"Jesús
respondió (a los fariseos): No habéis leído que Aquel que al principio
creó el linaje humano, creó un hombre y una mujer y dijo: Por tanto
dejará el hombre a su padre y a su madre, y unirse ha con su mujer, y
serán dos en una sola carne. Así que ya no son dos, si una sola carne.
Lo que Dios, pues, ha unido, no lo desuna el hombre". (San Mateo XIX, 4-
6) "Esto es un misterio grande y honroso. Lo digo por la unión de Cristo y la Iglesia". (Efesios V,)
En
razón a los recientes Motu proprios de Francisco Bergoglio (que por
cierto, son nulos e inválidos para el Catolicismo tradicional), que
prácticamente conllevan a un "bautismo" del divorcio en la iglesia
conciliar, es necesario que los verdaderos Católicos tradicionalistas
tengamos clara la normatividad vigente y legítima en cuanto el tema del
Matrimonio. A este fin, publicamos la Encíclica "Casti Connúbii" del
Papa Pío XI, que reitera lo señalado por el Papa León XIII en su
encíclica "Arcánum" en 1880 sobre la Familia (encíclica que muy pronto
publicaremos), y en la doctrina del Doctor de la Gracia y la
Predestinación, San Agustín de Hipona.
Casti Connúbii
contiene muy preclaras enseñanzas que siguen vigentes respecto al
matrimonio cristiano, enseñanzas que han llegado a tener visos
proféticos frente a las corrupciones antiguas y modernas (aborto,
eugenesia, "planificación familiar", feminismo, matrimonio civil,
divorcio y nulidad expedita, matrimonios interreligiosos, "estilos de
vida alternativos" -concubinato, swingers, homosexualismo y similares-,
capitulaciones, y la "educación sexual"), que hoy los Estados seculares
(y muchos otrora católicos, como Colombia, España, Portugal y México)
tienen por ley o al menos toleran en ciertos casos, y la iglesia
conciliar acolita (y ahora con el bergogliano "Jubileo de la
Misericordia", serán absueltos en los conciliares); pero también se
expone el remedio contra todos estos males: LA ACEPTACIÓN DEL PLAN DE
DIOS EN PLENA OBEDIENCIA FILIAL RESPECTO DEL LEGÍTIMO MAGISTERIO
CATÓLICO, tanto a nivel personal y familiar, como en el Estado y la
sociedad.
Esperamos y confiamos en que su lectura sea de
edificación para todos nosotros en estos tiempos tan horrorosos, que
sólo tendrán fin en la Gran Parusía Apocalíptica. ¡Advéniat, Dóminus
Jesus! ¡Advéniat, per María Immaculátam!
CARTA ENCÍCLICA "Casti Connúbii", SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO
Papa Pío XI
Siervo de los siervos de Dios
Para perpetua memoria
INTRODUCCIÓN
1. Cuán grande sea la dignidad del casto matrimonio, principalmente puede colegirse, Venerables Hermanos, de que
habiendo Cristo, Señor nuestro e Hijo del Eterno Padre, tomado la carne
del hombre caído, no solamente quiso incluir de un modo peculiar este
principio y fundamento de la sociedad doméstica y hasta del humano
consorcio en aquel su amantísimo designio de redimir, como lo hizo, a nuestro linaje, sino que también lo elevó a verdadero y gran[1]
sacramento de la Nueva Ley, restituyéndolo antes a la primitiva pureza
de la divina institución y encomendando toda su disciplina y cuidado a
su Esposa la Iglesia.
NECESIDAD Y CONTINUIDAD DE LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA
Para
que de tal renovación del matrimonio se recojan los frutos anhelados,
en todos los lugares del mundo y en todos los tiempos, es necesario
primeramente iluminar las inteligencias de los hombres con la genuina
doctrina de Cristo sobre el matrimonio; es necesario, además,
que los cónyuges cristianos, robustecidas sus flacas voluntades con la
gracia interior de Dios, se conduzcan en todos sus pensamientos y en
todas sus obras en consonancia con la purísima ley de Cristo, a fin de obtener para sí y para sus familias la verdadera paz y felicidad.
2. Ocurre, sin embargo, que no
solamente Nos, observando con paternales miradas el mundo entero desde
esta como apostólica atalaya, sino también vosotros, Venerables
Hermanos, contempláis y sentidamente os condoléis con Nos de que muchos
hombres, dando al olvido la divina obra de dicha restauración, o
desconocen por completo la santidad excelsa del matrimonio cristiano, o
la niegan descaradamente, o la conculcan, apoyándose en falsos
principios de una nueva y perversísima moralidad. Contra
estos perniciosos errores y depravadas costumbres, que ya han comenzado a
cundir entre los fieles, haciendo esfuerzos solapados por introducirse
más profundamente, creemos que es Nuestro
deber, en razón de Nuestro oficio de Vicario de Cristo en la tierra y de
supremo Pastor y Maestro, levantar la voz, a fin de alejar de los
emponzoñados pastos y, en cuanto está de Nuestra parte, conservar
inmunes a las ovejas que nos han sido encomendadas.
Por eso, Venerables Hermanos, Nos
hemos determinado a dirigir la palabra primeramente a vosotros, y por
medio de vosotros a toda la Iglesia Católica, más aún, a todo el género
humano, para hablaros acerca de la naturaleza del matrimonio cristiano,
de su dignidad y de las utilidades y beneficios que de él se derivan
para la familia y la misma sociedad humana, de los errores contrarios a
este importantísimo capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios
que se oponen a la vida conyugal y, últimamente, de los principales
remedios que es preciso poner en práctica, siguiendo así las huellas de
Nuestro Predecesor León XIII, de santa memoria, cuya
encíclica Arcanum[2], publicada hace ya cincuenta años, sobre el
matrimonio cristiano, hacemos Nuestra por esta Nuestra Encíclica y la
confirmamos, exponiendo algunos puntos con
mayor amplitud, por requerirlo así las circunstancias y exigencias de
nuestro tiempo, y declaramos que aquélla no sólo no ha caído en desuso
sino que conserva pleno todavía su vigor.
SUPREMOS PRINCIPIOS
3.
Y comenzando por esa misma Encíclica, encaminada casi totalmente a
reivindicar la divina institución del matrimonio, su dignidad
sacramental y su perpetua estabilidad, quede
asentado, en primer lugar, como fundamento firme e inviolable, que el
matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino
por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes
humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de
Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no
pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al
acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura[3],
ésta la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición
solemne del santo Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras
del texto sagrado, expone y confirma que el perpetuo e indisoluble
vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a
Dios[4].
Mas aunque
el matrimonio sea de institución divina por su misma naturaleza, con
todo, la voluntad humana tiene también en él su parte, y por cierto
nobilísima, porque todo matrimonio, en cuanto que es unión conyugal
entre un determinado hombre y una determinada mujer, no se realiza sin
el libre consentimiento de ambos esposos, y este acto libre de la
voluntad, por el cual una y otra parte entrega y acepta el derecho
propio del matrimonio[5], es tan necesario para la constitución del verdadero matrimonio, que ninguna potestad humana lo puede suplir[6].
Es cierto que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que
la de determinarse o no a contraer matrimonio y a contraerlo
precisamente con tal o cual persona, pero está
totalmente fuera de los límites de la libertad del hombre la naturaleza
del matrimonio, de tal suerte que si alguien ha contraído ya matrimonio
se halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales. Y así el Angélico
Doctor, tratando de la fidelidad y de la prole, dice: "Estas nacen en el
matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de tal manera que si se
llegase a expresar en el consentimiento, causa del matrimonio, algo que
les fuera contrario, no habría verdadero matrimonio"[7].
Por
obra, pues, del matrimonio, se juntan y se funden las almas aun antes y
más estrechamente que los cuerpos, y esto no con un afecto pasajero de
los sentidos o del espíritu, sino con una determinación firme y
deliberada de las voluntades; y de esta unión de las almas surge, porque
así Dios lo ha establecido, un vínculo sagrado e inviolable.
LOS DOS CAMINOS: LA VIRGINIDAD EN CRISTO, O EL VÍNCULO MATRIMONIAL
4. Tal es y tan
singular la naturaleza propia de este contrato, que en virtud de ella
se distingue totalmente, así de los ayuntamientos propios de las
bestias, que, privadas de razón y voluntad libre, se gobiernan
únicamente por el instinto ciego de su naturaleza, como de aquellas
uniones libres de los hombres que carecen de todo vínculo verdadero y
honesto de la voluntad, y están destituidas de todo derecho para la vida
doméstica.
De
donde se desprende que la autoridad tiene el derecho y, por lo tanto,
el deber de reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón y a la
naturaleza, impedirlas y castigarlas, y, como quiera que se trata de un
asunto que fluye de la naturaleza misma del hombre, no es menor la
certidumbre con que consta lo que claramente advirtió Nuestro
Predecesor, de santa memoria, León XIII[8]: No
hay duda de que, al elegir el género de vida, está en el arbitrio y
voluntad propia una de estas dos cosas: o seguir el consejo de guardar
virginidad dado por Jesucristo, u obligarse con el vínculo matrimonial.
Ninguna ley humana puede privar a un hombre del derecho natural y
originario de casarse, ni circunscribir en manera alguna la razón
principal de las nupcias, establecida por Dios desde el principio:
"Creced y multiplicaos"[9].
Hállase,
por lo tanto, constituido el sagrado consorcio del legítimo matrimonio
por la voluntad divina a la vez que por la humana: de Dios provienen la
institución, los fines, las leyes, los bienes del matrimonio; del
hombre, con la ayuda y cooperación de Dios, depende la existencia de
cualquier matrimonio particular —por la generosa donación de la propia
persona a otra, por toda la vida—, con los deberes y con los bienes
establecidos por Dios.
PARTE I. LOS BIENES DEL VERDADERO MATRIMONIO: “PROLES, FIDES, SACRAMÉNTUM”
5. Comenzando
ahora a exponer, Venerables Hermanos, cuáles y cuán grandes sean los
bienes concedidos por Dios al verdadero matrimonio, se Nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien recientemente ensalzamos en Nuestra encíclica Ad salutem[10], dada con ocasión del XV centenario de su muerte. Estos, dice San Agustín, son los bienes por los cuales son buenas las nupcias: prole, fidelidad, sacramento[11].
De qué modo estos tres capítulos contengan con razón un síntesis
fecunda de toda la doctrina del matrimonio cristiano, lo declara
expresamente el mismo santo Doctor, cuando dice: "En
la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se unan
con otro o con otra; en la prole, a que ésta se reciba con amor, se críe
con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, a que el
matrimonio no se disuelva, y a que el repudiado o repudiada no se una a
otro ni aun por razón de la prole. Esta es la ley del matrimonio: no
sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la
perversidad de la incontinencia"[12].
a) LOS HIJOS
6. La prole, por lo tanto, ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y por cierto que el
mismo Creador del linaje humano, que quiso benignamente valerse de los
hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así
cuando, al instituir el matrimonio en el paraíso, dijo a nuestros
primeros padres, y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y
multiplicaos y llenad la tierra[13].
Lo cual también bellamente deduce San Agustín de las palabras del apóstol San Pablo a Timoteo[14], cuando dice: «Que se celebre el matrimonio con el fin de engendrar, lo testifica así el Apóstol: "Quiero —dice— que los jóvenes se casen". Y como se le preguntara: "¿Con qué fin?, añade en seguida: Para que procreen hijos, para que sean madres de familia"»[15].
Cuán
grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio se deduce de la
dignidad y altísimo fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de la
preeminencia de su naturaleza racional, supera a todas las restantes
criaturas visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los
hombres no solamente para que vivan y llenen la tierra, sino muy
principalmente para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen, y
finalmente le gocen para siempre en el Cielo; fin que, por la
admirable elevación del hombre, hecha por Dios al orden sobrenatural,
supera a cuanto el ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en el corazón del
hombre[16]. De donde fácilmente aparece cuán
grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean
los hijos, que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de Dios,
con la cooperación de los esposos.
7. Tengan,
por lo tanto, en cuenta los padres cristianos que no están destinados
únicamente a propagar y conservar el género humano en la tierra, más
aún, ni siquiera a educar cualquier clase de adoradores del Dios
verdadero, sino a injertar nueva descendencia en la Iglesia de Cristo, a
procrear ciudadanos de los Santos y familiares de Dios[17], a fin de que cada día crezca más el pueblo dedicado al culto de nuestro Dios y Salvador. Y
con ser cierto que los cónyuges cristianos, aun cuando ellos estén
justificados, no pueden transmitir la justificación a sus hijos, sino
que, por lo contrario, la natural generación de la vida es camino de
muerte, por el que se comunica a la prole el pecado original; con todo,
en alguna manera, participan de aquel primitivo matrimonio del paraíso
terrenal, pues a ellos toca ofrecer a la Iglesia sus propios hijos, a
fin de que esta fecundísima madre de los hijos de Dios los regenere a la
justicia sobrenatural por el agua del Bautismo, y se hagan
miembros vivos de Cristo, partícipes de la vida inmortal y herederos, en
fin, de la gloria eterna, que todos de corazón anhelamos.
Considerando
estas cosas la madre cristiana entenderá, sin duda, que de ella, en un
sentido más profundo y consolador, dijo nuestro Redentor: "La mujer...,
una vez que ha dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia,
por su gozo de haber dado un hombre al mundo"[18], y superando todas las angustias, cuidados y cargas maternales, mucho más
justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de los Gracos,
se gloriará en el Señor de la floridísima corona de sus hijos. Y ambos
esposos, recibiendo de la mano de Dios estos hijos con buen ánimo y
gratitud, los considerarán como un tesoro que Dios les ha encomendado,
no para que lo empleen exclusivamente en utilidad propia o de la
sociedad humana, sino para que lo restituyan al Señor, con provecho, en
el día de la cuenta final.
8. El
bien de la prole no acaba con la procreación: necesario es que a ésta
venga a añadirse un segundo bien, que consiste en la debida educación de
la misma. Porque insuficientemente, en verdad, hubiera provisto Dios,
sapientísimo, a los hijos, más aún, a todo el género humano, si además
no hubiese encomendado el derecho y la obligación de educar a quienes
dio el derecho y la potestad de engendrar. Porque a nadie se
le oculta que la prole no se basta ni se puede proveer a sí misma, no ya
en las cosas pertenecientes a la vida natural, pero mucho menos en todo
cuanto pertenece al orden sobrenatural, sino que, durante muchos años,
necesita el auxilio de la instrucción y de la educación de los demás. Y
está bien claro, según lo exigen Dios y la naturaleza, que este derecho
y obligación de educar a la prole pertenece, en primer lugar, a quienes
con la generación incoaron la obra de la naturaleza, estándoles
prohibido el exponer la obra comenzada a una segura ruina, dejándola
imperfecta. Ahora bien, en el matrimonio es donde se proveyó mejor a
esta tan necesaria educación de los hijos, pues estando los padres
unidos entre sí con vínculo indisoluble, siempre se halla a mano su
cooperación y mutuo auxilio.
Todo lo cual, porque ya en otra ocasión tratamos copiosamente de la cristiana educación[19] de la juventud, encerraremos
en las citadas palabras de San Agustín: "En orden a la prole se
requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente"[20], y lo
mismo dice con frase enérgica el Código de derecho canónico: "El fin
primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole"[21].
Por último, no
se debe omitir que, por ser de tanta dignidad y de tan capital
importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de
los hijos, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios en orden a
la procreación de nuevas vidas, por prescripción del mismo Creador y de
la ley natural, es derecho y prerrogativa exclusivos del matrimonio y
debe absolutamente encerrarse en el santuario de la vida conyugal.
b) LA FIDELIDAD CONYUGAL
9. El
segundo de los bienes del matrimonio, enumerados, como dijimos, por San
Agustín, es la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los
cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal
modo que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, compete a
una de las partes, ni a ella le sea negado ni a ningún otro permitido;
ni al cónyuge mismo se conceda lo que jamás puede concederse, por ser
contrario a las divinas leyes y del todo disconforme con la fidelidad
del matrimonio.
Tal
fidelidad exige, por lo tanto, y en primer lugar, la absoluta unidad
del matrimonio, ya prefigurada por el mismo Creador en el de nuestros
primeros padres, cuando quiso que no se instituyera sino entre un hombre
y una mujer. Y aunque después Dios, supremo legislador, mitigó un tanto esta primitiva ley por algún tiempo, la
ley evangélica, sin que quede lugar a duda ninguna, restituyó
íntegramente aquella primera y perfecta unidad y derogó toda excepción,
como lo demuestran sin sombra de duda las palabras de Cristo y la
doctrina y práctica constante de la Iglesia. Con razón, pues, el santo
Concilio de Trento declaró lo siguiente: que por razón de este vínculo
tan sólo dos puedan unirse, lo enseñó claramente Cristo nuestro Señor
cuando dijo: "Por lo tanto, ya no son dos, sino una sola carne"[22].
Mas no
solamente plugo a Cristo nuestro Señor condenar toda forma de lo que
suelen llamar poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier
otro acto deshonesto externo, sino también los mismos pensamientos y
deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar inviolado en
absoluto el sagrado santuario de la familia: "Pero yo os digo que todo
el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró en su corazón"[23]. Las cuales palabras de Cristo nuestro Señor ni siquiera con el consentimiento mutuo de las partes pueden anularse, pues manifiestan una ley natural y divina que la voluntad de los hombres jamás puede quebrantar ni desviar[24].
Más
aún, hasta las mutuas relaciones de familiaridad entre los cónyuges
deben estar adornadas con la nota de castidad, para que el beneficio de
la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los
cónyuges se conduzcan en todas las cosas conforme a la ley de Dios y de
la naturaleza y procuren cumplir la voluntad sapientísima y santísima
del Creador, con entera y sumisa reverencia a la divina obra.
Esta que llama, con mucha propiedad, San Agustín, fidelidad en la castidad,
florece más fácil y mucho más agradable y noblemente, considerado otro
motivo importantísimo, a saber: el amor conyugal, que penetra todos los
deberes de la vida de los esposos y tiene cierto principado de nobleza
en el matrimonio cristiano: «Pide, además, la
fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto
amor santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como
Cristo amó a la Iglesia, pues esta ley dio el Apóstol cuando dijo:
"Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia"[25], y cierto que Él la amó con aquella su infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa»[26]. Amor,
decimos, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y
perecedero, ni en palabras regaladas, sino en el afecto íntimo del alma y
que se comprueba con las obras, puesto que, como suele decirse, obras
son amores y no buenas razones[27].
Todo
lo cual no sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica,
sino que es necesario que se extienda también y aun que se ordene sobre
todo a la ayuda recíproca de los cónyuges en orden a la formación y
perfección, mayor cada día, del hombre interior, de tal manera que por
su mutua unión de vida crezcan más y más también cada día en la virtud y
sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y para con el prójimo,
de la cual, en último término, "depende toda la ley y los profetas"[28]. Todos, en efecto, de cualquier condición que sean y cualquiera que sea el género honesto de vida que lleven, pueden
y deben imitar aquel ejemplar absoluto de toda santidad que Dios señaló
a los hombres, Cristo nuestro Señor; y, con ayuda de Dios, llegar
incluso a la cumbre más alta de la perfección cristiana, como se puede
comprobar con el ejemplo de muchos santos.
Esta
recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de
mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy
verdadero, como enseña el Catecismo Romano[29],
la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el matrimonio no
se tome estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y
educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio, cual
comunidad, práctica y sociedad de toda la vida.
Con
este mismo amor es menester que se concilien los restantes derechos y
deberes del matrimonio, pues no sólo ha de ser de justicia, sino también
norma de caridad aquello del Apóstol: "El marido pague a la mujer el
débito; y, de la misma suerte, la mujer al marido"[30].
10. Finalmente,
robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es
necesario que en ella florezca lo que San Agustín llamaba jerarquía del
amor, la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los
hijos como la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia,
recomendada por el Apóstol con estas palabras: "Las casadas estén
sujetas a sus maridos, como al Señor; porque el hombre es cabeza de la
mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia"[31].
Tal
sumisión no niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a
la mujer, así por su dignidad de persona humana como por sus nobilísimas
funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga a dar satisfacción
a cualesquiera gustos del marido, no muy conformes quizá con la razón o
la dignidad de esposa, ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar
la esposa con aquellas personas que en derecho se llaman menores y a las
que por falta de madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos
humanos no se les suele conceder el ejercicio de sus derechos, sino
que, por lo contrario, prohibe aquella exagerada licencia, que no se
cuida del bien de la familia, prohibe que en este cuerpo de la familia
se separe el corazón de la cabeza, con grandísimo detrimento del
conjunto y con próximo peligro de ruina, pues si el varón es la cabeza,
la mujer es el corazón, y como aquél tiene el principado del gobierno,
ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le pertenece, el
principado del amor.
El
grado y modo de tal sumisión de la mujer al marido puede variar según
las varias condiciones de las personas, de los lugares y de los tiempos;
más aún, si el marido faltase a sus deberes, debe la mujer hacer sus
veces en la dirección de la familia. Pero tocar o destruir la misma
estructura familiar y su ley fundamental, establecida y confirmada por
Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna parte.
Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña Nuestro Predecesor León XIII, de santa memoria, en su ya citada Encíclica acerca del matrimonio cristiano: "El
varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin
embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe
someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera,
es decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni
dignidad. En el que preside y en la que obedece, puesto que el uno
representa a Cristo y la otra a la Iglesia, sea siempre la caridad
divina la reguladora de sus deberes"[32].
Están,
pues, comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la
castidad, la caridad y la honesta y noble obediencia, nombres todos que
significan otras tantas utilidades de los esposos y del matrimonio, con
las cuales se promueven y garantizan la paz, la dignidad y la felicidad
matrimoniales, por lo cual no es extraño que esta fidelidad haya sido
siempre enumerada entre los eximios y peculiares bienes del matrimonio.
c) EL SACRAMENTO
11. Se
completa, sin embargo, el cúmulo de tan grandes beneficios y, por
decirlo así, hállase coronado, con aquel bien del matrimonio que en
frase de San Agustín hemos llamado Sacramento, palabra que significa
tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración
que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo signo eficaz de la
gracia.
Y, en
primer lugar, el mismo Cristo insiste en la indisolubilidad del pacto
nupcial cuando dice: "No separe el hombre lo que ha unido Dios"[33],
y: "Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera, y
el que se casa con la repudiada del marido, adultera"[34].
En
tal indisolubilidad hace consistir San Agustín lo que él llama bien del
sacramento con estas claras palabras: "Como sacramento, pues, se
entiende que el matrimonio es indisoluble y que el repudiado o repudiada
no se una con otro, ni aun por razón de la prole"[35].
“QUOD DEUS CONJÚNXIT” (“Lo que Dios ha unido”)
Esta
inviolable indisolubilidad, aun cuando no en la misma ni tan perfecta
medida a cada uno, compete a todo matrimonio verdadero, puesto que
habiendo dicho el Señor, de la unión de nuestros primeros padres,
prototipo de todo matrimonio futuro: "No separe el hombre lo que ha
unido Dios", por necesidad ha de extenderse a todo verdadero matrimonio. Aun cuando antes de la venidad el Mesías se mitigase de tal manera la sublimidad y serenidad de la ley primitiva, que Moisés
llegó a permitir a los mismos ciudadanos del pueblo de Dios que por
dureza de su corazón y por determinadas razones diesen a sus mujeres
libelo de repudio, Cristo, sin embargo, revocó, en virtud de su poder de
legislador supremo, aquel permiso de mayor libertad y restableció
íntegramente la ley primera, con aquellas palabras que nunca se han de
echar en olvido: "No separe el hombre lo que ha unido Dios".
Por lo cual muy sabiamente escribió Nuestro antecesor Pío VI, de feliz memoria, contestando al Obispo de Agra: "Es,
pues, cosa clara que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura
y, sin ningún género de duda, ya mucho antes de ser elevado a la
dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios, de
tal manera que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, y es, por
lo tanto, imposible que lo desate ninguna ley civil. En consecuencia, aunque
pueda estar separada del matrimonio la razón de sacramento, como
acontece entre los infieles, sin embargo, aun en este matrimonio, por lo
mismo que es verdadero, debe mantenerse y se mantiene absolutamente
firme aquel lazo, tan íntimamente unido por prescripción divina desde el
principio al matrimonio, que está fuera del alcance de todo poder civil. Así,
pues, cualquier matrimonio que se contraiga, o se contrae de suerte que
sea en realidad un verdadero matrimonio, y entonces llevará consigo el
perpetuo lazo que por ley divina va anejo a todo verdadero matrimonio; o
se supone que se contrae sin dicho perpetuo lazo, y entonces no hay
matrimonio, sino unión ilegítima, contraria, por su objeto, a la ley
divina, que por lo mismo no se puede lícitamente contraer ni conservar"[36].
12. Y
aunque parezca que esta firmeza está sujeta a alguna excepción, bien
que rarísima, en ciertos matrimonios naturales contraídos entre infieles
o también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos y no
consumados, tal excepción no depende de la voluntad de los hombres, ni
de ninguna autoridad meramente humana, sino del derecho divino, cuya
depositaria e intérprete es únicamente la Iglesia de Cristo.
Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, puede esta excepción
extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, porque así como en
él resplandece la más alta perfección del contrato matrimonial, así
brilla también, por voluntad de Dios, la mayor estabilidad e
indisolubilidad, que ninguna autoridad humana puede desatar.
Si
queremos investigar, Venerables Hermanos, la razón íntima de esta
voluntad divina, fácilmente la encontraremos en aquella significación
mística del matrimonio, que se verifica plena y perfectamente en el
matrimonio consumado entre los fieles. Porque, según testimonio del
Apóstol, en su carta a los de Éfeso[37],
el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión
existente entre Cristo y la Iglesia: este sacramento es grande, pero yo
digo, con relación a Cristo y a la Iglesia; unión, por lo tanto, que
nunca podrá desatarse mientras viva Cristo y la Iglesia por Él.
Lo
cual enseña también expresamente San Agustín con las siguientes
palabras: "Esto se observa con fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que
por vivir ambos eternamente no hay divorcio que los pueda separar; y
esta misteriosa unión de tal suerte se cumple en la ciudad de Dios... es
decir, en la Iglesia de Cristo..., que aun cuando, a fin de tener
hijos, se casen las mujeres, y los varones tomen esposas, no es lícito
repudiar a la esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno así lo
hiciere, será reo de adulterio, así como la mujer si se une a otro: y
esto por la ley del Evangelio, no por la ley de este siglo, la cual
concede, una vez otorgado el repudio, el celebrar nuevas nupcias con
otro cónyuge, como también atestigua el Señor que concedió Moisés a los
israelitas a causa de la dureza de su corazón"[38].
13. Cuántos
y cuán grandes beneficios se derivan de la indisolubilidad del
matrimonio no podrá menos de ver el que reflexione, aunque sea
ligeramente, ya sobre el bien de los cónyuges y de la prole, ya sobre la
utilidad de toda la sociedad humana. Y, en primer lugar, los cónyuges
en esta misma inviolable indisolubilidad hallan el sello cierto de
perennidad que reclaman de consumo, por su misma naturaleza, la generosa
entrega de su propia persona y la íntima comunicación de sus corazones,
siendo así que la verdadera caridad nunca llega a faltar[39]. Constituye ella, además, un
fuerte baluarte para defender la castidad fiel contra los incentivos de
la infidelidad que pueden provenir de causas externas o internas;
se cierra la entrada al temor celoso de si el otro cónyuge permanecerá o
no fiel en el tiempo de la adversidad o de la vejez, gozando, en lugar
de este temor, de seguridad tranquila; se
provee asimismo muy convenientemente a la conservación de la dignidad de
ambos cónyuges y al otorgamiento de su mutua ayuda, porque el vínculo
indisoluble y para siempre duradero constantemente les está recordando
haber contraído un matrimonio tan sólo disoluble por la muerte, y no en
razón de las cosas caducas, ni para entregarse al deleite, sino para
procurarse mutuamente bienes más altos y perpetuos. También se
atiende perfectamente a la protección y educación de los hijos, que
debe durar muchos años, porque las graves y continuadas cargas de este
oficio más fácilmente las pueden sobrellevar los padres aunando sus
fuerzas. Y no son menores los beneficios que de la estabilidad del
matrimonio se derivan aun para toda la sociedad en conjunto. Pues bien consta por la experiencia cómo la inquebrantable firmeza del matrimonio es ubérrima fuente de honradez en la vida de todos y de integridad en las costumbres;
cómo, observada con serenidad tal indisolubilidad, se asegura al propio
tiempo la felicidad y el bienestar de la república, ya que tal será la
sociedad cuales son las familias y los individuos de que consta, como el
cuerpo se compone de sus miembros. Por lo cual
todos aquellos que denodadamente defienden la inviolable estabilidad
del matrimonio prestan un gran servicio así al bienestar privado de los
esposos y al de los hijos como al bien público de la sociedad humana.
14. Pero
en este bien del sacramento, además de la indisoluble firmeza, están
contenidas otras utilidades mucho más excelsas, y aptísimamente
designadas por la misma palabra Sacramento; pues tal nombre no es para
los cristianos vano ni vacío, ya que Cristo Nuestro Señor, "fundador y
perfeccionador de los venerables sacramentos"[40], elevando
el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva
Ley, lo hizo signo y fuente de una peculiar gracia interior, por la
cual "aquel su natural amor se perfeccionase, se confirmara su
indisoluble unidad, y los cónyuges fueran santificados"[41].
Y
porque Cristo, al consentimiento matrimonial válido entre fieles lo
constituyó en signo de la gracia, tan íntimamente están unidos la razón
de sacramento y el matrimonio cristiano, que no puede existir entre
bautizados verdadero matrimonio sin que por lo mismo sea ya sacramento[42].
Desde
el momento en que prestan los fieles sinceramente tal consentimiento,
abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde hay de
sacar las energías sobrenaturales que les llevan a cumplir sus deberes y
obligaciones, fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte.
Porque este
sacramento, en aquellos que no ponen lo que se suele llamar óbice, no
sólo aumenta la gracia santificante, principio permanente de la vida
sobrenatural, sino que añade peculiares dones, disposiciones y gérmenes
de gracia, elevando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, de
suerte tal que los cónyuges puedan no solamente bien entender, sino
íntimamente saborear, retener con firmeza, querer con eficacia y llevar a
la práctica todo cuanto pertenece al matrimonio y a sus fines y
deberes; y para ello les concede, además, el derecho al auxilio actual
de la gracia, siempre que la necesiten, para cumplir con las
obligaciones de su estado.
Mas
en el orden sobrenatural, es ley de la divina Providencia el que los
hombres no logren todo el fruto de los sacramentos que reciben después
del uso de la razón si no cooperan a la gracia; por ello, la gracia
propia del matrimonio queda en gran parte como talento inútil, escondido
en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y
cultivan y hacen desarrollar la semilla de la gracia que han recibido.
En cambio, si haciendo lo que está de su parte cooperan diligentemente,
podrán llevar la carga y llenar las obligaciones de su estado, y serán
fortalecidos, santificados y como consagrados por tan excelso
sacramento, pues, según enseña San Agustín, así como por el Bautismo y
el Orden el hombre queda destinado y recibe auxilios, tanto para vivir
cristianamente como para ejercer el ministerio sacerdotal,
respectivamente, sin que jamás se vea destituido del auxilio de dichos
sacramentos, así y casi del mismo modo (aunque sin carácter sacramental)
los fieles, una vez que se han unido por el vínculo matrimonial, jamás
podrán ser privados del auxilio y del lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo Santo Doctor, llevan
consigo este vínculo sagrado aun los que han cometido adulterio, aunque
no ya para honor de la gracia, sino para castigo del crimen, "como el
alma del apóstata que, aun separándose de la unión de Cristo, y aun
perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que recibió con el agua
bautismal"[43].
EL MATRIMONIO CRISTIANO, IMAGEN DE LA UNIÓN DE CRISTO Y SU IGLESIA
15. Los
mismos cónyuges, no ya encadenados, sino adornados; no ya impedidos,
sino confortados con el lazo de oro del sacramento, deben procurar
resueltamente que su unión conyugal, no sólo por la fuerza y la
significación del sacramento, sino también por su espíritu y por su
conducta de vida, sea siempre imagen, y permanezca ésta viva, de aquella
fecundísima unión de Cristo con su Iglesia, que es, en verdad, el
misterio venerable de la perfecta caridad.
Todo lo cual, Venerables Hermanos, si
ponderamos atentamente y con viva fe, si ilustramos con la debida luz
estos eximios bienes del matrimonio —la prole, la fe y el sacramento—,
no podremos menos de admirar la sabiduría, la santidad y la benignidad
divina, pues tan copiosamente proveyó no sólo a la dignidad y felicidad
de los cónyuges, sino también a la conservación y propagación del género
humano, susceptible tan sólo de procurarse con la casta y sagrada unión
del vínculo nupcial.
PARTE II. INSIDIAS, FRAUDES, PELIGROS QUE ATENTAN CONTRA EL MATRIMONIO CRISTIANO
16. Al ponderar la excelencia del casto matrimonio, Venerables Hermanos, se
Nos ofrece mayor motivo de dolor por ver esta divina institución tantas
veces despreciada y tan fácilmente vilipendiada, sobre todo en nuestros
días.
No
es ya de un modo solapado ni en la oscuridad, sino que también en
público, depuesto todo sentimiento de pudor, lo mismo de viva voz que
por escrito, ya en la escena con representaciones de todo género, ya por
medio de novelas, de cuentos amatorios y comedias, del cinematógrafo,
de discursos radiados, en fin, por todos los inventos de la ciencia
moderna, se conculca y se pone en ridículo la santidad del matrimonio,
mientras los divorcios, los adulterios y los vicios más torpes son
ensalzados o al menos presentados bajo tales colores que parece se les
quiere presentar como libres de toda culpa y de toda infamia.
Ni faltan libros, los cuales no se avergüenzan de llamarse científicos,
pero que en realidad muchas veces no tienen sino cierto barniz de
ciencia, con el cual hallan camino para insinuar más fácilmente sus
errores en mentes y corazones. Las doctrinas que en ellos se defienden,
se ponderan como portentos del ingenio moderno, de un ingenio que se
gloría de buscar exclusivamente la verdad, y, con ello, de haberse
emancipado —dicen— de todos los viejos prejuicios, entre los cuales
ponen y pregonan la doctrina tradicional cristiana del matrimonio.
Estas
doctrinas las inculcan a toda clase de hombres, ricos y pobres, obreros
y patronos, doctos e ignorantes, solteros y casados, fieles e impíos,
adultos y jóvenes, siendo a éstos principalmente, como más fáciles de
seducir, a quienes ponen peores asechanzas.
a) OBLIGACIÓN SACROSANTA DE COMBATIR LAS INSIDIAS DEL DEMONIO
17. Desde luego que no
todos los partidarios de tan nuevas doctrinas llegan hasta las últimas
consecuencias de liviandad tan desenfrenada; hay quienes, empeñados en
seguir un término medio, opinan que al menos en algunos preceptos de la
ley natural y divina se ha de ceder algo en nuestros días. Pero éstos no
son tampoco sino emisarios más o menos conscientes de aquel insidioso
enemigo que siempre trata de sembrar la cizaña en medio del trigo[44].
Nos, pues, a quien el Padre de familia puso por custodio de su campo, a
quien obliga el oficio sacrosanto de procurar que la buena semilla no
sea sofocada por hierbas venenosas, juzgamos
como dirigidas a Nos por el Espíritu Santo aquellas palabras gravísimas
con las cuales el apóstol San Pablo exhortaba a su amado Timoteo: "Tú,
en cambio, vigila, cumple tu ministerio..., predica la palabra, insiste
oportuna e importunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y
doctrina"[45].
Y porque,
para evitar los engaños del enemigo, es menester antes descubrirlos, y
ayuda mucho mostrar a los incautos sus argucias, aun cuando más
quisiéramos no mencionar tales iniquidades, como conviene a los Santos[46], sin embargo, por el bien y salvación de las almas no podemos pasarlas en silencio.
b) NEGACIÓN BLASFEMA DE LA DIVINA AUTORÍA
18. Para comenzar, pues, por el origen de tantos males, su principal raíz está en que, según
vociferan sus detractores, el matrimonio no ha sido instituido por el
Autor de la naturaleza, ni elevado por Cristo Señor nuestro a la
dignidad de sacramento verdadero, sino que es invención de los hombres.
Otros aseguran que nada descubren en la naturaleza y en sus leyes,
sino que sólo encuentran la facultad de engendrar la vida y un impulso
vehemente de saciarla de cualquier manera; otros,
por el contrario, reconocen que se encuentran en la naturaleza del
hombre ciertos comienzos y como gérmenes de verdadera unión matrimonial,
en cuanto que, de no unirse los hombres con cierto vínculo estable, no
se habría provisto suficientemente a la dignidad de los cónyuges ni al
fin natural de la propagación y educación de la prole.
Añaden, sin embargo, que el matrimonio mismo, puesto que sobrepasa estos
gérmenes, es, por el concurso de varias causas, pura invención de la
mente humana, pura institución de la voluntad de los hombres.
19. Cuán
gravemente yerran todos ellos, y cuán torpemente se apartan de los
principios de la honestidad, se colige de lo que llevamos expuesto en
esta Encíclica acerca del origen y naturaleza del matrimonio y de los
fines y bienes inherentes al mismo. Que estas
ficciones sean perniciosísimas, claramente aparece también por las
conclusiones que de ellas deducen sus mismos defensores, a saber: que
las leyes, instituciones y costumbres por las que se rige el matrimonio,
debiendo su origen a la sola voluntad de los hombres, tan sólo a ella
están sometidas, y, por consiguiente, pueden ser establecidas, cambiadas
y abrogadas según el arbitrio de los hombres y las vicisitudes de las
cosas humanas; que la facultad generativa, al fundarse en la
misma naturaleza, es más sagrada y se extiende más que el matrimonio, y
que, por consiguiente, puede ejercitarse, tanto fuera como dentro del
santuario del matrimonio, aun sin tener en cuenta los fines del mismo, como
si el vergonzoso libertinaje de la mujer fornicaria gozase casi los
mismos derechos que la casta maternidad de la esposa legítima.
Fundándose en tales principios,
algunos han llegado a inventar nuevos modos de unión, acomodados —así
dicen ellos— a las actuales circunstancias de los tiempos y de los
hombres, y que consideran como otras tantas especies de matrimonio: el
matrimonio por cierto tiempo, el matrimonio de prueba, el matrimonio
amistoso, que se atribuye la plena libertad y todos los derechos que
corresponden al matrimonio, pero suprimiendo el vínculo indisoluble y
excluyendo la prole, a no ser que las partes acuerden más tarde el transformar la unión y costumbre de vida en matrimonio y jurídicamente perfecto.
Más
aún: hay quienes insisten y abogan por que semejantes monstruosidades
sean cohonestadas incluso por las leyes o al menos hallen descargo en
los públicos usos e instituciones de los pueblos, y ni siquiera paran
mientes en que tales cosas nada tienen, en verdad, de aquella moderna
cultura de la cual tanto se jactan, sino que son nefandas corruptelas
que harían volver, sin duda, aun a los pueblos civilizados, a los
bárbaros usos de ciertos salvajes.
c) INSIDIAS CONTRA LA FECUNDIDAD
20. Viniendo
ahora a tratar, Venerables Hermanos, de cada uno de los aspectos que se
oponen a los bienes del matrimonio, hemos de hablar, en primer lugar,
de la prole, la cual muchos se atreven a llamar pesada carga del
matrimonio, por lo que los cónyuges han de evitarla con toda diligencia, y ello, no
ciertamente por medio de una honesta continencia (permitida también en
el matrimonio, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino
viciando el acto conyugal. Criminal licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la prole, no pretenden sino satisfacer su voluptuosidad, pero sin ninguna carga;
otros, en cambio, alegan como excusa propia el que no pueden, en modo
alguno, admitir más hijos a causa de sus propias necesidades, de las de
la madre o de las económicas de la familia.
Ningún
motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que
va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la
misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por
su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el
ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud,
obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente
deshonesta.
Por lo cual no
es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto
aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito,
castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín:
"Porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que
evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judá,
por lo cual Dios le quitó la vida"[47].
SOLEMNE CONDENACIÓN
21.
Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina
cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin
interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra
doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo
Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad
de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar
inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en
señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y
una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que
maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud
procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que
tal cometen, se hacen culpables de un grave delito.
Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación de todas las almas, encargamos
a los confesores y a todos los que tienen cura de las mismas que no
consientan en los fieles encomendados a su cuidado error alguno acerca
de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven —ellos
mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no contemporicen en modo
alguno con ellas. Y si algún
confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujera a los
fieles, que le han sido confiados, a estos errores, o al menos les
confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga
presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por haber faltado
a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: "Ellos
son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego,
ambos caen en la hoya"[48].
22. Por
lo que se refiere a las causas que les mueven a defender el mal uso del
matrimonio, frecuentemente suelen aducirse algunas fingidas o
exageradas, por no hablar de las que son vergonzosas. Sin embargo, la
Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y se da cuenta perfecta de
cuanto suele aducirse sobre la salud y peligro de la vida de la madre.
¿Y quién ponderará estas cosas sin compadecerse? ¿Quién no se admirará
extraordinariamente al contemplar a una madre entregándose a una muerte
casi segura, con fortaleza heroica, para conservar la vida del fruto de
sus entrañas? Solamente uno, Dios, inmensamente rico y misericordioso,
pagará sus sufrimientos, soportados para cumplir, como es debido, el
oficio de la naturaleza y le dará, ciertamente, medida no sólo colmada,
sino superabundante[49].
Sabe
muy bien la santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más
que cometer el pecado, lo soporta, al permitir, por una causa muy grave,
el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que carece, por lo
tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no
se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro cónyuge. Ni se
puede decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que
hacen uso de su derecho siguiendo la recta razón natural, aunque por
ciertas causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no se siga
de ello el nacimiento de un nuevo viviente. Hay, pues, tanto en el
mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines
secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor
recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en
manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la
naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin
primario.
También
nos llenan de amarga pena los gemidos de aquellos esposos que,
oprimidos por dura pobreza, encuentran gravísima dificultad para
procurar el alimento de sus hijos.
Pero
se ha de evitar en absoluto que las deplorables condiciones de orden
económico den ocasión a un error mucho más funesto todavía. Ninguna
dificultad puede presentarse que valga para derogar la obligación
impuesta por los mandamientos de Dios, los cuales prohiben todas las
acciones que son malas por su íntima naturaleza; cualesquiera que sean
las circunstancias, pueden siempre los esposos, robustecidos por la
gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad y conservar la
castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la verdad de
la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio Tridentino: "Nadie
debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres anatematizada de
que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre redimido.
Dios no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que
hagas cuanto puedas y pidas lo que no puedas, y El te dará su ayuda para
que puedas"[50]. La misma doctrina ha sido solemnemente
reiterada y confirmada por la Iglesia al condenar la herejía jansenista,
que contra la bondad de Dios osó blasfemar de esta manera: "Hay algunos
preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y poniendo
empeño, no los pueden cumplir, atendidas las fuerzas de que actualmente
disponen: fáltales asimismo la gracia con cuyo medio lo puedan
hacer"[51].
“INDICACIONES TERAPEÚTICAS”: PROHIBIDO Y CONDENADO
23. Todavía
hay que recordar, Venerables Hermanos, otro crimen gravísimo con el que
se atenta contra la vida de la prole cuando aun está encerrada en el
seno materno. Unos consideran esto como cosa lícita que se deja al libre
arbitrio del padre o de la madre; otros, por lo contrario, lo tachan de
ilícito, a no ser que intervengan causas gravísimas que distinguen con
el nombre de indicación médica, social, eugenésica. Todos
ellos, por lo que se refiere a las leyes penales de la república con las
que se prohibe ocasionar la muerte de la prole ya concebida y aún no
dada a luz, piden que las leyes públicas
reconozcan y declaren libre de toda pena la indicación que cada uno
defiende a su modo, no faltando todavía quienes pretenden que los
magistrados públicos ofrezcan su concurso para tales operaciones
destructoras; lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas
partes, como todos saben, frecuentísimamente.
Por lo que atañe a la indicación médica y terapéutica, para emplear sus palabras, ya
hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto Nos mueve a compasión el
estado de la madre a quien amenaza, por razón del oficio natural, el
peligro de perder la salud y aun la vida; pero ¿qué causa podrá excusar
jamás de alguna manera la muerte directamente procurada del inocente?
Porque, en realidad, no de otra cosa se trata.
Ya
se cause tal muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el
precepto de Dios y la voz de la naturaleza, que clama: ¡No matarás![52].
Es, en efecto, igualmente sagrada la vida de ambos y nunca tendrá poder
ni siquiera la autoridad pública, para destruirla. Tal
poder contra la vida de los inocentes neciamente se quiere deducir del
derecho de vida o muerte, que solamente puede ejercerse contra los
delincuentes; ni puede aquí invocarse el derecho de la defensa cruenta
contra el injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará injusto agresor a
un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema
necesidad, por el cual se puede llegar hasta procurar directamente la
muerte del inocente. Son, pues, muy
de alabar aquellos honrados y expertos médicos que trabajan por defender
y conservar la vida, tanto de la madre como de la prole; mientras que,
por lo contrario, se mostrarían indignos del ilustre nombre y del honor
de médicos quienes procurasen la muerte de una o de la otra, so pretexto
de medicinar o movidos por una falsa misericordia.
Lo cual verdaderamente está en armonía con las
palabras severas del Obispo de Hipona, cuando reprende a los cónyuges
depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no
temen destruirla perversamente: "Alguna vez —dice— llega a
tal punto la crueldad lasciva o la lascivia cruel, que procura también
venenos de esterilidad, y si aún no logra su intento, mata y destruye en
las entrañas el feto concebido, queriendo que perezca la prole antes
que viva; o, si en el vientre ya vivía, mátala antes que nazca. En
modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde
el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si
los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz
del marido, o él adúltero de la mujer"[53].
Lo
que se suele aducir en favor de la indicación social y eugenésica se
debe y se puede tener en cuenta siendo los medios lícitos y honestos, y
dentro de los límites debidos; pero es indecoroso querer proveer a la
necesidad, en que ello se apoya, dando muerte a los inocentes, y es
contrario al precepto divino, promulgado también por el Apóstol: "No
hemos de hacer males para que vengan bienes"[54].
Finalmente, no
es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen
en olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de
los inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto
menos pueden defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en
peligro, entre los cuales, sin duda alguna, tienen el primer lugar los
niños todavía encerrados en el seno materno. Y si
los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus
leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de
médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es
juez y vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al cielo[55].
24. Por último, ha
de reprobarse una práctica perniciosa que, si directamente se relaciona
con el derecho natural del hombre a contraer matrimonio, también se
refiere, por cierta razón verdadera, al mismo bien de la prole. Hay algunos,
en efecto, que, demasiado solícitos de los fines eugenésicos, no se
contentan con dar ciertos consejos saludables para mirar con más
seguridad por la salud y vigor de la prole —lo cual, desde luego, no es contrario a la recta razón—, sino
que anteponen el fin eugenésico a todo otro fin, aun de orden más
elevado, y quisieran que se prohibiese por la pública autoridad contraer
matrimonio a todos los que, según las normas y conjeturas de su
ciencia, juzgan que habían de engendrar hijos defectuosos por razón de
la transmisión hereditaria, aun cuando sean de suyo aptos para contraer
matrimonio. Más aún; quieren privarlos por la ley, hasta
contra su voluntad, de esa facultad natural que poseen, mediante
intervención médica, y esto no para solicitar de la pública autoridad
una pena cruenta por delito cometido o para precaver futuros crímenes de
reos, sino contra todo derecho y licitud, atribuyendo a los gobernantes civiles una facultad que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener.
Cuantos
obran de este modo, perversamente se olvidan de que es más santa la
familia que el Estado, y de que los hombres se engendran principalmente
no para la tierra y el tiempo, sino para el Cielo y la eternidad.
Y de ninguna manera se puede permitir que a hombres de suyo capaces de
matrimonio se les considere gravemente culpables si lo contraen, porque
se conjetura que, aun empleando el mayor cuidado y diligencia, no han de
engendrar más que hijos defectuosos; aunque de ordinario se debe
aconsejarles que no lo contraigan.
Además
de que los gobernantes no tienen potestad alguna directa en los
miembros de sus súbditos; así, pues, jamás pueden dañar ni aun tocar
directamente la integridad corporal donde no medie culpa alguna o causa
de pena cruenta, y esto ni por causas eugenésicas ni por otras causas
cualesquiera. Lo mismo enseña Santo
Tomás de Aquino cuando, al inquirir si los jueces humanos, para precaver
males futuros, pueden castigar con penas a los hombres, lo concede en
orden a ciertos males; pero, con justicia y razón lo niega e la lesión
corporal: "Jamás —dice—, según el juicio humano, se debe
castigar a nadie sin culpa con la pena de azote, para privarle de la
vida, mutilarle o maltratarle"[56].
Por lo demás,
establece la doctrina cristiana, y consta con toda certeza por la luz
natural de la razón, que los mismos hombres, privados, no tienen otro
dominio en los miembros de su cuerpo sino el que pertenece a sus fines
naturales, y no pueden, consiguientemente, destruirlos, mutilarlos o,
por cualquier otro medio, inutilizarlos para dichas naturales funciones,
a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera al bien de todo el
cuerpo.
d) INSIDIAS CONTRA LA FIDELIDAD
25. Viniendo
ya a la segunda raíz de errores, la cual atañe a la fidelidad conyugal,
siempre que se peca contra la prole se peca también, en cierto modo y
como consecuencia, contra la fidelidad conyugal, puesto que están
enlazados entrambos bienes del matrimonio. Pero, además,
hay que enumerar en particular tantas fuentes de errores y corruptelas
que atacan la fidelidad conyugal cuantas son las virtudes domésticas que
abraza esta misma fidelidad, a saber: la casta lealtad de ambos
cónyuges, la honesta obediencia de la mujer al marido y, finalmente, el
firme y sincero amor mutuo.
PERVERSAS LICENCIAS
26. Falsean,
por consiguiente, el concepto de fidelidad los que opinan que hay que
contemporizar con las ideas y costumbres de nuestros días en torno a
cierta fingida y perniciosa amistad de los cónyuges con alguna tercera
persona, defendiendo que a los cónyuges se les ha de consentir una mayor
libertad de sentimientos y de trato en dichas relaciones externas,
y esto tanto más cuanto que (según ellos afirman) en no pocos es
congénita una índole sexual, que no puede saciarse dentro de los
estrechos límites del matrimonio monogámico. Por
ello tachan de estrechez ya anticuada de entendimiento y de corazón, o
reputan como viles y despreciables celos, aquel rígido estado habitual
de ánimo de los cónyuges honrados que reprueba y rehuye todo afecto y
todo acto libidinoso con un tercero; y por lo mismo, sostienen que son
nulas o que deben anularse todas las leyes penales de la república
encaminadas a conservar la fidelidad conyugal.
El
sentimiento noble de los esposos castos, aun siguiendo sólo la luz de
la razón, resueltamente rechaza y desprecia como vanas y torpes
semejantes ficciones; y este grito de la naturaleza lo aprueba y
confirma lo mismo el divino mandamiento: "No fornicarás"[57], que aquello de Cristo: "Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón"[58], no
bastando jamás ninguna costumbre, ningún ejemplo depravado, ningún
pretexto de progreso humano, para debilitar la fuerza de este precepto
divino. Porque así como es uno y el mismo Jesucristo ayer y hoy, y el
mismo por los siglos de los siglos[59]
así la doctrina de Cristo permanece siempre absolutamente la misma y de
ella no caerá ni un ápice siquiera hasta que todo sea perfectamente
cumplido[60].
e) SOBRE LA “EMANCIPACIÓN DE LA MUJER”
27. Todos
los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como
maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y
honesta sumisión de la mujer al marido; y muchos de ellos se
atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la
servidumbre de un cónyuge para con el otro; que, al ser iguales los
derechos de ambos cónyuges, defienden presuntuosísimamente que por
violarse estos derechos, a causa de la sujeción de un cónyuge al otro,
se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta emancipación de
la mujer. Distinguen tres clases de
emancipación, según tenga por objeto el gobierno de la sociedad
doméstica, la administración del patrimonio familiar o la vida de la
prole que hay que evitar o extinguir, llamándolas con el nombre de
emancipación social, económica y fisiológica: fisiológica, porque
quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que se las libre
de las cargas conyugales o maternales propias de una esposa
(emancipación ésta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un
crimen horrendo); económica, porque
pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no
queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos
haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social, finalmente, en cuanto apartan
a la mujer de los cuidados que en el hogar requieren su familia o sus
hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin preocuparse de
aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios, aun a los públicos.
Pero ni
siquiera ésta es la verdadera emancipación de la mujer, ni tal es
tampoco la libertad dignísima y tan conforme con la razón que comete al
cristiano y noble oficio de mujer y esposa; antes bien, es corrupción
del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es trastorno
de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la
esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar doméstico del custodio
que lo vigila siempre. Más todavía: tal
libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de
la mujer misma, pues si ésta desciende de la sede verdaderamente regia a
que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, muy
pronto caerá —si no en la apariencia, sí en la realidad— en la antigua
esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de
placer o capricho del hombre.
Finalmente,
la igualdad de derechos, que tanto se pregona y exagera, debe, sin duda
alguna, admitirse en todo cuanto atañe a la persona y dignidad humanas y
en las cosas que se derivan del pacto nupcial y van anejas al
matrimonio; porque en este campo ambos cónyuges gozan de los mismos
derechos y están sujetos a las mismas obligaciones; en lo demás ha de
reinar cierta desigualdad y moderación, como exigen el bienestar de la
familia y la debida unidad y firmeza del orden y de la sociedad
doméstica.
Y si
en alguna parte, por razón de los cambios experimentados en los usos y
costumbres de la humana sociedad, deben mudarse algún tanto las
condiciones sociales y económicas de la mujer casada, toca a la
autoridad pública el acomodar los derechos civiles de la mujer a las
necesidades y exigencias de estos tiempos, teniendo siempre en cuenta lo
que reclaman la natural y diversa índole del sexo femenino, la pureza
de las costumbres y el bien común de la familia; y esto contando siempre con que quede
a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, tal como fue
instituido por una sabiduría y autoridad más excelsa que la humana, esto
es, por la divina, y que por lo tanto no puede ser cambiado ni por
públicas leyes ni por criterios particulares.
LOS ENEMIGOS DEL MATRIMONIO CRISTIANO EDIFICAN SOBRE ARENA
28. Avanzan
aun más los modernos enemigos del matrimonio, sustituyendo el genuino y
constante amor, base de la felicidad conyugal y de la dulce intimidad,
por cierta conveniencia ciega de caracteres y conformidad de genios, a
la cual llaman simpatía, la cual, al cesar, debilita y hasta del todo
destruye el único vínculo que unía las almas. ¿Qué es esto sino edificar
una casa sobre la arena? Y ya de ella dijo nuestro Señor Jesucristo que
el primer soplo de la adversidad la haría cuartearse y caer: "Y soplaron vientos y dieron con ímpetu contra ella y se desplomó y fue grande su ruina"[61]. Mientras
que, por lo contrario, el edificio levantado sobre la roca, es decir,
sobre el mutuo amor de los esposos, y consolidado por la unión
deliberada y constante de las almas, ni se cuarteará nunca ni será
derribado por alguna adversidad.
f) INSIDIAS CONTRA EL SACRAMENTO
29. Hemos
defendido hasta aquí, Venerables Hermanos, los dos primeros y por
cierto muy excelentes beneficios del matrimonio cristiano, tan combatidos por los destructores de la sociedad actual. Mas
porque excede con mucho a estos dos el tercero, o sea el del
sacramento, nada tiene de extraño que veamos a los enemigos del mismo
impugnar ante todo y con mayor saña su excelencia.
Afirman,
en primer lugar, que el matrimonio es una cosa del todo profana y
exclusivamente civil, la cual en modo alguno ha de ser encomendada a la
sociedad religiosa, esto es, a la Iglesia de Cristo, sino tan sólo a la sociedad civil; añaden,
además, que es preciso eximir el contrato matrimonial de todo vínculo
indisoluble, por medio de divorcios que la ley habrá, no solamente de
tolerar, sino de sancionar: y así, a la postre, el matrimonio, despojado de toda santidad, quedará relegado al número de las cosas profanas y civiles.
Como
principio y fundamento establecen que sólo el acto civil ha de ser
considerado como verdadero contrato matrimonial (matrimonio civil suelen
llamarlo); el acto religioso, en cambio, es cierta añadidura que a lo
sumo habrá de dejarse para el vulgo supersticioso. Quieren, además, que
sin restricción alguna se permitan los matrimonios mixtos de católicos y
acatólicos, sin preocuparse de la religión ni de solicitar el permiso
de la autoridad religiosa. Y luego, como una consecuencia necesaria, excusan los divorcios perfectos y alaban y fomentan las leyes civiles que favorecen la disolución del mismo vínculo matrimonial.
EL ACTO “CIVIL”, CONTRARIO A LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO
30.
Acerca del carácter religioso de todo matrimonio, y mucho más del
matrimonio cristiano, pocas palabras hemos aquí de añadir, puesto que
Nos remitimos a la Encíclica de León XIII que ya hemos citado repetidas
veces y expresamente hecho Nuestra, en la cual se trata prolijamente y
se defiende con graves razones cuanto hay que advertir sobre esta
materia. Pero creemos oportuno el repetir sólo algunos puntos.
A
la sola luz de la razón natural, y mucho mejor si se investigan los
vetustos monumentos de la historia, si se pregunta a la conciencia
constante de los pueblos, si se consultan las costumbres e instituciones
de todas las gentes, consta suficientemente que hay, aun en el
matrimonio natural, un algo sagrado y religioso, "no advenedizo, sino
ingénito; no procedente de los hombres, sino innato, puesto que el
matrimonio tiene a Dios por autor, y fue desde el principio como una
especial figura de la Encarnación del Verbo de Dios"[62]. Esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan estrechamente ligada con la religión y las cosas sagradas, se
deriva del origen divino arriba conmemorado; de su fin, que no es sino
el de engendrar y educar hijos para Dios y unir con Dios a los cónyuges
mediante un mutuo y cristiano amor; y, finalmente, del mismo natural
oficio del matrimonio, establecido, con providentísimo designio del
Creador, a fin de que fuera algo así como el vehículo de la vida, por el
que los hombres cooperan en cierto modo con la divina omnipotencia. A lo cual, por
razón del sacramento, debe añadirse un nuevo título de dignidad que
ennoblece extraordinariamente al matrimonio cristiano, elevándolo a tan
alta excelencia que para el Apóstol aparece como un misterio grande y en
todo honroso[63].
Este
carácter religioso del matrimonio, con su excelsa significación de la
gracia y la unión entre Cristo y la Iglesia, exige de los futuros
esposos una santa reverencia hacia el matrimonio cristiano y un cuidado y
celo también santos a fin de que el matrimonio que intentan contraer se
acerque, lo más posible, al prototipo de Cristo y de la Iglesia.
EL MATRIMONIO MIXTO, AMENAZA A LA SALVACIÓN ETERNA
31. Mucho
faltan en esta parte, y a veces con peligro de su eterna salvación,
quienes temerariamente y con ligereza contraen matrimonios mixtos, de
los que la Iglesia, basada en gravísimas razones, aparta con solicitud y
amor maternales a los suyos, como aparece por muchos documentos recapitulados en el canon del Código canónico, que establece lo siguiente: "La
Iglesia prohibe severísimamente, en todas partes, que se celebre
matrimonio entre dos personas bautizadas, de las cuales una sea católica
y la otra adscrita a una secta herética o cismática; y si hay peligro
de perversión del cónyuge católico y de la prole, el matrimonio está
además vedado por la misma ley divina"[64]. Y aunque
la Iglesia, a veces, según las diversas condiciones de los tiempos y
personas, llega a conceder la dispensa de estas severas leyes (salvo siempre el derecho divino, y alejado, en cuanto sea posible, con las convenientes cautelas, el peligro de perversión), difícilmente
sucederá que el cónyuge católico no reciba algún detrimento de tales
nupcias. De donde se origina con frecuencia que los descendientes se
alejen deplorablemente de la religión, o al menos, que vayan
inclinándose paulatinamente hacia la llamada indiferencia religiosa,
rayana en la incredulidad y en la impiedad. Además de que en
los matrimonios mixtos se hace más difícil aquella viva unión de almas,
que ha de imitar aquel misterio antes recordado, esto es, la arcana
unión de la Iglesia con Cristo.
Porque fácilmente
se echará de menos la estrecha unión de las almas, la cual, como nota y
distintivo de la Iglesia de Cristo, debe ser también el sello, decoro y
ornato del matrimonio cristiano; pues se puede romper, o al menos
relajar, el nudo que enlaza a las almas cuando hay disconformidad de
pareceres y diversidad de voluntades en lo más alto y grande que el
hombre venera, es decir, en las verdades y sentimientos religiosos.
De aquí el peligro de que languidezca el amor entre los cónyuges y,
consiguientemente, se destruya la paz y felicidad de la sociedad
doméstica, efecto principalmente de la unión de los corazones. Porque,
como ya tantos siglos antes había definido el antiguo Derecho romano:
"Matrimonio es la unión del marido y la mujer en la comunidad de toda la
vida, y en la comunidad del derecho divino y humano"[65].
EL DIVORCIO, RETORNO AL PAGANISMO
32. Pero lo
que impide, sobre todo, como ya hemos advertido, Venerables Hermanos,
esta reintegración y perfección del matrimonio que estableció Cristo
nuestro Redentor, es la facilidad que existe, cada vez más creciente,
para el divorcio. Más aún: los defensores del neopaganismo, no
aleccionados por la triste condición de las cosas, se desatan, con
acrimonia cada vez mayor, contra la santa indisolubilidad del matrimonio
y las leyes que la protegen, pretendiendo que se decrete la licitud del
divorcio, a fin de que una ley nueva y más humana sustituya a las leyes anticuadas y sobrepasadas.
Y suelen
éstos aducir muchas y varias causas del divorcio: unas, que llaman
subjetivas, y que tienen su raíz en el vicio o en la culpa de los
cónyuges; otras, objetivas, en la condición de las cosas; todo, en fin,
lo que hace más dura e ingrata la vida común. Y pretenden demostrar dichas causas, por muchas razones. En primer lugar, por el bien de ambos cónyuges, ya porque uno de los dos es inocente y por ello tiene derecho a separarse del culpable, ya porque es reo de crímenes y, por lo mismo también, se les ha de separar de una forzada y desagradable unión; después, por
el bien de los hijos, a quienes se priva de la conveniente educación, y
a quienes se escandaliza con las discordias muy frecuentes y otros
malos ejemplos de sus padres, apartándolos del camino de la virtud; finalmente, por
el bien común de la sociedad, que exige en primer lugar la desaparición
absoluta de los matrimonios que en modo alguno son aptos para el objeto
natural de ellos, y también que las leyes permitan la separación de los
cónyuges, tanto para evitar los crímenes que fácilmente se pueden temer
de la convivencia de tales cónyuges, como para impedir que aumente el
descrédito de los Tribunales de justicia y de la autoridad de las leyes,
puesto que los cónyuges, para obtener la deseada sentencia de divorcio,
perpetrarán de intento crímenes por los cuales pueda el juez disolver
el vínculo, conforme a las disposiciones de la ley, o mentirán y
perjurarán con insolencia ante dicho juez, que ve, sin embargo, la
verdad, por el estado de las cosas. Por esto
dicen que las leyes se deben acomodar en absoluto a todas estas
necesidades, una vez que han cambiado las condiciones de los tiempos,
las opiniones de los hombres y las costumbres e instituciones de los
pueblos: todas las cuales razones, ya consideradas en particular, ya,
sobre todo, en conjunto, demuestran con evidencia que por determinadas
causas se ha de conceder absolutamente la facultad del divorcio.
Con
mayor procacidad todavía pasan otros más adelante, llegando a decir que
el matrimonio, como quiera que sea un contrato meramente privado,
depende por completo del consentimiento y arbitrio privado de ambos
contrayentes, como sucede en todos los demás contratos privados; y por
ello, sostienen, ha de poder disolverse por cualquier motivo.
33. Pero también
contra todos estos desatinos, Venerables Hermanos, permanece en pie
aquella ley de Dios única e irrefrenable, confirmada amplísimamente por
Jesucristo: "No separe el hombre lo que Dios ha unido"[66];
ley que no pueden anular ni los decretos de los hombres, ni las
convenciones de los pueblos, ni la voluntad de ningún legislador. Que
si el hombre llegara injustamente a separar lo que Dios ha unido, su
acción sería completamente nula, pudiéndose aplicar en consecuencia lo
que el mismo Jesucristo aseguró con estas palabras tan claras:
"Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el
que se casa con la repudiada del marido, adultera"[67]. Y estas palabras de Cristo se refieren a cualquier matrimonio, aun al solamente natural y legítimo, pues
es propiedad de todo verdadero matrimonio la indisolubilidad, en virtud
de la cual la solución del vínculo queda sustraída al beneplácito de
las partes y a toda potestad secular.
No
hemos de echar tampoco en olvido el juicio solemne con que el Concilio
Tridentino anatematizó estas doctrinas: "Si alguno dijere que el vínculo
matrimonial puede desatarse por razón de herejía, o de molesta
cohabitación, o de ausencia afectada, sea anatema"[68], y "si
alguno dijere que yerra la Iglesia cuando, en conformidad con la
doctrina evangélica y apostólica, enseñó y enseña que no se puede
desatar el vínculo matrimonial por razón de adulterio de uno de los
cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio
causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva
el otro cónyuge, y que adultera tanto el que después de repudiar a la
adúltera se casa con otra, como la que, abandonando al marido, se casa
con otro, sea anatema"[69].
Luego, si
la Iglesia no erró ni yerra cuando enseñó y enseña estas cosas,
evidentemente es cierto que no puede desatarse el vínculo ni aun en el
caso de adulterio, y cosa clara es que mucho menos valen y en absoluto
se han de despreciar las otras tan fútiles razones que pueden y suelen
alegarse como causa de los divorcios.
34. Por
lo demás, las objeciones que, fundándose en aquellas tres razones,
mueven contra la indisolubilidad del matrimonio, se resuelven
fácilmente. Pues todos esos inconvenientes y todos esos peligros se
evitan concediendo alguna vez, en esas circunstancias extremas, la
separación imperfecta de los esposos, quedando intacto el vínculo, lo
cual concede con palabras claras la misma ley eclesiástica en los
cánones que tratan de la separación del tálamo, de la mesa y de la
habitación[70]. Y toca a las leyes sagradas y, a lo menos
también en parte, a las civiles, en cuanto a los efectos y razones
civiles se refiere, determinar las causas y condiciones de esta
separación, y juntamente el modo y las cautelas con las cuales se provea
a la educación de los hijos y a la incolumidad de la familia, y se
eviten, en lo posible, todos los peligros que amenazan tanto al cónyuge
como a los hijos y a la misma sociedad civil.
Asimismo,
todo lo que se suele aducir, y más arriba tocamos, para probar la
firmeza indisoluble del matrimonio, todo y con la misma fuerza lógica
excluye, no ya sólo la necesidad sino también la facultad de
divorciarse, así como la falta de poder en cualquier magistrado para
concederla, de donde tantos cuantos son los beneficios que reporta la
indisolubilidad, otros tantos son los perjuicios que ocasiona el
divorcio, perniciosísimos todos, así para los individuos como para la
sociedad.
Y, valiéndonos
una vez más de la doctrina de Nuestro Predecesor, apenas hay necesidad
de decir que tanta es la cosecha de males del divorcio cuanto inmenso el
cúmulo de beneficios que en sí contiene la firmeza indisoluble del
matrimonio. De una parte, contemplamos los matrimonios protegidos y
salvaguardados por el vínculo inviolable; de otra parte, vemos que los
mismos pactos matrimoniales resultan inestables o están expuestos a
inquietantes sospechas, ante la perspectiva de la posible separación de
los cónyuges o ante los peligros que se ofrecen de divorcio.
De una parte, el mutuo afecto y la comunión de bienes admirablemente
consolidada; de la otra, lamentablemente debilitada a causa de la misma
facultad que se les concede para separarse. De
la una, la fidelidad casta de los esposos encuentra conveniente defensa;
de la otra, se suministra a la infidelidad perniciosos incentivos. De
la una, quedan atendidos con eficacia el reconocimiento, protección y
educación de los hijos; de la otra, reciben gravísimos quebrantos.
De la una, se evitan múltiples disensiones entre los parientes y
familias; de la otra, se presentan frecuentes ocasiones de división. De
la una, más fácilmente se sofocan las semillas de la discordia; de la
otra, más copiosa y extensamente se siembran. De
la una, vemos felizmente reintegrada y restablecida, en especial, la
dignidad y oficio de la mujer, tanto en la sociedad doméstica como en la
civil; de la otra, indignamente rebajada, pues que se expone a la
esposa al peligro "de ser abandonada, una vez que ha servido al deleite
del marido"[71].
Y porque, para concluir con las palabras gravísimas de León XIII, "nada
contribuye tanto a destruir las familias y a arruinar las naciones como
la corrupción de las costumbres, fácilmente se echa de ver cuánto se
oponen a la prosperidad de la familia y de la sociedad los divorcios,
que nacen de la depravación moral de los pueblos, y que, como atestigua
la experiencia, franquean la puerta y conducen a las más relajadas
costumbres en la vida pública y privada. Sube de punto la gravedad de estos males si se considera que, una
vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno alguno que
pueda contenerla dentro de los límites definidos o de los antes
señalados. Muy grande es la fuerza de los ejemplos, pero mayor es la de
las pasiones; con estos incentivos tiene que suceder que el capricho de
divorciarse, cundiendo cada día más, inficione a muchas almas como una
enfermedad contagiosa o como torrente que se desborda, rotos todos los
obstáculos"[72].
Por consiguiente, como en la misma Encíclica se lee: "Mientras
esos modos de pensar no varíen, han de temer sin cesar, lo mismo las
familias que la sociedad humana, el peligro de ser arrastrados por una
ruina y peligro universal"[73].
La
cada día creciente corrupción de costumbres y la inaudita depravación
de la familia que reina en las regiones en las que domina plenamente el
comunismo, confirman claramente la gran verdad del anterior vaticinio
pronunciado hace ya cincuenta años.
PARTE III. LA RESTAURACIÓN CRISTIANA DEL MATRIMONIO
35.
Llenos de veneración, hemos admirado hasta aquí, Venerables Hermanos,
cuanto en orden al matrimonio ha establecido el Creador y Redentor de
los hombres, lamentando al mismo tiempo que designios tan amorosos de la
divina bondad se vean defraudados y tan frecuentemente conculcados en
nuestros días por las pasiones, errores y vicios de los hombres. Es,
pues, muy natural que volvamos ahora Nuestros ojos con paternal
solicitud en busca de los remedios oportunos mediante los cuales
desaparezcan los perniciosísimos abusos que hemos enumerado y recobre el
matrimonio la reverencia que le es debida.
Para lo cual Nos
parece conveniente, en primer lugar, traer a la memoria aquel dictamen
que en la sana filosofía y, por lo mismo, en la teología sagrada es
solemne, según el cual todo lo que se ha desviado de la rectitud no
tiene otro camino para tornar al primitivo estado exigido por su
naturaleza sino volver a conformarse con la razón divina que (como enseña el Doctor Angélico)[74] es el ejemplar de toda rectitud.
Por lo cual, Nuestro Predecesor León XIII, de santa memoria, con razón argüía a los naturalistas con estas gravísimas palabras: "La
ley ha sido providentemente establecida por Dios de tal modo, que las
instituciones divinas y naturales se nos hagan más útiles y saludables
cuanto más permanecen íntegras e inmutables en su estado nativo, puesto que
Dios, autor de todas las cosas, bien sabe qué es lo que más conviene a
su naturaleza y conservación, y todas las ordenó de tal manera, con su
inteligencia y voluntad, que cada una ha de obtener su fin de un modo
conveniente. Y si la audacia y la
impiedad de los hombres quisieran torcer y perturbar el orden de las
cosas, con tanta providencia establecido, entonces lo mismo que ha sido
tan sabia y provechosamente determinado, empezará a ser obstáculo y
dejará de ser útil, sea porque pierda con el cambio su condición de
ayuda, sea porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y temeridad de
los hombres"[75].
a) PLAN DIVINO
36. Es
necesario, pues, que todos consideren atentamente la razón divina del
matrimonio y procuren conformarse con ella, a fin de restituirlo al
debido orden.
Mas como
a esta diligencia se opone principalmente la fuerza de la pasión
desenfrenada, que es en realidad la razón principal por la cual se falta
contra las santas leyes del matrimonio y como el hombre no puede
sujetar sus pasiones si él no se sujeta antes a Dios, esto es lo que
primeramente se ha de procurar, conforme al orden establecido por Dios. Porque es ley constante que quien
se sometiere a Dios conseguirá refrenar, con la gracia divina, sus
pasiones y su concupiscencia; mas quien fuere rebelde a Dios tendrá que
dolerse al experimentar que sus apetitos desenfrenados le hacen guerra
interior.
San Agustín expone de este modo con cuánta sabiduría se haya esto así establecido: "Es
conveniente —dice— que el inferior se sujete al superior; que aquel que
desea se le sujete lo que es inferior se someta él a quien le es
superior. ¡Reconoce el orden, busca la paz! ¡Tú a Dios; la carne a ti!
¿Qué más justo? ¿Qué más bello? Tú al mayor, y el menor a ti; sirve tú a
quien te hizo, para que te sirva lo que se hizo para ti.
Pero, cuidado: no reconocemos, en verdad, ni recomendamos este orden: ¡A
ti la carne y tú a Dios!, sino: ¡Tú a Dios y a ti la carne! Y
si tú desprecias lo primero, es decir, Tú a Dios, no conseguirás lo
segundo, esto es, la carne a ti. Tú, que no obedeces al Señor, serás
atormentado por el esclavo"[76].
Y el
mismo bienaventurado Apóstol de las Gentes, inspirado por el Espíritu
Santo, atestigua también este orden, pues, al recordar a los antiguos
sabios, que, habiendo más que suficientemente conocido al Autor de todo
lo creado, tuvieron a menos el adorarle y reverenciarle, dice: "Por
lo cual les entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, de
tal manera que deshonrasen ellos mismos sus propios cuerpos y añade aún:
por esto les entregó Dios al juego de sus pasiones"[77]. Porque "Dios resiste a los soberbios y da a los humildes la gracia"[78], sin la cual, como enseña el mismo Apóstol, "el hombre es incapaz de refrenar la concupiscencia rebelde"[79].
b) PIEDAD NECESARIA
37. Luego
si de ninguna manera se pueden refrenar, como se debe, estos ímpetus
indomables, si el alma primero no rinde humilde obsequio de piedad y
reverencia a su Creador, es ante todo y muy necesario que quienes se
unen con el vínculo santo del matrimonio estén animados por una piedad
íntima y sólida hacia Dios, la cual informe toda su vida y llene su
inteligencia y su voluntad de un acatamiento profundo hacia la suprema
Majestad de Dios.
Obran,
pues, con entera rectitud y del todo conformes a las normas del sentido
cristiano aquellos pastores de almas que, para que no se aparten en el
matrimonio de la divina ley, exhortan en primer lugar a los cónyuges a
los ejercicios de piedad, a entregarse por completo a Dios, a implorar
su ayuda continuamente, a frecuentar los sacramentos, a mantener y
fomentar, siempre y en todas las cosas, sentimientos de devoción y de
piedad hacia Dios.
Pero gravemente
se engañan los que creen que, posponiendo o menospreciando los medios
que exceden a la naturaleza, pueden inducir a los hombres a imponer un
freno a los apetitos de la carne con el uso exclusivo de los inventos de
las ciencias naturales (como la biología, la investigación de la transmisión hereditaria, y otras similares). Lo cual no
quiere decir que se hayan de tener en poco los medios naturales,
siempre que no sean deshonestos; porque uno mismo es el autor de la
naturaleza y de la gracia, Dios, el cual ha destinado los bienes de
ambos órdenes para que sirvan al uso y utilidad de los hombres.
Pueden y deben, por lo tanto, los fieles ayudarse también de los medios
naturales. Pero yerran los que opinan que bastan los mismos para
garantizar la castidad del estado conyugal, o les atribuyen más eficacia
que al socorro de la gracia sobrenatural.
c) SUMISIÓN A LA IGLESIA
38. Pero
esta conformidad de la convivencia y de las costumbres matrimoniales
con las leyes de Dios, sin la cual no puede ser eficaz su restauración,
supone que todos pueden discernir con facilidad, con firme certeza y sin
mezcla de error, cuáles son esas leyes. Ahora bien;
no hay quien no vea a cuántos sofismas se abriría camino y cuántos
errores se mezclarían con la verdad si a cada cual se dejara examinarlas
tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese confiada a
la privada interpretación de la verdad revelada. Y si esto
vale para muchas otras verdades del orden moral, particularmente se ha
de proclamar en las que se refieren al matrimonio, donde el deleite
libidinoso fácilmente puede imponerse a la frágil naturaleza humana,
engañándola y seduciéndola; y esto tanto más cuanto que, para observar
la ley divina, los esposos han de hacer a veces sacrificios difíciles y
duraderos, de los cuales se sirve el hombre frágil, según consta por la
experiencia, como de otros tantos argumentos para excusarse de cumplir
la ley divina.
Por
todo lo cual, a fin de que ninguna ficción ni corrupción de dicha ley
divina, sino el verdadero y genuino conocimiento de ella ilumine el
entendimiento de los hombres y dirija sus costumbres, es menester que
con la devoción hacia Dios y el deseo de servirle se junte una humilde y
filial obediencia para con la Iglesia. Cristo nuestro Señor mismo
constituyó a su Iglesia maestra de la verdad, aun en todo lo que se
refiere al orden y gobierno de las costumbres, por más que muchas de
ellas estén al alcance del entendimiento humano. Porque así como Dios vino en auxilio de la razón humana por medio de la revelación,
a fin de que el hombre, aun en la actual condición en que se encuentra,
"pueda conocer fácilmente, con plena certidumbre y sin mezcla de
error"[80], las mismas verdades naturales que tienen por objeto la
religión y las costumbres, así, y para idéntico
fin, constituyó a su Iglesia depositaria y maestra de todas las
verdades religiosas y morales; por lo tanto, obedezcan los fieles y
rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su
entendimiento se vea inmune del error y libres de corrupción sus
costumbres; obediencia que se ha de extender, para gozar plenamente del
auxilio tan liberalmente ofrecido por Dios, no sólo a las definiciones
solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las
Constituciones o Decretos en que se reprueban y condenan ciertas
opiniones como peligrosas y perversas[81].
d) EDUCAR Y AYUDAR
39. Tengan,
por lo tanto, cuidado los fieles cristianos de no caer en una exagerada
independencia de su propio juicio y en una falsa autonomía de la razón,
incluso en ciertas cuestiones que hoy se agitan acerca del matrimonio.
Es muy impropio de todo verdadero cristiano confiar con tanta osadía en
el poder de su inteligencia, que únicamente preste asentimiento a lo
que conoce por razones internas; creer que la Iglesia,
destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, no está
bien enterada de las condiciones y cosas actuales; o limitar su
consentimiento y obediencia únicamente a cuanto ella propone por medio
de las definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de
aquélla pudieran ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y
honestidad. Por lo contrario, es propio de
todo verdadero discípulo de Jesucristo, sea sabio o ignorante, dejarse
gobernar y conducir, en todo lo que se refiere a la fe y a las
costumbres, por la santa madre Iglesia, por su supremo Pastor el Romano Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor nuestro.
Debiéndose,
pues, ajustar todas las cosas a la ley y a las ideas divinas, para que
se obtenga la restauración universal y permanente del matrimonio, es de
la mayor importancia que se instruya bien sobre el mismo a los fieles; y
esto de palabra y por escrito, no rara vez y superficialmente, sino a
menudo y con solidez, con razones profundas y claras, para conseguir de
este modo que esta verdades rindan las inteligencias y penetren hasta lo
íntimo de los corazones. Sepan y mediten con frecuencia cuán
grande sabiduría, santidad y bondad mostró Dios hacia los hombres,
tanto al instituir el matrimonio como al protegerlo con leyes sagradas; y
mucho más al elevarlo a la admirable dignidad de sacramento, por la
cual se abre a los esposos cristianos tan copiosa fuente de gracias,
para que casta y fielmente realicen los elevados fines del matrimonio,
en provecho propio y de sus hijos, de toda la sociedad civil y de la
humanidad entera.
40. Y ya
que los nuevos enemigos del matrimonio trabajan con todas sus fuerzas,
lo mismo de palabra que con libros, folletos y otros mil medios, para
pervertir las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la
castidad matrimonial y enaltecer los vicios más inmundos, con mucha más
razón vosotros, Venerables Hermanos, a quienes "el Espíritu
Santo ha instituido Obispos, para regir la Iglesia de Dios, que ha
ganado El con su propia sangre"[82], debéis
hacer cuanto esté de vuestra parte, ya por vosotros mismos y por
vuestros sacerdotes, ya también por medio de seglares oportunamente
escogidos entre los afiliados a la Acción Católica, tan vivamente por Nos deseada y recomendada como auxiliar del apostolado jerárquico, a
fin de que, poniendo en juego todos los medios razonables,
contrapongáis al error la verdad, a la torpeza del vicio el resplandor
de la castidad, a la servidumbre de las pasiones la libertad de los
hijos de Dios, a la inicua facilidad de los divorcios la perenne
estabilidad del verdadero amor matrimonial y de la inviolable fidelidad,
hasta la muerte, en el juramento prestado. Así los fieles rendirán con
toda el alma incesantes gracias a Dios por haberles ligado con sus
preceptos y haberles movido suavemente a rehuir en absoluto la idolatría
de la carne y la servidumbre innoble a que les sujetaría el placer[83]. Asimismo, mirarán
con terror y con diligencia suma evitarán aquellas nefandas opiniones
que, para deshonor de la dignidad humana, se divulgan en nuestros días,
mediante la palabra y la pluma, con el nombre de perfecto matrimonio, y
que hacen de semejante matrimonio perfecto no otra cosa que un
matrimonio depravado, como se ha dicho con toda justicia y razón.
LA “EDUCACIÓN FISIOLÓGICA”, CONDENADA
41. Esta
saludable instrucción y educación religiosa sobre el matrimonio
cristiano dista mucho de aquella exagerada educación fisiológica, por
medio de la cual algunos reformadores de la vida conyugal pretenden hoy
auxiliar a los esposos, hablándoles de aquellas materias fisiológicas
con las cuales, sin embargo, aprenden más bien el arte de pecar con
refinamiento que la virtud de vivir castamente.
Por lo cual hacemos Nuestras con sumo agrado, Venerables Hermanos, aquellas palabras que Nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, dirigía a los Obispos de todo el orbe en su Encíclica sobre el matrimonio cristiano: "Procurad,
con todo el esfuerzo y toda la autoridad que podáis, conservar en los
fieles, encomendados a vuestro cuidado, íntegra e incorrupta la doctrina
que nos han comunicado Cristo Señor nuestro y los Apóstoles,
intérpretes de la voluntad divina, y que la Iglesia Católica
religiosamente ha conservado, imponiendo en todos los tiempos su
cumplimiento a todos los cristianos"[84].
“VIVIR EL SACRAMENTO”
42. Mas,
como ni aun la mejor instrucción comunicada por medio de la Iglesia,
por muy buena que sea, basta, ella sola, para conformar de nuevo el
matrimonio con la ley de Dios, a la instrucción de la inteligencia es
necesario añadir, por parte de los cónyuges, una voluntad firme y
decidida de guardar las leyes santas que Dios y la naturaleza han
establecido sobre el matrimonio. Sea cual fuere lo que otros, ya de palabra, ya por escrito, quieran afirmar y propagar, se
decreta y sanciona para los cónyuges lo siguiente, a saber, que en todo
lo que al matrimonio se refiere se sometan a las disposiciones divinas:
en prestarse mutuo auxilio, siempre con caridad; en guardar la
fidelidad de la castidad; en no atentar jamás contra la indisolubilidad
del vínculo; en usar los derechos adquiridos por el matrimonio, siempre
según el sentido y piedad cristiana, sobre todo al principio
del matrimonio, a fin de que, si las circunstancias exigiesen después la
continencia, les sea más fácil guardarla a cualquiera de los dos, una
vez ya acostumbrados a ella.
Mucho
les ayudará para conseguir, conservar y poner en práctica esta voluntad
decidida, la frecuente consideración de su estado y el recuerdo siempre
vivo del Sacramento recibido. Recuerden siempre que para la dignidad y
los deberes de dicho estado han sido santificados y fortalecidos con un
sacramento peculiar, cuya eficacia persevera siempre, aun cuando no
imprima carácter.
A este fin mediten estas palabras verdaderamente consoladoras del santo cardenal Roberto Belarmino, el cual, con otros teólogos de gran nota, así piensa y escribe: "Se
puede considerar de dos maneras el sacramento del matrimonio: o
mientras se celebra, o en cuanto permanece después de su celebración.
Porque este sacramento es como la Eucaristía que no solamente es
sacramento mientras se confecciona: pues mientras viven los cónyuges, su
sociedad es siempre el Sacramento de Cristo y de la Iglesia"[85].
Mas para
que la gracia del mismo produzca todo su efecto, como ya hemos
advertido, es necesaria la cooperación de los cónyuges, y ésta consiste
en que con trabajo y diligencia sinceramente procuren cumplir sus
deberes, poniendo todo el empeño que esté de su parte. Pues así como
en el orden natural para que las fuerzas que Dios ha dado desarrollen
todo su vigor es necesario que los hombres apliquen su trabajo y su
industria, pues si faltan éstos jamás se obtendrá provecho alguno, así
también las fuerzas de la gracia que, procedentes del sacramento, yacen
escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado
propio y el propio trabajo de los hombres. No desprecien, por lo tanto, los esposos la gracia propia del sacramento que hay en ellos[86]; porque
después de haber emprendido la constante observancia de sus
obligaciones, aunque sean difíciles, experimentarán cada día con más
eficacia, en sí mismos, la fuerza de aquella gracia.
Y si
alguna vez se ven oprimidos más gravemente por trabajos de su estado y
de su vida, no decaigan de ánimo, sino tengan como dicho de alguna
manera para sí lo que el apóstol San Pablo, hablando del sacramento del
Orden, escribía a Timoteo, su discípulo queridísimo, que estaba muy agobiado por trabajos y sufrimientos: "Te amonesto que resucites la gracia de Dios que hay en ti, la cual te fue dada por la imposición de mis manos. Pues no nos dio el Señor espíritu de temor, sino de virtud, de amor y de sobriedad"[87].
“PREPARACIÓN”
43. Todo esto, Venerables Hermanos, depende, en gran parte, de la debida preparación para el matrimonio, ya próxima ya remota. Pues no
puede negarse que tanto el fundamento firme del matrimonio feliz como
la ruina el desgraciado se preparan y se basan, en los jóvenes de ambos
sexos, ya desde su infancia y de su juventud. Y así ha
de temerse que quienes antes del matrimonio sólo se buscaron a sí
mismos y a sus cosas, y condescendieron con sus deseos aun cuando fueran
impuros, sean en el matrimonio cuales fueron antes de contraerlo, es
decir, que cosechen lo que sembraron[88]; o sea, tristeza en
el hogar doméstico, llanto, mutuo desprecio, discordias, aversiones,
tedio de la vida común, y, lo que es peor, encontrarse a sí mismos
llenos de pasiones desenfrenadas.
Acérquense,
pues, los futuros esposos, bien dispuestos y preparados, al estado
matrimonial, y así podrán ayudarse mutuamente, como conviene, en las
circunstancias prósperas y adversas de la vida, y, lo que vale más aún,
conseguir la vida eterna y la formación del hombre interior hasta la
plenitud de la edad de Cristo[89]. Esto les
ayudará también para que en orden a sus queridos hijos, se conduzcan
como quiso Dios que los padres se portasen con su prole; es decir, que
el padre sea verdadero padre y la madre verdadera madre; de suerte que
por su amor piadoso y por sus solícitos cuidados, la casa paterna,
aunque colocada en este valle de lágrimas y quizás oprimida por dura
pobreza, sea una imagen de aquel paraíso de delicias en el que colocó el
Creador del género humano a nuestros primeros padres. De aquí resultará que puedan hacer a los hijos hombres perfectos y perfectos cristianos, al
imbuirles el genuino espíritu de la Iglesia Católica y al infiltrarles,
además, aquel noble afecto y amor a la patria que la gratitud y la
piedad del ánimo exigen.
“CONCURSO INDIVIDUAL”
44. Y así, lo
mismo quienes tienen intención de contraer más tarde el sano
matrimonio, que quienes se dedican a la educación de la juventud, tengan
muy en cuenta tal porvenir, lo preparen alegre e impidan que sea
triste, recordando lo que advertíamos en Nuestra Encíclica sobre la
educación: "Es, pues, menester corregir
las inclinaciones desordenadas, fomentar y ordenar las buenas desde la
más tierna infancia, y sobre todo hay que iluminar el entendimiento y
fortalecer la voluntad con las verdades sobrenaturales y los medios de
la gracia, sin la cual no es posible dominar las perversas inclinaciones
y alcanzar la debida perfección educativa de la Iglesia, perfecta y
completamente dotada por Cristo de la doctrina divina y de los
sacramentos, medios eficaces de la gracia"[90].
A la preparación próxima de un buen matrimonio pertenece de una manera especial la diligencia en la elección del consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad o la infelicidad del futuro matrimonio, ya
que un cónyuge puede ser al otro de gran ayuda para llevar la vida
conyugal cristianamente, o, por lo contrario, crearle serios peligros y
dificultades. Para que no padezcan, pues, por toda la vida
las consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los
que deseen casarse antes de elegir la persona con la que han de convivir
para siempre; y en esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del matrimonio: en
orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en
orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a la sociedad
humana y civil, que nace del matrimonio como de su propia fuente. Imploren con fervor el auxilio divino para que elijan
según la prudencia cristiana, no llevados por el ímpetu ciego y sin
freno de la pasión, ni solamente por razones de lucro o por otro motivo
menos noble, sino guiados por un amor recto y verdadero y por un afecto
leal hacia el futuro cónyuge, buscando en el matrimonio, precisamente,
aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido. No dejen, en fin, de pedir
para dicha elección el prudente y tan estimable consejo de sus padres, a
fin de precaver, con el auxilio del conocimiento más maduro y de la
experiencia que ellos tienen en las cosas humanas, toda equivocación
perniciosa y para conseguir también más copiosa la bendición divina
prometida a los que guardan el cuarto mandamiento: "Honra a
tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento en la promesa) para
que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra"[91].
PREVISIONES SOCIALES
45. Y,
porque con frecuencia el cumplimiento perfecto de los mandamientos de
Dios y la honestidad del matrimonio se ven expuestos a grandes
dificultades, cuando los cónyuges sufran con las angustias de la vida
familiar y la escasez de bienes temporales, será necesario atender a
remediarles, en estas necesidades, del modo que mejor sea posible.
Para lo cual hay
que trabajar, en primer término, con todo empeño, a fin de que la
sociedad civil, como sabiamente dispuso Nuestro predecesor León XIII[92], establezca
un regimen económico y social en el que los padres de familia puedan
ganar y procurarse lo necesario para alimentarse a sí mismos, a la
esposa y a los hijos, según las diversas condiciones sociales y locales,
"pues el que trabaja merece su recompensa"[93]. Negar ésta o
disminuirla más de lo debido es gran injusticia y, según las Sagradas
Escrituras, un grandísimo pecado[94]; como tampoco es lícito establecer
salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias y los tiempos,
no sean suficientes para alimentar a la familia.
Procuren,
sin embargo, los cónyuges, ya mucho tiempo antes de contraer
matrimonio, prevenir o disminuir al menos las dificultades materiales; y
cuiden los doctos de enseñarles el modo de conseguir esto con eficacia y
dignidad. Y, en caso de que no se basten a sí solos,
fúndense asociaciones privadas o públicas con que se pueda acudir al
socorro de sus necesidades vitales[95].
46. Cuando
con todo esto no se lograse cubrir los gastos que lleva consigo una
familia, mayormente cuando ésta es numerosa o dispone de medios
reducidos, exige el amor cristiano que supla la caridad las deficiencias
del necesitado, que los ricos en primer lugar presten su ayuda a los
pobres, y que cuantos gozan de bienes superfluos no los malgasten o
dilapiden, sino que los empleen en socorrer a quienes carecen de lo
necesario. Todo el que se desprenda de sus bienes en favor de
los pobres recibirá muy cumplida recompensa en el día del último
juicio; pero los que obraren en contrario tendrán el castigo que se
merecen[96], pues no es vano el aviso del Apóstol cuando dice: "Si
alguien tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad,
cierra las entrañas para no compadecerse de él, ¿cómo es posible que en
él resida la caridad de Dios?"[97].
e) DEBER DEL PODER PÚBLICO
47. No
bastando los subsidios privados, toca a la autoridad pública suplir los
medios de que carecen los particulares en negocio de tanta importancia
para el bien público, como es el que las familias y los cónyuges se
encuentren en la condición que conviene a la naturaleza humana.
ASISTENCIA
Porque si
las familias, sobre todo las numerosas, carecen de domicilio
conveniente; si el varón no puede procurarse trabajo y alimentos; si los
artículos de primera necesidad no pueden comprarse sino a precios
exagerados; si las madres, con gran detrimento de la vida doméstica, se
ven obligadas a ganar el sustento con su propio trabajo; si a éstas les
faltan, en los ordinarios y aun extraordinarios trabajos de la
maternidad, los alimentos y medicinas convenientes, el médico experto,
etc., todos entendemos cuánto se deprimen los ánimos de los cónyuges,
cuán difícil se les hace la convivencia doméstica y el cumplimiento de
los mandamientos de Dios, y también a qué grave riesgo se exponen la
tranquilidad pública y la salud y la vida de la misma sociedad civil,
si llegan estos hombres a tal grado de desesperación, que, no teniendo
nada que perder, creen que podrán recobrarlo todo con una violenta
perturbación social.
Consiguientemente, los
gobernantes no pueden descuidar estas materiales necesidades de los
matrimonios y de las familias sin dañar gravemente a la sociedad y al
bien común; deben, pues, tanto cuando legislan como cuando se trata de
la imposición de los tributos, tener especial empeño en remediar la
penuria de las familias necesitadas; considerando esto como uno de los
principales deberes de su autoridad.
Con
ánimo dolorido contemplamos cómo, no raras veces, trastrocando el recto
orden, fácilmente se prodigan socorros oportunos y abundantes a la
madre y a la prole ilegítima (a quienes también es necesario socorrer,
aun por la sola razón de evitar mayores males), mientras se niegan o no
se conceden sino escasamente, y como a la fuerza, a la madre y a los
hijos de legítimo matrimonio.
GARANTÍAS MORALES
48. Pero no
sólo en lo que atañe a los bienes temporales importa, Venerables
Hermanos, a la autoridad pública, que esté bien constituido el
matrimonio y la familia, sino también en lo que se refiere al provecho
que se ha de llamar propio de las almas, o sea en que se den leyes
justas relativas a la fidelidad conyugal, al mutuo auxilio de los
esposos y a cosas semejantes, y que se cumplan fielmente;
porque, como comprueba la historia, la salud de la república y la
felicidad de los ciudadanos no puede quedar defendida y segura si vacila
el mismo fundamento en que se basa, que es la rectitud del orden moral y
si está cegada por vicios de los ciudadanos la fuente donde se origina
la sociedad, es decir, el matrimonio y la familia.
Ahora
bien; para conservar el orden moral no bastan ni las penas y recursos
externos de la sociedad, ni la belleza de la virtud, y su necesidad,
sino que se requiere una autoridad religiosa que ilumine nuestro
entendimiento con la luz de la verdad, y dirija la voluntad y fortalezca
la fragilidad humana con los auxilios de la divina gracia; pero esa
autoridad sólo es la Iglesia, instituida por Cristo nuestro Señor. Y así encarecidamente exhortamos
en el Señor a todos los investidos con la suprema potestad civil a que
procuren y mantengan la concordia y amistad con la misma Iglesia de
Cristo, para que, mediante la cooperación diligente de ambas potestades,
se destierren los gravísimos males que amenazan tanto a la Iglesia como
a la sociedad, si penetran en el matrimonio y en la familia tan
procaces libertades.
49. Mucho
pueden favorecer la leyes civiles a este oficio gravísimo de la
Iglesia, teniendo en cuenta en sus disposiciones lo que ha establecido
la ley divina y eclesiástica y castigando a los que las quebrantaren.
No faltan, en efecto, quienes creen que lo que las leyes civiles
permiten o no castigan es también lícito según la ley moral; ni quienes
lo pongan por obra, no obstante la oposición de la conciencia, ya que no
temen a Dios y nada juzgan deber temer de las leyes humanas, causando
así no pocas veces su propia ruina y la de otros muchos.
Ni
a la integridad ni a los derechos de la sociedad puede venir peligro o
menoscabo de esta unión con la Iglesia; toda sospecha y todo temor
semejante es vano y sin fundamento, lo cual ya dejó bien probado León XIII: "Nadie duda —afirma—
que el Fundador de la Iglesia, Jesucristo, haya querido que la potestad
sagrada sea distinta de la potestad civil y que tenga cada una libertad
y facilidad para desempeñar su cometido; pero con esta añadidura, que
conviene a las dos e interesa a todos los hombres que haya entre ellas
unión y concordia... Pues si la potestad civil va en pleno acuerdo con
la Iglesia, por fuerza ha de seguirse utilidad grande para las dos.
La dignidad de una se enaltece, y, si la religión va delante, su
gobierno será siempre justo; a la otra se le ofrecen auxilios de tutela y
defensa encaminados al bien público de los fieles"[98].
Y,
para aducir ejemplo claro y de actualidad, sucedió esto conforme al
orden debido y enteramente según la ley de Cristo, cuando en el
Concordato solemne entre la Santa Sede y el Reino de Italia, felizmente
llevado a cabo, se estableció un convenio pacífico y una cooperación
también amistosa en orden a los matrimonios, como correspondía a la
historia gloriosa de Italia y a los sagrados recuerdos de la antigüedad.
Y así se lee como decretado en el Tratado de Letrán: "La
nación italiana, queriendo restituir al matrimonio, que es la base de
la familia, una dignidad que está en armonía con las tradiciones de su
pueblo, reconoce efectos civiles al sacramento del Matrimonio que se
conforme con el derecho canónico"[99]; a la cual norma fundamental se añadieron, después, otras determinaciones de aquel mutuo acuerdo.
Esto
puede a todos servir de ejemplo y argumento de que también en nuestra
edad (en la que por desgracia tanto se predica la separación absoluta de
la autoridad civil, no ya sólo de la Iglesia, sino aun de toda
religión) pueden los dos poderes supremos, mirando a su propio bien y al
bien común de la sociedad, unirse y pactar amigablemente, sin lesión
alguna de los derechos y de la potestad de ambos, y de común acuerdo
velar por el matrimonio, a fin de apartar de las familias cristianas
peligros tan funestos y una ruina ya inminente.
VIDA CRISTIANA
50. Queremos,
pues, Venerables Hermanos, que todo lo que, movidos por solicitud
pastoral, acabamos de considerar con vosotros, lo difundáis con
amplitud, siguiendo las normas de la prudencia cristiana, entre todos
Nuestros amados hijos confiados a vuestros cuidados inmediatos, entre
todos cuantos sean miembros de la gran familia cristiana; a
fin de que conozcan todos perfectamente la verdadera doctrina acerca del
matrimonio, se aparten con diligencia de los peligros preparados por
los pregoneros del error, y, sobre todo, "para
que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivan sobria,
justa y religiosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada
esperanza y la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro,
Jesucristo"[100].
SÚPLICA Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
51. Haga Dios Padre Omnipotente, del cual es nombrada toda paternidad en los cielos y en la tierra[101], que robustece a los débiles y da fuerzas a los tímidos y pusilánimes; haga nuestro Señor y Redentor Jesucristo, fundador y perfeccionador de los venerables sacramentos[102], que quiso y determinó que el matrimonio fuese una mística imagen de su unión inefable con la Iglesia; haga
el Espíritu Santo, Dios Caridad, lumbre de los corazones y vigor de los
espíritus, que cuanto en esta Nuestra Encíclica hemos expuesto acerca
del santo sacramento del Matrimonio, sobre la ley y voluntad
admirables de Dios en lo que a él se refiere, sobre los errores y
peligros que los amenazan y sobre los remedios con que se les puede
combatir, lo impriman todos en su inteligencia, lo acaten en su voluntad
y, con la gracia divina, lo pongan por obra, para
que así la fecundidad consagrada al Señor, la fidelidad inmaculada, la
firmeza inquebrantable, la profundidad del sacramento y la plenitud de
las gracias vuelvan a florecer y cobrar nuevo vigor en los matrimonios
cristianos.
Y
para que Dios Nuestro Señor, autor de toda gracia, cuyo es todo querer y
obrar[103], se digne conceder todo ello según la grandeza de su
benignidad y de su omnipotencia, mientras con instancia elevamos
humildemente Nuestras preces al trono de su gracia, os damos, Venerables
Hermanos, a vosotros, al Clero y al pueblo confiado a los constantes
desvelos de vuestra vigilancia, la Bendición Apostólica, prenda de la
bendición copiosa de Dios Omnipotente.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre del año 1930, año noveno de Nuestro Pontificado. PÍO XI.
NOTAS
[1] Eph. 5, 32
[2] Enc. Arcanum 10 febr. 1880.
[3] Gen. 1, 27-28; 2, 22-23; Mat. 19, 3 ss.; Eph. 5, 23 ss.
[4] Conc. Trid. sess. 24.
[5] Cf. C.I.C. c. 1081, §2.
[6] Ibid. c. 1081,§1.
[7] Santo Tomás, Suma Teológica III Suplem.q. 49 a. 3.
[8] Enc. Rerum novarum 15 de mayo de 1891.
[9] Gen. 1, 28.
[10] Enc. Ad salutem 20 de abril de 1930.
[11] S. Aug. De bono coniug. 24, 32.
[12] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[13] Gen. 1, 28.
[14] 1 Tim. 5, 14.
[15] S. Aug. De bono coniug. 24, 32.
[16] Cf. 1 Cor. 2, 9.
[17] Cf. Eph. 2, 19.
[18] Io. 16, 21.
[19] Enc. Divini illius Magistri 31 de diciembre de. 1929.
[20] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[21] C.I.C. c. 1013, §1.
[22] Conc. Trid., sess. 24.
[23] Mat. 5, 28.
[24] Cf. Decr. S. Off., 2 mar. 1679, prop. 50.
[25] Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19.
[26] Catech. Rom. 2, 8, 24.
[27] Cf. S. Greg. M. Homil. 30 in Evang. (Io. 14, 23-31), n. 1.
[28] Mat. 22, 40.
[29] Cf. Cateches. Rom. 2, 8, 13.
[30] 1 Cor. 7, 3.
[31] Eph. 5, 22-23.
[32] Enc. Arcanum.
[33] Mat. 19, 6.
[34] Luc. 16, 18.
[35] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[36] Pius VI Rescript. ad Episc. Agriens. 11de julio de 1789.
[37] Eph. 5, 32.
[38] S. Aug. De nupt. et concup. 1, 10.
[39] 1 Cor. 13, 8.
[40] Conc. Trid. sess. 24.
[41] Ibid.
[42] C.I.C. c. 1012.
[43] S. Aug. De nupt. et concup. 1, 10.
[44] Cf. Mat. 13, 25.
[45] 2 Tim. 4, 2-5.
[46] Eph. 5, 3.
[47] S. Aug. De coniug. adult. 2, 12; cf. Gen. 38, 8-10; S. Poenitent. 3 april, 3. iun. 1916.
[48] Mat. 15, 14; Decr. S Off., 22 nov. 1922.
[49] Luc. 6, 38.
[50] Conc. Trid. sess. 6, cap. 11.
[51] Const. ap. Cum occasione 31 maii 1653, prop. 1.
[52] Ex. 20, 13; cf. Decr. S. Off., 4 maii 1898, 24 iul. 1895, 31 maii 1884.
[53] S. Aug. De nupt. et concup. cap. 15.
[54] Cf. Rom. 3, 8.
[55] Cf. Gen. 4, 10.
[56] Suma teológica 2. 2ae. 108, 4, ad 2.
[57] Ex. 20, 14.
[58] Mat. 5, 28.
[59] Hebr. 13, 8.
[60] Cf. Mat. 5, 18.
[61] Mat. 7, 27.
[62] León XIII, enc. Arcanum.
[63] Cf. Eph. 5, 32; Hebr. 13, 4.
[64] C.I.C. c. 1060.
[65] Modestinus, in Dig. (23, 2; De ritu nupt. lib. I Regularum).
[66] Mat. 19, 6.
[67] Luc. 16, 18.
[68] Conc. Trid. sess. 24, c. 5.
[69] Ibid. c. 7.
[70] C.I.C. c. 1128 ss.
[71] León XIII, enc. Arcanum.
[72] Ibid.
[73] Ibid.
[74] Suma Teológica l. 2ae. 91, 1-2.
[75] Enc. Arcanum.
[76] S. Aug. Enarrat. in Ps. 143.
[77] Rom. 1, 24. 26.
[78] Iac. 4, 6.
[79] Cf. Rom. caps. 7 et 8.
[80] Conc. Vat., sess. 3, c. 2.
[81] Cf. Conc. Vat., sess. 3, c. 4; C.I.C. can. 1324.
[82] Act. 20, 28.
[83] Cf. Io. 8, 32 ss.; Gal. 5, 13.
[84] Enc. Arcanum.
[85] S. Rob. Bellarm. De controversiis t. 2, «De Matrimonio» contr. 2, 6.
[86] Cf. 1 Tim. 4, 14.
[87] 2 Tim. 1, 6-7.
[88] Cf. Gal. 6, 9.
[89] Cf. Eph. 4, 13.
[90] Enc. Divini illius Magistri 31 dec. 1929.
[91] Eph. 6, 2-3; cf. Ex. 20, 12.
[92] Enc. Rerum novarum.
[93] Luc. 10, 7.
[94] Cf. Deut. 24, 14. 15.
[95] Cf. León XIII, enc. Rerum novarum.
[96] Mat. 25, 34 ss.
[97] 1 Io. 3, 17.
[98] Enc. Arcanum.
[99] Concord. art. 34; A.A.S. 21 (1929) 290.
[100] Tit. 2, 12-13.
[101] Eph. 3, 15.
[102] Conc. Trid., sess. 24. [103] Phil. 2, 13.