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NO QUEREMOS QUE SE ACABE LA RELIGIÓN

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ORGULLOSAMENTE HISPANOHABLANTES

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viernes, 11 de junio de 2021

ENCÍCLICA “Veheménter nos”, CONTRA LA SEPARACIÓN IGLESIA-ESTADO EN FRANCIA

Inspirado por Voltaire, Émile Combes corta el nudo gordiano entre el Papado y Francia mientras un monje yace borracho (Caricatura anticlerical, c. 1905).
   
La relación entre la Iglesia y el Estado francés estaban regidas por el Concordato de 1801 (que mantuvo su vigencia a pesar de los cambios de formas de gobierno), pero con la III República, se manifestó la inconformidad de los gobiernos izquierdistas, que habían asumido una postura anticlerical desde las Leyes de 1875. Si bien León XIII había impulsado un ralliement durante su pontificado, el gobierno del primer ministro Émile Justin Louis Combes Bannes aplicó la Ley de Asociaciones del 1 de Julio de 1901 promulgada por su antecesor Pierre Marie René Ernest Waldeck-Rousseau, con la cual se exigía a las congregaciones religiosas una petición de autorización (en venganza por el apoyo, en particular por los Agustinos de la Asunción, de la degradación del capitán judío Alfred Dreyfus Libmann-Weill, que fue acusado de traición). En ese contexto, se rechazaron las solicitudes de todas las congregaciones religiosas menos cinco (la Sociedad de Misioneros de África “Padres Blancos”, la Sociedad de Misiones Africanas de Lyon, los Hermanos de San Juan de Dios, los Trapenses del Císter y los Cistercienses de Lérins, ninguna de ellos dedicados a la enseñanza; a las órdenes contemplativas se les toleró), causando el cierre de 10.000 colegios religiosos.
   
Para agravar el panorama, las relaciones estaban en su peor momento: el Papa San Pío X había promulgado una bula sobre nombramientos episcopales (que tuvo que cambiar su redacción por la protesta del gobierno francés, toda vez que le recortaban el derecho de postulación que tenía por el Concordato), y el presidente Émile Loubet Nicolet viajó a Roma y visitó al rey de Italia Víctor Manuel III de Saboya mas no al Papa (por lo cual la Santa Sede emitió varias notas de protesta). El 17 de Mayo de 1904, los obispos Albert-Léon-Marie Le Nordez y Pierre-Joseph Geay fueron destituidos de sus sedes de Dijón y Laval y se les requirió comparecer en Roma por graves irregularidades (Le Nordez y Geay eran republicanos y gobernaban despóticamente sobre el clero; además, Geay fue señalado de tener un amorío con la excéntrica priora carmelita Suzanne Koch-Foccart Masson, y Le Nordez fue acusado de organizar un cisma, desviar el dinero de una colecta para erigir la estatua del obispo Bossuet y ser masón), pero estos se acogieron a la protección de Combes, que les prohibió salir de sus diócesis y exigió la revocatoria de la medida. Las relaciones fueron declaradas rotas en Mayo de ese año, cuando el gobierno francés suspendió el Concordato, el Papa retiró al nuncio y el gobierno incautó el archivo de la Nunciatura. Este incidente fue el florero de Llorente para la aprobación de la Ley de Separación el 6 de Diciembre de 1905 (con 341 votos de 589 en la Cámara de Diputados, y 181 votos de 300 en el Senado), que será promulgada tres días después y entraría en vigor el 1 de Enero del año siguiente.
   
La Ley de Separación (que entre los miembros de su comisión preparatoria tuvo a Ferdinand Buisson de Ribeaucourt, que era protestante liberal y francmasón) suprimió toda financiación y reconocimiento públicos de la Iglesia; consideraba a la religión apenas en su dimensión privada y no en la social; y declaraba la incautación de los bienes eclesiásticos por parte del Estado, mientras los edificios de culto eran transferidos gratuitamente a “asociaciones de culto” elegidas por los fieles sin aprobación de la Iglesia. Dicha norma fue aplaudida por los judíos y los protestantes, como también por los católicos modernistas (entre ellos el canónigo Louis Marie Olivier Duchesne Gourlay, que fue puesto en el Índice de Libros Prohibidos en 1912; Montini lo rehabilitó en 1973), pero rechazada vehementemente, entre otros por el partido rallié Acción Liberal Popular y el movimiento monárquico orleanista Acción Francesa. Curiosamente, la ley no se aplicó (y actualmente no se aplica) ni en los territorios de Ultramar (donde se aplican los decretos del 16 de Enero y el 6 de Diciembre de 1939 promulgados por el presidente Albert Lebrun y el Ministro de Colonias Louis Georges Rothschild Mandel) ni en la Alsacia-Mosela (donde sigue vigente el Concordato).
   
A consecuencia de la Ley de Separación, el gobierno comenzó a hacer inventarios de la propiedad eclesiástica so pretexto de “impedir el robo de antigüedades”, lo que causó revueltas en París, Lille y algunos distritos rurales, donde los católicos enfurecidos levantaron barricadas y salieron a defender las iglesias con garrotes y horcas (en los Pirineos, los vascos sacaron sus osos).
   
Por tal razón, San Pío X condenó la nueva ley con la encíclica “Veheménter nos” el 11 de Febrero de 1906 [ASS 39 (1906), 3­-16; Acta Pii X 3, 24-39] donde, tras analizar la ley, concluye que la tesis de la separación es falsa y dañosa en cuanto injuria a Dios, niega el orden sobrenatural y el orden de la vida humana establecidos por Él; la ley viola el derecho que Dios otorgó a la Iglesia, y exhorta a los obispos y fieles a resistir el ataque. Además, anuncia más medidas, que se expresarán en las encíclicas “Gravíssimo offícii múnere” del 10 de Agosto y “Une fois encore” (en latín “Íterum”) del 6 de Enero del año siguiente; y en 1908, la Penitenciaría Apostólica declaró que los políticos que aprobaron la Ley de Separación incurrieron en excomunión.
   
CARTA ENCÍCLICA “Veheménter nos” DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR PÍO, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA X, SOBRE LA LEY DE SEPARACIÓN DE LA IGLESIA Y EL ESTADO
   
   
A Nuestros Dilectos Hijos François Marie Richard, Cardenal Arzobispo de París; Victor Lucien Lecot, Cardenal Arzobispo de Burdeos; Pierre Hector Couillie, Cardenal Arzobispo de Lyón; Joseph Guillaume Laboure, Cardenal Arzobispo de Rennes; y a todos Nuestros Venerables Hermanos, los Arzobispos y Obispos, y todo el Clero y el pueblo de Francia.

Venerables Hermanos, Dilectos Hijos, Salud y Bendición Apostólica.
  
I. LA LEY FRANCESA DE SEPARACIÓN [1]
 
Apenas es necesario decir la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promulgación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. Para vosotro veneables hermanos, no constituye ciertamente ni una novedad ni una sorpresa, pues habéis sido testigos de los numerosos ataques dirigidos a las instituciones cristianas por las autoridades públicas. Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad y de la indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de las órdenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; la supresión de las tradicionales señales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba al juramento judicial un carácter religioso, y la prohibición de todo lo que tuviese un significado religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra, en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política. Estas medidas y otras parecidas, que poco a poco iban separando de hecho a la Iglesia del Estado, no eran sino jalones colocados intencionadamente en un camino que había de conducir a la más completa separación legal. Así lo han reconocido y confesado sus autores en diversas ocasiones. La Sede Apostólica ha hecho cuanto ha estado de su parte para evitar una calamidad tan grande. Porque, por una parte, no ha cesado de advertir y de exponer a los Gobiernos de Francia la seria y repetida consideración del cúmulo de males que habría de producir su política de separación; por otra parte, ha multiplicado las pruebas ilustres de su singular amor e indulgencia por la nación francesa. La Santa Sede confiaba justificadamente que, en virtud del vínculo jurídico contraído y de la gratitud debida, los gobernantes de Francia detuvieran la iniciada pendiente de su política y renunciaran, finalmente, a sus proyectos. Sin embargo, todas las atenciones, buenos oficios y esfuerzos realizados tanto por nuestro predecesor como por Nos han resultado completa­mente inútiles. Porque la violencia de los enemigos de la religión ha terminado por la fuerza la ejecución de los propósitos que de antiguo pretendían realizar contra los derechos de vuestra católica nación y contra los derechos de todos los hombres sensatos. En esta hora tan grave para la Iglesia, de acuerdo con la conciencia de nuestro deber, levantamos nuestra voz apostólica y abrimos nuestra alma a vosotros, venerables hermanos y queridos hijos; a todos os hemos amado siempre con particular afecto, pero ahora os amamos con mayor ternura que antes.
  
II. LA TEORÍA DE LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO
  
Es falsa y engañosa
Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el princípio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entre ambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas. Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.
  
Ha sido condenada por los Romanos Pontífices
 Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuan grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, «es necesario que exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo» [2]. Y añade además después: «Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil. Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia» [3].
  
III. EL CASO PARTICULAR DE FRANCIA
   
Ahora bien, si obra contra todo derecho divino y humano cualquier Estado cristiano que separa y aparta de sí a la Iglesia, ¡cuánto más lamentable es que haya procedido de esta manera Francia, que es la que menos debía obrar así! ¡Francia, que en el transcurso de muchos siglos ha sido siempre objeto de una grande y señalada predilección por parte de esta Sede Apostólica! ¡Francia, cuya prosperidad, cuya gloria y cuyo nombre han estado siempre unidos a la religión y a la civilización cristianas! Con harta razón pudo decir el mismo pontífice León XIII: «Recuerde Francia que su unión providencial con la Sede Apostólica es demasiado estrecha y demasiado antigua para que pueda en alguna ocasión romperla. De esta unión, en efecto, procede su verdadera grandeza y su gloria más pura... Destruir esta unión tradicional seria lo mismo que arrebatar a la nación francesa una parte de su fuerza moral y de la alta influencia que ejerce en el mundo» [4].
 
Resolución unilateral del Concordato
A lo cual se añade que estos vínculos de estrecha unión debían ser más sagrados aún por la fidelidad jurada en un solemne Concordato. El Concordato firmado por la Sede Apostólica y por la República francesa era, como todos los pactos del mismo género que los Estados suelen concertar entre sí, un contrato bilateral que obligaba a ambas partes. Por lo cual, tanto el Romano Pontífice como el jefe de Estado de la nación francesa se obligaron solemnemente, en su nombre y en el de sus propios sucesores, a observar inviolablemente las cláusulas del pacto que firmaron. La consecuencia, por tanto, era que este Concordato había de regirse por el mismo derecho que rige todos los tratados internacionales, es decir, por el derecho de gentes, y que no podía anularse de ninguna manera unilateralmente por la voluntad exclusiva de una de las partes contratantes. La Santa Sede ha cumplido siempre con fidelidad escrupulosa los compromisos que suscribió, y ha pedido siempre que el Estado mostrase en este punto la misma fidelidad. Es éste un hecho cierto que no puede negar ningún hombre prudente y de recto juicio. Pues bien, he aquí que la República francesa deroga por su sola voluntad el solemne y legitimo pacto que había suscrito; y no tiene en consideración alguna, con tal de separarse de la Iglesia y librarse de su amistad, ni la injuria lanzada contra la Sede Apostólica, ni la violación del derecho de gentes, ni la grave perturbación para el mismo orden social y político que implica la violación de la fe jurada; porque, para el desenvolvimiento pacífico y seguro de las mutuas relaciones entre los pueblos, nada es tan importante a la sociedad humana como la observancia fiel e inviolable de las obligaciones contraídas en los tratados internacionales.
  
Violación del derecho internacional
Crece de un modo muy particular la magnitud de la ofensa inferida a la Sede Apostólica si se considera la forma con que el Estado ha llevado a cabo la resolución unilateral del Concordato. Porque es un principio admitido sin discusión en el derecho de gentes y universalmente observado en la moral y en el derecho positivo internacional que no es lícita la resolución de un tratado sin la notificación previa, clara y regular por parte del Estado que quiere denunciarlo a la otra parte contratante. Pues bien: no sólo no se ha hecho a la Santa Sede en este asunto notificación alguna de este género, sino que ni siquiera le ha sido hecha la menor indicación. De esta manera, el Gobierno francés no ha vacilado en faltar contra la Sede Apostólica a las más elementales normas de cortesía que se suelen observar incluso con los Estados más pequeños y menos importantes ; ni ha tenido reparo, siendo como era representante de una nación católica, en menospreciar la dignidad y la autoridad del Romano Pontífice, jefe supremo de la Iglesia católica; autoridad que debían haber respetado los gobernantes de Francia con una reverencia superior a la que exige cualquier otra potencia política, por el simple hecho de estar aquella autoridad ordenada al bien eterno de las almas sin quedar circunscrita por límites geográficos algunos.
  
La ley es intrínsecamente injusta
Pero, si examinamos ahora en sí misma la ley que acaba de ser promulgada, encontramos un nuevo y mucho más grave motivo de queja. Porque, puesta la premisa de la separación entre la Iglesia y el Estado con la abrogación del Concordato, la consecuencia natural seria que el Estado la dejara en su entera independencia y le permitiera el disfrute pacífico de la, libertad concedida por el derecho común. Sin embargo, nada de esto se ha hecho, pues, encontramos en esta ley multitud de disposiciones excepcionales que, odiosamente restrictivas, obligan a la Iglesia a quedar bajo la dominación del poder civil. Amarguísimo dolor nos ha causado ver al Estado invadir de este modo un terreno que pertenece exclusivamente a la esfera del poder eclesiástico; pero nuestro dolor ha sido mayor todavía, porque, menospreciando la equidad y la justicia, el Estado coloca a la Iglesia de Francia en una situación dura, agobiante y totalmente contraria a los más sagrados derechos de la Iglesia.
  
Porque es contraria a la constitución de la Iglesia
Porque, en primer lugar, las disposiciones de la nueva ley son contrarias a la constitución que Jesucristo dio a su Iglesia. La Escritura enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo, regido por pastores y doctores [5], es decir, una sociedad humana, en la cual existen autoridades con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar [6]. Esta sociedad es, por tanto, en virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son de tal modo distintas unas detrás, que sólo en la categoría pastoral residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores. San Cipriano, mártir, ha expuesto de modo admirable esta verdad: «Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos reverenciar y cumplir, al establecer la dignidad episcopal y la manera de ser de su Iglesia, dijo a Pedro: "Ego dico tibi, quia tu es Petrus," etc. Por lo cual, a través de las vicisitudes del tiempo y de las sucesiones, la economía del episcopado y la constitución de la Iglesia se desarrollan de manera que la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la actividad de la Iglesia está por ellos gobernada». Y San Cipriano afirma que esto «se halla fundado en la ley divina» [7]. En contradicción con estos principios, la ley de la separación atribuye la administración y la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una determinada asociación civil, a la cual da forma y personalidad jurídica, y que es considerada en todo lo relacionado con el culto religioso como la única entidad dotada de los derechos civiles y de las correspondientes obligaciones. Por consiguiente, a esta asociación pertenecerá el uso de los templos y de los edificios sagrados y la propiedad de los bienes eclesiásticos, tanto muebles como inmuebles; esta asociación dispondrá, aunque temporalmente, de los palacios episcopales, de las casas rectorales y de los seminarios; finalmente, administrará los bienes, señalará las colectas y recibirá las limosnas y legados que se destinen al culto. De la jerarquía no se dice una sola palabra. Es cierto que la ley prescribe que estas asociaciones de culto han de constituirse conforme a las reglas propias de la organización general del culto, a cuyo ejercicio se ordenan; pero se advierte que todas las cuestiones que puedan plantearse acerca de estas asociaciones son de la competencia exclusiva del Consejo de Estado. Es evidente, por tanto, que dichas asociaciones de culto estarán sometidas a la autoridad civil, de tal manera que la autoridad eclesiástica no tendrá sobre ellas competencia alguna. Cuan contrarias sean todas estas disposiciones a la dignidad de la Iglesia y cuan opuestas a sus derechos y a su divina constitución, es cosa evidente para todos, sobre todo si se tiene en cuenta que, en esta materia, la ley promulgada no emplea fórmulas determinadas y concretas, sino cláusulas tan vagas y tan indeterminadas, que con razón se pueden temer peores males de la interpretación de esta ley.
  
Desconoce la libertad de la Iglesia
En segundo lugar, nada hay más contrario a la libertad de la Iglesia que esta ley. Porque, si se prohíbe a los pastores de almas el ejercicio del pleno poder de su cargo con la creación de las referidas asociaciones de culto; si se atribuye al Consejo de Estado la jurisdicción suprema sobre las asociaciones y quedan éstas sometidas a una serie de disposiciones ajenas al derecho común, con las que se hace difícil su fundación y más difícil aún su conservación; si, después de proclamar una amplia libertad de culto, se restringe el ejercicio del mismo con multitud de excepciones; si se despoja a la Iglesia de la inspección y de la vigilancia de los templos para encomendarlas al Estado; si se señalan penas severas y excepcionales para el clero; si se sancionan estas y otras muchas disposiciones parecidas, en las que fácilmente cabe una interpretación arbitraria, ¿qué es todo esto sino colocar a la Iglesia en una humillante sujeción y, so pretexto de proteger el orden público, despojar a los ciudadanos pacíficos, que forman todavía la inmensa mayoría de Francia, de su derecho sagrado a practicar libremente su propia religión? El Estado ofende a la Iglesia, no sólo restringiendo el ejercicio del culto, en el que falsamente pone la ley de separación toda la fuerza esencial de la religión, sino también poniendo obstáculos a su influencia siempre bienhechora sobre los pueblos y debilitando su acción de mil maneras. Por esto, entre otras medidas, no ha sido suficiente la supresión de las Ordenes religiosas, en las que la Iglesia encuentra un precioso auxiliar en el sagrado ministerio, en la enseñanza, en la educación, en las obras de caridad cristiana, sino que se ha llegado a privarlas hasta de los recursos humanos, es decir, de los medios necesarios para su existencia y para el cumplimiento de su misión.
  
Y niega el derecho de la propiedad de la Iglesia
A los perjuicios y ofensas que hemos lamentado hay que añadir un tercer capítulo: la ley de la separación viola y niega el derecho de propiedad de la Iglesia. Contra toda justicia, despoja a la Iglesia de gran parte del patrimonio que le pertenece por tantos títulos jurídicamente eficaces; suprime y anula todas las fundaciones piadosas, legalmente establecidas, para fomentar el culto divino o para rogar por los fieles difuntos; los recursos que la generosidad de los católicos ha ido acumulando para sostenimiento de las escuelas cristianas y de las diferentes obras de beneficencia religiosa, son transferidos a establecimientos laicos, en los que normalmente es inútil buscar el menor vestigio de religión; con lo cual no sólo se desconocen los derechos de la Iglesia, sino también la voluntad formal y expresa de los donantes y testadores. Pero lo que nos causa preocupación especial es una disposición que, piso­teando todo derecho declara propiedad del Estado, de las provincias o de los ayuntamientos todos los edificios que la Iglesia utilizaba con anterioridad al Concordato. Porque, si la ley concede el uso indefinido y gratuito de estos edificios a las asociaciones de culto, pone a esta concesión tantas y tales condiciones, que, en realidad, deja al poder público la libertad de disponer totalmente de dichos edificios. Tememos, además, muy seriamente por la santidad de los templos, pues existe el peligro de que estas augustas moradas de la divina majestad, centros tan queridos para la piedad del pueblo francés, en quienes tantos recuerdos suscitan, caigan en manos profanas y queden mancilladas con ceremonias también profanas. La ley, por otra parte, al liberar al Estado de su obligación de atender al culto con cargo al presupuesto, falta a los compromisos contraídos en un tratado solemne y, al mismo tiem­po, ofende gravemente a la justicia. En efecto, no es posible dudar en este punto, porque los mismos documentos históricos lo prueban del modo más terminante: cuando el Gobierno francés contrajo, en virtud del Concordato, el compromiso de asignar a los eclesiásticos una subvención que les permitiese atender decorosamente a su propia subsistencia y al sostenimiento del culto público, no lo hizo a título gratuito o por pura cortesía, sino que se obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes que el Estado arrebató a ésta durante la primera revolución. Por otra parte, cuando en este mismo Concordato, y por bien de la paz, el Romano Pontífice se comprometió, en su nombre y en el de sus sucesores, a no inquietar a los detentadores de los bienes que fueron arrebatados a la Iglesia, puso a esta promesa una condición: la de que el Gobierno francés se obligase a cubrir perpetuamente y de un modo decoroso los gastos del culto divino y del clero.
   
Es además dañosa para el propio Estado francés
Finalmente, no hemos de callar un cuarto punto: esta ley será gravemente dañosa no sólo para la Iglesia, sino también para vuestra nación. Porque es indudable que debilitará poderosamente la unión y la concordia de los espíritus, sin la cual es imposible que pueda prosperar o vivir una nación; unión cuya incólume conservación, sobre todo en la actual situación de Europa, deben buscar todos los buenos franceses que aman a su patria. Nos, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor, de cuyo particularísimo afecto a vuestra nación somos herederos, al esforzarnos por conservar en vuestra nación la integridad de los derechos de la religión recibida de vuestros mayores, hemos procurado siempre, y seguiremos procurando, la confirmación de la paz y de la concordia fraterna, cuyo lazo más fuerte es precisamente el vínculo religioso. Por esta razón, vemos con suma angustia la ejecución por parte del Gobierno francés de una determinación que, avivando las pasiones populares, harto excitadas en materia religiosa, parece muy propia para perturbar profundamente vuestra nación.
  
Condenación de la ley
Por todas estas razones, teniendo presente nuestro deber apostólico, que nos obliga a defender contra todo ataque y conservar en su integridad los sagrados derechos de la Iglesia, Nos, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido, condenamos y reprobamos la ley promulgada que separa al Estado francés de la Iglesia; y esto en virtud de las causas que hemos expuesto anteriormente, por ser altamente injuriosa para Dios, de quien reniega oficialmente, sentando el principio de que la República no reconoce culto alguno religioso; por violar el derecho natural, y el derecho de gentes, y la fidelidad debida a los tratados; por ser contraria a la constitución divina de la Iglesia, a sus derechos esenciales y a su libertad; por conculcar la justicia, violando el derecho de propiedad, que la Iglesia tiene adquirido por multitud de títulos y, además, en virtud del Concordato; por ser gravemente ofensiva para la dignidad de la Sede Apostólica, para nuestra persona, para el episcopado, para el clero y para todos los católicos franceses. En consecuencia, protestamos solemnemente y con toda energía contra la presentación, votación y promulgación de esta ley, y declaramos que jamás podrá ser alegada cláusula alguna de esta ley para invalidar los derechos imprescriptibles e inmutables de la Iglesia.
   
IV. LA IGLESIA ANTE LA NUEVA SITUACIÓN
  
Postura de la Santa Sede
Era obligación nuestra hacer oír estas graves palabras y dirigirlas, venerables hermanos, a vosotros, al pueblo francés y a todo el orbe cristiano, para condenar esta ley de separación. Profunda es, ciertamente, nuestra tristeza, como ya hemos dicho, porque preveemos los males que esta ley va a traer sobre una para Nos querida nación; y nos produce una tristeza más honda todavía la perspectiva de los trabajos, padecimientos y tribulaciones de toda suerte que van a caer sobre vosotros, venerables hermanos y sobre vuestro clero. Sin embargo, el pensamiento de la divina bondad y de la divina providencia y la certísima esperanza de que Jesucristo nunca abandonará a su Iglesia ni la privará de su indefectible apoyo nos impiden incurrir en una depresión o tristeza excesivas. Por esta razón, Nos estamos muy lejos de temer por la Iglesia. La estabilidad y la firmeza de la Iglesia son cosa de Dios, y la experiencia de tantos siglos lo ha demostrado suficientemente. Nadie ignora, en efecto, las innumerables y cada vez más terribles persecuciones que ha padecido en tan largo espacio de tiempo, y, sin embargo, de esas situaciones, en las que toda institución puramente humana habría perecido necesariamente, la Iglesia sacó una energía más vigorosa y una más opulenta fecundidad. Y las leyes persecutorias que contra la Iglesia promulga el odio -la historia es testigo de ello- acaban casi siempre derogándose prudentemente, cuando quedan evidenciados los daños que causan al propio Estado. La misma historia moderna de Francia prueba este hecho histórico. ¡Ojalá que los que en este momento ejercen el poder en Francia imiten en esta materia el ejemplo de sus antecesores! ¡Ojalá que, con el aplauso de todas las personas honradas, devuelvan pronto a la religión, creadora de la civilización y fuente de prosperidad pública para los pueblos, el honor y la libertad que le son debidos!
  
Acción del episcopado y del clero de Francia
Entretanto, y mientras dure la persecución opresora, los hijos de la Iglesia, revestidos de las armas de la luz [8], deben trabajar con todas sus fuerzas por la justicia y la verdad: si éste es siempre su deber, hoy día es más que nunca necesario [9]. En esta lucha santa, vosotros, venerables hermanos, que debéis ser maestros y guías de todos los demás, pondréis todo el ardor de aquel vigilante e infatigable celo que en todo tiempo ha sido gloria universal del episcopado francés. Sin embargo, Nos queremos que vuestra mayor preocupación consista -es cosa de capital importancia- en que en todos los pro­yectos que tracéis para la defensa de la Iglesia os esforcéis por realizar la unión más perfecta de corazones y voluntades. Nos tenemos el firme propósito de dirigiros, a su tiempo, la norma directiva de vuestra labor en medio de las dificultades de la hora actual; y tenemos la seguridad de que conformaréis con toda diligencia vuestra conducta a nuestras normas. Entretanto, proseguid la obra saludable a que estáis consagrados, de vigorizar todo lo posible la piedad de los fieles; promoved y vulgarizad más y más las enseñanzas de la doctrina cristiana; preservad a la grey que os está confiada de los errores engañosos y de las seducciones corruptoras tan extensamente difundidas hoy día; instruid, prevenid, estimulad y consolad a vuestro rebaño; cumplid, en suma, todas las obligaciones propias de vuestro oficio pastoral. En esta empresa tendréis siempre la colaboración infatigable de vuestro clero, rico en hombres de valer por su virtud, su ciencia y su adhesión a la Sede Apostólica, del cual sabemos que se halla siempre dispuesto, bajo vuestra dirección, a sacrificarse sin reservas por el triunfo de la Iglesia y la salvación, de las almas. Ciertamente, los miembros del clero comprenderán que en esta tormentosa situación es menester que se apropien los afectos que en otro tiempo tuvieron los apóstoles, y sentirse contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús. Por consiguiente, reivindicarán enérgicamente los derechos y la libertad de la Iglesia, pero sin ofender a nadie en esta defensa; antes bien, guardando cuidadosamente la caridad, como conviene sobre todo a los ministros de Jesucristo, responderán a la injuria con la justicia, a la contumacia con la dulzura, a los malos tratos con positivos beneficios.
  
Conducta del laicado católico francés
A vosotros nos dirigimos ahora, católicos de Francia. Llegue a vosotros nuestra palabra como testimonio de la tierna benevolencia con que no cesa­mos de amar a vuestra patria y como consuelo en las terribles calamidades que vais a experimentar. Conocéis muy bien el fin que se han propuesto las sectas impías que os hacen doblar la cerviz bajo su yugo, porque ellas mis­mas lo han declarado con cínica audacia: borrar el catolicismo en Francia. Quieren arrancar radicalmente de vuestros corazones la fe que colmó de gloria a vuestros padres; la fe que ha hecho a vuestra patria próspera y grande entre las naciones; la fe que os sostiene en las pruebas, conserva la tranquilidad y la paz en vuestros hogares y os franquea el camino para la eterna felicidad. Bien comprenderéis que tenéis el deber de consagraros a la defensa de vuestra fe con todas las energías de vuestra alma; pero tened muy presente esta advertencia: todos los esfuerzos y todos los trabajos resultarán inútiles si pretendéis rechazar los asaltos del enemigo manteniendo desunidas vuestras filas. Rechazad, por tanto, todos los gérmenes de desunión, si existen entre vosotros, y procurad que la unidad de pensamiento y la unidad en la acción sean tan grandes como se requiere en hombres que pelean por una misma causa, máxime cuando esta causa es de aquellas cuyo triunfo exige de todos el generoso sacrificio, si es necesario, de cualquier parecer personal. Es totalmente necesario que deis grandes ejemplos de abnegada virtud, si queréis, en la medida de vuestras posibilidades, como es vuestra obligación, librar la religión de vuestros mayores de los peligros en que actualmente se encuentra. Mostrándoos de esta manera benévolos con los ministros de Dios, moveréis al Señor a mostrarse cada vez más benigno con vosotros.
  
Dos condiciones necesarias
Pero, para iniciar dignamente y mantener útil y acertadamente la defensa de la religión, os son necesarias principalmente dos condiciones: primera, que ajustéis vuestra vida a los preceptos de la ley cristiana con tanta fidelidad, que vuestra conducta y vuestra moralidad sean una patente manifestación de la fe católica; segunda, que permanezcáis estrechamente unidos con aquellos a quienes pertenece por derecho propio velar por los intereses religiosos, es decir, con vuestros sacerdotes, con vuestros obispos y, principalmente, con esta Sede Apostólica, que es el centro sobre el que se apoya la fe católica y la actividad adecuada a esta fe. Armados de este modo para la lucha, salid sin miedo a la defensa de la Iglesia; pero procurad que vuestra confianza descanse enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, por tanto, no ceséis de implorar su eficaz auxilio. Nos, por nuestra parte, mientras dure este peligroso combate, estaremos con vosotros con el pensamiento y con el corazón; participaremos de vuestros trabajos, de vuestras tristezas, de vuestros padecimientos, y elevaremos nuestras humildes y fervorosas oraciones al Dios que fundó y que conserva a su Iglesia, para que se digne mirar a Francia con ojos de misericordia, disipar la tormenta que se cierne sobre ella y devolverle pronto, por la intercesión de María Inmaculada, el sosiego y lapaz.
  
Como prenda de estos celestiales bienes y testimonio de nuestra especial predilección, Nos impartimos a vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y al pueblo francés la bendición apostólica.
  
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de febrero de 1906, año tercero de nuestro pontificado. PÍO X.
   
NOTAS
[1] Los jalones principales de esta política sectaria anticatólica fueron los siguientes: Ley declarando obligatoria la instrucción laica en la enseñanza primaria pública (28 marzo de 1882); Ley restableciendo el divorcio (27 julio de 1884); Ley suprimiendo las oraciones públicas al comenzar los periodos parlamentarios (14 agosto de 1884); Ley contra el patrimonio de las Órdenes y Congregaciones religiosas (29 diciembre de 1884); Ley excluyendo de la enseñanza pública a los institutos religiosos (30 octubre de 1886); Ley declarando obligatorio el servicio militar de los clérigos (15 julio de 1889); Ley excluyendo del derecho común a las Órdenes y Congregaciones religiosas (1 julio de 1901); Ley de supresión de los Institutos religiosos dedicados a la enseñanza (17 julio de 1904).
  
En la alocución consistorial de 14 de noviembre de 1904, San Pío X rechazó la acusación de que la Iglesia hubiese violado el concordato con el Estado francés (ASS 37 [1904­-1905], 1301-309). La Secretaría de Estado publicó con este motivo una exposición do­cumentada acerca de la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Gobierno francés (ASS 37 [1904-1905], 136-43).
  
En un importante discurso, de 19 de abril de 1909, a una peregrinación francesa, San Pío X, después de subrayar la inalterable fidelidad de la Francia católica a la Cátedra de Pedro y señalar que la Iglesia domina al mundo por ser esposa de Jesucristo, se expresaba con los siguientes términos:
«El que se revuelve contra la autoridad de la Iglesia con el injusto pretexto de que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone limites a la verdad; el que la declara extranjera en una nación, declara al mismo tiempo que la verdad debe ser extranjera en esa nación; el que teme que la Iglesia debilite la libertad y la grandeza de un pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser grande y libre sin la verdad. No, no puede pretender el amor un Estado, un Gobierno, sea el que sea el nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la verdad, ultraja lo que hay en el hombre de más sagrado. Podrá sostenerse por la fuerza material, se le temerá bajo la amenaza del látigo, se le aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo, se le obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa a ley de Dios. Pero, sí el cumplimiento de este deber respecto de los poderes humanos, en lo que es compatible con el deber respecto de Dios, hace la obediencia más meritoria, ésta no será por ello ni más tierna, ni más alegre, ni más espontánea, y desde luego nunca podrá merecer el nombre de veneración y de amor» (AAS 1 [1909], 407-410).
Puede establecerse un cierto paralelismo, por las analogías intrínsecas de los supuestos nacionales respectivos, entre la carta Veheménter Nos, de San Pío X, al episcopado francés, y la carta Dilectíssima Nobis, de Pío XI, al episcopado español con motivo de la legislación republicana persecutoria de la Iglesia.
[2] León XIII, Immortále Dei [6]: ASS 18 (1885) 166; AL 2, 152ss.
[3] Ibid.
[4] Alocución de 13 de abril de 1888 a una peregrinación francesa. A lo largo del año 1904, San Pío X reiteró sus avisos a los católicos de Francia; véanse particularmente las alocuciones a una peregrinación de obreros franceses católicos, 8 de septiembre de 1904 (ASS 37 [1904-1905], 150-154), y a una peregrinación de la archidiócesis de París, 23 del mismo mes (ASS 37 [1904-1905], 231-235) y el Discurso de 15 de octubre de 1904 a la Asociación de Juristas Católicos de Francia (ASS 37 [1904-1905], 359-361).
[5] Ef 4, 11 ss.
[6] Cf. Mt 28,18-20; 16,18-19; 18,17; Tt 2,15; 2 Cor 10,6; 13,10.
[7] San Cipriano, Epist. 33 (al. 18 Ad lapsos) 1: PL 4,298.
[8] Rom 13,12.
[9] En la carta dirigida al director de la Revue Catholique des Institutions et du Droit por la Secretaría de Estado con fecha 17 de enero de 1910 se exhortaba a los juristas franceses a defender el derecho frente a la legislación sectaria:
«En las graves circunstancias en que se encuentra la católica Francia, cuando el poder legislativo no es, por desgracia con demasiada frecuencia, en manos de los que dominan, más que un instrumento de persecución, es necesario que hombres que unan los principios religiosos inflexibles con un conocimiento profundo de las cuestiones jurídicas puedan defender el derecho con excesiva frecuencia desconocido, y por lo menos iluminar a los que hacen las leyes, a los que las aplican y a los que las padecen» (AAS 2 [1910], 191).

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