Tomado de “Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo”, de San Alfonso María de Ligorio, capítulo V.
REFLEXIONES SOBRE LAS SIETE PALABRAS DE JESUCRISTO
I. «Pater, dimítte illis, non enim sciunt quid fáciunt» (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen)
¡Oh ternura del amor de Jesucristo hacia los hombres! Dice San Agustín
que el Salvador pedía perdón, al mismo tiempo que le injuriaban sus
enemigos, ya que entonces no miraba tanto las injurias y la muerte que
de ellos recibía, cuanto al amor con que por ellos moría (Tratado XXXI
del Evangelio de San Juan). Mas dirá alguien: “Y ¿por qué Jesús rogó al
Padre que los perdonara, pudiendo Él mismo perdonar las injurias que
recibía?” Responde San Bernardo que rogó al Padre no porque le faltara
poder para perdonar, sino para enseñarnos a orar por quienes nos
persiguen. Y añade el santo Abad en otro pasaje: “¡Cosa digna de
admiración! Jesucristo exclama: ‘Perdónalos’, y los judíos vociferan:
‘¡Crucifícalo!’” (San Bernardo, Sermón De Passióne Dómini, 9).
Mientras que Jesucristo, añade Arnoldo de Chartres, se esforzaba por
salvar a los judíos, éstos se esforzaban por condenarse; pero ante Dios
podía más la caridad del Hijo que la ceguera del pueblo ingrato (Tratado
De septem verbis Dómini, tratado 5). Y San Cipriano añade: “La sangre de Cristo da la vida hasta a quienes la derraman” (De bono patiéntiæ,
n. 8). Tanto fue el deseo que tuvo Jesucristo de salvar a todos, que no
negó participación en sus méritos ni aun a sus mismos enemigos, que
derramaban su sangre a fuerza de tormentos. Mira, dice San Agustín, a tu
Dios clavado en la cruz, oye la plegaria que dirige por sus verdugos, y
después niega la paz al hermano que te ofende (Sermón 49, cap. 8).
San León atribuye a la oración de Cristo la conversión de tantos
millares de judíos como se rindieron a la predicación de San Pedro,
según se lee en los Actos de los Apóstoles. Dios no permitió, dice San
Jerónimo, que la oración de Jesucristo quedase estéril, y por eso
millares de judíos abrazaron la fe (Epístola a Edibia, cuestión
8, cap. 2). Pero ¿por qué no se convirtieron todos? Porque la oración de
Jesucristo fue condicional; se aplicaba a los que no fueran del número
de aquellos a quienes se dijo: “Vosotros siempre chocáis contra el
Espíritu Santo” (Actas 7, 51).
En la oración de Jesucristo entraron también los pecadores, de suerte
que todos podemos decir a Dios: “Padre Eterno, oíd la voz de vuestro
amado Hijo que os pide nos perdonéis. Cierto que no merecemos tal
perdón, pero lo merece Jesucristo, quien con su muerte satisfizo
sobreabundantemente por nuestros pecados. No, Dios mío, no quiero
obstinarme en el mal como los judíos; me arrepiento, Padre mío, ya
sabéis que soy un pobre enfermo, perdido por mis pecados; pero vos
cabalmente vinisteis del Cielo a la tierra para sanar a los enfermos y
salvar a los extraviados que se arrepienten de haberos ofendido, como lo
declarasteis por Isaías: ‘Vino el Hijo del hombre a buscar y a salvar
lo que había perecido’ (Isaías 61, 1); e igual dijisteis por San Mateo:
‘Porque el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido’ (San
Mateo 18, 11).
II. «Amen dico tibi: Hódie mecum eris in paradíso» (En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso)
Enseña San Lucas que, de los dos ladrones crucificados con Jesucristo,
uno permaneció en su obstinación, al paso que el otro se convirtió, y al
ver que su pérfido compañero blasfemaba del Señor, diciéndole: “¿No
eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”, lo reprendió,
diciéndole que ambos sufrían el merecido castigo, al paso que Jesús era
inocente: “Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos
el justo pago de lo que hicimos; mas éste nada inconveniente ha hecho”.
Y, vuelto después al propio Jesús, le dijo: “Acuérdate de mí cuando
vinieres en la gloria de tu realeza” (San Lucas 23, 39-43). Con tales
palabras lo reconoció por verdadero Señor suyo y por Rey del cielo, que
fue cuando Jesús le prometió el paraíso. Escribe cierto docto autor que
el Señor, en virtud de su promesa, se mostró cara a cara al buen ladrón,
colmándole de felicidad, aunque no le dio a gustar, antes de entrar en
él, todas las delicias del paraíso.
Arnoldo de Chartres, en su Tratado de las siete palabras, enumera los
actos de virtud que San Dimas, buen ladrón, ejercitó en su muerte. “Cree
—dice—, se arrepiente, se confiesa, predica, ama, confía y ora” (Ibíd.,
tratado 2). Ejercitó la fe, diciendo: Acuérdate de mí cuando vinieres
en la gloria de tu realeza, creyendo que Jesucristo después de la muerte
entraría victorioso en su gloria. “Lo ve morir —dice San Gregorio— y
cree que ha de reinar” (Morália, o Exposición sobre Job, libro 18, cap. 25).
Se ejercitó en la penitencia con la confesión de sus pecados, al decir:
“Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo
pago de lo que hicimos”. Nota San Agustín que el buen ladrón no se
atrevió a esperar el perdón antes de la confesión de sus delitos (Sermón
155, cap. 8), y añade San Atanasio: “¡Feliz ladrón que arrebataste el
cielo con esta confesión!” (Sermón Contra omnes hæréses, n. 2).
Otras hermosas virtudes practicó este santo penitente en aquella hora.
Se ejercitó en la predicación, declarando la inocencia de Cristo: “Mas
éste nada inconveniente ha hecho”. Se ejercitó en el amor divino,
aceptando con resignación la muerte en pena de sus pecados, cuando dijo:
“Recibimos el justo pago de lo que hicimos”. De ahí que San Cipriano,
San Jerónimo y San Agustín no titubeen en llamarle mártir, porque, según
Juan de Sylveira, este feliz ladrón fue verdadero mártir, pues los
verdugos, al quebrarle las piernas, se ensañaron más en él porque había
proclamado la inocencia de Jesús, tormento que el santo aceptó por amor
de su Señor (Comentario sobre los Evangelios, tomo V, libro 8, cap. 16, cuestión 12).
Notemos aquí de paso la bondad de Dios, que siempre da, según San
Ambrosio, más de lo que se le pide. Pedía, dice el Santo, que se
acordara de Él, y Jesucristo le responde: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso” (Comentario sobre San Lucas 23, 1). Y San Juan Crisóstomo añade
que nadie antes que el buen ladrón mereció la promesa del paraíso (De cruce et latróne,
homilía 1, n. 2). Entonces tuvo cumplimiento lo que Dios afirmó por
Ezequiel: “que cuando el pecador se arrepiente de todo corazón, de tal
modo se le perdona, que hasta se llegan a olvidar sus culpas” (Ezequiel
18, 21-22). E Isaías nos recuerda que Dios se siente tan inclinado a
hacernos bien, que acude presto a nuestras súplicas: “Con certeza obrará
gracia contigo, atendiendo a la voz de tu grito de auxilio” (Isaías 30,
19). Dice San Agustín que Dios está siempre dispuesto a estrechar
contra su corazón a los pecadores arrepentidos (Manual sobre la Fe, Esperanza y Caridad,
cap. 23). Y ved cómo la cruz del mal ladrón, llevada con impaciencia,
fue su mayor ruina para el Infierno, en tanto que, por haberla llevado
con paciencia y resignación, el buen ladrón se valió de ella como de
escala para el paraíso. ¡Dichoso ladrón, que tuviste la suerte de unir
tu muerte a la pasión de tu Salvador!
¡Oh Jesús mío!, de hoy más os sacrifico mi vida y os pido la gracia de
poder, en la hora de la muerte, sumarla al sacrificio de la vuestra en
el ara de la Cruz; por los merecimientos de vuestra muerte espero morir
en gracia y amándoos con todo mi corazón, despojado de todo afecto
terreno, para seguir amándoos con todas mis fuerzas por toda la
eternidad.
III. «Múlier, ecce fílius tuus... Ecce mater tua» (Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí a tu madre)
Dice San Marcos que en el Calvario había varias mujeres mirando a Jesús
crucificado, pero de lo lejos (San Marcos 15, 40). Es de creer que la
Madre de Jesús se hallara entre ellas; San Juan dice que la Santísima
Virgen se hallaba no lejos, sino cerca, en unión de María Cleofé y María
Magdalena (San Juan 19, 25). Queriendo San Eutimio explicar esta
aparente contradicción, dice que la Santísima Virgen, al ver que su Hijo
estaba para expirar, se aproximó más que el resto de las mujeres a la
cruz, sin temor a los soldados que la rodeaban y llevando pacientemente
los insultos y empellones de los que custodiaban a los condenados, para
poder hallarse más cerca de su amado Hijo (Comentario sobre San Mateo,
cap. 67). Lo propio dice un docto autor que escribió la vida de
Jesucristo: “Allí estaban los amigos que lo observaban de lejos, pero la
Santísima Virgen, la Magdalena y otra María estaban cerca de la Cruz,
con San Juan, por lo que Jesús, viendo a su Madre y a San Juan, les dijo
las palabras antes citadas: Mujer, he ahí a tu hijo, etc.”. El abad
Guérrico escribe: “¡Verdadera Madre, que ni en los horrores de la agonía
abandonó al Hijo!” (Sermón 4 de Assumptióne). Madres hay que se
retiran para no presenciar la agonía de sus hijos; su amor no les
consiente asistir a tal espectáculo ni verlos morir sin poderlos
socorrer. La santísima Madre, por el contrario, cuanto más próximo
estaba el Hijo a la muerte, tanto más se acercaba a la Cruz.
Estaba junto a la Cruz esta Madre afligida, y, mientras que Jesús
ofrecía la vida por la salvación de los hombres, María unía sus dolores
al sacrificio del Hijo y, perfectamente resignada, tomaba parte en todas
las penas y oprobios que sufría el moribundo Jesús. Observa un autor
que no enaltecen la constancia de María quienes la pintan desmayada al
pie de la cruz, pues fue la mujer fuerte que no llora ni se desvanece,
como atestigua San Ambrosio (Oración por la muerte de Valentiniano, n. 39).
El dolor que experimentó la Virgen en la pasión de su Hijo superó a
todos los dolores que puede padecer el corazón humano; pero el dolor de
María no fue estéril ni sin provecho, como el de las madres que
presencian los dolores de sus hijos, sino que fue un dolor fecundo, pues
así como es madre natural de Jesucristo, nuestra cabeza, así también es
madre espiritual de todos nosotros, que somos sus miembros, cooperando,
como dice San Agustín, con su caridad a engendrarnos a la vida de la
gracia y a ser hijos de la Iglesia (De sancta virginitáte, cap. 6, n. 6).
En el monte Calvario, dice San Bernardo, callaban estos dos ilustres
mártires, Jesús y María, pues que el excesivo dolor les oprimía el pecho
y les quitaba el habla (De Lamentatióne Vírginis Maríæ). La
Madre miraba al Hijo agonizante sobre la Cruz, y el Hijo miraba a la
Madre agonizante al pie de ella, por la gran compasión que sentía al
verle padecer tan crueles agonías.
María y Juan estaban, pues, más próximos a la Cruz que las otras
mujeres, de suerte que en medio de aquel gran tumulto podían más
fácilmente oír la voz y percibir las miradas de Jesucristo. San Juan
escribe: “Jesús, pues, viendo a la Madre y junto a ella al discípulo a
quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, he ahí a tu hijo’” (San Juan 19,
26). Pero si María y Juan estaban acompañados de las otras mujeres, ¿por
qué dice el evangelista que Jesús miró a la Madre y al discípulo, sin
hacer cuenta de ellas? Es que el amor, responde San Juan Crisóstomo,
hace que siempre se mire con mayor distinción los objetos más amados
(Sermón 78). Lo que San Ambrosio confirma diciendo que es cosa natural
que entre los demás veamos mejor a las personas que amamos (De Joseph patriárcha,
cap. 10). Reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida que Jesús, para
mirar a la Madre, que estaba junto a la Cruz, tuvo que sacudir los
párpados con fuerza, para limpiar la sangre, que le impedía ver (Revelaciones de Santa Brígida, libro 4, cap. 70).
Jesús, señalando con la vista a San Juan, que estaba al lado de ella,
dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo” (San Juan 19, 26). Y ¿por qué
la llamó mujer y no madre? Porque, estando próximo a la muerte, quería
despedirse de ella, como si dijera: “Mujer, voy a morir dentro de poco y
no te quedará otro hijo sobre la tierra, por lo que te dejo a Juan, que
te servirá de hijo y como hijo te amará”. Por lo que se deduce que San
José había muerto, porque, de vivir, no lo hubiera separado de su
esposa.
Toda la antigüedad sostiene que San Juan guardó perpetua virginidad, y
por ello precisamente mereció ocupar el lugar de Jesucristo; de ahí que
canta la Iglesia: “Jesús confió su Madre virgen al discípulo virgen”
(Oficio de San Juan Evangelista, Responsorio en la primera lección de
Maitines). Y desde aquel punto de la muerte del Señor, San Juan recibió a
María en su casa y la asistió y sirvió en toda su vida como a su misma
madre: “Y desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía” (San
Juan 19, 27). Quiso Jesucristo que este su amado discípulo fuese testigo
ocular de su muerte, para que con mayor autoridad pudiera decir y
afirmar en su Evangelio: “Y el que lo ha visto lo ha testificado” (San
Juan 19, 35), y en su primera carta: “Lo que hemos visto con nuestros
ojos... damos testimonio y os anunciamos” (Epístola I de San Juan 1, 1).
Y por eso el Señor, mientras que los demás discípulos le abandonaron,
dio a San Juan la fortaleza de asistir a su muerte entre tantos
enemigos.
Pero volvamos a la Santísima Virgen e indaguemos la principal razón por
la que Jesús llamó a María mujer y no madre. Con esto nos quiso dar a
entender que María era aquella mujer excelsa que había de quebrantar la
cabeza de la serpiente: “Y enemistad pondré entre ti y la mujer y entre
tu prole y su prole, la cual te apuntará a la cabeza mientras tú
apuntarás a su calcañar” (Génesis 3, 15). Nadie pone en duda que esta
mujer fue la bienaventurada Virgen María, quien mediante su Hijo, o si
se quiere, el Hijo, que se sirvió de la que le dio a luz para aplastar
la cabeza de Lucifer. María debía ser la enemiga de la serpiente, porque
Lucifer fue soberbio, ingrato y desobediente, en tanto que ella fue
humilde, agradecida y obediente. Dícese “la cual te apuntará a la
cabeza”, porque María, por medio de su Hijo, humilló la soberbia de
Lucifer, quien se atrevió a “poner asechanzas a su calcañar”, por el
cual hay que entender la sacratísima humanidad de Jesucristo, que era la
parte que le ponía más en contacto con la tierra; pero el Salvador con
su muerte tuvo la gloria de vencerlo y derrocarlo del imperio que le
había dado el pecado sobre el género humano.
Dijo Dios a la serpiente: “Enemistad pondré entre tu prole y su prole”,
para denotar que después de la ruina de los hombres, ocasionada por el
pecado, Jesucristo había de redimir a la humanidad, y que entonces
habría en el mundo dos familias y dos posteridades: la de Satanás, que
había de tener por hijos a los pecadores, corrompidos con mil suertes de
pecados, y la de María, que tendría por descendencia a la almas santas y
como jefe de ella a Jesucristo. Por eso María fue predestinada para ser
la madre de la cabeza y de los miembros, que son los fieles, según
aquello del Apóstol: “Todos vosotros sois unos en Cristo Jesús, y si
vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de Abrahán”
(Gálatas 3, 28). Por manera que Jesucristo con los fieles forma un solo
cuerpo, pues la cabeza no se puede dividir de sus miembros, y estos
miembros son hijos espirituales de María y tienen el mismo espíritu que
su hijo natural, que es Jesucristo. Por eso San Juan no es llamado por
su nombre propio, sino por el genérico de discípulo amado del Señor, a
fin de que entendamos por Jesucristo y en quienes vive por su Espíritu,
que es lo que quiso dar a entender Orígenes al escribir: “Cuando Dios
dijo a su Madre: ‘He ahí a tu hijo’, es como si hubiera dicho: ‘Este es
Jesús, a quien diste al mundo, porque el cristiano perfecto no vive ya
de su propia vida, sino que Cristo vive en él’” (Comentario sobre el
Evangelio de San Juan, parte 6).
Dice Dionisio Cartujano que en la pasión del Salvador los pechos de
María se llenaron de la sangre que corría de sus llagas, para que con
ella pudiese alimentar a sus hijos. Y añade que esta divina Madre, con
sus plegarias y con los merecimientos que atesoró asistiendo a la muerte
de su Hijo adorable, nos alcanzó la gracia de participar de los méritos
de la pasión del Redentor (De láudibus Beatíssimæ Vírginis Maríæ, libro 2, art. 23).
¡Oh Madre de los dolores!, ya sabéis que merecí el Infierno y que no
tengo más esperanza de salvarme que en la participación de los méritos
de la muerte de Jesucristo. Vos me habéis de alcanzar esta gracia que os
pido por amor de aquel Hijo que en el Calvario visteis con vuestros
propios ojos inclinar la cabeza y expirar. ¡Oh Reina de los mártires y
Abogada de pecadores!, ayudadme siempre, y especialmente en la hora de
la muerte. Ya me parece estar viendo a los demonios, que en los
postreros momentos de mi agonía se esforzarán por desesperarme a vista
de mis pecados; por favor, no me abandonéis cuando veáis por todas
partes combatida mi alma; ayudadme con vuestras oraciones y alcanzadme
la esperanza y la santa perseverancia. Y si entonces, por haber perdido
la palabra y hasta el uso de los sentidos, no puedo pronunciar vuestro
nombre ni el de vuestro Hijo, ahora los invoco, diciendo: “Jesús y
María, en vuestras manos encomiendo el alma mía”.
IV. «Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquísti me?» (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?)
Antes de estas palabras escribe San Mateo: “Y hacia la hora nona clamó
Jesús con gran voz, diciendo: “Eli, Eli lemá sabaktháni”. ¿Por qué
pronunció Jesucristo estas palabras con tan grande voz? Dice Eutimio que
las pronunció tan fuerte para darnos a entender su divino poderío, ya
que, estando para expirar, pudo hablar tan alto, cosa que no les es dado
a los agonizantes, por la suma debilidad que padecen. Y, además, gritó
tan firme para darnos a entender la extraordinaria pena en que moría,
pues no faltaría quien creyese que, siendo Jesús hombre y Dios, el poder
de la divinidad habría impedido el golpe que le asestaban los
tormentos. Para evitar, pues, tales sospechas, quiso manifestar con
estas palabras que su muerte fue la más amarga de las muertes, pues
mientras los mártires eran regalados en sus tormentos con divinos
consuelos, Él, como Rey de los mártires, quiso morir privado de todo
alivio y sostén, satisfaciendo rigurosamente a la divina justicia por
todos los pecados de los hombres. Por eso hace notar Sylveira que Jesús
llamó al Padre Dios y no Padre, porque entonces tenía, como juez, que
tratarlo cual reo y no como padre trata al hijo (Op. cit., tomo V, libro
8, cap. 18, cuestión 3).
Según San León, el clamor del Señor no fue lamento, sino enseñanza (Sermón 16 de Passióne).
Enseñanza, porque con aquella voz quiso enseñarnos cuán grande era la
malicia del pecado, que pone a Dios como en la obligación de entregar a
los tormentos, sin ningún género de consuelo, a su amadísimo Hijo, tan
sólo por haber cargado con el peso de satisfacer por nuestros delitos.
Sin embargo, Jesús en aquel angustioso trance no fue abandonado de la
divinidad ni privado de la visión beatífica, que gozaba su alma
benditísima desde el primer instante de su creación; sólo se sintió
privado del consuelo sensible con que suele el Señor sostener en la
prueba a sus más leales servidores, y por eso cayó en un abismo de
tinieblas, temores y amarguras y otras penas que nuestros pecados habían
merecido. Esta ausencia sensible de la presencia divina la había
experimentado también en el huerto de Getsemaní, pero la que padeció
estando en la Cruz fue mayor y más amarga.
Pero, ¡oh Eterno Padre!, ¿qué disgusto os ha dado este inocente y
obedientísimo Hijo, para que así lo castiguéis con muerte tan amarga?
Miradlo cómo está en aquel leño, con la cabeza atormentada por las
espinas; cómo pende de tres garfios de hierro, y si quiere reposar, sólo
puede hacerlo sobre sus llagas; todos lo han abandonado, hasta sus
discípulos; todos, al pasar delante de la Cruz, blasfeman y se mofan de
Él. Y ¿por qué vos, que tanto lo amáis, lo habéis abandonado? No hay que
olvidar que Jesucristo estaba cargado con los pecados de todo el mundo;
y aunque personalmente era el más santo de todos los hombres, ya que
era la propia santidad, sin embargo, como se había obligado a satisfacer
por nuestros pecados, aparecía a los ojos del Padre como el mayor
pecador del mundo, y, como tal y fiador de todos, era menester que
pagase por todos. Pues bien, nosotros merecíamos ser condenados a vivir
eternamente en el Infierno, con eterna desesperación, y para librarnos
de esta muerte eterna quiso Jesús verse en la muerte privado de todo
consuelo.
Blasfemó Calvino en el comentario que hizo acerca de San Juan, al decir
que Jesucristo, para reconciliar a los hombres con su Padre, debía
sentir toda la cólera de Dios contra el pecado y experimentar todos los
padecimientos de los condenados, y especialmente el de la desesperación.
¡Necedad y blasfemia! ¿Cómo pudiera haber satisfecho por nuestros
pecados cayendo en otro mayor, cual es el de la desesperación? Y ¿cómo
puede compadecerse esta desesperación soñada por Calvino, con las
palabras que entonces pronunció Jesucristo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”? (San Lucas 23, 46). Lo cierto es, como explican
San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y otros, que nuestro Salvador exhaló
este gran lamento no para demostrar su desesperación, sino la amargura
que experimentaba al morir privado de todo consuelo. Además, la supuesta
desesperación de Jesús sólo podía tener fundamento en el odio que el
Padre le tuviese; mas ¿cómo podía Dios aborrecer a Jesucristo, cuando
por obedecerle se había ofrecido a pagar por los crímenes de la
humanidad? Esta obediencia fue la que movió al Padre a otorgar perdón al
género humano, como escribe el Apóstol: “El cual en los días de su
carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas al que le podía salvar de la muerte, y habiendo sido escuchado
por razón de su reverencia...” (Hebreos 5, 7).
Lo cierto es que este desamparo de Jesús fue el mayor tormento de su
pasión, pues nadie ignora que había hasta entonces padecido sin
lamentarse horribles dolores, y sólo de éstos se quejó dando una gran
voz, envuelta, al decir de San Pablo, con muchas lágrimas y oraciones.
Estas lágrimas y aquella voz recia nos dan a entender cuánto le costó a
Jesús inclinar a nuestro favor la misericordia divina y cuán espantoso
es el castigo dado a un alma que se ve lanzada lejos de Dios y privada
para siempre de su santo amor, según la amenaza divina: “De mi casa los
arrojaré, no volveré a amarlos” (Oseas 9, 15).
Dice, además, San Agustín que Jesucristo se turbó en presencia de la
muerte para consuelo de sus siervos, a fin de que, al mostrarse cara a
cara con ella, no se conturben, ni por eso se tengan por réprobos, ni se
abandonen a la desesperación (Tratado 60 sobre el Evangelio de San Juan, num. 5), porque también Cristo se amedrentó con su muerte (San Julián de Toledo, Liber prognosticórum futúri sǽculi, libro 1, cap. 16).
Entre tanto, agradezcamos a la bondad de nuestro Salvador por haber
cargado con los castigos que teníamos merecidos, librándonos así de la
muerte eterna, y procuremos, de hoy más, vivir agradecidos a este
nuestro Libertador, desterrando del corazón todo amor contrario al suyo.
Y cuando nos veamos desolados de espíritu y privados de la presencia
sensible de la divinidad, unamos nuestra desolación a la que Jesucristo
padeció en la hora de su muerte. A las veces se oculta el Señor a la
vista de sus almas más predilectas, pero no se aparta de su corazón y
las asiste con gracias interiores. Ni se ofende porque en semejante
abandono le digamos, como Él mismo dijo a su Padre en Getsemaní: “Padre
mío, si es posible, pase de mí este cáliz”; pero añadamos
inmediatamente: “Mas no como yo quiero, sino como quieres tú” (San Mateo
26, 39). Y si continúa la desolación, prosigamos haciendo actos de
conformidad, como los prosiguió haciendo Jesús en las tres horas de la
agonía de Getsemaní: “Oró por tercera vez, repitiendo de nuevo las
mismas palabras” (Ibíd., v. 44). Dice San Francisco de Sales que
Jesucristo es tan amable cuando se declara como cuando se esconde. Sobre
todo, el alma que ha merecido el Infierno y se ha visto libre de él, no
debe cansarse de repetir: “Bendeciré al Señor en todo tiempo” (Salmo
32, 2). Señor, no merezco consuelos; con tal de que me concedáis la
gracia de amaros, me resigno a vivir desolado todo el tiempo que os
pluguiere. Si los condenados pudieran en sus tormentos conformarse de
esta manera con la divina voluntad, su infierno dejaría de ser infierno.
“Mas tú, Señor, no permanezcas lejos; mi amparo a socorrerme te
apresura” (Salmo 21, 20). Jesús mío, por los méritos de vuestra desolada
muerte, no me privéis de vuestra ayuda en el gran combate que habré de
sostener en la hora de la muerte con el Infierno. Entonces, cuando todos
me hayan abandonado y nadie pueda valerme, no me abandonéis Vos, que
habéis muerto por mí y sois el único que entonces me podrá socorrer.
Hacedlo por los méritos de aquella pena que sufristeis en vuestro
abandono, por el que nos merecisteis no vernos privados de la gracia,
como habíamos merecido por nuestras culpas.
Después de esto —dice San Juan—, sabiendo Jesús que ya todas las cosas
estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dice: “Tengo sed”
(San Juan 19, 28). La escritura aludida era la de David: “Pusiéronme
además hiel por comida e hiciéronme en mi sed beber vinagre” (Salmo 68,
22). Grande era la sed corporal que experimentó Jesucristo en la Cruz a
causa de tanto derramamiento de sangre, primero en Getsemaní, luego en
la flagelación del pretorio, después en la coronación de espinas y,
finalmente, en la Cruz, donde manaban cuatro ríos de sangre de las
llagas de sus manos y pies, traspasados por los clavos. Pero mucho mayor
fue la sed espiritual, es decir, el deseo ardiente, que le consumía, de
salvar a todos los hombres y padecer luego por nosotros, como dice Luis
de Blois, para patentizarnos su amor (Margarítum spirituále, parte 3, cap. 18); que es lo que decía San Lorenzo Justiniano: “Esta sed nace de la fuente del amor” (De triumpháli Christi agóne, cap. 19).
¡Oh Jesús mío!, tanto deseáis Vos padecer por mí y tan insoportable se
me hace a mí el padecer, que a la menor contrariedad me impaciento
contra mí y con los demás. Jesús mío, por los méritos de vuestra
paciencia, hacedme paciente y resignado en las enfermedades y
contratiempos que me sobrevengan; antes de morir hacedme semejante a
Vos.
VI. «Consummátum est» (Consumado está)
Cuando, pues, hubo tomado el vino —dice San Juan— exclamó Jesús:
“Consumado está” (San Juan 19, 30). Antes de exhalar el postrer suspiro,
el Redentor se puso a considerar todos los sacrificios de la antigua
ley, figuras del sacrificio que se hallaba consumando en la Cruz; todas
las oraciones de los antiguos patriarcas, todas las profecías
relacionadas con su vida y su muerte, todos los ultrajes y afrentas que
debía sufrir, y, viendo que todo estaba realizado, exclamó: Consumado
está.
San Pablo nos anima a luchar con paciencia y generosidad contra los
enemigos de la salvación, que nos presentan batalla, y dice: “Corramos
por medio de la paciencia la carrera que tenemos delante, fijos los ojos
en el jefe iniciador de la fe, el cual en vista del gozo que se le
ponía delante, sobrellevó la Cruz” (Hebreos 12, 1). Aquí nos exhorta el
Apóstol a resistir con paciencia las tentaciones hasta el fin, a ejemplo
de Jesucristo, que no quiso bajar de la Cruz sin dejar en ella la vida.
Por eso San Agustín comenta el Salmo 70 diciendo: “¿Qué te enseña
Cristo desde lo alto de la cruz, de la cual no quiso bajar, sino que te
armes de valor, apoyado en tu Dios?” (Sermón I sobre el Salmo 70,
n. 11). Jesús quiso consumar su sacrificio hasta la muerte, para que
entendamos que el premio de la gloria no se da sino a quienes perseveran
en el bien hasta el fin, como atestigua San Mateo: “El que permanezca
hasta el fin, éste será salvo” (San Mateo 10, 22).
Por tanto, cuando en las luchas contra las pasiones o contra las
tentaciones del demonio nos sintamos molestados y expuestos a perder la
paciencia y a ofender a Dios, dirijamos una mirada a Jesús crucificado,
que derramó toda su sangre por nuestra salvación, y pensemos que aún no
hemos derramado ni una gota por su amor, como dice el Apóstol: “Todavía
no habéis resistido hasta derramar sangre, luchando contra el pecado”
(Hebreos 12, 10).
Y cuando tengamos que renunciar a nuestra propia honra, u olvidar algún
resentimiento, o privarnos de alguna satisfacción o curiosidad o de otra
cualquier cosa que no sea de ningún provecho para nuestra alma,
avergoncémonos de rehusar a Jesucristo estos sacrificios, pues su
generosidad llegó hasta el extremo de dárnoslo todo, hasta su sangre y
su vida.
Resistamos con tesón y energía a todos nuestros enemigos, pero la
victoria esperémosla únicamente de los méritos de Jesucristo, mediante
los cuales tan sólo los santos, y particularmente los santos mártires,
superaron los tormentos y la muerte: “Mas en todas estas cosas
soberanamente vencemos por obra de Aquel que nos amó” (Romanos 8, 37).
Cuando el demonio nos traiga a la mente dificultades que se nos hagan
harto difíciles por nuestra flaqueza, dirijamos una mirada a Jesús
crucificado, y confiados en su ayuda y merecimientos, digamos con el
Apóstol: “Para todo siento fuerzas en Aquel que me conforta” (Filipenses
4, 13). Por mí no puedo nada, pero con la ayuda de Dios lo podré todo.
Entre tanto, animémonos a sufrir las tribulaciones de la presente vida,
con la mirada fija en las penalidades de Jesús crucificado. “Mira, dice
el Señor desde la Cruz, mira la muchedumbre de los dolores y villanías
que padezco por ti en este patíbulo: mi cuerpo está pendiente de tres
clavos y sólo descansa en llagas; las gentes que me rodean no hacen más
que afligirme con sus blasfemias, y mi alma interiormente se halla más
afligida que mi cuerpo. Todo esto lo padezco por tu amor; mira cómo te
amo y ámame y no repares en padecer algo por mí, ya que por tu amor he
llevado vida tan trabajada y ahora estoy muriendo por ti con muerte tan
afrentosa”.
¡Ah, Jesús mío! Vos me pusisteis en el mundo para serviros y amaros; me
iluminasteis con tantas luces y gracias para seros fiel, y yo, ingrato,
por no privarme de mis gustos y placeres, preferí muchas veces perder
vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Os suplico, por la
angustiosísima muerte que por mí sufristeis, me ayudéis a seros fiel en
lo que me restare de vida, pues estoy dispuesto a arrancar de mi corazón
todo afecto que no sea para Vos, Dios mío, mi amor y mi todo.
Madre mía, María, ayudadme a ser fiel a vuestro Hijo, que tanto me ha amado.
VII. «Pater, in manus tuas comméndo spíritum meum» (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu)
Escribe Eutimio que Jesús pronunció estas palabras con gran energía de
voz para dar a entender que era verdadero Hijo de Dios, que llamaba a su
Padre (Comentario sobre San Mateo, cap. 67). Y San Juan
Crisóstomo dice que habló tan alto para dar a entender que no moría por
necesidad, sino por propia voluntad (Sermón 89 sobre San Mateo,
n. 1), clamando tan recio precisamente en el momento de morir. Todo lo
cual concuerda con lo que Jesús había dicho durante su vida, que Él se
sacrificaba voluntariamente por nosotros, sus ovejas, y no ya por
voluntad y malicia de sus enemigos: “Yo doy mi vida por mis ovejas...
Nadie me la quita, sino que la doy de mi propia voluntad” (San Juan 10,
15).
Añade San Atanasio que en aquel trance Jesucristo, encomendándose al
Padre, nos encomendó también a todos los fieles, que por su medio
habíamos de alcanzar la salvación, porque los miembros y la cabeza no
forman más que un solo cuerpo (De humána Christi natúra). De
donde deduce el Santo que Jesús entonces quiso renovar la oración que en
otras ocasiones dirigiera al Padre, diciendo: “Padre santo, guárdalos
en tu nombre... para que sean uno como nosotros” (San Juan 17, 11); y un
poco más adelante: “Padre, los que me has dado quiero que, donde estoy
yo, también ellos estén conmigo” (Ibíd., v. 24).
Esto le impulsaba a decir a San Pablo: “Sé a quién he creído y estoy
firmemente persuadido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta
aquel día” (Epístola II a Timoteo 2, 12). Así escribía el Apóstol desde
el fondo de una prisión donde padecía por Jesucristo, en cuyas manos
confiaba el depósito de sus padecimientos y de todas sus esperanzas,
pues no ignoraba que es fiel y agradecido con quienes padecen por amor.
David depositaba toda su esperanza en el futuro Redentor, diciendo: “En
tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad”
(Salmo 30, 6). ¡Con cuánta más razón debemos nosotros confiar en
Jesucristo ahora que ha ultimado la obra de la redención! Digámosle,
pues, con entera confianza: “En tus manos mi espíritu encomiendo; me
librarás, Señor, Dios de verdad”.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Gran alivio experimentan
los moribundos al pronunciar estas palabras en el trance de la muerte,
al verse agobiados por las tentaciones del Infierno y el temor de los
pecados cometidos. Pero yo no quiero, Jesús mío, aguardar a la hora de
la muerte para encomendaros mi alma, sino que desde ahora lo hago; no
permitáis que de nuevo os vuelva las espaldas. Veo que mi pasada vida
sólo me ha servido para ofenderos; no permitáis que en los días que me
restaren continúen mis ofensas.
¡Oh Cordero de Dios!, sacrificado en la Cruz, muerto por mí cual víctima
de amor y acabado de dolores, haced que, por los méritos de vuestra
muerte, os ame con todo mi corazón y sea todo vuestro en lo que viviere.
Y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que muera abrasado en
vuestro amor. Vos habéis muerto por mi amor, y yo quiero morir por el
vuestro. Vos os disteis del todo a mí, y yo me doy todo a vos. En tus
manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. Vos
derramasteis toda vuestra sangre y estregasteis la vida para salvarme;
no permitáis que por mi culpa queden estériles vuestras fatigas y
trabajos. Jesús mío, os amo, y apoyado en vuestros méritos, espero
amaros eternamente. “A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre
confundido” (Salmo 30, 2).
¡Oh María, Madre de Dios!, en vuestras oraciones confío; pedid que viva y
muera fiel a vuestro Hijo. También con San Buenaventura os repetiré:
“En ti, Señora, esperé y no quedaré para siempre confundido” (Salterio de la Santísima Virgen María, Salmo 30, 2).