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sábado, 8 de abril de 2017

JUAN CALVINO, UN CASO PATOLÓGICO

Biblioteca Las Sectas, número 3. Editorial Vilamala, Barcelona 1932. Páginas 55-61
 
Siguiendo con el examen médico de los grandes revolucionarios y heresiarcas, tócale el turno en el presente artículo a Juan Calvino, corifeo y reformador a la vez de la pseudo-reforma protestante. El examen crítico e imparcial de los personajes históricos que con sus extravíos y excentricidades han formado época nótase siempre que la mayor parte de sus actos y acciones son producto real de un estado patológico, y, ciertamente, los hechos lo confirman y bien se puede decir que la locura ha gobernado los destinos del mundo en diversas ocasiones.
 
Como el caso de Martín Lutero, sucede con su rival Juan Calvino, y ofrece a nuestra investigación un estudio interesantísimo sobre su nefasta influencia social, su ascetismo excéntrico, su crueldad sistemática, su egoísmo, su irritabilidad y su inestabilidad, propio todo esto del loco, del anormal, del individuo mental y físicamente patológico.
 
Juan Calvino nació el 10 de julio de 1509. Su padre, Gerardo Gauvin, formaba parte de la burguesía de Noyon y era procurador; distinguíase principalmente por su espíritu pleitista, por sus constantes querellas contra el clero y por muchos actos equivocados que entran de lleno en el grupo de los semilocos. Procurador, fiscal y escribano del tribunal eclesiástico, Gerardo Gauvin, por muchas réprobas acciones, será excomulgado en 1531. Su hijo mayor, Carlos, que murió tres años después, le sucedió en su cargo; pero acabó igual que su padre. En este ambiente de lucha, de inquietud, de malestar constante formóse el ánimo, la educación, la futura actuación de Juan, que, luego, a imitación de Lutero, cambiará su nombre de Cauvin por Calvino, aunque antes su afición a los seudónimos le hiciera llamarse Alcuino, Leucanio, Chambardo, etc.
 
Apenas cumplidos los 14 años en 1523, abandonó Noyon, para seguir sus estudios en París, que luego prosiguió en Orleans y en Bourges. Nos dice un contemporáneo suyo, que «era un espíritu activo, de gran memoria, de gran destreza y prontitud en asimilarse las enseñanzas, admirable facilidad y hermosura de lenguaje», y dice Calvino: «Me pusieron a estudiar Leyes, que me empeñé en aprenderlas fácilmente. Dios, por una providencia secreta me hizo finalmente tomar camino distinto».
 
Era serio y aplicado, pero sombrío, taciturno, malhumorado, inquieto y raro; duro con los demás y consigo mismo, y siempre inclinado a la acusación, a la sospecha, a la intriga y al rencor. Con este carácter, en que ya se dibuja la futura actuación del heresiarca, llega Calvino a Ginebra apenas cumplidos 27 años, pero ya su rostro demacrado, la tez encanecida, el cuerpo encorvado y aquella gravedad sombría de su mirada le habían transformado de joven en anciano.
 
No era, pues, nada agradable aquel rostro de vejez prematura, iluminado por dos ojos pequeños que se movían lentamente dentro de sus órbitas hundidas. Por todas estas condiciones de su semblante, Calvino no resultaba hombre simpático y agradable, y andando el tiempo haría sentir con dureza su autoridad fanática y morbosa. La faz de Calvino, su actitud, su organismo decrépito, su carácter, su acción, su vida y su muerte, ¿qué demuestran a todo observador imparcial? Un hombre enfermo. Evidentemente así es, y lo vamos a demostrar en estas líneas.
  
El asesino de nuestro Miguel Servet no fue nunca hombre sano; fue, como veremos, un perseguido constante por la enfermedad. El cuadro clínico que presenta Calvino es el del artrítico en su grado máximo, en todas las manifestaciones típicas de esta diátesis. Unas veces la fiebre, la gota, las hemorroides, etc.; y siempre la tisis, que le impedía respirar. Quejóse con frecuencia de jaqueca, la que apenas le dejaba un día libre. Él mismo lo dice a un amigo, a quien escribe en el 4 de octubre de 1546: «Mi jaqueca me atormenta en tal forma que apenas puedo abrir la boca». En el 18 de noviembre de 1549 escribe a Farel: «No he salido de casa, porque la jaqueca me ha atormentado atrozmente durante tres días. He estado todo el domingo sin tomar nada. Hoy, después de las cinco de la tarde, he comenzado a comer... Hacía dos años que no había tenido un ataque tan violento de jaqueca». Con intermitencias, pero frecuentemente, padecía de cólicos nefríticos, y poco antes de su muerte, por dos veces, la vejiga de la orina contenía un cálculo voluminoso. Padeció además de fiebres palúdicas del tipo de terciana, convertidas más tarde en cuartanas, muy tenaces, y durante siete meses de fiebre le sobrevino flebitis gotosa. Por esto Calvino escribe el 7 de octubre de 1561: «Mi dolor articular no es ninguna delicia, pues durante dos días he sufrido los más vivos dolores en el pie derecho, el cual se calmó anteayer, pero no lo bastante para que mi pie no continuara encadenado». En el mes de septiembre de 1555 los trastornos y accidentes pulmonares se reproducen con mayor intensidad, y el 1559, durante un banquete, le sobrevino una hemoptisis y la sangre emanó de su boca durante 48 horas. Además, la tos se hizo continua y la dificultad de respirar iba en aumento progresivo. Como es de suponer, Calvino acabó sus días en la caquexia tuberculosa. La historia clínica del inquieto y turbulento heresiarca Juan Calvino no es otra que la del tuberculoso crónico, acompañada su infección de frecuentes infecciones secundarias, que constituía en él estados agudos o subagudos toxi-infecciosos; así, pues, Calvino era el tipo clásico del reumático gotoso, que acaba en la tisis esclerosa.
 
Todo enfermo gotoso y tuberculoso del tipo de Calvino, presenta el cuadro siguiente, magistralmente descrito por Levy-Valenci: «El tuberculoso es egoísta. ¡Cuántos conocemos que sabiendo el peligro de la contaminación no toman ninguna precaución para los demás! Es irritable y reivindicador, reclama siempre y a menudo injustamente. Y los directores de los sanatorios no me desmentirán. Es inestable. Pasa del entusiasmo a la indiferencia, de la alegría a la desesperación».
 
Evidentemente Calvino era egoísta, irritable, e inestable; su egoísmo le hizo taciturno y orgulloso; su irritabilidad le convirtió en severo, cruel y tirano; y su inestabilidad de carácter le hizo ser inquieto, turbulento y belicoso. Este estado morboso de larga duración, agravado por el género de vida que hacía Calvino, que bien poco se cuidaba, continuamente absorto y preocupado en su obra reformadora y en la inquietud de perseguir a sus enemigos fantásticos o reales, vino a degenerar en una exacerbación de su demencia, y por ello se explica su tiranía verdaderamente monstruosa y sus persecuciones llenas de odio y brutalidad, y en el fondo inexplicables, pero debidas sin duda a las toxinas tuberculosas que perturbaban el funcionamiento celular del cerebro esclerosado. El misticismo morboso del heresiarca no fue otra cosa que la consecuencia inevitable de su enfermedad crónica, que vino a complicar la predisposición hereditaria que por parte de su padre poseía desde su nacimiento el desgraciado Juan Calvino.
 
He aquí sintetizada toda la vida del célebre heresiarca: un tuberculoso y un neurópata a la vez, que, por su egoísmo morboso, se encumbra a las alturas de la autoridad ayudado de esa masa anónima de degenerados, dementes, idiotas e imbéciles que en todas las revoluciones salen en abundancia a flor de tierra como las setas después de la lluvia, y que, con sus ímpetus inconscientes siembran el terror y la destrucción hasta conseguir el fin de un idealismo absurdo. Calvino, neurópata y tuberculoso llega por su carácter irritable y turbulento a ser el déspota cruel y el tirano brutal, y el paroxismo de su locura mística no atiende a razón ninguna y manda perseguir y destruir, sin detenerse ante el obstáculo, al que cree ser su enemigo. Así se explica el asesinato decretado por Calvino del infeliz médico Miguel Servet.
  
Aquí está, en estas líneas, el esquema morboso del reformador religioso, del místico revolucionario cuyo recuerdo horroriza y cuya actuación llenóse de lodo, de lágrimas y de sangre. Si la Historia le juzgó como criminal sectario, nosotros, como observadores atentos de las miserias y desgracias del hombre, como profesionales de la medicina, siempre anatematizamos al heresiarca cruel, pero perdonamos y compadecemos al loco irresponsable, al enfermo incurable, que tuvo en su vida el mayor castigo, el de vivirla siempre en continuo dolor y horribles tormentos.
 
 
Bibliografía:
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RENAND, El peligro protestante;
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