«Dulce corazón de mi Jesús, haz que yo te ame siempre más. Te ofrezco mi
pobre corazón, con celestial y religioso amor, y te pido me des la
resignación, y un buen puesto en tu corazón».
Entre las místicas más notables de los siglos doce y trece, no hay otra
figura más amable que la de Santa Lutgarda. Junto con Santa Gertrudis y
Santa Matilde, es una de las primeras propagadoras de la devoción al
Costado Herido de Nuestro Redentor. Cinco siglos antes de las
revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, fue la primera a quien
el Señor le dio a conocer los misterios de su Sacratísimo Corazón,
llegando a pedirle que le entregase el suyo para intercambiarlo con el
de Él.
Su biografía fue escrita por el dominico Tomás de Cantimpré (fallecido
en 1270) como parte de una colección de tres o cuatro de sus manuscritos
del Acta Sanctórum, junio, vol. IV, y por su contemporáneo
Willem von Affligem, cuya «Vita Lutgárdis» se conserva en la Biblioteca
Kongelige de Copenhague.
INFANCIA Y ENTRADA EN RELIGIÓN
Hija de un ciudadano de Tongres, en Holanda, nació en 1182. A los doce
años de edad fue encomendada a las monjas benedictinas del convento de
Santa Catalina, cerca de Saint-Trond, no por piedad, sino porque el
dinero que se conservaba para su dote matrimonial había sido perdido en
un mal negocio de su padre y, sin él, era muy dudoso de que pudiese
hallar un marido conveniente.
Lutgarda era una muchacha alegre que gustaba de las diversiones
inocentes, sin ninguna vocación religiosa aparente, y en el convento
vivía como una especie de pensionista, libre para entrar y salir cuando
quisiera y para recibir las visitas de sus amistades.
Sin embargo, cierto día en que charlaba con una de ellas, tuvo una
visión de Nuestro Señor Jesucristo quien, junto con mostrarle sus
heridas, le pedía que lo amase sólo a Él. Lutgarda lo aceptó al instante
como su Prometido celestial y, desde aquel momento, renunció a todas
las preocupaciones de este mundo.
Algunas de las monjas que observaron su cambio repentino y súbito
fervor, vaticinaron que aquello no duraría; pero estaban equivocadas. Su
devoción aumentaba, y por momentos llegó a sentir tan vivamente la
presencia del Señor que, al rezar, lo veía con sus ojos corporales,
hablaba con Él en una forma casi familiar y, si acaso la llamaban sus
hermanas para cumplir con algunas de las obligaciones prescriptas por la
santa regla, decía sencillamente: «Aguárdame aquí, mi Señor; volveré tan pronto como termine esta tarea».
BENEFICIADA POR GRACIAS MÍSTICAS
Con frecuencia se le aparecía Nuestro Señor, y una vez tuvo una visión
de Santa Catalina, la patrona de su convento; en otra ocasión vio a San
Juan Evangelista con el aspecto de un águila. A menudo, durante sus
éxtasis, se alzaba un palmo del suelo o bien irradiaba de su cabeza una
extraña luz. Tuvo la gracia de que se le permitiera compartir,
místicamente, el sufrimiento de nuestro Salvador, cuando meditaba sobre
su Pasión; en esas ocasiones, aparecían sobre su frente y en sus
cabellos minúsculas gotas de sangre.
Su amor comprendía a todos los que Cristo había venido a redimir, y
sentía como propios los dolores y penurias de cualquiera de los seres
humanos. Y en verdad, eran tan ardientes y tan apasionadas sus
intercesiones por otros, que le pedía a Dios quitarle la vida antes que
rehusar su misericordia al alma por la que suplicaba. Según la beata
María de Oignies (1177 – 1213), Lutgarda era una intercesora sin igual
por los pecadores y las almas del Purgatorio.
PERFECCIÓN RELIGIOSA
Hacía doce años que Lutgarda vivía en el convento de Santa Catalina,
cuando se sintió inspirada a abrazar la regla más estricta de los
cistercienses. Hubiese querido entrar a un convento donde se hablara el
alemán, pero por consejo de su confesor y de su amiga, la Beata Cristina
“La Admirable” (1150-1224), que también se hallaba en el convento de
Santa Catalina, decidió ingresar a la casa del Císter en Aywiéres. Ahí
no se hablaba más que el francés, una lengua que Lutgarda nunca dominó,
pero gracias a su ignorancia del idioma, pudo rehusar diversos altos
cargos que le ofrecieron en Aywiéres y en otras partes.
En todo momento, su humildad fue extraordinaria; continuamente se
quejaba de su impotencia para responder como era debido a las gracias
que el Cielo le concedía. Cierta vez, fueron tan vehementes las
plegarias en las que ofrecía su vida a Dios que, por el impulso de su
pasión, se reventó una de sus venas y tuvo una fuerte hemorragia. En
aquel momento, le fue revelado que, en el Cielo, su efusión de sangre se
aceptaba como un martirio.
A causa de este cambio de orden religiosa es que se la representa indistintamente con hábito negro y blanco.
COMUNIÓN DE CORAZONES
En ella observamos una manifestación mística sin precedentes, nunca
antes vista ni después conocida con estas características, como fue el
intercambio de corazones.
Lutagarda poseía el don de curación y por eso muchos acudían a ella;
esto le impedía tener tiempo para su oración y entonces, un día, le dijo
a Jesús:
-“¿Cuál es la ventaja de mi don de curación, si hace imposible mis visitas a Ti? Por favor tómalo, y dame en cambio algo mejor”.El Señor le respondió: -“¿Qué deseas?”Lutgarda hizo algunas peticiones a Su Señor y al final, Éste le volvió a preguntar: -“¿Qué más deseas?”Lutgarda le pidió Su Corazón. Y el Señor le respondió que Él también anhelaba vehementemente el corazón de ella.Lutgarda aceptó que fuera así: -“Tu amor y el mío; que sean uno y el mismo. Sólo entonces me sentiré a salvo”.Luego se produjo el intercambio de corazones.
(Acta Sanctórum, Jun. IV (1707), 193. Trad. Pierre Debongnie CSSR 156.)
ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE
Once años antes de morir, perdió la vista y recibió esa desgracia con
evidente regocijo, como una gracia de Dios para desprenderla más del
mundo visible. Poco después de haber quedado ciega, emprendió el último
de sus prolongados ayunos.
En el curso de aquella penitencia, se le apareció Nuestro Señor para
anunciarle su próxima muerte y las tres cosas que debía hacer para
prepararse a recibirla. Ante todo, tenía que dar gracias a Dios, sin
cesar, por los bienes que había recibido; con igual insistencia, tendría
que orar por la conversión de los pecadores; y para todo, debería
confiar únicamente en Dios, en espera del momento en que habría de
poseerlo para siempre.
Tal como lo había predicho, Santa Lutgarda murió en la noche del sábado
posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad, precisamente cuando
comenzaba el oficio nocturno para el domingo. Era el 16 de junio de
1246.
Venerada en Aywières durante siglos, sus reliquias fueron exhumadas en
el siglo XVI, e inscrita en el Martirologio Romano en 1584.
El 4 de diciembre de 1796, como consecuencia de la Revolución Francesa,
sus reliquias fueron trasladadas a Ittre, donde permanecen hasta hoy.
ORACIÓN
Concédenos, Señor, por la intercesión de que Santa Lutgarda, que siempre
te fue agradable por el mérito de su castidad, la práctica de las
virtudes y obtener así tu Indulgencia. Por Jesucristo tu Hijo, Nuestro
Señor, quien contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)