Hoy, cuando se ha hecho común en muchos colegios conciliares (y algunos católicos) incluir clases de la mal llamada "educación sexual" (o Cátedra de Libertinaje, como acertadamente la llama el santo profeta David en el Salmo I, 1) en sus planes de estudio, parece muy oportuno recordar a los padres que esta enseñanza ha sido prohibida por la Iglesia Católica. Cuando el niño alcanza la edad de la pubertad, el padre o la madre debe instruir a él o ella con la debida prudencia. Pero las clases públicas de educación sexual están claramente condenadas como un peligro grave. Os invito a leer a continuación la encíclica "Divini Illius Magistri" publicada por el Papa Pío XI el 31 de Diciembre de 1929 sobre la educación Cristiana.
Papa Pío XI
Siervo de los Siervos de Dios
Para perpetua memoria
1. Representante en la tierra de aquel divino Maestro que,  abrazando en la inmensidad de su amor a todos los hombres, aun a los pecadores e  indignos, mostró, sin embargo, una predilección  y una ternura especialísimas hacia los niños y se expresó con aquellas palabras  tan conmovedoras: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc  10,14), Nos  hemos demostrado también en todas  las ocasiones la predilección enteramente paterna  que por ellos sentimos, procurándoles todos  los cuidados necesarios y todas las enseñanzas referentes a la educación cristiana de  la juventud. Así, haciéndonos  eco del divino Maestro, hemos dirigido palabras orientadoras de aviso, de  exhortación y dirección  a los jóvenes y a los educadores, a los  padres y a las madres de familia, sobre varios puntos de la educación  cristiana, con la solicitud propia del Padre común  de todos los fieles y con la insistencia oportuna e importuna que, inculcada por  el Apóstol, requiere el oficio pastoral: «Insiste con ocasión y sin ella, reprende,  ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tim 4,2); solicitud e insistencia exigidas por estos nuestros tiempos, en los cuales,  por desgracia, se deplora una ausencia tan extraordinaria de claros y sanos  principios, aun en los problemas más  fundamentales.
2. Pero la misma situación  general de nuestra época, la agitada controversia actual sobre el problema escolar y pedagógico  en los diferentes países y el consiguiente  deseo que nos ha sido manifestado con filial confianza por muchos de vosotros y  de vuestros fieles, venerables hermanos, e igualmente nuestro afecto tan  intenso, como hemos dicho, por la juventud, nos mueven a tratar de  nuevo y a fondo este tema, no ya para recorrerlo en toda si inagotable amplitud  teórica y práctica,  sino para resumir al menos los principios supremos, iluminar sus principales  conclusiones e indicar sus aplicaciones prácticas.  Sea éste el recuerdo que de nuestro jubileo  sacerdotal, con interés y afecto muy  particulares, dedicamos a la amada juventud y a cuantos tienes la misión  y el deber de consagrarse su educación.
3. En realidad, nunca se ha hablado tanto de la educación  como en los tiempos modernos; por esto se multiplican las teorías  pedagógicas, se inventan, se proponen y  discuten métodos y medios, no sólo  para facilitar, sino además para crear una  educación nueva de infalible eficacia, que  capacite a la nuevas generaciones para lograr la ansiada felicidad en esta  tierra.
4.. La razón de  este hecho es que los hombres, creados por Dios a su imagen y semejanza y  destinados para gozar de Dios, perfección  infinita, al advertir hoy más que nunca, en  medio de la abundancia del creciente progreso material, la insuficiencia de los bienes terrenos para la verdadera felicidad  de los individuos y de los pueblo sienten por esto mismo un más vivo estímulo hacia una perfección  más alta, estímulo  que ha sido puesto en la misma naturaleza racional por el Creador y quieren conseguir esta  perfección principalmente por medio de la  educación. Sin embargo, muchos de nuestro  contemporáneos, insistiendo excesivamente  en el sentido etimológico de la palabra,  pretenden extraer esa perfección de la mera  naturaleza humana y realizarla con solas las fuerzas de ésta. Este método es equivocado, porque, en vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan  y apoyan sobre sí mismos, adhiriéndose  exclusivamente a las cosas terrenas y temporales; y así  quedan expuestos a una incesante y continua fluctuación  mientras no dirijan su mente y su conducta a la única  meta de la perfección, que es Dios, según  la profunda sentencia de San Agustín: «Nos  hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón  está inquieto hasta que descanse en ti»[1].
5. Es, por tanto, de la mayor importancia no errar en materia de  educación, de la misma manera que es de la  mayor trascendencia no errar en la dirección  personal hacia el fin último, con el cual  está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la educación.  Porque, como la educación consiste esencialmente en la formación del hombre tal  cual debe ser y debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime  para el cual ha sido creado, es evidente que así  como no puede existir educación verdadera  que no esté totalmente ordenada hacia este  fin último, así también en el orden presente de la  Providencia, es decir, después que Dios se  nos ha revelado en su unigénito Hijo, único que es camino, verdad y vida  (Jn 14, 6),  no puede existir otra completa y perfecta educación  que la educación cristiana. Lo cual  demuestra la importancia suprema de la educación  cristiana, no solamente para los individuos, sino también  para las familias y para toda la sociedad  humana ya que la perfección de esta sociedad  es resultado necesario de la perfección de los miembros que la componen. E  igualmente, de los principios indicados resulta clara y manifiesta la excelencia insuperable de la    obra de la educación cristiana, pues   ésta tiende, en   último análisis,    a asegurar el Sumo Bien, Dios, a las almas de los educandos, y el máximo    bienestar posible en esta tierra a la sociedad humana. Y esto del modo más    eficaz posible por parte del hombre, es decir, cooperando con Dios al    perfeccionamiento de los individuos y de la sociedad, en cuanto que la educación    imprime en las almas la primera, la más    poderosa y la más duradera dirección    de la vida, según la conocida sentencia    del Sabio: Instruye al niño en su    camino, que aun de viejo no se apartará de   él (Prov 22,6). Por esto decía    con razón San Juan Crisóstomo:    «¿Qué obra hay mayor que dirigir las    almas, que moldear las costumbres de los jovencitos?»[2].
6. Pero no hay palabra que revele con tanta claridad la grandeza    la belleza y la excelencia sobrenatural de la obra de la educación    cristiana como la profunda expresión de    amor con que Jesús, nuestro Señor, identificándose con los niños, declara: Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe      (Mc   9,36).
7. Ahora bien, para prevenir todo error en esta obra de tanta    importancia y para realizarla del mejor modo posible, con la ayuda de la    gracia divina, es necesario tener una idea clara y exacta de la educación    cristiana en sus elementos esenciales, esto es: a quién    pertenece la misión de educar, cuál    es el sujeto de la educación, cuáles    las circunstancias necesarias del ambiente, cuál    el fin y la forma propia de la educación    cristiana, según el orden establecido por    Dios en la economía de su providencia.
I. A QUIEN PERTENECE LA MISIÓN EDUCADORA
8. La educación no es una obra de los individuos, es una obra de la sociedad. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades de orden natural, la familia y el Estado; la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. En primer lugar, la familia, instituida inmediatamente por Dios para su fin específico, que es la procreación y educación de la prole; sociedad que por esto mismo tiene prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derechos respecto del Estado. Sin embargo, la familia es una sociedad imperfecta, porque no posee en sí misma todos los medios necesarios para el logro perfecto de su fin propio; en cambio, el Estado es una sociedad perfecta, por tener en sí mismo todos los medios necesarios para su fin propio, que es el bien común temporal; por lo cual, desde este punto de vista, o sea en orden al bien común, el Estado tiene preeminencia sobre la familia, la cual alcanza solamente dentro del Estado su conveniente perfección temporal. La tercera sociedad, en la cual nace el hombre, mediante el bautismo, a la vida de la gracia, es la Iglesia, sociedad de orden sobrenatural y universal, sociedad perfecta, porque tiene en sí misma todos los medios indispensables para su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por lo tanto, suprema en su orden.
9. La consecuencia de lo dicho es que la educación,  por abarcar a todo el hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, en  el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia, pertenece a estas tres  sociedades necesarias en una medida proporcionada, que responde, según  el orden presente de la providencia establecido por Dios, a la coordinación  jerárquica de sus respectivos fines.
Misión educativa de la Iglesia
10. En primer lugar, la educación pertenece de un modo supereminente a la Iglesia por dos títulos  de orden sobrenatural, exclusivamente conferidos a ella por el mismo Dios, y por  esto absolutamente superiores a cualquier otro título de orden natural. 11. El primer título consiste en la expresa misión docente y en la autoridad  suprema de magisterio, que le dio su divino Fundador: Me ha sido dado todo  poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas  en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto  yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,18-20). A este magisterio confirió Cristo la  infalibilidad juntamente con el mandato de enseñar a todos su doctrina; por esto la Iglesia «ha sido constituida por su  divino Autor como columna y fundamento de la verdad, para que enseñe a todos los hombres la fe divina, y guarde  íntegro e inviolado el depósito a ella confiado, y dirija y forme a los hombres, a las sociedades humanas y la  vida toda en la honestidad de costumbres e integridad de vida, según  la norma de la doctrina revelada»[3].
11. El primer título consiste en la expresa misión docente y en la autoridad suprema de magisterio, que le dio su divino Fundador: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,18-20). A este magisterio confirió Cristo la infalibilidad juntamente con el mandato de enseñar a todos su doctrina; por esto la Iglesia «ha sido constituida por su divino Autor como columna y fundamento de la verdad, para que enseñe a todos los hombres la fe divina, y guarde íntegro e inviolado el depósito a ella confiado, y dirija y forme a los hombres, a las sociedades humanas y la vida toda en la honestidad de costumbres e integridad de vida, según la norma de la doctrina revelada»[3]. 
12. El segundo título es la maternidad sobrenatural, en virtud  de la cual la Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, engendra, alimenta y educa  las almas en la vida divina de la gracia con sus sacramentos y enseñanzas. Por  esto con razón afirma San Agustín: «No tendrá a Dios por padre el que rehúse  tener a la Iglesia por madre»[4].
13. Ahora bien, en el objeto propio de su misión  educativa, es decir, «en la fe y en la regulación  de las costumbres, Dios mismo ha hecho a la Iglesia partícipe  del divino magisterio, y, además, por un  beneficio divino, inmune de todo error; por lo cual la Iglesia es maestra  suprema y segurísima de todos los hombres y  tiene, en virtud de su propia naturaleza, un inviolable derecho a la libertad de  magisterio»[5]. De donde se concluye necesariamente que la  Iglesia es independiente de todo poder terreno, tanto en el origen de su misión  educativa como en el ejercicio de ésta, no  sólo respecto del objeto propio de su misión, sino también respecto de los medios  necesarios y convenientes para cumplirla. Por esto, con relación  a todas las disciplinas y enseñanzas humanas, que, en sí mismas consideradas, son  patrimonio común de todos, individuos y  sociedades, la Iglesia tiene un derecho absolutamente independiente para usarlas  y principalmente para juzgarlas desde el punto de vista de su  conformidad o disconformidad con la educación  cristiana. Y esto por dos razones: porque la Iglesia, como sociedad perfecta,  tiene un derecho propio para elegir y utilizar los medios idóneos para su fin; y porque, además, toda enseñanza,  como cualquier otra acción humana, tiene una  relación necesaria de dependencia con el fin último del hombre, y por esto no puede  quedar sustraída a las normas de la ley divina, de la cual es guarda, intérprete y  maestra infalible la Iglesia.
14. Dependencia declarada expresamente por nuestro predecesor, de  santa memoria, Pío X: «Al cristiano en su  conducta práctica, aun en el orden de las  realidades terrenas, no le es lícito  descuidar los bienes sobrenaturales; antes al contrario, según  las enseñanzas de la sabiduría  cristiana, debe enderezar todas las cosas al bien supremo como a último fin; y todas sus acciones, desde el  punto de vista de la bondad o malicia morales, es decir, desde el punto de vista  de su conformidad o disconformidad con el derecho natural y divino,  están sometidas al juicio y jurisdicción  de la Iglesia»[6].
15. Y es digno de notar el acierto con que ha sabido expresar esta  doctrina católica fundamental un seglar, tan  admirable escritor como profundo y concienzudo pensador: «La Iglesia no dice que  la moral pertenezca puramente (en el sentido de exclusivamente) a ella, sino  que pertenece a ella totalmente. Nunca ha pretendido que, fuera de su seno y sin  su enseñanza, el hombre no puede conocer alguna verdad moral; por el contrario, ha reprobado esta opinión  más de una vez, porque ha aparecido en más de una forma. Dice  solamente, como ha dicho y dirá siempre, que, por la institución recibida de  Jesucristo y por el Espíritu Santo, que el Padre le envió en nombre de Cristo, es ella  la única que posee de forma originaria e inamisible la verdad moral toda entera (omnem veritatem), en la  cual todas las verdades particulares de la moral están  comprendidas, tanto las que el hombre puede llegar a alcanzar con el simple  medio de la razón como las que forman parte de la revelación o se pueden deducir de ésta»[7].
16. Por esto, la Iglesia fomenta la literatura, la ciencia y el  arte, en cuanto son necesarios o útiles para  la educación cristiana y, además, para toda su labor en pro de la salvación de  las almas, incluso fundando y manteniendo escuelas e instituciones propias en  todas las disciplinas y en todos los grados de la cultura[8]. Ni debe estimarse como ajena a su magisterio materno la misma educación  física, precisamente porque también ésta tiene razón  de medio que puede ayudar o dañar a la educación cristiana.
17. Y esta actividad de la Iglesia en todos los campos de la  cultura, así como es de inmenso provecho  para las familias y para las naciones, las cuales sin Cristo se pierden  —como justamente observa San Hilario: «¿Qué  hay más peligroso para el mundo que no  acoger a Cristo?» [9]—, así  también no causa el menor daño a los ordenamientos civiles en estas materias, porque la  Iglesia, con su materna prudencia, acepta que sus escuelas e instituciones  educativas para seglares se conformen, en cada nación,  con las legítimas disposiciones de la autoridad civil, y está siempre dispuesta a ponerse de  acuerdo con ésta y a resolver amistosamente las dificultades que pudieran surgir  [10].
18, Además, es derecho  inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la  educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública  o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también  en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión  que éstos pueden tener con la religión y la moral.
19. El ejercicio de este derecho no puede ser calificado como  injerencia indebida, sino como valiosa providencia materna de la Iglesia, que  inmuniza a sus hijos frente a los graves peligros de todo contagio que pueda dañar  a la santidad e integridad de la doctrina y de la moral. Esta vigilancia de la Iglesia, lejos de  crear inconveniente alguno, supone la prestación  de un eficaz auxilio al orden y al bienestar de las familias y del Estado,  manteniendo alejado de la juventud aquel veneno que en esta edad inexperta y  tornadiza suele tener más fácil  acceso y más rápido arraigo en la vida moral. Porque, como sabiamente advierte León  XIII, sin una recta formación religiosa y moral, «todo cultivo del espíritu será  mal-sano: los jóvenes, no acostumbrados al respeto de Dios, no soportarán norma alguna  de vida virtuosa y, habituados a no negar nada a sus deseos, fácilmente se dejarán arrastrar por los movimientos  perturbadores del Estado»[11].
20. Por lo que toca a la extensión de la misión educativa de la Iglesia, ésta comprende a todos los pueblos, sin limitación alguna de tiempo o lugar, según  el mandato de Cristo: Enseñad a todas las gentes (Mt 28,19); y no hay poder terreno que pueda legítimamente obstaculizar o impedir esta misión universal. Y en primer lugar se extiende a todos los fieles, de los cuales la Iglesia cuida solícitamente como amorosa Madre. Por esta razón ha creado y fomentado en todos los siglos, para el bien de los fieles, una ingente multitud de escuelas e instituciones en todos los ramos del saber; porque —como hemos dicho en una reciente ocasión— «hasta en aquella lejana Edad Media, en la cual eran tan numerosos (alguien ha llegado a decir que hasta excesivamente numerosos) los monasterios, los conventos, las Iglesias, las colegiatas, los cabildos catedralicios y no catedralicios, junto a cada una de estas instituciones había un hogar escolar, un hogar de instrucción y educación cristiana. A todo lo cual hay que añadir las universidades esparcidas por todos los países, y siempre por iniciativa y bajo la vigilancia de la Santa Serle y de la Iglesia. No ha habido edad que no haya podido gozar de este maravilloso espectáculo, que hoy día contemplamos mucho mejor porque está más cerca de nosotros y aparece revestido con la especial magnificencia que produce la historia; los historiadores y los investigadores no cesan de maravillarse ante lo que supo hacer la Iglesia en este orden de cosas y ante la manera con que la Iglesia ha sabido responder a la misión que Dios le había confiado de educar a las generaciones humanas para la vida cristiana, alcanzando tan magníficos frutos y resultados. Pero, si causa admiración el hecho de que la Iglesia en todos los tiempos haya sabido reunir alrededor de sí centenares y millares y millones de alumnos de su misión educadora, no es menor asombro el que debe sobrecogernos cuando se reflexiona sobre lo que ha llegado a hacer no sólo en el campo de la educación de la juventud, sino también en el terreno de la formación doctrinal, entendida en su sentido propio. Porque, si se han podido salvar tantos tesoros de cultura, civilización y de literatura, esto se debe a la labor de la Iglesia, que aun en los tiempos más remotos y bárbaros supo hacer brillar una luz tan esplendorosa en el campo de la literatura, de la filosofía, del arte y particularmente de la arquitectura» [12].
21. La Iglesia ha podido hacer y ha sabido hacer todas estas cosas, porque su misión educativa se extiende también  a los infieles, ya que todos hombres están  llamados a entrar en el reino de Dios y conseguir la salvación  eterna. Y así como en nuestros días  las misiones católicas multiplican a millares las escuelas en todos los países todavía  no cristianos, desde las dos orillas del Ganges hasta el río  Amarillo las grandes islas y archipiélagos del Océano, desde el continente negro  hasta la Tierra de Fuego y la glacial Alaska, así  en todos los tiempos la Iglesia con sus misioneros ha educado para la vida  cristiana y para la civilización a los diversos pueblos que hoy día constituyen las  naciones cristianas del mundo civilizado.
22. Con lo cual queda demostrado con toda evidencia cómo  de derecho, y aun de hecho, pertenece de manera supereminente a la Iglesia la  misión educativa, y cómo toda persona libre de prejuicios deberá considerar  injusto todo intento de negar o impedir a la Iglesia esta obra educativa cuyos  benéficos frutos está disfrutando el mundo moderno.
23. Consecuencia reforzada por el hecho de que esta supereminencia  educativa de la Iglesia no sólo no está en oposición, sino que, por el contrario,  concuerda perfectamente con los derechos de la familia y del Estado, y también  con los derechos de cada individuo respecto a la justa libertad de la ciencia,  de los métodos científicos y de toda la cultura profana en general. Porque la causa radical de esta armonía  es que el orden sobrenatural, en el que se basan los derechos de la Iglesia, no  sólo no destruye ni menoscaba el orden natural, al cual pertenecen los derechos de la familia, del Estado y del  individuo, sino que, por el contrario, lo eleva y lo perfecciona, ya  que ambos órdenes, el natural y el sobrenatural, se ayudan y complementan mutuamente de acuerdo con la dignidad  natural de cada uno, precisamente porque el origen común de ambos es Dios, el cual no puede contradecirse a sí  mismo: Sus obras son perfectas, y todos sus caminos, justísimos (Dt 34,4).
24. Lo dicho quedará demostrado con mayor evidencia todavía si analizamos  por separado la misión educativa de la familia y del Estado.
Misión educativa de la familia
25. En primer lugar, la misión educativa de la familia concuerda admirablemente con la misión educativa de la Iglesia, ya que ambas proceden de Dios de un modo muy semejante. Porque Dios comunica inmediatamente a la familia, en el orden natural, la fecundidad, principio de vida y, por tanto, principio de educación para la vida, junto con la autoridad, principio del orden.
26. El Doctor Angélico dice a este propósito con su acostumbrada nitidez  de pensamiento y precisión de estilo «El padre carnal participa de una manera particular de la noción  de principio, la cual de un modo universal se encuentra en Dios... El padre es  principio de la generación, de la educación y de la disciplina y de todo lo referente  al perfeccionamiento de la vida humana» [13].
27. La familia recibe, por tanto, inmediatamente del Creador la misión, y por esto mismo, el derecho de educar a la prole; derecho irrenunciable por estar inseparablemente unido a una estricta obligación; y derecho anterior a cualquier otro derecho del Estado y de la sociedad, y, por lo mismo, inviolable por parte de toda potestad terrena.
28. El Doctor Angélico declara así la inviolabilidad de este derecho: «El  hijo es naturalmente algo del padre,..; por esto es de derecho natural que el  hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado del padre. Sería, por tanto,  contrario al derecho natural que el niño antes del uso de razón fuese sustraído  al cuidado de los padres o se dispusiera de él  de cualquier manera contra la voluntad de los padres» [14].  Y como la obligación del cuidado de los hijos pesa sobre los padres hasta que la prole se encuentra en situación  de velar por sí misma, perdura también durante el mismo tiempo el inviolable derecho educativo de los padres. «Porque  la naturaleza —enseña el Angélico— no pretende solamente la generación de la  prole, sino también el desarrollo y progreso de ésta hasta el perfecto estado del hombre  en cuanto hombre, es decir, el estado de la virtud»[15].
29. Por esto en esta materia la sabiduría jurídica de la Iglesia se expresa con  precisión y claridad sintética en el Código de Derecho canónico:  «Los padres tienen la gravísima obligación de procurar, en la medida de sus posibilidades, la educación  de sus hijos, tanto la religiosa y la moral como la física  y la cívica, y de proveer también a su bienestar temporal» (CIC cn. 1113).
30. En este punto es tan unánime el sentir común del género  humano, que se pondrían en abierta contradicción con éste cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la familia, pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre  la educación un derecho absoluto. Es además totalmente ineficaz la razón que se aduce,  de que el hombre nace ciudadano y que por esto pertenece primariamente al  Estado, no advirtiendo que, antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y  la existencia no se la ha dado el Estado, sino los padres, como sabiamente  declara León XIII: «Los hijos son como algo del padre, una extensión, en cierto  modo, de su persona; y, si queremos hablar con propiedad, los hijos no entran a  formar parte de la sociedad civil por si mismos, sino a través  de la familia dentro de la cual han nacido»[16]. Por consiguiente, como  enseña León XIII en la misma encíclica, «la patria  potestad es de tal naturaleza, que no puede ser asumida ni absorbida por el  Estado, porque tiene el mismo principio de la vida misma del hombre». De lo  cual, sin embargo, no se sigue que el derecho educativo de los padres sea  absoluto o despótico, porque está inseparablemente subordinado al fin último y  a la ley natural y divina, como declara el mismo León  XIII en otra de sus memorables encíclicas sobre los principales deberes del ciudadano cristiano, donde expone en breve síntesis  el conjunto de los derechos y deberes de los padres: «Los padres tienen el  derecho natural de educar a sus hijos, pero con la obligación  correlativa de que la educación y la enseñanza de la niñez se ajusten al fin  para el cual Dios les ha dado los hijos. A los padres toca, por tanto, rechazar  con toda energía cualquier atentado en esta materia, y conseguir a toda costa que quede en sus manos la educación  cristiana de sus hijos, y apartarlos lo más lejos posible de las escuelas en que corren peligro de beber el veneno de la  impiedad» [17].
31. Hay que advertir, además, que el deber educativo de la familia comprende no solamente la educación  religiosa y moral, sino también la física y la civil, principalmente en todo lo relacionado con la religión  y la moral (cf. CIC cn.1113).
32. Este derecho incontrovertible de la familia ha sido reconocido jurídicamente varias veces por las naciones que procuran respetar santamente el derecho natural en sus ordenamientos civiles. Así, para citar un ejemplo entre los más recientes, el Tribunal Supremo de la República Federal de los Estados Unidos de América del Norte, al resolver una gravísima controversia, declaró que «el Estado carece de todo poder general para establecer un tipo uniforme de educación para la juventud, obligándola a recibir la instrucción solamente de las escuelas públicas»; añadiendo a continuación la razón de derecho natural: «El niño no es una mera criatura del Estado; quienes lo alimentan y lo dirigen tienen el derecho, junto con el alto deber, de educarlo y prepararlo para el cumplimiento de sus deberes»[18].
33. La historia es testigo de cómo,  particularmente en los tiempos modernos, los gobiernos han violado y siguen  violando los derechos conferidos por el Creador del género  humano a la familia; y es igualmente testigo irrefutable de cómo la Iglesia ha  tutelado y defendido siempre estos derechos; y es una excelente confirmación  de este testimonio de la historia la especial confianza de las familias en las  escuelas de la Iglesia, como hemos recordado en nuestra reciente carta al  cardenal secretario de Estado: «La familia ha caído  de pronto en la cuenta de que es así como,  desde los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días,  padres y madres aun poco o nada creyentes mandan y llevan por millones a sus  propios hijos a los establecimientos educativos fundados y dirigidos por la Iglesia»  [19].
34. Porque el instinto paterno, que viene de Dios, se orienta  confiadamente hacia la Iglesia, seguro de encontrar en ésta la tutela de los derechos de la familia  y la concordia que Dios ha puesto en el orden objetivo de las cosas. La Iglesia,  en efecto, consciente como es de su divina misión  universal y de la obligación que todos los  hombres tienen de seguir la única religión  verdadera, no se cansa de reivindicar para sí  el derecho y de recordar a los padres el deber de hacer bautizar y educar  cristianamente a los hijos de padres católicos;  es, sin embargo, tan celosa de la inviolabilidad del derecho natural educativo  de la familia, que no consiente, a no ser con determinadas condiciones y  cautelas, que se bautice a los hijos de los infieles o se disponga de cualquier  manera de su educación contra la voluntad de  sus padres mientras los hijos no puedan determinarse por sí  mismos a abrazar libremente la fe [20].
35. Tenemos, por tanto, como destacamos en nuestro citado discurso,  dos hechos de gran trascendencia: «La Iglesia, que pone a disposición  de las familias su oficio de maestra y educadora, y las familias que corren a  aprovecharse de este oficio y confían sus  propios hijos a la Iglesia por centenares y millares; y estos dos hechos  recuerdan y proclaman una gran verdad, importantísima  en el orden moral y social: que la misión  educativa corresponde en primer lugar y de modo muy principal a la Iglesia y a  la familia por derecho natural y divino, y, por tanto, de modo  inderogable, indiscutible e insubrogable»[21].
Misión educativa del Estado
36. Este primado de la Iglesia y de la familia en la misión  educativa produce extraordinarios bienes, como ya hemos visto, a  toda la sociedad y no implica daño alguno para los genuinos derechos del Estado  en materia de educación ciudadana, según el orden establecido por Dios. Estos derechos están  atribuidos al Estado por el mismo Autor de la naturaleza, no a título  de paternidad, como en el caso de la Iglesia y de la familia, sino por la  autoridad que el Estado tiene para promover el bien común  temporal, que es precisamente su fin específico. De lo cual se sigue que la educación no  puede atribuirse al Estado de la misma manera que se atribuye a la Iglesia y a  la familia, sino de una manera distinta, que responde al fin propio del Estado.  Ahora bien, este fin, es decir, el bien común de orden temporal, consiste en una paz y seguridad de las cuales las familias y  cada uno de los individuos puedan disfrutar en el ejercicio de sus derechos, y  al mismo tiempo en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que  sea posible en esta vida mortal mediante la concorde colaboración  activa de todos los ciudadanos. Doble es, por consiguiente, la función  de la autoridad política del Estado: garantizar y promover; pero no es en modo alguno función  del poder político absorber a la familia y al individuo o subrogarse en su lugar.
37. Por lo cual, en materia educativa, el Estado tiene el derecho,  o, para hablar con mayor exactitud, el Estado tiene la obligación  de tutelar con su legislación el derecho antecedente —que más arriba hemos descrito—  de la familia en la educación cristiana de  la prole, y, por consiguiente, el deber de respetar el derecho sobrenatural  de la Iglesia sobre esta educación cristiana.
38. Igualmente es misión del Estado garantizar este derecho educativo de la prole en los casos en que falle,  física o moralmente, la labor de los padres por dejadez, incapacidad o indignidad; porque el derecho educativo de los  padres, como hemos declarado anteriormente, no es absoluto ni despótico,  sino que está subordinado a la ley natural y divina, y, por esto mismo, queda no solamente sometido a la autoridad y juicio  de la Iglesia, sino también a la vigilancia  y tutela jurídica del Estado por razón de bien común; y porque, además, la familia no es una sociedad perfecta que tenga en sí  todos los medios necesarios para su pleno perfeccionamiento. En estos casos,  generalmente excepcionales, el Estado no se subroga en el puesto de la familia,  sino que suple el defecto y lo remedia con instituciones idóneas,  de acuerdo siempre con los derechos naturales de la prole y los derechos  sobrenaturales de la Iglesia. En general, es derecho y función  del Estado garantizar, según las normas de la recta razón y de la fe, la educación  moral y religiosa de la juventud, apartando de ella las causas públicas  que le sean contrarias. Es función primordial del Estado, exigida por el bien común,  promover de múltiples maneras la educación  e instrucción de la juventud. En primer lugar, favoreciendo y ayudando las iniciativas y la acción  de la Iglesia y de las familias, cuya gran eficacia está  comprobada por la historia y experiencia; en segundo lugar, completando esta  misma labor donde no exista o resulta insuficiente, fundando para ello escuelas  e instituciones propias. Porque «es el Estado el que posee mayores medios,  puestos a su disposición para las necesidades comunes de todos, y es justo y conveniente que los emplee en  provecho de aquellos mismos de quienes proceden»[22]. Además,  el Estado puede exigir, y, por consiguiente, procurar, que todos los ciudadanos  tengan el necesario conocimiento de sus derechos civiles y nacionales y un cierto  grado de cultura intelectual, moral y física, cuya medida en la época actual está  determinada y exigirla realmente por el bien común.  Sin embargo, es evidente que, al lamentar de estas diversas maneras la educación  y la instrucción pública y privada, el Estado está obligado a  respetar los derechos naturales ele la Iglesia y de la familia sobre la educación  cristiana y observar la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo. Por tanto,  es injusto todo monopolio estatal en materia de educación, que fuerce física o moralmente a las  familias a enviar a sus hijos a las escuelas del Estado contra los deberes de la conciencia cristiana o contra sus legítimas  preferencias.
39. Esto, sin embargo, no impide que para la recta administración  de los intereses públicos o para la defensa interna y externa de la paz, cosas tan necesarias para el bien común  y que exigen especiales aptitudes y especial preparación,  el Estado se reserve la creación de escuelas preparatorias para algunos de sus cargos, y especialmente para el ejército,  con la condición, sin embargo, de que no se violen los derechos de la Iglesia y de la familia en lo que a ellas concierne.  No es inútil repetir de nuevo aquí esta advertencia, porque en nuestros tiempos —en los que se va difundiendo un  nacionalismo tan exagerado y falso como enemigo de la verdadera paz y  prosperidad— suele haber grandes extralimitaciones al configurar militarmente la  educación física de los jóvenes (y a veces de las jóvenes, violando así  el orden natural mismo de la vida humana); usurpando incluso con frecuencia más  de lo justo, en el día del Señor, el tiempo que debe dedicarse a los deberes religiosos y al santuario  de la vida familiar. No queremos, sin embargo, censurar con esta advertencia lo  que puede haber de bueno en el espíritu de disciplina y de legítima audacia, sino  solamente los excesos, como, por ejemplo, el espíritu de violencia, que no se debe confundir con el espíritu  de fortaleza ni con el noble sentimiento del valor militar en defensa de la  patria y del orden público; como también la exaltación del atletismo, que incluso  para la edad clásica pagana señaló la degeneración y decadencia de la verdadera educación física.
40. Ahora bien, es de la competencia propia del Estado la llamada  educación ciudadana, no sólo de la juventud, sino también de todas las  restantes edades y condiciones sociales. Esta educación  ciudadana consiste, desde un punto de vista positivo, en proponer públicamente  a los individuos de un Estado tales realidades intelectuales, imaginativas y  sensitivas, que muevan a las voluntades hacia el bien moral y las inclinen hacia este bien como con una cierta necesidad moral.  Desde un punto de vista negativo, la educación ciudadana debe precaver e impedir todo lo que sea contrario a ese bien moral[23].  Esta educación ciudadana, tan amplia y múltiple que casi abarca toda la actividad del Estado en pro del bien común,  debe ajustarse a las normas de la justicia y no debe ser contraria a la doctrina  de la Iglesia, que es la maestra, establecida por Dios, de esas normas de la justicia.
Relaciones entre la Iglesia y el Estado en materia educativa
41. Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre la misión educativa del Estado está  basado en el sólido e inmutable fundamento de la doctrina católica sobre la  constitución cristiana del Estado, tan egregiamente expuesta por nuestro predecesor León XIII, particularmente en las encíclicas  Immortale Dei y Sapientiae christiane. «Dios —dice León XIII— ha repartido el gobierno del género  humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico,  puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los  intereses humanos. Ambas potestades son soberanas en su género.  Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites,  definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo,  de donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder  ejercita iure proprio su actividad. Pero, corno el sujeto pasivo de ambos  poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un  mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y  jurisdicción de ambos poderes, es necesario  que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden  recto de composición entre las  actividades respectivas de uno y otro poder. Las (autoridades) que  hay, por Dios han sido ordenadas (Rom 13,1)»[24].  Ahora bien, la educación de la juventud es precisamente una de esas materias que pertenecen  conjuntamente a la Iglesia y al Estado, «si bien bajo diferentes aspectos»,  como hemos dicho antes, «Es necesario, por tanto —prosigue León XIII—,  que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva, comparable, no  sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para  determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva, no hay, como hemos  dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos  poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El  poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico,  en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera  es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación  de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del  fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás  cosas, que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César  lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»[25].
42. Todo el que se niega a admitir estos principios y, por  consiguiente, rechaza su aplicación en materia de educación, niega necesariamente  que Cristo ha fundado su Iglesia para la salvación eterna de los hombres y sostiene que la sociedad civil y el Estado no están  sometidos a Dios y a su ley natural y divina. Lo cual constituye una impiedad  manifiesta, contraria a la razón y, particularmente en materia de educación, muy  perniciosa para la recta formación de la juventud y ciertamente ruinosa para el mismo Estado y el verdadero bienestar de  la sociedad civil. Por el contrario, la aplicación  práctica de estos principios supone una utilidad extraordinaria para la recta formación  del ciudadano. Utilidad demostrada plenamente por la experiencia de todos los  tiempos; por lo cual, así como en los primeros tiempos del cristianismo, Tertuliano con su Apologético,  y en su época San Agustín, podían desafiar a todos los adversarios de la  Iglesia católica, así también en nuestros días podemos repetir con el santo  Doctor: «Los que afirman que la doctrina de Cristo es enemiga del Estado, que  presenten un ejército tal como la doctrina de Cristo enseña que deben ser los  soldados; que presenten tales súbditos, tales maridos, tales cónyuges, tales  padres, tales hijos, tales señores, tales siervos, tales reyes, tales jueces y,  finalmente, tales contribuyentes y exactores del fisco cuales la doctrina  cristiana forma, y atrévanse luego a llamarla enemigo del Estado. No dudarán un  instante en proclamarla, si se observa, como la gran salvación del Estado» [26]. Y en esta materia de la educación es oportuno recordar con cuánto acierto en época más reciente, en pleno período renacentista, ha expresado esta verdad católica, confirmada por  los hechos, un escritor eclesiástico benemérito de la educación  cristiana, el piadoso y docto cardenal Silvio Antoniano, discípulo  del admirable educador San Felipe Neri, maestro y secretario de cartas latinas  de San Carlos Borromeo, a cuya instancia y bajo cuya inspiración  escribo el áureo tratado De la educación cristiana de los hijos, en el cual razona de la siguiente manera: «Cuanto mayor es la armonía con que el gobierno temporal favorece y promueve el gobierno espiritual, tanto mayor es su aportación a la conservación del Estado. Porque la autoridad eclesiástica, cuando, de acuerdo con su propio fin, procura formar un buen cristiano con el uso legítimo de sus medios espirituales, procura al mismo tiempo, como consecuencia necesaria, formar un buen ciudadano, tal cual debe ser bajo el gobierno político. La razón de este hecho es que en la santa Iglesia católica romana, ciudad de Dios, se identifica completamente el buen ciudadano y el hombre honrado. Por lo cual, yerran gravemente los que separan realidades tan unidas y piensan poder formar buenos ciudadanos con otras normas y con métodos distintos de los que contribuyen a formar el buen cristiano. Diga y hable la prudencia humana cuanto le plazca; es imposible que produzca una verdadera paz o una verdadera tranquilidad temporal todo lo que es contrario a la paz y a la felicidad eterna» [27]. De la misma manera que ni el Estado, ni la ciencia, ni el método científico,  ni la investigación científica tienen nada que temer del pleno y perfecto mandato educativo de la Iglesia. «Las  instituciones católicas, sea el que sea el grado de enseñanza o ciencia al que  pertenezcan, no tienen necesidad de apologías.  El favor de que gozan, las alabanzas que reciben, las producciones científicas  que promueven y multiplican y, más que nada,  los sujetos plena y exquisitamente preparados que proporcionan a las  magistraturas, a las profesiones, a la enseñanza,  a la vida en todas sus manifestaciones, dan testimonio más  que suficiente en su favor»[28]. Hechos que, por otra parte, no son más  que una espléndida confirmación de la doctrina católica definida por el  concilio Vaticano: «La fe y la razón no sólo no pueden jamás contradecirse, sino que se prestan una recíproca ayuda, porque la  recta razón demuestra las bases de la fe e, iluminada con la luz de ésta, cultiva la  ciencia de las cosas divinas; a su vez, la fe libera y protege de errores a la  razón y la enriquece con múltiples conocimientos. Tan lejos está, por tanto, la  Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y de las disciplinas humanas, que de  mil maneras lo ayuda y lo promueve. Porque no ignora ni desprecia las ventajas que de éstos derivan para la vida de la  humanidad; antes bien, reconoce que, así como vienen de Dios, Señor de las ciencias,  así, rectamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. Y de ninguna manera prohíbe que semejantes  disciplinas, cada una dentro de su esfera, usen principios propios y método  propio; pero, una vez reconocida esta justa libertad, cuida atentamente de que, oponiéndose  tal vez a la doctrina divina, no caigan en el error o, traspasando sus propios límites, invadan y perturben el campo de la  fe»[29]. Esta norma de la justa libertad científica es al mismo tiempo norma inviolable de la justa libertad didáctica o libertad de enseñanza rectamente entendida, y debe ser observada en toda manifestación doctrinal a los demás, y, con obligación mucho más grave de justicia, en la enseñanza dada a la juventud, ya porque, respecto de ésta, ningún maestro público o privado tiene derecho educativo absoluto, sino participado; ya porque todo niño o joven cristiano tiene estricto derecho a una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia, columna y fundamento de la verdad, y le causaría una grave injuria todo el que turbase su fe abusando de la confianza de los jóvenes en los maestros y de su natural inexperiencia y desordenada inclinación a una libertad absoluta, ilusoria y falsa [30]
II. EL SUJETO DE LA EDUCACIÓN
El hombre redimido
43. Porque nunca se debe perder de vista que el sujeto de la educación  cristiana es el hombre todo entero, espíritu  unido al cuerpo en unidad de naturaleza, con todas sus facultades naturales y  sobrenaturales, cual nos lo hacen conocer la recta razón  y la revelación; es decir, el hombre caído  de su estado originario, pero redimido por Cristo y reintegrado a la condición  sobrenatural de hijo adoptivo de Dios, aunque no a los privilegios preternaturales de la inmortalidad del cuerpo  y de la integridad o equilibro de  sus inclinaciones. Quedan, por tanto, en la naturaleza humana los  efectos del pecado original, particularmente la debilidad de la voluntad y las  tendencia desordenadas del alma.
44. La necedad se esconde en el corazón  del niño; la vara de la corrección la hace salir de él (Prov 22,15). Es, por tanto,  necesario desde la infancia corregir las inclinaciones desordenadas y fomentar  las tendencias buenas, y sobre todo hay que iluminar el entendimiento y  fortalecer la voluntad con las verdades sobrenaturales y los medios de la  gracia, sin los cuales es imposible dominar las propias pasiones y alcanzar la  debida perfección educativa de la Iglesia, que fue dotada por Cristo con la doctrina revelada y los sacramentos  para que fuese maestra eficaz de todos los hombres.
45. Por esta razón es falso todo naturalismo pedagógico que de cualquier modo excluya o merme la formación sobrenatural cristiana en la instrucción de la juventud; y es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana. A esta categoría pertenecen, en general, todos esos sistemas pedagógicos modernos que, con diversos nombres, sitúan el fundamento de la educación en una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño o en la supresión de toda autoridad del educador, atribuyendo al niño un primado exclusivo en la iniciativa y una actividad independiente de toda ley superior, natural y divina, en la obra de su educación. Pero si los nuevos maestros de la pedagogía quieren indicar con estas expresiones la necesidad de la cooperación activa, cada vez más consciente, del alumno en su educación; si se pretende apartar de ésta el despotismo y la violencia, cosas muy distintas, por cierto, de la justa corrección, estas ideas son acertadas, pero no contienen novedad alguna; pues es lo que la Iglesia ha enseñado siempre y lo que los educadores cristianos han mantenido en la formación cristiana tradicional, siguiendo el ejemplo del mismo Dios, quien ha querido que todas las criaturas, y especialmente los hombres, cooperen activamente en su propio provecho según la naturaleza específica de cada una de ellas, ya que la sabiduría divina se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad (Sal 8,1).
46. Pero, desgraciadamente, si atendemos al significado obvio de los términos y a los  hechos objetivamente considerados, hemos de concluir que la finalidad de casi  todos estos nuevos doctores no es otra que la de liberar la educación  de la juventud de toda relación de dependencia con la ley divina. Por esto en nuestros días  se da el caso, bien extraño por cierto, de educadores y filósofos  que se afanan por descubrir un código moral universal de educación, como si no existiera  ni el decálogo, ni la ley evangélica y ni siquiera la ley natral, esculpida por Dios en el corazón  del hombre, promulgada por la recta razón y codificada por el mismo Dios con una revelación  positiva en el decálogo. Y por esto también los modernos innovadores de la  filosofía suelen calificar despreciativamente de heterónoma, pasiva y  anticuada la educación cristiana por fundarse ésta en la autoridad  divina y en la ley sagrada.
47. Pretensión equivocada y lamentable la de estos innovadores, porque, en lugar de  liberar, como ellos dicen, al niño, lo hacen en definitiva esclavo de su loco orgullo y de sus desordenadas pasiones,  las cuales, por lógica consecuencia de los falsos sistemas pedagógicos, quedan  justificadas como legítimas exigencias de una naturaleza que se proclama autónoma,
48. Pero es mucho más vergonzosa todavía la impía pretensión, falsa, peligrosa y, además inútil, de querer someterse a  investigaciones, experimentos y juicios de orden natural y profano los hechos del orden sobrenatural referentes a la educación,  como, por ejemplo, la vocación sacerdotal o religiosa y, en general, las secretas operaciones de la gracia, la cual, aun  elevando las fuerzas naturales, las supera, sin embargo, infinitamente y no  puede en modo alguno someterse a las leyes físicas, porque el Espíritu sopla donde quiere.(Jn 3,8).
Educación sexual
49. Peligroso en sumo grado es, además, ese naturalismo que en nuestros días invade  el campo educativo en una materia tan delicada como es la moral y la castidad.  Está muy difundido actualmente el error de quienes, con una peligrosa pretensión e  indecorosa terminología, fomentan la llamada educación sexual, pensando  falsa-mente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la carne con medios puramente naturales y sin ayuda  religiosa alguna; acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada e incluso  pública iniciación e instrucción preventiva en materia sexual,  y, lo que es peor todavía, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, para acostumbrarlos, como ellos dicen, y para  curtir su espíritu contra los peligros de la pubertad [31].
50. Grave error el de estos hombres, porque no reconocen la nativa  fragilidad de la naturaleza humana ni la ley de que habla el Apóstol,  contraria a la ley del espíritu (cf. Rom 7,23), y porque  olvidan una gran lección de la experiencia diaria, esto es, que en la juventud, más que  en otra edad cualquiera, los pecados contra la castidad son efecto no tanto de  la ignorancia intelectual cuanto de la debilidad de una voluntad expuesta a las  ocasiones y no sostenida por los medios de la gracia divina.
51, En esta materia tan delicada, si, atendidas todas las circunstancias, parece necesaria alguna instrucción individual, dada oportunamente por quien ha recibido de Dios la misión educativa y la gracia de estado, han de observarse todas las cautelas tradicionales de la educación cristiana, que el ya citado Antoniano acertadamente describe con las siguientes palabras: «Es tan grande nuestra miseria y nuestra inclinación al pecado, que muchas veces los mismos consejos que se dan para remedio del pecado constituyen una ocasión y un estímulo para cometer este pecado. Es, por tanto, de suma importancia que, cuando un padre prudente habla a su hijo de esta materia tan resbaladiza, esté muy sobre aviso y no descienda a detallar particularmente los diversos medios de que se sirve esta hidra infernal para envenenar una parte tan grande del mundo, a fin de evitar que, en lugar de apagar este fuego, lo excite y lo reavive imprudentemente en el pecho sencillo y tierno del niño. Generalmente hablando, en la educación de los niños bastará usar los remedios que al mismo tiempo fomentan la virtud de la castidad e impiden la entrada del vicio» [32].
Coeducación
52. Igualmente erróneo y pernicioso para la educación cristiana es el método de la coeducación, cuyo fundamento consiste, según muchos de sus defensores, en un naturalismo negador del pecado original y, según la mayoría de ellos, en una deplorable confusión de ideas, que identifica la legítima convivencia humana con una promiscuidad e igualdad de sexos totalmente niveladora. El Creador ha establecido la convivencia perfecta de los dos sexos solamente dentro de la unidad del matrimonio legítimo, y sólo gradualmente y por separado en la familia y en la sociedad. Además, la naturaleza humana, que diversifica a los dos sexos en su organismo, inclinaciones y aptitudes respectivas, no presenta dato alguno que justifique la promiscuidad y mucho menos la identidad completa en la educación de los dos sexos. Los sexos, según los admirables designios del Creador, están destinados a completarse recíprocamente y constituir una unidad idónea en la familia y en la sociedad, precisamente por su diversidad corporal y espiritual, la cual por esta misma razón debe ser respetada en la formación educativa; más aún, debe ser fomentada con la necesaria distinción y correspondiente separación, proporcionada a las varias edades y circunstancias. Estos principios han de ser aplicados, según las normas de la prudencia cristiana y según las condiciones de tiempo y lugar, no sólo en todas las escuelas, particularmente en el período más delicado y decisivo para la vida, que es el de la adolescencia, sino también en los ejercicios gimnásticos y deportivos, cuidando particularmente de la modestia cristiana en la juventud femenina, de la que gravemente desdice toda exhibición pública.
53. Recordando las tremendas palabras del divino Maestro:  ¡Ay del mundo por razón de los escándalos! (Mt 18,7), estimulamos vivamente vuestra solicitud y vuestra vigilancia, venerables  hermanos, sobre estos perniciosos errores que con excesiva difusión  se van extendiendo entre el pueblo cristiano, con inmenso daño  de la juventud.
III. AMBIENTE DE LA EDUCACIÓN
54. Para lograr una educación  perfecta es de suma importancia velar para que las condiciones de todo lo que  rodea al educando durante el período de su formación, es decir, el conjunto de todas  las circunstancias, que suele denominarse ambiente, correspondan idóneamente  al fin que se pretende.
La familia cristiana
55. El primer ambiente natural y necesario de la educación  es la familia, destinada precisamente para esto por el Creador. Por esta razón,  normalmente, la educación más eficaz y duradera es la que se recibe en una bien ordenada y disciplinada familia  cristiana; educación tanto más eficaz cuanto más claro y constante resplandezca en ella el buen ejemplo, sobre todo de los padres y el de los demás  miembros de la familia
56. No es nuestra intención tratar aquí particularmente, aunque sólo  fuese recorriendo los puntos principales, de la educación  doméstica; la materia es demasiado amplia, y, por otra parte, existen tratados especiales, antiguos y modernos,  de autores plenamente ortodoxos, entre los cuales merece especial  mención el ya citado áureo libro de Antoniano De la educación  cristiana de los hijos, que San Carlos Borromeo hacía  leer públicamente a los padres reunidos en las Iglesias.
57. Queremos, sin embargo, llamar de un modo especial vuestra  atención, venerables hermanos y amados hijos, sobre la deplorable decadencia actual de la educación  familiar. A los oficios y a las profesiones de la vida temporal y terrena,  que son ciertamente de menor importancia, preceden largos estudios y una  cuidadosa preparación; en cambio, para el oficio y el deber fundamental de la educación  de los hijos están hoy día  poco o nada preparados muchos de los padres, demasiado sumergidos en las  preocupaciones temporales. A debilitar la influencia de la educación  familiar contribuye también modernamente el  hecho de que casi en todas partes se tiende a alejar cada vez más  de la familia a los niños desde sus más  tiernos años, con varios pretextos, económicos, como el trabajo industrial y comercial, o políticos;  y hay un país donde se arranca a los niños del seno de la familia para formarlos, o mejor dicho, para deformarlos  y depravarlos en asociaciones y escuelas sin Dios, que les hacen beber la  irreligiosidad y el odio de un socialismo extremista, renovando así  una verdadera y más horrenda matanza de niños inocentes.
58. Conjuramos, por tanto, en nombre de Jesucristo, a los pastores  de almas para que empleen todos los medios posibles, instrucciones, catequesis,  sermones y escritos de amplia divulgación, que adviertan no teórica, sino prácticamente  a los padres cristianos sobre sus gravísimos deberes en la educación religiosa, moral y cívica  de sus hijos y les enseñen los métodos más convenientes para realizar eficazmente  esta educación, supuesto siempre, como es natural, el ejemplo personal de su vida. A estas instrucciones prácticas  supo descender el Apóstol de las gentes en sus epístolas, particularmente en la  dirigida a los Efesios, donde, entre otras advertencias, hace la siguiente:  Padres, no exasperéis a vuestras hijos (Ef 6,4); advertencia justificada no tanto por la excesiva severidad de los padres  cuanto principalmente por la impaciencia de los padres que no soportan la  natural vivacidad de los hijos, y por la ignorancia que padecen los padres  acerca de los métodos más idóneos para la corrección  fructuosa de los hijos, y sobre todo por la relajación, hoy día demasiado frecuente, de la  disciplina familiar, gracias a la cual crecen sin control en los jóvenes  las pasiones desordenadas. Sepan, pues, los padres y todos los educadores de la  juventud usar rectamente la autoridad que les ha dado Dios, de quien son  realmente vicarios, no para su propio provecho, sino para la recta educación  de los hijos en el santo y filial temor de Dios, principio de la sabiduría  (Sal 110 [111], 10; Ecl 1,16)  el cual es el único fundamento sólido  del respeto a la autoridad y sin el cual no puede subsistir ni el orden, ni la  tranquilidad, ni el bienestar en la familia y en la sociedad.
La Iglesia
59. A la debilidad de la naturaleza humana caída  ha suministrado la divina bondad los abundantes auxilios de su gracia y los múltiples  medios de que se halla enriquecida la Iglesia, esta gran familia de Cristo, que  constituye por esta misma razón el ambiente educativo más estrecha y armoniosamente  unido con la familia cristiana.
60. Este ambiente educativo de la Iglesia no comprende solamente sus sacramentos, medios divinamente eficaces de la gracia, y sus ritos, dotados ellos de una maravillosa vitalidad educativa, y el recinto material del templo cristiano, aunque también éste presenta una extraordinaria eficacia educadora con el lenguaje de la liturgia y de la música sagrada y del arte; sino también la gran abundancia de escuelas, asociaciones y toda clase de instituciones dedicadas a llamar a la juventud en la piedad religiosa, en el estudio de las letras y de las ciencias y en el deporte y cultura física. Esta inagotable fecundidad en el campo de la educación demuestra dos cosas: que la materna providencia de la Iglesia es tan admirable como insuperable, y que es igualmente digna de admiración la armonía, antes indicada, que la Iglesia guarda con la familia cristiana, armonía tan completa que con toda verdad se puede afirmar que la Iglesia y la familia constituyen un solo templo y un único refugio de la educación cristiana.
La escuela
61. Y como las nuevas generaciones deben ser formadas en todas  las artes y disciplinas, que contribuyen a la prosperidad y al  engrandecimiento de la convivencia social, y para esta labor es por sí sola  insuficiente la familia, por esto surgieron las escuelas públicas, primeramente  — nótese bien lo que decimos— por iniciativa conjunta de la familia y de la Iglesia, sólo  después y mucho más tarde por iniciativa del Estado. Por esto, la escuela, considerada en su origen  histórico, es por su misma naturaleza una institución subsidiaria y  complementaria de la familia y de la Iglesia; y la lógica  consecuencia de este hecho es que la escuela pública  no solamente no debe ser contraria a la familia y a la Iglesia, sino que debe  armonizarse positivamente con ellas, de tal forma que estos tres ambientes  —escuela, familia e Iglesia— constituyan un único  santuario de la educación cristiana, so pena de que la escuela quede desvirtuada y cambiada en obra perniciosa para la  adolescencia.
62. Necesidad reconocida públicamente incluso por un seglar tan  celebrado por sus escritos pedagógicos —no del todo loables por estar tocados de cierto liberalismo—, el cual escribió  esta sentencia: «La escuela que no es templo, es un antro»: y aquella  otra: «Cuando la educación literaria y la formación religiosa doméstica  y civil no van todas de acuerdo, el hombre queda convertido en un ser  desgraciado e inútil»[33].
63. De aquí se sigue como  conclusión necesaria que es contraria a los principios fundamentales de la educación la  escuela neutra o laica, de la cual queda excluida la religión.  Esta escuela, por otra parte, sólo puede ser neutra aparentemente, porque de hecho es o será  contraria a la religión.
64. No es necesario repetir todas las declaraciones que en este  punto han hecho nuestros predecesores, particularmente Pío  IX y León XIII, en cuyos tiempos comenzó  a predominar el laicismo en la escuela pública.  Nos renovamos y confirmarnos sus declaraciones [34] e igualmente los  preceptos de los sagrados cánones en los que se prohíbe la asistencia de los niños católicos  a las escuelas neutras o mixtas, es decir, las escudas abiertas a los católicos  y a los acatólicos sin distinción. La asistencia a estas escuelas sólo puede  ser permitida, a juicio prudente del ordinario,  en determinadas circunstancias de tiempo y lugar y con las debidas cautelas (cf. CIC cn 1374). Y no puede tampoco tolerarse la escuela mixta (sobre todo si, siendo «única»,  es obligatoria para todos), en la cual, aun recibiendo aparte la instrucción  religiosa, es acatólico el profesorado que enseña ciencias y letras conjuntamente a  los alumnos católicos y no católicos.
65. Porque no basta el mero hecho de que en la escuela se dé la instrucción religiosa (frecuentemente con excesiva parquedad) para que una escuela resulte conforme a los derechos de la Iglesia y da la familia cristiana y digna de ser frecuentada por los alumnos católicos. Ya que para este fin es necesario que toda la enseñanza, toda la organización de la escuela —profesorado, plan de estudios y libros— y todas las disciplinas estén imbuidas en un espíritu cristiano bajo la dirección y vigilancia materna de la Iglesia, de tal manera que la religión sea verdaderamente el fundamento y la corona de la enseñanza en todos sus grados, no sólo en el elemental, sino también en el medio y superior. «Es necesario —para emplear las palabras de León XIII— no sólo que durante ciertas horas se enseñe a los jóvenes la religión, sino que es indispensable, además, que toda la formación restante exhale la fragancia de la piedad cristiana. Si esto falta, si este aliento sagrado no penetra y enfervoriza las almas de los maestros y de los discípulos, resultarán bien escasos los frutos de esta enseñanza, y frecuentemente se seguirán no leves daños» [35].
66. Y no se diga que en una nación  cuyos miembros pertenecen a varias religiones es totalmente imposible para el  Estado proveer a la instrucción pública  si no se impone la escuela neutra o mixta; porque el Estado puede y  debe resolver el problema educativo con mayor prudencia y facilidad si deja  libre y favorece y sostiene con subsidios públicos  la iniciativa y la labor privada de la Iglesia y de las familias. La posibilidad  de esta política educativa, satisfactoria para las familias y sumamente provechosa para la enseñanza  y la tranquilidad pública, está comprobada por la experiencia de varias naciones, en las cuales, a pesar de la  diversidad de confesiones religiosas, los planes de enseñanza  de las escuelas respetan enteramente los derechos educativos de las familias,  no sólo en lo concerniente a la enseñanza —pues existe la escuela católica  para los alumnos católicos—, sino también  en todo lo relativo a una justa y recta ayuda financiera del Estado a cada una  de las escuelas escogidas por las familias.
67. En otros países, también de religión mixta, la política educativa es muy  distinta, con grave daño de los católicos, quienes, bajo la guía del episcopado y con  la ayuda incesante del clero secular y regular, financian totalmente con sus  propios medios la escuela católica para sus hijos —conscientes de su gravísima obligación  en esta materia— y, con una loable y constante generosidad,  perseveran en el propósito de asegurar enteramente, como santo y seña de su acción,  «la educación católica, para toda la juventud católica, en las  escuelas católicas». Esta escuela católica,  aunque no está subvencionada por la Hacienda  pública, corno lo exigiría la justicia distributiva, no puede ser prohibida ni coartada por las  autoridades que tengan clara conciencia de los derechos de la familia y de las  condiciones indispensables de la legítima libertad.
68. Y en las naciones en que esta misma libertad elemental se halla  suprimida o de diversas maneras dificultada, los católicos nunca trabajarán lo bastante, a pesar de los  mayores sacrificios, para sostener y defender sus escuelas y procurar el  establecimiento de una legislación escolar justa.
La escuela y la Acción Católica
69. Toda la labor de los católicos en pro del fomento y de la defensa de la escuela católica  para sus hijos es una obra genuinamente religiosa, y, por esto mismo, misión  muy principal de la Acción Católica; por lo cual son para nuestro corazón paterno  muy queridas y dignas de toda alabanza las asociaciones especiales que en varias  naciones trabajan con gran celo cu esta obra tan necesaria.
70. Dígase en voz bien alta y entiendan y reconozcan todos que los católicos de cualquier nación del mundo, al procurar una escuela católica para sus hijos, no realizan una obra católica de partido, sino que cumplen un deber religioso exigido necesariamente por su conciencia; y al obrar así no pretenden alejar a sus hijos de la disciplina y del espíritu nacional, sino que procuran, por el contrario, educarlos en este mismo espíritu del modo más perfecto y más conducente a la verdadera prosperidad de la nación, porque todo católico verdadero, formado en la doctrina católica, es por esto mismo un excelente ciudadano, amante de su patria, leal para la autoridad civil constituida, sea la que sea la forma legítima de gobierno establecida.
71. En esta escuela católica,  qua concuerda con la Iglesia y con la familia cristiana, no podrá  jamás suceder que la enseñanza de las diversas disciplinas contradiga, con evidente daño de la educación, la instrucción  que los alumnos adquieren en materia religiosa; y si es necesario dar a conocer  a alumno, por escrupulosa responsabilidad de magisterio, las obras erróneas  que hay que refutar, esta enseñanza se dará  con una preparación y una exposición  tan clara de la sana doctrina que, lejos de implicar daño, proporcionará gran provecho a la formación cristiana de la juventud.
72. De la misma manera, en este sistema educativo, el estudio de  la lengua patria y de la literatura clásica  jamás supondrá un menoscabo de la santidad de las costumbres; porque el profesor cristiano  seguirá el ejemplo de las abejas, las cuales toman la parte más pura de las flores y  dejan el resto, como enseña San Basilio en su homilía a los jóvenes  acerca de la lectura de los clásicos[36].
73. Esta necesaria cautela —indicada también  por el pagano Quintiliano[37]— no impide en modo alguno que el  profesor cristiano tome y aproveche cuanto de verdaderamente bueno, en las  disciplinas y en los métodos, ofrece la época moderna, acordándose de lo que dice el Apóstol: Probadlo todo  y quedaos con lo bueno(1Tim 5,21). Por esto, al aceptar lo nuevo, se  guardará de abandonar fácilmente  lo antiguo cuya bondad y eficacia ha comprobado la experiencia de varios siglos,  señaladamente en los estudios latinos, que sufren hoy día una creciente decadencia,  precisamente por el injustificado abandono de los métodos  tan fructuosamente empleados por el sano humanismo, que tanto floreció  sobre todo en las escuelas de la Iglesia. La enseñanza tradicional de la Iglesia exige que la juventud confiada a las  escuelas católicas sea instruida plenamente en las letras y en las ciencias de acuerdo con las exigencias de nuestros  tiempos, pero al mismo tiempo también con toda solidez y profundidad en la sana filosofía,  evitando la desordenada erudición de aquellos que «habrían encontrado tal vez lo  necesario si no hubiesen buscado lo superfluo»[38]. Por lo cual,  todo profesor cristiano debe tener presente lo que dice León  XIII en una breve sentencia: hay que procurar con empeño que «no sólo el método  de la enseñanza sea apto y sólido,  sino que también y principalmente la misma  enseñanza esté  por entero de acuerdo con la fe católica,  tanto en las letras como en la ciencia y, sobre todo, en la filosofía,  de la cual depende en gran parte la dirección  acertada de las demás ciencias» [39].
74. La eficacia de la escuela depende más de los buenos maestros que de una sana legislación.  Los maestros que requieren una escuela eficaz deben estar perfectamente  preparados e instruidos en sus respectivas disciplinas, y deben estar dotados de  las cualidades intelectuales y morales exigidas por su trascendental oficio,  ardiendo en un puro y divino amor hacia los jóvenes  a ellos confiados, precisamente porque aman a Jesucristo y a su Iglesia, de quien aquéllos son hijos predilectos, y  buscando, por esto mismo, con todo cuidado el verdadero bien de las familias y  de la patria. Por esto nos llena el alma de consuelo y de gratitud hacia la  bondad divina ver cómo, juntamente con los religiosos y las religiosas consagrados a la enseñanza,  existe un tan gran número de maestros y maestras excelentes —organizados también  en congregaciones y asociaciones especiales destinadas al mejor cultivo  espiritual de aquéllos, y que por esto deben ser alabadas y fomentadas como nobilísimos y  poderosos auxiliares de la Acción Católica— dedicados con desinterés, celo y constancia a la que  San Gregorio Nacianceno llama «arte de las artes y ciencia de las ciencias»[40], es decir, la dirección y formación de la juventud. Sin embargo,  también a estos auxiliares de la educación se aplica el dicho del divino Maestro: La mies es mucha,  pero los obreras pocos (Mt 9,37); roguemos, por tanto, al Señor de la mies que multiplique el número  de estos obreros de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón  los pastores de las almas y los supremos moderadores de las Ordenes religiosas.
75. Es también necesario dirigir y vigilar la educación del joven, «blando  como la cera para doblegarse con el vicio»[41], en cualquier  otro ambiente en que pueda encontrarse, apartándolo de las ocasiones peligrosas y procurándole  recreaciones y amistades buenas, ya que las conversaciones malas estragan lar buenas costumbres (1Cor  15,33).
El mundo y sus peligros
76. En nuestra época ha crecido la necesidad de una más extensa y cuidadosa  vigilancia, porque han aumentado las ocasiones de naufragio moral y religioso  para la juventud inexperta, sobre todo por obra de una impía literatura obscena vendida a bajo precio y diabólicamente  propagada por los espectáculos cinematográficos, que ofrecen a los espectadores sin distinción  toda clase de representaciones, y últimamente también por las emisiones radiofónicas,  que multiplican y facilitan toda clase de lecturas. Estos poderosísimos medios de divulgación, que, regidos por  sanos principios, pueden ser de gran utilidad para la instrucción y educación, se subordinan, por desgracia,  muchas veces al incentivo de las malas pasiones y a la codicia de las ganancias. San Agustín gemía  y se lamentaba viendo la pasión que arrastraba también a los cristianos de su  tiempo a los espectáculos del circo, y describe con un vivo dramatismo la perversión,  felizmente pasajera, de su discípulo y amigo  Alipio[42]. ¡Cuántos jóvenes perdidos por los espectáculos y por los libros licenciosos de hoy día son  llorados amargamente por sus padres y sus educadores!
77. Son por esto de alabar y deben ser fomentadas todas las obras  educativas que, con un espíritu sinceramente cristiano de celo por las almas de los jóvenes,  procuran, por medio de libros y periódicos aptos, informar principalmente a los padres y a los educadores sobre los  peligros morales y religiosos que con frecuencia de una manera fraudulenta  encierran los libros y los espectáculos; consagrándose, además, a la difusión de las buenas lecturas, al  fomento de un teatro verdaderamente educativo y a la creación, con grandes sacrificios, de salas de teatro y cine, en  las cuales no sólo está alejado todo peligro para la virtud,  sino que suponen además una ayuda positiva para ésta.
78. De esta necesaria vigilancia no se sigue, sin embargo, que la  juventud tenga que vivir separada de la sociedad, en la cual debe vivir y  salvar su alma; sólo se sigue la conclusión de que hoy, más que nunca, la juventud  debe estar armada y fortalecida cristianamente contra las seducciones y los  errores del mundo, el cual, como advierte una sentencia divina, es todo él concupiscencia de la carne, concupiscencia de !os ojos y soberbia de la vida (Jn 2,16); de tal  manera que, como decía Tertuliano de los primeros cristianos, los cristianos de hoy vivan como deben vivir los  verdaderos discípulos de Cristo: «copropietarios del mundo, pero no del error»[43].
79. Con esta sentencia de Tertuliano hemos tocado la última parte de nuestra exposición; parte que tiene una gran trascendencia, por tratarse en ella de la verdadera sustancia de la educación cristiana, tal corno se desprende de su fin propio; esta última consideración ilumina con luz meridiana la supereminente misión educativa de la Iglesia.
IV. FIN Y FORMA DE LA EDUCACIÓN CRISTIANA
80. El fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la gracia divina en la formación  del verdadero y perfecto cristiano; es decir, formar a Cristo en los regenerados con el bautismo, según la viva expresión  del Apóstol: Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gál 4,19). Porque el verdadero cristiano  debe vivir la vida sobrenatural en Cristo: Cristo, vuestra vida (Col 3,4), y manifestarla en toda su actuación personal: Para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal (2Cor 4,11).
81. Por esto precisamente, la educación cristiana comprende todo el ámbito de la vida  humana, la sensible y la espiritual, la intelectual y la moral, la individual,  la doméstica y la civil, no para disminuirla o recortarla sino para elevarla, regularla y perfeccionarla según los ejemplos  y la doctrina de Jesucristo.
82. Por consiguiente, el verdadero cristiano, formado por la educación  cristiana, es el hombre sobrenatural que siente, piensa y obra constante y  consecuentemente según la recta razón iluminada por la luz sobrenatural de los  ejemplos y de la doctrina de Cristo o, para decirlo con una expresión ahora en  uso, el verdadero y completo hombre de carácter.  Porque lo que constituye el verdadero hombre de carácter  no es una consecuencia y tenacidad cualesquiera, determinadas por principios  meramente subjetivos, sino solamente la constancia en seguir lo principios  eternos de la justicia, coma lo reconoce el mismo poeta pagano, cuando alaba  inseparablemente iustum ac tenacem propositi virum [44], es  decir, la justicia y la tenacidad en la conducta justicia que, por otra parte,  no puede existir en su total integridad si no es dando a Dios lo que a Dios se  debe como lo hace el verdadero cristiano.
83. Este fin de la educación cristiana aparece a los ojos de los profanos como una abstracción inútil, o más bien corno un propósito irrealizable, sin suprimir o mermar las facultades naturales y sin renunciar, al mismo tiempo, a la actividad propia de la vida terrena, y, en consecuencia, como cosa extraña a la vida social y a la prosperidad temporal y como ideal contrario a todo progreso en la literatura, en las ciencias, en el arte y en toda otra manifestación de la civilización. A esta objeción, que ya fue planteada por la ignorancia o por los prejuicios de los paganos eruditos de su tiempo —objeción repetida, por desgracia, con más frecuencia e insistencia en los tiempos modernos— había respondido Tertuliano: «No somos ajenos a la vida. Nos acordamos de que debemos gratitud a Dios, Señor y Creador; no rechazamos fruto alguno de sus obras; solamente limitamos el uso de estos frutos para no incurrir en vicio o extralimitación. Vivimos, por tanto, en este mundo con vuestro mismo foro, con vuestro mercado, con vuestros baños, casas, tiendas, caballerizas, con vuestras mismas ferias y vuestro mismo comercio. Navegamos y hacemos el servicio militar con vosotros, cultivamos los campos, negociamos; por lo cual intercambiamos nuestros trabajos y ponernos a vuestra disposición nuestros productos. Francamente, no veo cómo podemos pareceros inútiles para vuestros negocios, con los cuales y de los cuales vivimos»[45]. Por esto, el verdadero  cristiano, lejos de renunciar a la acción  terrena o debilitar sus energías naturales,  las desarrolla y perfecciona combinándolas  con la vida sobrenatural, de tal manera que ennoblece la misma vida natural y le  procura un auxilio más eficaz, no sólo  de orden espiritual y eterno, sino también  de orden material y temporal.
84. Estos efectos del orden sobrenatural en el natural están  demostrados por la historia entera del cristianismo y de sus instituciones, que  se identifica con la historia de la verdadera civilización  y del genuino progreso hasta nuestros días;  y particularmente por las vidas de los santos, engendrados perpetua y  exclusivamente por la madre Iglesia, los cuales han alcanzado, en un grado  perfectísimo, el ideal esencial de la educación cristiana y han ennoblecido y  aprovechado a la sociedad civil con toda clase de bienes. Porque los santos han  sido, son y serán siempre los más grandes bienhechores de la sociedad humana, como también  los más perfectos modelos de toda clase y profesión, en todo estado y condición  de vida, desde el campesino sencillo hasta el hombre de ciencia, desde el  humilde obrero hasta el general de los ejércitos,  desde el padre de familia hasta el monarca gobernador de pueblos, desde las niñas ingenuas y las mujeres  consagradas al hogar hasta las reinas y emperatrices. Y ¿qué decir de la inmensa  labor realizada, aun en pro del bienestar temporal, por los misioneros del  Evangelio, quienes, con la luz de la fe, han llevado y llevan a los pueblos bárbaros  los bienes de la civilización? ¿Qué decir de los fundadores de innumerables obras de caridad y asistencia social y del  interminable catálogo de santos educadores y  santas educadoras, que han perpetuado y multiplicado su obra en fecundas  instituciones de educación cristiana para el bien de las familias y de las  naciones?
85. Estos, éstos son los frutos benéficos de la educación  cristiana, precisamente por la virtuosa vida sobrenatural en Cristo que esta  educación desarrolla y forma en el hombre; porque Cristo Nuestro Señor, Maestro divino,  es el autor y el dador de esta vida virtuosa y, al mismo tiempo, con su ejemplo,  el modelo universal y accesible a todas las condiciones de la vida humana,  particularmente de la juventud, en el período de su vida escondida, laboriosa y obediente, adornada de todas las virtudes  individuales, domésticas y sociales, delante de Dios y delante de los hombres.
86. Por consiguiente, todo este conjunto de tesoros educativos de  infinito valor que hasta ahora hemos ido recordando parcialmente, pertenece de  una manera tan intima a la Iglesia, que viene como a identificarse con su propia  naturaleza, por ser la Iglesia el Cuerpo místico de Cristo, la Esposa inmaculada de Cristo y, por lo tanto, Madre fecundísima y  educadora soberana y perfecta. Por esto el genio extraordinario de san Agustín  —de cuyo dichoso tránsito vamos a celebrar pronto el decimoquinto centenario— pronunciaba, lleno de santo amor por  la Iglesia, estas palabras: «¡Oh Iglesia católica,  madre verdadera de los cristianos! Con razón predicas no sólo que hay que honrar pura y castamente a Dios, cuya posesión  es vida dichosa, sino que también abrazas el amor y la caridad del prójimo, de tal  manera que en ti hallamos todas las medicinas eficaces para los muchos males que  por causa de los pecados aquejan a las almas. Tú adviertes y enseñas puerilmente a los niños,  fuertemente a los jóvenes, delicadamente a los ancianos, conforme a la edad de cada uno, en su cuerpo y en su espirito... Tú con una libre servidumbre sometes a los hijos a sus padres y pones a los padres  delante de los hijos con un piadoso dominio. Tú, con el vínculo de la religión, más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a  hermanos con hermanos... Tú, no sólo con el vínculo de la sociedad, sino  también con el de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, unes a todos los  hombres con el recuerdo de los primeros padres. Enseñas a los reyes a mirar por los pueblos y amonestas a los pueblos para que  obedezcan a los reyes. Enseñas diligentemente a quién  se debe honor, a quién afecto, a quién reverencia, a quién  temor, a quién consuelo, a quién aviso, a quién exhortación,  a quién corrección, a quién represión, a quién castigo, mostrando cómo  no todo se debe a todos, pero sí a todos la  caridad y a ninguno la ofensa»[46].
87. Elevamos al cielo, venerables hermanos, los corazones y las  manos, suplicando al Pastor y Obispo de nuestras almas (1Pe 2,25),  al Rey divino, Señor de los que dominan, para que Él, con su virtud  todopoderosa, haga de modo que estos egregios frutos de la educación cristiana  se recojan y multipliquen en todo el mundo con provecho siempre creciente de los  individuos y de los pueblos.
Como prenda de esta gracias celestiales, impartimos con paterno  afecto a vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo la  bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre de 1929,  año octavo de nuestro pontificado.
Pío XI
Notas
[1] San Agustín, Confessiones I 1: PL 32,661. 
[2] San Juan Crisóstomo, In Mt hom 60: PG 57,573. 
[3] Pío IX, Enc. Quum non sine, 14 de juliio de 1864: AP 3,328ss. 
[4] San Agustín, De symbolo ad catechumenos 13: PL 40,668. 
[5] León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20 de junio de 1880: ASS  20 (1888) 607. 
[6] San Pío X, Enc. Singulari quadam, 24 de septiembre de 1912: AAS 4 (1912) 658. 
[7] A. Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica III. 
[8] Cf. CIC cn 1375. 
[9] San Hilario, Commentarium in Mt. 118:PL 9,910. 
[10] Cf. CIC cn. 1381-1382. 
[11] León XIII, Enc. Nobilissima Gallorum gens, 4, 8 de febrero de 1884: ASS 16 (1883-1884) 242. 
[12] Pío XI, Discurso a los alumnos del Colegio de  Mondragone, 14 de mayo de 1929. cf. OR., 16 de mayo de 1929. 
[13] Santo Tomás, Summa theologica II-II q. 102 a. l. 
[14] Santo Tomás,  o.c., II-II q.10 a.12. 
[15] Santo Tomás, o.c., Suppl. q.41 a.l. 
[16] León XIII, Enc. Rerum novarum, 15 de mayo de 1800: AAS 23 (1890-1891) 658. 
[17] León XIII, Enc.  Sapientia christianae [22], 10 de enero de 1890: ASS 22 (1889-1890) 403. 
[18] «The fundamental theory of liberty upon which all governments in this union repose excludes any general power of the State to standardize its children by forcing them to accept instruction from public teachers only. The child is not the mere creaure of the State; those who nurture him and direct his destiny have the right coupled with the high duty, to recognize, and prepare him for additional duties». (U.S. Supreme Court Decision in the Oregon School Case, June 1, 1925). 
[19] Carta al cardenal secretario de Estado, 30 de mayo de 1929: AAS 21 (1929) 302. 
[20] Cf. CIC. cn 750 § 2; Santo Tomás, Summa Theologica II-II q. 10 a.12. 
[21] Pío Xi, Discurso a los alumnos del Colegio de Mondragone, 14 de mayo de 1929. Véase nota 12. 
[22] Pío Xi, Discurso a los alumnos del Colegio de Mondragone, 14 de mayo de 1929. Véase nota 12. 
[23] P. L. Taparelli, Saggio toeretico di diritto naturale n. 922, «obra que supera toda alabanza y que debe recomendarse a los jóvenes universitarios». Véase el discurso de Pío XI del 18 de diciembre de 1927. 
[24] Léon XIII, Enc. Immortale Dei [6], 1 de noviembre de 1885: ASS 18 (1885) 161-180. 
[25] Ibíd. 
[26] San Agustín, Epist. 138,15: PL 33, 532. 
[27] Silvio Antoniano, Dell'educazione dei figliuoli I 43. 
[28] Pío XI, Carta al cardenal secretario de Estado, 30 de mayo de 1929: AAS 21 (1929) 302. 
[29] Concilio Vaticano sess.3 c.4: DB 1799. 
[30] Véase la aloc. consist. de 24 de marzo de 1924, en la que Pío XI. exhorta al episcopado, clero y padres católicos de Italia a defender los derechos de la Iglesia y de la familia en materia de educación: «Un Estado recoge lo mismo que siembra, la verdad o el error, la fe cristiana o la inmoralidad pagana, la civilización humana o una horrible barbarie, que no puede quedar disminuida por el brillo exterior y el oropel aparente que el progreso y el curso de los acontecimientos recientes han traído» (AAS 16 [1924] 125-126). 
[31] Cf. el decreto del Santo Oficio sobre Educación sexual y eugenesia, de 18 de marzo de 1931: AAS 23 (1931) 118; DB 2251-2252. 
[32] Silvio Antoniano, Dell'educazione cristiana dei figliuoli II 88. 
[33] N. Tommaseo, Pensieri sull'educazione I 3,6. 
[34] Pío IX, Enc. Quum non sine, 14 de julio de 1864; Syllabus prop. 48.  León XIII, Aloc. Summi pontificatus, 20 de agosto de 1980; Enc. Nobilissima Gallorum gens, 8 de febrero de de 1884; Enc.  Quod multum, 22 de agosto de 1886; Carta Officio sanctissimo, 22 de diciembre de 1887; Enc.  Caritatis, 19 de marzo de 1894, etc. Cf. también CIC cum  fontium  annot.: ad cn 1374. 
[35] León XIII, Enc. Militantis Ecclesiae, 1 de agosto de 1897: ASS 30 (1897) 
[36] San Basilio, Homilía 22 diriga a los jóvenes: PG 31-563-590. 
[37] Quintiliano, Institutiones oratoriae I 8. 
[38] Séneca, Epist. 45. 
[39] León XIII, Enc. Inscrutabili Dei, 21 de abril de 1878: AAS 10 (1877-1878)  585-592. Véase también la Encíclcia de Pío XI Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923, publicada con motivo del sexto centenario de la canonización  de santo Tomás: AAS 15 (1923) 309-326. 
[40] San Gregorio Nacianceno, Orat. II 16: PG 35,426. 
[41] Horacio, De arte poética 5, 163. 
[42] San Agustín, Confessiones VI 8: PL 32,726. 
[43] Tertuliano, De idolatria 14: PL 1,682. 
[44] Horacio, Odae III 3,1. 
[45]Tertuliano, Apologeticum 42: PL 1, 491. 
[46] San Agustín,  De moribus Ecclesiae catholicae I 30: PL 32,1336.
 
 
 
 

 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios deberán relacionarse con el artículo. Los administradores se reservan el derecho de publicación, y renuncian a TODA responsabilidad civil, administrativa, penal y canónica por el contenido de los comentarios que no sean de su autoría. La blasfemia está estrictamente prohibida, y los insultos a la administración constituyen causal de no publicación.
Comentar aquí significa aceptar las condiciones anteriores. De lo contrario, ABSTENERSE.
+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)