El odio del Frente Popular español (comunistas) contra la Iglesia Católica española en 1936 llegó a profanar regularmente las tumbas en las iglesias y catedrales, incluso posando con los cadáveres, como hicieron los milicianos en el convento toledano de la Concepción (imagen que encabeza este artículo), escribió Juan Manuel de Prada el 21 de Diciembre.
Fruto de diez años de “esforzado trabajo”, cuatro “politólogos” de marcada ideología (Paloma Aguilar Hernández, Ignacio Sánchez-Cuenca Rodríguez, Francisco Villamil Fernández y Fernando de la Cuesta Serrano) han producido un estudio de cuarenta páginas (sic) en el que afirman que las masacres de sacerdotes, monjas y religiosos durante la Guerra Civil Española no estuvieron motivadas por el odio, sino que tuvieron un «carácter estratégico».
Antes de ese estudio, estas matanzas siempre habían sido “explicadas” desde la izquierda como obra de “incontrolados” que se saltaban a la torera o desobedecían las órdenes de la autoridad [comunista]; tesis para De Prada «por completo inverosímil» que, además, no evitaba la caracterización de los asesinos como hienas poseídas por el odio teológico, y ahora con el sanchista “Año de la Memoria Democrática” pretenden justificar con “estudios” como el de marras.
Para evitar la caracterización de las izquierdas como organizaciones gangrenadas por un odio vesánico, los epígonos y apologistas de estos criminales afirman que la violencia anticlerical «no era ciega ni indiscriminada, sino que obedecía a cálculos políticos» y trataba de «impedir la formación de una resistencia» contra la República Española. Dicho de otro modo, para negar el odio que permeaba las matanzas, pretenden la existencia de un plan calculado para descabezar a un movimiento “peligroso”.
Agrega De Prada que queriendo negar un crimen de odio, Aguilar et al. reconocen la existencia de un calculado genocidio (recordemos que en aquellos años infaustos fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas) dirigido contra «figuras con capacidad de movilización, lo que apunta al carácter estratégico de la violencia». Pero en realidad, mataron indiscriminadamente a jerarquías eclesiásticas y novicios que apenas habían dejado atrás la adolescencia, sin «capacidad de movilización» alguna, superando con creces a Stalin en la masacre de Katyn (Abril-Mayo de 1940), donde mató a 21.768 militares, policías e intelectuales polacos calificados por el comisario de Asuntos Interiores Lavrenti Beria Paqeli (él mismo, un intrigante y predador sexual a quien su coterráneo Stalin llamó “nuestro Himmler”, sería ejecutado como «traidor, terrorista y contrarrevolucionario» por órdenes de Nikita Jrúshov en 1953) como «permanentes e incorregibles enemigos del poder soviético» (según documentos de los Archivos Nacionales de Estados Unidos, tanto Churchill como Delano Roosevelt sabían y encubrieron para no enfadar a su aliado soviético, y la inteligencia británica habría tenido que ver con el “accidente aéreo” en Gibraltar donde murió el primer ministro y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Polonia en el exilio Władysław Sikorski, acaecido poco más de dos después de descubrirse la masacre en Abril de 1943).
Juan Manuel De Prada menciona que tuvo ocasión de estudiar la “violencia anticlerical” durante la Guerra Civil, mientras escribía la biografía de la escritora catalana Ana María Martínez Sagi († 2000), una chica de buena familia que acabaría abrazando el ideario anarquista y el furor vesánico contra la fe católica, que expone sin ambages en muchos artículos rezumantes de bilis, como el publicado en “Nuevo Aragón” el 12 de Mayo de 1937:
«Habría que emprender, por dignidad y por ética, una campaña contra los que, injustamente, han adoptado frente a la vida la actitud de mendigos plañideros, de parias torturados, de víctimas y mártires perseguidos por la desgracia y el infortunio. La religión católica, con sus apologías del sacrificio, de la resignación, de la renunciación; con sus anatemas en contra de la alegría, del goce material, de la ambición de gloria y de triunfo, sus leyendas espeluznantes y el martirologio de sus miles de santos, ha conseguido ensombrecer el espíritu y la vida de la mayoría de los mortales. […] Persigamos encarnizadamente a todos aquellos que, sistemáticamente y con intenciones aviesas, quieren destruir nuestra fe en los destinos de la Humanidad, nuestra fe en nosotros mismos y en el resultado de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo […] Caiga sobre ellos toda nuestra furia, todo nuestro odio».
Este apetito criminal llevaría a las organizaciones «al servicio de la República» a incitar a sus adeptos a todo tipo de crímenes, para «extirpar el oscurantismo religioso», destacándose la prensa de la época apoyada y financiada por el régimen. Para muestra, De Prada cita apartes de un artículo de “Solidaridad Obrera”, el diario de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña y Baleares del sindicato anarquista español Confederación Nacional del Trabajo-Asociación Internacional de los Trabajadores y portavoz de ese sindicato en España, el 18 de Octubre de 1936:
«Hay que destruir. Hay que reducir a escombros todos los viejos dogmas. Y, sobre las cenizas de tanta barbarie, levantar el monumento a la Libertad. Sin titubeos, a sangre y fuego. […] No sólo no hay que dejar en pie a ningún escarabajo ensotanado, sino que debemos arrancar de cuajo todo germen incubado por ellos. ¡Hay que destruir! El mundo de ellos y el nuestro es incompatible; no caben en uno, se ahogan. ¡Que mueran ellos, pues, ya que representan la barbarie, la incivilización y, lo que es peor, un peligro constante para nuestra existencia!».
Concluye De Prada diciendo que no se trataba de «dejar sin líderes» a una organización enemiga; se trata de aquello que Gilbert K. Chesterton describe genialmente en su obra “El hombre eterno”:
«Y, en aquella hora oscura brilló sobre ellos una luz que nunca se ha oscurecido, un fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los diversos crepúsculos de la historia; ese rayo de luz y ese relámpago por el que el mundo mismo ha golpeado, aislado y coronado a ese grupo; por el que sus propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le han hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».
Odio que algunos academicastros tratan de justificar como “algo estratégico”, y que la misma “jerarquía” española pretende mostrar como “banalidad” de unos que «no sabían lo que hacían», hollando así la sangre de las víctimas de ese odio.
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