PRIMERAS CONSIDERACIONES A PROPÓSITO DE «REHABILITAR» A LUTERO
1. Se viene afirmando por algún tiempo que Lutero debe servir de
inspirador en las grandes reformas, espirituales y de gobierno, que
presencia la Iglesia (católica) en los próximos años. Lo ha dicho, por
ejemplo, recientemente el cardenal Reinhard Marx, arzobipo de Múnich y
Frisinga y actualmente presidente de la Conferencia Episcopal Alemana.
La opinión es difusa. En alto y en bajo. Tanto que en alguna Iglesia
particular (italiana) están ya organizando iniciativas para «beatificar»
a Lutero, en un tiempo considerado herético y apóstata y contra su
Reforma la Iglesia (católica) ha reunido uno de sus principales
Concilios, el de Trento. Los tiempos –dicen– han cambiado. Ha pasado
mucha agua debajo del puente. La misma verdad –afirman– habrá
evolucionado. Perciò estaría cercano el momento de «repensar» la Reforma
y de aplicar una que no sea una «Contrarreforma» sino una verdadera
Reforma en continuidad con la luterana, no en oposición a esa; una
Reforma radical de la Iglesia, sea bajo el perfil dogmático (los dogmas
–sostienen– deberían ser abandonados), sea bajo el perfl institucional
(la Iglesia debería ser solo «espiritual» y sobre todo «popular»), sea
bajo el perfil moral (no más la ley, sino la promoción de la
«autenticidad» de la persona; no más los Mandamientos –mucho menos los
Diez dados a Moisés–, si no la libertad). No hay duda que Ecclésia semper reformánda.
La reforma es una necesidad vital sobre todo de la Iglesia militante y
de la Cristiandad. Esta debe tender a la contínua renovación, a comenzar
por lo espiritual y por lo moral. Si ella no cultivase esta exigencia,
decaerá y a la postre morirá. La renovación, la tendencia a la
perfección, no es sin embargo el fin perseguido por la Reforma
protestante. Es, de hecho, reforma y reforma. La Iglesia también en los
siglos antecedentes a Lutero ha tenido necesidad de reformas. Y las ha
realizado.
Bastaría pensar, a título de ejemplo, en las reformas por las cuales
estaba comprometido el benedectino Hildebrando de Soana (1020/21-1085),
electo Papa con el nombre de Gregorio VII, y a la realizada por
Francisco de Asís (1181/82-1226). Uno y otro se empeñaron en la
«restauración» de la Iglesia; «restauración» que no es ni
conservadurismo ni «revolución» gnóstico-ideológica, sino «renacida»
como compromiso contínuo, sea en la fidelidad a la Palabra, sea a una
praxis de vida coherente con y conforme al orden moral querido por Dios.
La misma Contrarreforma –como ha sido ampliamente demostrado– no es
una mera y estéril contraposición a la Reforma protestante: es más bien
un programa y una obra de intensa renovación en la fidelidad doctrinal
al Depóito recibido de Cristo, custodiado y transmitido por la Iglesia
en el plano educativo. Más recientemente la Iglesia ha gozado de una
notable y fructuosa reforma, la anhelada por san Pío X, que hoy o es
simplemente ignorada y rechazada o, por el contrario, instrumentalizada
para justificar decisiones que señalan, para usar una feliz expresión de
Pablo VI, el ingreso del humo de Satanás en la iglesia posconciliar.
Identificar, por tanto, la Reforma luterana con la siempre necesaria
reforma de la Iglesia y en la Iglesia es un error, fruto o de la
ignorancia o de la mala fe.
2. El error más grande de esta confusión/identificación está en el no
ver el carácter gnóstico de la Reforma. En su origen –es verdad– el
gnosticismo luterano no es explícito. Mejor: es evidente solo a quienes
llevan a las extremas consecuencias el significado de las afirmaciones y
de la tesis. La Reforma manifestará en el tiempo su verdadera esencia. El develamiento del gnosticismo del luteranismo será hecho por Hegel.
El luterano Hegel, de hecho, pondrá en relieve las opciones
fundamentales de la Reforma, que recoge y desarrolla semillas de
pensamiento esparcidas también en y por aglunos filósofos cristianos y
de teólogos precedentes a Lutero y de los cuales Lutero depende en
ciertos aspectos. La Reforma, por tanto, es in último análisis una
«revolución gnóstica», racionalística. Ella hace depender sus
afirmaciones por «decisiones originarias» que representan, justamente,
opciones no justificadas por la realidad, sino solamente afirmadas,
impuestas sobre y contra la realidad. Esto vale, por ejemplo, para la
libertad, entendida como «libertad negativa» que, a su vez,
coherentemente lleva al primado de la conciencia sobre el ordn (la
conciencia como única fuente del bien y del mal; así, la conciencia
subjetiva no es sensibilidad confrontada ante el orden, pero pretende
ser el orden en sí) y al libre examen de la Escritura, bien como examen
absolutamente individual, bien como examen «comunitario» (como examen
del pueblo definido de Dios: es la posición, en última instancia,
también de diversos autores católicos contemporáneos, como por ejemplo
el cardenal Kasper). Las «decisiones originarias» de la Reforma
apuntan el primado/afirmación del querer sobre la razón; son
imposiciones de actos de (supuesto) poder del hombre sobre la realidad.
Esas, por lo tanto, son la renovada manifestación del orgullo que
caracteriza el pecado original: el orden de la creacióne es «plegado» a
la voluntad humana.
3. El resultado, que trae la «revuelta» de Lutero contra la Iglesia
(católica) a la cual pertenecía y a la cual sugirió permanecer fiel a la
madre (aunque después de haber dado vida a la autollamada «Iglesia
reformada»), está ligado a esta construcción. Pudo ser favorecido por
los errores del Clero católico y por exageraciones. Ciertamente fue
facilitado por la decadencia de la Iglesia del siglo XVI, especialmente
en Alemania; decadencia cuyas causas según, por ejemplo, el cardenal
Nicolás de Cusa estaban en la entrada de muchos indignos en el estado
eclesiástico, en el concubinato del clero, en el cúmulo de beneficios
(sin cumplir a los oficios) y en la simonía. Eso no le quita que sea
en sí un error: no es lícito, de hecho, intentar remediar un error
sosteniendo uno más grave. A eventuales defectos se necesita remediar
teniendo por modelo la perfección del ser; el error se corrige sobre la
base de la verdad, no sobre la base de otros y más graves errores.
Los errores de Lutero son muchos. Tal vez ellos son evidenciados por las
contradicciones intrínsecas a sus tesis. Los errores de Lutero son
principalmente dogmáticos, morales y eclesiales. No faltan, empero,
errores de otro género. Sobre algunos de estos traeremos la atención en
breve. Los errores de Lutero fueron sacados a la luz no solo por
aquellos que luego se le opusieron «dialécticamente» (en modo particular
por los Dominicos), sino también y sobre todo por la Bula Exsúrge Dómine
del papa León X (15 de Junio de 1520). Con esta Bula el Papa, obrando
muy y oportunamente «esclarecido», confutó con firmeza gran parte de las
proposiciones de Lutero, algunas de las cuales fueron juzgadas
heréticas, otras escandalosas, otras aún falsas, y otras en fin capaces
de ofender particularmente las almas de los sencillos. Sobre todo,
especialmente, –como se ha señalado– la doctrina luterana fue confutada y
condenada por el Concilio de Trento. Que no es oportuno ni elencarlos
ni entrar en el mérito de muchas tesis que tienen un relieve
notabilísimo sobre el plano doctrinal y consecuencias graves sobre el
plano práctico. Bastará recordar que teorías como la de la
«justificación», del «libre examen», del «servo arbítrio» inciden
pesadamente sobre el plano moral. No menos relevantes (erróneas y
dañosas) son, además, las doctrinas de la «consubstanciación» (elaborada
en polémica con la «transubstanciación»), de la «sola Scriptúra»
(con la cual se intentaba negarle valor a la «Tradición»), de la
ilicitud del culto a la Virgen y a los Santos, etc. León X debía
intervenir con una segunda Bula, la Decet Románum Pontíficem, del
3 de Enero de 1521, con la cual excomulgó a Lutero después de haber
tenido conocimiento de sus herejías y de su «gran rechazo» de
presentarse a Roma.
Está escrito –fundadamente– que la Reforma es el enzalsamiento del
espíritu contra la autoridad, de la energía del individuo contra las
ideas. No lo fue inmediatamente y explícitamente, porque Lutero, como
observó un autor de las muchas derivas (Maritain), tenía de la vida un
concepto dogmático y autoritario. Ello no le impide, todavía, dar lugar a
la premisa del radical inmanentismo moderno principalmente a través de
la instituida oposición de Fe y obras, del Evangelio y la ley. El
desarrollo de las «opciones» luteranas conllevará, en consecuencia, a
una incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, entre la ley
moral y la autenticidad. Poco importa que el mismo Lutero haya
favorecido, bajo diversos perfiles perfiles y por múltiples razones
ocasionales, la génesis del Estado moderno, liberal en cuanto Estado mas
absolutamente iliberal en confrontación al hombre individualmente
considerado. Lo que constata es el hecho que las doctrinas modernas de la libertad serían incomprensibles sin Lutero;
mejor: no hubieran nacido, no se hubieran desarrollado ni afirmado
históricamente. La tesis idealística, por tanto, es a este propósito
descriptivamente fundada, también si el juicio de valor de Hegel, de
Benedetto Croce, de Giovanni Gentile y de muchos otros sobre este
proceso no es compartible.
4. El modo de entender la libertad es el nodo por el cual se desarrollan
coherentemente todas las doctrinas (dogmáticas, éticas, políticas,
jurídicas, eclesiales, etc.) que deben su vida al luteranismo. El
luteranismo la entiende como la absoluta y sola afirmación del querer.
La voluntad, cualquier voluntad, que se afirma, que deviene efectiva, es
realización de la libertad. La voluntad, para ser libre, no debe tener
guías (no debe ser dirigida ni por la razón ni por el magisterio) y no
debe experimentar intervenciones externas de ninguna clase, porque estas
imponen límites a su proceder y a su afirmación. Célebre, por ejemplo,
por lo concerniente a la moral es la ironía polémica de Hegel (un
luterano coherente) contra las costumbres practicadas en su tiempo por
los Jesuitas (erróneamente identificados con la Iglesia Católica), los
cuales en medio de la noche en algunas regiones hacían sonar las
campanas para recordar a los cónyuges sus deberes. También estas formas
de intervención lesionarían la libertad «interior», la única libertad;
la libertad que, para ser tal, debe refutar leyes, reclamos,
indicaciones, guías espirituales (institucionales y personales). En
síntesis, la libertad debe ser ejercitada con el solo criterio de la
libertad, es decir, con ningún criterio. No es la verdad, por lo
tanto, la que hace libres como se lee en el Evangelio (Juan 8, 32), sino
la libertad. La libertad reivindicada por Lutero es la libertad
gnóstica, la que se rehúsa a servir libremente, porque intenta solamente
dominar, afirmándose a sí misma.
5. Las consecuencias –también graves– de este modo de entender la
libertad no son pocas. La época moderna es caracterizada propiamente por
éste. El denominado «principio de inmanencia» propio de la Reforma ha
revoluzionado todos los sectores de la vida.
5a) Sobre el plano del conocimiento, eso ha significado el pasaje de
lo teorético a lo teórico. La metafísica es abandonada. Declarada
inaccesible o inútil, será sustituida por la verdad construida y, por
consiguiente, convencional. Es significativo que Hegel (un luterano
coherente, como se ha dicho, es un pensador de clase) había sostenido
que la verdad es solo la verdad del sistema: «la verdadera forma en la
cual la verdad existe –escribió, de hecho, el filósofo tedesco– puede
ser solamente el sistema científico de ésta». Luego la
incontrovertibilidad estaría en la sola coherencia respecto a premisas
asumidas acríticamente como fundantes del sistema mismo. Así, la filosofía se hace ciencia, como ésta es entendida por el cientificismo.
Por eso la filosofía sería por definición nihilista en cuanto, en
primer lugar, sea convencional. La convencionalidad del saber es, sin
embargo, la autonegación del saber. La convencionalidad es
necesariamente racionalística en cuanto el sistema es elaborado en el
escritorio y sobrepuesto a la realidad. Aún antes de Hegel, otro
pensador en intermitencia protestante bajo el perfil formal pero siempre
de cultura y de formación protestante (también por los breves períodos
en los cuales se hizo formalmente católico), había sostenido que para
«leer» la realidad se necesita elaborar primero los criterios con los
cuales se la ha de leer. La realidad no era (y es) para considerarse
condición del pensamiento, sino que ésta es condición de la realidad:
«antes de observar –sostiene, de hecho, Rousseau– se hace necesario
tener las normas para las observaciones; se necesita hacer una escala
para referirse a las medidas que se tomen». Para la verdadera
filosofía, consecuentemente, con la Reforma y a causa de la Reforma,
inicia un período de crisis, contrario a cuanto comúnmente se piensa.
La cosa es grave, porque de la convencionalidad del saber derivan las
ilusiones de los sistemas y de los antisistemas; deriva la inútil
carrera a los espejismos, erróneamente confundidos con la realidad. La
crisis profunda en que cayó actualmente también la Iglesia (católica)
es, en parte, debida propiamente a la desaparición del saber metafísico,
que no solo no es investigado, sino que es combatido. La creencia
según la cual las doctrinas (sobre el plano filosófico) y los dogmas (en
el plano teológico) es bueno sean ni investigadas, ni repropuestas, ni
consideradas está difundida también a nivel de la cultura
antropológica. Por subrogar la metafísica se recurre, después, siempre
más frecuentemente, a las «decisiones compartidas», las cuales ofrecen
verdades «sociológicas», siempre cambiantes y privadas de real
fundamento. Se considera escapar del relativismo
institucionalizándolo y haciendo, así, depender la «verdad» de las modas
y de los tiempos. Bajo esta premisa, la Iglesia nada tendría para decir
a los hombres.
5b) En el plano moral, la Reforma considera que la ética depende de
la conciencia subjetiva: es bueno lo que el sujeto considera que es
bueno, es malo lo que el sujeto tenga como malo. El bien y el mal dependon, en consecuencia, del sujeto. Él no es el dóminus.
La concienza es considerada facultad naturalística, fuente del bien y
del mal. Rousseau, después de Lutero pero en continuidad con Lutero,
dirá que la «conciencia es la voz del alma». Ella no engaña. Ella es la
verdadera (y única) guía del hombre: ella es al alma lo que el instinto
es al cuerpo. La conciencia, por consiguiente, aparece exaltada. En
realidad es humillada, reducida en último análisis a «pulsiones e
instinto» del espíritu entendido como subjetividad caracterizada por la
«libertad negativa». Una especie de vitalismo que hace del hombre una
criatura sin razón, sin autonomía y sin responsabilidad: «auténtico»,
en el sentido de la inmediata espontaneidad; un ser, por tanto,
inocente. Puede parecer extraña esta doctrina de la conciencia que
debería entreabrir al optimismo, el cual pareciera no solo lejano, sino
opuesto al «pesimismo» luterano. En cambio, no lo es tanto. Lutero, de
hecho, pone las premisas para el elogio de esta conciencia/no
conciencia, para el nihilismo ético que termina, por exigencias de sola
convivencia, por buscar puntos de apoyo en la ley positiva del Estado o
en la normatividad sociológica. La doctrina del Estado ético, vale
decir, creador de la ética, de Hegel lo confirma.
5c) En el plano político, la doctrina de Lutero está en el origen del
Estado moderno, concebido como instrumento de castigo para la maldad
humana. El Estado es necesario a causa de ésta. Lutero, también a
causa de su formación agustiniana (algunos –Maritain, por ejemplo– han
dicho, dicen que a causa de un agustinismo mal «leído»), considera que
la autoridad no sea un bien en sí, siempre útil al hombre (Tomás de
Aquino, por ejemplo, la consideró al contrario indispensable también en
el paraíso terrestre; incluso antes de acontecer el pecado original).
Ella es un «mal necesario», como continúan repitiendo muchos. El Estado moderno, entonces, sobre todo a partir de la paz de Ausburgo (1555), se hizo «intolerante».
Tan «intolerante» que constreñía a muchos protestantes a abandonar la
Europa para poder preservar sus propias, y erróneas, convenciones acerca
de la consciencia, la libertad y la religión. La doctrina luterana
refuerza, ya en virtud de un articulado y gradual proceso, el
absolutismo, que no tardará en «invertirse» en la democracia moderna, en
particular invocando la soberanía popular, la cual es la «otra» vía,
respecto a la del Estado moderno «fuerte», para afirmare la «libertad
negativa», la voluntad sin razón, el absoluto primado del hombre sobre
cualquier orden, incluido el de la creación.
5d) De aquí el distorsionamiento del significado de «pueblo». Lutero,
por una parte, recoge para este propósito fermentos ya presentes en los
siglos medievales y valoriza por tanto doctrinas ya elaboradas; por
otra, inyecta en estas alimento con su teoría de la conciencia y de la
libertad. el pueblo deviene politícamente un conjunto de individuos
absolutamente libres de determinar su destino sobre la base de la sola
voluntad. Es el pueblo «soberano» que, como el «Soberano» del
absolutismo, depende (para usar las palabras de Bodin) únicamente del
poder de la propia espada. El poder deviene en la fuente de
«legitimación» de los actos. No, tampoco, la «potéstas» y siquiera la
«auctóritas», también si estos términos se conservan, se usan y se
continuará en usarlos impropiamente como atributos característicos del
denominado «poder político». El poder brutal en la doctrina de Lutero es considerado característica de la política.
Creencia, esta, actualmente generalmente difundida. Se trata de un
error consecuente a la trasformación de la verdad en verdad del sistema
o, peor, en verdad como tal asunta en virtud o de convenciones o de la
efectividad sociológica. Todo esto es evidente en el slogan (erigido
como criterio) «políticamente correcto», que significa simplemente
«coherente» respecto al sistema. No van buscando, por tanto, el
fundamento y la legitimidad del ejercicio del «poder político» (también
si de hecho, después, viene erróneamente establecido en el «consenso»
moderno). Lo que resalta es que el ejercicio del poder no representa una
smentita de las premisas del sistema (assunte come vere) o una
aplicación incoherente del sistema mismo.
5e) Como ha sido justamente subrayado (cfr. G. SANTONASTASO, Las
doctrinas politícas de Lutero a Suarez, Milán, Mondadori, 1946, p. 11), la
Reforma, en lo concerniente a su aspecto político, es contradictoria:
de una parte, de hecho, ella utiliza (impropiamente) la concepción
sagrada de la autoridad, heredada del Medioevo; de otra, apoyándose
sobre todo sobre la nueva doctrina de la conciencia y sobre la teoría
del libre examen, pone –como se ha dicho– las premisas de la soberanía
(sea la del Absolutismo, sea la popular). Esto vale también para lo atinente a la concepción de la Iglesia,
la cual, sea a causa de la consideración de Jesús como único testigo,
sea a causa de la aplicación de la tesis según la cual «omnes in Christo
sumus sacerdótes et reges, quicúmque in Christum crédimus» –como
escribe textualmente Lutero en De libertáte christiána (Weimar, vol. VII, p. 56)– padece un cambio radical. Ella
no es vista y definida como un organismo (un cuerpo, aunque místico,
visible), fundado por Cristo y animado por el Espíritu Santo, sino como
una mera organización. La Iglesia como sociedad/institución
convertida, así, (al menos virtualmente) en enemiga del pueblo: entre el
pueblo y la sociedad habría una contraposición que debe ser resuelta a
favor del pueblo que corresponde simultáneamente al sacerdocio, profecía
y realeza. La sociedad perfecta de los congregados bautizados que
profesan la misma fe y ley de Cristo, participan en los mismos
sacramentos y obedecen a los legítimos Pastores, principalmente al Papa,
viene sustituida en la asociación de los predestinados que dan vida a
una comunidad puramente espiritual, privada de jerarquía. Es el
«pueblo», de hecho, detentador de las riquezas, y, por tanto, los
pastores de ellos deberían depender de él.
6. No son estas las únicas cuestiones planteadas por la Reforma. Aunque
limitándose a estas, sin embargo, parece que Lutero no pueda ser
propuesto como modelo de las «grandes reformas» que actualmente necesita
la Iglesia. A propósito, entonces, no se están aquí considerando los
aspectos morales, los objetivamente conocidos, de la personalidad de
Lutero. Aunque siendo cuestiones morales graves, no parece oportuno
insistir (como ha hecho en el pasado cierta publicista católica) sobre
el homicidio cometido por él de joven, sobre su decisión de «desposar»
una monja, sobre sus hábitos no ciertamente ejemplares -por cuanto
recuerdan algunos vicios que la Iglesia justamente definió como
pecados-. No lo ha hecho tampoco el Concilio de Trento, que ha mantenido
un nivel teológico alto aunque contraponiéndose a la Reforma. Se dirá
que las cuestiones doctrinales dividen. Sobre todo hoy se asigna un
primado a la praxis. La praxis, sin embargo, depende siempre (implícitamente o explícitamente) de la teoría.
De cualquier modo, también el primado de la praxis es una cuestión que
no puede considerarse carente de problemas. También sobre esto será
oportuno regresar. Se presentaron aquí algunas reflexiones y
consideraciones preliminares para un discurso (de hacerse) más amplio y
más profundo.