“Las
diferencias entre el rito católico (conciliar) de 1968 y del nuevo
ordinal anglicano son tan mínimas que es difícil creer que no están
destinadas para el mismo propósito... Se va encontrar que toda fórmula
imperativa, que pudiera interpretarse como una negación de otorgamiento
del poder específicamente sacerdotal a los fieles en general ha sido
cuidadosamente excluida del nuevo rito”. (Michael Davis, El Orden de Melquisedec, pág. 109)
Los
Sacramentos en general, para producir la gracia que significan, deben
realizarse con la materia y la forma debidas siguiendo la intención de
la Iglesia. Y particularmente en el Orden Sacerdotal, la materia es la
imposición de manos por el Obispo válida y legítimamente consagrado, y
la forma es la Oración consagratoria, siendo su intención otorgar la
dignidad presbiteral y la potestad de ofrecer el Santo Sacrificio de la
Misa. Si alguno de los elementos falta, NO HAY SACRAMENTO.
Ese
es el problema del Rito Anglicano de Ordenación, surgido después de la
promulgación del Misal Anglicano (Libro de Oración Común) por Tomás Cranmer, en tiempos del rey
Enrique VIII. En ambos, el odio a la Fe Católica fue tal que las más
mínimas referencias al Santo Sacrificio y a la dignidad sacerdotal
fueron eliminadas (es de saber que Cranmer era filo-luterano). A finales
del siglo XVIII y sobre todo, en el siglo XIX, ante el surgimiento de
un movimiento catolizante en la iglesia Anglicana, surge un debate
teológico sobre la validez del Rito Anglicano de Ordenación, en el cual
los teólogos anglicanos pretendían su validez plena (mientras que
algunos de sus pares católicos pensaban cuando menos, en ser a
condición).
Así
surge esta luminosa encíclica del Papa León XIII, en la cual se declara
la nulidad absoluta del Rito Anglicano de Ordenación, y se reitera que
los clerigos procedentes del anglicanismo deben ser ordenados en el Rito
Católico. Y en la situación actual, ante la invalidez del Novus Ordo
Sacerdotális (el Rito Montiniano, entendámonos), esta encíclica es
vigente sin añadir ni quitar nada.
Como
no hay traducción oficial al Español, y nuestros hispanoamericanos
lectores sólo conocen ciertos fragmentos (gracias a STAT VERITAS y otros
sitios y blogs Tradicionalistas), empleamos la versión publicada en
AMOR DE LA VERDAD (aunque hemos aclarado el sentido en algunos lugares y
corregido el estilo).
CARTA ENCÍCLICA “Apostólicæ Curæ”, SOBRE LA NULIDAD DE LAS ÓRDENES ANGLICANAS
Papa León XIII
Siervo de los Siervos de Dios
Para perpetua memoria
Nos hemos
dedicado, al bienestar de la noble nación inglesa, una no pequeña
porción del cuidado Apostolico y caridad por la cual, ayudados por Su
gracia, Nos esforzamos por cumplir el cargo y seguir los pasos del “Gran
Pastor del rebaño”, Nuestro Señor Jesucristo. La carta que
el año pasado enviamos a los ingleses buscando la unidad en la fe del
Reino de Cristo es una prueba especial de nuestra buena voluntad hacia
los ingleses. En ella recordamos la memoria de
la antigua unión del pueblo con la Madre Iglesia, y nos esforzamos por
acercar el día de una feliz reconciliación moviendo el corazón de los
hombres a ofrecer diligentes oraciones a Dios. Y, de nuevo, más
recientemente, cuando a Nos pareció bueno tratar más ampliamente de la
unidad de la Iglesia en una Carta General, Inglaterra no tenía el último
lugar en nuestra mente, con la esparanza de que nuestra enseñanza pueda
a la vez fortalecer a los Católicos y llevar la luz salvadora a
aquellos separados de nosotros. Es agradable reconocer la
generosa manera con que nuestro celo y claridad de discurso, inspirado
no por meros motivos humanos, ha conseguido la aprobación del pueblo
inglés, y esto da testimonio no tanto de la cortesía de este pueblo sino
de la solicitud de muchos por su eterna salvación.
Con la misma idea e intención, Nos
hemos determinado ahora centrar nuestra consideración a un tema no
menos importante, que está intimamente conectado con el mismo asunto y
con nuestros deseos.
Por una opinión ya prevalente, confirmada más de una vez por la acción y la constante practica de la Iglesia, de que cuando
en Inglaterra, poco después de haber sido escindida de la Unidad
Cristiana, un nuevo rito para conferir Órdenes Sagradas fue introducido
por Eduardo VI, faltando de esta manera el verdadero Sacramento del
Orden insitutido por Cristo, y con él la sucesión jerarquica.
Por algún tiempo, no obstante, y en estos últimos años especialemente,
una controversia ha estallado sobre si las Sagradas Ordenes conferidas
de acuerdo al Ordinario Eduardiano poseían o no la naturaleza y el
efecto de un Sacramento; siendo los que están a favor de su absoluta
validez, o de su dudosa validez, no sólo escritores anglicanos, sino
también algunos Católicos, principalmente no ingleses. La
consideración de la excelencia del sacerdocio Cristiano movió a los
escritores anglicanos en esta materia, deseosos como estaban de que a su
propia gente no les faltara el doble poder sobre el Cuerpo de Cristo.
Los escritores Católicos fueron impelidos por el deseo de suavizar el
camino de retorno de los anglicanos a la sagrada unidad. Ambos, de
hecho, pensaron que en vista de los estudios aportados al nivel de la
actual investigación, y de los nuevos documentos rescatados del olvido,
no era inoportuno reexaminar la cuestión por nuestra autoridad.
Y Nos,
no despreciando tales deseos y opiniones, por encima de todo,
obedeciendo los dictados de la caridad apostólica, hemos considerado que
nada debería dejarse sin intentar que puediese llevar de cualquier
manera a la preservación de las almas del daño o de procurar su ventaja.
Por tanto, nos ha agradado graciosamente permitir que la causa fuera
reexaminada, para que así, a través de una nueva y extremadamente
cuidadosa examinación, toda duda, o incluso toda sombra de duda, pueda
ser desvanecida para el futuro.
Para este fin, Nos
comisionamos cierto número de hombres notables por su sabiduría y
habilidad, cuyas opiniones en esta matería eran conocidas por ser
divergentes, para establecer las bases de su juicio por escrito.
Entonces Nos, habiendólos llamado a nuestra presencia, les mandamos que
intercambiasen sus escritos y que después investigasen y discutieren
todo lo que fuera necesario para un completo conocimiento de la materia.
Fuimos cuidadosos, también, de que ellos fueran capaces de reexaminar
todos los documentos que tratasen de esta cuestión, que se
conociesen en los archivos del Vaticano, buscar nuevos, e incluso tener a
su disposición todos los actos relacionados con esta cuestión que eran
preservados por el Santo Oficio o, como es llamado, la Suprema
Congregación del Concilio; y también a
considerar cualquier cosa que hubiera sido aducida hasta el momento por
los doctos varones de ambos bandos. Les ordenamos, cuando se hubieran
preparado de esta manera, que se reuniesen en sesiones especiales. De
estas sesiones, doce fueron desarrolladas bajo la presidencia de uno de
los Cardenales de la Iglesia Católica Romana, nombrado por Nos, y todos
fueron invitados a libre discusión. Finalmente, mandamos que las actas
de esas reuniones, junto todos los documentos, fueran presentados a
nuestros venerables hermanos, los Cardenales del mismo Concilio, para
que así cuando todos hubieran estudiado todo el asunto, y discutido en
nuestra presencia, cada uno pudiera dar su propia opinión.
Habiendo sido determinado este orden para discutir la materia, era
necesario, con vista de formar una verdadera estimación del verdadero
estado de la materia, no entrar en ella hasta después de haber
investigado cuidadosamente como la matería en cuestión se relacionaba
con la prescripción y la asentada costumbre de la Sede Apostolica; el
origen y la fuerza de tal costumbre era indudablemente de gran
importancia para poder determinar una decisión.
Por esta razón, en primer lugar, fueron
considerados los principales documentos en los cuales nuestros
predecesores, al requerimiento de la reina María Tudor, ejercieron su
especial cuidado para la reconciliación de la Iglesia de Inglaterra. Así
Julio III envió al Cardenal Reginald Pole, inglés, ilustre en muchos
aspectos, para ser su legado a latere para el propósito, “como su ángel
de paz y amor”, y le dió extraordinarios e inusuales mandatos, así como
facultades y direcciones para su guía. Esto fue confirmado y explicado
por Pablo IV.
Y aquí, para
interpretar correctamente la fuerza de estos documentos, es necesario
poner como principio fundamental que ciertamente no tenían como
propósito lidiar con un estado de cosas abstractas, sino con un asunto
específico y concreto. Dado que las
facultades dadas por estos pontífices al Legado Apostolico hacían
referencia sólo a Inglaterra, y al estado de la religión allí, y dado
que las reglas de acción fueron escritas por ellos al requirimiento de
este Legado, no podrían haber sido meramente directrices para determinar
las condiciones necesarias para la validez de las ordenaciones en
general. Ellas debían pertenecer estrictamente para proveer de Sagradas
Órdenes el susodicho Reino, como las reconocidas condiciones
de las circunstancias y tiempos demandaban. Esto, aparte de ser claro
por la naturaleza y la forma de tales documentos, es también obvio por
el hecho de que habría sido del todo irrelevante entonces ordenar como
Legado alguien cuyos conocimientos habían sido sobresalientes en el
Concilio de Trento en lo concerniente a las condiciones necesarias para
la administración del Sacramento del Orden.
A
todos los que correctamente estudien estos asuntos no les será difícil
entender porque, en las cartas de Julio III, enviadas al Legado
Apostolico el 8 de Marzo de 1554, hay una mención distintoria, primero
de aquellos que fueron “correcta y legalmente promovidos” debían ser
mantenidos en sus ordenes; y después de aquellos “no promovidos a las
Ordenes Sagradas” debían “ser promovidos si resultaban ser sujetos
dignos y adecuados”. Por esto es claro y definitivamente reconocido, como de hecho fue el caso, que
había dos clases de hombres: primero aquellos que realmente habían
recibido Ordenes Sagradas, ya fuese antes de la secesión de Enrique VIII
o, si después de esto, y por ministros infectados por error y cisma,
aún así ordenados por el inveterado rito Católico; los segundos,
aquellos que fueron ordenados inicialmente bajo el Ordinario Eduardiano,
quienes en tal caso no podían ser “promovidos”, dado que ellos habían recibido una ordenación que era nula.
Y que el pensamiento del Papa era éste, y no otro, es confirmado claramente por la carta del dicho Legado (del 29 Enero de 1555),
subdelegando sus facultades al Obispo de Norwich. Además, lo que las
mismas cartas de Julio III dicen acerca de usar libremente de las
facultades pontificales, incluso en nombre de aquellos que habían
recibido su consagración “irregularmente (minus rite) y no acorde con la
acostumbrada forma de la Iglesia”, es de especial interés. Por esta
expresión sólo podía significar aquellos que habían sido consagrados de
acuerdo al rito Eduardiano, dado que aparte de éste y el rito Católico
no había entonces otro en Inglaterra.
Esto
se vuelve aun más claro cuando consideramos al legado que, con el
consejo del Cardenal Pole, los príncipes Soberanos, Felipe y María,
enviaron al Papa en Roma en el mes de Febrero de 1555. Los Embajadores
Reales, tres hombres “ilustres y dotados con toda virtud”, de los cuales
uno era Thomas Thirlby, Obispo de Ely, fueron encargados de informar al
Papa más extensamente sobre la condición religiosa del país, y
especialmente para rogar que ratificara y confirmara lo que el Legado se
había esforzado en implementar, y había logrado satisfactoriamente, en
la reconciliación del Reino con la Iglesia. Para este propósito, todas
las pruebas escritas necesarias y las pertinentes partes del nuevo
Ordinal fueron enviadas al Papa. Habiendo sido los legados
espléndidamente recibidos, y su evidencia “diligentemente discutida” por
muchos de los Cardenales, “después de madura deliberación”, Pablo IV
emitió su Bula Praeclara Charíssimi el 20 de Junio de ese mismo año (1555). Con esto, además de dar plena fuerza y aprobación a lo que Pole había hecho, es ordenado, en la matería de las Ordenaciones, como sigue:
“Aquellos
que han sido promovido a ordenes eclesiasticas… por cualquiera excepto
por un Obispo válida y legalmente ordenado están obligados a recibir las
Órdenes de nuevo”.
Pero
cuáles eran esos Obispos no “válida y legalmente ordenados” había sido
suficientemente aclarado por los documentos precedentes y las facultades
utilizadas en la dicha matería por el Legado; eran, a saber, aquellos
que habían sido promovidos al Episcopado, o a otras Ordenes, “no estando
en concordancia con la forma acostumbada de la Iglesia”, o, como el
Legado mismo había escrito al Obispo de Norwich, no habiendo sido
observadas “la forma y la intención de la Iglesia”. Estos
eran ciertamente aquellos promovidos conforme a la nueva forma del rito,
al examen del cual los Cardenales especialmente designados habían dado
una atención cuidadosa. No debe ser pasado por
alto el pasaje de la misma Carta Pontifical, donde, junto con otras
dispensaciones necesarias están enumerados aquellos “que habían obtenido
Ordenes además de beneficios núlliter et de facto”. Ya que obtener
ordenes núlliter significa lo mismo que por acto nulo y sin efecto, esto
es, inválido, como la misma palabra y el habla común requieren. Esto es
especialmente claro cuando la palabra es usada de la misma manera
acerca de las Ordenes como también acerca de los “beneficios
eclesiásticos”. Estos, por la indudable enseñanza de los sagrados
canones, eran claramente nulos si eran dados con cualquier defecto
viciante.
Además, cuando
algunos dudaron sobre quienes, conforme al parecer del Pontífice,
podían ser llamados o considerados obispos “válida y legalmente
ordenados”, el susodicho Papa poco después, el 30 de Octubre, emitió una
carta más larga en la forma de un Breve y dijo:
“Nos, deseando
eliminar completamente tales dudas, y para oportunamente proveer de paz
de consciencia a aquellos que durante el mencionado cisma fueron
promovidos a las Órdenes Sagradas, indicando claramente el significado y la intención que Nos tuvimos en nuestras mencionadas cartas, declaramos
que son sólo esos Obispos y Arzobispos que no fueron ordenados y
consagrados en la forma de la Iglesia de los que no puede considerarse
que estén debida y correctamente ordenados…”
A
menos que esta declaración se hubiera aplicado al caso real en
Inglaterra, es decir, al Ordinario Eduardiano, el Papa no habría
ciertamente hecho nada con esta última carta para eliminar la duda y
restaurar la paz de consciencia. Además, fue en este sentido que el
Legado entendió los documentos y órdenes de la Sede Apostolica, y debida
y concienzudamente las obedeció; y lo mismo fue hecho por la Reina
María y el resto de personas que ayudaron a restaurar el Catolicismo a
su estado original.
La
autoridad de Julio III, y de Pablo IV, que hemos citado, claramente
muestra el origen de la práctica que ha sido observada sin interrupción
por más de tres siglos, que las
Ordenaciones conferidas de acuerdo al rito Eduardiano deben ser
consideradas nulas y sin efecto. Esta práctica es plenamente probada por
los numerosos casos de absoluta re-ordenación conforme al rito Católico
incluso en Roma.
En la observancia de esta práctica tenemos una prueba directa que afecta al caso que nos ocupa. Por
si alguna duda pudiese quedar sobre el verdadero sentido con el que
estos documentos pontificales deben ser entendidos, sea válido el
principio de que la “costumbre es la mejor intérprete de la ley”. Dado
que en la Iglesia siempre ha sido una constante y establecida norma de
que es sacrílego repetir el Sacramento del Orden, nunca podría haber
sucedido que la Sede Apostolica tolerara esta práctica, sino que la
aprobó y la sancionó tan a menudo como cualquier caso particular surgido
que pidiese su juicio en la materia.
Nos aducimos
dos casos de este tipo de muchos que han sido de vez en cuando enviados
a la Suprema Congregación del Santo Oficio. El primero (en 1684) fue de cierto calvinista francés, y el otro (en 1704) de John Clement Gordon, ambos habiendo recibido sus ordenes conforme al rito Eduardiano.
En
el primer caso, después de una investigación minuciosa, los
Consultores, no pequeños en número, dieron por escrito sus respuestas o,
como ellos lo llamaron, su vota y el resto unanimamente
confirmaron con sus conclusiones “para la invalidez de la Ordenación”, y
sólo de acuerdo a razones de oportunidad los Cardenales respondieron
con un dilata (no formular una conclusión por el momento).
Los
mismos documentos fueron puestos en uso y considerados de nuevo en la
examinación del segundo caso, y los consultores dieron opiniones por
escrito adicionales, y los maś eminentes doctores de la Sorbona y de
Douai fueron también preguntados por su opinión. Nadie puede negar que la sabiduría y la prudencia respaldaron en todo momento el estudio de tales cuestiones.
Y
aquí es importante observar que, aunque Gordon mismo, cuyo caso era, y
algunos de los Consultores, habían aducido entre las razones para probar
la invalidez, la ordenación de Mathew Parker, conforme a sus propias
ideas acerca de ello, esta razón fue completamente dejada de lado en el
fallo de la decisión, como prueban documentos de incontestable
autenticidad. En el pronunciamiento de la
decisión, no se tuvo en cuenta nada más que la razón del “defecto de
forma e intención”; y para que de esta forma pudiese ser más cierto y
completo el juicio en cuestión, fueron tomadas precauciones para que una
copia del Ordinal Anglicano fuera sometida a examen, y además de esto
tenía que ser cotejada con las formas de la ordenaciones reunidas de
varios ritos Orientales y Occidentales. Entonces Clemente XI mismo, con el unánime voto de los Cardenales reunidos, el Martes 17 de Abril de 1704, declaró:
“John Clement Gordon deberá
ser ordenado desde el principio e incondicionalmente a todos los
órdenes, incluso a las Sagradas Órdenes, y principalmente del
Sacerdocio, y en caso que el no haya sido confirmado, él deberá recibir
primero el Sacramento de la Confirmación”.
Es importante tener en cuenta que este
juicio no estaba de ninguna manera determinado por la omisión de la
tradición de instrumentos en la ordenación, ya que en tal caso, conforme
a la costumbre establecida, la instrucción habría sido repetir la
ordenación condicionalmente. Y aún más importante es notar que el juicio
del Pontífice se aplica universalmente a todas las ordenaciones
Anglicanas, porque, aunque se refiere a este caso en particular, no está
basado en ninguna razón especial de este caso, sino en un defecto de
forma; defecto que igualmente afecta todas las ordenaciones anglicanas.
Tanto es así, que cuando similares casos fueron subsecuentemente
apareciendo para ser considerados, el mismo decreto de Clemente XI fue
citado como la norma.
Por lo tanto, debe
quedar claro para todos que la controversia últimamente revivida YA
HABÍA SIDO DEFINITIVAMENTE RESUELTA POR LA SEDE APOSÓLICA, y es por el
insuficiente conocimiento de estos documentos que Nos debemos, quizás,
atribuir el hecho de que los escritores Católicos la hayan considerado
todavía una cuestión abierta.
Pero, como afirmamos al principio, no
hay nada que Nos deseemos tan profunda y ardientemente como ayudar a
los hombres de buena voluntad enseñandoles la mayor consideración y
caridad. Por eso, Nos ordenamos que el Ordinal Anglicano, que es
esencialemnte la clave de este asunto, fuese una vez más examinado muy
cuidadosamente.
En
el examen de cualquier rito dirigido a efectuar y administrar los
Sacramentos, se hace una correcta distinción entre la parte que es
ceremonial y la que es esencial, siendo esta última usualmente llamada
“materia y forma”. Todos saben que los Sacramentos de la Nueva Ley, como
signos sensibles y eficientes de la gracia invisible, deben igualmente
significar la gracia que ellos producen, y producir la gracia que ellos
significan. Esta significación, si bien debe darse en todo el rito
esencial, es decir, en la materia y la forma, pertenece, sin embargo,
principalmente a la forma, como quiera que la materia es por sí misma
parte no determinada, que es determinada por aquélla. Y esto aparece aún
más claramente en el Sacramento del Orden, la matería del cual, en la
medida en que tengamos que considerarla en este caso, es la imposición
de las manos, que, de hecho, por si misma no significa nada definido, y
es igualmente usada en ciertos órdenes como para la Confirmación.
Ahora bien, las
palabras que hasta época reciente eran comúnmente tenidas por los
Anglicanos como la forma apropiada para constituir la ordenación
sacerdotal, a saber: “Recibe el Espíritu Santo”, ciertamente no expresan
en lo más mínimo la sagrada Orden del Sacerdocio (sacerdótium) o su gracia y potestad, que es principalmente la potestad “de consagrar y de ofrecer el verdadero Cuerpo y Sangre de el Señor” (Concilio de Trento, Sess. XXIII, de Sacr. Ord., Canon 1) en ese sacrificio que no es “mera commoración del sacrificio ofrecido en la Cruz” ( Ibid, Sess XXIII., de Sacrif. Missae, Canon 3).
De
hecho, esta forma había sido aumentada con las palabras “para el oficio
y obra del presbítero”; pero esto más bien muestra que LOS ANGLICANOS
MISMOS PERCIBÍAN QUE LA PRIMERA FORMA ERA DEFECTUOSA E INADECUADA. Mas
esta añadidura, si acaso hubiera podido dar a la forma su debida
significación, fue introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo desde
la adopcioń del Ordinal Eduardiano, cuando, consiguientemente,
extinguida la jerarquía, no había ya potestad alguna de ordenar.
En vano ha habido esfuerzos para buscar la validez de las Órdenes anglicanas en las otras oraciones del mismo Ordinal.
Dejando a un lado las razones que muestran ser insuficientes ciertas
oraciones para el proposito de la vida Anglicana, que sirva a todas este
argumento: De ellas (de las oraciones) HA
SIDO DELIBERADAMENTE ELIMINADO TODO LO QUE EXPRESA LA DIGNIDAD Y EL
OFICIO DEL SACERDOCIO EN EL RITO CATÓLICO. Esa “forma” consecuentemente
no puede ser considerada apta o suficiente para el Sacramento ya que
omite lo que debería esencialmente significar.
Lo
mismo se aplica correctamente a las consacraciones episcopales. Para la
fórmula, “Recibe el Espíritu Santo”, no sólo fueron añadidas en un
período posterior las palabras “para el oficio y obra de un obispo”,
sino incluso esto, como ahora expondremos, debe ser entendido en un
sentido diferente que el que tienen en el rito Católico. Ni vale para
nada citar la oración del prefacio, “Omnípotens Deus”; dado que, de la
misma manera, ella ha sido despojada de las palabras que denotan el
summum sacerdótium.
No
es relevante examinar aquí si el episcopado es complemento del
sacerdocio, o un orden distinto de éste; o si, conferido, como ellos
dicen, “per saltum”, en un hombre que no es sacerdote, produce su efecto
o no. Pero de lo que no cabe duda es que el
episcopado, por institución de Cristo, pertenece con absoluta verdad al
sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto grado, el que
efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por nuestra
costumbre ritual, es llamado Sumo sacerdote, suma del sagrado ministerio. De ahí resulta que, al
ser totalmente arrojado del rito anglicano el Sacramento del Orden y el
verdadero sacerdocio de Cristo, y, por tanto, en la consagración
episcopal del mismo rito, no conferirse en modo alguno el sacerdocio, en
modo alguno, igualmente, puede de verdad y de derecho conferirse el
episcopado; tanto más cuanto que entre los primeros oficios del
episcopado está el de ordenar ministros para la Santa Eucaristía y
Sacrificio.
Para
el completo y preciso entendimiento del Ordinal Anglicano, aparte de lo
que hemos señalado de alguna de sus partes, no hay nada más pertinente
que considerar cuidadosamente las circunstancias bajo la cual fue
compuesto y publicamente autorizado. Sería tedioso entrar en detalles, y no es necesario hacerlo, ya que la
historia de los tiempos muestra claramente el ánimo de los autores del
Ordinal contra la Iglesia Católica; tambien nos muestra cómo se
asociaron con los instigadores de las sectas heterodoxas; así como del
fin que ellos tenían en mente. Siendo plenamente conscientes de la
necesaria conexión entre fe y culto, entre “la ley de la creencia y la
ley de la oración”, so pretexto de retornar a una forma más primitiva,
ellos corrompieron el Orden Litúrgico en muchas formas para adaptarse a
los errores de los novadores. Por esta razón, en el Ordinal entero no
sólo no hay una clara mención al sacrificio, a la consagración, al
sacerdocio, y al poder de consagrar y ofrecer el sacrificio sino que,
como hemos expresado, toda traza de estas cosas que había en las
oraciones del rito Católico, dado que no había sido enteramente
rechazado, fueron eliminadas y tachadas en forma deliberada.
De esta manera, el nativo carácter o espíritu como es llamado en el Ordinal, claramente se manifiesta a sí mismo. Por lo tanto, si,
viciado en su origen, era completamente insuficiente para conferir
Órdenes, era imposible que, con el curso del tiempo, se volviera
suficiente, dado que ningun cambio ha tenido lugar. Aquellos que, desde
el tiempo de Carlos I (Estuardo) han intentado adaptar cierto tipo de
sacrificio o sacerdocio, haciendo adiciones al Ordinal, han actuado en
vano. En vano ha sido también la aseveración de una pequeña
parte del cuerpo anglicano, formado en años recientes, que dicen que el
Ordinal puede ser entendido e interpretado con sentido ortodoxo. Tales
esfuerzos, Nos afirmamos, han sido, y son hechos en vano, y por esta
razón cualquieras palabras en el Ordinal anglicano, de la manera que es
ahora, que puedan llevar por sí mismas a ambigüedad no pueden ser
tomadas en el mismo sentido que poseen en el rito Católico. Dado que una
vez que un nuevo rito ha sido iniciado en el cual, como hemos visto, el
Sacramento del Orden es adulterado o negado, y del cual toda idea o
consagración y sacrificio ha sido rechazada, la fórmula “Recibe el
Espíritu Santo” ya no se aplica, porque el Espíritu es insuflado en el
alma con la gracia del Sacramento, y así las palabras “para el oficio y
obra de sacerdote o de obispo”, y similares no se aplican más, sino que
permanecen como palabras sin la realidad que Cristo instituyó.
Muchos
de los más inteligentes interprétes anglicanos del Ordinal han
percibido la fuerza de este argumento, y abiertamente impelen contra
aquellos que toman el Ordinal en un nuevo sentido, y que vanamente
aplican a las Órdenes conferidas de ese modo un valor y eficacia que no
poseen. Por este mismo agumento es refutada la aseveración de aquellos
que piensan que la oración, “Dios omniptente, dador de todo bien”, que
es encontrado al principio de la acción ritual, podría ser suficiente
como legítima “forma” de Órdenes (eso en la hipótesis de que pudiera ser
suficiente en un rito Católico aprobado por la Iglesia).
Con
este defecto inherente en la “forma” se junta el defecto de
“intención”, que es igualmente esencial al Sacramento. La Iglesia no
juzga acerca de la mente y la intención, en cuanto es algo interno por
naturaleza; pero en tanto que es manifestada externamente la intención,
ella está obligada a juzgar lo concerniente a esto. Una
persona que ha usado correcta y seriamente la materia y forma requeridas
para producir y conferir el Sacramento, se presume por esa misma razón
haber intentado hacer (intendisse) lo que la Iglesia hace. En este
principio descansa la doctrina de que un
Sacramento es verdaderamente conferido por el ministro que sea hereje o
no bautizado, siempre que el rito Católico sea empleado. Por el otro
lado, si el rito es cambiado, con la manifiesta intención de introducir
otro rito no aprobado por la Iglesia y de rechazar lo que la Iglesia
hace, y que, por la Institución de Cristo, pertenece a la naturaleza del
Sacramento; entonces es claro que no sólo la necesaria intención está
ausente en el Sacramento, sino que la intención es adversa y destructiva
al Sacramento.
Todas
estas materias han sido larga y cuidadosamente consideradas por Nos y
por nuestros venerables hermanos, los Jueces de la Suprema Congregación
del Santo Oficio, de los cuales ha complacido a Nos celebrar una reunión
especial el 16 de Julio pasado, en la solemnidad de Nuestra Señora del
Monte Carmelo. Ellos acordaron unánimemente que la
cuestión presentada ante ellos ya había sido decidida con pleno
conocimiento de la Sede Apostólica, y que esta renovada discusión y
examinación del asunto había servido sólo para sacar a relucir más
claramente la sabiduría y precisión con la que esta decisión había sido
tomada. No obstante, Nos consideramos a bien posponer una decisión para
permitirnos tiempo tanto para considerar si sería conveniente u oportuno
hacer una nueva declaración autoritativa acerca del asunto, y para
humildemente rogar por una mayor guía divina.
Entonces, considerando
que esta materia, aunque ya decidida, había sido puesta de nuevo a
discusión por ciertas personas, cualesquiera fueran sus razones, y que a
partir de ahí podría haberse fomentado un pernicioso error en las
mentes de aquellos que podrían suponerse a si mismos poseedores del
Sacramento y los efectos de las Órdenes, que de ninguna manera podrían
poseerlos, nos pareció bueno pronunciar en el nombre del Señor nuestro
juicio.
Por
eso, adhiriendonos estrictamente, en esta materia, a los decretos de
los Pontífices, Nuestros predecesores, y confirmándolos más plenamente,
y, por decirlo así, renovándolos por Nuestra autoridad, por Nuestra
propia iniciativa y certero conocimiento, Nos pronunciamos y declaramos
que las ordenaciones llevadas a cabo conforme al rito Anglicano han
sido, y son, absolutamente nulas y sin efecto.
Nos queda decir que, aun
cuando hemos entrado en la elucidación de esta grave cuestión en el
nombre y en el amor del Gran Pastor, de la misma manera apelamos a
aquellos que deseen y busquen con un corazón sincero la posesión de
jerarquía y de Ordenes Sagradas.
Tal
vez hasta ahora con miras a la mayor perfección de la virtud cristiana,
y escrutando muy devotamente las divinas Escrituras, y redoblando el
fervor de sus oraciones, ellos hayan, no obstante, vacilado en su duda y
ansiedad a seguir la voz de Cristo, que durante tanto tiempo les ha
advertido interiormente. Ahora ellos ven claramente adonde Él en Su
bondad los invita y quiere que vayan. Al regresar a Su único rebaño,
ellos obtendrán las gracias que ellos buscan, y las consecuentes ayudas
para la salvación, de la cual Él hizo a la Igelsia la dispensadora y,
por decirlo así, la constante guardiana y promotora de Su redención
entre las naciones. Entonces, de hecho, “Ellos sacarán aguas de gozo de
las fuentes del Salvador”, Sus maravillosos Sacramentos, por los cuales
Sus fieles almas tienen sus pecados completamente remitidos, y son
restaurados a la amistad de Dios, son nutridos y fortalecidos por el Pan
celestial, y armados con las ayudas maś poderosas para su eterna
salvación. Que el Dios de la paz, el Dios de toda consolación, en Su
infinita ternura, enriquezca y llene con todas estas bendiciones
aquellos que verdaderamente anhelan de ella.
Nos deseamos
dirigir nuestra exhortación y nuestros deseos en una manera especial a
aquellos que son ministros de religión en sus respectivas comunidades.
Son hombres que por su mismo cargo prevalecen en su aprendizaje y
autoridad, y que tienen en el corazón la gloria de Dios y la salvación
de las almas. Que sean los primeros en
someterse alegremente a la divina llamada y a obedecerla, y proporcionar
un glorioso ejemplo a otros. Ciertamente, con una alegría superior, su
Madre, la Iglesia, dará la bienvenida y acariciará con todo su amor y
cuidado a aquellos que por la fuerza de sus generosas almas ha llevado,
entre muchas pruebas y dificultades, de vuelta a su seno. ¡No pueden las
palabras expresar el reconocimeinto que este devoto coraje ganará para
ellos desde las asambleas de los hermanos en todo el mundo Católico,
como tampoco pueden expresar la esperanza y confianza que se merecerán
ante Cristo como su Juez, o qué recompensa conseguirán obtener de Él en
el Reino de los Cielos! Y Nos continuaremos, de toda manera
legal, promoviendo su reconciliación con la Iglesia en la cual los
individuales y las masas, como ardientemente deseamos, encontrarán tanto
para imitar. Mientras tanto, por la tierna
misericordia del Señor nuestro Dios, pedimos y rogamos a todos a luchar
fielemente para seguir en el camino de la divina gracia y verdad.
Nos
declaramos que estas letras y todas las cosas contenidas en ellas no
deberán ser en ningún momento impugnadas u objetadas por razón de culpa o
cualquier otro defecto cualquiera de subrepio u obrepio de nuestra
intención, sino que son y serán siempre válidas y en vigor y serán
inviolablemente observadas tanto juridicamente como de otras maneras,
por todos aquellos de cualquier rango y preeminencia, declarando nulo y
sin efecto cualquier cosa que, en estas materias, puedan pasar a ser
contrariamente intentadas, ya sea voluntaria o involuntariamente, por
persona cualesquiera, autoridad o pretexto el que sea.
Nos
mandamos que sean dadas copias de estas cartas, incluso impresas,
siempre que estén firmados por un notario y sellados por una persona
constituida en dignidad eclesiástica, la misma credibilidad que se le
daría a la expresión de nuestra voluntad con la presentación de estos
presentes.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, en el año mil ochocientos noventa y seis de
la Encarnación de Nuestro Señor, en los Idus de Septiembre, en el año
décimo noveno de nuestro pontificado.
LEÓN P.P. XIII