La vocación, y más si es al sacerdocio o a la vida religiosa es una bendición de Dios, pero el peligro reside en que ésta sea falsa, esto es, que no tenga en el Señor su origen, centro ni finalidad; y que se asuma simple y llanamente para escapar del mundo sin conocer los manejos que de manera estrictamente necesaria deben tenerse con él, lo cual además es peligroso, ya que al no contar con suficientes defensas, sucumben fácilmente al mundo y sus vanos placeres. A este respecto, es ilustrativa la carta del Cardenal John Henry Newman al Serjeant-at-Law (que es en el Derecho Anglosajón lo que el abogado casacionista en el Derecho Romano-Germano-Canónico) Edward Bellasis Sr., a propósito de uno de sus hijos, que era alumno del Colegio San Felipe Neri, adscrito al Oratorio de Birmingham.
The Bristol Hotel, East Cliff, Brighton, 5/VIII/1861.
Mi querido Bellasis:
[...] Pues bien, respecto de su hijo. Si tuviera que decir lo que realmente pienso, sería algo así: no creo que las vocaciones verdaderas puedan destruirse por el contacto con el mundo —no me refiero al contacto con el pecado y la maldad sino al contacto con el mundo que consiste en los tratos considerados naturales y necesarios. Son muchos los chicos que parecen tener vocación cuando en realidad la cosa no es más que apariencia. Van al colegio y la apariencia desaparece— y luego la gente va y dice «Han perdido su vocación», cuando en realidad jamás la tuvieron. En tales casos, por el contrario, debería considerarse una bendición que sus padres no resultaran engañados.
Pero lo que me aterra —y es un peligro mucho más extendido— no es que la Iglesia pierda los sacerdotes con los que debiera haber contado, sino que gane para sí sacerdotes con lo que nunca debió verse entorpecida. La sola idea es horrible, que chicos cuyo corazón jamás fue probado hasta que, después de unos cuantos años, salen al mundo con los más solemnes votos encima para quizá enterarse por primera vez de que el mundo no es un seminario— cuando cambian la atmósfera de la Iglesia, la sala de lectura, la celda, la rutina de las devociones, el trabajo, la comida y la recreación por este mundo tan brillante, variable y seductor.
Pero hay más. Temo que se separen del mundo con excesiva anticipación por otra razón: debido al espíritu algo fastidioso, formal y afectado [que la vida en religión] suele desarrollar. Que existan vocaciones genuinas entre los chicos es algo que creo enteramente —nos topamos con ellas en las vidas de Santos; y en otros casos también— mas, si alguno de estos fueron introducidos desde pequeños en la vida religiosa, como Santo Tomás y el profeta Samuel, de todos modos aquellos que conocemos mejor y que también parecen haber tenido vocación no de grandes (como San Ignacio [de Loyola] o San Anselmo) sino desde chicos, hay que tener en cuenta que de todos modos la apreciaron y alimentaron en el curso de una educación secular, tales como San Carlos [Borromeo], San Luis [Gonzaga], San Felipe Neri y San Alfonso [Ligorio].
Estando pues bajo las dificultades contrarias de privar a Nuestro Señor de Sus sacerdotes o de darle sacerdotes indignos, por mi parte, si puedo opinar sobre el particular, me inclino a preferir con mucho el primer mal. Creo que una vocación verdadera en un joven no se pierde por virtud de una educación secular —como mucho quedará sumergida por algún tiempo para volver a reaparecer más tarde— mientras que una falsa vocación puede alimentarse y sostenerse en un seminario. O, por lo menos, es más común en los tiempos que corren que se fabriquen falsas vocaciones mediante una dedicación religiosa o eclesiástica desde una edad temprana y no que vocaciones genuinas se pierdan por virtud de una educación secular.
Siempre suyo en Xto.,
+John Henry NewmanCardenal
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