Se cumplen 55 años de la convocatoria de Roncalli/Juan XXIII bis al Vaticano II. Concilio concluido por Montini/Pablo VI el 8
 de diciembre de 1965. Angelo
 Giuseppe Roncalli Marzolla, el antipapa Juan XXIII bis (ya hubo un Juan
 XXIII antes que él, Baltasare Cossa), tenía 77 años al ser electo el 28
 de octubre de 1958. Tres meses después, convocó a un concilio único en la historia: borró de un plumazo el Syllabus del Bienaventurado Pío IX bajo la consigna del aggiornamento (puesta al día), y silenció con la Östpolitik el apelo de Nuestra Señora de Fátima a la condena del comunismo.
 Y aunque murió el 3 de junio de 
1963 sin verlo desarrollado, Giovanni Battista Montini Alghisi, devenido
 Pablo VI, cabeza visible del sector progresista entre los obispos, 
asesorado por teólogos como el dominico Yves 
Congar, el jesuita Karl Rahner y los jovencísimos sacerdotes Joseph 
Ratzinger Tauber y Hans Küng, logró imponerse frente a las resistencias 
del cardenal Alfredo Ottaviani, prefecto del Santo Oficio, de un Cœtus Internationális Patrum
 con liderato de Marcel Lefebvre y Antônio de Castro-Mayer, y separando 
del aula conciliar a Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc, el desterrado 
arzobispo de Hue (Vietnam), al cual Montini hizo derrocar en favor de 
Philippe Nguyên-Kim-Diên, más acepto al modernismo.
Casi nadie sabe que el Concilio fue el acta de defunción del 
nacionalcatolicismo, es decir, la consideración de la Iglesia romana por
 el Caudillo como “sociedad perfecta” y única religión del Estado, 
definida así por el Concordato de 1953.
 En España, la convocatoria del Vaticano II causó disgusto entre la 
jerarquía nacionalcatólica, y con justa razón, pues se sabía que era la 
oportunidad de la izquierda republiqueta y separatista (de la cual 
muchos clérigos se inficionaron) para revanchas. Máxime si se tiene en cuenta que Roncalli (con ancestros en la mancomunidad navarra del valle del Roncal, que en años de la República fue socialista y peneuvista), cuando fue nombrado nuncio del Vaticano, se había relacionado con los republiquetos exiliados en París, y desdeñaba el término “Cruzada” para referirse a la Guerra Civil; y que Montini,
 hijo de una maestra judía y un diputado 
del democristiano Partido Popular italiano -que tuvo el descaro de 
albergar a terroristas socialistas perseguidos judicialmente por el Duce
 Mussolini-, odiaba personalmente a Francisco Franco (de ahí que el Gobierno les presentaba como 
peligrosos compañeros de viaje del comunismo, y en los diarios Pueblo -de la Organización Sindical- y Arriba -del Movimiento Nacional-, a Montini le calificaron de “Tontini”).
La
 cuota hispánica dentro del Vaticano II constaba de seis cardenales 
(entre ellos el Arzobispo Primado de Toledo, Enrique Plá y Deniel), un 
patriarca (Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá y último 
Patriarca de las Indias Occidentales), 10 arzobispos y 69 obispos, muchos por encima de los 80 años de edad, que tenían
 convicción de tener una misión nacional, como en Trento: defender la 
Inmaculada Iglesia Católica mediante la condena solemne del comunismo y 
la intensificación de la devoción a la Bienaventurada Virgen María.
 Pero debieron apurar el cáliz de amargura al encontrar el desprecio de 
muchos de sus colegas o, mínimo, la curiosidad infantil ante “la Rusia 
de Stalin pero con muchos curas”, como era tenida la España de 
postguerra a raíz del inusitado aumento de vocaciones sacerdotales que 
hubo en la nación luego de la represión antitea de Azaña, Negrín, 
Aguirre, Largo Caballero y Companys, entre otros. Yves Congar redactó en
 su diario que el odio al nacionalcatolicismo era tal que “cuando los 
obispos españoles intervenían en el aula conciliar, los padres 
conciliares aprovechaban para salir al baño”, porque a él le parecía 
execrable que “vendiesen la figura de un dictador como el gran salvador 
del Cristianismo” (así escribió Congar).
La
 mayoría de los obispos españoles execró los cambios modernistas del 
Concilio, lo que les valió de Rahner que los llamase “monofisistas 
papales que nos consideran a nosotros (los 
partidarios de una reforma) como nestorianos episcopalistas” porque 
“piensan que solo venimos a abolir el Vaticano I”. El arzobispo José María 
Cirarda, emérito de Pamplona, cuenta en sus memorias que el día antes de la 
clausura, cuando iba a votarse el documento Dignitátis Humánæ, el
 obispo de 
Canarias, Antonio Pildain y Zapiain, le confesó, pálido, que estaba 
rezando para que Dios interviniese a fin de impedir la aprobación de 
dicha declaración. Cirarda le inquirió ¿Cómo podrá hacer Dios tal cosa?,
 a lo cual Pildain contestó: «Útinam ruat cúppula Santi Petri super nos» (tan solo si la cúpula de San Pedro colapsase sobre nosotros). Advirtióles Franco, con apocalíptica lucidez, sobre las calamidades 
que ocasionaría a España la libertad religiosa y la concepción gnóstica 
de la dignidad humana, además del carácter inasumible de la separación 
Estado-Iglesia que Roncalli y Montini tanto querían. Memorable en este sentido es la intervención del Arzobispo Castrense, Mons. Luis Alonso Muñoyerro:
“España disfruta de la unidad católica desde el siglo VII, desde el rey Recaredo. Por la fuerza de esta unidad, la religión católica está en 22 repúblicas de América y en Filipinas. A ella es deben las victorias sobre los mahometanos en España y Lepanto. Y en nuestros tiempos, una gran victoria contra el comunismo”.
Pero como en todo buen trigo hay cizaña, ese rol lo tuvo Vicente
 Enrique y Tarancón, entonces obispo de Solsona, y protegido de un 
Montini que, por puro odio al Caudillo, le nombraría arzobispo de Toledo
 en 1969. Tarancón se alió con el bando modernista durante el Concilio, y
 logró imponerse a sus hermanos mitrados, piadosos y convencidos de la 
Verdad sí, pero mal organizados (tanto que les tocó 
defenderse como francotiradores, a falta de un liderazgo propio y fuerte
 -Pla y Deniel tenía 88 años, y Ejio y Garay murió en 1963-). Sumado a 
ello el
 impío y sedicioso obispo de Calahorra-La Calzada, Fidel García 
Martínez, al que le pareció indiferente la República atea, y vio en el 
Concilio la oportunidad de vengarse de quienes expusieron a la luz 
pública su mala conducta (García era amante de  fiestas en 
los hoteles de lujo de Barcelona, cabarés y salas 
de fiestas; y
 que igual aparecía en la Feria de Sevilla que en París, siempre rodeado
 de bellas mujeres). La derrota para los obispos españoles, como para el
 Cœtus, era inevitable. Sólo había una explicación para la derrota: los 
hijos del Mundo son más astutos que los de la Luz, o más verídicamente: 
LA CONJURA JUDEOMASÓNICO-COMUNISTA INTERNACIONAL CONTRA LA IGLESIA 
CATÓLICA SE HABÍA ENTRONIZADO EN LA CÁTEDRA PETRINA. 
Y aún posteriormente, el odio de Montini contra la España Católica no cesó:
 Cuando en 1969 se aprobó la Nueva Misa, Jean Guitton, a pesar de su 
íntima amistad con Montini, nada más obtuvo un “Eso jamás” de éste 
cuando pidió conservar el Rito Romano Tradicional para la Francia. Pero a
 los españoles les fue peor: Mosén Joseph Bachs y Mosén Joseph Mariné, 
representantes de los cerca de 6000 sacerdotes integrantes de la 
Hermandad Sacerdotal Española de San Antonio María Claret (que tenían 
aún el recuerdo de las improvisaciones litúrgicas que se presentaron en 
las zonas controladas por el bando republicano durante la Guerra), que 
enviaron sendas cartas a Montini el 5 de noviembre y el 11 de diciembre,
 sin recibir contestación (la última carta era en respuesta a
 Aníbal Bugnini, que declaró groseramente que existía la posibilidad de 
una excepción, privilegio o indulto a favor de aquellos sacerdotes cuya 
edad o salud les privara de condiciones físicas necesarias para 
adaptarse a la nueva misa). Bachs
 y Mariné le replican que lo que le falta a los sacerdotes españoles es 
la capacidad moral, intelectual y espiritual para aceptar una Liturgia 
que al decir del hermano Max Thurian de Taizé, “hacía teológicamente posible que las comunidades no católicas pudieran celebrar la Santa Cena con las 
mismas plegarias que la Iglesia Católica”. Y si con el 
Rito Romano era así, con el Rito Mozárabe (o de San Isidoro) la cosa 
pintaba peor: Muchos en la Primada Toledana querían abolirlo, y 
actualmente solo se celebra en ella y otros lugares de España una 
versión que al mismo Cardenal Cisneros le causaría sumo desagrado de 
puro modernizada que está. 
Es dable asegurar que los
 republiquetos anarco-comunistas masonazos anticlericales, los mismos 
que asesinaron curas, monjas y seglares con métodos de tortura que ni a 
Nerón se le hubieran ocurrido, quemaron iglesias, profanaron tumbas, 
fusilaron Cristos y Vírgenes en plaza pública, etc. (crímenes tan evidentes que el que quiera negarlos
 no es más que un maldito y estúpido demonio), se revistieron de sotana 
en el execrable deuterovaticano concilio para vengarse del hombre 
providencial que un 18 de Noviembre declaró la Cruzada por Dios y por la
 Patria. Y así mismo, es lamentable presenciar a unos 
individuos que se beneficiaron del respiro que dio la Cruzada para 
perseguir a la Iglesia. Que Dios NO LOS PERDONE. Y con
 más razón debemos rechazar el Vaticano II, no sólo porque es una 
demolición contra la Fe Católica, sino también porque representa una 
afrenta al orgullo nacional.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)