Presentamos
por primera vez en español la encíclica “Inscrutábile divínæ”, la
encíclica programática de Pío VI, en la cual, después de recordar cómo
las insidias inspiradas por el ansia de novedades minan la verdadera
religión, invita a la oración, dar el ejemplo de sanas costumbres,
instituir seminarios en cada diócesis y cuidar del decoros de las
iglesias; y condena como «llena de engaños» la filosofía ilustrada que
era una novedad, pero que influiría en los eventos posteriores, como la
Revolución Francesa, las independencias en Hispanoamérica, las
Revoluciones liberales de Europa, el comunismo y el Vaticano II.
ENCÍCLICA Inscrutábile divínæ DEL SOMMO PONTÍFICE PÍO VI
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos.
El Papa Pío VI. Venerables Hermanos, salud y bendición Apostólica.
El
inescrutable designio de la sabiduría divina, cuyas obras son siempre
admirables, como entre miles de personas eligió a David de modestísimo
origen, y de la grey de ovejas lo alzó al trono de la
gloria a gobernar su pueblo y a hacerlo acepto a Dios con la vara de
mando; al mismo modo no despreció Nuestra bajeza, tanto que, si bien los
últimos entre todos, fuimos admitidos entre los padres purpurados y
tuvimos el último puesto, con todo quiso que Nos entre todos los otros,
que aparecían más dignos de la diadema papal, tuviésemos que asumir las
funciones de Pontífice y, elevados a tan grande honor, tuviésemos que
gobernar toda su Iglesia. Cuando, silentes y agradecidos, consideramos
atentamente esta maravillosa dignación, y la inmenza bondad respecto a
Nos, no podemos detenernos en el llanto, reflexionando en esta
misericordia tan benéfica y al mismo tiempo en esta onnipotencia, por la
cual derramó tan generosamente sus dones sobre aquel en quien no
encontraba ningún mérito: poniendo a Nos, débiles e inméritos, a cabeza
de las gentes para que, sustituyendo en la tierra al Eterno
Pastor, apacentemos su descendencia de fieles y la guiemos al sagrado
monte de Sión en la Jerusalén celestial. Y upesto que ha convenido
absolutamente que Nuestro obsequio y la oferta del Pontífice consagrado
comiencen elevando alabanzas al Señor, no podemos no irrumpir en voces
de exultación; confiando en el Señor, cante Nuestra boca con el
profeta (Salmo 144, 21) las alabanzas del Señor, y Nuestra alma, el
espíritu, la carne y la lengua bendigan su santo nombre: «Si es señal de devoción alegrarse de un don, es también necesario estar dudando del
propio mérito. ¿Qué cosa de hecho es más temible que la fatiga impuesta a
quien es demasiado débil, que la elevación a quien está demasiado bajo, que la dignidad conferida a quien no la merece?» (San León Magno, Sermón I, cap. 2).
¿Quién
no estaría aterrorizado por la actual condición del pueblo
cristiano, en el cual la divina caridad, por la cuan estamos en Dios, y
Dios en nosotros, se enfría sensiblemente, y los delitos y las
iniquidades crecen de día en día? ¿Quién no estaría angustiado en la
tristísima consideración que hemos asumido la custodia y la protección
de la
Iglesia, esposa de Cristo, en una época en que tantas amenazas minan la
verdadera Religión, la sana regla de los sagrados cánones es tan
descaradamente despreciada, hombres agitados y furiosos, como por una
irrefrenable ansia de novedades, no dudan en atacar las mismas bases de
la naturaleza racional e intentan incluso –si lo pudiesen– subvertirla?
Ciertamente,
en medio de tantos motivos de miedo, no quedaría en Nos ninguna
esperanza de servir útilmente, si no velase y no vigilase aquel que
protege a Israel y dice a sus discípulos: «He aquí, yo estoy con
vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos; si no se
dignase no solo ser custodio de las ovejas, sino también pastor de los
mismos pastores» (San León Magno, Sermón V, cap. 2).
Puesto
que los dones divinos descienden abundantísimos en Nos, sobre todo
cuando Nuestra oración va a Dios, Nos volvemos a vosotros, Venerables
Hermanos, colaboradores y consejeros Nuestros, pidiéndoos como primera
cosa –en nombre de aquella caridad por la cual somos una sola cosa en el
Señor, y de aquella fe por la cual estamos unidos en un solo cuerpo– de
no dejar de orar cotidianamente a Dios, a fin que Nos conforte con el
poder de su virtud, efunda sobre Nos el espíritu de la sabiduría y de la
fortaleza, a fin que –en medio de tantas dificultades de las cosas y de
los tiempos– podamos ver lo que debemos hacer y lleguemos a cumplirlo
después que lo hubiésemos visto. Orad pues en espíritu; y sea vuestra
oración una invocación de amor por Nos y prueba irrefutable de fraterna
unión. Y para que obtengamos más prontamente lo que Nos es necesario,
haced interceder a María, la Santísima Madre de Dios, en cuya protección
tenemos grandísima confianza, y toda la Curia Celestial; y
especialmente implorad para Nos la protección y la ayuda del Beatísimo
Apóstol San Pedro, «cuya sede gozamos no tano por ocupar sino de
servir, esperando que por sus oraciones, el Dios de la misericordia
contemplará benigno los tiempos en que debemos ejercer Nuestro
Ministerio, y siempre se dignará proteger y restaurar el pastor de sus
ovejas» (San León Magno, Sermón V, cap. 5).
En
verdad, en el mismo inicio de Nuestro apostólico servicio, de Nos
asumido con todo el empeño de paterna caridad que somos capaces, Os
solicitamos, Venerables Hermanos, y Os exhortamos a ser fieles
administradores de los misterios de Dios. Vosotros, que participáis del
Señor, no ignoráis qué debéis hacer, y cuáles fatigas debéis sostener
por la Iglesia de Dios para cumplir constantemente vuestro deber. Por
tanto Os exhortamos y pedimos de tener despierta la gracia que Os fue
dada con la imposición de la manos, y no omitáis nada de lo que
concierne al incremento de la administración de aquel cuerpo «que fue formado por Cristo y conexo en todas sus uniones»
(Efesios 4, 16) en fe y en caridad. Por tanto, puesto que estamos
bastante persuadidos que la principal ventaja de la Iglesia deriva del
hecho que solo aquellos que son probados en todo y por todo som
admitidos a hacer parte de la milicia clerical, no es necesario que Os
recomendemos la más diligente observancia de lo que a este propósito fue
establecido por las leyes canónicas. Encendidos de solícito celo,
proceded en modo que aquelos que no demuestran santidad de costumbres,
no están instruidos en la ley del Señor y nada prometen de sí y de la
propia actividad, no tengan ningún acceso a la milicia eclesiástica, a
fin que aquellos que deben imponer sus manos a fin de ayudaros en
apacentar a guiar la grey no agrueguen fatiga a Vuestra fatiga, molestia
a las molestias,
y no Os sean de impedimento de hacer tanto que el Señor recoja de sus
cultivadores aquellos frutos que en la rendición de cuentas del futuro
juicio Jesucristo, severísimo y justísimo juez, pretenderá de Vos. Es
necesario que el futuro sacerdote se señale por santidad y doctrina. De
hecho, Dios rechaza de sí, ni quiere que sean sus sacerdotes, aquellos
que han rechazado la ciencia, ni puede ser obrero idóneo para la
recolección quien a la piedad de las costumbres no ha unido el amor por
la ciencia. Puesto que el sacerdote tiene necesidad de una instrucción
adecuada, fue oportunamente
decretado que en toda Diócesis, según las posibilidades, se instituyese,
donde hiciese falta, un colegio de clérigos, y una vez instituido, se
lo mantenga con todo cuidado Si de hecho, incluso desde los más tiernos
años no se forma en la piedad y la religión, y no se hace ejercitar en
la literatura la juventud, por su naturaleza proclive a tomar un mal
camino, ¿en qué modo podrá suceder que persevere santamente en la
disciplina eclesiástica, o que cumpla en los estudios humanísticos y
sacros aquellos progresos que el ministerio de la Iglesia exige cual
ejemplo para el pueblo de los fieles? Estamos ciertos que tales colegios
fueron regularmente instituidos, santa y diligentemente conservados con
vuestros cuidados, munidos de leyes idóneas y ampliados en las Diócesis
individuales, especialmente después que Nuestro Predecesor Benedicto
XIV, de imperecedera memoria, recomendó vivamente a cada uno de vosotros
tal obra (Encíclica Ubi primum, 3
de Diciembre de 1740), absolutamente necesaria por la dignidad que
sostenéis.
Por tanto, como no podemos privar de la pública alabanza Apostólica las
relevantes fatigas y la diligencia profusa en atenderlas y en
aumentarlas, tanto, si por caso en que alguna Diócesis o no fuesen aún
instituidas, o fuesen omitidas, no podemos no solicitar vibradamente a
aquellos que concierne, y también mandarles a fin que se esfuerzen con
todos los medios para una cosa tan útil.
Por
la misma razón no se puede temer que Vosotros no atendáis siempre, con
la más grande solicitud a los que, ordinariamente, conmueve mayormente a
los fieles y excita su respeto por las cosas sagradas, o sea por el
decoro de la casa de Dios y el esplendor de lo que se refiere al culto
divino. ¡Qué contraste sería encontrar más ornato y elegancia en el
palacio episcopal que no en la casa del
Sacrificio, en el asilo de la santidad, en el palacio del Dios viviente!
¡Cuál contrasentido sería ver los ornamentos sagrados, los ornamentos
de los altares y todo el mobiliario, polvorosos por vejez, caer a
pedazos, o hacer muestra de una vergonzosa suciedad, mientras la mesa
episcopal estuviese suntuosamente adornada, y elegantes los vestidos del
sacerdote!
«¡Qué vergüenza y qué infamia –como ha dicho tan bien San Pedro Damián– es
pensar que algunos presentan el Cuerpo del Señor envuelto en un paño
sucio, y no temen emplear para deponer el Cuerpo del Salvador un
recipiente que un potentado de la tierra, qe no es sino un gusanillo, no
se dignaría acercar a los propios labios!» (Libro IV, epístola 14, tomo I, Roma 1606).
En
cuanto a Vosotros, Venerables Hermanos, Nosotros Os juzgamos bien
lejanos de esta negligencia, de la que se hacen sobre todo culpables,
según cuanto dice el mismo santo Cardenal, aquellos que, con las rentas
de la
Iglesia, «no compran los libros, ni procuran ornamentos o mobiliario para su Iglesia», mas no se avergüenzan de gastar todo para su uso, como si se tratase de «gastos necesarios».
Hemos
pues reputado no inútil, Venerables Hermanos, hablaros afectuosamente
de estas cosas, en confirmación de vuestra excelente voluntad. Pero algo
de mucha más gravedad exige un discurso Nuestro, y precisamente pide en
abundancia Nuestras lágrimas: trátase de aquel morbo pestiennte que la
maldad de nuestros tiempos ha generado. Unánimes,
reuniendo todas nuestras fuerzas, aprestamos la medicina necesaria a fin
que, por Nuestra negligencia, tal peste no crezca en la Iglesia, hasta
hacerse incurable. Parece de hecho que en estos días ahogan aquellos
«tiempos peligrosos» que profetizó el Apóstol San Pablo, en los cuales «los
hombres se amarán a sí mismos, serán hinchados de soberbia,
blasfemadores, traidores, amantes de los placeres más que de Dios,
siempre en acto de parecer y nunca en grado de poseer el conocimiento de
la verdad, no privados de una especie de religión, pero rechazando
reconocer su valor, corruptos de ánimo y absolutamente reprobables por
lo que concierne a la fe» (2.ª Timoteo 3, 3-5).
Estos se erigen en maestros «absolutamente mentirosos»,
como los llama el príncipe de los Apóstoles, San Pedro, e introducen
principios de perdición; niegan a aquel Dios que los rescató, procurando
a sí mismos una célere ruina, Dicen ser sabios, y en cambio devinieron
necios; oscurecido e insipiente es su corazón.
Vosotros
mismos, que fuisteis puestos como escrutadores en la casa de Israele,
ved claramente cuántos triunfos consigue en todas partes aquella
filosofía llena de engaños, que bajo un nombre honesto esconde su propia
impiedad, y con cuánta facilidad atrae a sí y engatusa a tantos
pueblos. ¿Quién podrá decir de la iniquidad de los dogmas y de las
infames divagaciones que intenta insinuar? Estos hombres, mientras
quieren hacer creer que buscan la sabiduría, «puesto que no la buscan en el modo justo, caerán»; además «incurren en errores tan grandes, que no llegan ni a disponer de la sabiduría común» (Lactancio, Instituciones Divinas,
libro III, cap. 28, París 1748). Llegan precisamente al punto de
declarar impíamente o que Dios no existe, o que está ocioso e en huelga,
que no se interesa por nada de nosotros, y que no revela nada a los
hombres. Porqué no se debe maravillar si algo es santo o divino,
parlotean que esto fue inventado y pensado por la mente de hombres
inexpertos, preocupados del inútil temor del futuro, atraídos de la vana
esperanza de la inmortalidad.
Pero
estos sapientes engañadores endulzan y ocultan la inmensa perversidad
de sus dogmas con palabras y expresiones tan atrayentes, que los más
débiles –que son la mayoría– como presos del cebo, embriagados en modo
penoso, o abjuran completamente la fe, o la dejan vacilar en gran parte,
mientras siguen alguna conclamada doctrina y abren los ojos hacia una
falza luz que es más dañosa que las mismas tinieblas. Sin duda nuestro
enemigo, deseoso y capaz de dañar, cómo asume las semblanzas de la
serpiente para engañar a los primeros hombres, así armó las lenguas de
estos, lenguas ciertamente mentirosas, de las cuales el Profeta (Salmo
119) pide que sea liberada su alma: del veneno de aquella falsedad que
constituye el arma para seducir a los fieles. Así, estos con sus
palabras «se insinúan humildemente, capturan dulcemente, discuten delicadamente y matan secretamente» (San León Magno, Sermón XVI,
cap. 3). Consecuentemente, ¡cuánta corrupción de costumbres, cuánta
licenciosidad en el pensar y en el hablar, cuánta arrogancia y temeridad en toda acción!
En
verdad, esos filósofos perversos, esparcidas estas tinieblas y
desarraigada de los corazones la religión, buscan sobre todo hacer tanto
que los hombres rompan todos aquellos vínculos por los cuales están
unidos entre sí y a sus soberanos con el vínculo de su deber, porque
ellos proclaman hasta la náusea que el hombre nace libre y que no está
sujeto a ninguno. Por tanto la
sociedad es una multitud de hombres ineptos, cuya estupidez se prosterna
ante los sacerdotes (de los cuales son engañados) y ante el rey (del
cual son oprimidos), tanto es verdad que el acuerdo que el acuerdo entre
el sacerdocio y el imperio no es otra cosa una inmensa conjura contra
la natural libertad del hombre. ¿Quién no ve que tales locuras, y otras
similares cubierta por muchas mentiras, causan tanto mayor daño a la
tranquilidad y a la paz pública cuanto más tarde es reprimida la
impiedad de tales autores? ¿Y qué tanto más dañan a las almas, redimidas
por la sangre de Cristo, cuanto más se difunde, similar al cáncer, su
predicación, y se introduce en las públicas academias, en las casas de
los potentados, en los palacios del rey y se insinúa –horrible decirlo–
hasta en los ambientes sagrados?
Por
esto vosotros, Venerables Hermanos, que sois la sal de la tierra, los
custodios y los pastores de la grey del Señor y que debeis combatir las
batallas del Señor, levantaos, armaos de vuestra espada, que es la
palabra de Dios. Cazad de vuestras tierras el inicuo contagio. ¿Hasta
cuándo tendremos oculta la injuria dirigida a la fe commún y a la
Iglesia. Considerémonos estimulados, como del gemido de la dolorosa
esposa
de Cristo, por las palabras de San Bernardo: «Una vez fue predicho, y
ahora ha llegado el tiempo de realizarlo. He aquí, en la paz, mi
armarguísima amargura; amarga primero por la muerte de los máartires,
más amarga después por las luchas de los herejes, y amarguísima ahora
por las costumbres privadas... Interna es la llaga de la Iglesia; por
eso en la paz mi amargura es amarguísima. ¿Pero cuál paz? Hay la paz y
la no paz. Paz para aquello que respecta a los paganos y los herejes,
pero no ciertamente para lo que respecta a los hijos. En este tiempo hay
la voz de alguien que llora: Alimentad a los hijos, y levantadlos; mas
ellos me despreciaron. Me despreciaron y me ensuciaron con su torpe
vida, con sus torpes ganancias y comercios, y finalmente con su
peregrinante obrar en las tinieblas» (Sermón XXXIII, n.º 16, tomo IV, París 1691).
¿Quién
no se conmovería frente a estos lacrimosos lamentos de la piísima madre
y no se sentiría irresistiblemente impulsado a prestar toda su propia
actividad y su obra, como con desición prometida a la Iglesia? Purgad
pues los viejos fermentos, eliminad el mal que está en medio de
vosotros; esto es, con gran energía y denuedo alejad los libros
envenenados de los ojos de la grey; aislad prontamente y con decisión
los ánimos infectos a fin que no sean de daño a los otros. «De hecho –decía el santísimo Pontífice León– no
podemos guiar a las personas que nos fueron confiadas si no
persiguiéramos con el celo de la fe en el Señor a aquellos que arruinan y
están perdidos, y si no aislamos con toda la severidad posible a
aquellos que son sanos de mente, a fin que la peste no se difunda
mayormente (Epístolas VII y VIII a los obispos italianos, cap. 2).
Os
exhortamos, os suplicamos, y os ordenamos cumplir esto, porque como en
la Iglesia hay una sola fe, un solo Bautismo y un solo espíritu, así el
alma de todos vosotros sea una sola, y la concordia entre vosotros sea
una sola, y único el esfuerso. Si estuviéreis unidos en las
instituciones, lo estaréis también en la virtud y en la voluntad. Se
trata de algo de la máxima importancia, puesto que se trata de la fe
católica, de la pureza de la Iglesia, de la doctrina de los Santos, de
la tranquilidad del gobierno,
de la salvación de los pueblos. Se trata de lo que espera a todo el
cuerpo de la Iglesia, de lo que sobre todo toca a voxsotros, que sois
los pastores llamados a participar en Nuestras preocupaciones y en
particular modo a la vigilancia sobre la pureza de la fe. «Por tanto,
ahora, hermanos, puesto que sois los Obispos en el pueblo de Dios y de
vosotros depende el alma de los fieles, elevad sus corazones a vuestras
palabras» (cf. Judit 8, 21),
a fin que permanezcan firmes en la fe y puedan conseguir aquella paz que notoriamente fue preparada solo para los creyentes.
Orad,
persuadid, griras, haced ruido, no temáis; un silencio indiferente deja
en el error a aquellos que podían ser instruidos: en
un error dañosísimo para ellos y para vosotros, a quien competía el
dener de eliminarlo. La Santa Iglesia tanto más se refuerza en la verdad
cuanto más ardientemente se trabaja por la verdad; no temáis, en esta
divina fatiga, el poder o la autoridad de los adversarios. Sea alejado
el temor del Obispo, que la unción del Espíritu Santo lo fortaezca; sea
alejado el temor del pastor, al cual el Príncipe de los pastores enseñó
con su ejemplo a despreciar la vida por la salud de la grey; sea lejano
del pecho del Obispo la abyecta demencia del mercenario.
Según su costumbre, Nuestro Predecesor Gregorio Magno enseñando a los jefes de las Iglesias decía egregiamente: «Frecuentemente
las cabezas frívolas, temiendo perder el consenso de las persona,
tienen miedo de decir libremente las cosas justas y de hablar según la
voz de la verdad, y se dedican a la custodia de la grey no ya con el
empeño de los pastores, sino según el comportamiento de los mercenarios;
si viene el lobo huyen y se esconden silenciosamente... De hecho para
el pastor, decir que ha temido el bien o que ha huído callando, ¿qué
diferencia tiene?» (Liber régulæ pastoralis, 11, cap. 4, tomo
II). Si el infame enemigo del género humano, para contrastar lo más
posible vuestras tentativas, a veces actuará para que la peste del mal
avanzante se esconda entre las jerarquías religiosas del siglo, os pido
que no perdáis el ánimo, sino de caminar en la casa de Dios con el
arreglo, la oración y la verdad que son las armas de Nuestra milicia.
Acordaos
que al contaminado pueblo de Judá nada pareció más adecuado a su propia
purificación que la promulgación –delante de todos, del más pequeño al
más grande– del Libro de la Ley que el sumo sacerdote Elías había
encontrado poco antes en el templo del Señor; y en seguida, con el
consenso de todo el pueblo, eliminó cuanto era abominable, «en la
presencia del Señor se concluyó un pacto en fuerza del cual el pueblo
habría seguido al Señor, habría guardado sus preceptos, sus leyes y
ritos relativos con todo el corazón y con toda el alma». En el mismo
espíritu Josafat mandó a los sacerdotes y los levitas con el Libro dela
Ley alrededor de las ciudades de Judá, para que instruyesen al pueblo
(2.ª Crónicas 17, 7ss).
A
vuestra fe, Venerables Hermanos, por autoridad no humana sino divina,
es confiada la difusión de la palbara divina; reunid pues al pueblo y
anunciadles el Evangelio de Jesucristo; de aquella divina comida,
de aquella celestial doctrina haced derivar la fuente de la verdadera
filosofía para vuestra grey. Persuadid a los súbditos que conviene
conservar la fe y tributar obsequio a aquellos que en fuerza de la
ordenación divina presiden y gobiernan.
A
aquellos que son adeptos al ministerio de la Iglesia, dad ejemplo de
fe, a fin que puedan agradar a aquel que los examina y prefieran
solamente lo que es serio, moderado y lleno de religióne. Sobre todo,
pues, encended en las almas de todos el fuego de la caridad mutua, que
tan frecuente y tan particularmente Cristo el Señor recomendó y que es
la sola señal de los cristianos, y vínculo de perfección.
Son
estas, Venerables Hermanos, las cosas de las cuales deseábamos en
particular hablaros en nombre del Señor, y que os pedimos cumplir con
grande empeño y sumo cuidado, a fin que podamos experimentar cuán gozoso
es estar unodos, todos Nosotros, en conservar fielmente el depósito
confiado a Nuestra custodia. Pero a causa de nuestros pecados no
podremos conseguir tales cosas si no nos viniera anticipada la
misericordia del Señor, que nos prevenga con su bendición, Por tanto, a
fin que Nuestra común oración llegue más ráidamente a Él, y Él sea
reconciliado con Nos y ayude Nuestra debilidad, moentras mandamos esta
Letra a vosotros, publicamos otra con la cual concedemos el Jubileo a
todos los Cristianos, esperando en Aquel que es compasivo y
misericordioso, tanto que Nos dio la potestad en la tierra de atar y
desatar, para la edificación de su cuerpo.
Así
Él conceda salud a vosotros y a vuestra grey, a fin que, siempre
inmunes de cualquier error, podáis progresar de virtud en virtud. Esto
es cuanto pedimos con toda el alma, mientras impartimos con mucho afecto
la Apostólica Bendición a Vosotros y a los pueblos confiados a vuestros
cuidados.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de Diciembre de 1775, año primero de Nuestro pontificado. PÍO PAPA VI.