Serás justificado por tus palabras
y por tus palabras condenado.
(Mateo 12, 37)
San Antonio de Padua (en realidad de Portugal) y el Niño Jesús
Uno de los santos que más se han  granjeado el corazón y la estima del pueblo cristiano es San Antonio.  Llámasele, según famosa frase de León XIII, «el santo  de todo el mundo»; pero es conocido, amado e invocado preferentemente  por  el pueblo humilde, que ha vislumbrado en él al dispensador de los  tesoros celestiales y al protector decidido de los intereses de los  pobres. La  historia, principalmente la más antigua biografía del Santo  paduano, conocida por el nombre de Assidua, nos da en síntesis  una perfecta semblanza del mismo.
Escasas e imprecisas son las noticias de los primeros  biógrafos sobre la cuna e infancia del Santo. Ninguno de ellos  señala el año de su nacimiento, que, por conjeturas y  deducciones, los autores modernos fijan entre los años 1188 y 1191.  Según el más antiguo biógrafo, nació en Lisboa,  ciudad «situada en los confines de la tierra», en una casa que  poseían sus padres cerca y al norte de la catedral, en cuyo baptisterio  recibió las aguas bautismales a los ocho días de su nacimiento,  imponiéndosele el nombre de Fernando. Sus años juveniles  deslizáronse en el seno de la familia, convertido en el hechizo de sus  padres, por ser el primogénito y por aparecer dotado de índole  buena, probidad e integridad de costumbres. Desde su más tierna edad  profesó una especial devoción hacia la Virgen Santísima, a  la cual se consagró y escogió por institutriz, guía y  sostén de su vida y muerte. El historiador Surio dice de él que  visitaba a menudo las iglesias y monasterios de la ciudad y que era  compasivo  con los pobres, a quienes socorría en sus necesidades.
Juntamente con la educación religiosa proveyeron sus  padres a la educación intelectual de su hijo, al confiarle a los  desvelos del maestrescuela de la catedral, para que lo iniciara en los  rudimentos de la gramática, retórica, música,  aritmética, geografía y astronomía, materias que  constituían el plan de estudios de las escuelas catedralicias de aquel  tiempo.
Dicen sus biógrafos que el Santo fue acometido en su  juventud por la violencia de las pasiones; pero añaden que el  «casto joven nunca, ni por un instante, se rindió a las exigencias  de la pubertad y del placer». Estas crisis pasionales que asaltan a la  juventud, y que para muchos jóvenes son el principio de una vida de  pecado, fueron para el Santo la piedra de toque que le movió a encauzar  su vida por otras sendas que estuvieran al abrigo del demonio de la  impureza.  De ahí su decisión de ingresar en el monasterio de San Vicente de  Fora, situado en las afueras de Lisboa, sobre una pequeña colina, y  habitado por hombres honorabilísimos por su piedad.
Dos años moró el Santo en el monasterio de San  Vicente, hasta que, a causa de las frecuentes visitas de familiares y  amigos  que le impedían la paz y recogimiento, decidió pedir su traslado  a la casa madre de Coimbra, en donde ingresó a los diecisiete  años de edad. Aquí llevó una vida tan fervorosa que los  antiguos biógrafos aseguran que en este tiempo escaló Fernando  las cimas de la santidad. Al intenso trabajo espiritual acompañaba  siempre el estudio, que consideraba como complemento y perfección de su  vida de piedad. Aunque muy amplios, sus estudios tendían exclusivamente  al conocimiento más perfecto de la Sagrada Escritura.
Atendiendo el ambiente político-religioso del  monasterio de Santa Cruz durante los tiempos en que moró allí el  Santo, sacamos la conclusión de que su santidad y ciencia fueron  más bien producto de su esfuerzo personal y de la gracia que  imposiciones del medio ambiente. En una atmósfera de luchas, intrigas y  defecciones dolorosas vivía el joven Fernando entregado a la  oración y al estudio. La virtud se robustece en la adversidad, y, lejos  de escandalizarse por la conducta equívoca de algunos prohombres del  monasterio, se impuso una vida más intensa de espiritualidad. Sin  embargo, más de una vez soñó en la posibilidad de abrazar  otro género de vida más perfecto y más al abrigo del  mundanal ruido. 
La vida simple de los pobrecillos hijos de San  Francisco de  Asís del eremitorio de San Antonio de Olivares, de Coimbra, le  atraía irresistiblemente. Tuvo Fernando su primer contacto con dichos  frailes al hospedarse en el monasterio los protomártires franciscanos de  Marruecos, a su paso por Coimbra en dirección a África.  Además, los frailes de Olivares acudían al monasterio en busca de  limosna, a los que atendía el joven monje, que, según testimonio  de Azevedo, tenía a su cargo la hospedería. A este cenobio fueron  después traídos los cuerpos de los protomártires de  Marruecos. ¿Qué impresión producirían en el  ánimo de Fernando los despojos mortales de aquellos intrépidos  soldados de la fe? Despertaron en él el deseo de consagrarse al  apostolado entre infieles y morir mártir de Cristo. Era imposible  realizar sus sueños mientras permaneciera en Santa Cruz de Coimbra,  porque el monasterio no tenía en su programa de vida las misiones entre  infieles y sólo podía llevarlo a cabo en el supuesto de profesar  en una Orden como la franciscana; pero para efectuar este tránsito  debía contar con la autorización de los superiores de ambas  Ordenes.
Un día, según costumbre, los frailes de San  Antonio de Olivares acudieron al monasterio en busca de limosna y  Fernando, en  secreto, les confió su propósito, diciéndoles:
Los frailes le dieron palabra y fijaron para la mañana siguiente el ingreso en la Orden franciscana. Aquella noche, según el biógrafo más autorizado, arrancó Fernando a duras penas y a base de muchos ruegos el permiso del prior del monasterio. Con el fin de vencer dificultades de parte de sus familiares y de algunos monjes de Santa Cruz se convino en cambiar su nombre de Fernando por el de Antonio, que era el titular del eremitorio donde residían los franciscanos, y en mandarle cuanto antes a tierra de infieles. La ceremonia de la imposición de hábito al nuevo candidato fue rápida y sencilla, por razón de que el prior, el monasterio, la diócesis y todo el reino estaban en entredicho por el arzobispo de Braga, y, según el derecho, se prohibía la celebración pública de la santa misa y del oficio divino.
«Hermanos, recibiría con entusiasmo el hábito de vuestra Orden si me prometierais enviarme, luego de haber entrado, a tierra de sarracenos para que sea partícipe de la corona de los santos mártires».
Los frailes le dieron palabra y fijaron para la mañana siguiente el ingreso en la Orden franciscana. Aquella noche, según el biógrafo más autorizado, arrancó Fernando a duras penas y a base de muchos ruegos el permiso del prior del monasterio. Con el fin de vencer dificultades de parte de sus familiares y de algunos monjes de Santa Cruz se convino en cambiar su nombre de Fernando por el de Antonio, que era el titular del eremitorio donde residían los franciscanos, y en mandarle cuanto antes a tierra de infieles. La ceremonia de la imposición de hábito al nuevo candidato fue rápida y sencilla, por razón de que el prior, el monasterio, la diócesis y todo el reino estaban en entredicho por el arzobispo de Braga, y, según el derecho, se prohibía la celebración pública de la santa misa y del oficio divino.
En el verano de 1220 vestía Antonio la librea  franciscana y a primeros de noviembre desembarcaba en Marruecos. Una  terrible  enfermedad le retuvo todo el invierno en cama y los superiores de la  misión juzgaron conveniente repatriarlo para que atendiera a su  convalecencia. Con este propósito hízose a la mar; pero un recio  viento empujó la nave hacia Oriente, obligándola a atracar en las  costas de Sicilia. Antonio se refugió en el convento franciscano de las  afueras de Mesina y de allí marchóse al Capítulo general,  convocado en Asís por el seráfico fundador para el 20 de mayo de  1221. Antonio pasó inadvertido en medio de aquella multitud, de tal  manera que, terminado el Capítulo, los frailes se reunieron en torno a  sus provinciales y en su compañía regresaban a sus respectivas  provincias, mientras él quedaba a disposición del ministro  general. A ruegos del Santo el provincial de Romaña se lo llevó  consigo y con su permiso retiróse al eremitorio de Monte Paolo para  consagrarse a la soledad. De su vida en aquel eremitorio dice el primer  biógrafo: 
«Cierto fraile habíase arreglado una cueva que debía servirle de celda para retirarse allí y dedicarse a la altísima contemplación. Cuando Antonio, que iba explorando el bosque, la vio, prendóse de ella y, con muchos ruegos, se la pidió al devoto fraile, que, vencido por las reiteradas súplicas del Santo, se la cedió fraternalmente. Desde entonces todas las mañanas, después de haber tomado parte en la plegaria común, retirábase allí, llevándose consigo un poco de pan y un vaso de agua para todo el día, obligando a la carne a servir al espíritu. Pero, fiel a las prescripciones de la regla, asistía por la tarde a la conferencia espiritual que se tenía en el convento. Sucedía a menudo que, cuando al toque de la campana quería reunirse con sus hermanos, hallábase su pobre cuerpo tan debilitado por las vigilias y tan extenuado por el ayuno que se tambaleaba y rehusaba sostenerse, teniendo necesidad de apoyarse en otro hermano para poder llegar al eremitorio».
Pero aquella alma privilegiada no debía vivir  sólo para sí, sino ser útil y provechosa a los  demás. No quiso Dios que aquella lámpara de la ciencia y santidad  permaneciese por más tiempo debajo del celemín. Y pronto  presentóse la oportunidad de revelarse al mundo con ocasión de un  sermón predicado en Forlí en las cuatro témporas de  septiembre de 1221, ante los religiosos franciscanos y dominicos que  fueron  ordenados sacerdotes. A ruegos del superior habló de tal manera que  todos quedaron maravillados del torrente de sabiduría que fluía  de sus labios. Su ciencia había traicionado a su humildad y no era  posible esconderla por más tiempo. Aquella intervención de  Antonio sorprendió gratamente al provincial, que pensó en  dedicarle inmediatamente al apostolado.
Su primer campo de acción apostólica fue la  Romaña, región infectada por los herejes cátaros y  patarinos. Antonio entró en liza con ellos, poniendo en juego todas las  reservas espirituales acumuladas anteriormente en la soledad y sus  extensos  conocimientos teológicos y bíblicos. En Rímini  encontró fuerte oposición de los herejes, que impedían al  pueblo que asistiera a sus sermones. Entonces recurrió el Santo a la  eficacia del milagro. Ante la apatía del público por la palabra  de Dios fuese a orillas del Adriático y empezó a predicar a los  peces, diciendo:
A su palabra acudieron multitud de peces, que sacaban sus cabezas fuera del agua con grandísima quietud, mansedumbre y orden. Aquel milagro despertó gran entusiasmo en la ciudad, quedando corridos los herejes. Fue tan eficaz su acción apostólica contra los mismos, que los antiguos biógrafos le llamaron incansable martillo de los herejes.
«Oid la palabra de Dios, vosotros peces del mar y del río, ya que no la quieren escuchar los infieles herejes».
A su palabra acudieron multitud de peces, que sacaban sus cabezas fuera del agua con grandísima quietud, mansedumbre y orden. Aquel milagro despertó gran entusiasmo en la ciudad, quedando corridos los herejes. Fue tan eficaz su acción apostólica contra los mismos, que los antiguos biógrafos le llamaron incansable martillo de los herejes.
Al cabo de unos años de apostolado eficaz fue  nombrado Antonio profesor de teología. Cerciorado San Francisco de su  sabiduría y santidad, convencido de la necesidad del estudio de sus  frailes para el más completo desenvolvimiento de la Orden,  envióle la siguiente carta:
Con el beneplácito del santo fundador fue San Antonio el primer Lector de teología que tuvo la Orden franciscana.
«A fray Antonio, mi obispo, fray Francisco, salud en Cristo: Me place que interpretéis a los demás frailes la sagrada teología, siempre que este estudio no apague en ellos el espíritu de la santa oración y devoción, según los principios de la regla. Adiós».
Con el beneplácito del santo fundador fue San Antonio el primer Lector de teología que tuvo la Orden franciscana.
Poco duró su magisterio en el estudio de los  franciscanos de Bolonia, por cuanto las necesidades generales de la  Iglesia  reclamaron su presencia en Francia, para combatir allí la herejía  albigense. Santo Domingo había trabajado incansablemente para reducir a  los herejes; pero, a pesar de su acendrado celo y de su actividad  incansable,  la herejía mostrábase cada día más pujante. Ante  aquel peligro movilizó el Papa a todos los predicadores que por su celo,  ciencia y santidad de vida fueran aptos para acometer una cruzada eficaz  de  apostolado, para persuadir a los herejes de la falsedad de su doctrina.  Entre  los escogidos figuraba San Antonio.
El primer puesto de batalla fue Montpellier, en donde  enseñó Antonio sagrada teología a los religiosos de su  Orden; de allí pasó a Toulouse para ejercer el mismo ministerio,  que alternaba con el apostolado entre el pueblo.
De Toulouse pasó el Santo a Le Puy, Bourges, Limoges y Arlés. Por razón de ocupar el cargo de custodio de Limoges vióse obligado a asistir al Capítulo general convocado por fray Elías en Asís para el 30 de mayo de 1227, y en el cual fue elegido Antonio ministro provincial de Romaña, cargo que ejercitó con éxito hasta el año 1230.
Por indicación del cardenal de Ostia se dedicó allí Antonio a la composición de sermones para todas las festividades de los principales santos y domínicas del año. La soledad y el retiro del convento de Arcella, cerca de Padua, invitaban al recogimiento y estudio, necesarios para llevar a término la composición de una obra de tan vastas proporciones. También se le atribuye una Exposición del Salterio y algunas otras obras.
«Día y noche –dice Assidua– tenía discusiones con los herejes; exponíales con grande claridad el dogma católico; refutaba victoriosamente sus prejuicios; revelando en todo una ciencia admirable y una fuerza suave de persuasión que penetraba en el ánimo de sus contrarios.»
De Toulouse pasó el Santo a Le Puy, Bourges, Limoges y Arlés. Por razón de ocupar el cargo de custodio de Limoges vióse obligado a asistir al Capítulo general convocado por fray Elías en Asís para el 30 de mayo de 1227, y en el cual fue elegido Antonio ministro provincial de Romaña, cargo que ejercitó con éxito hasta el año 1230.
«A finales de 1229 mandó Dios a Padua –dice Rolandino– de los confines de la Hesperia y de los países de Occidente, esto es, de las tierras de Galicia, Sevilla y Lisboa, al hombre religioso y santo, célebre por sus virtudes y conocimientos literarios, arca del Antiguo Testamento y forma del Nuevo y, si me es lícito usar de esta expresión, poderoso en obras y palabras. Éste habitó con sus hermanos de Padua; pero espiritualmente habitaba en el cielo.»
Por indicación del cardenal de Ostia se dedicó allí Antonio a la composición de sermones para todas las festividades de los principales santos y domínicas del año. La soledad y el retiro del convento de Arcella, cerca de Padua, invitaban al recogimiento y estudio, necesarios para llevar a término la composición de una obra de tan vastas proporciones. También se le atribuye una Exposición del Salterio y algunas otras obras.
Al llegar la Cuaresma suspendió Antonio el estudio  para dedicarse de nuevo a la predicación. Era tan vivo el celo que  devoraba su corazón, que se propuso predicar durante cuarenta  días continuos, y lo llevó a cabo, a pesar de la maligna  hidropesía que le aquejaba. Era tanto el fervor del pueblo por su  persona, que se abalanzaban sobre él las gentes para recortar pedazos de  su hábito. Con el fin de impedir estas escenas se dispuso que, terminado  el sermón, desapareciera Antonio ocultamente o saliera escoltado por un  piquete de hombres valientes que impidieran acercársele.
Consumido por el esfuerzo y la enfermedad retiróse  San Antonio al eremitorio de Camposampiero. Junto al mismo había un  espeso bosque y en él un nogal gigantesco con un tupido ramaje en forma  de corona. El Santo, movido por divina inspiración, pidió por  caridad que se le construyera una celdita entre la enramada del árbol,  como lugar apartado y apto para la meditación. Aparte del sabor  poético de la escena, ¿no encierra este hecho un poco de  filosofía cristiana? Los monjes y los pájaros son hermanos. Las  alondras y las tórtolas amaban a San Francisco, y es probable, aunque  las Florecillas no lo cuenten, que los pajaritos no huían del  árbol cuando Antonio subía en él. Los monjes y los  pájaros son pobres y confían en la Providencia, que da a los unos  las migajas de la caridad y a los otros los ligeros granos que levanta  el  viento; teje para los primeros un vestido glorioso con el oro de sus  virtudes y  prepara para los segundos un manto real con la variedad de su plumaje.
Un día la enfermedad que le aquejaba anunció  un fatal desenlace. Recibidos los santos sacramentos, cantó Antonio un  cántico a la Virgen mientras fijaba su mirada hacia un punto luminoso,  invisible para los allí presentes, con una sonrisa beatífica en  sus labios. El religioso que le asistía le preguntó en la  intimidad qué cosa veía, a lo que respondió el Santo:  «Veo a mi Señor». Después alargó los brazos,  juntó las palmas de las manos en actitud humilde y alternaba con los  religiosos en el rezo de los salmos penitenciales. Al terminar entró en  un profundo éxtasis que duró media hora; vuelto en sí  miró por última vez a los presentes, sonrióles y su alma  santísima, desligada de los brazos de la carne, fue absorbida en los  abismos de los resplandores divinos. Era viernes, día 13 de junio de  1231. Tan pronto como expiró los niños de Padua recorrieron la  ciudad al grito de: «¡Ha muerto el Santo! ¡Ha muerto San  Antonio!».
Dios quiso glorificar su sepulcro obrando por su  intercesión gran número de milagros, lo que movió a las  autoridades eclesiásticas a pensar en su canonización, lo que  hizo el papa Gregorio IX aún no transcurrido el año de la muerte.  El mismo Gregorio IX le concedió, al canonizarle, la misa de doctor, que  ininterrumpidamente se ha celebrado en su fiesta, por los tesoros de la  altísima sabiduría de que fueron testigos y panegiristas los  Romanos Pontífices. Pío XII se hizo intérprete de esa  tradición secular cuando el 16 de enero de 1946 le proclamaba doctor de  la Iglesia, asignándole el título de Doctor  Evangélico, por las Letras Apostólicas que empiezan con el  siguiente elogio: 
«Alégrate, feliz Lusitania: salta de júbilo, Padua dichosa, pues engendrasteis para la tierra y para el cielo a un varón que bien puede compararse con un astro rutilante, ya que brillando, no sólo por la santidad de su vida y gloriosa fama de sus milagros, sino también por el esplendor que por todas partes derrama su celestial doctrina, alumbró y aún sigue alumbrando al mundo entero con una luz fulgentísima».
San Antonio no ha perdido actualidad y su memoria es  evocada  constantemente por el pueblo cristiano, que ve en él al santo que  resucita a los muertos, que cura las enfermedades, que está dotado del  don de bilocación, que habla a los peces, que convierte a los herejes,  que aligera el bolsillo de los ricos en provecho de los pobres  necesitados, que  asegura y multiplica las provisiones, que allana los obstáculos que  dificultan el contraer matrimonio, que halla las cosas perdidas, que  conversa  amigablemente con el Niño Jesús. La experiencia cotidiana  enseña que San Antonio no defrauda nunca la esperanza de sus devotos,  que confían en su valimiento ante el trono del Altísimo.
 Luis Arnaldich, OFM, San Antonio de Padua, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 634-642.
MEDITACIÓN SOBRE CÓMO HAY QUE GOBERNAR LA LENGUA
I. Treinta y dos años después de la muerte de San Antonio de Padua,  se encontró su lengua tan fresca como lo estaba en el momento de su  muerte. Dios quiso recompensar mediante este milagro el buen uso que de  ella había hecho hablando siempre de Dios, sea en sus predicaciones, sea  en sus conversaciones familiares. Y tú, ¿hablas sólo de Dios o a Dios?  ¿Tu corazón está de acuerdo con tus palabras cuando hablas de Dios y  cuando le dices que lo amas y que detestas tus pecados?
II. No siempre se puede hablar de Dios, pero se puede referir a Dios  todo lo que se dice. Consolar a los afligidos, reprender a los  pecadores, hablar de los quehaceres temporales de que Dios quiere que te  ocupes, no es hablar de Dios; pero si haces esto por amor de Dios, por  esto serás recompensado. No pronuncies, pues, ni una sola palabra que no  tienda a la gloria de Dios. Para ello, imita a los primeros cristianos.  Ellos hablan como hombres que saben que los escucha Dios  (Tertuliano).
III. Es menester que te calles por amor de Dios, cuando eres  calumniado, cuando se te dice alguna palabra hiriente a la cual podrías  responder con otra aguda, y cuando se presenta la ocasión de alabarte o  de vituperar a los otros; nunca debe decirse una palabra inútil, ni  hablar de las faltas del prójimo. ¿Nada dices tú que pueda fastidiarlo o  escandalizarlo? Saber callarse es más difícil que hablar (San  Ambrosio).
El silencio.
Orad por la conversión de los pecadores.
ORACIÓN
Que la piadosa solemnidad de vuestro confesor San  Antonio difunda santa alegría en vuestra Iglesia, Señor, a fin de que  ella reciba sin cesar el auxilio de vuestras gracias, y merezca gustar  un día de los gozos eternos. Por J. C. N. S.
 
 
 
 

 
 
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)