Desde Radio Cristiandad
Solemnizamos hoy con gran gozo y confianza la Fiesta del Corazón Inmaculado de María Santísima.
No hay duda que el objeto de esta devoción del Corazón Purísimo
de la Santísima Virgen, puede considerarse de dos maneras: su objeto material y su objeto formal, de suerte que en esta hermosísima devoción debemos distinguir y reconocer bien, para luego unirlos y no separarlos nunca, los dos elementos que la forman.
De otro modo, no llegaremos jamás a penetrar en lo que es y vale esta devoción al Corazón Inmaculado de la Virgen Santísima.
Pues bien, de estos dos elementos, el primero es el material, que es el mismo Corazón físico, real, palpitante, de la Santísima Virgen. Un Corazón de carne, humano, en todo semejante al de los demás hombres, pero Inmaculado desde su misma Concepción.
Y el otro elemento, el formal, es invisible e inmaterial, y consiste en el Amor, en la Caridad de la Virgen Madre, encerrada y simbolizada en ese Purísimo Corazón.
Si llegásemos a separar estos dos elementos, destruiríamos esta devoción, o tendríamos una devoción parcial e incompleta del Corazón de María.
Por tanto, siempre que hablemos, pensemos, meditemos o tengamos alguna devoción a este Purísimo Corazón, entendamos que lo hacemos para honrar el amor de la Virgen Purísima, pero encerrado en su Corazón como en un vaso precioso.
Su Amor es la joya, su Corazón es el cofre que la encierra.
Consideremos primero el objeto material. Y pensemos: a tal joya, tal cofre; a tal perla, tal nácar.
¿Cuál y cómo es el Corazón de la Santísima Virgen? Sabemos que la hermosura física de María es sólo superada por la de su divino Hijo. Sabemos que Dios la hizo la más hermosa de todas sus criaturas pues iba a ser la Madre del “más hermoso de todos los hijos de los hombres”
¿No debió serlo aún más en su Corazón?
Imaginemos esa belleza y hermosura condensada en aquel Corazón Inmaculado. Si todo el Purísimo Cuerpo de la Virgen es digno de devoción, mucho más aún debe serlo su Corazón.
Los cuerpos de los Santos, sus reliquias; especialmente en algunos, como en Santa Teresa de Jesús, su corazón, ¡qué apreciados son de las almas devotas!
¿Qué comparación puede haber entre esas santas reliquias, entre la veneración que merece el corazón de los Santos y el de la Santísima Virgen? Tanto más, cuanto que todo acto de culto que se tributa a este Corazón de María, es un acto que redunda en toda la Persona de la Virgen; son todas sus virtudes, toda su pureza y santidad, las que se veneran y honran.
Así pasamos ya al objeto formal. Esas virtudes, esa santidad, ese amor sobre todo contenido en ese Corazón nobilísimo.
Tengamos en cuenta el Corazón de la Virgen Madre, y no olvidemos que es la Madre de Dios. ¿Qué Corazón habrá puesto en Ella? Si Él se lo dio, ¿cómo será? Y ¿cómo ama este Corazón? Si tiene que amar a Dios y a los hombres con un amor sólo inferior al de Dios, ¿cómo será el Corazón que encierra este amor?
Esta devoción, bien practicada nos debe hacer penetrar en su Corazón, estudiar sus movimientos, conocer sus latidos, descubrir su amor.
Sólo cuando entremos de lleno en Él, podremos comenzar a conocer a nuestra Madre. Pare conocer y entender a María hay que encontrar su Corazón.
Cuanto más estudiemos su caridad, más conoceremos a María. ¡Qué dulce es este pensamiento!… ¡Qué suave y dulcísima esta devoción!
El mismo Dios conoce también así a la Virgen María, así la aprecia y estima, por el amor de su Corazón; porque es Él el autor del uno y del otro.
Pidamos al Señor un poco de esta luz con la que Él penetra en el interior de ese Corazón Inmaculado. Y con esa luz divina tratemos de mirar el Corazón de nuestra Madre.
Penetremos más en particular en los motivos que deben movernos a tener esta devoción al Purísimo Corazón de la Santísima Virgen.
Y sea el primero lo excelente que es en sí misma esta devoción. En cuanto a su objeto material, ¡el Corazón mismo de la Virgen!, salta a la vista cuan digno es de Ella.
Es el instrumento del que se valió el Espíritu Santo para la obra de la Encarnación. De aquel Purísimo e Inmaculado Corazón brotó la Sangre preciosísima de la que se formó el Cuerpo sacrosanto y hasta el mismo Corazón Sacratísimo de Jesucristo. De allí tomó el Señor aquella Sangre que había de ofrecer en la Cruz por la salvación de la humanidad.
En cuanto a su objeto formal, era aquel Corazón el centro y el foco de la vida de la Santísima Virgen; todos sus latidos y pulsaciones, todos sus más mínimos movimientos participaron de los méritos incalculables que en cada instante de su vida mereció María.
Recorramos los pasos principales de esta vida y contemplemos a la vez el Corazón de la Virgen, acusando todas sus impresiones. ¡Cómo se estremecería en la Anunciación!… ¡Qué emoción en la Noche Buena, cuando contempló el rostro de Jesús por primera vez!… ¡Qué encogimientos y ahogos cuando el anciano Simeón le clavó aquella espada de dolor y en los sobresaltos de la huida a Egipto!… ¡Cómo hubieron de acrecentarse estos latidos en la pérdida del Niño… y, sobre todo, en la Pasión y muerte de su Hijo!…
¿No es más que suficiente todo esto para hacer amable y excelente esta devoción?
Y, sin embargo, sube de punto este razonamiento, si contemplamos el Corazón de la Virgen como el órgano sensible de su amor, como al instrumento que recibía todas las impresiones de su cuerpo y de su alma para convertirlas en amor, para encenderse y abrasarse más y más en el fuego del amor.
A esto debemos sumar que esta devoción es voluntad misma del Cielo.
El 13 de junio de 1917, durante la segunda aparición en Fátima, Nuestra Señora dijo a Lucía: “Tú quedas aquí por más tiempo. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado”.
El 13 de julio de 1917, luego de la visión del Infierno, Nuestra Señora les dijo: “Visteis el infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado”.
El 10 de Diciembre 1925, en Pontevedra, tuvo lugar una aparición de la Santísima Virgen con el Niño Jesús, que le dijo a Sor Lucía: “Ten piedad del Corazón de tu Santa Madre circundado de espinas, que los hombres ingratos le clavan a cada momento”.
En mayo de 1943, en Tuy, Nuestro Señor dijo a Sor Lucía: “Deseo ardientemente que se propague en el mundo el culto y la devoción al Corazón Inmaculado de María, porque este Corazón es el imán que atrae todas las almas a Mí, y el fuego que irradia sobre la tierra el rayo de mi Luz y de mi Amor, es la fuente inagotable que hace brotar sobre la Tierra el agua viva de mi misericordia”.
Entrando en la consideración más particular de este Corazón Inmaculado, descubrimos que es un Corazón de Madre.
Y con eso está dicho todo lo que acerca del amor natural de María puede decirse. ¿Qué cosa más grande, más sublime que el corazón de una madre? ¿Dónde encontrar, en la tierra, un amor que merezca mejor este nombre? ¿Dónde habrá un amor que más se parezca al amor de Dios?
Podemos decir que todo lo que es amor en la tierra está resumido en el corazón de una madre; y que el corazón de madre es la obra maestra salida de las manos del Creador.
El mismo Dios, cuando quiere hablar de su amor a los hombres, se compara a una madre y nos dice “Pues qué, ¿puede quizás una madre olvidar a su hijo?”
¡Cuántas maravillas ha encerrado Dios en el corazón de una madre! Por lo tanto, ¿qué habrá hecho con el Corazón de María? ¿Quién más madre que la Virgen María?
Siendo Madre de Dios y Madre de todos los hombres, ¿qué será entonces ese Corazón? ¿Qué amor habrá en Él?
Corazón de Madre de Dios… María, ¡Madre de Dios! ¡Qué cosa más grande y más incomprensible! Tanto de parte de Dios, que haya querido tener a una mujer por Madre suya verdadera, como por parte de María, para llegar a ser ciertamente la Madre de Dios.
Este pensamiento encierra infinitas maravillas. Según él, María fue el principio de la vida terrena de Dios, pues eso es ser madre, dar vida a otro ser. Luego María tuvo que dar la vida humana al Hijo de Dios, que, por lo mismo, comenzó a ser verdadero hijo suyo.
San Agustín pensaba en esto y se extasiaba con esta idea; y trataba de comprender cómo podía ser esta dulcísima realidad de que “la carne de Cristo fuera la carne de María”, como él decía. Y, efectivamente su Carne, su Sangre, su Vida, su Corazón fueron en verdad, la Carne y la Sangre, la Vida y el Corazón de Dios.
¡Un solo Corazón para la Madre e Hijo!…, como solía decir San Juan Eudes…
¡Un solo Corazón dando la misma vida a Dios y a la Virgen!…
¿No es esto el colmo de las maravillas y de las grandezas, de María? El Hijo de Dios era exclusivamente Hijo suyo, sin intervención de ninguna otra paternidad más que la de Dios; por eso es más madre que ninguna otra madre.
De suerte que debemos comprender bien que si Cristo fue Hombre verdadero, si tuvo un Cuerpo pasible capaz de padecer y sufrir como el nuestro, si tuvo un Corazón humano semejante a nuestro corazón, capaz de enternecerse y sentir como propias nuestras penas y miserias, fue por María.
Y aún podemos añadir que todo esto fue por el Corazón Inmaculado de María, pues, como el mismo San Agustín dice, “María es Madre de Jesús, Madre de Dios, mucho más según el espíritu que según la carne”. María, por tanto, concibió a Jesús en su Corazón.
Corazón de Madre de los hombres. Con este mismo amor, verdaderamente divino, nos ama a nosotros la Virgen Santísima.
No puede ser de otra manera. ¡Somos sus hijos! ¡Ella es, en realidad, nuestra Madre!
¡Qué Madre tenemos! ¡Qué amor el de su Corazón maternal para con nosotros! Esta Madre tanto ama a sus hijos que no duda en sufrir y en sacrificarse por ellos.
Debemos tener un corazón filial para con esa Madre que Dios nos ha dado. Sería un contrasentido y el mayor absurdo el que exigiéramos a la Virgen que nos amara con Corazón de Madre, y nosotros no la amásemos con amor de hijos.
Pero nuestra obligación aumenta, si consideramos el principal atributo del Corazón Inmaculado de María: la Misericordia.
La misericordia, lo hemos considerado el Décimo Domingo después de Pentecostés, es el atributo más dulce de Dios, el que más arrastra nuestro corazón y le infunde aliento y confianza.
Dios es un Padre amantísimo, dulcísimo, con entrañas llenas de compasión y misericordia. Una de las mayores pruebas de que esto es así la tenemos en el Corazón Misericordiosísimo de la Santísima Virgen María.
Este Corazón es un efecto de la bondad y del amor de Dios a los hombres…
La misericordia… Tenemos tanta necesidad de ella. Difícilmente encontraremos nada que mejor entendamos y más apreciemos que esta cualidad de la misericordia…
Un corazón compasivo que siente como propias las necesidades y miserias ajenas, un corazón misericordioso que llora con los que lloran y sufre con los que sufren, ¿a quién no encanta y seduce?
Y, si además de sentir así las desgracias ajenas como si fueran propias, se esfuerza y trabaja por remediarlas, ¡mucho más aún!
Pues así, y en un grado de intensidad verdaderamente divina, es el Corazón de la Santísima Virgen. Su Corazón está adornado de todos los caracteres de la más perfecta y sublime misericordia. Su Corazón es el más compasivo de todos los corazones; y cualquier desgracia o tribulación que ve a su alrededor halla eco en él.
Lo hemos contemplado el domingo pasado.
¡En cuántos casos habrá intervenido la Santísima Virgen en favor nuestro!, consiguiéndonos de Jesús algo que nos hacía falta, algo que nos venía muy bien y que nosotros ni nos ocupábamos de pedirlo, sea por ignorar el peligro, sea por tibieza o por malicia de nuestro corazón…
Y es que la misericordia de María, como su Corazón de donde brota, es de una Madre.
El corazón de una madre sentirá palpitar sus entrañas con nuevo cariño, con nuevo y más encendido amor, cuando vea más y más desgracias y miserias en su hijo.
El corazón de una madre nunca desmaya, ni se cansa, siempre espera, siempre confía poder remediar la situación de su hijo.
Y ahora penetremos en el Corazón de la Virgen, más madre que ninguna otra madre, con una bondad y misericordia que resumen todo lo que Dios derramó sobre todas las demás madres de la tierra.
¿Cómo sería y cómo es actualmente su Corazón?
Por otra parte, no es ésta una compasión estéril, como tiene que ser muchas veces la de una madre que quiere, pero no sabe o no puede remediar a su hijo.
María posee la omnipotencia del mismo Dios; y toda ella la emplea generosamente para socorrer a sus hijos.
Y lo más maravilloso es que esta misericordia maternal de la Virgen no se terminó como termina naturalmente la de la madre de la tierra con su muerte.
Ahora que está en el Cielo, su Corazón es el mismo. A pesar de la elevación de su trono tan cercano al de Dios, Ella no se olvida de sus hijos miserables.
Y si hay algún cambio en el Corazón de la Virgen, es para ser aún, desde el Cielo, más compasiva, más clemente y más misericordiosa, y para aprovecharse mejor de su Corazón de emperatriz en bien de los desgraciados de aquí abajo.
En el Cielo, su misericordia es activísima, trabajando sin cesar por las almas, inclinándola unas veces a pedir e interceder por nosotros, derramando otras con sus manos piadosas torrentes de gracias sobre nuestros corazones.
¡Cuántas veces los Ángeles del Cielo habrán sido los mensajeros de paz, de consuelo, de esperanza que la Virgen envía a los que en la tierra la invocan!
Por lo tanto, debemos arrojarnos con una confianza ilimitada en su Corazón Maternal.
Vayamos a los pies de la Virgen. Ante su bondadosísimo Corazón Inmaculado no caben temores ni desconfianzas. ¡Si precisamente para eso le dio Dios ese Corazón!
Como dice el Introito de esta Misa: Lleguémonos confiadamente al trono de la Gracia, a fin de alcanzar Misericordia y hallar el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno.
¡Qué nada ni nadie nos arranque esta dulcísima esperanza!
¡Oh Clementísima!… ¡Oh Piadosísima!… ¡Oh Dulcísima, Virgen María!
Corazón Inmaculado de María, ¡sed la salvación del alma mía!