Lorenzo
Ricci Gianni nació en Florencia en agosto de 1703 y murió en noviembre
de 1775 en la prisión del Castillo de San Ángel en Roma. Provenía de una
distinguida familia italiana.
Había recibido órdenes para convertirse en jesuita y fue elegido general de la Compañía de Jesús el 21 de mayo de 1758.
El
hecho más grave de su generalato fue la destrucción del instituto
jesuita. Los jesuitas ya habían sido expulsados de Portugal en 1759 y,
unos años más tarde, de Francia, España y Nápoles.
Los
ministros de las cortes borbónicas se reunieron para exigir su total
extinción al Papa Clemente XIV. Este pontífice firmó el escrito que
abolió la Compañía de Jesús el 22 de julio de 1773.
El
Padre Ricci, General de la Orden, acompañado de sus ayudantes y varios
otros jesuitas fue trasladado al Castillo de San Ángel, después de
haberle hecho firmar una circular a todos los misioneros sometidos a su
autoridad, para darles a conocer la supresión.
Lo mantuvieron prisionero en el castillo con el pretexto de llevarlo a juicio.
Mientras
se investigaba este juicio (que, según la expresión de uno de los
jueces, podría servir más para su beatificación que para su condena),
golpeado en su prisión por una enfermedad que consideró fatal, pidió los
últimos sacramentos de la Iglesia.
Antes
de recibirlos, pronunció su protestación que había escrito 3 tres meses
antes en presencia del castellano que le administró, del
vicecastellano, de su secretario el padre Giovanni, de Francesco
Orlandi, ex-jesuita, del sargento Venini, del caporal Pianazza, de los
soldados Ebel, Pach, Pulcher, Egremann, Petara, Rebna, Giacchini, Ferri y
Paolini, de 2 domésticos del castellano, Camillo y Pietro, del
apotecario y de un prisionero, que todos acompaaron el Santísimo
Sacramento en su habitación.
Aquí está palabra por palabra:
«La
incertidumbre del momento en que Dios tendrá a bien llamarme a Sí, y la
certeza de que este momento supremo se acerca, atendida mi edad
avanzada, los muchos, prolongados y graves males que he sufrido harto
superiores a mi debilidad, me advierten que llene de antemano mis
deberes, puesto que puede fácilmente suceder que la naturaleza á mi
última enfermedad me impida cumplirlos en la hora de la muerte. (Lo
siguiente fue escrito y dicho ante el santo viático): Por lo tanto,
considerándome a punto de comparecer ante el tribunal de la verdad y
justicia infalibles, que es el solo tribunal de Dios; después de una
larga y madura deliberación, y de haber rogado humildemente a mi
misericordiosísimo Redentor y supremo Juez que no permita que me deje
arrastrar por la pasión, especialmente en uno de los últimos actos de mi
vida, ni por ningún resentimiento, ni por otro afecto o fin vicioso,
sino solamente porque es mi deber ofrecer un testimonio a la verdad y a
la inocencia, hago las dos protestas y declaraciones siguientes:
Primeramente
declaro y protesto que la extinguida Compañía de Jesús no ha dado
motivo alguno para su supresión, y lo declaro y protesto con esa certeza
que puede tener moralmente un superior que está bien informado de lo
que pasa en su Orden.
En
segundo lugar declaro y protesto que no he dado motivo alguno, ni aun
el más leve, para mi prisión, y lo declaro y protesto con esa certeza y
evidencia que tiene cada cual de sus propias acciones. Hago esla segunda
protesta únicamente porque es necesaria a la reputación de la
extinguida Compañía de Jesús, cuyo superior general era. Por lo demás,
no pretendo que en consecuencia de estas mis protestas se pueda juzgar
culpable delante de Dios a ninguno de los que han perjudicado a la
Compañía de Jesús o a mí, como asimismo me abstengo yo de semejante
juicio. Solo Dios conoce los pensamientos del hombre; únicamente Él ve
los errores del entendimiento humano, y sabe si son tales que disculpen
el pecado; solo Él penetra los motivos que hacen obrar, el espíritu con
que se obra, los afectos y movimientos del corazón que acompañan el
acto; y puesto que la inocencia o la malicia de una acción externa
depende de todo eso, dejo que los juzgue AQUEL que interrogará las obras
y sondeará los pensamientos.
Para
cumplir con los deberes de cristiano, protesto que con el auxilio de
Dios he perdonado siempre y perdono sinceramente a todos los que me han
atormentado y afligido; primeramente por todos los males que se han
causado a la Compañía de Jesús, y por el rigor con que se ha tratado a
los religiosos que la componían; en seguida por la extincioó de esta
misma Compañía y por las circunstancias que han acompañado dicha
extinción, y en fin, por mi encierro y por la dureza con que se me ha
tratado, y por lo que eso haya perjudicado a mi reputación; hechos que
son públicos y notorios en todo el universo.
Ruego
al Señor que por su bondad y misericordia, y por los méritos de
Jesucristo perdone, primero mis numerosos pecados, y luego que perdone a
todos los autores y a los que han cooperado a dichos males o
injusticias; y quiero morir con este sentimiento y plegaria en el
corazón.
(Aquí termina lo dicho en presencia del santo Viático).
Finalmente
ruego y conjuro a todos los que vean estas mis declaraciones y
protestas, que las den toda la publicidad posible; y lo ruego y conjuro
por todos los títulos de humanidad, justicia y caridad cristiana que
puedan inclinar a cada uno a que cumpla ese mi deseo y voluntad.- De mi
propia mano.--Lorenzo Ricci».
El padre Ricci murió en su prisión el 24 de noviembre de 1775, a la edad de 72 años.
Poco antes de su muerte, firmó este memorando hecho público de acuerdo con sus intenciones.
PROFECÍA
La siguiente profecía fue escrita durante el cautiverio de su autor:
«Vendrá a este mundo un nuevo Lucifer, después de la extinción de mi Orden.
Al
comienzo de la quinta época del estado de la Iglesia, alrededor de 1800
años después del nacimiento de Jesucristo, los ancianos y los jóvenes
serán seducidos por un demonio de la “secta de los Iluminadores”
(francmasones). Este demonio será el espíritu del orgullo, el desenfreno
y la irreligión que, bajo el nombre de filosofía, reinará durante algún
tiempo sobre gran parte del universo.
Lutero
había arrancado el techo del santuario, Calvino las paredes; pero la
filosofía y el iluminismo la hundirán hasta sus cimientos.
Nacerán
en Francia, entregados a todos los delitos y a todos los delitos,
“gallos” (los revolucionarios) que, con sus gritos físicos, prenderán
fuego a todo y fascinarán tanto a los hombres en el sistema de libertad e
igualdad, que todos los Estados serán destruidos, reyes matados, lirios
marchitos y la religión católica totalmente oprimida.
La Iglesia será perseguida con tanta crueldad como en los días de Nerón, Diocleciano y Tiberio.
Los
sacerdotes, los ministros de religión, serán asesinados, martirizados,
inmolados; el altar del Señor será profanado por los apóstatas, y esta
banda que se hace llamar los filósofos seducirá tanto a los pueblos,
cuya juventud será corrompida por el materialismo y la irreligión, que
ya no querrán obedecer, ni a los pontífices, ni a los soberanos. y que
harán despreciable a la verdadera religión: su principal objetivo será
destruir todo y erigir repúblicas en todas partes.
Se matarán unos a otros en robo y atraco.
Derrocarán al papado, obligarán a los pastores a huir y dispersarán el rebaño.
Será
durante este período, que en la crueldad y el miedo nunca habrá tenido
su igual, que sucederá el segundo. En él, la humanidad afligida por las
guerras creerá, al final, poder disfrutar del descanso. No será así
porque la miseria y el bandolerismo seguirá siempre y se diferenciará
solo en el nombre.
Los
príncipes alemanes, ya desunidos entre sí por el luteranismo y el
calvinismo, y conquistados nuevamente por la “secta de los Portadores de
Luz” (masones), se separarán de su emperador y se unirán, bajo la
protección de un país injusto, contra la religión católica. Se
apoderarán de todos los arzobispados y obispados, comunidades
religiosas, todo lo que haya fundado la piedad de sus predecesores.
Compartirán
entre ellos lo que aún quedaba, después de la paz destructora de
Westfalia, para la munificencia de las iglesias y para la gloria de
Dios.
Pero
en ese tiempo llegará un hombre cuyo nombre, que parecerá increíble,
difícilmente habrá sido conocido. Originario de un país insignificante.
Este hombre conquistará “Autanis” (¿Austria?), Italia y varios otros poderes que la justicia divina ha querido castigar.
Llevará el nombre de Monarca Fuerte, estará rodeado por una poderosa espada.
No
sólo destruirá, en muy poco tiempo, todas las repúblicas que se basaron
en su antigüedad, sino también las que habían sido erigidas por los
discípulos corruptos de los llamados filósofos, que no escucharon ni
leyes ni iglesias, y los convertirá en la fábula y el hazmerreír de
todos.
Muy
pronto restablecerá en medio de estos pueblos impuros y corruptos la
religión católica, aunque más a favor de sus opiniones políticas, y para
fortalecer la corona en su familia, que por una intención pura y
verdadera proveniente de la fe.
Escogerá
el águila arrebatadora para su signo y, provisto de este signo, reinará
sobre Francia con diez veces más rigor del que ella sentía bajo sus
reyes.
Así demostrará a los pueblos sometidos a su autoridad, que alguna vez gozaron de libertad y que no debieron haber querido otra.
La
asistencia de Dios se declarará precisamente en los tiempos aquellos en
que llegará a creerse que el mundo entero va a derrumbarse. Habrá un
cambio tan asombroso, que ningún mortal lo hubiera imaginado… La palabra
del Señor, en cuanto a ser el mundo suficientemente castigado, se habrá
cumplido, y entonces vendrá el Duque Fuerte (Gran Monarca), vástago de
una de las nobles razas que durante muchos siglos permanecieron fieles a
la religión de sus padres, y cuya casa habrá sido muy afligida y
reducida por la necesidad a una dura servidumbre.
Las
manos de este Duque serán admirablemente fortalecidas, y su brazo
vengará la Religión, la Patria y las Leyes. Desde que este Monarca
Fuerte se dé a conocer, en general se hará causa común contra el y
contra los reyes y príncipes que con él se unan. Se empleará todo el
dinero y todos los medios posibles para hacerle guerra; pero él vencerá
en batalla campal a sus enemigos, y los anonadará así en Oriente como en
Occidente
Entonces
la Francia, dividida y privada de toda defensa, verá al Duque fuerte
tomar de los malos una venganza inaudita, por medio de batallas y fuego y
otros castigos. El Duque Fuerte allanará todos los obstáculos, y dará
una parte de su imperio, situada hacia el Norte, a un hijo de la raza de
los antiguos Reyes, que arrojado de su herencia y privado de su bien
propio, tuvo que huir, siendo niño, a un país extranjero
¡Ay
de aquellos que habrán hecho traición a la flor de Lis, privada de su
corona! ¡Ay de los que se habrán apoderado de un bien que no era suyo!
Ya no habrá ningún nuevo Acab, ninguna nueva Jezabel. El Duque Fuerte se
tomará una terrible venganza de los traidores a la Patria. ¡Ay de los
reyes y de los príncipes que hubieren despojado a la Iglesia y de los
que se hubieren apoderado de los Estados que rigieron los antepasados
del Duque! Tendrán que devolver el céntuplo; ninguna de sus casas
subsistirá, y hasta sus nombres serán borrados. No podrán evitar el
castigo, porque el Duque Fuerte ha jurado ante Dios que no pondrá la
espada en la vaina hasta tanto que haya obtenido una reparación
suficiente para la Patria ultrajada…
La
gran Babilonia (París) será destruida. El Duque Fuerte acabará con el
judaísmo y aniquilará el imperio de los turcos. Será el Monarca más
poderoso del universo, y su cetro se parecerá al de Manases, en la
asamblea de los fieles que se hayan distinguido por su piedad y conducta
fiel. Honrado por todas las naciones y auxiliado por un Papa santo,
hará leyes nuevas y dará una nueva constitución a la sociedad
Los religiosos de mi Orden florecerán y extinguirán la “secta de los Iluminadores” (masones)».
Fuentes:
“Nouveau Liber Mirabilis”, Adrien Peladán, 1871.
"Vida
del padre Lorenzo Ricci, último general de la Compañía de Jesús",
Louis-Antoine de Caraccioli, (traducido del original italiano), en el
castillo de Saint Ange, 1776.