Tomado de SEDE DE LA SABIDURÍA.
DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE REVELACIONES 
El Papa Benedicto XIV, en su Tratado 
sobre la Canonización de los Santos, establece: “En cuanto a lo que 
concierne a revelaciones privadas, no deberían ser recibidas con un 
sentido de fe Católica, sino con fe humana, de acuerdo a las reglas de 
prudencia que nos presentan tales revelaciones como probables y 
piadosamente creíbles. Esto no es para decir que estas revelaciones no 
pueden o no están destinadas a ser el instrumento de grandes gracias, 
aún para los fieles; pero como no son el objeto de un acto de fe 
teológico, ponerlas en duda o negarlas no es un pecado de herejía”.
San Pío X, nos dice que: “Cuando se 
trata de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones conviene 
recordar que la Iglesia usa en esta materia de tal gran prudencia, que 
no permite que tales tradiciones se refieran por escrito, sino con gran 
cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII; y aunque
 esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura la verdad del hecho, 
sino limitase a no prohibir creer al presente, salvo que falten 
argumentos de credibilidad.  Enteramente lo mismo decretaba hace treinta
 años la Sagrada Congregación de Ritos (Decr. 2 mayo 1877): “Tales 
apariciones y revelaciones no han sido ni aprobadas ni reprobadas por la
 Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean piadosamente, con 
mera fe humana, según la tradición que dicen existir, aunque esté 
confirmada con testimonios y documentos idóneos. Quien esta regla 
siguiere, estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier 
aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama “relativa”, contiene
 siempre implícita la condición de la verdad del hecho; más en cuanto es
 “absoluta”, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a las 
mismas personas de los santos a quienes se venera” (Pascendi, AAS, vol IV, p. 649)
Las Sagradas escrituras, nos dicen: 
“Carísimos, no creáis a todo espíritu, sino poned a prueba los espíritus
 si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido al mundo” (1Jn
 4,1). “Si entonces os dicen: “Ved al Cristo (igual que a la Virgen) 
está aquí o allá”, no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos
 profetas, y harán cosas estupendas y prodigiosas hasta el punto de 
desviar si fuera posible, aún a los elegidos. Mirad que os lo he 
predicho” (Mt. 24, 23-25). “… cuya aparición es obra de Satanás con todo
 poder y señales y prodigios de mentira y con toda seducción de 
iniquidad para los que han de perderse en retribución de no haber 
aceptado para su salvación el amor de la verdad” (2 Tes. 2, 9-12). “Y 
embaucó a los habitantes de la tierra con los prodigios que le fue dado 
hacer en presencia de la bestia diciendo a los moradores de la tierra 
que debían erigir una estatua a la bestia de modo que la bestia también 
hablase e hiciese quitar la vida a cuantos no adorasen la estatua de la 
bestia” (Ap. 13, 13-14).
Santa Teresa aclara, en el Libro de las
 Fundaciones (cap. 8): “Cuando un alma es verdaderamente humilde, aún si
 una visión viniera del espíritu de la oscuridad, no causaría ningún 
daño; pero es también cierto que cuando falta la humildad, aún si 
viniera de Dios, no le traería ningún beneficio a esa alma”.
LA VERDADERA MÍSTICA CATÓLICA COMO OPCIÓN SEGURA
Sorteando estos extremos erróneos se 
sitúa la teología mística católica cuyos más insignes representante, es 
junto a Santa Teresa de Avila,  San Juan de la Cruz, proclamado doctor 
de la Iglesia, de cuya obra hace un encendido elogio el gran tomista 
Réginald Garrigou-Lagrange, diciendo:  «Una de las partes más originales
 y más profundas de la doctrina de San Juan de la Cruz, con la que más 
ha hecho progresar la teología mística y merecido el título de Doctor, 
es la que se refiere a lo que él llama la noche pasiva del espíritu». 
Así lo reconoció la Iglesia en 1926, al proclamar doctor a San Juan de la Cruz por sus obras Místicas.
 En ellas, de una parte, no hay un ápice de iluminismo, revelacionismo, 
 aparicionismo, etc.; ni de otra, tampoco una tilde de quietismo, pues 
«Su objetivo no era la negación y el vacío, sino la plenitud del amor 
divino y la unión sustancial del alma con Dios. Reunió en sí mismo la 
luz extática de la Sabiduría Divina con la locura estremecida de Cristo 
despreciado» (Butler, Vidas de los Santos de Butler; Oficio 
Divino). Es sorprendente la armonía que se da entre la Teología mística 
de San Juan de la Cruz y la Teología escolástica de Santo Tomás de 
Aquino, Doctor Angélico y común de la Iglesia, al cual el doctor 
extático cita y sigue sin desviarse. Estudiar la Subida al Monte Carmelo
 no es más que aplicar el Tratado de la Fe de Santo Tomás de Aquino a la
 mística.
DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE LAS REVELACIONES, VISIONES, LOCUCIONES, Y FENÓMENOS MÍSTICOS  EXTRAORDINARIOS.
Introducción
- La revelación privada no es superior a la revelación pública por ser posterior en el tiempo. Después de la venida de Cristo no hay que esperar ya ninguna revelación nueva respecto a la salvación. La revelación pública se considera cerrada después de la muerte del último apóstol.
 - La revelación privada no es igual a la revelación pública en su valor objetivo. Por el contrario, toda revelación privada tiene un valor objetivamente inferior y subordinado.
 - La revelación privada no es complementaria o perfectiva de la revelación pública en cuanto a su contenido. Dios ha revelado públicamente todo lo que en su Sabiduría consideró necesario creer y practicar en orden a la salvación eterna. No “se olvidó” contenidos que luego tuviera que completar por medio de videntes. Y no está en las atribuciones del magisterio, aunque apruebe –más abajo veremos qué parte aprueba en sus resulociones– una revelación privada, el acrecentar o modificar con ella el contenido dogmático del depósito de la revelación.
 - La revelación privada no es una realidad exenta de la autoridad de la Jerarquía eclesiástica, establecida por institución divina, como la única competente para juzgar sobre las visiones o apariciones, en tanto custodia de la verdadera revelación y la verdadera devoción.
 
«Es un derecho y un deber del magisterio
 de la Iglesia dar un juicio sobre la verdad y sobre la naturaleza de 
hechos o revelaciones que se dicen acontecidos por especial intervención
 divina» (Alfredo Ottaviani).
- La revelación privada no es inspiración bíblica, por la cual puede decirse que Dios es autor de la Sagrada Escritura que usa del hagiógrafo como instrumento humano; no gozan de infalibilidad, por la que ciertos actos de la Iglesia están inmunes de error; asistencia no infalible del Espíritu Santo para enseñar sobre la revelación pública de modo no definitivo. Las revelaciones privadas pertenecen a la categoría de los fenómenos místicos extraordinarios.
 
Asentimiento.
Es necesario distinguir entre el 
beneficiario de una revelación privada, es decir, el sujeto que de 
manera inmediata y personal recibe la gracia gratis datae, y el
 resto de los creyentes, pertenezcan o no a la Jerarquía de la Iglesia. 
Aunque volveremos sobre este punto más abajo, por ahora nos parece 
suficiente exponer dos tesis:
1ª. Revelación a una persona determinada.
 En lo que respecta a la adhesión que el beneficiario de una 
revelación privada debe o puede darle a tal revelación, si su origen 
divino es cierto, la doctrina de la Iglesia se enseña en muchas partes; 
así  El Papa Benedicto XIV, en su Tratado sobre la Canonización de los 
Santos, establece: “En cuanto a lo que concierne a revelaciones 
privadas, no deberían ser recibidas con un sentido de fe Católica, sino con fe humana,
 de acuerdo a las reglas de prudencia que nos presentan tales 
revelaciones como probables y piadosamente creíbles. Esto no es para 
decir que estas revelaciones no pueden o no están destinadas a ser el 
instrumento de grandes gracias, aún para los fieles; pero como no son el objeto de un acto de fe teológico, ponerlas en duda o negarlas no es un pecado de herejía“.
 Así lo enseñan siguiendo al Doctor Común de la Iglesia, Domingo de 
Soto, Domingo Báñez, los Salmanticenses, Tomás Cayetano y el cardenal 
Giovanni Bona, etc.
San Pío X, nos dice 
que: “Cuando se trata de formar juicio acerca de las piadosas 
tradiciones conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de tal 
gran prudencia, que no permite que tales tradiciones se refieran por 
escrito, sino con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII; y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura la verdad del hecho, sino que se limita  a no prohibir creer al presente,
 salvo que falten argumentos de credibilidad.  Enteramente lo mismo 
decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos (Decr. 2 
mayo 1877): “Tales apariciones y revelaciones no han sido ni aprobadas 
ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean piadosamente, con mera fe humana –no fe sobrenatural meritoria–,
 según la tradición que dicen existir, aunque esté confirmada con 
testimonios y documentos idóneos.  Quien esta regla siguiere, estará 
libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto 
mira al hecho mismo y se llama “relativa”, contiene siempre implícita la
 condición de la verdad del hecho; más en cuanto es “absoluta”, se funda
 siempre en la verdad, por cuanto se dirige a las mismas personas de los
 santos a quienes se venera” (Pascendi, AAS, vol. IV, pág. 649).
Salvo que Dios revelara individualmente
 a un alma el misterio mismo de su vida íntima, que constituye el objeto
 de la revelación pública, no puede tratarse de una adhesión de fe teologal
 meritoria, sino de fe humana. Así, los comentadores más fieles de 
santo Tomás de Aquino tienden a desconectar decididamente la fe teologal 
del plan de realidades en que se producen las revelaciones privadas, 
totalmente concordes con el Doctor de la Iglesia y místico, San Juan de 
la Cruz, y con Santa Teresa de Ávila. La convicción de que estas 
revelaciones son de finalidad y carácter práctico, y no aportan nuevos 
objetos a la fe, es característica de los tomistas, y doctrina de la 
Iglesia.
2º. Revelación que llega al conocimiento de otros.
 En cuanto a las personas distintas del beneficiario de la revelación 
privada, todos los teólogos ofrecen una doctrina común; y la Iglesia, 
por lo demás, nos da también en este punto una enseñanza oficial clara: 
deja libre la discusión sobre la cuestión especulativa, pero se 
pronuncia cuando se trata de la práctica. Antes de su 
aprobación por la Iglesia, las revelaciones privadas que pueden llegar a
 nuestro conocimiento se nos presentan a nuestra prudencia, a nuestro 
sentido crítico y a la libertad que tenemos –dentro de los límites de 
una opinión prudente–, de dar o rehusar nuestra adhesión. Después de
 su aprobación por la autoridad eclesiástica, ¿no cambia la naturaleza 
de este asentimiento? Esto depende de la naturaleza de esta aprobación. 
Podemos decir ahora que no cabe aquí un asentimiento de fe divina,
 ya que estas revelaciones no tienen como objeto las verdades no 
contenidas en la revelación pública, sino que conciernen a la práctica 
cristiana, tanto personal como social; por tanto, el asentimiento que 
exigen es un asentimiento de fe humana. Así, creemos como de fe divina 
que la Virgen María fue concebida sin pecado original, pero no con fe 
divina que la misma Virgen se lo haya dicho a Bernardita; esto lo 
creemos sólo como una verdad histórica; y tampoco creemos en el dogma de
 la Inmaculada porque la Virgen se lo haya manifestado a Bernardita, sino porque Dios
 lo ha revelado y la Iglesia así nos lo enseña. Dicho esto que quien 
rehusara prestar todo asentimiento a una revelación particular aprobada positivamente por la Iglesia, –ver más abajo la distinción entre los tipos de aprobación– no podría 
ser condenado como hereje (doctrina de la Iglesia proclamada por varios 
papas, San Pío X, Benedicto XIV), pero podría ser tachado de 
desobediente o temerario.
Los representantes del modernismo, como 
Karl Rahner, todos condenados por la Pascendi de San Pío X, consideran que 
puede ser considerada de fe divina si les consta.
Agreguemos ahora, dos cuestiones complementarias:
– ¿La revelación privada podría 
facilitar principios ciertos de reflexión teológica? Algunos teólogos 
han recurrido a las revelaciones privadas para establecer tal o cual 
tesis de teología; así, por ejemplo, Leonardo Lessius se vale de semejantes 
revelaciones en favor de su doctrina sobre el Purgatorio; y en el siglo 
XX, el modernista Hans Urs von Balthasar (cuya doctrina trinitaria está plagada 
de errores y mantiene la falsa doctrina de que el infieno está vacío)
se dejó influenciar por Adrienne von Speyr. Para Santo Tomás, cuya obra 
cumbre la Suma Teológica presidió el Concilio de Trento, no pueden 
proporcionar a la teología más que la ocasión de datos «probables». El 
gran teólogo del Concilio de Trento Melchor Cano, niega decididamente 
que las revelaciones privadas puedan suministrar principios a la 
teología: una teología basada en revelaciones privadas podría conducir 
fácilmente a una peligrosa teología experimentalista, subjetivista y 
fraccionaria como vemos en el fenómeno aparicionista. Johann Baptist Franzelin 
introduce un matiz: las revelaciones privadas de suyo no se 
ordenan al desarrollo y explicación del depósito de la fe; podrían ser 
sospechosas si dijeran ser revelado lo que todavía está bajo el juicio 
de la Iglesia; porque lo que Dios ha prometido a su Iglesia para la 
explicación del depósito de la fe, es la asistencia divina, como medio 
ordinario, y no las revelaciones privadas.
¿La revelación privada puede ser regla de conducta?
Cayetano se ocupa de esta cuestión de 
orden práctico con especial interés (cfr. In II-IIæ, q. 174, art. 6, n. V). 
Si se trata de actos propiamente «públicos», en los que se ejerce una 
función de orden público y social, no se los debe regular por visiones o revelaciones privadas del beneficiario, a menos que el inspirado funde la autoridad, proporcionando el signo de una especial intervención divina con un verdadero milagro.
 Por eso, en el conflicto entre el «espíritu» y la «misión», la «misión»
 debe pedir al «espíritu» las pruebas que la acrediten públicamente: 
caso de santa Juana de Arco, de santa Catalina de Siena. El milagro o 
señal milagrosa es decisivo, siempre que tenga conexión explícita, o 
implícita pero indudable, con la revelación, como, por ejemplo, la 
fuente milagrosa que la Virgen hizo brotar en Lourdes; los fenómenos 
extraordinarios vistos en el sol en Fátima, o una curación instantánea y
 perfecta –examinada objetivamente– en confirmación de una aparición. Si
 se trata de la «conducta privada», y con mayor razón, de la «conducta 
de otro» (condenas de cardenales, obispos, etc.) toda revelación privada 
está sometida al criterio de conformidad con la práctica general de la 
Iglesia, sea de la Iglesia universal, sea de una Iglesia local, y tales 
manifestaciones son signo de falsedad.
Contenidos.
Entendemos aquí por contenidos de las revelaciones privadas el mensaje comunicado al beneficiario. Este mensaje se recibe de modo particular,
 es decir por fuera de la revelación pública de la Iglesia, contenida en
 la Tradición y la Escritura, propuestas por el magisterio. Los 
contenidos de una revelación particular pueden ser diversos, pero una 
manera aproximada de sistematizarlos es comparándolos con el objeto 
enseñado por el magisterio eclesial, que puede ser primario (fe y costumbres) y secundario (cuestiones conexas con el objeto primario).
El contenido de las revelaciones privadas lo constituye siempre una o varias proposiciones de carácter religioso. Por
 razón de dicho carácter se identificarán con las verdades reveladas y 
contenidas en el sagrado depósito, se opondrán a ellas, tratarán tal vez
 de completarlas; en todo caso, tienen al menos un nexo con el depósito 
de la revelación. Desde el momento que Dios ha confiado al magisterio 
pontificio la custodia e interpretación auténtica de la revelación 
pública en toda su integridad, no puede dejarse de reconocerle al 
magisterio el derecho de dar un juicio sobre el contenido de las 
revelaciones privadas.
Por los límites que nos hemos impuesto 
nos parece importante ahora enumerar algunas reglas –tomadas del un 
trabajo del dominico Alberto Colunga– usuales para valorar el contenido de las revelaciones particulares:
– Primera regla: si el contenido se conforma a la verdad revelada, o no.
 En el primer caso podrá ser la aparición de origen divino, pero en el 
segundo ciertamente no lo tiene. Lo que se opone a la fe, a la moral, o 
al sentir común de la Iglesia, se ha de rechazar.
– Si el contenido se opone “no sólo a cuanto la Iglesia enseña como formalmente definido, sea en materia de fe o de moral, sino a la enseñanza ordinaria de la misma, a su disciplina, costumbres, en fin, a cuanto signifique el espíritu de la misma Iglesia”, también se ha de rechazar.
Benedicto XIV refiere el episodio de 
Pedro de Lucca CRL, que, a principios del siglo XVI, se atrevió a predicar en
 la catedral de Mantua, que, según había sido revelado a un alma santa, 
la concepción del Señor se había realizado, no en el útero de su madre, 
sino en el corazón. La sentencia del predicador fue condenada y también 
reprobada la profecía de la santa que la había inspirado.
Más recientemente fue prohibido el Poema
 de Gesù y el Poema dell´Uomo-Dio de Valtorta que tantos hoy leen, 
cuando la “vidente” admite una evolución de los dogmas; evolución 
condenada por la Iglesia; admite heréticamente el pecado 
original consistió en el acto sexual de los primeros padres; doctrina 
condenada por la Iglesia; afirma blasfemamente que tanto la Virgen María
 como Jesucristo tuvieron tentaciones sexuales con las cuales tuvieron 
que luchar.
– Todavía más. Aparte de las doctrinas que la Iglesia enseña y que los cristianos estamos obligados a aceptar, existen, en las escuelas teológicas, muchos puntos de doctrina, que la Iglesia permite discutir libremente y defender sobre los mismos opiniones diversas. Si en las visiones o revelaciones de que tratamos, se definen o se condenan sentencias que en las escuelas se discuten libremente con la anuencia de la Iglesia,
 tampoco se han de tener como de origen divino tales revelaciones. El 
vidente se atribuye una ingerencia en la vida de la Iglesia que no le 
corresponde. Las revelaciones privadas, que miran directamente a la 
persona que las recibe, no pueden afectar a las doctrinas de la Iglesia o
 a la conducta de la misma sobre la tolerancia de tales doctrinas. El 
criterio de Benedicto XIV es que semejantes definiciones se han de atribuir a la mentalidad del vidente, que introduce sus propias ideas en las revelaciones, supuesto que no sea pura fantasía o engaño del demonio.
– Lo mismo se ha de afirmar si en semejantes apariciones o revelaciones se introducen materias científicas, históricas, etc., extrañas a las doctrinas religiosas.
 Tales materias no se han de tener como objeto de revelación. En los 
mismos profetas, maestros de nuestra fe, vemos no raras veces que 
emplean materias científicas o históricas, no como objeto de su 
revelación o enseñanza, sino como elementos de expresión para 
hacerse entender por aquellos a quienes directamente hablan. Durante 
mucho tiempo se ha creído por muchos que tales elementos científicos 
eran objeto de la enseñanza de los profetas, pero la exégesis bíblica 
dirigida por la Iglesia, acabó por definir lo que en los textos 
escriturarios representan tales materias científicas. Mucho más hemos de
 decir esto de las revelaciones privadas que carecen del carácter de 
infalibilidad.
– Finalmente se han de excluir de la revelación divina todas aquellas materias que no conducen a la edificación, las cosas de pura curiosidad, así como las revelaciones difusas, razonadoras y largas y más aún las que se entrometen a discutir.
 Como Dios es el que en ellas habla, no gusta de razonar y disputar; sus
 palabras son breves, como órdenes de la autoridad soberana.
El P. Godínez (Michael Wadding) resume bien cuanto hasta 
aquí llevamos dicho: «Quiero terminar encargando mucho a los maestros 
espirituales, que tengan grande cuenta con las revelaciones dogmáticas, 
doctrinales y proféticas, en donde se revela algo acerca de la doctrina y
 costumbres, pecados, vicios y virtudes, para ver si lo que se revela 
desdice algo de los usos recibidos, de la doctrina común de la Iglesia, 
de las tradiciones antiguas, de la Sagrada Escritura y de la doctrina de
 los Santos Padres, pues, en tal caso, estas revelaciones dogmáticas son malas o muy peligrosas; y con ser todo
 el camino de revelaciones y éxtasis en la vida espiritual muy 
peligroso, el camino de las revelaciones dogmáticas es peligrosísimo. Lo mismo digo de las revelaciones proféticas, mayormente en mujeres, que son muy peligrosas y poco provechosas».
Evaluado el objeto de las revelaciones o apariciones, si éste es abiertamente malo, el problema está resuelto negativamente; pero, si es bueno, todavía no podemos dar por sobrenaturales tales revelaciones.
Es preciso, pues, estudiar el sujeto de estos fenómenos,
 porque las condiciones del mismo ayudan a conocer la naturaleza de lo 
que nos cuenta. En efecto, dado que la revelación privada es un mensaje 
recibido por una persona, que luego lo comunica a otros, se deben tener 
en consideración las incidencias que imprime la subjetividad del 
beneficiario en la comunicación de lo revelado. En sus comunicaciones
 el Espíritu Santo se acomoda a la condición humana, cultural y 
temperamental de los beneficiarios y se sirve de esas condiciones suyas para los fines que se propone al escogerlos. Y así:
– Conviene notar si la persona vidente es hombre o mujer, pues la diferencia de sexos determina muchas veces diversos temperamentos y disposiciones psicológico-morales.
– Sea el vidente hombre o mujer, se debe observar la edad del mismo, porque no es la misma la psicología del niño, que la del hombre maduro.
– Los antiguos insistían mucho en observar el temperamento de las personas y tachaban sobre todo a los «melancólicos». Hoy la ciencia médica ha
 descubierto bajo esta «melancolía» muchos otros fenómenos o 
enfermedades, que un teólogo debe tener en cuenta, cuando se trata de 
apreciar el testimonio de ciertas personas.
– Los teólogos convienen en que las visiones y revelaciones no son signos infalibles de santidad.
 El P. Godínez dice a este propósito «Espíritu de poca virtud y de mucha
 revelación bien parece iluso, conforme a buena razón». Pero no todas 
las leyes de la discreción de espíritus tienen un valor absoluto y 
pueden darse excepciones. La que sí creo que tiene que no admite 
excepciones es ésta: no merecen crédito ninguno los testimonios 
de las personas milagreras y amigas de divulgar las gracias que creen 
haber recibido del cielo. En igual categoría hemos de colocar 
aquellas personas que sueñan con tales comunicaciones, que las desean, 
que las piden, o que hacen fingidos actos de humildad con el fin de 
merecerlas.
– Muy relacionada con esta norma es otra
 en que insisten mucho los maestros de la vida espiritual, a saber, que 
el agraciado con esas visiones debe temer ser víctima de alguna ilusión propia o engaño diabólico.
– Por los frutos se 
conoce el árbol, dice Jesús, y por los efectos que causan en el alma las
 visiones se distingue la condición del espíritu que las produce. Dios 
obra como redentor de las almas y en todo mira a realizar la obra 
redentora; el diablo obra siempre como tentador, que mira a la ruina de 
las almas. Los videntes de Lourdes y de Fátima nos ofrecen la 
confirmación de esta norma. Desde los primeros pasos de las 
comunicaciones divinas, la acción del Espíritu Santo es en ellos 
manifiesta. Los maestros de la vida espiritual advierten a los 
directores de las almas agraciadas con estos dones la regla utilísima, 
que aquí se les ofrece. Visiones o revelaciones que no miren a la perfección del que las recibe,
 deben ser rechazadas como falsas; pero, si, al contrario, producen en 
las almas frutos de santidad, deben ser acogidas como dones del Señor. 
San Juan de la Cruz afirma que tales gracias no arguyen santidad en 
quien las recibe y aducen en confirmación el caso de Balaam y el de 
Caifás.
Por último, quedan por examinar algunas circunstancias, que rodean las visiones o apariciones y que pueden contribuir a formar juicio sobre el contenido de las mismas.
– Primeramente la honestidad o decencia con que se presentan.
 Toda visión que vaya acompañada de cosa que desdiga de la santidad de 
Dios hay que tomarla por cosa no divina. Si, al contrario, todo en ella 
es honesto y no desdice de la santidad de Dios, no podremos condenarlo 
como malo, aunque tampoco lo daremos por divino.
– Otra circunstancia que hay que considerar es la frecuencia de tales fenómenos.
 En las vidas de algunos santos se nota que las visiones o 
comunicaciones divinas son muy frecuentes, y así no podríamos 
calificarlas de no divinas por sólo esta circunstancia. Será preciso 
para ello considerar otras cosas, por ejemplo los efectos que causan en 
el alma, la vida de ésta. Sin embargo, por el capítulo de la frecuencia tales fenómenos se hacen sospechosos. Es muy posible que procedan de alguna enfermedad, ya que no sean del espíritu maligno. Cuando los videntes son muchos, podremos tener muchos testigos, pero también puede ser que tengamos muchos sugestionados. En Limpias eran muchos los que decían ver los movimientos del rostro del Santo Cristo; pero sin duda que no había más que un fenómeno de sugestión, un contagio psicológico.
 Sin embargo, en Fátima el fenómeno del sol fue visto por muchísimos 
más, y no es probable que allí hubiera contagio de unos sobre otros. En 
cambio, en Lourdes, parece que también hubo muchas personas, que decían 
ver a la Virgen, pero la testigo verdadera de las apariciones, a juicio 
de la Historia, fue Bernardita. Muchas circunstancias, entre ellas la 
santidad de su vida, desde las primeras apariciones, la 
hicieron acreedora al título de testigo de la Virgen.
– Cuando se trata de apariciones, en las
 que se puede entrever algo útil desde el punto de vista humano, v. gr.,
 el origen de un santuario, hay que guardarse mucho de pronunciar un 
juicio sobre el suceso. Cuando Dios otorga esas gracias, sólo pretende 
el bien espiritual de los agraciados y de la Iglesia. Por eso, si en 
tales fenómenos se deja ver algún interés terreno, negocios, librerías, etc., hay que dar por seguro que lo divino, si lo hubo, está pervertido por lo humano, y Dios, dejará de obrar. Lo más probable es que no haya habido allí nada de divino.
El juicio de la autoridad (1).
En lo relativo a las 
revelaciones particulares existe la necesidad personal y eclesial de 
guardar un equilibrio entre dos extremos: el exceso de credulidad y la 
desconfianza temeraria. Lo que no siempre es fácil. Dado
 que buenos cristianos, e incluso santos, pueden engañarse y tomar por 
revelaciones lo que no son más que alucinaciones o ilusiones, es 
necesario un criterio que permita superar la incertidumbre y que 
manifieste a los fieles la verdad sobre una revelación particular. Por ello, la jerarquía de la Iglesia somete a discernimiento las revelaciones antes de emitir un juicio.
Muchas veces las revelaciones reciben aprobación o reprobación en una Iglesia particular. Tal es el caso, por ejemplo, de la aparición de Akita (Japón),
 que sólo cuenta con aprobación del obispo local, postconciliar. Pero 
Akita no tiene aprobación de la Iglesia universal.
¿Está dentro de las atribuciones dadas por Jesucristo al magisterio pontificio el juzgar sobre las revelaciones privadas? Es
 doctrina común que el magisterio tiene competencia para pronunciarse al
 respecto. El contenido de las revelaciones privadas se constituye por 
una o varias proposiciones de carácter religioso, que tienen relación –a
 veces muy estrecha– con las verdades que integran el depósito de la 
revelación pública. La supuesta sobrenaturalidad de la revelación 
privada cae dentro del campo de las acciones morales y el magisterio 
pontificio se extiende no sólo a la fe, sino también a las costumbres. 
Además las revelaciones tienen frecuentemente repercusión en la vida de 
la Iglesia: ellas han dado origen a santuarios y sitios de devoción; con
 ellas se han iniciado en la Iglesia determinadas formas de culto, que 
han llegado a la liturgia; su multiplicación en ciertas épocas de la 
historia ha conmovido la vida cristiana, despertando a veces un malsano 
prurito de lo maravilloso y espectacular, y sembrando en muchas personas una confusión lamentable. Por ello también la potestad de gobierno puede estar implicada en la regulación disciplinar de las revelaciones particulares.
- a) Reprobación.
 
Veamos ahora el aspecto negativo de la intervención de la autoridad pontificia: la reprobación.
 Son muchas las revelaciones privadas y las apariciones que ha reprobado
 el magisterio pontificio. Hay ocasiones en que el Santo Oficio ha 
juzgado, negando expresamente su carácter sobrenatural con la fórmula «non esse supernaturáles»:
 Ezquioga (1934), Heroldsbach (1951), etc. Otras veces la fórmula del 
Santo Oficio ha sido que las pretendidas apariciones y revelaciones «no 
se pueden aprobar». Es el caso de Loublande [apariciones
 del Sagrado Corazón de Jesús a Claire Ferchaud, pidiendo ser erigido en
 Patrón de Francia y prometiendo que hecho esto, le daría la victoria en
 la Guerra Mundial, N. del E.] (1920). En otros supuestos, 
el juicio se ha limitado a prohibir las obras en que van circulando 
determinadas revelaciones privadas. Así lo hizo, por ejemplo, con los 
escritos de Luisa Piccareta, María Valtorta, puestos en el Índice de libros 
prohibidos en 1938 los de aquella, y en 1960 los de esta. Finalmente, en
 ocasiones la fórmula, negativa también, tiene una expresión menos 
reprobatoria: «non constáre», que en rigor puede llegar a ser 
un simple reconocimiento de que no se ha podido comprobar. Ejemplo puede
 ser el decreto del Santo Oficio sobre el P. Pío de Pietrelcina de 1923: «Non constáre de eórum factórum supernaturalitáte».
- b) Aprobación.
 
Más compleja y necesitada de distinciones es la denominada aprobación. Dicen los teólogos que la aprobación de la Iglesia no es propiamente tal, queriendo significar que estamos ante actos magisteriales de alcance limitado. Hay tres clases de aprobación:
1ª. Negativa: en la revelación nada hay contra la fe y las costumbres. Es un mero nihil obstat. Nada dice, pues, de la sobrenaturalidad.
2ª. Permisiva: se permite la lectura y difusión de las cosas reveladas. Se trata de una ampliación del nihil obstat a los escritos del vidente, sin cambiar la naturaleza de la aprobación. Tampoco dice nada sobre la sobrenaturalidad.
3ª. Positiva: la Iglesia se pronuncia sobre tres aspectos, oportunidad, historicidad y carácter sobrenatural de una revelación particular. Esta aprobación supone la negativa.
El siguiente esquema puede ayudar: Como las revelaciones contienen varios elementos de diverso tipo, y son hechos que se desarrollan en el tiempo, siempre será importante leer los documentos oficiales para tener claridad sobre lo que ha sido aprobado y lo que no; y enterarse de qué clase de aprobación han recibido las diferentes partes de una revelación o aparición.
 Este criterio resulta imprescindible para evitar manipulaciones 
frecuentes de los que con vehemencia las defienden, silenciando parte de
 la verdad u ocultando los límites precisos de la aprobación, muchas 
veces por ignorancia.
- c) Aprobación positiva. Cabe advertir que, ordinariamente y en la mayoría de los casos, la aprobación de la Iglesia es de tipo negativo o permisivo, sin pronunciarse positivamente.
 
Anticipemos un criterio importante: el
 hecho que el visionario sea santo no acredita que sus visiones o 
revelaciones hayan recibido aprobación positiva. Se canonizan las 
virtudes, no las visiones. Así por ej., Agustín Poulain hace un catálogo de unos 32
 casos de personas canonizadas, beatificadas o muertas en olor de 
santidad, caídas en error en las apariciones que creían haber visto y en
 los mensajes celestiales que creían haber recibido. Porque las
 visiones y revelaciones, admitido su probable origen divino, no 
constituyen un sólido argumento de santidad, ya que no consiste en ellas
 la perfección cristiana. Solamente las virtudes teologales, 
juntamente con la gracia, las demás virtudes y los dones del Espíritu 
Santo, son los medios inmediatos de unión con Dios. Una vez 
probadas las virtudes heroicas, y en relación con estas, se toman en 
cuenta las visiones y revelaciones, que ilustran más la santidad, pero 
no la constituyen.
Hay una cuestión de hecho: ¿ha habido en realidad aprobaciones positivas del magisterio pontificio en materia de apariciones y revelaciones privadas? Hay
 que descartar en principio todo género de aprobación positiva por el 
que el contenido doctrinal de una revelación privada pase a formar parte
 del depósito de la revelación, pues no está en las atribuciones
 del magisterio, aunque apruebe una revelación privada, el acrecentar o 
modificar con ella el contenido dogmático del depósito de la revelación.
Son muchos los casos en que la 
Santa Sede, al hablar de estos fenómenos extraordinarios en las vidas de
 los santos, introduce una fórmula restrictiva: «ut fertur», «ut tráditur», «uti tráditum est».
 Algunos ejemplos de esta cláusula restrictiva: las Letras decretales 
para la canonización de Santa Catalina Labouré (1947); homilía de la 
Misa de canonización de la misma Santa (1947); Letras decretales para la
 canonización de San Bernardino Realino (1947); Carta de Pío XII al 
Cardenal Legado que enviaba a Fátima (1951); entre otros. Estas palabras
 expresan una manera corriente de proceder en la Santa Sede; al menos, 
cuando se trata de la beatificación y canonización de los Siervos de 
Dios. En esos procesos los fenómenos extraordinarios se consideran en su
 posible relación con la autenticidad de las virtudes y con la 
integridad de la fe católica; no en su realidad histórica, ni en su 
pretendido carácter sobrenatural. Esta actitud precisiva ante 
la realidad y la sobrenaturalidad de las apariciones y revelaciones 
privadas es la que consagra el decreto de la Congregación de Ritos 
citado en la encíclica «Pascendi» (n. 55): según la tradición que dicen existir… Luego la Santa Sede no afirma tal sobrenaturalidad de estas revelaciones de los mismos santos.
La constancia y generalidad con que se expresan estas normas de la Santa Sede obligan a pensar en una actitud ordinaria, que
 debe aplicarse también a los casos muy numerosos en que los documentos 
pontificios incluyen la narración de apariciones y revelaciones 
sencillamente. Creemos que el sentido habitual de esos textos 
–aunque no contengan la fórmula restrictiva– no es el de una aprobación 
positiva expresa de la realidad y sobrenaturalidad de los hechos, sino que deben entenderse como una sencilla narración de los mismos, tal y como los dan testimonios humanos
 fidedignos. Así parece que deben entenderse textos como: Letras 
decretales para la canonización de Santa Juana de Arco (16 de mayo 
1920); Letras decretales para la canonización del Cura de Ars (31 de 
mayo 1925); Letras decretales para la canonización de San Pedro Canisio 
(21 de mayo 1925); Letras decretales para la canonización de Santa 
Margarita Maria Alacoque (13 de mayo 1920). Otro caso que pudiera 
citarse es el de Santa Catalina Labouré y la aparición de Nuestra Señora
 que dio origen a la Medalla Milagrosa: el decreto de virtudes heróicas 
de 1931 no contenía fórmula restrictiva y sin embargo Pío XII incluyó en 1941 la restricción «ut tráditur». 
De manera que, este modo normal de hablar del magisterio pontificio, con restricciones y sin ellas, no
 contiene ciertamente una aprobación positiva y expresa de la realidad y
 sobrenaturalidad de las apariciones o revelaciones privadas. 
Sin embargo tampoco parece pueda entenderse como una actitud en que 
se prescinde totalmente de la verdad de los hechos aducidos y de su 
naturaleza. A todos esos documentos pontificios han precedido siempre 
serios estudios, que han llevado a la Santa Sede, no a la conclusión de 
la realidad o sobrenaturalidad de la revelación privada, pero sí al convencimiento
 de que no se descubre en los hechos narrados nada que ofenda la fe o 
las costumbres, que no existe dificultad en que se divulguen para la edificación del pueblo cristiano y que los fieles están expresamente autorizados a darles un asentimiento que, dentro de la fe humana, es piadoso y es prudente. Este
 juicio de la Santa Sede, expresado después de maduro examen, si se toma
 en su conjunto, naturalmente no es infalible ni tampoco 
irreformable; pero constituye para los fieles una garantía de valor.
El juicio de la autoridad (2).
c.1) Aprobación de revelaciones y apariciones con efecto socio-eclesial. Denominadas también revelaciones místico-proféticas, implican un mensaje celeste para el mundo, forman un caso particular, y
 sobre ellas debe preguntarse si su carácter de influjo en la vida 
universal de la Iglesia, no las coloca en situación privilegiada en 
relación con el magisterio pontificio. Una primera respuesta a la 
cuestión así planteada nos orienta en sentido negativo. Si hablamos en general, la aprobación de las revelaciones sociales o proféticas no es distinta de la aprobación de las otras, por lo que se refiere a la verdad o sobrenaturalidad de los hechos. La diferencia está en que la aprobación del mensaje ahora abarca un juicio no simplemente sobre su conformidad con el depósito de la revelación, sino también sobre su oportunidad concreta en la vida y en el culto de la Iglesia. Pero
 la Santa Sede distingue abiertamente entre el contenido del mensaje y 
el hecho mismo de que ese contenido se transmite por una 
revelación privada determinada. Dejada a un lado la realidad de ésta 
última (en el sentido que hemos expuesto), examina si el contenido 
del mensaje, mirado en sí mismo y sin tener en cuenta la coyuntura 
histórica que lo trajo a primer término, es conforme a la revelación 
pública y es oportuno para promover más intensamente la piedad 
cristiana. Si el examen resulta favorable, permite o impone la nueva forma de culto, para la que la aparición o la revelación privada han sido históricamente una ocasión, pero nunca, hablando en rigor, ni un fundamento ni una causa. Vamos a ilustrarlo con algunos ejemplos:
Conocido es el origen histórico de la fiesta del Corpus Christi,
 propuesta por la Beata Juliana de Cornillón como deseo que el Señor le 
había manifestado, sólo muchos años después fue instituida por Urbano 
IV; el documento pontificio da varias razones, pero ni una palabra sobre la revelación privada. Algo parecido encontramos en la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús;
 a principios de 1899 Sor María del Divino Corazón, transmitió a León 
XIII un mensaje recibido del cielo, según el cual era voluntad divina 
consagrase el mundo al Corazón de Jesús; la consagración se verificó en 
el mundo entero el 11 de Junio de 1899; la encíclica «Annum Sacrum», en 
que el Papa la prescribe a toda la Iglesia, no alude para nada a la 
revelación privada de la religiosa; fundamenta la consagración en 
motivos de orden teológico y dogmático; y aun históricamente no la 
enlaza ni siquiera con la acción de Santa Margarita para propagar el 
culto al Sagrado Corazón, sino con las peticiones hechas por numerosos 
Obispos y sobre todo con las constantes directivas pontificias desde 
Inocencio XII hasta el mismo León XIII. Un caso del todo semejante nos 
ofrece la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María. Nuestra Señora había pedido esa consagración en el mensaje de las apariciones de Fátima. Pío XII hace
 la consagración el 31 de octubre de 1942, y la repite con mayor 
solemnidad en la Basílica Vaticana el 1 de Diciembre del mismo año. 
Cierto que el primero de esos documentos está íntimamente ligado a 
Fátima. Pero ni en él, ni mucho menos en la solemnidad del 8 de 
Diciembre, se hace depender la consagración de aquellas apariciones. Los
 motivos para realizarla son de otro orden. El deseo de una consagración
 del mundo a Nuestra Señora venía expresándose cada vez con mayor 
universalidad desde mediados del siglo XIX. A fines del mismo siglo y a 
principios del XX un vasto movimiento para promover la consagración al 
Inmaculado Corazón de María llevó a las manos de León XIII y de San Pío X
 miles de firmas recogidas en diversas naciones, los congresos marianos 
de 1900 a 1940 repitieron periódicamente la misma súplica, a la que 
tantas veces se había sumado el Episcopado. Otro caso de especial 
resonancia se nos presenta en el trato excepciona que ha dado la Santa 
Sede a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Es imposible no 
relacionarlo con las apariciones y revelaciones de Santa Margarita. Y 
sin embargo, tenemos la declaración expresa del Papa en la encíclica 
«Hauriétis áquas»: «no puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas» (n. 26).
Todos estos ejemplos prueban dos
 extremos: que la aprobación del contenido de un mensaje se hace 
examinando sus fundamentos dogmáticos, y que dicha aprobación, según la 
mente del magisterio pontificio, no significa por sí misma una especial 
aprobación de la revelación privada que expresó dicho contenido. La Iglesia ha separado ambas cosas, y puede darse y se da ordinariamente una aprobación positiva del mensaje en su contenido, mientras de la revelación misma no existe otra cosa que la aprobación general y permisiva que describimos antes.
 Se comprende que este criterio debe aplicarse con mayor razón aún a la 
institución de algunas fiestas, cuyo objeto parece ser la aparición 
misma. Así, por ejemplo, la fiesta de los estigmas de San Francisco el 
17 de setiembre, o la fiesta de la Inmaculada de Lourdes el 11 de 
Febrero. La intención pontificia al establecer la fiesta es dar culto a 
la Santísima Virgen o a San Francisco; la modalidad particular de 
Lourdes o de los estigmas se tiene en cuenta solamente en la medida en 
que un juicio humano prudente puede establecer su realidad histórica.
La actitud de la Iglesia frente a las tradiciones piadosas y su divulgación por escrito es de una gran cautela.
 Aun en el caso de permitir su difusión, no pretende dar un juicio sobre
 la realidad de los hechos. Su aprobación significa que no se opone a 
que los fieles les den su asentimiento tanto cuanto los argumentos 
humanos lo consientan.
c.2) La aprobación positiva de algunas revelaciones y apariciones con efecto socio-eclesial. Lo
 dicho hasta aquí, que se refiere a los casos ordinarios y a la norma 
general de la Santa Sede, no basta para explicar todo el alcance de las 
aprobaciones pontificias dadas a algunas revelaciones privadas 
«sociales» en particular. Una respuesta ulterior a la 
cuestión nos la sugiere el caso antes citado de la devoción al Sagrado 
Corazón de Jesús. Dejando siempre a salvo la independencia entre su 
fundamentación teológica y la ocasión histórica de las revelaciones a 
Santa Margarita, parece que la realidad y la sobrenaturalidad de éstas 
tienen a su favor nuevos y autorizados argumentos por la manera de 
actuar de la Santa Sede. Sus aprobaciones se van repitiendo 
constantemente a lo largo de más de un siglo. Y lo que es más 
interesante, esas revelaciones privadas han pasado más allá de la 
sencilla narración de unas Letras decretales para situarse, y no de 
paso, en las mismas encíclicas pontificias. La encíclica 
«Miserentissimus» no prescinde de las apariciones y de las revelaciones 
hechas a Santa Margarita. Pío XII en su encíclica «Haurietis aquas» ha 
tenido empeño en enseñar que la devoción al Corazón de Jesús no se apoya
 en revelaciones privadas. Sin embargo, eso no es obstáculo para que 
afirme que la Santa de Paray tiene un puesto singular en la evolución 
histórica de dicha devoción. Porque fue el mismo Señor quien se valió de
 ella para atraer a los hombres a la contemplación de su amor y porque a
 ella se debe no sólo la propagación extraordinaria de esta devoción, 
sino también el que haya cristalizado en las características de amor y 
reparación que la distinguen hoy de las otras formas de la piedad 
cristiana. Con todos los textos a la vista, se debe reconocer que la manera de expresarse de los Papas en encíclicas doctrinales supone un reconocimiento totalmente singular de la realidad y de la sobrenaturalidad de las revelaciones hechas a Santa Margarita.
 Otro caso semejante nos ofrece Lourdes. Las declaraciones que repetidas
 veces han hecho los Papas sobre Lourdes se salen de lo ordinario cuando
 se trata de apariciones y revelaciones privadas. El conjunto de estos 
documentos pontificios, que pudieran multiplicarse, creemos impone una 
conclusión: las apariciones de Lourdes son un caso singular en
 la apreciación y en el juicio de la Santa Sede. Su aprobación repetida 
constantemente a lo largo de un siglo, no se refiere tan sólo al 
mensaje; recomienda notabilísimamente la realidad misma y la sobrenaturalidad de los hechos.
- d) Valor de las aprobaciones positivas.
 
Ya hemos dicho antes que no pensamos en una aprobación que vaya más allá de ser fundamento de una prudente fe humana.
 Pero la repetición de las aprobaciones, su constancia en un largo 
espacio de años, el ambiente de depuración histórica en que esas 
aprobaciones tienen necesariamente que encuadrarse, su carácter de 
universalidad en documentos dirigidos a toda la Iglesia, forman un 
conjunto de razones a favor de las citadas apariciones y revelaciones, 
que las sitúan en un lugar de preferencia entre las demás. No es que su 
aprobación sea específicamente distinta de las otras; ni que sea otro su
 objeto. Sino que del repetirse las aprobaciones y las señales positivas
 de benevolencia en las circunstancias apuntadas, resulta como 
consecuencia una garantía cada vez más seria de acierto para quien acepta con fe humana la realidad y la sobrenaturalidad de los hechos. No está aquí en juego la infalibilidad del magisterio pontificio. Pero
 ese magisterio, que es auténtico aunque no sea infalible, posee además 
una autoridad humana destacada en la materia. Cuando sus declaraciones y
 aprobaciones son tan notables, nos adherimos, merced a una fe humana imperada por la obediencia, a cuanto la Iglesia nos dice de formal y positivo en algunos casos muy raros de revelaciones privadas.
 No puede ser lícito a un católico rechazar positivamente esas 
apariciones y revelaciones. Quien lo hiciera, no creemos se libraría de 
la nota de temeridad, aunque no sería hereje Se puede creer con fe humana en las apariciones en cuanto que en ellas no aparece nada contra la fe y las costumbres y consta que son debidas a causas sobrenaturales.
 Naturalmente, la Iglesia puede avanzar todavía más; por ejemplo, 
admitir que se constituya una fiesta litúrgica referida a una 
determinada aparición, que se dedique a Nuestra Señora de la aparición 
iglesias o capillas, etc. Ordinariamente, cuando el juicio de la Iglesia
 es favorable, se concede construir una iglesia o santuario en honor a 
la bienaventurada Virgen María bajo el título de las apariciones, 
publicar imágenes, editar libros ilustrativos, dirigir a ella oraciones 
públicas. Es decir que a veces se llega a mandar o permitir el culto 
público.
En lo referido a la historicidad, la Iglesia compromete su magisterio hasta decir, por ejemplo, que Nuestra Señora verdaderamente se ha aparecido y ha dicho cuanto en sustancia se le atribuye. Pero la aprobación de la Iglesia, si bien da seguridad, no garantiza que eventuales errores no se puedan infiltrar,
 a causa de las inevitables deficiencias de algún vidente. Se ha 
constatado muchas veces que los privilegiados de Nuestra Señora han mezclado en el relato de
 las apariciones pensamientos propios, maneras propias de pensar o de 
expresarse, que ellos, de buena fe, atribuían a Nuestra Señora misma. Errores que per se no son peligrosos para la fe y que no son incompatibles con una aprobación positiva de la sustancia de las apariciones. Por tanto, no
 sería exacto pretender que la aprobación positiva garantizara la 
autenticidad de todas las palabras de los videntes, como si hubiesen 
sido dictadas por Cristo o María Santísima, y referidas por el vidente con perfecta exactitud.
De la introducción al libro Camino Seguro para la Unión Mística con Dios
Bibliografía:
– CASTELLANO, Mario, OP. La práctica canónica en las apariciones marianas.
– COLUNGA, Alberto, OP. Criterios de verdad para juzgar de las apariciones y revelaciones privadas, en Rev. «Salmanticensis» 5, (1958), págs. 563-587.
– ALDAMA, José A., SJ. El magisterio pontificio ante las apariciones y revelaciones privadas, Ibíd., págs. 637-658;
– NICOLAU, Miguel, SJ. Asentimiento que se debe a las apariciones y revelaciones privadas, Ibíd., págs. 589-605.
– HARENT, Simon, SJ. Foi, en Dictionnaire de Théologie Catholique, t. VI, «Les révélations privées et la foi chrétienne», col. 145 y ss.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)