Tomado de MÁGICAS RUINAS. Rescatado de CATÓLICOS ALERTA (Segunda época).
CONCILIO: LOS PARAGUAS DEL VATICANO
«Es
 preciso ser realistas —acaba de advertirles a los obispos— porque 
mediante el Concilio Ecuménico no pretendemos ofrecer la solución única e
 inmediata de los graves problemas del sufrimiento, de la enfermedad, 
del hambre, de la guerra».
Las nostálgicas 
palabras de Pablo VI adquieren otra perspectiva cuando se las superpone 
al editorial que Raimondo Manzini, director del «Osservatore Romano», 
incluyó en su edición del 30 de agosto. Lamentando que el periodismo 
esté demasiado «sensibilizado» respecto de ciertos esquemas —como el 13,
 sobre la Iglesia y el Mundo Moderno— en tanto que otros serían «por lo 
menos tan importantes en vista de un aggiornamento católico», 
Manzini asegura que para las cuestiones que preocupan a la conciencia 
individual «el Concilio no tiene fórmulas mágicas que proponer ni 
remedios tan fáciles como decisivos».
Por ejemplo, el control de los nacimientos
 —según Manzini— no puede discutirse sin hablar de las relaciones entre 
los países desarrollados y los subdesarrollados. «Una justicia social 
que expresara la solidaridad entre los hombres, tornaría menos trágico 
el problema de la explosión demográfica».
Todo 
esto tenía lugar en forma extrañamente simultánea a dos congresos 
científicos europeos. En Ginebra, doscientos especialistas reunidos en 
la I Conferencia Internacional sobre Planificación de la Familia, 
coincidían con el presidente del Population Council, Frank Notestein, en que el
 crecimiento de la población sólo podría detenerse en las dos décadas 
próximas gracias al uso en masa de los métodos anticonceptivos. Y en
 Belgrado, un millar de expertos se encontraba estudiando los aspectos 
demográficos del desarrollo económico, de acuerdo con una recomendación 
del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. En los últimos 
diez años —puntualizaron— el número de seres humanos aumentó en 480 
millones, casi el equivalente a todos los habitantes de Europa juntos.
El principio de incertidumbre
A
 fines de la primera sesión del Concilio, uno de los sacerdotes 
periodistas que pululan por los corredores del Vaticano —el presbítero 
[Émile] Gabel, A. A.— aludiendo a la manera en que se estaba hablando 
sobre los medios masivos de comunicación, decía que le hacían acordar 
«al estilo sentimental y romántico que los ambientes eclesiásticos 
empleaban 75 ó 50 años atrás para ocuparse de la cuestión social: 
pretendían resolverla por la moralización de los pobres y la generosidad
 de los ricos. Fue después cuando vinieron los análisis científicos de 
los fenómenos económicos y sociales, a fin de emprender una acción 
eficaz sobre las instituciones y sobre las estructuras».
Los
 Padres Conciliares tuvieron ellos mismos un papel relevantísimo en esa 
toma de contacto con la realidad. Pero de pronto, la actitud de Manzini 
parecería retrotraer las cosas. ¿Cómo? ¿Puede verdaderamente 
solucionarse el boom de nacimientos con exhortaciones edificantes sobre 
la justicia? O yendo más lejos aún: las frases de Pablo VI, ¿indican que
 Roma no piensa presentarles a los católicos soluciones inequívocas para
 los conflictos morales que padecen, ante los desafíos máximos del 
presente?
Nada permite suponer que la 
alocución del Papa posea semejantes alcances. Muy al contrario, cuando 
recibió a la comisión especial que estudiaba el ‘birth control’, el Jefe
 de la Iglesia Católica en persona les exigió «con suma 
urgencia» materiales de juicio para ofrecer «indicaciones sin 
ambigüedad» porque —se inquietaba el Pontífice— «ya no es posible dejar 
la conciencia de los hombres expuesta a incertidumbres».
Sería
 absurdo reprocharle oscuridades o angelismos doctrinarios a Pablo VI: 
sus alusiones «a las guerrillas, a las discordias y a las oposiciones 
que amenazan la paz», a «crisis de la moral pública, al aumento de la 
delincuencia» y «al hambre que siempre reina en el mundo», su llamado 
concreto para que «al menos parte de lo que se gasta en armamentos se 
derive hacia fines humanitarios», fueron tan enérgicos que acaba de 
confirmarse que, en octubre, el Papa irá a Nueva York para repetirlos en
 pleno escenario de las Naciones Unidas.
No 
obstante —comentó uno de los asistentes latinoamericanos al Concilio—, 
la nueva modalidad cautelosa suena como si Roma deseara abrir el 
paraguas antes de la lluvia.
La esperanza en 
torno a las definiciones espectaculares ha ido creciendo como una bola 
de nieve, desde 1962, y más de un discurso de los Padres Conciliares 
bastó para alentarla, si no para justificarla. Cuando se hizo evidente 
que el Vaticano II no iba a innovar en materia de celibato sacerdotal, 
quedaron otros temas como vedettes periodísticas:
- La libertad religiosa, cuyo esquema va a poner término a los recelos de la Contrarreforma y a los excesos de la reacción antiliberal del siglo pasado, ejemplificada por encíclicas como la Libértas de León XIII y el Sýllabus de Pío IX.
 - Los prejuicios antisemitas, por fin condenados oficialmente en un texto anexo al esquema sobre Ecumenismo: los azares de su redacción (el rechazo explícito del cargo de haber cometido «deicidio» figuraba en el escrito original; alguien lo borró de la segunda versión y los israelitas de todo el mundo se indignaron; entonces, la frase volvió a su sitio y allí quedó) dieron origen a una circunstancia feliz según el dominico Yves Congar: «Demuestra que el diálogo ha empezado a ser verdadero y que el Otro, el dialogante, pide que se le tome totalmente en serio y plantea sus exigencias de contrincante difícil, pero real y no simplemente literario».
 - El propio esquema ecuménico que en un comienzo se llamaba «Principios del Ecumenismo Católico» y a solicitud de los observadores protestantes y ortodoxos se denomina ahora «Principios Católicos del Ecumenismo», reconociendo que el movimiento de convergencia cristiana es uno solo, cualquiera sea la base desde que lo emprenda.
 - Y por supuesto, el zarandeadísimo Esquema 13 sobre las relaciones entre la Iglesia y el Mundo Moderno, con sus cuatro capítulos («La vocación integral del hombre», «La Iglesia al servicio de Dios y de los hombres», «El comportamiento de los cristianos en el mundo actual» y «Las principales tareas que se imponen a los cristianos de nuestro tiempo»). El último, de excitante sumario, se completa con cuatro anexos sobre la dignidad de la persona humana, el matrimonio, el progreso cultural, la economía política y la paz internacional.
 
Una nueva moral
Los
 debates alrededor del Esquema 13, mal que le pese a Raimondo Manzini, 
fueron escenario de las declaraciones más azarosas del aggiornamento.
Laboriosamente,
 siguiendo los pasos inaugurados por Juan XXIII, un equipo de dignísimos
 especialistas en la Ciencia sagrada han ido forjando una auténtica 
«teología del mundo». Entre citas infaltables del sabio Teilhard de Chardin, los Cardenales [Joseph] Frings, [Paul-Émile] Léger y [Albert Gregory] Meyer, el Patriarca [Pablo Pedro] Meouchi, los Monseñores [Denis] Hurley (Sudáfrica), [Pablo] Muñoz Vega (Ecuador), [Franziskus] Von Streng (Suiza) y [Louis] La Ravoire
 (India) han insistido en que todo el orden natural y sobrenatural está 
orientado hacia la mayor gloria de Dios. «Falta —se quejó el Patriarca 
Meouchi— el sentido de la recapitulación de todas las cosas en Cristo: 
la religión y la gracia aparecen como realidades extrañas al trabajo, a 
la acción del hombre en el mundo y a sus aspiraciones terrestres».
«En lugar de hacer de moralista —gritará Monseñor [Léon-Arthur] Elchinger (Francia)—, la Iglesia sería mejor sal de la Tierra y luz del Mundo
 haciendo remontar a sus genuinas fuentes los grandes valores de la 
vida». El Patriarca Máximos [IV Saigh] ha clamado por una revisión del 
enfoque ético que enfatice el amor antes que el legalismo represivo de raíz farisea.
 «Hoy día —reflexionó— hemos alcanzado una época de madurez. No 
impongamos ninguna ley sin dar su significado profundo… Estamos todavía 
demasiado marcados por el judaismo. Es Cristo quien debe ser centro de 
toda la moral… Los mandamientos de la Iglesia deben ser vías para 
alcanzar la salvación más que para la condenación. A una madre no le 
agrada pegar a menudo a sus hijos… Debemos crear una comisión que revise
 la enseñanza de la moral y de las leyes positivas».
En la misma línea, el mexicano [Sergio] Méndez Arceo
 dijo que la Iglesia «no debe aparecer solamente como una defensora de 
la libertad religiosa, sino también de la libertad a secas, ahí, donde 
se encuentre… Este espíritu de libertad convive difícilmente con la 
multiplicación de los preceptos de la Iglesia. Se habla con demasiada 
frecuencia de pecado mortal… Insistamos sobre la ley evangélica (‘amaos 
los unos a los otros’), pues parece que fuera para nosotros menos 
importante que el resto, y centremos todo en la alegría pascual».
El
 Cardenal canadiense Léger insistió en la necesidad de renovar la 
teología del matrimonio, al impacto triple de las actuales condiciones 
sociales, las nuevas corrientes teológicas y los descubrimientos de la 
ciencia. El amor físico es también un fin del matrimonio y si no se lo 
menciona, las relaciones entre los esposos no aparecerán en su verdadera
 luz.
El Cardenal [Bernardus] Alfrink se 
preguntaba si en los conflictos de la vida conyugal, la continencia es 
la única solución eficaz, bajo todos los aspectos, del punto de vista 
moral y cristiano. «La finalidad del matrimonio —dictaminó el Patriarca 
Máximos— no debe ser disecada en finalidades primarias y 
secundarias… ¿No influirán en ciertas posiciones oficiales, una 
concepción maniquea?».
El Cardenal [Leo Jozef] 
Suenens se lamentó de que quizá se subrayó demasiado un precepto del 
Génesis («Creced y multiplicaos») en desmedro de otras palabras de los 
Orígenes, citadas por San Pablo: «Serás dos en una sola carne». Y 
terminó: «Puede uno interrogarse si la enseñanza moral ha tenido lo 
suficientemente en cuenta los principios de la ciencia en lo que 
concierne a la unidad del hombre, alma y cuerpo… Entonces sabríamos 
mejor lo que significa según natura y lo que es contra natura. Evitemos 
un nuevo proceso de Galileo, uno solo basta».
No
 asombra, pues, que, en la apertura de la tercera sesión, el jesuita 
Jean Daniélou (uno de los peritos teológicos más escuchados de la 
corriente renovadora) se atrevió a declararle a un periodista: «La 
Iglesia se dispone a proclamar solemnemente que la regulación de los nacimientos,
 es decir, el caso del derecho para una pareja de tener el número de 
hijos que quiera, es mucho más digno de la persona humana que el hecho 
de dejar el nacimiento de los niños al azar de las leyes biológicas».
En
 cuanto al ecumenismo, los protestantes quedaron muy satisfechos por 
algunos saltos sorpresivos que no se deben exclusivamente a los Padres 
Conciliares, sino que están impulsados por el mismo Pablo VI, quien 
llegó a exclamar: «¡Oh Iglesias lejanas y tan próximas a nosotros! ¡Oh 
Iglesias de nuestra sincera solicitud! ¡Oh Iglesias de nuestras lágrimas
 y que quisiéramos poder honrar abrazándolas en el auténtico amor de 
Cristo…!». Lo revolucionario acá es que el Pontífice se refiriera a las 
denominaciones cristianas llamándolas a todas «iglesias», 
sin hacer la salvedad habitual (que ofende a los evangélicos) entre los 
cuerpos eclesiásticos cismáticos con sucesión apostólica —las Iglesias 
de Grecia, de Antioquía, de Armenia, etc.— y las «comunidades» que 
carecen de ella.
La conspiración masónica
Pero
 semejante euforia progresista oculta varios puntos fundamentales. Toda 
política, incluyendo la religiosa, es siempre el arte de lo posible. 
«Cuando en la Iglesia —murmuraba admonitoriamente el obispo de Arras, 
Monseñor Huyghe— se ha ignorado la existencia de la tensión o una de las
 posiciones ha triunfado brutalmente sobre la otra, siempre se desembocó
 en un cisma o en una herejía».
Hasta la más inocente de las reformas conciliares —la del decreto sobre liturgia—
 levantó una reacción tal que, en Inglaterra, Monseñor [John Carmel] 
Heenan y varios obispos tuvieron que calmar a sus feligresías con una 
pastoral colectiva rotulada «Don’t worry» («No se preocupen»).
En
 España hubo un fortísimo movimiento de opinión contra el estatuto para 
los no católicos, que permite convertir parcialmente en público el culto
 de las denominaciones protestantes, hasta entonces reducido a reuniones
 privadas. «¡Eso acaba con el confesionalismo del Estado!» —gemían— «¡Es
 incompatible con el Fuero (Constitución) nacional!». El Cardenal 
[Ernesto] Ruffini, Arzobispo de Palermo y uno de los miembros del sector
 de los «conservadores cerriles» del Concilio cuya cabeza visible es el 
Cardenal [Alfredo] Ottaviani, se horrorizó a causa del texto acerca de 
los judíos. No les exige que se conviertan, ¿cómo puede ser? Es 
preciso que ellos reconozcan que Jesús fue condenado injustamente, hay 
que instarlos a que no dañen a los cristianos. ¿Es que acaso alguien 
ignora —dijo— que la judería internacional sostiene a las sectas masónicas?
El
 Patriarca sirio expuso otras razones para rechazar el documento. «No 
tenemos oposición alguna —apuntó— contra la religión judía, ni 
discriminación respecto de ningún pueblo. Pero para evitar graves 
dificultades concernientes a nuestra actividad pastoral, con pleno 
conocimiento de causa y según nuestra conciencia, repetimos que esta 
declaración es inoportuna y pedimos que sea separada de los actos del 
Concilio».
En Portugal, el semanario Agora,
 muy leído por los curas rurales, denunció abiertamente la conspiración 
«judío-masónica» que estaba «saboteando» a la iglesia desde el Vaticano 
II. En México se publicaron solicitadas en los diarios denunciando a los
 obispos renovadores, a quienes se acusaba de estar vendidos al judaísmo y al marxismo.
 En Finlandia, la minoría católica inmersa dentro de aquel océano 
luterano sigue espantada las alternativas del cambio: teme que la Iglesia romana se parezca tanto a las protestantes que ellos pierdan su individualidad.
 Monseñor [Giovanni] Canestri, auxiliar del Cardenal vicario de Roma, se
 preguntó si también iban a reconocerle el derecho a la libertad 
religiosa a un sacerdote católico que se hiciera protestante. Quien 
cometiese una apostasía de ese calibre —pontificó— sólo podría 
realizarla de mala fe, obedeciendo a motivos interesados.
Los
 representantes de la Curia Romana se escandalizaron frente a la idea de
 alterar la teología del matrimonio. «Soy el undécimo hijo de una 
familia de doce —dijo el Cardenal Ottaviani—. Y a pesar de nuestra 
pobreza, la Providencia siempre vino en nuestra ayuda». El Cardenal 
[Michael] Browne expuso: «Lo cierto es que el fin primario del 
matrimonio es la procreación y la educación. El fin secundario es la 
ayuda, mutua de los esposos y el remedio de la concupiscencia. El amor 
que debe pasar a primer término es el amor de amistad; el otro no está 
prohibido, pero es necesario darse cuenta de que, si no se toman 
precauciones, puede llegar, en el curso normal de las cosas, a ir contra
 el primero y desembocar en el egoísmo». Cuando los renovadores lucían 
su optimismo teilhardiano, los conservadores les replicaban con una 
cuidadosa descripción del fuego del infierno. «Conviene mucho acordarse 
de él —pensaba el patriarca latino de Jerusalén, Monseñor [Alberto] 
Gori—, sobre todo hoy que reinan diversos sistemas materialistas y el 
culto del placer…».
Aunque el grupo «cerril» es
 muy pequeño (uno de cada cinco Padres Conciliares puede adscribírsele),
 posee una fuerza notable y están en sus manos resortes claves de la 
maquinaria vaticana. Su irritación ha alcanzado límites insospechados y 
se les atribuye los paradójicos noventa votos que se pronunciaron por 
«no» ante una declaración sobre la primacía del Papa (un periodista 
protestante con sentido del humor dijo que en Roma había noventa obispos
 católicos que no eran católicos). La clave: se trataría de una actitud 
que acordaron los ultraconservadores para dejar constancia de que se 
oponían a todo lo que salga de este Concilio.
Desafiar
 a una quinta columna tan próxima a la silla de Pedro no figura, por 
cierto, en los planes conciliadores de Pablo VI. «Así como el Concilio 
empezó su primera sesión en medio de la alegría y la confianza 
—manifestó la semana pasada—, deseamos que pueda terminar en la más 
fraternal de las concordias».
Prohibido para menores
La
 mesura es más importante que nunca. Apretar el acelerador sería, quizá,
 precipitar una catástrofe. Lo malo, como meditaba Monseñor Hurley, es 
que «se ha prometido un fuego de artificios» y es tarde para ofrecerles a
 los fieles «un petardo mojado». Ahora existe el riesgo de que un ritmo 
más moroso (o más realista, según el vocablo pontificio) provoque una 
ola de decepción en las filas progresistas. «El problema actual 
—confesaba hace seis meses el Arzobispo de Bolonia, Cardenal [Giacomo] 
Lercaro— es saber si nosotros estamos viviendo y aplicando la visión de 
Juan XXIII. Confrontando sus previsiones sobre el propósito del Concilio
 y los proyectos de los esquemas redactados por las comisiones, va a 
descubrirse que éstos fueron todos rebasados por el discurso de apertura
 que pronunció el Papa Juan».
No obstante, 
parece muy exagerado subestimar las conquistas que ya fueron obtenidas 
por el ala transformista. La cuarta sesión —esta vez, sí, la última— que
 se inicia en la presente semana, va a dar rápidamente su voto 
definitivo a las enmiendas del «Esquema sobre Ecumenismo» y otros cuatro
 textos (la carga episcopal, los religiosos, los seminarios y la educación cristiana). Están listos también para la votación los documentos de «la Revelación» y del «Apostolado de los Laicos».
Las discusiones que se anticipan versarán (a lo mejor) sobre el Esquema de la Libertad Religiosa y (seguro) sobre el Esquema 13. Falta considerar también los esquemas de las Misiones y de los Sacerdotes. El conjunto parece lo bastante «subversivo» como para satisfacer a los que en 1962 —siguiendo al enfant térrible de los dominicos, Padre Yves Congar— saludaron al Vaticano II llamándolo «un Concilio de Transición».
El Esquema 13
 no va a contener probablemente ninguna alusión al control de 
nacimientos ni tampoco podrán hallarse en él las vías concretas para 
acabar con el hambre, la explotación de las personas y de los países, 
las amenazas contra la paz. Pero, Según observaba el consultor teológico
 del episcopado holandés, Padre [Edward] Schillebeeck, «Cristo no 
comisionó a la jerarquía para que construyese una ciudad temporal digna 
de los hombres. Esa tarea pertenece en forma inalienable a la humanidad 
íntegra, dentro de la que actúa el pueblo de los fieles…». El Concilio 
debe reducirse a proclamar los «principios generales, humanos y 
evangélicos» que necesiten los laicos «para ejercer por sí mismos su 
papel de hombres en este mundo».
Francis 
Mayor, el corresponsal de «Informations Catholiques Internationales» en 
el Concilio, expresó la misma idea con más claridad: «La Iglesia —dijo— 
no es una panadería que deba abastecer a la sociedad, sino una levadura 
entre los hombres que quieren ser adultos».
OSIRIS TROIANI. Revista “Primera Plana”, 12 de Septiembre de 1965.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)