupe, Carmen, Margarita y Rafael– se estrechan a su padre.
“¿Cuándo nos volveremos a ver?”.
“No aquí, Carmela. Nos veremos en el paraíso”, respondió el hombre con gran serenidad.
Un último beso. Una última mirada. Se suelta, monta a caballo y parte al galope, levantando trozos de tierra, mientras su familia lo mira desde el umbral, hasta que no lo ven más. Y, en vida, no lo verán más.
Si bien se cortaron los cables del telégrafo y el teléfono, separando a Pénjamo de la civilización, esto no impidió que la noticia se difundiera desde aquella polvorosa ciudad del estado de Guanajuato al resto de la nación, de norte a sur, desde la Sierra Madre Occidental hasta la Sierra Madre Oriental.
“¡Luis Navarro Origel la hizo! ¡Pénjamo fue tomada por Luis Navarro Origel!”. Exultaron los católicos.
En un solo día, aquella revuelta lo cambió todo. Una reacción, después de años de brutal tiranía en un reinado del terror que aplastaba a los católicos bajo el puño sanguinario de regímenes revolucionarios siempre mutables gobernados por los caudillos, clase criminal que con la fuerza y la violencia accedió al poder.
Ahora, finalmente, la esperanza. Finalmente alguien se opuso. Y ese alguien era él: Luis Navarro Origel.
Nacido el 15 de febrero de 1897 de Guadalupe Origel Gutiérrez y Bardomiano Navarro y Navarro (1859-1919), Luis era el octavo de quince hijos en una familia hacendosa y de éxito. Vivía feliz y cómodamente en una casa hermosa y espaciosa, con un patio central lleno de helechos, flores y árboles, abrazado por un corredor donde resonaba el canto de los canarios. La familia, que controlaba tres grandes factorías al sur de Pénjamo –San José de Maravilla, Guayabo de Origel, y Tepetate de Navarro– trabajaba los fértiles campos día tras día, con cosechas abundantes y graneros a rebosar.
Niño dedicado a la oración, Luis a su tierna edad estudia y memoriza el Catecismo de los Padres Ripalda y Astete, para prepararse a la primera confesión que hace, postrado, a los pies del sacerdote, y a la primera comunión a la edad de seis años. Cuando está listo para iniciar los estudios, sus padres lo inscriben en la escuela fundada por el padre Cristóbal Guevara. Manteniendo desde su juventud excelentes calificaciones intelectuales, Luis expresa el deseo de transferirse al seminario menor de Morelia, en el estado de Michoacán, donde estudiaba su hermano mayor, Ignacio.
El padre de Luis, solicitado para darle permiso, lo permite e inscribe al hijo, a la edad de doce años, en 1909.
Un año después –con la promulgación del Plan de San Luis Potosí, redactado por Francisco Ignacio Madero González (1873-1913), que se hizo camino hacia el poder a punta de pistola constriñendo al presidente José de la Cruz Porfirio Díaz (1830-1915) a abdicar–, el 20 de noviembre de 1910 se desata la Revolución mejicana.
Lenta y constantemente, el país se desmorona. Con la revolución llega una sociedad desolada y hundida en una edad oscura, una criatura reptante y malvada salida del vientre parisino de la Bastilla durante el parto violento y sangriento del 14 de julio de 1789. Su ideología perversa (estatalismo y colectivismo, contra la Iglesia y la persona) se difunde del Viejo al Nuevo Mundo, desencadenándose en una fuerza salvaje deseosa de aniquilar la fecunda civilización fundada en la cristiandad, fundamento del mundo occidental.
Décadas de propaganda para incitar la rebelión, al caos y al odio entre clases, razas, sexos, ideologías y hasta miembros de la misma familia, el socialismo en Méjico haya una casa acogedora y confortable.
Toda revolución digna de este nombre en términos de sangre es acompañada ordinariamente por demandas de reforma agraria, y Méjico no es la excepción. El Movimiento agrario de masas, iniciado con el Plan de Ayala, redactado por Emiliano Zapata Salazar (1879-1919) y proclamado por primera vez el 28 de noviembre de 1911, se bate por el colectivismo, con la confiscación y nacionalización de las empresas y de las propiedades privadas, que incluyen las eclesiásticas y las haciendas, enormes propiedades de tierras poseídas por mejicanos acomodados o por europeos y sus descendientes criollos, en general sin una precisa posición política.
Para garantizar la acción de la reforma agraria, los revolucionarios agitan a sus tropas y sus camaradas en los campos: los agraristas, socialistas rurales con poca tierra o sin ella que, recurriendo a violencias y asesinatos, expropian las tierras y las redistribuyen porque les prometieron (mintieron) que las recibirán en dotación después de haberlas quitado a sus legítimos propietarios. Los gamonales instigaron a sus secuaces para robar tierras y objetos de valor a los terratenientes, etiquetados como enemigos de clase y de raza. El modelo es siempre el mismo: como los bolcheviques contra los kuláki en la deskulakización en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y los comunistas contra los terratenientes, con persecuciones y muerte, en la República Popular China.
Robando tierras, ganado, cosechas, tesoros, agotando bienes y recursos que no eran suyos de donde podían, la Junta Agrarista, enarbolando banderas rojas y apoyados por señores de la guerra, devasta los campos. Los soldados de la Revolución, malhechores en uniforme, hacen tierra quemada merodeando ranchos y haciendas llenándose los estómagos y los bolsillos. Lo que no podían transportar, lo destruían. Y quien fuera considerado enemigo de la facción revolucionaria en el poder frecuentemente eran ejecutados en el acto, sin pruebas, sin juicio.
Una semana después de haber cumplido diez y seis años, Luis Navarro aún está estudiando en el seminario menor cuando Madero (que inició la Revolución para derrocar a Diaz) fue derrocado y tres días después asesinado, el 22 de febrero de 1913, luego del golpe de Estado conocido como los Diez días trágicos, guiado por José Victoriano Huerta Márquez (1850-1916), a su vez un usurpador y a su vez derrocado, el 15 de julio de 1914, por una facción revolucionaria rival dirigida por José Venustiano Carranza de la Garza (1859-1920).
Con la subida de Carranza –un trastero en las manos ensangrentadas de los anticlericales–, la Revolución continúa el sendero de destrucción en el intento de imponer su ideología sociópata a las masas, sobre todo a los católicos. Las tropas militares, reclutadas entre los más feroces criminales, aterrorizan a pueblo mientras los socialistas –la autoproclamada élite intelectual– ven en la mayoría de los mejicanos –obreros y campesinos pobres– solo fanáticos religiosos y analfabetas, que necesitan ser purificados de sus creencias supersticiosas heredadas de los colonizadores y opresores europeos. El Hombre Viejo debe ser destruido para dejarle espacio al Hombre Nuevo y las viejas costumbres deben ser erradicadas violentamente por los progresistas, la élite en la vanguardia, empeñada en obligar a la sociedad a pasar del capitalismo a la utopía socialista.
Para golpear a la Iglesia piedra tras piedras y disminuir su influencia, el régimen se apropia de los bienes eclesiásticos, que van a enriquecer los patrimonios de los poderosos en el gobierno. Iglesias, rectorías, conventos, monasterios, seminarios, orfanatos, hospitales, clínicas, casas de reposo y escuelas parroquiales, todo acaba en la mira de los revolucionarios.
No se salva el seminario de Morelia, donde por años Navarro ha crecido intelectualmente, superando a los demás estudiantes en las lecciones de filosofía, y donde se ha esforzado en perfeccionar su vida espiritual interior a través de la abnegación, la moderación, el examen de conciencia cotidiano, la Comunión diaria y la meditación. Todo para afinar su voluntad, la más alta de las facultades humanas.
En 1914, los revolucionarios –en realidad idiotas útiles y locos furiosos– llegan al seminario y lo saquean. El rector, el padre Francisco Banegas Galván (1867-1932) y demás directivos deciden no oponer resistencia a la violenta agresión y Navarro asiste impotente a la destrucción y al hurto por los alborotadores y saqueadores de muebles preciosos, obras raras de la biblioteca e instrumentos delicados del laboratorio de ciencias.
Todo quedó devastado. En un solo día, bienes y auténticos tesoros, recogidos durante siglos con grandes sacrificios, fueron destruidos.
El seminario es cerrado y Luis Navarro no tiene más remedio que volver a casa, a Pénjamo, para pasar el invierno con su familia, cuya residencia y cuyas actividades agrícolas fueron también atacadas por los revolucionarios cual enjambre de langostas. La casa fue saqueada. Los campos, destruidos. Los graneros, vaciados. Devastación total.
Pero entre tantas tinieblas, había una luz. Como hacía otras veces, un Luis de diez y siete años va a visitar un compañero de seminario, Leopoldo Alfaro Madrigal, que vive no lejos de allí, en Irapuato. Y se enamora de una de las cinco hermanas de su amigo: Carmen Alfaro Madrigal, una chica tímida y dulce de catorce años.
Como quiera que los seminaristas fueron sacados violentamente de su residencia, para el último año de estudios Luis se aloja con una familia católica. Su habitación es grande, alfombrada, con un reclinatorio acolchado donde podía rezar su rosario diario. La familia tiene una capilla privada con un altar adornado con las flores recogidas en el jardín del patio. Cada mañana, levantándose temprano, Luis asiste a la misa y recibe la Comunión antes de las lecciones, que se dan en secreto donde sea posible: en chozas, en campo abierto, a la sombra de los árboles.
A causa del sentimiento anticlerical propagado por los socialistas, cuando no se escondían para salvar sus vidas, los sacerdotes guardaban sus sotanas y vestían ropas comunes. Sin embargo, el clero no pudo escapar de la violencia ni de la muerte, como el padre David Galván Bermúdez (1881-1915), quien fue ejecutado el 30 de enero de 1915, tras ser arrestado por atender espiritualmente a soldados heridos durante un combate entre facciones revolucionarias opuestas en Guadalajara.
Un joven en el mundo, Navarro se enfrentó al libertinaje rápido y libre impulsado por la ideología gobernante que condenaba el vínculo sagrado del matrimonio tradicional como una institución burguesa de opresión de clase, y denunciaba la intimidad marital monógama entre una pareja amorosa –enseñada por la Iglesia como igual en intimidad y dignidad– como un aspecto opresivo y feudalista de una sociedad patriarcal y capitalista.
En cambio, el joven de 18 años eligió y acogió deliberadamente un amor divino y sobrenatural y la castidad, expresando sus deseos maduros en una dulce correspondencia con Carmen, mientras los dos intercambiaban cartas de amor llenas de expresiones sinceras. “Amada mía, tenemos una inmensa garantía: nos amamos con toda nuestra alma y hemos consagrado nuestro amor a nuestro Creador, a nuestro amantísimo Redentor”, expresó efusivamente.
Al finalizar sus estudios de licenciatura en filosofía, debido a su estelar rendimiento académico, sus antiguos superiores le ofrecieron ayuda en cualquier carrera civil de su elección.
Inseguro sobre su futuro, redujo sus opciones a sólo dos: encontrar su vocación para la Iglesia fuera del clero; o continuar sus estudios en un seminario mayor para perseguir el sacerdocio, inspirado por sus hermanas mayores –Margarita, Guadalupe, Concepción– que tenían vocación religiosa y asistían al Colegio Teresiano de Santa María de Guadalupe, en Morelia.
Era necesario tomar una decisión.
Para mayor claridad, en octubre de 1916 asistió a un retiro basado en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (nacido Íñigo López de Oñaz y Loyola, 1491-1556), dirigido por el Padre Luis María Martínez y Rodríguez (1881-1956), vicerrector del seminario. Los retiros ignacianos son un tiempo de discernimiento silencioso. La primera mitad es una mirada profunda al pasado, seguida de una Confesión General. La segunda mitad se centra en un plan de acción para el futuro. Entre las conferencias, los asistentes oran y meditan en privado, y no es raro que un ejercitante experimente una angustiosa lucha interior.
El 26 de octubre, Luis Navarro afronta una intensa lucha interior que lo deja completamente abrumado. Pero cuando se aplaca la lucha espiritual, su mente está calma. “Hoy –escribe en su diario– fue uno de los peores días y uno de los más felices de mi vida. Hoy he dado un paso decisivo en el camino de mi vida, después de un combate que duró todo el día, con mil indecisiones que me hacían morir de angustia”.
Tomó la decisión que debía tomar, sin comprender cómo se había determinado su fatal destino: santificar su estado de vida con el matrimonio y cumplir con sus deberes filiales volviendo a casa, con su familia, continuando con su trabajo en los campos, buscando recuperar lo más posible de lo que fue destruido por los revolucionarios.
Pero la Revolución y sus manipuladores maníacos continuaron prosperando en la tiranía.
Con el nuevo régimen llegó una nueva constitución. La redacción de la Constitución Política de los Estados Unidos Mejicanos, impuesta ilegalmente por la fuerza el 5 de febrero de 1917 por una facción militar triunfante, fue concebida y escrita no solo para atribuir la autoridad de Dios al Estado, sino también para ejercer mayor control sobre las masas y, finalmente, romper por completo la conexión de los fieles con la Iglesia.
El Partido Liberal Constitucionalista de Carranza, al igual que otros partidos socialistas –ya sea el Partido Comunista de la Unión Soviética de Vladímir Lenin (1870-1924), el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán de Adolfo Hitler (1889-1945), el Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini (1883-1945), o el Partido Comunista Chino de Mao Zedong (1893-1976)– tenían todos una cosa en común: había que destruir el individualismo y forzar la unidad con el Estado.
Pero Navarro no permitió que el caos nacional arruinara sus planes de futuro. El 5 de mayo de 1917, él y Carmen se casaron en Irapuato, la ciudad natal de ella. Para su luna de miel, los recién casados viajaron a la Ciudad de México en tren, un tren inestable en el mejor de los casos, peligroso en el peor de los casos durante la Revolución, con frecuentes descarrilamientos, robos de trenes, puentes bombardeados, durmientes quemados, rieles torcidos, fuerzas hostiles y la falta de mantenimiento del material rodante, que provocó la explosión de locomotoras y furgones de cola averiados. Su excursión no fue diferente, ya que el tren en el que viajaban fue atacado por bandidos, y Navarro defendió heroicamente a los pasajeros.
Cuando la recién bendecida pareja llega al hotel, Navarro dice a su esposa: “Quiero pedirte, como Tobías y Sara, mantener algunos días en castidad”.
Felizmente, los pocos días se extendieron a 15 y, durante ese tiempo, sus conversaciones se centraron en los esfuerzos espirituales y en cómo su matrimonio sería consagrado, elevado de lo ordinario a lo extraordinario, de lo material a lo espiritual, de lo natural a lo sobrenatural.
A su regreso a Pénjamo, se afanaron, madrugando y ahorrando, para deshacer el saqueo que los invasores revolucionarios habían perpetrado en las propiedades de los Navarro. Pero pronto toda la familia tuvo que refugiarse en Irapuato debido a las frecuentes incursiones en la propiedad por parte de uno de los revolucionarios más temibles y violentos, el general José Inés García Chávez (1889-1919), un psicópata conocido como el “Atila del Bajío” por su crueldad y tortura infligidas a hombres, mujeres e incluso niños pequeños.
En Irapuato, Navarro emprendió varios negocios con su hermano mayor, Ignacio. Sin embargo, más católico que empresario, todos sus intentos fracasaron en lugar de prosperar, lo que le acarreó mayores dificultades económicas. Pero perseveró, siempre con la intención de regresar a Pénjamo, lo cual hicieron después de que su padre sufriera un derrame cerebral mortal, cerca de la fecha del nacimiento de su primogénito, Ignacio, apodado “Nachito”, el 18 de julio de 1918.
Sin dejarse intimidar por sus fracasos, de alguna manera, se topó con la apicultura, una actividad sin explotar, y se sumergió en el proyecto, leyendo, estudiando, intentando atraer una reina y fomentar nidos llenos de néctar. Tras dos fracasos, finalmente triunfó y estableció 200 colonias. Después de las abejas, abandonó los métodos tradicionales de agricultura y adoptó técnicas modernas para cultivar la tierra y criar ganado, como pollos, cerdos y vacas.
Bendecido por una naturaleza alegre, disfrutó de las alegrías de la vida con su joven familia, pero también sentía pasión por la lectura y la introspección en sus ratos libres nocturnos. Sus favoritos, dos grandes místicos: Santa Teresa de Ávila (nacida Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, 1515-1582) y San Juan de la Cruz (nacido Juan de Yepes y Álvarez, 1542-1591), quienes, desde sus tumbas, guiaron su vida ascética de estricta autodisciplina para seguir la voluntad de Dios y los preceptos de la Iglesia.
Pero entonces, otro terremoto político sacudió a México.
Carranza había intentado modificar los artículos anticatólicos de la Constitución de 1917, pero sus propuestas de enmienda fueron rechazadas enérgicamente por dos figuras emergentes: Álvaro Obregón Salido (1880-1928) y Plutarco Elías-Calles (nacido Francisco Plutarco Elías Campuzano, 1877-1945). Cuando Carranza se negó a aplicar los estatutos anticlericales, se le advirtió que si continuaba ignorándolos, afrontaría las consecuencias. Y, el 21 de mayo de 1920, a las cuatro de la mañana, afrontó las consecuencias. Mientras dormía en Tlaxcalantongo, donde se había refugiado en una casa de seguridad en la Sierra Norte de Puebla, 30 balas atravesaron las delgadas paredes de su choza, seis de las cuales alcanzaron a su objetivo, el presidente. Además, otras ocho personas murieron durante el asalto.
Entre la ropa ensangrentada de Carranza se encontró una medalla de la Virgen María con la siguiente inscripción: “Madre mía, sálvame”.
El asesinato de Carranza ocurre durante la Rebelión de Agua Prieta, liderada por tres generales conocidos como el Triunvirato Sonorense, todos bolcheviques autodeclarados: Obregón, Calles y Felipe Adolfo de la Huerta Marcor (1881-1955), quien inicialmente tomó las riendas del poder como presidente interino, pero se hizo a un lado meses después cuando Obregón afirmó haber ganado las elecciones presidenciales –con un sospechoso 95,8% de los votos– y fue investido presidente el 1 de diciembre de 1920.
Con los socialistas sonorenses en el poder, la persecución católica no sólo continuó, sino que se aceleró, con algunos bombardeos muy notables y muy públicos por parte de los rojillos: el de la residencia en la Ciudad de México del arzobispo José Mora y del Río (1854-1928), el 6 de febrero de 1921; y el del altar de la Basílica de Guadalupe, el 14 de noviembre, cuando, milagrosamente, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe escapó del daño.
Estos asaltos planeados precedieron a un incidente diplomático internacional que acaparó titulares en todo el mundo cuando el arzobispo Ernesto Eugenio Filippi Scoccia (1879-1951) fue expulsado del país. El secretario de Relaciones Exteriores de México, Alberto José Pani Arteaga (1878-1955), acusó al sacerdote católico de violar la Constitución como celebrante principal durante una ceremonia religiosa al aire libre, durante la colocación de la primera piedra del monumento a Cristo Rey, el 11 de enero de 1923, en el Cerro del Cubilete, propiedad de José Natividad Macías Castorena (1857-1948).
Como resultado de la magnitud del hambre y el sufrimiento de la gente —algunos solo llevaban harapos o estaban desnudos y andaban casi desnudos o completamente desnudos— debidos al saqueo, el pillaje y la devastación de la sociedad anteriormente establecida, Navarro se sintió obligado a ayudar a aliviar el dolor. Los campos, antaño fértiles, tuvieron que ser replantados y la infraestructura de la ciudad, reconstruida.
En repetidas ocasiones había rechazado cortésmente la oferta de un escaño indiscutible en la legislatura de Guanajuato. En cambio, desinteresadamente, con un espíritu generoso y altruista de caridad, decidió postularse para el humilde cargo de alcalde de Pénjamo, y ganó legítimamente las elecciones con una mayoría abrumadora en 1923.
Inculcado por la creencia católica de que todo trabajo es digno, como alcalde, con la ayuda de otros, trabajó incansablemente para mejorar los servicios públicos, los caminos de tierra casi intransitables, despejar senderos, reparar puentes y ampliar la presa local. Como obra benéfica, visitaba diariamente a los reclusos de la cárcel de la ciudad, donde compartía panales de sus propias colmenas, repartía folletos con orientación católica e instruía personalmente a los hombres en la doctrina y el dogma católicos. Y para ayudar a las prostitutas locales a cambiar sus vidas, les brindó protección en albergues —casas de reposo fundadas por monjas católicas—, manteniéndolas a salvo de sus brutales proxenetas.
Pero siempre hubo quienes sembraron el caos. Los enemigos alborotadores de Navarro —los revolucionarios— lo acusaron falsamente a él y al Ayuntamiento de estradismo, llamado así por los seguidores del general Enrique Estrada Reynoso (1890-1942), quien supuestamente conspiró, junto con los generales Guadalupe Sánchez Galván (1890-1985) y Fortunato Maycotte Camero (1891-1924), para derrocar a Obregón, entonces presidente de Méjico.
En respuesta, Obregón ordenó la disolución inmediata del Ayuntamiento de Pénjamo. Envió a su ejecutor, el general José Gonzalo Escobar Beltrán (1892-1969), para cumplir su orden. Una vez que demostró su poder en Pénjamo, Escobar recibió rápidamente las renuncias de los concejales, pero no de Navarro. Así que el general ordenó a sus tropas que escoltaran al alcalde, de ideas independientes, hasta el cuartel general del tren militar.
“Tengo órdenes del presidente de la República para disolver el Ayuntamiento”, explicó descaradamente Escobar a Navarro.
“El presidente de la República no tiene ninguna facultad para emitir ese tipo de órdenes”, respondió valientemente Navarro.
“El Presidente de la República es la autoridad suprema”.
“La autoridad suprema es la ley, y el artículo 115 de la Constitución establece que el municipio es libre y está gobernado por un Concejo Municipal elegido directamente por el pueblo. Pénjamo es un municipio libre, y yo soy un alcalde elegido por el pueblo”.
Navarro, hombre instruido y culto, conoce las leyes.
“Se le acusa de ser estradista”.
“No me pueden acusar sin pruebas. ¿Tiene alguna?”
“Sigo órdenes”.
“Bueno, entonces no puedo faltar a mis deberes”.
Sin desanimarse, Navarro permaneció en su cargo electo.
Aun así, tras hacer todo lo posible por mejorar la vida de los residentes, en lugar de postularse para un segundo mandato, decidió dedicar todas sus horas libres a organizar una contrarrevolución espiritual a la Revolución material que había causado tanta muerte y destrucción y promovido la anarquía y la inmoralidad. Su mandato como alcalde terminó en diciembre de 1924, el mismo diciembre en que Calles se abrió paso hasta la más alta esfera de poder: la presidencia, el 1 de diciembre de 1924.
El tercer eslabón del Triunvirato Sonorense, Calles, había escalado posiciones a base de terror, peldaño a peldaño sangriento. Comenzó su carrera profesional como asistente de maestro de primaria, pero fue despedido vergonzosamente tras ser descubierto robando dinero a los maestros. Tras conspirar para llegar al puesto de tesorero municipal de Guaymas, fue despedido de nuevo, acusado de malversación de fondos. Luego, como gerente de un hotel y una bodega, ambos negocios fueron incendiados por un supuesto pirómano: Calles.
Pero entonces su suerte cambió. En 1913, comenzó su carrera militar como teniente coronel. Encontró su nicho: una posición de poder y control indiscutibles e incuestionables. Cuando posteriormente fue nombrado jefe de policía en Agua Prieta, se llenó los bolsillos con dinero sucio y atacó con ímpetu a quienes percibía como enemigos. Tras convertirse en gobernador de Sonora, en 1917, expulsó a todos los sacerdotes del estado, clausuró todas las iglesias y masacró con ímpetu a sus enemigos políticos, incluidos los católicos. En 1920, Obregón lo nombró ministro del Interior, uno de los miembros de la nomenklatura.
Mientras era presidente de Méjico, Calles se rodeó de socialistas radicales, como Robert Haberman (1883-1962), judío rumano de nacimiento que emigró a Estados Unidos y luego se mudó a Méjico, donde se desempeñó oficialmente como Director del Departamento de Lenguas Extranjeras del Ministerio de Instrucción Pública, pero extraoficialmente como Jefe de la Oficina de Propaganda. Haberman también fue el abogado de la Confederación Regional de Obreros Mejicanos (CROM), una brutal federación de sindicatos encabezada por el Secretario General Luis Morones Negrete (1890-1964) y compuesta por funcionarios públicos y empleados de fábricas gubernamentales, quienes, voluntariamente y con violencia desenfrenada, obedecieron las órdenes de Calles para saciar su voraz sed de venganza, nacida del odio racial y de clase.
Calles también apoyó a políticos socialistas rabiosamente anticatólicos como Tomás Garrido Canabal (1890-1943), quien, según se dice, nombró a dos de sus hijos Lenin y Lucifer. También agricultor, nombró a uno de sus toros Dios, a un buey Papa, a una vaca la Virgen de Guadalupe y a un burro Jesús. Cuando fue elegido gobernador, saqueó iglesias, ordenó a los sacerdotes casarse y prohibió los símbolos católicos y toda referencia a Dios.
Como líder supremo de Méjico, con una agresión psicópata y antijerárquica, un arrogante sentido de derecho y una falta de empatía, Calles –un bastardo con profundas raíces ancestrales en Medio Oriente, que nunca fue bautizado y nunca asistió a misa– fue capaz de cumplir su odio monomaníaco por todo lo católico.
Respaldado por un poder inquebrantable, el 21 de febrero de 1925, Calles intentó arrancar la Iglesia del corazón de la nación e implantar la ideología socialista en el vacío creando una iglesia estatal, una acción común en los regímenes autoritarios. Tras la violenta y orquestada toma de la Iglesia de la Santa Cruz y la Soledad, en la Ciudad de Méjico, el sacerdote José Joaquín Pérez Budar (1851-1931) se autoproclamó Patriarca de la Iglesia Católica Apostólica Mejicana. Ante los manifestantes, el régimen de Calles envió bomberos y policías para proteger a los ocupantes, pero los feligreses combatieron con éxito a las fuerzas hostiles y recuperaron el control de su iglesia.
La batalla es dura. Exasperados, temerosos y desesperados, católicos devotos fundaron, en la Ciudad de Méjico, en marzo de 1925, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, para defender los derechos humanos y la libertad religiosa. La Liga se estableció como el centro de coordinación de todos los católicos del país.
En cuanto Navarro supo de la Liga, se unió de inmediato. Y a los pocos días, creó varias filiales locales, pero no se detuvo ahí.
También fundó un capítulo de la Asociación Católica de la Juventud Mejicana, fundada el 12 de agosto de 1913 en la Ciudad de Méjico por el padre Bernardo Bergöend (1871-1943, Compañía de Jesús), jesuita francés enviado a Méjico para organizar a la juventud católica y restaurar el orden social cristiano. Inspiró la Asociación Católica de la Juventud Francesa (Association Catholique de la Jeunesse Française), fundada en 1886 por Adrien Albert Marie de Mun (1841-1914). Con su lema Piedad, Estudio, Acción, la asociación brindó a los jóvenes, que buscaban un propósito en la vida, una orientación saludable y productiva, que Navarro ofreció a través de círculos de estudio, bibliotecas, partidos de fútbol y clubes de caza.
Un objetivo constante de todos los regímenes fueron las escuelas católicas, no sólo para confiscar la propiedad de la Iglesia, y no sólo para decapitar a la Iglesia como la principal influencia espiritual en los estándares y la moral de los niños, sino, más notablemente, para robar y pervertir el intelecto de la juventud y usar las escuelas obligatorias administradas por el gobierno como campos de adoctrinamiento para lavar el cerebro de las mentes jóvenes y maleables, para remodelar su pensamiento con la ideología socialista materialista.
Promulgado en febrero de 1926, el nuevo Reglamento Provisional de las Escuelas Primarias Particulares del Distrito y Territorios Federales prevé lo siguiente:
Artículo 1. La enseñanza impartida en las escuelas particulares será laica.Artículo 2. Las escuelas no pueden tener nombres que indiquen una naturaleza religiosa ni nombrarse con un santo de cualquier culto.Artículo 3. En los edificios de las escuelas particulares no habrán oratorios o capillas, ni estampas ni esculturas religiosas.Artículo 4. Para ser director de una escuela, es necesario no ser ministro de un culto o miembro de una orden religiosa.
El siempre revolucionario Calles creía que los niños no pertenecían a la familia, sino a la colectividad estatal, y lo reafirmó años después en un discurso público en Guadalajara, el 19 de julio de 1934:
«La Revolución no ha terminado. Los eternos enemigos la acechan y tratan de hacer nugatorios sus triunfos. Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución, que yo llamo el periodo revolucionario psicológico; debemos apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud porque son y deben pertenecer a la Revolución.Es absolutamente necesario sacar al enemigo de esa trinchera donde está la clerecía, donde están los conservadores; me refiero a la escuela. Sería una torpeza muy grave, sería delictuoso para los hombres de la Revolución, que no arrancáramos a la juventud de las garras de la clerecía y de las garras de los conservadores; y desgraciadamente la escuela en muchos Estados de la república y en la misma capital, está dirigida por elementos clericales y reaccionarios.No podemos entregar el porvenir de la Patria y el porvenir de la Revolución a las manos enemigas. Con toda maña los reaccionarios dicen, y los clericales dicen que el niño pertenece al hogar y el joven a la familia; esta es una doctrina egoísta porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad, pertenecen a la colectividad y es la Revolución la que tiene el deber imprescindible de apoderarse de las conciencias, de desterrar los prejuicios y de formar la nueva alma nacional.Por tanto, hago un llamado a todos los gobernadores de la República, a todas las autoridades públicas y a todos los elementos revolucionarios, a fin que se proceda inmediatamente a la batalla, que debemos vencer, porque los niños y los jóvenes deben pertenecer a la Revolución».
El 14 de junio de 1926, Calles lanzó una bomba legislativa, diseñada para borrar cualquier derecho de la Iglesia.
Ese día, firmó la Ley de Reforma del Código Penal, comúnmente conocida como la Ley Calles, que no solo garantizaría la aplicación de todas las leyes anticlericales contra la Iglesia, tal como se estipulaban en la Constitución de 1917, sino que el diktat incluía restricciones y sanciones aún más severas. Era el hacha que pretendía separar para siempre la Iglesia del Estado. A partir del 31 de julio de 1926, todas las iglesias debían tener los 33 artículos de la ley expuestos en sus puertas principales.
Calles describe su ley como “una solución definitiva del problema religioso”, una maniobra legal para exterminar a la Iglesia y sus a sus devotos fieles.
Inmediatamente, dos reacciones importantes por parte de los católicos:
En primer lugar, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa convocó a un boicot socioeconómico —que comenzaría el 21 de julio— para debilitar al régimen, paralizando la base económica nacional que sustentaba a la administración autoritaria, la cual pronto sintió las consecuencias. El preocupado político revolucionario Gonzalo Natividad Santos Rivera (1897-1978) reveló: «Lo que hemos llamado un boicot ridículo es algo muy grave que está generando una crisis económica peligrosa para la Revolución».
En segundo lugar, el Episcopado Mejicano anunció en su Carta Pastoral del 25 de julio que, el 31 de julio, todo el clero se retiraría de las iglesias; de lo contrario, estarían conspirando con el Estado contra la Iglesia. Las iglesias permanecerían abiertas, de ser posible, pero solo bajo la dirección y el cuidado de los laicos.
El día en que se suspendieron los servicios, el 31 de julio, la familia Navarro caminó hasta la iglesia alrededor de las 8 de la noche para orar.
“Ofrezcámonos como víctimas, a fin que Jesús regrese a los Tabernáculos y nuestros hijos Lo amen y Lo conozcan”, susurró Navarro entre lágrimas a su esposa.
Después de eso, se mantuvo ocupado, asistiendo a reuniones locales, dando conferencias, viajando a la ciudad capital para más reuniones con católicos y miembros de la Liga, todo el tiempo manteniendo a su esposa en la oscuridad, para su propia protección, hasta que, entre lágrimas, se acercó a ella, el 2 de septiembre de 1926, diciéndola:
Debo confiarte un secreto. Tú ves la situación de la Iglesia. Yo no puedo no ver que sufre. Siento dentro de mí un llamado de Dios que pide mi sangre y mi vida. Si ignorase este llamado, me condenaré irremediablemente. Carmela, yo tomo las armas. Estoy preparando todo, pero antes de realizar mi proyecto quiero tu aprobación, porque tú te sacrificarás conmigo. Pensemos ante Dios, y decidamos después de haber pensado”.
Abrumada por el dolor al pensar en la viudez y en que sus hijos quedarían huérfanos, sollozaba y rezaba por fortaleza cada vez que estaba sola.
Después de dos días, ya no podía esperar más: “Me muero de angustia por saber tu respuesta”.
“Estoy dispuesta a sacrificarme. Si Él te lo pide, también me lo pide a mí, porque soy parte de ti”.
“¡Te amo por esto mil veces más!”, exclamó, entre besos, exuberante.
Después de eso, compartió todo con ella y un día, ante la gravedad de la situación, le pidió: “Cuando mis hijos crezcan, diles que su padre murió para dejarles la fe”.
A quienes lo condenaron por su decisión, les respondió: “Mataré por Cristo a aquellos que matan a Cristo, y si ninguno me sigue en esta empresa, moriré por Cristo”.
En la madrugada del 27 de septiembre, Navarro besó a sus hijos dormidos, uno por uno, les sostuvo la cabeza con ambas manos y oró: “Señor, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Esa mañana, la familia asistió a una misa clandestina celebrada en un oratorio. Tras el servicio litúrgico, Navarro dio media vuelta y se fue por su cuenta, solo para regresar a casa al anochecer y decirle a su esposa que había llegado la hora. Se despidió, primero de los niños y luego de su esposa, que estaba en la puerta. Se alejó, pero pronto regresó.
“No me despedí del pequeño ni lo bendije”, explicó, tomando al bebé Rafael en brazos, abrazándolo, besándolo repetidamente. Tras bendecir a su hijo menor, se dio la vuelta y se fue, con su fusil Mauser colgando del hombro.
A la mañana siguiente, el 28 de septiembre, en un atrevido enfrentamiento, Navarro dirigió a sus hermanos (Ignacio, Jesús y Manuel) y otros para tomar Pénjamo a punta de pistola, aniquilando a las fuerzas gubernamentales bien equipadas y restableciendo la Iglesia en el pueblo.
A la mañana siguiente, el 29, exhausto, sucio, ya cansado de la guerra, regresó sigilosamente con su familia para despedirse definitivamente. Nunca más. Tras ponerse bajo la protección de San Miguel Arcángel —Guardián de la Iglesia, Campeón de la Justicia, Guerrero Espiritual en la Batalla del Bien contra el Mal—, Navarro se arrancó de su hogar para siempre esa mañana, la festividad del santo.
Durante ocho días, sin comer ni dormir, él y sus hombres lucharon contra las fuerzas socialistas. Victoriosos a pesar de la abrumadora desventaja, tomaron Cueramero y luego Barajas. Pero al acercarse a Corralejo, el general José Amarillas Valenzuela (1878-1959) les tendió una emboscada al cruzar las vías del tren.
Uno de los hermanos Navarro, Jesús, apodado “Chucho”, se cayó del caballo y se hizo el muerto. Aunque fue pisoteado por la caballería de los callistas, sobrevivió y, al terminar la lucha, escapó y se dirigió al norte, a Estados Unidos, con su hermano Manuel. Navarro huyó con su hermano Ignacio a las montañas de Michoacán, en el Cerro de Tancitaro, donde encontraron refugio en un aserradero propiedad de sus primos, Leopoldo y Daniel Navarro.
En cuanto Navarro llegó, contactó a la Liga, informándoles que estaba listo para recibir ayuda, con personal y potencia de fuego. Pero el cuartel general no tenía hombres ni armas para enviar, y lo animó a seguir adelante, con todos los medios a su alcance para luchar.
En medio de la soledad y la quietud, un Navarro anhelante escribió cartas de amor a Carmen. En sus escritos del 6 de febrero de 1927, se dirigió a ella poéticamente como “mi esposa, mi único y apasionado amor, el amor de mi vida, la vida de mi vida, mi santa compañera desde mi infancia”.
Pero se mantuvo firme y enfrentó al enemigo, casi solo, con sólo su pequeña unidad de tropas, hasta el 1 de enero de 1927, cuando René Capistrán Garza (1898-1974) –jefe de la Liga– emitió un manifiesto, “A la Nación”, que declaraba: “La hora de la batalla ha sonado”, anunciando que su organización estaba lista para un movimiento armado contra el régimen tiránico.
Con esa declaración, zonas de Méjico se expandieron, incluyendo Jalisco, dando origen a los Cristeros, llamados así por el régimen por su invocación a Cristo. Inicialmente concebido como un término despectivo, la milicia religiosa se deleitó con el apodo y lo adoptó con entusiasmo.
Para los soldados católicos de Cristo, la fe era parte importante de la disciplina militar. Las divisiones del Ejército de Liberación Nacional elevaron la obediencia a un nivel sobrenatural y espiritual, adoptando códigos de conducta como los siguientes:
- Rendir un homenaje oficial, público y solemne al Sagrado Corazón de Jesús, Rey soberano de nuestro ejército, y consagrarle con humildad y amor todas las obras y todas las personas de esta división.
- No omitir nunca, bajo ningún pretexto, el rezo cotidiano colectivo a la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe, y conceder a tal observancia la misma prioridad de una rigurosa disposición de reglamentación militar.
- Cuando sea posible, disponer las cosas de tal modo que todos los jefes, oficiales y soldados puedan oficialmente cumplir los preceptos del culto dominical, de la Confesión y de la Comunión.
- Garantizar la protección divina durante las batallas haciendo preparar al ejército y a todos los católicos con la oración humilde y confiada, y recomendando realizar actos de perfecta contrición.
Atormentado, ensangrentado, apuñalado, desollado, destrozado, intentó incorporarse en sus últimos momentos de vida, el 1 de abril de 1927, dejando a sus torturadores y verdugos con sus últimas palabras ante el tiro de gracia: “¡Yo muero, pero Dios no! ¡Viva Cristo Rey!”.
Días después, al regresar Navarro al campo de batalla en Coalcomán, el 6 de abril, bautizó su Primera Brigada como Brigada “Anacleto González Flores”, en honor al mártir. Sintiendo la inminencia de su muerte, escribió una dulce y a la vez dolorosa carta, fechada el 8 de abril, a su esposa, despidiéndose: “Hasta cuando Dios quiera. ¡Lo que de todos modos será muy pronto!”.
Durante su primer encuentro con el párroco de Coalcomán, padre José María Martínez Gallegos (1876-1955), y los parroquianos –que nunca habían renunciado a la fe y su ejercicio–, les explicó la magnitud y profundidad de la corrupción en el gobierno —compuesta por asesinos y ladrones— que perseguía no solo a los creyentes religiosos, sino que violaba los derechos humanos fundamentales. Sugirió que formaran un verdadero gobierno para oponerse a este régimen violento y cruel.
En respuesta a su propuesta, el 23 de abril de 1927, los habitantes de Coalcoman se declararon no en rebelión, sino independientes del gobierno de Calles. Navarro, bajo el nombre de General de Guerra Fermín Gutiérrez, Soldado de María, envió la declaración al gobernador y luego puso a los católicos a cargo de la administración, reabrió las escuelas y suprimió los pecados públicos.
Coalcoman debía servir de cuartel general a Navarro, uno de los generales de división del Ejército de Liberación Nacional, destacado en la División Suroeste: la región de la costa de Michoacán, desde Colima hasta Guerrero. Para mantener el control de Coalcoman, decidió que era necesario tomar las cercanas Aguilillas, Chinicuila y Tepalcatepec.
Al día siguiente, 24 de abril, le llegó la noticia de que tropas federales se habían establecido en Aguilillas, lo que representaba una amenaza concreta. Navarro decidió atacar. Él y su Brigada AGF, de 300 hombres, entraron subrepticiamente en el pueblo de Aguilillas al amanecer, derrotando a los hombres del régimen sin disparar un solo tiro. Para celebrar, los cristeros tocaron con entusiasmo las campanas de la iglesia, sorprendiendo a los residentes, quienes se dieron cuenta de que se habían liberado de sus opresores. Alegres, vitorearon al son de las campanas, silenciadas durante tanto tiempo, pues incluso tocar las campanas se había convertido en delito.
Navarro anunció a la ciudadanía: “Se celebrará una misa solemne en la iglesia, seguida de una procesión pública. ¡Por fin respiraréis el aire de la libertad! ¡Por fin hay un lugar en la nación mejicana donde pueden adorar libremente a Dios!”.
Feligreses de todas partes llenaron la iglesia. La bandera nacional se colocó al pie del altar. Navarro, el general libertador, y su hermano Ignacio se sentaron al frente, rodeados de sus hombres. Durante la misa, al momento de la elevación, los soldados de Cristo presentaron armas, un saludo de respeto.
Durante la procesión –una afirmación pública de la fe por las calles del pueblo, con el Santísimo Sacramento a la cabeza, bajo un baldaquino, un dosel procesional– los feligreses cantaron un antiguo himno eucarístico mexicano:
¡Hostia! ¡Sol del amor! Tu luz inflamael corazón de México leal;el corazón del pueblo que te ama,el corazón de un pueblo que te aclamaEn tu paso, en tu paso triunfal.
A continuación, Navarro se concentró en la toma de Tepalcatepec, donde esperaba reponer sus fondos de guerra.
La Tierra Caliente estaba controlada por dos bandidos: Serapio “Guarachudo” Cifuentes y “El Perro” Ibáñez, quienes no respetaban a nadie, con una sola excepción: el párroco. Durante una reunión concertada entre los dos bandidos y Navarro en un rancho cerca de Las Ánimas, ambos acordaron seguir y someterse a sus órdenes.
Para atacar Tepalcatepec, Navarro contaba con 200 soldados; los dos forajidos contaban con 200; y un ranchero local de Coalcomán, el coronel Ezequiel Mendoza Barragán (1893-?), contaba con 100 rancheros listos para unirse en cualquier momento. En total: 500, en su mayoría hombres mal entrenados y mal armados, que se llenaban de inspiración espiritual.
Antes del amanecer del 2 de mayo de 1927, cientos de hombres se prepararon para el ataque a Tepalcatepec. Se arrodillaron y rezaron el rosario, con el Ave María y el Padre Nuestro sobrevolando la noche calurosa, quieta y oscura bajo la luna nueva que los ocultaba bajo su 0% de iluminación, perfecta para el asalto inminente. De pie, rezaron sus oraciones matutinas, recibieron la comunión espiritual, ofrecieron su día y sus vidas a Dios y pidieron la gracia del martirio. Cada hombre recibió dos listones, azul por el color de María, uno para sus sombreros y otro para la manga derecha de sus camisas blancas.
A falta de municiones contra una fuerza bien armada, el mejor plan era lanzar un ataque sorpresa para pillar al enemigo desprevenido. Al amanecer, los dos forajidos entraron en el pueblo de Tepalcatepec. Sorprendidos, lo encontraron, aparentemente, totalmente abandonado por sus habitantes. Mientras Serapio izaba una bandera y tomaba el Ayuntamiento, el resto de las tropas entró tranquilamente. Pero, alrededor del mediodía, los soldados calistas irrumpieron repentinamente en el pueblo, atacando por todos lados. Abrumados, los cristeros huyeron.
Después de retirarse y reagruparse, tomaron más tarde la ciudad de Chinicuila.
Y entonces Navarro reunió a sus tropas para atacar de nuevo Tepalcatepec. El 29 de mayo, se produjeron combates calle por calle, esquina por esquina, casa por casa, hasta llegar a la iglesia. Durante tres días, intercambiaron disparos hasta que rompieron el asedio de las tropas federales y agraristas y tomaron la ciudad, triunfantes tras una humillante derrota.
Desde allí, Navarro y sus hombres marcharon mes tras mes, librando batallas, aldea tras aldea. En la vida nómada, sin comodidades y con pocos alimentos, salvo arroz y alguna que otra morisqueta, la vida era difícil y solitaria.
Después de meses de no recibir un paquete, ni una carta, ni siquiera una postal de su esposa debido a sus constantes traslados de un campo de tránsito a otro, Navarro recibió un paquete, el 15 de septiembre de 1927. Solo después de ofrecer su regalo sin abrir al pie del altar, desdobló suavemente y con amor las hojas de papel y leyó cómo su hijo menor, Rafael, había muerto en los brazos de su madre, quien tuvo que vender su último ternero, solo para enterrarlo.
Afligido, inmediatamente escribió a su esposa: “El alma que el Señor nos había prestado y confiado a nuestro cuidado por un corto tiempo, ya la ha recogido de nosotros para hacerla partícipe de su propia infinita felicidad para siempre”.
Mientras marchaba por el terreno accidentado de pueblo en pueblo, de batalla en batalla, solía expresar su dolor con su hermosa voz, cantando rancheras de su tierra natal. Su favorita era Las Cuatro Milpas:
Cuatro milpas tan solo han quedadodel ranchito que era mío, ay, ay, ay, ay,de aquella casita tan blanca y bonitalo triste que está.
La letra retrataba la devastadora devastación causada por la Revolución. La pieza de 1926, triste y melancólica, compuesta por Belisario de Jesús García de la Garza (1894-1952), antiguo soldado carrancista, retrataba la desolación del campo, una fiel representación de la vida en México en medio de la desolación.
Y entonces, otro terremoto político: el asesinato de Obregón, el 17 de julio de 1928, poco después de su reelección presidencial tras los cuatro años de Calles en el cargo. Aunque el régimen atribuyó el asesinato a los Cristeros, el rumor de que Calles había ordenado el atentado no se extinguió.
Semanas después, Navarro se enteró de que tropas calistas –al mando del general Rodrigo M. Quevedo Moreno (1889-1967)– se dirigían hacia su dirección.
9 de agosto de 1928. El primer combate. Navarro con solo 13 hombres.
El día siguiente, 10 de agosto, resultó un día ominoso porque era la fiesta de San Lorenzo (225-258), un diácono católico martirizado después de que el emperador Valeriano (nacido Publio Licinio Valeriano, c. 199-c. 264) ordenara la ejecución inmediata de todo el clero: obispos, sacerdotes y diáconos.
Tras comulgar y ofrecer su día y su vida a Dios alrededor de las siete de la mañana, los hombres se enfrentaron con los callistas en el Cerro de las Higuerillas, cerca de Pihuanto, Jalisco. Rodeado por el enemigo, Navarro continuó combatiendo a corta distancia. A su lado, su hermano Ignacio, su ayudante Alejandro Larios, el mayor Filiberto Calvario y Bernardino González.
“¡Adelante!”, gritó. Era su grito de batalla favorito. “¡Adelante!”.
Se oyó un disparo. Navarro tropezó y perdió el equilibrio. “¡Mi general está herido!”, gritó Larios, agarrando a Navarro de un brazo. González agarró el otro, mientras Calvario seguía disparando contra los calistas, manteniéndolos a raya.
Con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, se tambaleó con dificultad hasta que sus hombres lograron depositarlo en el suelo desnudo, detrás de una roca, al descubierto.
“¿Dónde estás herido?”, preguntó Ignacio, arrodillándose.
La frente de Navarro, cubierta de sudor. En sus labios, una sonrisa de inmensa alegría. Con ambas manos, levantó su abrigo empapado en sangre, dejando al descubierto el agujero de bala, justo encima de su corazón.
“Hermano de mi alma”, dijo Ignacio besando dos veces la frente del moribundo, pensando en su madre y en la mujer y los hijos de su hermano.
“Adelante. Sigue adelante”, susurró Luis, animando a su hermano a aceptar su destino eterno, el mismo que le esperaba ocho meses después, el 3 de abril de 1929.
Ignacio regresó a la lucha. Minutos después, vio a su hermano herido cojeando colina abajo.
“¡Ahí va alguien muy bien vestido!”, gritó un callista, alzando su arma y disparando a Navarro, quien se desplomó en el suelo y rodó colina abajo. Al pie, su cuerpo inerte quedó inmóvil.
Un vengativo Larios apuntó con su arma y disparó al homicida, matándolo.
Incapaces de alcanzar a su general hasta que el enemigo se retiró, Ignacio y Larios corrieron hacia Navarro y recogieron su cuerpo sin vida, con un beatífico brillo de felicidad en los labios y en el rostro.
Tenía 31 años.
Siempre leales, sus hombres llamaron al padre Octaviano Marino y llevaron a su líder martirizado, el Primer Cristero, desde la violencia del campo de batalla hasta su campamento en el pequeño valle de Cristo Rey, cantando el “Te Deum”, un himno de alabanza a Dios. Establecieron una Guardia de Honor para mantener la vigilia nocturna, un rito previo al entierro y posterior a la muerte.
Antes de la celebración de la misa funeral y el entierro, acompañados por la guardia fúnebre, Ignacio despojó con reverencia las ropas ensangrentadas de su hermano, reliquias de su santa muerte. Entre las pertenencias del difunto, se encontraba una billetera.
Escondido en el interior, una pequeña nota, escrita muchos años antes, durante el retiro de San Ignacio, con un mensaje sencillo y sentido: “Dios mío, que yo sea un mártir”.
REFERENCIAS
Se extrajeron datos y datos misceláneos de lo siguiente:
- “Antagonistic Narcissism and Psychopathic Tendencies” (Narcisismo antagónico y tendencias psicópatas), por Eric Dolan.
- “Apocalypse et Revolution au Mexique: La Guerre des Cristeros (1926-1929)” (Apocalipsis y Revolución en Méjico: La Guerra de los Cristeros (1926-1929)), por Jean Meyer.
- “El Zar Negro Plutarco Elías Calles, Dictador Bolchevique de México”, traducido del español de Francisco Gómez del Rey y Hernán Díaz por el p. John Moclair.
- “Boceto de un Gran Carácter: Luis Navarro Origel”, por Editorial Libertad.
- “Bomb Exploded in Home of Mexican Archbishop” (Explotó bomba en residencia de arzobispo mejicano), por Associated Press.
- “Congressional Record: Proceedings and Debates of the First Session of the Seventy-Fourth Congress of the United States, Volume 79 – Part 2, January 30, 1935, to February 20, 1935” (Registro de la Cámara de Representantes: Actas y Debates de la Primera Sesión del Septuagésimo Cuarto Congreso de los Estados Unidos, Volumen 79 – Parte 2, 30 de enero de 1935 al 20 de febrero de 1935).
- “Experiences and Observations of an American Consular Officer During the Recent Mexican Revolutions” (Experiencias y observaciones de un funcionario consular estadounidense durante las recientes revoluciones mejicanas), por Will. B. Davis.
- “Datos históricos de los Elías”, por Rosa Albina Garavito Elías.
- “Luis Navarro Origel: El Primer Cristero”, por Martin Chowell (posible seudónimo de Alfonso Trueba Olivares).
- “Marxismo y anarquismo en la formación del Partido Comunista Mexicano, 1910-19”, por Barry Carr.
- “México Rojo: Un reinado de terror en Estados Unidos”, por el capitán Francis McCullagh.
- “Justicia retributiva en México”, por Adolphe de Castro.
- “Roberto Haberman falleció a los 79 años; fundador de la Unidad Laboral Mexicana”, especial para el New York Times, 5 de marzo de 1962.
- “Cartas de Rosalie Evans desde México”, con comentarios de Daisy Caden Pettus.
Theresa Marie Moreau, periodista premiada, es autora de Martyrs in Red China; An Unbelievable Life: 29 Years in Laogai (Mártires en la China roja; Una vida increíble: 29 años en el Laogai); Misery & Virtue (Miseria y virtud); y Blood of the Martyrs: Trappist Monks in Communist China (La sangre de los mártires: Monjes trapenses en la China comunista).
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)