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lunes, 5 de octubre de 2009

¿RATZINGER PROTESTANTE? ¡SÍ, EN UN 99%!

Tomado de ¿QUIÉN ES JOSEPH RATZINGER? (Parte 1, Parte 2, Parte 3).
   
¿RATZINGER PROTESTANTE? ¡SÍ, EN UN 99%!
(Programa de Ratzinger para una religión ecuménica mundial)
Padre Francesco Ricossa.

El entonces “cardenal” Joseph Ratzinger Tauber y la “obispona” luterana María Jepsen-Bregas (Hamburgo, 3 de Febrero de 1998)

Habría pasado inadvertida, excepto para especialistas, si la publicación mensual «30 Giorni» y la semanal «Il sabbato» [1] no le hubiesen dado destaque. Un destaque oportuno. Me refiero a la intervención que el «Cardenal prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe» Joseph Ratzinger tuvo en Roma el 29 de enero de 1993 en el Centro Evangélico de Cultura de la comunidad valdense local [2].

El texto íntegro de la intervención de Ratzinger y la del Prof. Pablo Ricca valdense se puede leer en la revista «30 Giorni», N.º 2, febrero de 1993, p. 66-73. El título elegido por la redacción es significativo: «Ratzinger, el prefecto ecuménico». Esta lectura debe completarse con la entrevista concedida por el teólogo luterano Oscar Cullmann a «Il sabbato», N.º 8, 20 de febrero de 1993, p. 61-63, para cuya publicación la redacción eligió un título igualmente significativo: «El hijo de Lutero y Su Eminencia».

Para los lectores de «Sodalitium» presento un resumen de las ideas del «Cardenal» Ratzinger (que hizo a Mons. Guérard des Lauriers el honor de «excomulgarlo») sobre la Iglesia y el ecumenismo. Cualquiera puede verificar las fuentes sobre las revistas citadas y constatar si Ratzinger es todavía católico, o bien, como aparece palmariamente, ya no lo es más.

Cullmann habla por boca de Ratzinger
Cuando el Papa S. León Magno, mediante sus legados, intervino en el concilio de Calcedonia, los Padres del Concilio dijeron «Pedro habla por boca de León».

Leyendo la intervención de Ratzinger con los valdenses y la entrevista de Cullmann se puede decir que éste habla por boca de Ratzinger. Las palabras son de Ratzinger, las ideas de Cullmann. Por eso, no causa asombro que los Valdenses «estén de acuerdo en un 99%, por no decir un 100%» [3].

¿Pero quién es Cullmann?
Cullmann nació en 1902 en Estrasburgo, patria del reformador protestante Bucero cuya autoridad él invoca de buena gana [4]. Alsaciano, él ve en esto un «hecho providencial» por ser la población en ese lugar mitad católica y mitad protestante.

Estudió teología «bajo la guía de Loisy en París» [5]. El exegeta modernista y excomulgado no fue por cierto buen maestro. Menos todavía lo fue Bultmann, «el gran desmitificador de los Evangelios» [6], con quien presentó su tesis doctoral sobre la «Formgeschichte». «Bultmann dijo que era la mejor presentación de su Formgeschichte» [7]. En seguida se separó «radicalmente» de Bultmann, pues éste mediaba la lectura de la Biblia por la filosofía (existencialista), mientras Cullmann no aceptaba ninguna mediación. Con eso Cullmann no abandona en modo alguno el método protestante de estudio de la Escritura, y tampoco «el método de la historia de las formas» (Formgeschichtemethode) de Bultmann, según el cual «compete al exegeta descubrir el núcleo esencial de la Biblia: Cullmann lo encuentra en la historia de la salvación» [8].

Enseñó entre otros lugares en la Facultad Libre de Teología Protestante de París (1948-72) y en la facultad Teológica Valdense en Roma. Participó en el Concilio Vaticano II como observador, y Pablo VI lo definió «uno de mis mejores amigos» [9].

Durante el Vaticano II, Cullmann, huésped personal del Secretariado para la unidad de los cristianos, contribuía para determinar la orientación bíblica, cristocéntrica e histórica de la teología conciliar […] más recientemente Cullmann propuso un modelo de «comunidad de Iglesias» en su libro Unidad a través la diversidad [10], modelo apreciado hasta por el cardenal Ratzinger en su intervención a la iglesia valdense de Roma el 29 de enero pasado [11].

Conoció a Ratzinger durante el Concilio, estimándolo «el mejor teólogo entre los así llamados “períti”, los expertos… Con una reputación de progresista de avanzada» [12]. Desde entonces los dos han mantenido correspondencia, al principio sobre problemas exegéticos; y pronto, declara Cullmann, el carteo se incrementó, especialmente en relación a la propuesta de mi modelo de «unidad mediante la diversidad», una propuesta que, como ya hemos dicho, el Cardenal ha apreciado en privado y en público [13].

Cullmann se alegra particularmente de una carta en la cual Ratzinger le escribe «siempre haber aprendido» de sus estudios, «aún cuando no estaba de acuerdo». Y Cullmann comenta esto como un estar «unidos en la diversidad» [14].

«La obra de Cullmann […] ha de contarse entre las que mayormente han contribuido al diálogo entre católicos y protestantes» [15], no obstante su firme persistencia en la herejía y su negación explícita de la infalibilidad de la Iglesia Católica y del primado de jurisdicción de Pedro y de sus sucesores [16]. Resulta así ser un puente entre católicos y protestantes… para llevar a los católicos a hacerse protestantes (haciéndoles creer, por lo demás, que seguirían siendo católicos: «unidos» sí, pero… «en la diversidad»!).

La Conferencia con los valdenses
Como docente en Roma en la Facultad Valdense de teología, Oscar Cullmann conoce bien los valdenses asentados en Roma. Acaso sea él quien los recomendara a su «discípulo» Ratzinger como buen auditorio donde exponer y lanzar sus ideas comunes.

El tema del encuentro del 29 de enero entre Ratzinger y el Prof. Ricca (protestante valdense) era doble. Primero el del ecumenismo en general y del Papado, enseguida, el del testimonio. Más precisamente: que solución ecuménica dar a la cuestión del Papado; cómo dar nuevo ímpetu al ecumenismo en crisis; cómo dar un testimonio común.

Me parece no traicionar el pensamiento de Ratzinger resumiéndolo en los puntos siguientes, reservándome ulteriores comentarios más extensos:
  1. El ecumenismo es necesario, fundamental, indiscutible.
  2. El Papado es el problema para ello.
  3. El ecumenismo tiene un fin último: «La unidad de las iglesias en la Iglesia».
  4. Este fin último se realizará en formas que todavía nos son desconocidas.
  5. El ecumenismo tiene también un fin próximo, «una etapa intermedia» cuyo modelo es «la unidad en la diversidad» de Cullmann. 
  6. Esta etapa intermedia se realiza mediante un continuo «retorno a lo esencial»…
  7. Favorecido por una reciproca purificación entre las iglesias.
El Ecumenismo
«El ecumenismo es irreversible», ama repetir Karol Wojtyła. Joseph Ratzinger va más allá: Dios es el primer agente de la causa ecuménica […] el ecumenismo es más que nada una actitud fundamental, un modo de vivir el cristianismo. No es un sector particular, al lado de otros sectores. El deseo de la unidad, el empeño por la unidad pertenece a la estructura del mismo acto de fe porque Cristo vino para reunir en conjunto a los hijos de Dios que estaban dispersos [17].

El «ecumenismo» (o «reunión de los cristianos», según Pío XI) no es concebido como «el retorno a los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron» [18], no es tampoco un método, o una iniciativa más, de la actividad de la Iglesia. Él es fundamento de la vida cristiana y elemento constitutivo del acto de fe. No se puede ser fiel sin ser ecumenista (para Ratzinger); no se puede ser fiel si se es ecumenista (para Pío XI):

Cuantos sustentan esta opinión, no solo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios [19].

Lúcidamente, el valdense Ricca expone el problema (sin que Ratzinger lo contradiga):
«La crisis del ecumenismo sustancialmente se debe al hecho de que las iglesias no han cambiado bastante con motivo del ecumenismo. […] Porque el ecumenismo por cierto exige, con la paciencia de que hablaba el cardenal Ratzinger, cambios profundos. En un cierto punto, o cambia la iglesia o el ecumenismo entra en crisis. […] Se entiende que este discurso vale para todas las iglesias» [20].
En definitiva: o perece la Iglesia, y vive el ecumenismo; o vive la Iglesia y perece el ecumenismo (puesto que mudar sustancialmente, para la Iglesia, es perecer). Ora el ecumenismo es irreversible: por ende la «Iglesia» (como es ahora, y máxime como era antes del Concilio) debe perecer. De aquí la cuestión del Papado, que debe cambiar con la Iglesia, o perecer.
   
El Papado, «el mayor obstáculo para el ecumenismo»
Pablo VI dixit. Lo recuerda con complacencia el herético Ricca:
El Papado, se sabe, es un nudo crucial de la cuestión ecuménica, porque por un lado funda la unidad católica y por el otro, por expresarme un poco brutalmente, impide la unidad cristiana [léase: el ecumenismo N. del A.]. Esto lo ha reconocido muy corajudamente, debo decir, el papa Pablo VI en un discurso del 1967, en el cual, justamente, dijo (creo que es el único Papa que lo haya dicho) que el Papado es el mayor obstáculo para el ecumenismo. Un nobilísimo discurso [¡lo dice un herético! N. del A.] entre otras cosas no solamente por esta afirmación, sino por todo el conjunto. Aquí nos encontramos, pues, con el Papado, ante una verdadera y propia impasse [21].
Por ende, si un dogma de Fe (sólo Ricca recuerda que se trata de un dogma) que por añadidura «es el fundamento de la unidad católica» es un obstáculo, y lo que es más, es el obstáculo para el ecumenismo, entonces Pablo VI, Ratzinger y todos nosotros deberemos concluir que el ecumenismo debe perecer. Porque es imposible que una verdad revelada por Cristo para fundar la unidad querida por Cristo pueda ser el obstáculo… ¡para la unidad! [De hecho el Papado no es obstáculo, sino el único medio para tener parte en la unidad de la única Iglesia: «en esta única Iglesia de Cristo nadie vive y nadie persevera, que no reconozca y acepte con obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores» [22]].
   
Ratzinger lo sabe y no puede hablar libremente como su «colega» (como él llama a Ricca).
   
Al principio, por ende, usa rodeos:
Yo pienso que el Papado es sin duda el síntoma más palpable de nuestros problemas, pero sólo se lo interpreta bien si se lo encuadra en un contexto más amplio. Por eso pienso que, confrontado inmediatamente [como lo era aún en el «libreto» del encuentro N. del A.] no conceda fácilmente una vía de salida [23].
En definitiva: si se habla del Vaticano I, la utopía ecuménica muere al nacer, los equívocos se disipan, Cullmann mismo no estaría más de acuerdo, los verdaderos católicos caerían en la cuenta. Por eso, se bicicletea [24] y se lanza la fórmula de Cullmann: «Unidad en la diversidad» (volveremos sobre esto).
   
Pero a la larga debe abordar el problema del Papado. ¿Y qué propone? No por cierto el primado de jurisdicción que la Fe atribuye al Papa.
   
Según nuestra Fe el ministerio de la unidad está confiado a Pedro y a sus sucesores [25].
   
¿Pero en qué consiste este «ministerio de la unidad?» Ratzinger no lo dice.
   
Para la Iglesia consiste en el primado de jurisdicción (autoridad) del Papa sobre todos y cada uno de los fieles.
   
Para Cullmann consistiría a lo sumo (¡qué bondad la suya!) en un primado de honor [26]:
Considero el servicio petrino un carisma de la Iglesia católica, del cual aún nosotros protestantes deberemos aprender.
Así declara a «Il sabbato»; pero tiene más que decir:
El Papa es obispo de Roma y en cuanto tal se le podría conceder una presidencia en aquella «comunidad de las iglesias» que he proyectado. Personalmente vería un papel suyo como garante de la unidad. Se lo podría aceptar si no tuviese la jurisdicción sobre toda la cristiandad sino un primado de honor» [27].
Para Ricca, hay tres posibilidades:
   
O el Papado sigue y seguirá siendo […] más o menos lo que es hoy […] y entonces debemos pensar que, para hablar con exactitud, la unidad será un don final que se nos dará cuando Cristo vuelva [es decir: «¿Nosotros bajo el Papa? ¡Nunca, y más tarde tampoco, nunca!» N. del A.]. La segunda posibilidad es que el Papado cambie. Que cambie en una suerte de reconversión ecuménica del Papado. […] Hasta ahora he estado al servicio de la unidad católica; de ahora en más me pongo al servicio de la unidad cristiana[…] [Papa = presidente de una nueva iglesia ecumenista N. del A.].
   
La tercera hipótesis, en cambio, es que el Papa siga siendo lo que es, pero no se proponga como centro y fulcro de la unidad cristiana, sino simplemente como centro de la unidad católica. […] Las iglesias podrían […] reconocerse recíprocamente como iglesias de Jesucristo, realmente unidas entre sí y realmente diversas entre sí, dándose una cita periódica en un Concilio verdaderamente universal […] [Papa = jefe de una iglesia cristiana entre las otras unidas en un consejo ecuménico N. del A.] [28].
   
Para Ratzinger, ¿en qué consiste el papel del Papa? Lo he dicho: calla, o mejor, no corrobora la fe católica (primera hipótesis de Ricca) y deja entrever la tercera hipótesis como etapa intermedia y la segunda como meta final. Por el momento, recuerda como «las iglesias ortodoxas» [heréticas y cismáticas, N. del A.] «no deberían cambiar en su interior mucho, casi nada, en el caso de una unidad con Roma» [29] «y que en la sustancia», esto «vale no solamente para las iglesias ortodoxas, sino aún para las nacidas en la Reforma» [30] al punto que él estudió, con amigos luteranos, varios modelos posibles de una «Ecclésia cathólica confessiónis Augustánæ» («Iglesia Católica de confesión augustana», esto es, que sigue las herejías protestantes de la «Confesión de Augsburgo», suerte de «credo» protestante presentado por el heresiarca Melanchton a Carlos V) [31].
   
¿No se asemeja todo esto a las propuestas (heréticas) de Cullmann y de Ricca (versión segunda)? Tendremos una Iglesia presidida por el «Papa», con una rama «ortodoxa» que sigue siendo tal y una rama protestante inalterada. Por otra parte, para Ratzinger, los «ortodoxos» (y, mutatis mutandis, los protestantes) «tienen un modo diverso de garantizar la unidad y la estabilidad en la fe común, diverso del que tenemos nosotros en la Iglesia católica de Occidente» (esto es, para los «ortodoxos», liturgia y monaquismo) [32].
   
Ahora bien, ¿quién no ve que la liturgia y el monaquismo entre los «Ortodoxos» (como la Biblia entre los protestantes) no bastan en modo alguno para garantizar la unidad y la Fe? ¡El hecho es que, pese a la liturgia, el monaquismo y la Biblia ellos son cismáticos (sin unidad) y heréticos (sin fe)! ¡Querer reducir los dogmas de fe y la acción para preservarlos con la condena del error (por nosotros institucionalizada en el S. Oficio cuyo Prefecto es el Papa) con características peculiares no de la Iglesia Católica = universal, sino de una rama suya occidental (y romana), es aberrante! Y no son por cierto las citas del teólogo «ortodoxo» Meyendorf (que critica el universalismo en su forma romana, criticando también, como dice, el regionalismo como se ha formado en la historia de las iglesias ortodoxas» [33] que dan al «prefecto ecuménico» una patente de catolicidad. Meyendorf, en el fondo, repropone la aberración de Ricca: las iglesias, todas las iglesias, aún la Católica, deben cambiar profundamente para asegurar el ecumenismo.
   
En definitiva, Pío XI había metido el dedo en la llaga cuando escribió (se diría que hablaba de Cullmann): Hay quienes afirman y conceden que el llamado Protestantismo ha desechado demasiado desconsiderablemente ciertas doctrinas fundamentales de la fe y algunos ritos del culto externo ciertamente agradables y útiles, los que la Iglesia Romana por el contrario aún conserva; añaden sin embargo en el acto, que ella ha obrado mal porque corrompió la religión primitiva por cuanto agregó y propuso como cosa de fe algunas doctrinas no sólo ajenas sino más bien opuestas al Evangelio, entre las cuales se enumera especialmente el Primado de jurisdicción que ella adjudica a Pedro y a sus sucesores en la Sede Romana. En el número de aquellos, aunque no sean muchos, figuran también los que conceden al Romano Pontífice cierto Primado de honor o alguna jurisdicción o potestad de la cual creen, sin embargo, que desciende no del derecho divino sino de cierto consenso de los fieles. Otros en cambio aún avanzan a desear que el mismo Pontífice presida sus asambleas las que pueden llamarse «multicolores». Por lo demás, aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en Cristo, sin embargo, hallaréis pocos a quienes se les ocurra que han de sujetarse y obedecer al Vicario de Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna [34].
   
Como se ve, de 1928 hasta hoy, los Protestantes no han dado un solo paso adelante, mientras habríamos debido ver cualquier cosa menos la presencia del «Papa» en los «congresos multicolores» de los acatólicos.
   
Fin último: la unidad de la Iglesia
Pero volvamos a Ratzinger. Por no abordar el problema del Papado, inicia el discurso con el ecumenismo. En él «la finalidad última es, obviamente, la unidad de las iglesias en la Iglesia única» [35]. Es «la unidad de la Iglesia de Dios al a cual tendemos» [36]. El fin hacia el cual Ratzinger nos quiere dirigir es falso en su punto de partida. Si la «Iglesia es única», ¿qué tienen que hacer «las iglesias»? Esta «única Iglesia», ¿es o no es la Iglesia Católica? ¿O acaso la Iglesia Católica es una de las «iglesias» que deben, en un futuro, unirse (siempre más) en la «Iglesia única»? En el primer caso (Iglesia única = Iglesia Católica): el fin ya se ha alcanzado, la Iglesia ya es «una», el ecumenismo no tiene otra finalidad que la abjuración, por parte de los heréticos y cismáticos, de sus errores, y las «iglesias» son solo sectas y conventículos que no deben unirse sino desaparecer.
    
En el segundo caso (Iglesia única = unión más o menos estrecha de «iglesias» más o menos diversas) Ratzinger nos propina el error condenado por Pío XI en «Mortálium Ánimos»:
Y aquí se Nos ofrece ocasión de exponer y refutar una falsa opinión de la cual parece depender toda esta cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los católicos que trabajan, como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir casi infinitas veces las palabras de Cristo: «Sean todos una misma cosa… Habrá un solo rebaño, y un solo pastor» (Jn XVII, 21; X, 16), mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y ni siquiera hoy existe: podrá, ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concorde impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal. Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes; esto es, se halla compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás, y cada una con los mismos derechos exactamente que las otras.
¿Puede explicarse el «prefecto ecuménico»? Para él, ¿existe ya la única Iglesia de Cristo, y ésta es la Iglesia Católica, o no?

¿Cómo será la Iglesia del futuro?
Lamentablemente temo que ya se haya explicado. El fin último (la unión en la Iglesia de las iglesias) está en el futuro, un futuro lejano y… desconocido.
   
«Esta meta, pues, la de cada trabajo ecuménico, es llegar a la unidad real de la Iglesia [¿que ahora no existe? ¿Que es sólo aparente?¿Irreal? N. del A.], la cual implica pluralidad de formas que no podemos todavía definir» [37]. Y en otra parte: «Yo no osaría por el momento sugerir para el futuro realizaciones concretas, posibles y pensables» [38].
   
Ricca, muy protestantemente, ha apreciado mucho estas expresiones de Ratzinger. Porque coinciden con su pensamiento. Después de haber recordado los ocho siglos de luchas entre valdenses y católicos, Ricca añade:
Entonces, ¿por qué estamos juntos? Estamos juntos porque, si es verdadero que sabemos bien quiénes somos, y bastante bien quiénes hemos sido, en cambio no sabemos todavía quiénes seremos. Y la misma reserva del cardenal al no proponer modelos, esto es, exactamente, al no saber, es precisamente la actitud que, en el fondo, nos liga [39].
¡Unidos, valdenses y secuaces del Vaticano II, en no saber cómo será la Iglesia! (Porque, como explica Ricca, o las iglesias cambian o el ecumenismo muere). Que un protestante se reconozca en la idea de una futura Iglesia desconocida, pase. ¿Pero un católico? ¿Cómo se concilia todo eso con la indefectibilidad de la Iglesia? ¿Qué otro modelo de Iglesia se puede proponer a los protestantes si no el querido por Cristo y fundado sobre Pedro? ¿Cómo puede un «cardenal» no saber cómo debe ser la Iglesia, cuando Cristo la ha fundado hace dos mil años?
   
Se diría que Ratzinger tiene de la Iglesia la concepción que Teilhard tiene de ella: que la Iglesia no existe… todavía; está en evolución… hacia su punto Omega, la meta final del ecumenismo.

La unidad en la diversidad
La Iglesia, entonces, será una (en la pluralidad de formas). En el futuro. Dios solo sabe cuando. ¿Y mientras tanto? Mientras tanto hay «un tiempo intermedio» [40]: «unidad en la diversidad».
   
Este modelo —explica Ratzinger— se podría expresar a mi entender con la fórmula bien conocida de la «diversidad reconciliada», y sobre esto punto me siento muy cerca de las ideas formuladas por el apreciado colega Oscar Cullmann [41].
   
Cuál es el modelo Cullmann, ya lo hemos visto. Cómo lo propone Ratzinger, lo veremos enseguida. Baste decir que Ricca ha comprendido volando:
Deseo ante todo declarar que, respecto de lo recién dicho por el Cardenal Ratzinger, estoy de acuerdo en un 99% por no decir un 100%. Digo más: me alegro y mi complazco. Sobre esta base se puede construir: el mismo concepto de diversidad reconciliada, como Uds. saben, es de matriz luterana [42].
Ratzinger, por lo tanto, nos quiere conducir a una desconocida iglesia multiforme partiendo de un fundamento de matriz luterana.
     
Retorno a lo esencial.
¿Pero cómo se realiza, concretamente, esta «diversidad reconciliada»? No se trata, advierte Ratzinger, de «estar contentos con la situación que tenemos», de resignarnos estáticamente a ser diversos [43].
   
Hace falta, en cambio, perseverar dinámicamente andando juntos, en la humildad que respeta al otro, aún donde la compatibilidad en doctrina o praxis de la iglesia no se ha obtenido todavía; consiste en la disponibilidad a aprender del otro y a dejarse corregir por el otro, en la dicha y gratitud por las riquezas espirituales del otro, en una permanente esencialización de la propia fe, doctrina y praxis, para siempre de nuevo purificarla y nutrirla de la Escritura, teniendo la mirada fija en el Señor…[44]
   
¡Cuántos contrasentidos en pocas líneas!
   
¿Cómo se puede «andar juntos» si se piensa y se actúa de modo diverso?
   
¿Cómo puede la Cátedra de la Verdad —la Iglesia de Cristo— aprender (alguna cosa que ya no conocería) y por añadidura prestarse a ser corregida por los herejes? ¿Cómo se puede «respetar» la herejía y el cisma, es decir el pecado? Porque es en cuanto heréticas y cismáticas que las sectas protestantes u «ortodoxas» se distinguen de nosotros.
   
Y por fin, ¿qué significa «esencializar» (¡permanentemente!) la fe? La idea está en el centro del pensamiento de Ratzinger (y más también): la busca del Wesen, de la esencia del cristianismo, es una busca típica de la teología alemana de hace más de un siglo a esta parte. Baste pensar en las obras de Ludwig Feuberbach (1841), de Adolf Harnack (1900), de Karl Adam (1924), de Romano Guardini (1939), de Ignatius Theodore Eschmann (1947), y en la reciente propuesta de Karl Rahner acerca de una formulación sintética del mensaje cristiano. Análogamente a las tentativas arriba recordadas, la busca de Ratzinger sobre la esencia del cristianismo lleva claramente la impronta del tiempo en el cual nació, tiempo que en cada vez más partes se designa es como «la edad post-cristiana de la fe», caracterizada no tanto por la negación de ésta o aquélla otra verdad de fe, cuanto más bien por el hecho de que la fe en su complejo parece haber perdido su mordiente, su capacidad de interpretar el mundo, frente a otras visiones que parecen dotadas —si no de otra cosa— de mayor eficacia operativa [45].
   
En realidad, cada tentativa de «esencializar» la fe arriesga destruir la Fe misma. Contra los ecumenistas ya escribía Pío XI:
Además, en lo que concierne a las cosas que han de creerse, de ningún modo es lícito establecer aquella diferencia entre las verdades de la fe que llaman fundamentales y no fundamentales, como gustan decir ahora, de las cuales las primeras deberían ser aceptadas por todos, las segundas, por el contrario, podrían dejarse al libre arbitrio de los fieles; pues la virtud de la fe tiene su causa formal en la autoridad de Dios revelador que no admite ninguna distinción de esta suerte. Por eso, todos los que verdaderamente con de Cristo prestarán la misma fe al dogma de la Madre de Dios concebida sin pecado original, como, por ejemplo, al misterio de la Augusta Trinidad; creerán con la misma firmeza en el Magisterio infalible de Romano Pontífice, en el mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano, como en la Encarnación del Señor. No porque la Iglesia sancionó con solemne decreto y definió las mismas verdades de un modo distinto en diferentes edades o en edades poco anteriores han de tenerse por igualmente ciertas ni creerse del mismo modo. ¿No las reveló todas Dios? [46]
Ratzinger no explica claramente qué sería lo esencial de la fe, y que es, en cambio, «superestructura» (para Ardusso [47], sería esencial «presentarse como la iglesia de la fe al total servicio de los hombres que se liberan de superestructuras que les ofuscan la autenticidad del rostro»).
   
En su réplica conclusiva, él precisa sin embargo que su «pensamiento coincide con el del Profesor Ricca» [48] sobre la «palabra «esencialización». Debemos realmente retornar al centro, a lo esencial, o, con otras palabras: el problema de nuestro tiempo es la ausencia de Dios y por eso el deber prioritario de los Cristianos [juntos: católicos y acatólicos, N. del A.] es testimoniar al Dios viviente» [49]. Seguramente así los cristianos de todos los tipos (¡o casi!) estarán de acuerdo sobre el mínimo que es la existencia de Dios, «la realidad del juicio y de la vida eterna» [50]; y este «imperativo», por fuerza, «une», porque «todos los cristianos están unidos en la fe de este Dios que se ha revelado, encarnado en Jesucristo» [51] (Para la condena de esta idea de un testimonio común consúltese siempre Mortálium Ánimos).
   
Recíproca purificación.
¿Pero cómo se da, en la práctica, la continua «esencialización» (que Congar —recuerda Ricca — llamaba «ressourcement»)?
   
Para Ratzinger este proceso, positivo, viene de las otras «iglesias». La Iglesia Católica sería así continuamente purificada… por parte de las sectas heréticas. Por lo cual, en espera de la unidad (multiforme), es bueno que haya diversidad (reconciliada).
«Opórtet et hæréses esse» dice San Pablo. Quizás no estamos todavía todos maduros para la unidad y necesitamos la espina en la carne, que es el otro en su alteridad, para despertarnos de un cristianismo mermado, recortado. Quizás es nuestro deber ser espina el uno para el otro. Y existe un deber de dejarse purificar y enriquecer por lo otro. […] Aún en el momento histórico en el cual Dios no nos da la unidad perfecta, reconocemos al otro, al hermano cristiano, reconocemos las iglesias hermanas, amamos la comunidad del otro, nos vemos juntos en un proceso de educación divina en la cual el Señor usa las diversas comunidades una para otra, para hacernos capaces y dignos de la unidad definitiva» [52].
Por ende, según Ratzinger, Dios querría las «herejías» (mientras sólo las permite, como permite el mal); y lo que es más, Dios quiere, provisoriamente, las divisiones, las diversas comunidades, para que una perfeccione a la otra. La Iglesia Católica estaría por ende «despertada» «purificada», «enriquecida» y no más «mermada» gracias a las sectas heréticas de que se sirve el Señor. Y viceversa, la Iglesia Católica desempeñaría la misma función en las confrontaciones con las otras iglesias. Todas, dialécticamente, en marcha hacia la indefinida unidad futura de una Iglesia desconocida que resultará de este proceso.
   
Modelo, pero solo modelo, de esta Iglesia futura es la Iglesia primitiva, la cual estaba unida «en los tres elementos fundamentales: Sagrada Escritura, regula fidei, estructura sacramental de la Iglesia y además, era diversísima» [53]. ¿No estaba unida también bajo el magisterio y el gobierno del Papa? Y, aún en las diversidad locales, ¿no había la misma fe, cosa que no se da con los protestantes y los ortodoxos?
   
Ratzinger nos pide adherir a una iglesia futura desconocida modelada sobre una iglesia antigua falseada para abandonar, en realidad, la Iglesia eterna e inmutable de Cristo.
   
Conclusión: Pío XI juzga a Ratzinger.
Si Ratzinger no sabe hacia qué modelo futuro van estas iglesias «espina-en-la-carne» que se «esencializan» unas con otras, se lo dirá Pío XI. El Papa se pronunció en aquélla encíclica que Ratzinger mismo osó declarar conforme al Vaticano II (!): «Mortálium Ánimos».
   
La teoría ecumenista, o pancristiana como se decía entonces, «allana el camino al naturalismo y al ateismo»; prepara «una pretendida religión cristiana que dista mil millas de la única Iglesia de Cristo» «es el camino al menosprecio de toda religión o indiferentismo, y al modernismo» «es una estupidez y una bestialidad». Pero no echemos a Ratzinger toda la culpa. Él no es sino el fiel interprete del Vaticano II, como por otra parte Karol Wojtyla. Es ése el cuerpo extraño que hay que expeler y que las fuerzas sanas de la Iglesia, esposa de Cristo, indudablemente rechazarán. En cuanto a nosotros, queremos pertenecer a la Iglesia Católica y no a las elucubraciones heterodoxas de Oscar Cullmann y de su discípulo (diversamente unido y unidamente diverso) Joseph Ratzinger.
      
NOTAS
[1] Ambas ligadas a Comunión y Liberación.
[2] N. del T.: Los valdenses son una secta herética italiana con muchos siglos y pocos adeptos.
[3] Ricca, «30 Giorni», p. 69.
[4] «Il sabbato», p. 61.
[5] Franco Ardusso, Giovanni Ferretti, Annamaria Pastore, Ugo Perone. La Teologia contemporanea: introduzione e brani antologici. Marietti 1980, p. 108.
[6] «Il sabbato», p. 63.
[7] Op. cit., p. 63.
[8] Ardusso, op. cit. p. 110.
[9] «Il sabbato», p. 62.
[10] Brescia, 1988
[11] Ibid.
[12] Ibid., p. 63.
[13] Ibid.
[14] Ibid.
[15] Ardusso, op. cit., p. 112.
[16] cf. Ardusso, op. cit., p. 112; «Il sabbato», p. 62.
[17] «30 Giorni», p. 68.
[18] Pío XI, Encíclica Mortálium Ánimos, del 6/1/1928.
[19] Ibidem.
[20] «30 Giorni», p. 7.
[21] Ibid., p. 70.
[22] Pío XI, Mortálium Ánimos.
[23] «30 Giorni», p. 66.
[24] En italiano: «si mena il canper l’aia», coloquialismo que significa hacer tiempo mediante vaguedades.
[25] «30 Giorni», p. 68.
[26] Esto es una herejía: DS 2593.
[27] «30 Giorni», p. 62.
[28] Ibid., p. 70-71.
[29] Ibid., p. 68.
[30] Ibid., p. 69.
[31] cf. «30 Giorni», p. 68.
[32] 30 Giorni», p. 68.
[33] Ratzinger en «30 Giorni» p. 68.
[34] Pío XI, Mortálium Ánimos.
[35] 30 Giorni», p. 66.
[36] Ibid., p. 67.
[37] Ibid., p. 66.
[38] Ibid., p. 68.
[39] Ibid., p. 69.
[40] Ibid., p. 66.
[41] Ibid., p. 67
[42] Ibid., p. 69.
[43] Ibid., p. 68.
[44] Ibid., p. 68.
[45] Ardusso, op. cit., p. 457.
[46] Pío XI, Mortálium Ánimos.
[47] Arsusso, op. cit., p. 458.
[48] «30 Giorni», p. 72.
[49] Ibid., p. 73.
[50] Ibid.
[51] Ibid.
[52] Ibid., p. 68.
[53] Ibid., p. 66.

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