La Unidad es una de las cuatro notas (características visibles) de la Iglesia verdadera, y la Unidad de la Iglesia es salvaguardada por el Magisterio de la Iglesia, que santifica, gobierna y enseña a la grey de Cristo. Magisterio que es encabezado por el Romano Pontífice, quien ostenta como Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro no solamente un primado honorífico, sino también de jurisdicción.
Tal
 doctrina es reiterada una vez más por el Papa León XIII, en tiempos en 
que ya se estaba comenzando a hablar del ecumenismo y de la “unidad”, 
principalmente por los protestantes y los católicos liberales, 
desconociendo que esa unidad existe y es visible en la Iglesia Católica.
 “Satis Cógnitum” será recordada luego por Pío XII en su encíclica 
“Mýstici Córporis Christi”. 
Ahora,
 con estos tiempos en que no hay Papa, los que han dicho serlo desde el 
28 de Octubre de 1958 no son tales sino herejes, cismáticos y apóstatas 
usurpadores, como también la estructura mayoritaria, hemos de recordar 
que la Iglesia verdadera continúa existiendo por los Obispos y 
Sacerdotes legítimos, que ofician la Misa tradicional y los demás 
Sacramentos, y transmiten la Sana Doctrina y la Sucesión Apostólica.
ENCÍCLICA “Satis Cógnitum”, SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
León,
 por la Divina Providencia Papa XIII, a nuestros Venerables Hermanos, 
los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y
 comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica 
1. Tema de la Encíclica: La Unidad de la   Iglesia. 
Bien sabéis que   una parte
 considerable de Nuestros pensamientos y de Nuestras preocupaciones   
tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que 
rige el   Soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando Nuestro 
espíritu a ese   objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tal 
designio y tan grande   empresa de salvación, trazar la imagen de la 
Iglesia dibujando, por decirlo así,   sus contornos principales, y poner
 de relieve, como su distintivo más   característico y más digno de 
especial atención la unidad, carácter   insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha   impreso en su obra.
Considerada en su forma   y en su hermosura
 genuinas, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre   las 
almas, y no Nos apartamos de la verdad al decir que ese espectáculo 
puede   disipar la ignorancia, y desvanecer las ideas falsas y las 
preocupaciones, sobre   todo aquellas que no son hijas de la milicia. 
Puede también excitar en los   hombres el amor a la Iglesia; un amor 
semejante a la caridad, bajo cuyo impulso   Jesucristo ha escogido a la 
Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre   divina. Pues «Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella» (Efes. 5, 2). 
El   retorno a la Iglesia. 
Si para volver a   esta 
madre amantísima, deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron
 el   error de abandonarla, comprar ese retorno desde luego, no al 
precio de su sangre   (aunque a ese precio lo pagó Jesucristo), pero sí 
al de algunos esfuerzos y   trabajos, bien leves por otra parte, verán 
claramente al menos que esas   condiciones no han sido impuestas a los 
hombres por una voluntad humana, sino   por orden y voluntad de Dios, y 
por lo tanto, con la ayuda de la gracia   celestial, experimentarán por 
sí mismos la verdad de esta divina palabra: «Mi   yugo es dulce y mi carga ligera» (Mat. 9, 30).
Por esto, poniendo   Nuestra principal esperanza en el «Padre de la luz de quien desciende toda   gracia y todo don perfecto» (Jac. 1, 17), sólo en Aquel que «da el crecimiento» (I Cor. 3, 7), Nos le pedimos   con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.
2. Dios toma al hombre como ministro. 
Dios, sin   duda,
 puede operar por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los
   seres creados; pero, por un designio misericordioso de su 
Providencia, ha   preferido, para ayudara los hombres, servirse de los 
hombres. Por mediación y   ministerio de los hombres da ordinariamente a
 cada uno, en el orden puramente   natural la perfección que le es 
debida, y se vale de ellos, aún en el orden   sobrenatural, para 
conferirles la santidad y la salud.
Pero es evidente que   ninguna comunicación
 entre los hombres puede realizarse, sino por el medio de   las cosas 
exteriores y sensibles. Por esto «el Hijo de Dios tomó la naturaleza 
  humana, Él, que teniendo la forma de Dios… se anonadó, tomando la 
forma de   esclavo y haciéndose semejante a los hombres» (Fil. 2, 7-7); y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los   hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.
3. Constitución de la Iglesia. 
Pero como   su 
obra divina debía ser perdurable, y perpetua, se rodeó de discípulos, a 
los   que dio parte de su poder, y haciendo descender sobre ellos desde 
lo alto de los   cielos el Espíritu de verdad (Juan, 16, 13),
 les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente   a todas las 
naciones los que El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que,   
profesando su doctrina y obedeciendo a sus leyes, el genero humano, 
pudiese   adquirir la santidad en la tierra, y en el cielo la 
bienaventuranza   eterna.
Tal es el plan a que   obedece la 
constitución de la Iglesia, tales son los principios que han   presidido
 a su nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las 
  causas inmediatas por las que produce la santidad en las almas, 
seguramente la   Iglesia es espiritual; pero si consideramos 
los miembros de que se   compone, y los medios por los que los dones 
espirituales llegan hasta nosotros,   la Iglesia es exterior y 
necesariamente visible. Por signos que penetran   en los ojos y por los 
oídos, fue como los Apóstoles recibieron la misión de   enseñar; y esta 
misión no la cumplieron de otro modo que por palabras y actos   
igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior, 
engendraba la   fe en las almas: «la fe viene por la audición, y la audición por la palabra de   Cristo»  (Rom. 10, 7).
4. Exteriorización. 
Y la fe   misma, 
esto es, el asentimiento de la primera y soberana verdad, por su   
naturaleza está encerrada en el espíritu, pero debe salir al exterior 
por la   evidente profesión que de ella se hace: «pues se cree de corazón para la   justicia; pero se confiesa por la boca para la salvación» (Rom. 10, 10). Así
 nada es más íntimo en el hombre que la gracia   celestial que produce 
en él la salvación, pero exteriores son los instrumentos   ordinarios y 
principales por los que la gracia se nos comunica: queremos hablar   de 
los Sacramentos que son administrados con ritos especiales por hombres  
 evidentemente escogidos para ese ministerio. Jesucristo ordenó a los 
Apóstoles y   a los sucesores de los Apóstoles que instruyeran y 
gobernaran a los pueblos;   ordenó a los pueblos que recibiesen su 
doctrina y se sometieran dócilmente a su   autoridad. Pero esas 
relaciones mutuas de derechos y de deberes en la sociedad   cristiana no
 solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni aun habrían   podido
 establecerse, sin la mediación de los sentidos, intérpretes y 
mensajeros   de las cosas.
5. La Iglesia, cuerpo visible. 
Por todas   estas
 razones la Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un 
  cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. «Sois el cuerpo de Cristo» (I Cor. 12, 37).
 Porque la   Iglesia es un cuerpo, es visible a los ojos; porque es el 
cuerpo de Cristo, es   un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido
 y animado como está por   Jesucristo, que lo penetra  con su virtud, 
como, aproximadamente, el tronco de   la viña alimenta y hace fértiles a
 las ramas que le están unidas. En los seres   animados, el principio 
vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser,   pero se 
denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así
   el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia, se 
manifiesta a todos   los ojos por los actos que produce.
De aquí se sigue que   están en un 
pernicioso error los que haciéndose una Iglesia a medida de sus   
deseos, se la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y 
aquellos otros   que la miran como una institución humana, provista de 
una organización, una   disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna 
comunicación permanente de los   dones de la gracia divina, sin nada que
 demuestre por una manifestación diaria y   evidente la vida 
sobrenatural que recibe de Dios. 
6. Es   un cuerpo animado.
Lo mismo   una 
que otra concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de   
Jesucristo, como  el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de 
constituir   el hombre. El conjunto y la unión de estos dos elementos es
 indispensable a la   verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y
 del cuerpo es indispensable a   la naturaleza. La Iglesia no es una 
especie  de cadáver; es el cuerpo de Cristo   animado con su vida 
sobrenatural. Cristo mismo, Jefe y modelo de la Iglesia, no   está 
entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza humana y 
visible,   como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente 
la naturaleza   divina e invisible, como hacen los Monofisitas; pero 
Cristo es uno por la unión   de las dos naturalezas, visible e 
invisible, y es uno en los dos: del mismo modo   su cuerpo místico no es
 la verdadera Iglesia, sino a condición de que sus partes   visibles 
tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos 
  invisibles: y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus 
mismas   partes exteriores. 
7. Perennidad de la Iglesia. 
Mas como   la 
Iglesia es así por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin 
ninguna   interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así, 
no habría sido   fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende 
quedaría limitado en el tiempo   y en el espacio; doble conclusión 
contraria a la verdad. Es por consiguiente   cierto que esta reunión de 
elementos visibles e invisibles, estando por la   voluntad de Dios en la
 naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe   durar, 
necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.
No es otra la razón en   que se funda San Juan Crisósotomo, cuando nos dice: «No
 te separes de la   Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu 
esperanza es la Iglesia; tu salud   es la Iglesia; tu refugio es la 
Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha   que la tierra. No 
envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura para   
demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña» [1]. San Agustín añade: «Los
 infieles creen que la   Religión cristiana debe durar cierto tiempo en 
el mundo para luego desaparecer.   Durará tanto como el sol; y mientras 
el sol siga saliendo y poniéndose, es   decir, mientras dure el curso de
 los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el   cuerpo de Cristo, no 
desaparecerá del mundo» [2]. Y el mismo   Padre dice en otro lugar: «La
 Iglesia vacilará si su fundamento vacila; ¿pero   cómo podrá vacilar 
Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará   jamás hasta
 el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: “La Iglesia ha   
desaparecido del mundo”, cuando ni siquiera puede flaquear?» [3].
8. Unidad dada por Jesucristo. 
Estos son   los 
fundamentos sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La 
Iglesia ha   sido fundada y constituida por Jesucristo Nuestro Señor; 
por lo tanto, cuando   inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo 
esencial es saber lo que Jesucristo   ha querido hacer y lo que ha hecho
 en realidad. Hay que seguir esta regla cuando   sea preciso tratar, 
sobre todo de la unidad de la Iglesia, asunto del que Nos ha   parecido 
bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes   
Letras.
Si, ciertamente la   verdadera Iglesia de 
Jesucristo es una; los testimonios evidentes y   multiplicados de las 
Sagradas Letras han fijado tan bien este punto que ningún   cristiano 
puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de   
determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan 
extraviar   por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, 
sino todos los   caracteres de su constitución pertenecen al orden de 
las cosas que proceden de   una voluntad libre; toda la cuestión 
consiste, pues, en saber lo que en realidad   ha sucedido, y por eso es 
preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser   una, sino qué 
unidad ha querido darle su Fundador.
Si examinamos los   hechos, comprobaremos 
que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia   formada de muchas 
comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales,   pero 
distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que  
 únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que
 hacemos   profesión en el símbolo de la fe: «Creo en la Iglesia una»…
9. Una en su naturaleza. 
«La Iglesia está   constituida en la 
unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías   traten de 
desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica  
 Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de 
sentimiento, de   principio, de excelencia… Además, la cima de 
perfección de la Iglesia, como el   fundamento de su construcción, 
consiste en la unidad; por eso sobrepuja a   todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella» [4]. Por eso,   cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una   Iglesia, que llama suya: «Yo edificaré mi Iglesia»  (Mat. 16, 18). Cualquiera otra que se quiera   imaginar fuera de ella, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo. 
10. Continuar la misión recibida del Padre. 
Esto resulta más   evidente aun, si se 
considera el designio del Divino autor de la Iglesia. ¿Qué   ha buscado,
 qué ha querido Jesucristo Nuestro Señor en el establecimiento y   
conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la   
continuación de la misma misión, del mismo mandato que El recibió de su 
  Padre.
Esto es lo que había   decretado hacer, y esto es lo que realmente hizo: «Como mi Padre me envió, os   envío a vosotros» (Juan, 20, 21). «Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también   al mundo» (Juan, 17-18). En la   misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar lo que había perecido» (Mat. 18, 11);
 esto es, no   solamente a algunas naciones o ciudades, sino a la 
universalidad del género   humano, sin ninguna excepción en el espacio 
ni en el tiempo. «El Hijo del   Hombre ha venido…; para que el mundo sea salvado por Él» (Juan, 3, 17). «Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres   por el que podamos ser salvados» (Hechos, 4, 12).
 La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los   hombres y 
extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y   
todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto según la voluntad 
de su   Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del 
mundo y en toda la   duración de los tiempos. Para que pudiera existir 
una unidad más grande, sería   preciso salir de los límites de la tierra
 e imaginar un género humano nuevo y   desconocido. 
11. Palabras de Isaías. 
Esta   Iglesia 
única, que debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y   
todos los lugares, Isaías la vislumbró y señaló por anticipado, cuando, 
  penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una montaña
 cuya   cima, elevada sobre todas las demás, era visible a todos los 
ojos y representaba   la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: «En los últimos tiempos la montaña,   que es la Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montañas» (Is. 2, 2). Pero esta montaña   colocada sobre
 la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor,   hacia
 la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar 
en   ella la regla de su vida. «Y todas las naciones afluirán hacia 
ella u dirán:   Venid, ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la 
Casa del Dios de Jacob y   nos enseñará sus caminos y marcharemos por 
sus senderos» (Is. 2, 2-3).
San Optato de Milevo dice a   propósito de este pasaje: «Está escrito en la profecía de Isaías: “La   ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios de Jerusalén”. No
 es pues, en la   montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la 
montaña santa, que es la   Iglesia, y que llenando todo el mundo romano 
eleva su cima hasta el cielo… La   verdadera Sión espiritual es, pues,
 la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido   constituido Rey por Dios 
Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es   exclusivo de la Iglesia
 católica» [5]. Y he aquí los que dice San   Agustín: «¿Qué hay más visible que una montaña? Y sin embargo, hay   montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado del globo… Pero   no sucede así con esa
 montaña, pues que ella lleva toda la superficie de la   tierra  y está 
escrita de ella que está establecida sobre las cimas de las   montañas» [6]. 
12. El Cuerpo Místico de Cristo. 
Es preciso   
añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su  propio 
cuerpo   místico al que se uniría para ser su cabeza, del mismo modo que
 en el cuerpo   humano que tomó por la Encarnación la cabeza mantiene a 
los miembros en una   necesaria y natural unión. Y así como  tomó un 
cuerpo mortal único que entregó a   los tormentos y a la muerte, para 
pagar el rescate de los hombres, así también   tiene un cuerpo místico 
único en el que, y por medio del cual hizo participar a   los hombres de
 la santidad y de la salvación eterna. «Dios hizo (a Cristo)   jefe de toda la Iglesia que es su cuerpo» (Efes. 1, 22-23).
Los miembros separados y   dispersos no 
pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo.   
Pues San Pablo dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son   sino un solo cuerpo: así es Cristo» (Cor. 12, 12). Y es por esto por lo que nos dice también que este   cuerpo está unido y ligado: «Cristo
 es el jefe, en virtud del que todo   el cuerpo unido y ligado por todas
 sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio   por medio de operaciones 
proporcionadas a cada miembro, recibe su   acrecentamiento para ser 
edificado en la caridad» (Efes. 4, 15-16). Así, pues, si 
algunos miembros   están separados y alejados de los otros miembros, no 
podrán pertenecer a la   misma cabeza como el resto del cuerpo. «Hay -dice San Cipriano- un
   solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, 
un solo   pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la
 unidad sólida de   un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un
 cuerpo, para permanecer   único, no puede dividirse por el 
fraccionamiento de su organismo».
 Para mejor declarar la unidad de   su Iglesia, Dios nos la presenta 
bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos   miembros no pueden vivir 
sino a condición de estar unidos con la cabeza y de   tomar sin cesar de
 ésta su fuerza vital; separados han de morir necesariamente.   «No puede
 (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus   
miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida 
no podrá   vivir por sí solo ni respirar [7]. Ahora bien; ¿en qué se parece un   cadáver a un ser vivo? Nadie
 jamás ha odiado a su carne, sino que la   alimenta y la cuida como 
Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su   cuerpo formados 
de su carne y de sus huesos (Efes. 5, 29-30)».
Que se busque, pues,   otra cabeza parecida
 a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar   otra 
Iglesia fuera de la que es su cuerpo. «Mirad de la que debéis 
guardaros,   ved por la que debéis velar, ved la que debéis tener. A 
veces se corta un   miembro en el cuerpo humano, o más bien, se le 
separa del cuerpo una mano, un   dedo, un pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando
 el miembro   está en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la 
vida. Así el hombre en   tanto que vive en el cuerpo de la Iglesia es 
cristiano católico; separado se   hará herético. El alma no sigue al 
miembro amputado» [8].
13. Unidad de los miembros con la cabeza y entre sí. 
La Iglesia de Cristo es,   pues, única y 
además, perpetua: quien se separa de ella, se aparta de la   voluntad y 
de la orden de Jesucristo Nuestro Señor , deja el camino de salvación   y
 corre a su pérdida. «Quien se separa de la Iglesia para unirse a 
una esposa   adúltera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. 
Quien abandone a la   Iglesia de Cristo no logrará las recompensas de 
Cristo… Quien no guarda esta   unidad, no guarda la ley de Dios, ni 
guarda la fe del Padre y del Hijo, ni   guarda la vida ni la salud» [9].
Pero Aquel que ha   instituido la Iglesia 
única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza,   que todos 
los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los   
vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo 
pueblo,   un solo reino, un solo cuerpo. «Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como   habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación»  (Efes. 4, 4).
En vísperas de su   muerte, Jesucristo 
sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca   de este 
punto en la oración que dirigió a su Padre: «No ruego por ellos   
solamente, sino por aquellos que por su palabra creerán en mí… a fin 
de que   ellos también sean una sola cosa en nosotros… a fin de que 
sean consumados en   la unidad»  (Juan 17, 20, 22-23),
 y quiso también que el vínculo de la unidad   entre sus discípulos 
fuese tan íntimo y tan perfecto que limitase en algún modo   a su propia
 unión con su Padre: «os pido… que sean todos una misma cosa,   como vos, mi Padre, estáis en mí y yo en vos»  (Juan 17, 21).
14. Unidad absoluta en la fe. 
Una tan grande y   absoluta concordia entre
 los hombres debe tener por fundamento necesario la   armonía y la unión
 de la que seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y   el 
concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso 
que la   unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el 
primero de todos los   vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es
 a la que debemos el nombre de fieles.
«Un solo Señor, una sola fe, un solo   bautismo»  (Efes. 4, 5),
 es decir, del   mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un 
solo bautismo, así todos los   cristianos del mundo no deben tener sino 
una sola fe. Por esto el Apóstol San   Pablo no pide solamente a los 
cristianos que tengan los mismos sentimientos y   huyan de las 
diferencias de opinión, sino les conjura a ello por los motivos más   
sagrados: «Os conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor
   Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje, ni sufráis 
cisma entre   vosotros; sino que estéis todos perfectamente unidos en el
 mismo espíritu y en los mismos sentimientos» (I Cor. 1, 10). Estas palabras no necesitan explicación, son por sí   mismas bastante elocuentes.
15. Punto en que muchos yerran. 
Además, aquellos que   hacen profesión del 
cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una.   El punto 
más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran   
muchos, consiste en discernir de qué es naturaleza, de qué especie es 
esta   unidad. Puesta aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en 
semejante asunto no   hay que juzgar por opinión o conjetura, sino según
 la ciencia de los hechos hay   que buscar y Comprobar cuál es la unidad
 de la fe que Jesucristo ha impuesto a   su Iglesia.
La doctrina celestial de   Jesucristo, 
aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios,   si
 hubiese sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por 
sí   misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser 
objeto de   interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la 
profundidad y de los   misterios de esta doctrina, sino por la 
diversidad de los entendimientos de los   hombres y de la turbación que 
nacería del choque y de la lucha de contrarias   pasiones. De las 
diferencias de interpretación nacería necesariamente la   diversidad de 
los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y   querellas 
como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su   
origen: He aquí por qué escribía San Ireneo hablando de los herejes: «Confiesan las Escrituras, pero pervierten su   interpretación» [10]. y San Agustín: «El
   origen de las herejías y de los dogmas perversos que tienden lazos a 
las almas y   las precipítan en el abismo, está únicamente en que las 
Escrituras que son   buenas se entienden de una manera que no es buena» [11].
16. Principio de unidad en la fe. 
Para unir   los 
espíritus, para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era 
  necesario además de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro 
principio. La   sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer
 la unidad de la fe sin   proveer de un modo conveniente a la 
conservación de esta unidad, y las mismas   Sagradas Escrituras indican 
claramente que lo ha hecho, como lo diremos más   adelante. Ciertamente 
el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a   ningún medio
 determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento.   Es
 pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía 
Jesucristo, cual   es el principio de unidad en la fe que quiso 
establecer.
Para esto hay que   remontarse con el 
pensamiento a los orígenes del cristianismo. Los hechos que   vamos a 
recordar están confirmados por las Sagradas Letras, y son conocidos de  
 todos.
17. Creer toda la doctrina de Cristo. 
Jesucristo prueba, por   la virtud de sus 
milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para   
instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste 
entera fe   a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas   eternas. «Si no hago las obras de mi Padre no me creáis» (Juan, 10, 37). «Si   no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado» (Juan,   15, 24). «Pero si yo   hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras» (Juan 10, 38). Todo
 lo que ordena, lo ordena, lo ordena con la misma   autoridad; en el 
asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada   distingue. 
Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían   el
 deber, no solamente de aceptar en general toda su doctrina, sino de 
asentir   plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a 
creer, aunque sólo   fuera en un punto, a Dios cuando habla, es 
contrario a la razón.
Al punto de volverse al   cielo, envía a 
sus Apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre   le 
enviara, les ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su   
doctrina. «Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra.
 Id y   enseñad a todas las naciones… enseñadlas a observar todo lo 
que os he   mandado» (Mat. 28, 18-20). Todos   los que obedezcan a los Apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan   perecerán. «Quien crea y se   bautice será salvo; quien no crea será condenado» (Mc. 16, 16). Y como conviene sobrenaturalmente   a la Providencia divina no encargar
 a alguno de una misión, sobre todo, si es   importante y de gran valor,
 sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla,   Jesucristo promete
 enviar a sus discípulos al Espíritu de verdad que permanecerá   con 
ellos eternamente. «Si me voy os lo enviaré (al Paráclito)… y cuando   este Espíritu de verdad venga sobre vosotros os enseñará toda la verdad» (Juan, 16, 17-18). Y «yo   rogaré a mi Padre y Él os enviará otro Paráclito para que viva siempre con   vosotros; este será el Espíritu de la verdad» (Juan 14, 16-17). «Él os dará testimonio de mí y vosotros   también daréis testimonio» (Juan 15, 26-27).
18. Aceptar la doctrina de los Apóstoles. 
Además,   ordenó aceptar religiosamente y observar santamente la doctrina de los Apóstoles   como la suya propia. «Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me   desprecia» (Luc. 10, 16).
Los Apóstoles, pues,   fueron enviados por Jesucristo, de la misma manera como Él fue enviado por su   Padre: «Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Juan 20, 21).  Por   consiguiente, así como los Apóstoles y los discípulos estaban 
obligados a   someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser 
otorgada a la palabra de   los Apóstoles por todos aquellos a quienes 
instruían los Apóstoles en virtud del   mandato divino. No era, pues, 
permitido repudiar un solo precepto de la doctrina   de los Apóstoles, 
sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo   Jesucristo.
En efecto, la palabra de   los Apóstoles 
después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó   hasta 
los lugares más apartados.
Donde ponían el pie se   presentaban como los enviados de Jesús. «Es
 por Él (Jesucristo), por quien   hemos recibido la gracia y el 
apostolado para hacer que obedezcan a la fe todas   las naciones en 
honor de su nombre» (Rom. 1, 5). Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus   pasos la divinidad de su misión por prodigios. «Y
 habiendo partido,   predicaron por todas partes y el Señor cooperaba 
con ellos y confirmaba su   palabra por los milagros que le acompañaban»  (Mc. 16, 20).
¿De qué palabra se   trata? De aquella 
evidentemente que abraza todo lo que habían aprendido de su   Maestro, 
pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol dado que   
les era imposible callar nada de lo que habían visto y oído. 
19. La misión   de los Apóstoles no debía terminar con su   muerte. 
Pero, ya lo hemos dicho,   la misión de los
 Apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las   
personas de los Apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una
 misión   pública o instituida para la salvación del género humano. 
Jesucristo, en efecto,   ordenó a los Apóstoles que predicasen el Evangelio a todas las gentes (Mc. 16,15), y que llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes (Act. 9, 15), y que le sirviesen de testigos   hasta en los últimos confines de la tierra (Act. 1, 8).
Y en el cumplimiento de   esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por períodos de   años, sino por todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos (Mat. 28, 20). Acerca de esto   escribe San Jerónimo: «Quien
 promete estar con sus discípulos hasta la   consumación de los siglos, 
muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre,   y que Él mismo no
 cesará de estar con los creyentes» [12].
¿Y cómo había de suceder   esto únicamente 
con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la   ley 
suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que
 el   magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los
 límites de la   vida de los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en 
realidad, vemos que se ha   transmitido y ha pasado como de mano en mano
 en la sucesión de los   tiempos. 
20. Los Obispos sus sucesores. 
Los   Apóstoles, 
en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los   
que debían ser sus sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act. 6,   4).
 Pero no fue   esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran 
hombres propios para esta   función y que los revistieran de la misma 
autoridad y les confiriesen a su vez   el cargo de enseñar.
Así fue el mandato de San Pablo a Timoteo: «Tú, pues, hijo mío,   fortifícate en la
 gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí   delante 
de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean   
capaces de instruir en ello a los otros» (II Tim. 2, 1-2). Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado   por Dios y los 
Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los   que 
sucedieron a los Apóstoles.
«Los Apóstoles nos han   predicado el 
Evangelio enviados por Nuestro Señor Jesucristo y Jesucristo fue   
enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los Apóstoles
 es la   de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la
 voluntad de   Dios… Los Apóstoles predicaban el Evangelio por 
naciones y ciudades; y después   de haber examinado según el espíritu de
 Dios, a los que eran las primicias de   aquellas cristiandades, 
establecieron los Obispos y los Diáconos para gobernar a   los que 
habían de creer en los sucesivo… Instituyeron a los que acabamos de   
citar y más tarde tomaron sus disposiciones para cuando aquellos 
muriera, otros   hombres probados les sucedieran en su ministerio» [13].
21. Conservación de la doctrina. 
Es, pues,   
necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión
   constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y
 de otra,   la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar
 toda la doctrina   así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo 
excelente en estos   términos: «Cuando nuestro Señor   Jesucristo, en 
el Evangelio declara que aquellos que no están con Él son sus   
enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como 
adversarios   suyos a todos aquellos que no están enteramente con Él, y 
que no recogiendo con Él, dispersan el rebaño: El que no está conmigo 
-dijo- está contra mí, y el que   no recoge conmigo, desparrama» [14].
Penetrada plenamente de   estos principios,
 y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto   ardor 
ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar del modo más perfecto la
   integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y 
ha   desterrado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre 
cualquier punto   de su doctrina.
22. No   es lícito separarse en lo más mínimo del magisterio de la   Iglesia. 
Los arrianos, los   montanistas, los 
novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no   abandonaron, 
seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual   
parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y 
arrojados   del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a 
todos los   favorecedores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo 
en las diferentes   épocas de la historia. «Nada es más peligroso que esos heterodoxos que,   conservando en lo demás
 la integridad de la doctrina, con una sola   palabra, como gota de 
veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos   recibido de
 la tradición dominical, después apostólica» [15].
Tal ha sido   constantemente la costumbre 
de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los   Santos Padres, que
 siempre han mirado como excluido de la comunión católica y   fuera de 
la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina   
enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, 
Teodoreto, han   mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San
 Agustín hace notar que   otras clases de herejías pueden desarrollarse,
 y que, si alguno se adhiere a una   sola de ellas, por ese mismo hecho 
se separa de la unidad católica.
«De que alguno diga   que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no
 se sigue que deba creerse y decirse católico. Pues puede haber y pueden
   surgir otras herejías que no están mencionadas en esa obra y 
cualquiera que   abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano 
católico» [16]. 
23. San Pablo insiste en la integridad de la fe. 
Este medio   
instituido por Dios para para conservar la unidad de la fe, de que Nos 
hablamos,   está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a
 los de Efeso, al   exhortarlos en primer término, a conservar la 
armonía de los corazones. «Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz» (Efes. 4, 3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad, si los espíritus no   están conformados en la fe, quiere que no
 haya entre todos ellos más que una   misma fe. Un solo Señor y una sola fe» (Efes. 4, 5). 
Y quiere una unidad tan   perfecta, que excluya todo peligro de error a fin
 de que «no seamos como niños   vacilantes llevados de un lado a otro a 
todo viento de doctrina por la   malignidad de los hombres, por la 
astucia que arrastra a los lazos del error» (Efes. 4, 14). Y enseña que esta regla debe ser   observada, no durante un período de tiempo determinado, «sino hasta que   lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud   de Cristo» 
(Efes.4, 13). ¿Pero dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe   
establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: «Ha
 hecho   a unos Apóstoles, y a otros pastores y doctores para la 
perfección de los   Santos, para la obra del ministerio, para la 
edificación del cuerpo de Cristo» (Efes. 4, 11).
24. Orígenes ensalza la tradición. 
Esta es también la regla   que desde la 
antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han   defendido
 los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: «Cuantas veces nos  
 muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano
 da su   asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la 
palabra de la verdad.   Pero no debemos creerles ni apartarnos de la 
primitiva tradición eclesiástica,   ni creer otra cosa que lo que las 
Iglesias de Dios nos han enseñado por la   tradición sucesiva» [17].
25. San   Ireneo. 
Escuchad a San Ireneo: «La verdadera 
sabiduría es la doctrina de los Apóstoles… que ha llegado   hasta 
nosotros por la sucesión de los Obispos… al trasmitirnos el 
conocimiento   muy completo de las Escrituras, conservándolos sin 
alteración» [18].
26. Tertuliano. 
He aquí lo que dice   Tertuliano: «Es 
evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias   
apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada 
verdadera;   pues, ella guarda sin duda la que las Iglesias han recibido
 de los Apóstoles,   los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios…Nosotros
 estamos siempre en comunión   con las Iglesias apostólicasm ninguna 
tiene diferente doctrina; este es el   mayor testimonio de la verdad» [19].
27. San Hilario.
Y  San Hilario: «Cristo, sentado en 
la barca para enseñar, nos da a entender que los   que están fuera de la
 Iglesia no pueden tener ninguna unión con la palabra   divina. Pues la 
barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad   
reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera 
permanecen,   esté- riles e inútiles como la arena de la ribera, no 
pueden comprenderle» [20].
28. San Gregorio y San Basilio. 
Rufino alaba a San   Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque «se
 entregaban únicamente al   estudio de los libros de la Escritura Santa,
 sin tener la presunción de pedir su   interpretación a su propia 
inteligencia, sino que la buscaban en los escritos y   en la autoridad 
de los antiguos, quienes a su vez, según era evidente,   recibieron de 
la sucesión apostólica la regla de su interpretación» [21].
29. Cristo instituyó el magisterio.
Es, pues,   incuestionable, después de lo 
que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en   la Iglesia un 
magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su   propia 
autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y 
  quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de 
ese   magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces,
 por lo tanto,   declarare ese magisterio que tal o cual verdad forma 
parte del conjunto de la   doctrina divinamente revelada, todos deben 
tener por cierto que es verdad; pues   si en cierto modo pudiera ser 
falso, se seguiría, lo cual es evidentemente   absurdo, que Dios mismo 
sería el autor del error de los hombres: «Señor, si   estamos en el error, Vos mismo nos habéis engañado» [22].
   Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿Puede a nadie permitirse 
rechazar alguna de   esas verdades, sin que se precipiten abiertamente 
en la herejía, sin que se   separe de la Iglesia y sin que repudie en 
conjunto toda la doctrina   cristiana?
30. Separarse en un punto es separarse en todo. 
Pues tal   es la 
naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de
   creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es «una
 virtud   sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio 
de la gracia de   Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por Él 
es verdadero; y lo creemos,   no a causa de la verdad intrínseca de las 
cosas, vista a la luz natura de   nuestra razón, sino a causa de la 
autoridad de Dios mismo, que nos revela esas   verdades, y que no puede 
engañarse ni engañarnos» [23].
Si hay, pues, un   punto que ha sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no   creemos en nada de la fe divina.
 Pues el juicio que emite Santiago respecto   de las faltas en el orden 
moral, hay que aplicarlo a los errores de   entendimiento en el orden de
 la fe. «Quien hace se culpable en un solo punto   se hace transgresor de todos» (Jac. 2, 10).
 Esto es aun más verdadero en los errores del   entendimiento. No es, en
 efecto, en el sentido más propio, como pueda llamarse   trasgresor de 
toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si   puede 
aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda ley, ese   
desprecio no aparece sino por una especie de interpretación de la 
voluntad del   pecador. Al contrario, empero, quien en un solo punto 
rehusa su asentimiento a   las verdades divinamente reveladas, realmente
 abdica de toda la fe, pues rehusa   someterse a Dios en cuanto es la 
soberana verdad y el motivo propio de la fe. «En muchos puntos están 
conmigo, en otros no están conmigo; pero a causa de   los puntos en que 
no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo   demás» [24].
Nada es más justo;   porque aquellos que no
 toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se   apoyan en su 
propio juicio y no en la fe, y al rehusar reducir a servidumbre   toda inteligencia bajo la obediencia a Cristo (II Cor. 10, 5), obedecen en realidad a sí mismos antes que a   Dios. «Vosotros
 que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a   creer lo 
que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el   
Evangelio» [25].
Los Padres del Concilio   Vaticano nada 
nuevo dictaminaron al respecto pues sólo se conformaron con la   
institución divina y con la antigua doctrina de la Iglesia y con la 
naturaleza   misma de la fe, cuando formularon este decreto: «Se 
deben creer como de fe   divina y católica todas las verdades que están 
contenidas en la palabra de Dios,   escrita o trasmitida por la 
tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio   solemne o por su 
magisterio ordinario y universal propone como divinamente   revelada» [26].
31. Acogerse al seno de la Iglesia. 
Siendo   evidente
 que Dios quiere de una manera absoluta que en su Iglesia reine la   
unidad de fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que 
fuese esa   unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su 
conservación, séanos   permitido dirigirnos a todos aquellos que no han 
resuelto cerrar los oídos a la   verdad y decirles con San Agustín: «Pues que vemos en ellos un gran socorro de   Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos
 en acogernos al seno de esta   Iglesia que, según la confesión del 
género humano tiene en la Sede Apostólica y   ha guardado por la 
sucesión de sus Obispos la autoridad suprema, a despecho de   los 
clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados ya por el, 
  juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los Concilios, o 
por la   majestad de los milagros? No querer darle el   primer lugar es seguramente producto de una impiedad soberbia o de
 una   arrogancia desesperada. y si toda ciencia, aun la más humilde y 
fácil, exige,   para lograrse, el auxilio de un doctor o de un maestro 
¿Puede imaginarse un   orgullo más temerario, tratándose de libros de 
los divinos misterios, negarse a   recibirlos de boca de sus intérpretes y, sin conocerlos, querer condenarlos?» [27].
32. Otros deberes de la Iglesia.
Es, pues, sin duda deber   de la Iglesia 
conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y   
pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para , el que 
la   Iglesia fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En 
efecto, por   la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y con 
este fin relacionó   todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo 
que ordenó a la Iglesia que   buscase en la verdad de la doctrina, fue 
la santificación y la salvación de los   hombres. Pero este plan tan 
grande y tan excelente, no puede realizarse por la   fe sola; es preciso
 añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y   de 
piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la 
participación   de los sacramentos y, por añadidura, la santidad de las 
leyes morales y de la  disciplina. Todo esto debe hallarse en la 
Iglesia, pues ella está encargada de   continuar hasta el fin de los 
siglos las funciones del Salvador; la religión que   por la voluntad de 
Dios, en cierto modo toma cuerpo en ella, es la   Iglesia sola 
quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente   todos 
los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia son 
  necesarios a los hombres, sola ella es quien los procura.
33. No cualquiera es maestro. 
Pero así como la   doctrina celestial no ha
 estado nunca abandonada al capricho o al juicio   individual de los 
hombres, sino que ha sido primeramente enseñada por Jesús,    después 
confiada exclusivamente al magisterio de que hemos hablado, tampoco al  
 primero que llega de entre el pueblo cristiano, sino a ciertos hombres 
escogidos   ha dado Dios la facultad de cumplir y administrar los 
divinos misterios y el   poder de mandar y de gobernar.
Sólo a los Apóstoles y a   sus legítimos sucesores se refieren estas palabras de Jesucristo: «Id por todo   el mundo y predicad el Evangelio… bautizad a los hombres…» (Mc. 16, 15; Mat. 28, 19), «haced esto   en memoria mía» (Luc. 22, 10), «A 
quien   perdonareis los pecados les serán perdonados» (Juan 20, 23). Del
 mismo modo, sólo a los Apóstoles y a sus legítimos   sucesores les 
ordenó apacentar el rebaño, esto es, gobernar con autoridad al   pueblo 
cristiano, que por ese mandato éste quedó obligado a prestarles   
obediencia y sumisión. El conjunto de todas estas funciones del 
ministerio   apostólico, está comprendido en estas palabras de San 
Pablo: «Que los hombres   nos miren como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor. 4, 1).
De este modo Jesucristo   llamó a todos los
 hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los   que 
debían de existir más tarde: para que le siguiesen como Jefe y Salvador,
 y   no aislada e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en un 
solo haz de   personas y de corazones, para que de esta multitud 
resultase un solo pueblo,   legítimamente constituido en sociedad; un 
pueblo verdaderamente uno por   la comunidad de la fe, de fin y de medios apropiados a alcanzar a éste; un   pueblo sometido a un solo y un mismo poder.
34. Libertad de la Iglesia.
De hecho,   todos
 los principios naturales que entre los hombres crean espontáneamente 
una   sociedad destinada a proporcionarles la perfección de que su 
naturaleza es   capaz, fueron establecidos por Jesucristo en la Iglesia,
 de modo que, en su seno   todos los que quieran ser hijos adoptivos de 
Dios puedan llegar a la perfección   conveniente a su dignidad, y 
conservarla y así lograr su salvación. La Iglesia,   pues, como ya hemos
 indicado, debe servir a los hombres de quía en el camino del   cielo, y
 Dios le ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma, de todo 
  lo que atañe a la Religión, y de administrar, según su voluntad, 
libremente y   sin cortapisas de ningún género, los intereses 
cristianos.
Es, por lo tanto, no   conocerla bien o 
calumniarla injustamente, al acusarla de pretender invadir el   dominio 
de la sociedad civil, o de poner trabas a los derechos de los soberanos.
   Todo lo contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de 
todas las   sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la 
naturaleza y los bienes   inmortales superan las cosas perecederas.
35. Sociedad divina y humana. 
Por su origen,   es pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios   inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se   compone, y que son hombres, es una sociedad humana.
 Por esto vemos que   las Sagradas Escrituras la designan con los 
nombres que convienen a una sociedad   perfecta. Llámasela, no solamente
 Casa de Dios, la Ciudad colocada   sobre la montaña, donde todas las naciones deben reunirse, sino también Rebaño que debe ser gobernado por un solo pastor, y en el que deben   refugiarse todas las ovejas de Cristo; también es llamada Reino suscitado por   Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo,
 cuerpo   místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y 
compuesto de gran   número de miembros, cuya función es diferente, pero 
ligados entre sí y unidos   bajo el imperio de la cabeza que todo lo 
dirige.
36. Un solo jefe. 
Ahora   bien, es 
imposible imaginarse una sociedad humana verdadera y perfecta que no   
esté gobernada por un poder soberano cualquiera. Jesucristo debe haber 
puesto a   la cabeza de la Iglesia un jefe supremo a quien toda la 
multitud de los   cristianos es sometida y obediente, Por esto también, 
del mismo modo que la   Iglesia, para ser una en su calidad de reunión de los fieles,
 requiere   necesariamente la unidad de la fe, también para ser una en 
cuanto a su condición   de sociedad divinamente constituida, ha de 
tener, por derecho divino, la unidad de gobierno, que produce y comprende la unidad de comunión. «La
 unidad de la Iglesia debe ser considerada bajo dos aspectos: primero, 
el   de la conexión mutua de los miembros de la Iglesia o comunicación 
que entre   ellos existe, y en segundo lugar, el del orden que liga a 
todos los miembros de   la Iglesia a un solo jefe» [28].
37. Gravedad del cisma. 
De ahí se   comprende que los hombres no se separan menos de la unidad de la Iglesia por el   cisma que por la herejía. «Se
 señala como diferencia entre por la herejía y el   cisma, que la 
herejía profesa un dogma corrompido y el cisma, consecuencia de   una 
disensión entre el episcopado, se separa de la Iglesia» [29].
Estas palabras   concuerdan con las de San Juan Crisóstomo sobre el mismo asunto: «Digo y   protesto que dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en la herejía» [30]. Por esto si ninguna herejía puede   ser legítima, tampoco hay cisma que pueda mirarse como promovido por un buen   derecho: «Nada es más grave que el sacrilegio del cisma: no hay necesidad   legítima de romper la unidad» [31].
38. No basta   reconocer a Cristo como Jefe. 
¿Y cuál es el poder   soberano a que todos 
los cristianos deben obedecer y cuál es su naturaleza?   Sólo puede 
determinarse comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo   
acerca de este punto. Seguramente Cristo es el Rey eterno y eternamente,
 desde   lo alto del cielo, continúa dirigiendo y protegiendo 
invisiblemente su reino;   pero como ha querido que este reino fuera 
visible, ha debido designar a alguien   que ocupe su lugar en la tierra 
después que Él mismo subió a los cielos.
«Si alguno dice que el   único jefe y el
 único pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia   
única, esta respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el 
mismo   Jesucristo obra los Sacramentos en la Iglesia. Él es quien 
bautiza, quien remite   los pecados; es el verdadero Sacerdote que se 
ofrece sobre el altar de la cruz y   por su virtud se consagra todos los
 días su cuerpo sobre el altar y, no   obstante, como no debía 
permanecer con todos los fieles por su presencia   corpórea, escogió 
ministros por cuyo medio pudiera dispensarse a los fieles los   
Sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba 
(cap. 74).   Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su 
presencia corporal, fue   preciso que designara a alguien para que en su
 lugar, cuidase de la Iglesia   universal. por eso dijo a Pedro antes de
 su ascensión: Apacienta mis ovejas»  [32].
39. Primado de Pedro.
Jesucristo, pues, dio   pedro a la Iglesia 
por Jefe soberano, y estableció que este poder instituido   hasta el fin
 de los siglos para la salvación de todos, pasase como herencia a   los 
sucesores de Pedro, en quienes el mismo Pedro sobreviviría perpetuamente
   mediante su autoridad. Cierto es que al bienaventurado Pedro, y fuera
 de él a   ningún otro se hizo esta insigne promesa: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra   edificaré mi Iglesia» [33]. «Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno solo a fin   de fundar la unidad por uno solo» [34].
«En efecto, sin ningún   otro preámbulo,
 designa por su nombre al padre del Apóstol y al apóstol mismo.   (Tu 
eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se 
le   llame Simón, reivindica para él en adelante como suyo en virtud de 
su poder, y quiere por una   imagen muy apropiada que se llame Pedro, porque es la piedra sobre la que debía   fundar su Iglesia» [35].
40. Pedro, cimiento de la Iglesia. 
Según este oráculo, es   evidente, que por 
voluntad y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el   
bienaventurado Pedro; como el edificio sobre los cimientos. y como la 
naturaleza   y la virtud propia de los cimientos es dar solidez y 
cohesión al edificio por la   conexión íntima de sus diferentes partes y
 servir de vínculo necesario para la   seguridad de toda la obra, si el 
cimiento desaparece, todo el edificio se   derrumba. El papel de Pedro 
es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en   ella la conexión y
 la solidez de una cohesión indisoluble. Pero, ¿cómo podría   desempeñar
 ese papel si no tuviera el poder de mandar, defender y juzgar, en una  
 palabra, un poder de jurisdicción propio y verdadero? Es evidente que 
los   Estados y las sociedades no pueden subsistir sin un poder de 
jurisdicción. El   primado de honor, o el poder tan modesto de aconsejar
 y advertir, que se   llama poder de dirección, son incapaces de prestar
 a ninguna sociedad humana un   elemento eficaz de unidad y de solidez. 
41. Pedro y la Iglesia una misma cosa.
Por el contrario, el   verdadero poder de que hablamos está declarado y afirmado con estas palabras: «y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mat. 16, 18).
«¿Qué es contra ella?   ¿Es contra la 
piedra sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia? ¿Es contra la   
Iglesia? La frase resulta ambigua. ¿Será para significar que la piedra y
 la   Iglesia no son sino una misma cosa? Sí; esa es, según creo, la 
verdad; pues las   puertas del infierno no prevalecerán, ni contra la 
piedra sobre la que   Jesucristo fundó la Iglesia, ni contra la Iglesia 
misma» [36].
 He aquí el   alcance de esta divina palabra: La Iglesia apoyada en 
Pedro, cualquiera que sea   la habilidad que desplieguen sus enemigos, 
no podrá sucumbir jamás ni   desfallecer en lo más mínimo.
«Siendo la Iglesia el   edificio de 
Cristo, quien sabiamente ha edificado “su casa sobre piedra”, no   puede
 estar sometida a las puertas del infierno, éstas pueden prevalecer 
contra   quien se encuentre fuera de la piedra, fuera de la Iglesia, 
pero son impotentes   contra ésta» [37].
 Si Dios ha confiado su Iglesia a Pedro, ha sido con el   fin de que ese
 sostén invisible la conserve siempre en toda su integridad. La ha   
investido de la autoridad, porque para sostener real y eficazmente una 
sociedad   humana el derecho de mandar es indispensable para quien la 
sostiene.
42. Poderes soberanos. 
Jesús añade aún: y te   daré las llaves del reino de los cielos, y es claro que continúa hablando de   la Iglesia, de esta Iglesia que acaba de llamar suya y
 que ha declarado   querer edificar sobre Pedro, como sobre su 
fundamento. La Iglesia ofrece, en   efecto, la imagen no sólo de un edificio, sino de un reino; además,
 nadie ignora que las llaves son las insignias ordinarias de la   
autoridad. Así cuando Jesús promete dar a Pedro las llaves del reino de 
los   cielos, promete darle el poder y la autoridad de la Iglesia. «El
 Hijo le ha   dado (a Pedro) la misión de esparcir en el mundo entero el
 conocimiento del   Padre y del Hijo y ha dado a un hombre mortal todo 
el poder de los cielos al   confiar la llaves a Pedro quien ha extendido
 la Iglesia hasta las extremidades   del mundo y la ha mostrado más 
inquebrantable que el cielo» [38].
Lo que sigue tiene   también el mismo sentido: «Todo lo que atares en   la tierra será 
también atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra   también 
será desatado en el cielo» (Mat. 16, 19). Esta expresión figurada: atar y desatar, designa
   el poder de establecer leyes y el de juzgar y castigar. y Jesucristo 
afirma que   ese poder tendrá tanta extensión y tal eficacia, que todos 
los decretos dados   por PEDRO serán ratificados por Dios. Este poder 
es, pues, soberano y de todo   punto independiente, porque no hay sobre 
la tierra otro poder superior al suyo   que abrace a toda la Iglesia ya 
todo lo que está confiado a la Iglesia.
43. Pedro Pastor universal. 
La promesa hecha a   Pedro, fue cumplida 
cuando Jesucristo nuestro Señor, después de su resurrección   habiendo 
preguntado por tres veces a Pedro si le amaba más que los otros, le   
dijo en tono imperativo: «Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas» (Juan 21, 16-17).
Es decir, que a todos   los que deben estar un día en su aprisco, les envía a Pedro como a su verdadero   pastor. «Si
 el Señor pregunta lo que no le ofrece duda, no quiere,   indudablemente
 instruirse, sino instruir a quien a punto de subir al cielo, nos   
dejaba por Vicario de su amor… y porque solo entre todos 
Pedro   profesaba este amor, es puesto a la cabeza de los más perfectos 
para   gobernarlos, por ser él mismo más perfecto» [39].
   El deber y el oficio de pastor es guiar el rebaño, velar por su 
salud,   procurándole pastos saludables, librándole de los peligros, 
descubriendo los   lazos y rechazando los ataques violentos; en una 
palabra, ejerciendo la   autoridad del gobierno. y como PEDRO ha sido 
propuesto cual pastor al rebaño de   fieles, ha recibido el poder de 
gobernar a todos los hombres, por cuya salvación   Jesucristo dio su 
sangre. «¿Y por qué vertió su sangre? Para rescatar a esas   ovejas que ha confiado a Pedro y a sus sucesores» [40].
44. Pedro columna de la fe. 
Y porque es necesario   que todos los 
cristianos estén unidos entre sí por la comunidad de una fe   inmutable,
 nuestro Señor Jesucristo, por la virtud de sus oraciones, obtuvo para  
 Pedro que en el ejercicio de su poder no desfalleciera jamás su fe. «He orado   por ti a fin de que tu fe no desfallezca» (Luc. 22, 32). Y le ordenó además que   cuantas veces lo 
pidieran las circunstancias, comunicase a sus hermanos la luz y   la 
energía de su alma: «Confirma a tus hermanos» (Luc. 22, 32). Aquel, pues, a quien designó como   fundamento de la Iglesia, quiere que sea columna de la fe. «A
 quien dio el   reino por su propia autoridad no podía afirmarle la fe 
dado que ya lo señaló   como base de la Iglesia cuando lo llamó “Piedra”» [41].
De aquí que ciertos   nombres que designan muy grandes cosas y que «pertenecen
 en propiedad a   Jesucristo en virtud de su poder, Jesús mismo ha 
querido hacerlas comunes a Él y   a Pedro por participación [42], a
 fin de que la comunidad de   títulos manifestase la comunidad del 
poder. Así, Él, que es la piedra principal   del ángulo sobre la que 
todo el edificio construido se eleva como un templo   sagrado en el 
Señor (Efes. 2, 21)», ha establecido a Pedro como la piedra sobre que   debía estar apoyada su Iglesia. «Cuando
 Jesús dice: “Tú eres la piedra”, esta   palabra le confiere un hermoso 
título de nobleza. Y sin embargo, es la piedra,   no como Cristo es la 
piedra, sino como Pedro puede ser la piedra. Cristo es   esencialmente 
la piedra inconmovible y por esto es que Pedro es la piedra.   Porque 
Cristo comunica sus dignidades sin empobrecerse… Es sacerdote y hace  
 sacerdotes… Es piedra, y hace de su Apóstol la piedra» [43].
45. Pedro, jefe de la sociedad cristiana. 
Es, además, el   Rey de la Iglesia, «que posee la llave de David; cierra, y nadie puede abrir:   abre, y nadie puede cerrar (Apoc. 3, 7),
 y Por eso al dar las llaves a Pedro le declara jefe de   la Sociedad 
cristiana. Es también el Pastor supremo, que a sí mismo se llama el Buen Pastor (Juan 10, 11) y por eso también ha nombrado a Pedro pastor de sus   corderos y ovejas.
Por esto dice San   Crisóstomo: «Era el 
principal entre los Apóstoles; era como la boca de los   otros 
discípulos y la cabeza del cuerpo apostólico… Jesús, al decirle que 
debe   tener en adelante confianza, porque la mancha de su negación está
 ya borrada, le confía el gobierno de sus hermanos. Si tú me amas, sé 
jefe de tus hermanos» [44]. Finalmente, Aquel que confirma «en toda buena obra y   en toda buena palabra» (II Tes. 2, 16), es quien manda a Pedro que confirme a sus   hermanos.
San León Magno dice con   razón: «Del seno del mundo entero, Pedro
 sólo ha sido elegido para ser   puesto a la cabeza de todas las 
naciones llamadas, de todos los Apóstoles, de   todos los Padres de la 
Iglesia; de tal suerte que, aunque haya en el pueblo de   Dios muchos 
pastores, Pedro, sin embargo, rige propiamente a todos los que son   
principalmente regidos por Cristo» [45].   Sobre el mismo asunto escribe San Gregorio Magno al emperador Mauricio Augusto: «Para
 todos los que conocen el Evangelio, es evidente que por la palabra del 
  Señor, el cuidado de toda la Iglesia ha sido Confiado al Santo Apóstol
 Pedro,   jefe de todos los Apóstoles… Ha recibido las llaves del 
reino de los cielos,   el poder de atar y desatar le ha sido concedido, y
 el cuidado y el gobierno de   toda la Iglesia le ha sido confiado» [46].
46. El   Papa, continuación de los Poderes de Pedro. 
Y dado que esta   autoridad, al formar 
parte de la constitución y de la organización de la   Iglesia, como su 
elemento principal, es el principio de la unidad, el fundamento   de la 
seguridad y la duración perpetua, se sigue que de ninguna manera Podía  
 desaparecer con el bienaventurado Pedro, sino que debía necesariamente 
pasar a   sus sucesores y ser transmitida de uno a otro. «La 
disposición de la verdad   permanece; pues, el bienaventurado Pedro, 
perseverando en la firmeza de la   Piedra, cuya virtud ha recibido, no 
puede dejar el timón de la Iglesia puesto   en su mano» [47].
Por esto los Pontífices   que suceden a 
Pedro en el episcopado romano poseen de derecho divino el poder   
supremo de la Iglesia, «Nos definimos que la Santa Sede Apostólica y el   Pontífice Romano poseen la
 primacía sobre el mundo entero, y que el   Pontífice Romano es el 
sucesor del bienaventurado Pedro Príncipe de los   Apóstoles, y que es 
el verdadero Vicario de Jesucristo, el Jefe de toda la   Iglesia, el 
Padre y el Doctor de todos los cristianos, y que a él en la persona   
del bienaventurado Pedro, ha sido dado por nuestro Señor Jesucristo, el 
pleno   poder de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal; así 
como está   contenido, tanto en las actas de los Concilios ecuménicos, 
como en los Sagrados   Cánones» [48]. El cuarto Concilio de Letrán dice también: «La
   Iglesia romana… por la disposición del Señor, posee el principado 
del poder   ordinario sobre las demás Iglesias, en su cualidad de madre y
 maestra de todos   los fieles de Cristo»  [49].
47. Así lo sintió la antigüedad. 
Tal había sido antes el   sentimiento 
unánime de la antigüedad, que sin la menor duda ha mirado y venerado   a
 los Obispos de Roma como a los sucesores legítimos del bienaventurado 
Pedro.   ¿Quién podrá ignorar cuán numerosos y cuán claros son acerca de
 este punto los   testimonios de los Santos Padres? Bien elocuente es el
 de San Ireneo que habla   así de la Iglesia romana: «A esta Iglesia por su preeminencia superior, debe   necesariamente reunirse toda la Iglesia» [50].
48. San Cipriano. 
San Cipriano afirma   también que la Iglesia romana es «la raíz y madre de la Iglesia católica» [51],  «la Cátedra de Pedro y la Iglesia principal aquella   de donde ha nacido la unidad sacerdotal» [52].   La llama «Cátedra de Pedro», porque está ocupada por el sucesor de Pedro; «Iglesia principal»  a causa del principado conferido a Pedro y a sus   legítimos sucesores; «aquélla de donde ha nacido la unidad», porque en la   sociedad cristiana la causa eficiente de la unidad es la Iglesia romana.
49. San Jerónimo, San Agustín y San Cipriano.
Por esto San Jerónimo   escribe lo que sigue a Dámaso I: «Hablo
 al sucesor del Pescador y al discípulo   de la Cruz… Estoy ligado por
 la comunión a Vuestra Beatitud, es decir, a la   Cátedra de Pedro. Sé 
que sobre esa piedra se ha edificado la Iglesia» [53].
El método habitual de   San Jerónimo para 
reconocer si un hombre es católico, es saber si está unido a   la 
Cátedra romana de Pedro. «Si alguno está unido a la Cátedra romana de   Pedro, ese es mi hombre» [54]. Por un método análogo San Agustín,   que declara abiertamente que «en la Iglesia romana estaba siempre en vigencia   el Primado de la Cátedra apostólica», afirma que quien se separa de la fe   romana no es católico. «No puede creerse que guardáis la fe católica los que   no enseñáis que se debe guardar la fe romana» [55].
Y lo mismo San   Cipriano: «Estar en comunión con Cornelio es estar en comunión con la Iglesia   católica» [56].
50. El   Abad San Máximo.
El Abad San Máximo enseña   igualmente que el 
sello de la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste   en estar 
sometido al Pontífice Romano. «Quien no quiera ser hereje ni sentar  
 plaza de tal, no trate de satisfacer a éste ni al otro… Apresúrese a 
  satisfacer en todo a la Sede de Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en 
todas   partes ya una sola voz le proclamarán piadoso y ortodoxo. Será 
en vano que se   contente con hablar el que de ello quiera persuadir, si
 no satisface y si no   implora al bienaventurado Papa de la santísima
 Iglesia de los Romanos, esto   es, la Sede apostólica», y he aquí, según él, la causa y la explicación de   este hecho: «La
 Iglesia romana ha recibido del Verbo de Dios Encarnado y según   los 
Santos Concilios, según los santos Cánones y las definiciones, posee, 
sobre   la universalidad de las santas Iglesias de Dios que existen 
sobre la superficie   de la tierra, el imperio y la autoridad, en todo y
 por todo, y el poder de atar   y desatar. Pues, cuando ella ata y 
desata, el Verbo que manda a las virtudes   celestiales, ata y desata, 
también en el cielo» [57].
51. Algunos Concilios.
Era este, pues, un   artículo de la fe 
cristiana; era un punto reconocido y observado constantemente,   no por 
una nación o un siglo, sino por todos los siglos, y por el Oriente no   
menos que por el Occidente, conforme recordaba al Sínodo de Éfeso, sin 
que se   levantase la menor objeción el Sacerdote Felipe, Legado del 
Pontífice Romano: «No es dudoso para nadie y es cosa conocida en 
todos los tiempos que el Santo   y bienaventurado Pedro, Príncipe y Jefe
 de los Apóstoles, columna de la fe y   fundamento de la Iglesia 
católica, recibió de nuestro Señor Jesucristo, Salvador   y Redentor del
 género humano, las llaves del reino, y que el poder de atar y   desatar
 los pecados fue dado a ese mismo Apóstol, quien hasta el presente   
momento y siempre, vive en sus sucesores y ejerce por medio de ellos su 
  autoridad» [58]. Todo el mundo conoce la sentencia del Concilio de   Calcedonia sobre el mismo asunto: «Pedro ha hablado… por boca de León» [59].; sentencia a la que la voz del tercer Concilio de   Constantinopla respondió como un eco: «El
 soberano Príncipe de los Apóstoles   combatía al lado nuestro, pues 
tenemos en nuestro favor su imitador y su sucesor   en su Sede… No se 
veía al exterior (mientras se leía la carta del   Pontífice Romano) más que el papel y la tinta, y era Pedro quien hablaba por   boca de Agatón» [60].
 En la fórmula de profesión de fe   católica propuesta en términos 
precisos por Hormisdas en los comienzos del siglo   VI, y suscrita por 
el emperador Justiniano y los Patriarcas Epífanio, Juan y   Mennas, se 
expresó el mismo pensamiento con gran vigor: «Como la sentencia de   
nuestro Señor Jesucristo, que dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra 
  edificaré mi Iglesia”, no puede ser desatendida, la que ha dicho está 
confirmado   por la realidad de los hechos, pues en la sede Apostólica 
la religión católica   se ha conservado sin ninguna mancha» [61].
No queremos enumerar   todos los 
testimonios; pero no obstante, nos place recordar la fórmula con que   
Miguel Paleólogo hizo su profesión de fe en el segundo Concilio de Lyon:
 «La   Santa Iglesia romana posee también el soberano y pleno primado
 y principal sobre   la Iglesia católica universal, y reconoce con 
verdad y humildad haber recibido   este primado y principado con la 
plenitud del poder del Señor mismo, en la   persona del bienaventurado 
Pedro, príncipe o jefe de los Apóstoles y de quien el   Pontífice romano
 es el sucesor. Y por la mismo que está encargado de defender,   antes 
que las demás, la verdad de la fe, también cuando se levantan 
dificultades   en puntos de fe, es, a su juicio, al que las demás deben 
atenerse» [62].
52. Poder soberano pero no único.
De que el poder de Pedro   y de sus 
sucesores es pleno y soberano, no se ha de deducir, sin embargo, que no 
  existen otros en la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como 
fundamento de la   Iglesia, también «ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre   de Apóstoles» (Luc. 6, 13).
 Así del mismo modo que la autoridad de Pedro es   necesariamente 
permanente y perpetua en el Pontificado romano, también los   Obispos, 
en su calidad de sucesores de los Apóstoles, son los herederos del   
poder ordinario de los Apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal 
forma   necesariamente parte de la constitución íntima de la Iglesia. y 
aunque la   autoridad de los Obispos no sea ni plena, ni universal, ni 
soberana, no debe   mirárselos como a simples Vicarios de los Pontífices romanos, pues poseen   una autoridad que les es propia, y llevan con toda verdad el nombre de Prelados ordinarios de los pueblos que gobiernan.
Pero como el sucesor de   Pedro es único 
mientras que los de los Apóstoles son muy numerosos, conviene   estudiar
 qué vínculos, según la constitución divina, unen a estos últimos al   
Pontífice Romano. Y desde luego la unión de los Obispos con el sucesor 
de Pedro   es de una necesidad evidente y que no puede ofrecer la menor 
duda; pues si este    vínculo se desata, el pueblo cristiano mismo no es
 más que una multitud que se   disuelve y se disgrega, y no puede ya en 
modo alguno, formar un solo cuerpo y un   solo rebaño. «La salud de 
la Iglesia depende de la dignidad del Sumo   Sacerdote: si no se 
atribuye a éste un poder aparte y sobre todos los demás   poderes, habrá
 en la Iglesia tantos cismas como sacerdotes» [63].
53. Pedro independiente, los Apóstoles dependientes. 
Por esto hay necesidad   de hacer aquí una 
advertencia importante. Nada ha sido conferido a los Apóstoles   
independientemente de Pedro; muchas cosas han sido conferidas a Pedro 
aislada e   independientemente de los Apóstoles, San Juan Crisóstomo, 
explicando las   palabras de Jesucristo que refiere San Juan [64], se pregunta «por qué dejando a   un lado a los otros se dirige Cristo a Pedro», y responde formalmente: «Porque era el principal entre los Apóstoles, como la boca de los demás   discípulos y el jefe del cuerpo apostólico» [65].
   Sólo él, en efecto, fue designado por Cristo para fundamento de la 
Iglesia. A él   le fue dado todo el poder de atar y de desatar; a él 
sólo confió el poder de   apacentar el rebaño. Al contrario, todo lo que
 los Apóstoles han recibido en lo   que se refiere a funciones y 
autoridad, lo han recibido conjuntamente con Pedro. «Si la divina 
Bondad ha querido que los otros príncipes de la Iglesia tengan   alguna 
cosa en común con Pedro, la que no ha rehusado a los demás, no se les ha
   dado jamás sino por Él» [66]. «Él sólo ha recibido muchas   cosas, pero nada se ha concedido a ninguno sin su participación» [67].
Por donde se ve   claramente que los 
Obispos perderían el derecho y el poder de gobernar si se   separasen de
 Pedro o de sus sucesores. Por esta separación se arrancan ellos   
mismos del fundamento sobre el que debe sustentarse todo el edificio y 
se   colocan fuera del mismo edificio; por la misma razón quedan 
excluidos del rebaño   que gobierna el Pastor supremo y desterrados del 
reino cuyas llaves ha dado Dios   a Pedro solamente.
54. Unidad de fe, gobierno y comunión.
Estas consideraciones   hacen que se 
comprenda el plan y el designio de Dios en la constitución de la   
sociedad cristiana. Este plan es el siguiente: el Autor divino de la 
Iglesia al   decretar dar a ésta la unidad de la fe, de gobierno y de 
comunión, ha escogido a   Pedro ya sus sucesores para establecer en 
ellos el principio y como el cetro de   la unidad. Por esto escribe San 
Cipriano: «hay, para llegar a la fe, una   demostración fácil que 
resume la verdad. El Señor se dirige a Pedro en estos   términos: “Te 
digo que eres Pedro…”. Es, pues, sobre uno sobre quien   edifica la Iglesia. y aunque después de su Resurrección confiere a todos   los Apóstoles un poder igual, y les dice: “Como mi Padre me envió…”, no
   obstante, para poner a la unidad en plena luz, coloca en uno solo, 
por su   autoridad, el origen y el punto de partida de esta misma unidad» [68].
Y San Optato de Milevo   escribe: «Tú 
sabes muy bien, no puedes negarlo, que es a Pedro el primero a   quien 
ha sido conferida la Cátedra episcopal en la ciudad de Roma, es en la 
que   está sentado el jefe de los Apóstoles, Pedro, que por esto ha sido
 llamado   Cefas. En esta Cátedra única en la que todos debían guardar 
la unidad, a fin de   que los demás Apóstoles no pudiesen atribuírsela 
cada uno en su Sede, y que   fuera en adelante cismático y prevaricador 
quien elevara otra Cátedra contra   esta Cátedra única» [69].
De aquí también esta   sentencia del mismo 
San Cipriano, según la que la herejía y el cisma se producen   y nacen, 
del hecho de negar al poder supremo la obediencia que le es debida: «La
 única fuente de donde han surgido las herejías y de donde han nacido 
los   cismas, es que no se obedece al Pontífice de Dios, ni se quiere 
reconocer en la   Iglesia un solo Pontífice y un solo juez que ocupa el 
lugar de Cristo» [70].
55. Toda autoridad debe estar unida a Pedro.
Nadie, pues, puede tener   parte en la 
autoridad, si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender   que 
un hombre excluido de la Iglesia, tuviese autorídad en la Iglesia.   
Fundándose en esto San Optato de Milevo, reprendía así a los donatistas: «Contra
   las puertas del infierno, como la leemos en el Evangelio, ha recibido
 las llaves   de salud Pedro, es decir, nuestro jefe, a quien Jesucristo
 ha dicho: “Te daré   las llaves del reino de los cielos, y las puertas del infierno triunfarán   jamás de 
ellas”. ¿Cómo, pues, tratáis de atribuiros las llaves del reino de los  
 cielos, vosotros que combatís la cátedra de Pedro?» [71].
56. No   basta una primacía de honor.
Pero el orden de los   Obispos no puede ser
 mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que   Cristo lo 
ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto,   
se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión
 y el   desorden. Para conservar la unidad de fe y comunión, no bastan 
ni una primacía   de honor ni un poder de orientación; es necesaria una 
autoridad verdadera y al   mismo  tiempo soberana, a la que debe 
obedecer toda la comunidad. ¿Qué ha   querido, en efecto, el Hijo de 
Dios cuando ha prometido las llaves del reino de   los cielos sólo a 
Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poer supremo;   el uso bíblico y
 el consentimiento unánime de los Padres no permiten   dudarlo. Y no se 
pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido   conferidos 
sea a Pedro separadamente o ya a los demás Apóstoles conjuntamente   con
 Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da
 a los Obispos, sucesores de los Apóstoles, el derecho de gobernar con  
 autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente 
esta misma   facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha 
sido designado por   Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas. «Pedro no   ha sido sólo
 instituido Pastor por Cristo, sino Pastor de los pastores.   Pedro, 
pues, apacienta a los corderos y apacienta a las ovejas; apacienta a los
   pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y también a los 
Prelados,   pues en la Iglesia fuera de los corderos y de las ovejas, no hay nada» [72].
57. Nombres expresivos de San Bernardo.
De aquí nacen entre los   antiguos Padres 
estas expresiones que designan en especial al bienaventurado   Pedro, y 
que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la   
dignidad y del poder. Le llaman con frecuencia jefe de la Asamblea 
de los   discípulos, príncipe de los santos Apóstoles, o corifeo del 
coro apostólico,   boca de todos los Apóstoles, jefe de esta familia; 
aquel que manda al mundo   entero, el primero entre los Apóstoles, 
columna de la Iglesia. 
La conclusión de   todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al Papa   Eugenio: «¿Quién
 sois Vos? Sois el gran Sacerdote, el Príncipe soberano. Sois   el 
príncipe de los Obispos, el heredero de los Apóstoles. Sois aquel a 
quien las   llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido 
confiadas. Otros, además de   Vos, son también porteros del cielo y 
pastores de rebaños, pero ese doble título   es en Vos tanto más 
glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un   sentido más
 particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños que les han   
sido asignados a cada uno en particular, pero a Vos han sido 
confiados   todos los rebaños, Vos únicamente tenéis un solo rebaño 
formado no solamente por   las ovejas, sino también por los pastores, 
sois el único pastor de todos. Me   preguntáis cómo lo pruebo. Por la 
palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no   digo entre los Obispos, 
sino entre los Apóstoles, han sido confiadas absoluta e   
indistintamente todas las ovejas? Si tú me amas, Pedro, 
apacienta mis   ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de 
tal o cual comarca, de   tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que 
no se designa a una o algunas,   sino que todas se confían a Pedro? 
Ninguna distinción, ninguna excepción» [73].
58. Poder sobre el colegio de los Obispos.
Sería apartarse de la   verdad y 
contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia,   
pretender que cada uno de los Obispos, considerados aisladamente, debe   estar sometido a la jurisdicción de los Pontífices Romanos; pero que todos los   Obispos, considerados en conjunto, no
 deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto,   toda la razón de ser y la 
naturaleza del fundamento? Es la de salvaguardar la   unidad y la 
solidez más bien de  todo el edificio que la de cada una de sus   partes.
Y esto es mucho más   cierto en el punto 
que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para   la solidez
 del fundamento de su Iglesia obtener este resultado; «que las   puertas del infierno no puedan prevalecer contra ella». Todo
 el mundo   conviene en que esta promesa divina se refiere a la Iglesia 
universal y no a sus   partes tomadas aisladamente, pues éstas pueden, 
en realidad, ser vencidas por el   esfuerzo de los infiernos, y ha 
ocurrido a algunas de ellas que separadamente   fueron, en efecto, 
vencidas.
Además, el que ha sido   puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe
 tener necesariamente la   autoridad, no solamente sobre las ovejas 
dispersas, sino sobre todo el conjunto   de las ovejas reunidas. ¿Es 
acaso el conjunto de las ovejas que gobierna y   conduce al pastor? Los 
sucesores de los Apóstoles, reunidos, ¿serán el   fundamento sobre el 
que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la   solidez?
Quien posee las   llaves del reino tiene
 evidentemente derecho y autoridad, no solamente sobre   las provincias 
aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los   Obispos,
 cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, no solamente
   a cada individuo, sino a toda la comunidad, así los Pontífices 
Romanos, cuya   jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tienen
 todas las porciones de   esta sociedad, aún reunidas en conjunto, 
sometidas y obedientes a su poder,   Jesucristo nuestro Señor, según 
hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y a   sus sucesores la 
misión de ser sus Vicacrios para ejercer perpetuamente en la   Iglesia 
el mismo poder que Él ejerció durante su vida mortal. Después de esto,  
 ¿se dirá que el colegio de los Apóstoles excedía en autoridad a su 
Maestro?
59. Declaraciones de este poder.
 Este poder de que   hablamos sobre el 
colegio mismo de los Obispos, poder que las Sagradas Letras   enuncian 
tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y   
atestiguarlo. He aquí lo que acerca de este punto declaran los 
Concilios: «Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a los Prelados 
de todas las   Iglesias, pero no leemos que él haya sido juzgado por 
ninguno de ellos» [74]. Y la razón de este hecho está indicada con solo decir   que «no hay autoridad superior a la autoridad de la Sede Apostólica» [75].
Por esto, Gelasio habla   así de Ios decretos de los Concilios: «Del
 mismo modo que lo que la Sede   primera no ha aprobado, no puede estar 
en vigor, así, por el contrario, lo que   ha confirmado por su juicio, 
ha sido recibido por toda la Iglesia» [76].
 En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los   decretos de los 
Concilios ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León   Magno
 anuló los actos del conciliábulo de Éfeso; Dámaso rechazó el de Rimini;
   Adriano el de Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del Concilio
 de   Calcedonia, desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la 
Sede   Apostólica, ha quedado como todos saben, sin vigor ni efecto.
Con razón, pues, en el   quinto Concilio de Letrán, expidió León X este Decreto: «Consta
 de un modo   manifiesto, no solamente por los testimonios de la Sagrada
 Escritura, por las   palabras de los Padres y de otros Pontífices 
romanos y por los Decretos de los   Sagrados Cánones, sino por 
la confesión formal de los mismos Concilios,   que sólo el Pontífice 
romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno   derecho y poder, como tiene autoridad sobre los Concilios, para convocar,   transferir y disolver los Concilios» [77].
Las Sagradas Escrituras   dan testimonio de
 que las llaves confiadas a Pedro solamente, y también que el   poder de
 atar y desatar fue conferido a los Apóstoles conjuntamente con Pedro;  
 ¿pero dónde consta que los Apóstoles hayan recibido el soberano poder sin   Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de Cristo   de quien lo ha recibido.
Por esto el decreto del   Concilio del 
Vaticano que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del   
Pontífice Romano, no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó 
la   antigua y constante fe de todos los siglos.
60. Jerarquía de autoridades. 
No hay que creer que la   sumisión de los mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la   administración.
Tal sospecha nos está   prohibida en 
primer término por la sabiduría de Dios que ha concebido y   establecido
 por sí mismo la organización de ese gobierno. Además, es preciso   
notar que lo que turbaría el orden y las relaciones mutuas, sería la   
coexistencia, en una sociedad, de dos autoridades del mismo grado y no 
se   sometería la una a la otra. Pero la autoridad del Pontífice es 
soberana,   universal y del todo independiente; la de los Obispos está 
limitada de una   manera precisa y no es plenamente independientemente. «Lo
 inconveniente sería   que dos Pastores estuviesen colocados en un grado
 igual de autoridad sobre el   mismo rebaño. Pero que dos superiores, 
uno de ellos sometido al otro, estén   colocados sobre los mismos 
súbditos, no es un inconveniente, y así un mismo   pueblo está gobernado
 de un modo inmediato por su Párroco, por el Obispo y por   el Papa» [78].
Los Pontífices romanos,   que saben 
cuál es su deber, quieren más que nadie la conservación de que lo que   
está divinamente instituido en la Iglesia, y por esto del mismo modo que
   defienden los derechos de su propio poder con el celo y vigilancia 
necesarios,   así también han puesto y pondrán constantemente todo su 
cuidado en mantener   incólume la autoridad de los Obispos.
Y más aún; todo lo que   se tributa a
 los Obispos en orden al honor ya la obediencia, lo miran como si a   
ellos mismos le fuere tributado: «Mi honor es el honor de la Iglesia 
  universal. Mi honor es el pleno vigor de la autoridad de mis hermanos.
 No me   siento verdaderamente honrado sino cuando se tributa a cada uno
 de ellos el   honor que le es debido» [79].
En todo lo que precede.   Nos hemos 
trazado fielmente la imagen y figura de la Iglesia según su divina   
constitución. Nos hemos insistido acerca de su unidad, y hemos declarado
 cuál es   su naturaleza y por qué principio su divino Autor ha querido 
asegurar su   conservación.
61. A   los hijos fieles. 
Todos los que por un   insigne 
beneficio de Dios tienen la dicha de haber nacido en el seno de la   
Iglesia católica y de vivir en ella escucharán nuestra voz Apostólica, 
No   tenemos ninguna razón para dudar de ello. «Mis ovejas oyen mi voz» (Juan, 10, 27).
 Todos ellos   habrán hallado en esta Carta medios para instruirse más 
plenamente y para   adherirse, con un amor más ardiente, cada uno a sus 
propios Pastores, y por   éstos al Pastor supremo, a fin de poder 
continuar con mayor seguridad en el aprisco único, y recoger una mayor abundancia de frutos   saludables.
62. A   los que están fuera de la Iglesia. 
Pero «fijando nuestras   miradas en el autor y consumador de la fe, Jesús» (Hebr. 12, 2),
 cuyo lugar Ocupamos y por quien   Nos ejercemos el poder, aunque sean 
débiles Nuestras fuerzas para el peso de   esta dignidad y de este cargo
 Nos sentimos que su caridad inflama Nuestra alma y   emplearemos no sin
 razón, estas palabras que Jesucristo decía de sí mismo: «Tengo otras ovejas que no están en este aprisco: es preciso también que yo   las conduzca y escucharán mi voz» (Juan, 10, 16).  No rehúsen, pues, escucharnos y mostrarse dóciles a   Nuestro amor 
paternal, todos aquellos que detestan la impiedad, hoy tan   extendida, 
que reconocen a Jesucristo, que le confiesan Hijo de Dios y Salvador   
del género humano, pero que, sin embargo, viven errados y apartados de 
su   Esposa. Los que toman el nombre de Cristo es necesario que lo tomen
 todo entero. «Cristo todo entero es una cabeza y un cuerpo, la 
cabeza es el Hijo único de   Dios, el cuerpo es su Iglesia: es el 
esposo y la esposa, dos en una sola carne.   Todos los que tienen 
respecto de la cabeza un sentimiento diferente del de las   Escrituras, 
en vano se encuentran en todos los lugares donde se halla   
establecida la Iglesia, porque no están en la Iglesia. E igualmente todos   los que 
piensen como la Sagrada Escritura respecto de la cabeza, pero que no   
viven en comunión con la autoridad de la Iglesia, no están en la Iglesia» [80].
63. A   los que vacilan. 
Nuestro corazón se   dirige también 
con sin igual ardor a aquellos a quienes el soplo contagioso de   la 
impiedad no ha envenenado del todo, y que, por lo menos experimentan el 
deseo   de tener por Padre al Dios verdadero, creador de la tierra y del
 cielo.   Reflexionen y comprendan bien que no pueden en manera alguna 
contarse en el   número de los hijos de Dios, si no vienen a reconocer 
por hermano a Jesucristo y   por madre a la Iglesia.
64. Dios por Padre y la Iglesia por Madre. 
A todos, pues., Nos   dirigimos con grande amor estas palabras que tomamos a San Agustín: «Amemos
 al   Señor, nuestro Dios, amemos a su Iglesia, a Él cual padre, a ella 
cual madre.   Que nadie diga: “Sí, voy aun a los ídolos, consulto a los 
poseídos y a los   hechiceros, pero, no obstante, no dejo la Iglesia de 
Dios, soy católico”.   Permanecéis adheridos a la madre, pero ofendéis al
 padre. Otro dice poco más o   menos: “Dios no lo permita, no consulto a 
los hechiceros, no interrogo a los   poseídos, no practico adivinaciones
 sacrílegas, no voy a adorar a los demonios,   no sirvo a los dioses de 
piedra, pero soy del partido de Donato”: ¿De qué   os sirve no 
ofender al padre que vengará a la madre a quien ofendéis? ¿De qué os   
sirve confesar al Señor, honrar a Dios, alabarle, reconocer a su Hijo, 
proclamar   que está sentado a la diestra del Padre, si blasfemáis de su
 Iglesia? Si   tuvieseis un protector, a quien tributaseis todos los 
días el debido obsequio, y   ultrajaseis a su esposa con una acusación 
grave, ¿os atreveríais ni aun a entrar   en la casa de ese hombre? 
Tened, pues, mis muy amados, unánimemente a Dios por   vuestro padre, y 
por vuestra madre a la Iglesia» [81].
Confiando grandemente en   la 
misericordia de Dios, que pueda tocar con suma eficacia los corazones de
 los   hombres y formar las voluntades más rebeldes avenir a Él, Nos 
encomendados, con   vivas instancias, a su bondad a todos aquellos a 
quienes se refiere Nuestra   palabra. y como prenda los dones 
celestiales, y en testimonio de Nuestra   benevolencia os concedemos, 
con grande amor en el Señor, a vosotros, Venerables   Hermanos, a 
vuestro Clero y a vuestro pueblo la Bendición Apostólica.
    
Dado en Roma, en San   Pedro, a 29 de Junio del año 1896, décimonoveno de Nuestro   Pontificado. LEÓN   PAPA XIII.
NOTAS
[1] San Jerónimo, Homilía de Eutropio cautivo, Nº 6. Migne, Patrología Græca 52, 402.
[2] San Agustín, Comentario sobre el Salmo 71, nº 8. Migne, Patrología Latína 36, 609.
[3] San Agustín, Explicación sobre el Salmo 103, sermón II, nº 5. Migne, Patrología Latína 37, 1353.
[4] Clemente de Alejandría, Strómata, 7, 17. Migne, Patrología Græca 9, 551.
[5] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. III. nº 2. Migne, Patrología Latína 11, 995-997.
[6] San Agustín, Tratado I sobre las Epístolas de San Juan, 13. Migne, Patrología Latína 35, 1988.
[7] San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia Católica, 23. Migne, Patrología Latína 4, 517.
[8] San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia Católica, 23. Migne, Patrología Latína 4, 517.
[9] San Agustín, Sermón 267, nº 4. Migne, Patrología Latína 38, 1231.
[10] San Ireneo. Contra las herejías, III, 12, nº 12. Migne, Patrología Græca 7, 906.
[11] San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan 18, c. 5, nº 1.
[12] San Jerónimo, Sobre el Evangelio de San Mateo, lib. 4, c. 28, 20.
[13] Clemente Romano, Epístola I a los Corintios, 42-44. Migne, Patrología Græca 1, 291-298.
[14] San Cipriano de Cartago, Epístola a Magno, 1. Migne, Patrología Latína 3, 1138.
[15] Autor del Tratado de la Fe Ortodoxa contra los Arrianos, c. 1. Migne, Patrología Latína 17, 552.
[16] San Agustín, De las herejías, nº 88. Migne, Patrología Latína 42, 50.
[17] Orígenes, Comentario sobre las antiguas interpretaciones sobre San Mateo, n. 46. Migne, Patrología Græca 7, 1077
[18] San Irineo, Contra las herejías, 1.IV, c. 33, n. 8. Migne, Patrología Græca 7, 1077.
[19] Tertuliano, De la prescripción contra los herejes, c. 21. Migne, Patrología Latína 2, 33.
[20] San Hilario, Comentario sobre San Mateo 23, n. 1. Migne, Patrología Latína 9, 993.
[21] Rufino, Historia Eclesiástica, lib. II, c. 9. Migne, Patrología Latína 21, 518.
[22] Ricardo de San Víctor, De la Trinidad, lib. I, c. 2. Migne, Patrología Latína 196, 891.
[23]  Concilio Vaticano, sesión III, c. 3. Denzinger, n.º 1789.
[24] San Agustín, Comentario sobre el Salmo 54, n. 19. Migne, Patrología Latína 36, 641.
[25] San Agustín, Contra Fausto, lib. 17, 3. Migne, Patrología Latína 42, 342.
[26] Concilio Vaticano, sesión III, c. 3. Denzinger, nr. 1792.
[27] San Agustín, De la utilidad de creer, c. 17, 35. Migne, Patrología Latína 42, 91.
[28] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, parte II-IIæ, q. 39, art. 1.
[29] San Jerónimo,  Comentario sobre la Epístola a Tito, c. 3, 10-11. Migne, Patrología Latína 26, 598.
[30] San Juan Crisóstomo, Homilía 9 sobre la Epístola a los Efesios, n. 5.  Migne, Patrología Græca 62, 87.
[31] San Agustín, Réplica a la epístola de Parmeniano, II, c. 9n. 25. Migne, Patrología Latína 43, 69.
[32] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los Gentiles, IV c. 76.
[33]  San Paciano, Epístola III (a Sempronio), 11 P.L. 13, 1071.
[34] San Cirilo de Alejandría, Sobre el Evangelio de San Juan, II in 1, 42.
[35]  Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11.  Migne, Patrología Græca 13, 1003-06.
[36] Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11.  Migne, Patrología Græca 13, 1003.
[37] Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, t. 12, n. 11.  Migne, Patrología Græca 13, 1003-1006.
[38] San Juan Crisóstomo, Homilía 54 sobre el Evangelio de San Mateo, n. 2.  Migne, Patrología Græca 58, 534-35.
[39] San Ambrosio, Exposición sobre el Evangelio de San Lucas, X, n. 175-176. Migne, Patrología Latína 1, 1818.
[40] San Juan Crisóstomo, Del Sacerdocio, II.  Migne, Patrología Græca 48, 632.
[41] San Ambrosio, De la Fe, IV, 56. Migne, Patrología Latína 16, 628.
[42] San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[43] San Basilio Magno, Homilía sobre la Penitencia, n. 4 (en el apéndice de las Obras de San Basilio).  Migne, Patrología Græca 31, 1483
[44] San Juan Crisóstomo, Homilía 88 sobre el Evangelio de San Juan, 1.  Migne, Patrología Græca 59, 178-79.
[45] San León Magno, Sermón IV, c. 11. Migne, Patrología Latína 54, 149-50.
[46]  San Gregorio Magno, Epistolario V, epístola 20. Migne, Patrología Latína 77, 745-46.
[47] San León Magno, Sermón III, c. 3. Migne, Patrología Latína 54, 146.
[48] Concilio de Florencia, Decreto para los griegos. Denzinger-Umberg. n. 694.
[48] Concilio de Florencia, Decreto para los griegos. Denzinger-Umberg. n. 694.
[49] Concilio IV de Letrán (1215) cap. II (Errores del abad Joaquín de Flore). Denzinger-Umberg. n. 433.114.
[50] San Ireneo, Contra las herejías, lib. III, 3 n. 2.  Migne, Patrología Græca 7, 849.
[51]   San Cipriano de Cartago, Epístola 48 (a Cornelio), n. 3. Migne, Patrología Latína 3, 710.
[52]  San Cipriano de Cartago, Epístola 59 (a Cornelio), n. 14. Migne, Patrología Latína 3, 732.
[53] San Jerónimo, Epístola 15 (a Dámaso), n. 2. Migne, Patrología Latína 22, 355.
[54]  San Jerónimo, Epístola 16 (a Dámaso), n. 2. Migne, Patrología Latína 22, 359.
[55] San Agustín, Epístola 43, 7; Sermón 120, 13. Migne, Patrología Latína 33, 163.
[56]   San Cipriano de Cartago, Epístola 55, n. 1. Migne, Patrología Latína 3, 765.
[57]  San Máximo Abad, Explicación de la Epístola al ilustre Pedro. Migne, Patrología Latína 129, 576.
[58]  Concilio de Éfeso (431), Discurso de Felipe, Legado del Romano Pontífice, en Actio III; Denzinger-Umberg, n. 112. Mansi 4, 1295.
[59]  Concilio de Calcedonia, Actio II. Mansi 6, 971.
[60] Concilio III de Constantinopla, Actio 18. Mansi 11, 666.
[60] Concilio III de Constantinopla, Actio 18. Mansi 11, 666.
[61] Fórmula de profesión de fe católica, después de la Epístola 26 a todos los obispos de España, n. 1. Migne, Patrología Latína 63, 460; Mansi 8, 467; Denzinger-Umberg, nr. 466.
[62] Concilio II de Lyon, Actio IV: Profesión de fe de Miguel Paleólogo. Denzinger-Umberg, nr. 466.
[63]  San Jerónimo, Diálogo contra los luciferianos, n. 9. Migne, Patrología Latína 23, 165.
[64]   San Juan 21, 15: «Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: “hijo de Juan, ¿me amas más que éstos”?».
[65]  San Juan Crisóstomo, Homilía 88 sobre el Evangelio de San Juan, 1.  Migne, Patrología Græca 59, 478.
[66]  San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[67] San León Magno, Sermón IV, c. 2. Migne, Patrología Latína 54, 150.
[68]  San Cipriano de Cartago, De la unidad de la Iglesia, n. 4. Migne, Patrología Latína 4, 498.
[69] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. II, 2. Migne, Patrología Latína 11, 947.
[69] San Optato de Milevo, Del cisma donatista, lib. II, 2. Migne, Patrología Latína 11, 947.
[70]   San Cipriano de Cartago, Epístola 12 a Cornelio, n. 5. Migne, Patrología Latína 3, 802.
[71] San Optato de Milevo, Del cisma de los donatistas, lib. II, n. 4-5. Migne, Patrología Latína 955-956.
[72]  San Bruno de Segni. Comentario sobre el Evangelio de San Juan, parte III, cap. 21, n. 55.
[73]  San Bernardo, De la consideración, libro II, c. 8. Migne, Patrología Latína 182, 751.
[74] Adriano II, Alocución III al Sínodo Romano de 869-870, cfr. Actiones VII Conc. Constantinop, IV; véase también Denzinger-Umberg, n. 330 y n. 353.
[75]  San Nicolás I (858-867) Epístola 84 al emperador Miguel: cfr. Epístola. “Proposuerámus quídem”, al emperador Miguel (865), Denzinger-Umberg n. 333. Migne, Patrología Latína 119, 954: «Patet
 profécto Sedis Apostólicæ, cujus auctoritáte major non est, judícium a 
némine fore retractándum, néque cuíquam de ejus líceat judicáre judício» (Es manifiesto que los juicios de la Sede Apostólica son irreformables, y que a nadie es permitido hacerse juez de sus sentencias).
[76]  San Gelasio I, Epístola 26 (a los obispos de Dardania), n. 5. Migne, Patrología Latína 59, 67.
[77]  Concilio V de Letrán (1512-1517) sesión IV c. 3; véase también sesión XI (1516). Denzinger-Umberg, nr. 740-741.
[78] Santo Tomás de Aquino, Sentencias, libro IV, dist. 17, art. 4, ad q. ad 13.
[79] San Gregorio Magno, Epistolario VIII, epístola 30 (a Eulogio). Migne, Patrología Latína 77, 933. 1146. Juan 10, 27.
[80] San Agustín, Epístola contra los donatistas, o de la Unidad de la Iglesia, c. IV, n. 7, Migne, Patrología Latína 43; 395.
[81] San Agustín,  Explicación sobre el Salmo 88, sermón II, n. 14. Migne, Patrología Latína 33, 1140.

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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)