Novena compuesta por el Beato Diego José de Cádiz, OFM Cap., en el año 1796.
A
una hora competente, de rodillas delante del Altar, Imagen o Efigie del
Santo: se persignará y hará un fervoroso acto de contrición y después
se hará la siguiente oración:
Por la señal ✠ de la Santa
Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el
nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor
mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Criador y Redentor mio, por
ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de
todo corazón de haberos ofendido: propongo firmemente de nunca más
pecar, y de apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, y de
confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta, y de restituir
y satisfacer si algo debiere: ofrézcoos mi vida, obras y trabajos en
satisfacción de todos mis pecados; y así como os lo suplico, así confío
en vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonaréis, por los
merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, Pasión y Muerte, y me
daréis gracia para enmendarme y para perseverar en vuestro santo
servicio hasta la muerte. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DIAS
Amabilísimo,
poderosísimo y benignísimo Creador mío, mi Dios en quien creo, mi Padre
a quien amo, y mi Señor en quien espero. Vos sois nuestro único bien,
nuestra vida verdadera y nuestra eterna felicidad, la virtud de los
Justos, la justicia de los Santos y la santidad de los Escogidos, la
perseverancia de los buenos, la bienaventuranza de los que perseveran y
la corona de los bienaventurados. Yo, humilde creatura vuestra formada a
vuestra imagen y semejanza, os adoro en espíritu y verdad, os alabo con
toda la verdad de mi corazón, y os doy gracias por los innumerables
beneficios que os habéis dignado hacerme; y por los méritos infinitos de
vuestro Unigénito mi Redentor, y los de vuestro amado siervo San
Fernando, a quien hicisteis Rey de España y lo dotasteis del espíritu de
la Prudencia y del celo militar y religioso para que pelease vuestras
batallas contra los enemigos de vuestro augusto Nombre, como hicieron
los Santos Josué, Matatías y sus hijos los Macabeos, os suplico me
concedáis la imitación de sus virtudes, y el hacerme digno con ellas de
su protección y de vuestra misericordia en la vida y en la muerte, para
cantarlas después eternamente en el Cielo. Amén.
DÍA PRIMERO – 21 DE MAYO
CONSIDERACIÓN:
LA HEROICA FE DEL CATÓLICO REY SAN FERNANDO, Y LA INDISPENSABLE
NECESIDAD DE ESTA VIRTUD EN TODOS PARA PODER SALVARSE.
PUNTO PRIMERO
Considera
como nada le faltó a la Fe del Santo para ser heroica y admirable:
porque ya como fiel cristiano, y ya como Católico Monarca supo
ejercitarla con la mayor perfección. Su Fe era aquella fe de Dios que
propuso y persuadió el Señor a sus Apóstoles que tuviesen (San Marcos
XI, 22), y conservasen siempre en sus almas. Creía todas y cada una de
las verdades católicas con tal firmeza, que jamás admitió dudas, ni
tuvieron lugar en su corazón las perplejidades, porque cautivó siempre
su entendimiento en obsequio de la fe, y de la divina infalible
autoridad en que se funda. Los testimonios del Señor, o sus santísimas
palabras le fueron como a David extremadamente creíbles (Salmo XCII, 5),
y entendiendo por ellas que es muerta aquella fe, a que las buenas
obras no acompañan (Santiago II, 10), hizo viva y práctica la suya por
el ejercicio de la caridad, por la observancia de los Mandamientos, y
por la práctica de todas las virtudes: haciendo manifiesta a todos de
esta suerte la grandeza de su fe, conforme a la doctrina del Apóstol
Santiago (Santiago I, 18).
Entre
estas debe principalmente computarse la constancia y fervor con que
defendió la Fe, la conservó pura en sus estados, y la propagó cuanto
pudo por la España. Conoció que como Rey Católico estaba precisamente
obligado a todo esto; y que de nada, o de muy poco le serviría el
profesarla como fiel cristiano, si no la sostuviese y defendiese como
buen Monarca. Y hecho cargo que para esto, y para el castigo de los
malos (Romanos XIII, 4) le era dada la espada de su potestad temporal,
puso particularísimo cuidado de que en sus dominios no tuviese entrada
la herejía: no se permitiese vivir en ellos a los herejes, y que si por
sus errores merecían éstos el último suplicio, no se omitiese el darles
su castigo. Por esto persiguió a los Moros, enemigos del nombre
cristiano: emprendió muchas expediciones contra ellos, y les hizo cruda
pero religiosa guerra en todo tiempo. Sostuvo la Fe dentro y fuera de su
Reino, tomó justa venganza de los sacrílegos agravios con que la
ofendieron sus adversarios; y no se detuvo en exponer su propia vida a
los peligros para defenderla de cuantos con la violencia, con la
tiranía, y con las armas la impugnaban. Puede decirse que, si hoy
tenemos la Santa Fe en las Españas, se lo debemos en mucha parte a la
ferviente Fe del fidelísimo Rey San Fernando. ¡Ah, cuánto es lo que por
esto le estamos obligados!
PUNTO SEGUNDO
Considera
ahora cuán necesario es a todos el tener y el conservar esta virtud
para conseguir la salvación. Lo conocerás así, si te haces cargo que
ella es el principio, la raíz, y el fundamento de las demás virtudes
cristianas: que ella es por cuyo medio justifica Dios a los Gentiles
(Gálatas III, 8), purifica del error sus corazones (Actos XV, 9), y les
abrió la puerta para su espiritual eterna felicidad (Actos XIV, 16): y
que ella es por la que vive el justo en su justicia (Habacuc II, 4), con
la que resiste a las asechanzas del común enemigo (Efesios VI, 16), y
la que nos eleva a una dignidad incomprensible por el bautismo (Oseas
II, 20). Sin ella es imposible el agradar a Dios, porque es el medio
absolutamente necesario para acercarnos a su Majestad, y participar de
su gracia (Hebreos X, 26). Los que dejan de creer las divinas verdades,
manifiestan la corrupción de su dañado corazón, si oyéndolas no quieren
admitirlas, y son dignos de que Dios los abandone en su infidelidad y en
su estulticia (Eclesiástico II, 15). Dios es el que así lo dice, y el
que para nuestra instrucción y desengaño nos tiene prevenido en su
Evangelio, “Que aquel que no creyere será ciertamente condenado” (San Marcos XVI, 16).
Es
pues necesario tener la virtud santa de la Fe, creyendo cuanto ha
revelado Dios a su Iglesia, y ésta nos manda a sus hijos que creamos;
pero lo es igualmente el conservarla en toda su pureza sin menoscabo
alguno. Para esto nos es preciso huir del trato con aquellas personas
que pueden seducirnos con su desacertado modo de conducirse, negándoles
aun la salutación o la entrada en casa para evitar el peligro, y para no
hacernos reos de la participación de sus errores (II Juan, 10, en
Cornelio a Lápide, Sobre II Juan, 10); es indispensable
cautelarnos de la lectura de aquellos libros y papeles que contienen
malas y perniciosas doctrinas, que en esta materia pueden ocasionarnos
algún escándalo grave (San Mateo XVI, 12); y de tal suerte debemos
mantenernos firmes en la conservación de esta virtud, que tengamos el
ánimo dispuesto a perderlo todo, sin exclusión de la vida para no perder
la Fe (San Jerónimo, en Cornelio a Lápide, Sobre San Mateo X, 16).
Examina bien si de verdad tienes y ejercitas esta Fe, llora sus faltas:
sigue los ejemplos que te dio de ella San Fernando, y pídele te alcance
de Dios el aumento y la perfección de esta necesarísima virtud en tu
alma, y resuélvete a cumplir tu obligación en esta parte, “porque si
despues de haber tenido por la Fe el conocimiento de la verdad, nos
separamos voluntariamente de ella, es sumamente difícil nuestro remedio,
y nos aguarda un formidable juicio, y un incendió voraz e inextinguible” (Hebreos 10, 21)
ORACION PARA EL DÍA PRIMERO
Fidelísimo,
piísimo y catolicísimo Rey San Fernando, ilustre Macabeo de la Ley de
gracia, fortísimo debelador del Imperio mahometano: Invictísimo
conquistador de los Reinos Católicos, Columna de la Fe, perseguidor de
sus enemigos, y exterminador de los herejes: gloria, honor y felicidad
de nuestra España, protector de sus Monarcas, defensor de sus dominios, y
conservador de su Religión y de su Fe. Por la altísima perfección con
que ejercitasteis esta virtud, y por el espíritu y fervor con que la
defendisteis conforme a la voluntad de Dios y a vuestra grande
obligación, os suplico que le pidáis nos conceda la conservación de la
Santa Fe en este Reino: que en ella imite yo vuestros ejemplos, que me
conceda su Majestad lo que por vuestra intercesión le pido en esta
Novena, si fuere de su divino agrado; y que después de una muerte santa
le goce para siempre en la eterna bienaventuranza. Amén.
Ahora
se rezarán tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria en honor de la
Santísima Trinidad, pidiendo por la intercesión de San Fernando el
remedió de las necesidades de la Santa Iglesia, las de nuestro Católico
Reino, las de este Pueblo, y cada uno por el de las suyas propias, y se
hará por este orden:
COPLAS
Fernando, pues vuestra Espada
Hizo a la España feliz:
Haz, que en ella la raíz
Del error no tenga entrada.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Venciste los enemigos
De Dios y de tu Reinado:
Haz que muertos al pecado,
De Dios vivamos amigos.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Os confió el Rey del Cielo
La defensa de su honor:
Consigue a todos su amor,
Y el imitar vuestro celo.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Antífona. Toda España con fe pía, os implora en su aflicción: No niegues tu protección a quien en ella confía.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San Fernando.
℟. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
ORACION FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
Inmortal
Rey de los siglos, clementísimo Jesús, Salvador, Redentor y Abogado
mío: Cabeza de las Potestades y de los Principados del Cielo: Rey de los
Reyes, Señor de los Señores y Dueño absoluto de todo cuanto tiene ser
sobre la tierra; Dominador del universo, Justicia, Santificación y
Redención de los hombres, Santo de los Santos y Santísimo Santificador
de los escogidos, entre los cuales habéis condecorado a vuestro Siervo
San Fernando con las sublimes virtudes, prerrogativas y excelencias que a
los Santos Reyes David, Josías y Ezequías, reuniendo en él los dones y
las gracias de los demás caudillos Santos de vuestro antiguo Pueblo
escogido, y lo hallasteis tan a medida de vuestro corazón, que cumplió
en todo vuestra santísima Voluntad y llenó enteramente vuestros
Soberanos designios: yo os ruego humildemente, que por su intercesión y
sus méritos conservéis siempre la Religión y la Piedad en este Reino
Católico, preservándolo de la impiedad y del error, que prosperéis a
nuestros Católicos Monarcas, con su Real Familia y valeroso ejército; y
que a imitación del mismo Santo vivamos en santidad y justicia todos los
días de nuestra vida, para que después consigamos veros y gozaros para
siempre en el Reino de la gloria. Amén.
Concluyase
con una Salve a María Santísima nuestra Señora en sufragio de las
Benditas Animas del Purgatorio, consuelo de los Agonizantes, y para que
nos asista a todos en la hora de la muerte.
Antífona: Este hombre, menospreciando el mundo y todas las cosas de
la tierra, ha triunfado y ha establecido un tesoro en el Cielo con sus
hechos y palabras.
℣. El Señor conduce al justo por rectos caminos.
℟. Y le muestra el Reino de Dios.
ORACIÓN
Oh Dios, que concediste al bienaventurado Fernando, tu confesor, que
pelease tus batallas y que venciese a los enemigos de tu fe, concédenos
por su intercesión la victoria de nuestros enemigos corporales y
espirituales. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
DIA SEGUNDO - 22 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN:
LA HEROICA Y FIRMÍSIMA ESPERANZA DEL REY SAN FERNANDO, Y EL MODO CON
QUE HA DE EJERCITAR EL CRISTIANO ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARSE.
Considera
pues, cómo en el Santo Rey se vio la heroicidad de su sobrenatural
Esperanza, no menos en la humilde desconfianza de sí mismo en todos los
asuntos que le ocurrían, que en la solidísima confianza con que esperaba
de Dios el éxito más acertado de todos ellos. Conocía que con todos sus
talentos naturales no tenía todo lo que necesitaba como Rey para el
acertado gobierno de su Reino y de sus Vasallos. Sabía que en las
guerras y las campañas nada valen ni pueden los ejércitos más numerosos,
aguerridos y bien disciplinados, si no les da Dios el valor para pelear
y el socorro para vencer. Y estaba convencido de que sus propias
humanas fuerzas no eran suficientes para la ardua empresa de vencer a
sus espirituales enemigos, ni para la grande obra de santificar su alma
con la práctica de las virtudes sobrenaturales y cristianas. Por esto,
desconfiando siempre de sí mismo, buscaba en Dios la luz para conocer, y
el auxilio para resolver y para obrar en todo con el acierto que
apetecía. Desde luego que entró a gobernar sus estados fue su primera
diligencia pedir a Dios, como lo pidió Salomón, que le diese un corazón
llene de sabiduría para discernir entre lo bueno y lo malo, y para
juzgar con equidad y con rectitud, y en efecto lo consiguió. En sus
batallas peleaba más con oraciones, penitencias y virtudes, que con
armas, municiones y soldados para conseguir del Cielo las victorias,
victorias que nunca presumió alcanzar por su valor o por su industria. Y
para santificarse con la mortificación de sus pasiones, con la
observancia de la Divina Ley, y con la práctica más exacta de sus
estrechas obligaciones, pedía incesantemente al Señor le auxiliase con
su gracia, porque estaba cierto de que con ella todo lo podía, y que si
le faltaba no era capaz de tener un buen pensamiento santo sobrenatural y
meritorio de eterna recompensa. Por esto solo Dios era, y en él
únicamente tenia puesta este gran Rey toda su esperanza (Salmo XX, 8).
De Él, y no de las criaturas, esperaba todos los bienes espirituales y
temporales, porque no ignoraba “que era mejor, y aún necesario esperar más en Dios, que en los Príncipes o Poderosos del mundo”
(Salmo CXIX, 9), ya porque estos sin Aquel es nada lo que pueden, y ya
porque lo heroico de su esperanza no le permitía confiar en otro que en
su divino liberalísimo bienhechor, a quien con todo su corazón amaba.
Es
verdad que en las empresas y negocios que respectivamente se le
ofrecían tanto en los tiempos de guerra, como en los de paz no omitía
medio ni diligencia alguna de aquellas que a él por su obligación le
correspondían, así para no tentar a Dios buscando milagros sin
necesidad, como para no caer en la temeridad de emprender hazañas, que o
le eran indebidas, o improporcionadas sus fuerzas para ellas. Pero
hecho esto, de tal suerte ponía en Dios su confianza, que como si él
nada hubiese puesto de su parte, así esperaba de solo Él todo el éxito
favorable de aquel negocio. Heroicidad que aún en esta vida fue
remunerada con tantas victorias cuantas fueron sus batallas, y que lo es
ahora en el Cielo con inmortales premios. Porque “como en solo Dios
puso su Esperanza, él Señor lo libertó de sus enemigos, lo protegió con
su diestra soberana, estuvo con él en la tribulación, lo sacó de ella
sin daño, y lo glorificó después en el Cielo” (Salmo XC, 14 y ss.). Parece que como a su Siervo David hizo Dios muy singular a este Santo en la esperanza (Salmo IV, 10).
Considera,
alma, que esta virtud así en la substancia como en el modo nos es a
todos precisa para podar salvarnos. Por ella somos obligados a esperar
de Dios todos los bienes, pero singularmente los espirituales de la
gracia, y sus frutos, y los eternos de la gloria y sus premios. Somos
obligados a poner de nuestra parte los medios conducentes para nuestra
santificación y salvación; y lo somos a pedir al Señor con humilde y
fervorosa oración, que perdone nuestras culpas, y nos conceda los
soberanos auxilios de su gracia así en la vida como en la muerte, para
que en tiempo y eternidad seamos siempre suyos y en todo le agrademos.
La Esperanza nos propone el último fin para que hemos sido criados, y
nos enseña igualmente la indispensable necesidad de ocuparnos en todo
aquello que para su consecución es necesario, quitando primero los
impedimentos que retardan o imposibilitan su logro. Estos son los
pecados, la ingratitud a los divinos beneficios, y el desprecio o el mal
uso de la gracia: males que si no enmendamos como es debido, será
inútil y quedará frustrada nuestra Esperanza.
Ésta debe
ser viva por la gracia de Dios y por las buenas obras (Salmo XXXVI, 3),
para que sea digna de la inmortalidad y los premios que sigue a la de
los justos (Sabiduría III, 4): porque la que es muerta por la culpa, no
solo es inútil y del todo vana (Eclesiástico XXXIV, 1), mientras que
esta con la penitencia no se enmienda; si no que perecerá con ella el
pecador (Proverbios X, 28), y muerto él, no tendrá premio alguno que
esperar (Proverbios XI, 7). Ha de ser también humilde, que no presuma de
sí el alma, creyendo que sin la gracia puede hacer algún acto
sobrenatural de virtud digno de la eterna recompensa: o que sin el
auxilio de Dios puede enmendar su mala vida y justificarse; o que siendo
pecador puede salvarse, o perdonarle Dios, no haciendo primero
penitencia suficiente de sus culpas. Y debe ser por último firme y nada
vacilante, de modo que nunca demos entrada en nuestro corazón a la
desconfianza, a los malos temores, ni a la desesperación y el despecho,
por muchos y graves que sean nuestros pecados, o por fuertes que sean
las sugestiones de nuestro común enemigo. Porque siendo esta virtud una
de las más precisas para salvarnos, es necesario que, así como el
Labrador espera con paciencia el precioso fruto de la tierra que ha
cultivado con su trabajo (Santiago V, 7), así nosotros trabajemos por
santificar nuestros corazones con el amor a nuestro Señor Jesucristo,
con su santo temor, y con el testimonio de nuestra buena conciencia,
para que testifiquemos de este modo la cualidad de nuestra Esperanza (I
Pedro III, 15 y ss). Esfuérzate al ejercicio de esta Esperanza viva y
santa, duélete de tus ignorancias y omisiones en ella, proponte en su
práctica al alto ejemplo del Santo Rey Fernando, y ruégale que te
consiga del Señor que la poseas en el grado más perfecto. Si nos falta
esta Esperanza, el fuego de la ira justísima de Dios se encenderá contra
nosotros, como en otro tiempo se encendió contra Israel, porque ni le
creyeron, ni pusieron su esperanza en el Señor. (Salmo LXXVII, 21 y ss).
ORACIÓN PARA EL DÍA SEGUNDO
Fervorosísimo,
Virtuosísimo, y Ejemplarísimo protector mío San Fernando, vaso
preciosísimo del oro más acendrado de la verdadera santidad, esmaltado
de las más preciosas piedras de todas las Virtudes. Oliva fértil y
fecundísima de frutos espirituales en la casa de Dios su Santa Iglesia.
Palma de elevada perfección, que floreció en la presencia del Señor, y
se multiplicó en méritos como los místicos Cedros del Líbano las almas
justas. Vos fuisteis el que poniendo vuestra afición y vuestra esperanza
en los tesoros del Cielo, despreciasteis generoso los de la tierra, por
conformaros con la doctrina de vuestro Redentor. Vos fuisteis el que en
vuestras empresas militares nada intentabais que no fuese ordenado al
honor del Dios y Señor de los Ejércitos. Y vos el que atento siempre a
vuestro último fin, trabajasteis de continuo en el ejercicio de las
buenas obras, para haceros digno de la corona de justicia, que se
prepara en el Cielo para los escogidos. Yo os suplico humildemente, que
por el mérito de vuestra heroica Esperanza me alcancéis del Señor el
perdón de mis pecados por medio de una verdadera penitencia: el imitar
vuestras virtudes, y junto con el favor que por vuestra intercesión le
pido en esta Novena, el que principalmente espero de su misericordia,
que es verle y gozarle eternamente en el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA TERCERO - 23 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN: LA HEROICA CARIDAD DE SAN FERNANDO, Y CUÁN NECESARIA NOS ES A TODOS ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARNOS.
Considera
pues, que así como la Caridad es entre las virtudes la mayor, la más
excelente y principal de todas (I Corintios XIII, 13); también fue la
que entre las demás sobresalió en el Santo Rey, tanto la que tiene por
principal objeto a Dios, como la que por su amor se ordena al próximo.
Su caridad para con Dios fue tanta, que puede decirse de él lo que del
Santo Rey David dice el Espíritu Santo: “Que en todas sus obras
confesó y dio gloria al nombre excelso del Señor: que amó á Dios con
toda la fuerza de su corazón, y que le alabó siempre con la verdad toda
de su alma” (Eclesiástico XLVII, 9). De su amor a Dios dimanaba el
sumo cuidado con que vivía de no ofenderle, y de evitar que otros en su
Reino le ofendiesen; el esmero que ponía en observar todos y cada uno de
los preceptos de su santísima Ley, y que sus Tropas y Vasallos
puntualmente los guardasen; y el conato que siempre puso en agradarle,
en hacer cuanto conocía que fuese de su divino beneplácito, y en no
separarse en cosa alguna de su santísima voluntad luego que ésta se le
manifestaba. En suma, su amor a Dios fue tan intenso, continuo,
fervoroso, activo, eficaz, ardiente y perseverante, que después de
santificar las obras y los días de su vida, hizo preciosa y santa su
muerte en la presencia del Señor, y lo trasladó a los Palacios del Cielo
a continuar allí su ejercicio en toda su perfección, por la
interminable duración de siglos perdurables.
Pasa
de aquí a considerar su caridad con el prójimo, y le verás fiel
imitador de la de nuestro ejemplar y Maestro Jesucristo. Su amor a los
prójimos, que fue interior, verdadero y grande, le hacía perdonar las
injurias, amar a sus enemigos, beneficiar a sus perseguidores, socorrer
al necesitado, consolar a la viuda, amparar a los huérfanos, defender al
oprimido, remediar al necesitado, visitar al enfermo, rescatar al
cautivo, compadecerse del afligido, acordarse del preso, y usar con
todos de clemencia y de misericordia, sin excluir de ella al Moro, al
Hereje, ni al mal Cristiano. Porque en todos miraba la imagen de Dios,
atendía a sus respectivas necesidades, y se consideraba a sí propio, de
que resultaba amarlos y favorecerlos con entrañas de verdadero Padre.
Sus Vasallos eran para él como otros tantos hijos que tiraban de su
amor, y le obligaban a vivir desvelado sobre el cristiano arreglo de sus
costumbres, y en continua solicitud de su espiritual y temporal
felicidad. Anteponía a la suya propia la utilidad de todos ellos, y
gobernándolos más con el amor y con el buen ejemplo que con el poder y
la Majestad, logró este amado de Dios y de los hombres, que su Reino
fuese prosperado de Dios con la abundancia, con la salud y con todo
género de bienes, como el de Israel en tiempo de Salomón (III Reyes IV,
25). Su misericordia en fin, cuyas obras sobrepujaron a las demás
acciones grandes de su vida (Salmo CXLIV, 9), no solo le hicieron digno
de las eternas Misericordias, mas también de que sus limosnas se
refieran con alabanza en la Iglesia de los Santos (Eclesiástico XXXI,
11).
Considera
que la Caridad no sólo es la mayor y más principal de las Virtudes,
sino también la más necesaria y esencial de todas para conseguir el
Cielo. Ella es la que da el mérito, la vida y el ser sobrenatural a
todas las otras en tanto grado, que sin ella son obras muertas sus
actos, improporcionadas e incapaces de merecernos la vida eterna, aunque
se unan todas en el hombre. Ella es la que nos justifica, nos hace
amigos de Dios, sus hijos, y sus herederos. Y ella la que nos abre las
puertas del Reino de la Gloria, nos introduce en ella y nos da la
posesión de aquella inamisible felicidad. Por el contrario, faltándonos
la Caridad no podemos contar ni aún con uno solo de estos bienes: por el
contrario, seremos sí enemigos de Dios, abominables a sus criaturas,
indignos de la vida, reos de eterna muerte, esclavos de Lucifer,
participantes de su maldad y merecedores de sus horribles suplicios. La
Caridad para con Dios se pierde con cualquier pecado mortal, y es tan
fatal esta desgracia, que todo el poder de las criaturas del Cielo y de
la Tierra no es suficiente para repararla, o para que volvamos a
recobrar lo que perdimos. ¡Terrible, pero indubitable fatalidad! Solo
Dios, cuya amistad perdimos con la culpa, puede con los auxilios de su
gracia restituirnos a ella cooperando nosotros, y aprovechándonos de
tanto beneficio; mas para esto es necesario que temiéndole para no
volver a ofenderle, tratemos de amarle sobre todas las cosas, para
desagraviarle de la injuria que le hicimos con el pecado, y para que nos
devuelva los bienes que con él perdimos.
La
Caridad para con el prójimo no nos es menos necesaria; porque siendo
semejante el precepto de ésta al que tenemos de aquélla (San Mateo XXII,
39), e inseparables entre sí estos dos actos, es forzoso conocer que
así como sin el amor a Dios no podemos salvarnos, así tampoco podremos
sin el amor a nuestros prójimos. Sus necesidades debemos mirarlas como
propias, ya para compadecernos de los que las padecen, ya para
remediarlas en el modo que pudiéremos: las temporales con los bienes de
fortuna, y las espirituales con la oración, con la enseñanza y con el
buen consejo. Sus culpas han de hacernos prevenidos, cautelosos y
avisados, para no incurrir en igual yerro. Y sus faltas hemos de
sigilarlas y ocultarlas, para que su honor no padezca detrimento. Esta
caridad ha de extenderse a todos, pero ha de ser singular con los que
nos aborrecen, ofenden o persiguen, perdonándolos, amándolos y
haciéndoles el bien posible: correspondiendo con amor a su odio, con
beneficios a sus malos tratamientos, y a sus maldiciones e injurias con
oraciones y bendiciones. Así ha de ser si queremos no hallar a Dios
inexorable en el Día del Juicio. Porque Él mismo nos tiene prevenido que
“si no perdonamos de corazón al que contra nosotros ha pecado,
tampoco nos perdonará su Majestad las culpas con que le hubiéremos
ofendido” (San Mateo VI, 15). Conoce tus faltas de caridad para con
Dios y con tus prójimos: duélete muy de corazón de todas ellas, pide a
su Majestad te las perdone, y toma desde ahora con empeño el imitar en
esta virtud a San Fernando, pidiéndole al mismo tiempo, que para ello
sea tu intercesor y tu abogado con el Señor.
ORACIÓN PARA EL DÍA TERCERO
Santísimo,
observantísimo y justificadísimo consolador mío San Fernando: incendio
de amor, fuego de dilección y horno encendido de verdadera Caridad con
Dios y con vuestros próximos. Nuevo Tobías en la misericordia con los
necesitados, así vivos como difuntos. Segundo David en el amor a los
enemigos, y en la facilidad de perdonar sus injurias. Ilustrado Salomón,
amado de Dios y de los hombres, por la dulzura y clemencia de vuestro
corazón para con todos. Yo os suplico por la ardentísima caridad con que
amasteis a vuestro Criador, hasta el alto grado de exponer muchas veces
vuestra vida por su honor; y por la ternura y verdad de vuestro amor a
los prójimos, que me alcancéis de su divina Majestad el especial favor
que pretendo en esta Novena, si fuese de su mayor agrado; pero
singularmente la imitación de todas y cada una de vuestras virtudes, el
amarle con todo mi corazón en la vida y en la muerte, para después verle
y gozarle para siempre en la Bienaventuranza. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA CUARTO - 24 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN
- EL HEROICO GRADO DE PERFECCIÓN A QUE LLEGÓ SAN FERNANDO EN LA
PRÁCTICA DE LA RELIGIÓN, Y CUÁN NECESARIA ES ESTA VIRTUD A TODOS PARA
PODER SALVARSE.
Considera
pues, que la Religión fue aquella excelente virtud en que sobresalió
maravillosamente San Fernando, y de cuyos sobrenaturales actos nos dejó
más singulares ejemplos: Su oración continua y fervorosa, su devoción
constante y permanente, su veneración rendidísima y de todo corazon a
las cosas sagradas. Adoraba a Dios en espíritu y verdad en todo lugar y
en todo tiempo, pero singularmente en sus Iglesias y en sus Templos. En
ellos se dejaba ver su religiosísima piedad, como emulando la de Moisés
en el Monte Sinaí, la de David en la presencia del Arca Santa, y la de
Salomón en el Templo de Jerusalén. El culto del Señor era su primer
cuidado, y que éste se le tributase con todo el aparato, magnificencia y
religiosidad posible, como a supremo, único y absoluto Dueño, hacedor y
conservador de todo lo creado. En la conquista de los Pueblos y
Ciudades que recuperaba de los Moros fue siempre su primera diligencia
restablecer la Religión Católica, edificar y consagrar Iglesias,
Monasterios y Catedrales, dotándolas con real y generosa liberalidad,
para que en ellas fuese Dios alabado por su Ministros, y servido y
adorado de sus criaturas. Su Religiosidad en nada le fue inferior en
esta parte a la del insigne Judas Macabeo en la purificación, renovación
y nueva dedicación del Templo Santo (I Macabeos IV, 41 y ss.).
Efecto
era todo esto de su ferviente devoción al Divinísimo y Santísimo
Sacramento del Altar, a María Santísima nuestra Señora, y a los Ángeles y
Santos, sus tutelares y Patronos. Jamás se vio saciado su corazón en
los obsequios y cultos de nuestro Señor Sacramentado. Si le había de
recibir en la Sagrada Comunión, se preparaba primero probándose a sí
mismo, y purificando con el mayor esmero su conciencia: hacia
fervorosísimos actos de fe, de amor y de humildad, y se detenía después
largos ratos para tributarle las debidas gracias. Cuando se le
administró por Viático en su última enfermedad, le recibió postrado
sobre la tierra con una soga al cuello, y derramando gran copia de
lágrimas. A sus Templos, Ministros y Sacerdotes los veneraba con el más
profundo respeto y atención. Su amor a la Santísima Virgen y Madre de
Dios fue siempre extremado y oficiosísimo. Llevaba continuamente consigo
su Sagrada Imagen en las campañas, le encomendaba todas sus empresas, y
confiado que el buen éxito de ellas y sus gloriosas victorias las debía
a su intercesión y patrocinio, le erigía Altares, le dedicaba Templos,
le tributaba los más religiosos obsequios, y hacía que los demás en ello
le imitasen. Tan tierna, tan cordial y tan constante fue su devoción a
María Santísima nuestra Señora, que mereció le hablase a la continuación
de sus religiosísimas conquistas, y le asegurase su soberana
protección, y de que con Ella vencería. Tuvo particular devoción a
algunos Santos, y recibió de ellos muy señalados favores y
extraordinarios beneficios. Dios le honró, y le hizo glorioso y grande
en el mundo, y después ahora en el Cielo, conforme a su divina promesa,
porque glorificó al Señor de cuantos modos pudo y debía (I Reyes II,
30).
PUNTO SEGUNDO
Considera
ahora con la debida atención, cuán necesaria es la Religión a todos, y
su ejercicio para poder salvarse. Jamás hubo en el mundo Nación alguna,
por bárbara que fuese, que no haya conocido la necesidad de tener algún
Dios y de adorarle; y es preciso ser más estólidos que las bestias para
tropezar en el error contrario. Es verdad que han desatinado mucho los
hombres en adorar por su Dios a las criaturas, o a las mismas obras de
sus manos, o en multiplicar el número de los Dioses con error el más
craso y execrable; pero también lo es que este mal en ningún tiempo ha
merecido disculpa en el hombre, porque éste fue criado a la imagen y
semejanza de su Criador para que le conociese, le confesase, le sirviese
y le adorase a Él solo como a su primer principio y su último fin. Y
ahora lo sería mucho menos, si alguno o no creyese en un solo Dios
Todopoderoso, o le negase todo aquel culto, temor, fe, amor y obediencia
que en la Religión Católica que profesa nos enseña a todos sus hijos la
Santa Madre Iglesia; porque ya se halla suficientemente promulgado el
Evangelio por todo el mundo. Esta Religión divina, sobrenatural y santa
es el medio único, preciso y del todo necesario para salvarnos, y es de
fe que FUERA DE ELLA TODOS INDEFECTIBLEMENTE PERECEN PARA SIEMPRE, del
mismo modo que de cuantos vivientes quedaron fuera del Arca de Noé
cuando el Diluvio ninguno dejó de perecer entre sus aguas (I Pedro III,
20).
Mas
aunque profeses como Católico esta Religión inmaculada y Santa, no
debes en manera alguna persuadirte que tienes la salvación segura,
mientras que en su práctica no fuere tu conducta la que ella misma te
enseña. Dios, que es su verdadero Autor nos dice, y aun con divino
precepto nos manda, que el adorarle ha de ser en espíritu y verdad (San
Juan IV, 24). No basta que con los actos exteriores le adoremos, es
necesario que cuando le alabamos con las palabras, lo haga el corazón
también con sus afectos. La Fe, la Humildad, la Esperanza, el Temor, la
Devoción, el Amor, y otras virtudes interiores y del alma, es el
espíritu con que habremos de darle al Señor el culto y la adoración que
le debemos. Pero sin persuadirnos que esto solo es bastante; porque como
Criador y Dueño también de nuestro cuerpo y de todas nuestras cosas, es
justo y preciso que le demos un culto exterior y manifiesto con la
Oración, el Sacrificio, la confesión de su Fe, el uso de los Santos
Sacramentos, el respeto en sus Templos, la veneración a sus Santos, la
obediencia a sus Sacerdotes, el respeto a las cosas Sagradas, y todo lo
demás que la Santa Madre Iglesia en sus respetables Leyes nos ordena:
así adoraremos al Señor en verdad, si con toda la de nuestro corazón lo
practicásemos. No haciéndolo así, no podremos salvarnos, porque es de
fe, “que perecerán todos los que se alejan de Dios, y perderá su Majestad a cuantos dejando su culto abracen otra Religión”
(Salmo LXXII, 26). Éntrate un poco dentro de ti mismo: mira el uso que
has hecho de la Religión Santa que se te dio en el Bautismo,
arrepiéntete de tus inobservancias y defectos, forma eficaces propósitos
de imitar en ella a San Fernando, y ruégale te alcance del Señor el
ejercicio más perfecto de esta virtud.
ORACIÓN PARA EL DÍA CUARTO
Religiosísimo,
piísimo, y devotísimo favorecedor mío San Fernando, norma, dechado y
modelo de la devoción y de la mayor religiosidad. Vivo ejemplar del
culto con que Dios y sus Santos han de ser respectivamente venerados.
Animado ejemplo de la alta veneración con que han de ser respetados los
Templos, los Sacerdotes y las cosas que están consagradas al Señor. Vos
sois a quien en mucha parte debe la España su Fe, el Pueblo su Religión,
y el Estado su felicidad. Vos sois a quien debieron los Templos su
decoro, los Divinos oficios su Majestad, y la Piedad sus incrementos. Y
vos por quien muchos justos llegaron a la perfección, muchos pecadores a
la penitencia, y a obtener su salvación innumerables almas. Por estas
excelencias y méritos de vuestra heroica Religión, os ruego humildemente
me consigáis del Señor el especial favor que por vuestra intercesión le
pido en esta Novena, si fuere voluntad suya concedérmelo; y
principalmente, que viva yo siempre en su amistad y gracia, cumpliendo
fielmente su santísima Ley, para que adorándole en espíritu y verdad en
la vida y en la muerte, pase después a verle y alabarle eternamente en
el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA QUINTO - 25 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN
- EL PRUDENTÍSIMO Y CRISTIANO CELO DE SAN FERNANDO, Y EL MODO CON QUE
LE CORRESPONDE AL CRISTIANO EJERCITAR ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARSE.
Considera
pues cuán heroico fue el celo del Santo Rey por el honor de Dios y por
el bien de sus Vasallos. Es el verdadero celo causado del amor (Santo
Tomás, Suma Teológica, I-II, cuestión 28, art. 4), y por esta
razón no podía dejar de ser ferviente y grande el celo de San Fernando,
porque lo era su caridad para con Dios y con los hombres. Los pecados de
éstos le afligían sobre todo encarecimiento, porque eran ofensas a su
amabilísimo Creador. Los errores de los herejes, las supersticiones de
la falsa secta mahometana, la obstinación de los judíos y la casi
universal relajación de los Cristianos le contristaban de tal suerte,
que deseaba dar su vida por lograr exterminarlos. Los muchos Templos,
Ciudades y Provincias de España que miraba bajo el tirano dominio de los
Moros, desterrados de ellos los Sagrados Ritos de la Religión Católica e
instalados en su lugar los de Mahoma le lastimaban tanto, que encendido
en santo celo del honor de Dios emprendió la conquista de los mismos
reinos, y no soltar las armas de las manos, hasta haber arrojado de
ellos a los bárbaros enemigos de la Religión Cristiana. Su celo en esta
parte fue muy parecido al de los Santos Macabeos, que expusieron sus
haciendas, sus personas y sus vidas con la de todos los suyos por
conservar la Religión en toda su pureza, y por acabar con los que
injustamente la mofaban y perseguían; y no fue inferior al de Moisés en
el castigo de los que adoraron el Becerro de oro, ni al de Elías contra
los engañosos profetas de Baal.
No
ignoraba que la verdadera felicidad de un Pueblo y de toda una
Monarquía consiste principalmente en la unidad y verdad de la Religión,
porque este es aquel bien incomparable de que todos los demás bienes nos
dimanan; y celoso de que no careciesen de éste sus Vasallos, se valió
de todos los medios, y no omitió diligencia alguna de cuantas hay
posibles para que de él no careciesen. De aquí su esmero en purificar su
Reino de todo error contra la Fe, haciendo castigar a sus autores o
profesores, hasta llevar él mismo sobre sus Reales hombros la leña con
que habían de ser quemados los que eran sentenciados a padecer este
suplicio. Después del cuidado de santificarse a sí mismo, que es una muy
esencial parte del fuego verdadero, corroboró la Piedad en sus Estados,
fomentó en ellos la virtud, y consiguió que, siendo menos los pecados,
fuesen más los que se dedicasen a seguirla. A ejemplo de San Pablo, se
abrasaba en santo celo, cuando sabía los escándalos de su Pueblo, y no
descansaba hasta verlo remediado (II Corintios XI, 29). Y por último,
como otro Josías, Rey Santo, parece haber sido enviado por Dios para la
reforma de su Monarquía, y para destruir todas las abominaciones de la
impiedad (Eclesiástico XLIX, 3), los abusos, los desórdenes, las malas
doctrinas, y todo lo que podía ser fomento de ofensa contra Dios y de la
corrupción de las costumbres. Su celo fue sin duda sabio, santo y
perfectísimo.
PUNTO SEGUNDO
Considera
tú ahora, oh alma, que el celo necesario del cristiano en particular
para salvarse, consiste más principalmente en el dolor de que sea Dios
ofendido, y en el cuidado de no hacer él lo que juzga que en los demás
es reprensible. Aquel que por su estado o por su empleo tiene a su cargo
la corrección o el castigo de las culpas ajenas, debe celar el honor de
Dios con el prudente y oportuno castigo de los que las cometen, no solo
para la enmienda de estos, sino también para escarmiento de los otros.
Mas los que carecen de aquellas facultades, deben dolerse y
apesadumbrarse de la injuria que se le hace a Dios con el pecado, y del
gravísimo mal que a quien lo comete le resulta (San Agustín, en San
Buenaventura, Aljaba de centellas, libro IV, cap. XXXVI). Si
viendo profanar el Templo Santo de Dios no se conmueven tus entrañas con
el horror de esta maldad (Salmo XLVIII, 10), clara señal es que no
tienes esta virtud. Si oyendo blasfemar el Nombre augustísimo del Señor,
si viendo quebrantar sus divinos Mandamientos, y si mirando atropellada
su santísima Ley por los pecadores no se aflige tu corazón, ni haces
algo en desagravio suyo, ten por cierto que no tienes celo alguno. Y por
último, si el escándalo del prójimo, si la obstinación de los viciosos
por la perniciosa paz con que viven en sus excesos, y si la mala muerte y
la eterna perdición de los pecadores no te ocasiona dolor, ni te excita
en modo alguno al deseo de su enmienda (San Gregorio Magno, Sobre Ezequiel, Libro I, Homilía 12), créete que ni tienes caridad ni tienes celo. ¡Ay de ti si todas estas cosas las miras con indiferencia!
Pero
entre todos estos efectos aun es más preciso, y como inseparable del
verdadero celo la enmienda y corrección de los defectos propios.
Acuérdate aquí de la admirable doctrina de nuestro Señor Jesucristo en
su Evangelio, cuando después de reprender la imprudencia de nuestro celo
cuando queremos corregir ajenas culpas, sin conocer y enmendar las
nuestras, nos manda que quitemos de nuestros ojos (o de nuestra
conciencia), la viga o el pecado que la ofusca, si queremos advertir y
separar de la de nuestro hermano la pequeña paja de un ligero defecto
(San Mateo VII, 5) en que ha incurrido. Es necesario que seamos
irreprensibles en lo que reprendemos a otros, y que no nos acuse nuestra
conciencia de lo que en el prójimo nos desagrada. De lo contrario
faltaremos a una parte muy principal de nuestras obligaciones,
careceremos del celo necesario y nos haremos acreedores a que aleje el
Señor su celo de nosotros (Ezequiel XVI, 42), esto es, que nos deje
vivir impunemente en nuestros pecados. ¡Que infelices seremos si esto
llegare a sucedemos! Repara ahora bien cuál ha sido, y cuál es tu celo
por el honor de Dios y por el verdadero bien de tus prójimos, y luego
que conozcas tus omisiones y tus faltas, llóralas con la firme
resolución de enmendarte de ellas en el resto de tu vida. Sigue
fielmente el ejemplo de San Fernando, y no ceses de pedirle que te
alcance de su Majestad un celo como el suyo, un celo en todo santo.
ORACIÓN PARA EL DÍA QUINTO
Celosísimo,
vigilantísimo, y observantísimo celador del honor de Dios y de su Santa
Ley, glorioso remediador mío San Fernando. Mística llama de fuego que
consume con su celo a los enemigos del Señor, nuevo Josías de la Ley de
Gracia, que destruye la impiedad, restablece la virtud y arregla las
costumbres de su Pueblo. Segundo Esdras celosísimo contra los abusos de
su gente, contra el escándalo de los poderosos y contra la irreligión de
los impíos, para todo lo cual erais movido del espíritu de Dios, como
los Santos Elías, Nehemías, y Matatías. Yo os doy mil enhorabuenas por
la gloria que ahora gozáis en premio de vuestro ardiente y constante
celo, y os suplico por la altísima perfección con que la ejercitasteis,
que me alcancéis del Señor el dolerme de sus ofensas, llorando mis
culpas y las ajenas, y que a imitación vuestra me consuma su santo celo
las entrañas, para que después de servirle fielmente en la vida, y de
lograr el favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena,
consiga el morir en su gracia, y el alabarle el Cielo por todos los
siglos de los siglos. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA SEXTO - 26 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN
- LA PRUDENCIA HEROICA Y CRISTIANA DE SAN FERNANDO, Y EN LO QUE
CONSISTE LA QUE PARA SALVARNOS NECESITAMOS LOS CATÓLICOS.
Considera
que la Prudencia del Santo Rey se dio siempre a conocer tanto en el
acertado gobierno de su Monarquía, como en el ejemplar arreglo de su
vida y conducta personal. Fue ciertamente más que humana su Prudencia,
porque desconfiando siempre de sí mismo, nunca se pagaba de su propio
dictamen (Proverbios III, 5), ni jamás hacía ni determinaba cosa alguna
sin el consejo y parecer de los hombres sabios (Eclesiástico XXX, 24).
Tenía para esto un cierto número de varones insignes, escogidos y
señalados en virtud, prudencia y letras (I Paralipómenos XXVII, 22), con
los cuales consultaba todos los negocios que le ocurrían en su Reino, y
resolvía lo que ellos le aconsejaban. Su objeto en el gobierno de sus
Estados fue siempre la mayor gloria de Dios y la verdadera utilidad de
sus Vasallos. Amábalos como a hijos, y considerándose con los cargos y
deberes de un Padre verdadero, confería los modos, pesaba mucho los
medios, resolvía con madura reflexión y con el mayor acierto lo que era
más oportuno y conveniente para el bien de todos en común, y de cada uno
en particular. Dios, que era el objeto principal de sus intenciones, le
concedió para este fin como al sapientísimo Salomón una comprensión y
prudencia abundantísima, junto con una grandeza y magnanimidad de
corazón (III Reyes IV, 29), cual él desde sus principios la había pedido
y deseado. Por esto sin duda fue tan prosperado en todo, que ni en sus
campañas ni en el comando de su Monarquía se vio jamás el desorden, la
confusión ni el desastre, y sí por el contrario la abundancia, la
prosperidad y el mejor orden.
Al
que en un grado tan heroico poseía la Prudencia gubernativa, política y
económica no le podía faltar la personal. Esta, que es la ciencia de
los Santos (Proverbios IX, 10), consiste en saber ordenar su vida por el
orden de la voluntad de Dios, anteponiendo ésta a los respetos humanos,
a los intereses propios, y a cuanto de él puede separarlo (San Juan
Crisóstomo, en Cornelio a Lápide, sobre Proverbios IX, 10). El
temor santo de Dios profundamente arraigado en su alma: la Ley adorable
del Señor, que llevaba grabada siempre en su corazón, y el sumo cuidado
de observar con la mayor perfección todas y cada una de sus peculiares
obligaciones, eran como efectos de la Prudencia sobrenatural y del Celo
con que en todo se conducía. Aquel buen orden que en todas las cosas
observaba, aquel darle a cada una en su estimación y en su práctica el
lugar y la graduación que le correspondía; y aquel hacerlas en el tiempo
oportuno, y del modo conveniente para su debida perfección, señal clara
es de su Prudencia más que de hombre. Y por último, el haber practicado
todas las virtudes en aquel grado de perfección, a que lo proporcionó
la gracia, y a que los designios de Dios sobre él lo destinaban para
levantarlo a una santidad heroica, nos persuade que él supo conocer en
lo que consiste la prudencia y la virtud, para poseer la verdadera luz
de los ojos y la paz (Baruc III, 14).
PUNTO SEGUNDO
Considera
después de esto cuán necesaria nos es la verdadera Prudencia para poder
salvarnos. Para esto has de hacerte cargo que hay prudencia de la
carne, y prudencia del espíritu. La prudencia de la carne es muerte para
el alma, mas la prudencia del espíritu es vida y paz (Romanos VIII, 6).
Aquellos dictámenes, opiniones y modos de pensar que se conforman con
nuestras malas inclinaciones, que son dictados o admitidos por el amor
propio, y que nos hacen atender a la razón de estado, a los respetos
humanos y a los propios temporales intereses: efectos y actos son de la
prudencia de la carne. Aquella precisión en que nos imaginamos de
tolerar o de contribuir a una conversación nada religiosa, poco decente,
y destructiva de la caridad fraterna: de concurrir al teatro, no
negarnos al baile, y de presentarnos en la diversión, o en los paseos
públicos, porque lo hacen los demás que son de nuestra propia graduación
y esfera, no nacen de otro principio que de la prudencia de la carne. Y
lo mismo aquella conducta de vida en que se quieren combinar las leyes
de Dios con las del mundo, las tinieblas con la luz, y a Cristo con
Belial. Los que así viven son tenidos por prudentes, y juzgan ellos que
lo son, con desprecio de los que hacen o aconsejan lo contrario. Pero
deben tener presente que dice el Espíritu Santo, que son infelices los
que en su propia estimación se tienen por prudentes (Isaías V, 1).
Por
el contrario, la prudencia del espíritu inspira horror a los pecados,
el temor a los peligros y la fuga de las ocasiones; hace aborrecer el
mundo y sus pasajeros entretenimientos, la carne y sus aparentes gustos,
la vanidad y todo lo que puede ser motivo de ofender a Dios y de poner
en riesgo la salvación propia o ajena; y manda el amor a la virtud, a la
verdad y a la mortificación, persuade el sufrimiento en las injurias,
en las adversidades y en los malos tratamientos; y enseña el tiempo y el
modo del bien obrar en todo. Esta prudencia del espíritu es enemiga del
amor propio, de la razón de estado y de los respetos humanos: lo es de
la ficción, del doblez, y lo es de la hipocresía, de la falsedad en los
tratos, y de todo lo que es opuesto a la razón y al temor santo de Dios.
Esta prudencia ha de ser como la de la Serpiente esto es, que no
reparemos en perder los bienes temporales, y aún la misma vida antes que
perder la Fe, la Gracia de Dios, y todo lo que es Virtud. Temamos el
carecer de ella, porque nos sucederá el ser reprobados como las vírgenes
necias (San Mateo XXV, 12), pues sabemos por la fe: “que reprobará el Señor la prudencia de los prudentes según la carne”
(I Corintios I, 19). Teme mucho el caer en esta prudencia mala y
reprobada, llora lo que en lo pasado hayas delinquido, propónte la
enmienda para en adelante: y tomando por modelo al bienaventurado San
Fernando, ruégale que te alcance de Dios la Prudencia Santa y del
espíritu que precisamente necesitas para salvarte.
ORACIÓN PARA EL DÍA SEXTO
Prudentísimo,
discretísimo y sapientísimo abogado mío San Fernando, Ejemplar de
prudencia cristiana y del mejor gobierno a los que son Príncipes, Reyes y
Superiores en el mundo. Modelo perfectísimo de cuantos aspiran a la
perfección de las virtudes. Maestro, guía y conductor práctico de los
que temen a Dios, de los que le buscan y de los que desean agradarle.
Por aquella heroica y celestial Prudencia con que os enriqueció el
Todopoderoso, haciendo que con ella convirtieseis a los perdidos
pecadores y a los más necios incrédulos a la prudencia y al arreglo de
los justos; os suplico humildemente que intercediendo por mí ante el
Señor, me alcanzáis de su divina Majestad la prudencia del espíritu, con
que a imitación vuestra sepa anteponer lo eterno a lo temporal, a los
gustos la mortificación, y el cuidado de mi salvación a los interesados
de esta vida; en la que, además del especial favor que os pido en esta
Novena, consiga permanecer y acabar en gracia, y después ver a Dios, y
gozarle en la eterna Bienaventuranza. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA SÉPTIMO - 27 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN
- LA PERFECTÍSIMA TEMPLANZA DEL GRAN REY SAN FERNANDO, Y CÓMO LE
CONVIENE AL CRISTIANO EJERCITAR ESTA VIRTUD PARA CONSEGUIR EL CIELO.
Considera
pues que el Santo Rey, aunque no tuvo las arriesgadas experiencias que
el Rey de Jerusalén el Eclesiastés (Eclesiastés I, 12), desengañado
empero con luz más superior de la vanidad de los engañosos gustos de
esta vida, llegó a mirarlos con tal desprecio, que los aborrecía con
todo su corazón. Nada le era más odioso que los deleites de la
sensualidad, la alegría de los pasatiempos mundanos y las delicias de la
carnal concupiscencia. Miraba con horror todo aquello que por ser
deleitable da fomento a las pasiones, excita los apetitos y pone en
desorden la razón. Huía de todo pasatiempo ocioso y vano, de toda
profusión y exceso en sus gastos, y de toda inmoderación y demasía en el
cuidado y trato de su persona, sabía moderar, y efectivamente moderaba
sus sentidos corporales ordenando las respectivas acciones de cada uno
por las prolijas y delicadas reglas de la modestia cristiana. Su trato,
su conversación, su mesa, su vestido, su sueño, sus acciones y todos sus
movimientos eran arreglados, y en nada descomedidos. Y lo que es más,
sus pensamientos, y los ocultos sentimientos de su corazón cuidaba mucho
de nivelarlos por el tenor de las más ajustadas leyes de la Templanza.
A
todo esto y sobre todo ello añadía el castigo de su cuerpo, la
maceración de su carne, y la constante mortificación de sus sentidos y
de sus potencias. Aunque en todo tiempo le eran familiares la sobriedad y
la abstinencia, frecuentaba no obstante los ayunos, pero de tal modo
que nada les faltase para ser perfecto. No contento con huir de las
delicias sensuales, añadía con frecuencia los cilicios, las disciplinas y
los malos tratamientos de su cuerpo, para mantenerlo siempre sujeto a
las leyes del espíritu. Y poco satisfecho de lo mucho que hacía para que
su interior no se desordenase, dejándose apetitos, observaba cuidadoso
sus inclinaciones, y las refrenaba con el mayor tesón cuando las
advertía defectuosas. De aquí es que jamás llegó a engreírse su corazón
con las muchas y señaladas victorias que consiguió de los Moros sus
enemigos; que nunca se complació fuera de lo justo de haberlos vencido y
subyugado; y que en ningún tiempo quiso, ni buscó para sí otra
satisfacción, ni otro gusto, que el de cumplir la voluntad de Dios, y el
de llenar sus grandes obligaciones. ¡Oh, y cuán parecido es San
Fernando a aquel Rey de quien dijo Dios, que había encontrado a un varón
a medida de su corazón, que daría cumplimiento a todas sus voluntades o
designios! (Actas XIII, 22).
PUNTO SEGUNDO
Considera,
oh cristiano, cuánto necesitas de esta virtud, y de evitar los vicios
que se le oponen para poder salvarte. La Templanza nos enseña la
moderación en el uso de las cosas gustosas o deleitables a los sentidos.
Estos y muchos más nuestros apetitos se inclinan naturalmente a todo lo
que es vicioso y prohibido; y si esto con la mortificación no se
corrige, llegaremos a ser esclavos de nuestras desordenadas pasiones.
Para que esto no suceda, somos obligados a valernos de la mortificación,
tanto de la interior para domeñar el genio, vencer las pasiones y
sujetar los apetitos, como la exterior de castigar la carne para
refrenar sus movimientos, y no dar lugar a que prevalezca contra las
santas y prudentes leyes del espíritu, a quien siempre debe estar
subordinada. Si con este respecto no mortificamos con un cristiano
denuedo la vista, el oído, el gusto, el tacto, y los demás sentidos, de
forma que llevemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación de nuestro
Señor Jesucristo, es indubitable que ponemos nuestra salvación en
grande riesgo (I Corintios IX, 27).
Infiere
de aquí cuán obligados estamos a ejercitar la modestia, la honestidad y
la mansedumbre para evitar los excesos de la ira, las destemplanzas de
la gula, y las demasías en el vestido, en la diversión, y aún en el
sueño y el descanso. La destemplanza en la bebida conduce y lleva a la
embriaguez, ésta a la horrible apostasía con que vilmente se aparta el
alma de su Dios (Eclesiástico XIX, 2), y después a su perdición
irreparable (Gálatas V, 21; I Corintios VI, 10). El traje profano, el
vestido inmodesto, el adorno demasiado, el lujo en el tren, en la casa,
en la persona y la adhesión inmoderada al juego, a los pasatiempos, y a
todo lo que sea con algún peligro delicioso se opone a la templanza
cristiana, y nos aparta del estrecho y único camino del Cielo, que nos
ha enseñado nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién no temerá sabiendo que
aquél es el “camino ancho y espacioso, que ciertamente lleva a la eterna perdición, y que son tantos los que por él caminan”
(San Mateo VII, 13)? Toma ejemplo del Rey San Fernando, imítale en su
modestia, mansedumbre y templanza, y no dudes que por este medio te
harás digno de su protección importantísima.
ORACIÓN PARA EL DÍA SÉPTIMO
Amabilísimo,
poderosísimo y modestísimo, honestísimo, y en todo templadísimo
favorecedor mío San Fernando, Tesoro de santidad entre los escogidos:
preciosa perla de la Santa Iglesia, y Astro brillantísimo de la
Celestial Jerusalén. Extirpador de los vicios, restaurador de la virtud y
propagador de la piedad, admirable en la mortificación de los sentidos y
maravilloso en la moderación de los afectos del corazón, y prodigioso
en la rectitud de vuestro proceder, sin declinar en él a los extremos
que lo envician. Yo os suplico humildemente por la abundante gracia que
os comunicó el Señor para que llegaseis a tan eminente perfección, y por
la fidelidad con que le correspondisteis, que me alcancéis de su divina
Majestad el saber aprovecharme de sus santas inspiraciones, el
prepararme con tiempo para la muerte con la imitación de vuestras
virtudes: el arreglar mi vida por las estrechas leyes de la Templanza; y
además el especial favor que por vuestra intercesión le pido en esta
Novena, si conviniere para su mayor honra y gloria, y para la salvación
eterna de mi alma. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA OCTAVO - 28 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN - LA HEROICA E INVICTA FORTALEZA DEL REY SAN FERNANDO, Y CUÁN NECESARIA ELLA NOS ES PARA SALVARNOS.
Considera
cómo verdaderamente fue grande y muy heroica esta virtud en el Santo
Rey, tanto en padecer constantemente y sin alteración todo lo que de
adversidad y de trabajo se le ofreció en la debida prosecución de sus
empresas, cuanto en la grandeza y constancia de ánimo con que emprendía
los asuntos más arduos y las cosas más difíciles que eran de su
obligación, y en todo conformes a las reglas de la equidad y de la recta
razón. En los principios de su reinado en el Reino de Castilla, y
después en el de León, tuvo que sufrir algunas contradicciones y
gravísimos disgustos; pero tolerándolas con generosa resignación, las
vio todas disipadas, y al Cielo empeñado a su favor. No es fácil reducir
a compendio las grandes incomodidades, los malos ratos, los
ingentísimos trabajos, las muchas y diferentes molestias, penalidades y
quebrantos que padeció en la conquista de estos Reinos, y en sus
continuas campañas contra los Moros. Excede a todo encarecimiento su
paciencia, su igualdad de ánimo y la tranquilidad y dulzura de su
espíritu en medio de todas ellas. Y faltan voces para manifestar
adecuadamente la alegría, y el júbilo de su corazón en estos casos.
Reputábase por muy dichoso en padecer aquello poco por el amor a su
Dios, deseaba y se ofrecía a tolerar nuevos y mayores quebrantos si
conviniesen, o fuesen necesarios para llevar hasta su fin la ardua
empresa de exterminar si pudiese a los enemigos del Señor. Heroicidad
muy parecida a la del Santo Rey David en iguales o semejantes
circunstancias (Salmo XVII, 38).
Preparóle
Dios en su Reinado el duro combate de una pelea fuerte, sangrienta y
prolongada, ya con los extraños, y ya con los domésticos enemigos; pero
superior a todo su magnánimo corazón no desistió de la empresa hasta
verla concluida y vencidos sus contrarios (Sabiduría I, 12). Jamás hubo
dificultad que le detuviese, peligro que le intimidase, ni obstáculo
alguno por grande que pareciese, que lo retardase o lo hiciese desistir
de su intento, cuando estaba seguro que éste era del agrado del Señor o
cuando por el celo de su honor lo había emprendido. Todas sus
conquistas, todas sus campañas, y aún todas sus funciones en ellas están
llenas de heroicos actos de Fortaleza, de Prudencia, de Magnanimidad y
de Constancia. Su vida toda es una sucesión casi no interrumpida de
estas virtudes. Y sus victorias y gloriosísimos trofeos testifican que
la virtud y la fe, en que tanto sobresalió a imitación de los héroes que
refiere San Pablo: Gedeón, Barac, Sansón, David, Samuel y los Profetas,
lo hizo como a ellos que venciese los Reinos, que evitase el golpe de
la espada, y que fuerte en las batallas derrotase los ejércitos
contrarios (Hebreos XII, 32 y ss). Pero sobresalió esta su heroica
Fortaleza en la ardua empresa de su propia santificación, porque
resuelto a continuarla hasta su última perfección, peleó contra sus
pasiones hasta vencerlas: se dedicó con firmeza a la práctica de las
virtudes, y auxiliado siempre de la gracia del Señor, consumó su carrera
con la feliz final Perseverancia, a la cual está prometida la corona
(San Mateo X, 12).
PUNTO SEGUNDO
Considera
ahora, que para salvarte necesitas mucho de esta fortaleza, así para
resistir y vencer las tentaciones de tus espirituales enemigos, como
para superar las dificultades que se hallan para perseverar en la
virtud. Es nuestra vida una tentación continuada (Job VII, 1): son
muchos los enemigos que nos rodean; y sus asaltos son muchos,
renqueantes y muy temibles. Nuestra fragilidad es grande, nuestra
miseria mucha, y nuestra propensión al mal demasiada. Y si a esto se
agregan los hábitos viciosos, la mala costumbre o el vivir según el
mundo, y nuestras malas inclinaciones, la resistencia es ninguna, el
peligro mucho mayor, indubitable y casi cierta la caída. Un cristiano
que así vive y que esto hace, ¿cómo ha de lograr su salvación? No es
posible, ni lo será mientras que armado de fortaleza no haga frente a
sus enemigos, para resistir sus tentaciones y vencerlas. Para esto
necesita de la mortificación, de la oración, de la fuga de las
ocasiones, y de todos aquellos medios sin los cuales no es fácil dejar
de ser vencidos. Y si esto en el discurso de la vida es necesario,
cuánto más lo será en el trance formidable de la muerte, cuando el
conato de nuestro común enemigo por perdernos es incomparable mayor,
porque sabe que es ya poco el tiempo que tiene para inducirnos al mal?
Piénsalo bien y teme como es justo.
¿Y quien no temerá,
no pudiendo ignorar que es como la estopa nuestra natural fortaleza, y
nuestras obras o pecados como la pavesa (Isaías I, 31)? Es muy ardua y
superior en todo a nuestras humanas fuerzas la grande obra de nuestra
precisa santificación, y de la necesaria perseverancia en ella para
salvarnos. Una y otra nos exige el ser fieles a la gracia del soberano
auxilio, el ser dóciles a las divinas inspiraciones, y el emplear el
tiempo en aquel fin para que se nos concede. Si llamados a la penitencia
siendo pecadores lo resistimos, o si inspirados para emprender una vida
virtuosa lo rehusamos, aquello por horror a la mortificación, esto por
nimia pusilanimidad y cobardía, ni gustaremos el bien de la virtud, ni
gozaremos de sus frutos en la vida, en la muerte, ni en la eternidad. La
vida será perversa, la muerte pésima, y desventurada la eternidad. ¡Ah!
Cuán cierto es, que “los que se alejan de Dios con su impenitencia perecerán”
(Salmo LXXII, 26), Aprende y toma el ejemplo de Fortaleza que te da San
Fernando para empezar, seguir, y acabar una vida cristiana y arreglada,
cual para salvarte la necesitas, y pídele que sea tu protector en esta
empresa.
ORACIÓN PARA EL DÍA OCTAVO
Amabilísimo,
poderosísimo, fortísimo, valerosísimo y pacientísimo consolador mío San
Fernando, muro y columna de bronce de invencible fortaleza para
defender la Santa Iglesia, su Religión y su Fe. Fortísimo y valeroso
Gedeón en las campañas, Pacientísimo y sufrido Tobías en los trabajos,
Constantísimo y perseverante Samuel en la práctica de la virtud y en la
ejecución de la divina voluntad, con lo que os hicisteis formidable al
Infierno, temible a los enemigos del Señor, y amable a los Ángeles y a
los hombres. Yo os ruego humildemente, que me alancéis de Dios el vencer
las tentaciones de todos mis enemigos así en la vida como en la muerte;
que me conceda la final perseverancia, y en la hora de la cuenta no se
acuerde de mis ingratitudes y pecados, ni ahora tampoco me impidan éstos
para lograr el especial favor que por vuestra intercesión le pido en
esta Novena, y por último que mi alma le vea, le goce y le alabe
eternamente en el Cielo. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
DÍA NOVENO - 29 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
CONSIDERACIÓN - LA PERFECTA JUSTICIA DEL REY SAN FERNANDO, Y SIN ESTA VIRTUD DE NINGÚN MODO PUEDES SALVARTE.
Considera
cómo fue justísimo este Santo Rey no menos en la justicia con que
gobernaba sus Estados, que en la conducta que observó con respecto a la
práctica de las virtudes que para ser perfectamente justo le eran
indispensables. Cuando había que nombrar y poner Jueces en los
respectivos Pueblos y Tribunales de su Monarquía, cuidaba mucho como
Moisés (Éxodo XVIII, 21) que fuesen sujetos señalados en el desinterés,
en la integridad, en el temor a Dios y en el amor a la verdad. Sus
Ministros cuidaba mucho que fuesen sabios, experimentados y virtuosos. Y
tanto a los unos como a los otros les persuadía con no menos eficacia
que el piadosísimo Rey Josafat a los suyos (II Paralipómenos XIX, 7), la
administración fiel de la justicia y el celo por la observancia da la
Ley Santa del Señor. Cuidaba mucho de que sus Vasallos viviesen con
mutua paz y recíproca concordia, sin molestarse unos a otros, que se
pagasen las deudas, que se perdonasen los agravios, que se castigasen
los delincuentes, que no se desamparasen sus causas, que se diesen los
empleos a los más dignos, que se premiase a los que lo merecian, que a
todos se diese, y que a ninguno se le retardase lo que con razon pedía o
fuese legítimamente suyo. Mas no solo mandaba y quería que así todos lo
hiciesen, sino que él mismo lo observaba por sí, y lo cumplía siempre
que había de administrar por sí propio la Justicia. Entonces era su
rectitud no menos admirable, respetada y conocida en el Pueblo que la
del Santo Job; pero acompañada siempre de la clemencia y de la
misericordia, porque como Varon justo no podía vivir sin ella (Job XX).
De
esta especie de Justicia fue siempre inseparable aquella otra con que
debía santificarse a sí mismo. Nada omitió con respecto a un fin tan
importante. Cuidó mucho de alejar de sí la injusticia de todo pecado
grave, de la transgresion de la divina Ley, y de la inobservancia de los
preceptos de la Santa Iglesia. Conservó en su alma la inocencia velando
sobre sus pasiones, refrenando sus apetitos y alejándose de las
ocasiones de mancharse con la culpa. Practicó todas las virtudes,
observó todos los preceptos, y llenó perfectamente todas sus
obligaciones de Rey, de casado, y de cristiano. Fue fidelísimo a la
gracia, dócil a las divinas inspiraciones, y pronto en responder a los
llamamientos del Señor. Dio a Dios el culto, el amor y la obediencia que
le debia; fue liberal, recto, celoso y benéfico para con sus prójimos; y
consigo severo, mortificado y en todo arregladísimo. Vivió como varon
justo, siéndolo en obras, en palabras y en pensamientos. Murió con la
muerte de los justos, consumando como ellos su carrera, llenando sus
días con la perfeccion de las virtudes, y terminándolos felizmente con
la final perseverancia. Y ya en el Cielo logra el refrigerio de los
justos, que es la corona de justicia que tiene preparada el Señor para
los que le sirven en santidad y justicia, los cortos espacios de la
presente vida.
PUNTO SEGUNDO
Considera,
cristiano, cuán necesaria te es esta virtud de la Justicia para poder
salvarte. Acuérdate que esto le es imposible al soberbio, al codicioso,
al vengativo, al perjuro, al lujurioso, al incrédulo, y a los demás
viciosos que no dejan sus pecados (I Corintios VI, 9). Ten presente que
no puede entrar en el Cielo el que se halla manchado con la culpa
(Apocalipsis XXI, 27), si primero no se lava con la satisfaccion y la
penitencia. Y no te olvides que para alcanzar tu salvación, te es
indispensable el haber de entrar por el camino angosto, y por la puerta
estrecha de la mortificación, de la penitencia y de la vida santa que
nos enseña nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio (San Mateo VII, 14).
Justo es el que hace buenas obras y en estado de gracia (I Juan III, 7.
Véase en Cornelio a Lápide, Sobre I Juan III, 7). Por esto te es
necesario que ante todas cosas limpies tu conciencia de pecado, por
medio de una buena confesión, y que después pongas tu mayor cuidado en
conservarte justo por medio de la observancia de los divinos
Mandamientos, de las obligaciones de cristiano, y de las que tienes por
tu oficio y por tu estado. Mas aunque así lo hagas como se te manda, no
por eso has de imaginarte ya justificado; aún con todo eso te has de
reputar por siervo inútil en la presencia del Señor (Lucas XVII, 10), y
aunque lleno siempre de una santa Esperanza, debes no obstante trabajar
con temor y santo miedo por conseguir la espiritual y eterna salud de tu
pobre alma (Filipenses II, 12).
Precepto
es y no consejo el que tenemos todos de buscar ante todas cosas el
Reino de Dios, y la Justicia que a él nos conduce (San Mateo VI, 33).
Por lo que siendo esta, o consistiendo en los medios precisos de la
gracia de Dios, y de las virtudes con que nos justificamos (Cornelio a
Lápide, Sobre Mateo VI), se ve cuánto nos interesa el tener
hambre y sed de la justicia, o de vivir santamente para conseguir que se
vean saciados nuestros deseos (San Mateo V, 6. Véase en Cornelio a
Lápide). No mires a esta virtud como virtud solo particular, entiende
que ademas de esto consiste en el conjunto de todas las virtudes así
Teologales, como Cardinales y Morales, y las demas que dicen orden a
Dios, al prójimo, y a nosotros mismos. De todas se compone esta
Justicia, que se nos exige para entrar en la patria de los Justos, y
para lograr el refrigerio de su descanso. Trabaja con todas tus fuerzas
por practicarlas con un corazon puro, recto y sano, y no
superficialmente, o en la apariencia: porque es de fe, que “si nuestra justicia o virtud no fuere mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entraremos en el Reino de los Cielos”
(San Mateo V, 20). Toma y sigue el ejemplo de San Fernando así en esta
como en las demas virtudes: sea este el fruto principal de esta Novena
que hoy se acaba, y no dudes que de esta suerte harás benemérito de su
proteccion.
ORACIÓN PARA EL DÍA NOVENO
Justificadísimo,
observantísimo y santísimo protector mío San Fernando, cuya Justicia,
santidad y perfeccion fue muy parecida a la de los Místicos Montes de
Dios, que son los Santos Patriarcas, Apóstoles, y Profetas; Rey Santo
cuyo solio sostenía la justicia y el juicio. Varon justo en obras, en
palabras y en pensamientos, que seguisteis con firmeza la estrecha senda
de la perfeccion cristiana, hasta llegar a su más eminente cumbre.
Hermoso ejemplar de todas las virtudes, en las que florecisteis como
Palma, disteis copioso fruto como la Oliva, y como místico Bálsamo, y
fragrante Rosa habéis exhalado el suave olor de la santidad de nuestro
Señor Jesucristo en toda su Santa Iglesia. Yo os suplico con todas las
veras de mi corazón por la altísima perfeccion a que llegasteis en vida,
y por la inexplicable gloria que ahora gozais, que me alcancéis de la
Majestad de mi Dios el favor que por vuestra intercesión le he pedido en
esta Novena, si fuere de su divino agrado; pero singularmente que os
imite fielmente en todas las virtudes, viviendo en santidad y justicia
todos los días de mi vida: y que muera yo con la preciosa muerte de los
justos, auxiliado con la gracia de la final perseverancia, para que
después de haber caminado de virtud en virtud; y logrado la bendicion
del Señor en el término de la vida, pase a ver al Dios de los Dioses en
la Sion dichosa de la eterna Bienaventuranza. Amén.
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.