Ana Hoss nació el 20 de octubre de 1682. Era hija de un modesto tejedor de lana en la ciudad de Kaufbeuren, que en aquel tiempo contaba sólo con dos mil quinientos habitantes, en su mayoría protestantes. Matías Höss, el padre de Ana, era persona muy sensata y sabía orar muy de corazón. Le gustaba concentrar sus pensamientos sobre la pasión de nuestro Señor, y por medio de ásperas penitencias voluntarias, había logrado penetrar en los misterios de la fe mucho más profundamente que algunos cristianos, los cuales creen que con un padrenuestro ya se han despachado para todo el día. De aquel padre tan bueno aprendió Ana desde sus más tiernos años la compenetración expiatoria con los sufrimientos del Redentor, que más tarde fue una virtud insigne que la distinguió. Y así se cuenta que aquella muchachita procuraba algunas veces pasar voluntariamente hambre y sed o llevar en la boca alguna cosa amarga, para unir sus padecimientos con los del Salvador. Es muy hermoso que los niños unan sus pequeños sacrificios a los padecimientos de nuestro Señor Jesucristo.
Los
 años de su juventud los pasó Ana Hoss en su casa paterna, ayudando a su
 padre en el telar y a su madre Lucía Hörmann en las faenas domésticas. Más tarde 
ingresó en el convento de religiosas franciscanas de Kaufberuren. Al 
vestir el hábito, recibió en religión el nombre de Crescencia. Que 
quiere decir «la que crece», y ella estuvo creciendo continuamente en 
las virtudes religiosas durante los cuarenta años de su vida religiosa, y
 alcanzó por fin un alto nivel de santidad.
      
Su
 vida consagrada estuvo siempre impregnada de amor alegre a Dios, con la
 preocupación fundamental de cumplir en todo su santísima voluntad. 
Vivía una gozosa y profunda relación con Dios.
       
Su
 intensa oración, mediante fervorosos coloquios con la Trinidad, con la 
Virgen María y con los santos, desembocó muchas veces en visiones 
místicas, de las que sólo hablaba por obediencia ante sus superiores 
eclesiásticos.
    
Desde
 su infancia oraba mucho y con fervor al Espíritu Santo, devoción que 
cultivó durante toda su vida. Deseaba que las personas vieran en él un 
camino más fácil de vida espiritual.
   
Se
 la suele representar sosteniendo la cruz con la mano derecha, mientras 
con la izquierda se dirige al Salvador crucificado, pues durante toda su
 vida predominó en ella la contemplación y devoción a Cristo en su 
agonía, que la llevaba a un gran espíritu de sacrificio personal, 
siguiendo el ejemplo del Salvador.
     
Siempre buscó hacerlo todo por amor a Dios, a quien deseaba glorificar por la fe, con obediencia y humildad.
      
Sus
 experiencias místicas no la alejaban del mundo real; al contrario, sus 
ojos se hallaban abiertos de par en par a las necesidades del prójimo. 
Ciertamente, dedicaba largos ratos a la oración y a la contemplación, 
pero durante gran parte de su jornada se entregaba a socorrer a los 
necesitados, en los que veía a Cristo mismo.
       
Durante
 muchos años fue portera del convento, cargo que aprovechó para 
aconsejar a mucha gente y realizar una generosa labor de caridad. Más 
tarde, nombrada maestra de novicias, se entregó a la formación 
espiritual de las hermanas  jóvenes  para la vida monástica.
       
En
 1741 fue elegida superiora. Desempeñando ese cargo dirigió de modo 
sabio y prudente el monasterio, tanto en el campo espiritual como en sus
 intereses seculares, mejorando hasta tal punto la posición económica 
que, por mérito suyo, el monasterio pudo ayudar a mucha gente con sus 
limosnas.
       
Solía
 subrayar que sin amor a los demás no podía haber amor a Dios y que 
«todo el bien que se hacía al prójimo era tributado a Dios, que se 
escondía en los andrajos de los pobres».
       
Consideraba
 importante que también las mujeres se realizaran en la vida religiosa. 
De modo constante y consciente se esforzó siempre por aumentar la fe en 
todos aquellos con quienes entraba en contacto, haciéndoles comprender 
cuál era el camino que debían seguir. Por eso, para numerosas personas, 
tanto consagradas como laicas, fue guía espiritual y consejera decisiva.
 Tenía la rara capacidad de reconocer rápidamente los problemas y 
ofrecerles la solución adecuada y razonable.
      
El
 príncipe heredero y arzobispo de Colonia Clemente Augusto la 
consideraba una guía de almas sabia y muy comprensiva; quedó tan 
prendado de su santidad que llegó a pedir al Papa que la canonizara 
inmediatamente después de su muerte.
      
Numerosas
 personas iban a consultarla en su monasterio y con tal de mantener una 
conversación con ella estaban dispuestas a esperar varios días. Eran 
miles los que le escribían desde las regiones de Europa de lengua 
alemana, pidiéndole consejo y ayuda, y recibiendo siempre una respuesta 
adecuada. Gracias a ella, el pequeño monasterio de Kaufbeuren desempeñó 
un sorprendente e importante apostolado epistolar.
   
Inmediatamente
 después de su muerte, que aconteció el 5 de abril de 1744, domingo de 
Pascua, la gente acudió en gran número a visitar su tumba en la iglesia 
del monasterio, convencida de encontrarse ante una santa. Kaufbeuren se 
convirtió en un lugar famoso de peregrinaciones en Europa. Ese fenómeno 
se verificó ininterrumpidamente desde su muerte, y se intensificó 
después de su beatificación, llevada a cabo por el Papa León XIII el 7 
de octubre de 1900. Esa veneración ha seguido viva hasta hoy de modo 
sorprendente, no sólo entre los católicos sino también entre las 
comunidades surgidas de la Reforma.
      
En
 el convento de Jaufbeuren, se conserva un cedazo venerado como 
reliquia. Se cuenta que una vez le mandaron a la beata Mª Crescencia que
 fuera por agua al pozo que había en el patio. La superiora, que era muy
 corta de vista, no se dio cuenta de que en lugar del cántaro le 
entregaba un cedazo. La hermana echó de ver en seguida, como es natural,
 la equivocación, pero no quiso hacer ninguna observación, sino que 
salió y fue a cumplir con obediencia ciega la orden recibida; y he aquí 
que el cedazo, como si fuera un cántaro, no dejó escapar el agua, sino 
que hizo de magnífico recipiente. De esta manera recompensó Dios la 
obediencia sencilla de la buena religiosa.
ORACIÓN (Del Misal propio de la Orden Franciscana y de la diócesis de Passau)
Oh
 Dios, que nos diste misericordioso en tu bienaventurada virgen María 
Crescencia, un ejemplo de perfección cristiana, concédenos te 
suplicamos, que adhiriendo siempre a su ejemplo, consigamos la gloria 
eterna. Por J. C. N. S. Amén.

Muchas gracias por el artículo, hace tiempo que la hagiografía dejó de ser interesante, entonces encontrar un texto bien escrito, bien investigado y con información valiosa (como es el caso de lo aquí publicado) parece extraordinario.
ResponderEliminarDios los bendiga,
Raúl