Artículo del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira publicado en la revista Catolicismo Nº 11 (Noviembre de 1951). Traducción e imágenes por EL PERÚ NECESITA DE FÁTIMA en la revista Tesoros de la Fe Nº 215 (Noviembre de 2019).
“TRAGADA HA SIDO LA MUERTE EN LA VICTORIA” - LA ACTITUD CATÓLICA FRENTE A LA MUERTE Y LA CONCEPCIÓN MATERIALISTA DE LA VIDA
“He aquí os digo un Misterio: todos ciertamente resucitaremos, mas no todos seremos mudados.
En un momento, en un abrir de ojo, en la final trompeta: pues la trompeta sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles: y nosotros seremos mudados.
Porque es necesario, que esto corruptible se vista de incorruptibilidad: y esto que es mortal, se vista de inmortalidad.
Y cuando esto, que es mortal, fuere revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Tragada ha sido la muerte en la victoria”. [1]
Con estas magníficas palabras, San Pablo (1 Cor 15, 51-54) anuncia a las gentes la buena nueva de la resurrección de la carne.
Velatorio de Juan Larra, Deleitosa, Extremadura, España, 1951
Nuestra ilustración representa a piadosas mujeres velando un cadáver
en una pequeña aldea de la España católica. Están consternadas por el
dolor de la separación. Pero en su sufrimiento no hay desesperación, ni
acidez, ni rebeldía. Una atmósfera de serena conformidad, suave
resignación y oración recogida domina el ambiente. Se trata de un
verdadero hogar cristiano; y en todos los rincones del universo, donde
quiera que haya un hogar cristiano rico o pobre, herido por la muerte,
la atmósfera será siempre esta. Los verdaderos hijos de la Iglesia, en
efecto, creen en la resurrección de la carne y saben que por la
Redención del género humano “la muerte ha sido destruida por la victoria”.
FRENTE A LA MUERTE, DOS ACTITUDES EXTREMAS
El espíritu del mundo no comprende estas cosas, y por eso adopta con
relación a la muerte actitudes completamente diferentes de la que es
propia del genuino católico. En la raíz de todo, el temor, un temor de
pánico, que en vista de la sepultura convulsiona todo el ser, perturba
toda lucidez, destruye toda valentía.
Las miserias grandes y pequeñas que este terror ocasiona son casi
incontables: el recelo de acudir al médico, y allí recibir un
diagnóstico amenazador; el miedo de hacer testamento; el horror de
presenciar la agonía de alguien; el desagrado profundo de participar de
funerales, de usar luto, y hasta de dar pésames; son fenómenos nerviosos
confesados o inconfesados, y tan generalizados que sería superfluo
insistir sobre ellos.
El dolor, Émile Friant, 1898 – Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia
Otro aspecto del terror a la muerte está presente en los cuidados
exagerados con la salud, en el miedo al envejecimiento, en la propensión
de cada uno a desestimar su propia edad. Y así se va llegando hasta el
momento ineludible. Cuando al fin los dedos de la muerte posan sobre
alguien, y lo llevan sin disimulo hacia el gran y último viaje, estas
miserias se acentúan aún más. Cuántas veces el enfermo —contando con la
complicidad de médicos y amigos— intenta engañarse hasta el final sobre
la gravedad de su propia condición. Cuando no hay más remedio que
reconocer que los instantes supremos han llegado, el enfermo no tiene el
valor de mirar hacia adelante, al ocaso que lo va envolviendo, a la
oscuridad que se aproxima y prefiere volverse hacia el pasado: son las
despedidas interminables, las reminiscencias, los últimos regalos, etc.
Hasta que el desenlace final sobreviene, arrastrando todo en su
vorágine.
El hecho está consumado, la muerte irrumpió en el hogar, ahora le
corresponde a los vivos tomar una actitud frente a ella. Los que tenían
un sincero afecto por el difunto desfallecen, se agitan, se rebelan. Son
los llantos trágicos, los gritos lancinantes, las postraciones
profundas y sin remedio. Otros, al contrario, huyen despavoridos,
procurando olvidar al muerto para huir del recuerdo que la muerte trae.
Son los espíritus que se pierden intencionalmente en los pormenores
sociales de los funerales y del luto, que abrevian tanto cuanto sea
posible la presencia del cadáver en casa, que “simplifican” de todos los
modos las honras fúnebres, para que pasen rápidas y sin dejar vestigio.
Entre estas dos actitudes extremas, ¡qué diferente es la posición del
católico!
LA IGLESIA JUSTIFICA NUESTRO DOLOR Y A ÉL SE ASOCIA
La Iglesia nos enseña que la muerte es un castigo impuesto por Dios a
los hombres, a consecuencia del pecado original. Es propio del castigo
producir aflicción y dolor. Como Dios es infinitamente sabio y poderoso,
y hace con perfección todas sus obras, este castigo instituido por Él
ha de ser necesariamente capaz de producir mucha aflicción y mucho
dolor. Fue de esto ejemplo supremo la muerte voluntaria de nuestro
Salvador — sumamente aflictiva, inefablemente dolorosa. Los instintos
humanos retroceden frente a la aflicción y al dolor, y es natural que se
aterroricen frente a la muerte.
Muchos santos murieron inundados de consolaciones sobrenaturales,
aceptando la muerte con más placer del que otros aceptan honras o
riquezas. Son verdaderos milagros de la gracia, en que la unción
sobrenatural es tan intensa que, por así decir, suspende los estertores
de la naturaleza. El común de los hombres no está en ese caso, pues
mueren con miedo y con dolor.
Si la muerte hace sufrir, es legítimo que participen del dolor los
que aman al finado, y la Iglesia siempre aprobó las costumbres sociales
tendientes a rodear la muerte con las manifestaciones exteriores del
dolor. Por eso la liturgia para los difuntos asume todas las señales de
la tristeza. Siendo Ella la maestra y la propia fuente de la
inmortalidad, no desdeña participar de nuestras lágrimas y revestirse de
nuestro luto.
Los paramentos del sacerdote son negros, negro es el tejido sobre el
cual se dan las absoluciones, y la música de la liturgia de los difuntos
canta con poderosa fuerza de expresión el dolor de los hombres frente a
la muerte. Los textos litúrgicos suenan en unísono con nuestros
gemidos. Como maestra, la Iglesia justifica nuestro dolor; como madre, a
él se asocia. Por eso también incita a que la caridad de los fieles se
manifieste generosamente a propósito de la muerte.
TRADICIONALES COSTUMBRES LUCTUOSAS
Velar los cadáveres, participar de los funerales, visitar a las
familias enlutadas, comparecer a la misa en sufragio por el alma del
difunto… son actos que muy frecuentemente se practican hoy con un
espíritu absolutamente mundano y naturalista. No deben ser abolidos
estos actos, que en sí mismos son excelentes y rigurosamente coherentes
con lo que la Iglesia enseña a respecto de la muerte. Lo que debe ser
abolido es ese espíritu naturalista y mundano.
En los siglos de civilización cristiana, las costumbres sociales,
lentamente constituidas bajo el soplo del espíritu católico, fueron
dando forma y expresión a todas estas ideas. De ahí el luto, que los
pueblos occidentales usan con el color negro, al juzgar que este color
sirve para expresar el dolor, y de hecho eso tiene algún fundamento.
Pero, se puede preguntar, ¿será necesario “reglamentar el luto”, de
modo que las costumbres impongan un plazo determinado y determinada
forma de luto para los viudos, padres, hijos y demás parientes? ¿No
sería mucho más expresivo dejar la duración del luto confiada al
sentimiento de cada uno? En los siglos de civilización cristiana, el
consenso general juzgó de otro modo y con razón. Porque, si vivimos en
sociedad, debemos explicaciones de nuestros actos al próximo, y es justo
que expresemos a los demás el pesar que legítimamente sentimos por su
muerte. Si no manifestamos este pesar, dejamos trasparecer una
indiferencia que redundaría en desdoro para nosotros o para el difunto.
Por un tácito y general consenso, es bueno que se fije un plazo
mínimo para el duelo. Siempre tendrá algo de arbitrario, pero debe ser
tal que después de este periodo nadie tenga miedo de dejarlo sin faltar a
la decencia. Claro está que las costumbres imponían un plazo mínimo,
pero no censuraban a quien quisiera llevar el luto más allá de ese
plazo. En cualquier caso, la compostura que el cristiano debe mantener
en toda su conducta estaba resguardada.
Según nuestras costumbres tradicionales, los funerales no se
revestían apenas de señales de dolor, sino también de pompa. El más
pobre de los entierros tenía siempre algo de grandioso, hasta en su
propia sencillez. Nada más razonable, pues un hombre vale mucho, por
menos que lo haga en la escala social. Criatura de Dios — más aún, hijo
de Dios por el bautismo — él fue creado para la gloria inmortal. Justo
es que esta fundamental dignidad del hombre, encubierta tantas veces por
las vicisitudes de la vida, sea resaltada en el momento de la muerte,
es decir, en el momento en que todos, grandes y pequeños, pierden todo
cuanto poseen, y quedan reducidos a la mera condición esencial e
inalienable de hombres y de hijos de la Iglesia.
La
familia real holandesa durante el funeral del príncipe Juan Friso, hijo
de la reina Beatriz (primera a la derecha), en agosto de 2013
Siendo la muerte un castigo de Dios, participa de algún modo de la
majestad del propio Dios, está puesta en los umbrales de la eternidad.
Tales umbrales son tan inmensos, que en vista de ellos todo cuanto es
grandeza humana queda reducido a polvo. ¿Hay algo más majestuoso que la
muerte? ¿Y algo más digno de ser destacado con pompa?
Cortejo fúnebre en el interior de Inglaterra, a comienzos del siglo XX
MANIFESTAR DOLOR, PERO CON RESIGNACIÓN Y ESPERANZA
En el siglo XIX, todo impregnado de romanticismo, parecía que había
alguna complacencia con el dolor. Por eso, sin mayor dificultad se
mantuvieron las costumbres cristianas referentes a la muerte y a los
funerales. En muchos sentidos, hasta se exageraba. En la literatura, en
la música, en el arte, en el modo de vivir del siglo XIX, el dolor se
expresó muchas veces con una nota de desgarradora tragedia,
desesperación, rebeldía, que desentona de las enseñanzas de la Iglesia.
La Iglesia aprobó siempre que se llorase la muerte, pero como una
separación temporal que terminaría con un feliz reencuentro en la
bienaventuranza eterna.
Monumento funerario en un cementerio de Estados Unidos
Era un dolor sentido, sí, pero lleno de esperanza, consolación,
resignación, pues una cosa es una separación temporal, otra una
separación definitiva. En el siglo XIX, un siglo sin fe, se veían las
sombras de la muerte, pero no se querían ver más allá de esas sombras
los destellos de la resurrección y del cielo. De ahí la nota de tragedia
y desesperación en materia funeraria, tan frecuente entonces.
Nadie consigue encarar detenidamente la muerte por mucho tiempo
cuando no tiene fe. Fue lo que sucedió a los hombres. Perdida la fe en
el siglo XIX, en el siglo XX comenzaron a desviar el rostro de la
muerte. De ahí una tendencia a restringir la solemnidad, alejándola de
todo lo que concierne a la muerte.
TRISTES COSTUMBRES MODERNAS PARA EVITAR LA TRISTEZA
Otrora los cadáveres eran velados en casa por veinticuatro horas; hoy
a veces no se completan doce. Otrora se revestía de paños negros toda
la sala en que el cadáver quedaba expuesto; hoy esta costumbre tiende a
desaparecer, y muchas familias prefieren no hacer en casa la exposición
del cuerpo. Otrora el dolor tenía la libertad de manifestarse en la
cámara ardiente, dentro de los límites de la dignidad y de la
compostura; hoy es de buen gusto ahogar en público, tanto cuanto
posible, la manifestación de los sentimientos, y de encerrarse en el
cuarto los que desean llorar. Otrora se enviaban flores, costumbre que
llegó hasta cierta exageración; hoy se tiende a abolir este modo de
testimoniar nostalgias. Otrora se iba al entierro con traje de
solemnidad, que para los hombres era el frac; hoy sirve cualquier traje
común. Otrora los carros funerarios eran jalados a caballo, costumbre
que se conservó por muchos años después de la introducción del automóvil
en la vida civil; más tarde el uso del automóvil se volvió exclusivo, y
la forma de este fue evolucionando hasta tomar el aspecto de un
repartidor de mercadería. Otrora el luto era largo y muy visible; hoy es
rápido y reducido.
El punto extremo de esta transformación fue alcanzado en un país —al
menos en algunas regiones— en que los cadáveres son pintados como si
estuvieran vivos, arreglados como para una fiesta y sentados en actitud
normal en el living de la casa. Se reúnen los amigos, alguien
ejecuta algunas músicas suaves, después van todos a un lindo jardín que
sirve de cementerio. El muerto, envuelto en un paño de color verde,
risueñamente verde, baja a la tumba… cuando no es cremado. Y está
terminado el funeral. Del luto, ni se hable.
Renard
Matthews, asesinado en Nueva Orleans a la edad de dieciocho años. En su
funeral, la familia decidió sentarlo en una silla, haciendo lo que más
le gustaba: sostiene en las manos un control de videojuegos y está
“viendo” un partido de basket por televisión, de su equipo favorito.
* * *
¿Por qué hicimos esta larga digresión sobre la muerte? Porque, en
cierto sentido, lo que hay de más importante en la vida es la muerte.
Mientras los hombres no tengan una actitud recta, equilibrada y
cristiana frente a la muerte, no serán capaces de tener una actitud
recta, cristiana y equilibrada frente a la vida.
NOTA
[1] Traducción de la Vulgata conforme a: “La
Biblia Vulgata Latina. Traducida al español y anotada conforme al
sentido de los Santos Padres y expositores católicos por el Ilustrísimo
Señor Obispo de Segovia, Don Phelipe Scio de San Miguel”, Tomo III - Madrid, 1816 - Imprenta de Sancha.
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