[El Señor dice:] «Y cualquiera que diere de beber a uno de estos pequeñuelos un vaso de agua fresca solamente por razón de ser discípulo mío, os doy mi palabra que no perderá su recompensa». (San Mateo X, 42).

San Juan el Limosnero
San Juan había nacido de una rica familia. Su padre Epifanio era 
gobernador de Chipre, y su madre Monesta era una cristiana devota. 
Habiendo enviudado y enterrado a todos sus hijos en Amato de Chipre, 
empleó sus rentas en socorrer a los pobres y se ganó el respeto de todos
 por su santidad. Su fama hizo que le eligiesen patriarca de Alejandría 
hacia el año 608, cuando tenía ya más de cincuenta años. Cuando San Juan
 fue electo patriarca, hacía ya varias generaciones que todo Egipto se 
hallaba envuelto en acres disputas eclesiásticas, y la ola del 
monofisismo iba creciendo. Como escribe el historiador Baynes, «El 
lector de la vida de San Juan tiene que tener presente este cuadro. San 
Juan tuvo el tino de escoger, como patriarca, el camino de una bondad y 
una caridad sin límites para hacer amable la ortodoxia en Egipto». Al 
llegar a Alejandría, San Juan ordenó que le hiciesen una lista exacta de
 sus "amos". Cuando le preguntaron quiénes eran éstos, el santo 
respondió que eran los pobres, porque son los que gozaban en el Cielo de
 un poder ilimitado para ayudar a quienes les habían socorrido en la 
tierra. El número de los pobres de Alejandría era de 7500. El santo los 
tomó a todos bajo su protección. Los decretos del patriarca eran 
severos, pero estaban redactados en los términos más humildes. Entre 
otras cosas, impuso el uso de pesos y medidas justos para proteger a los
 pobres de una de las más crueles formas de opresión. El santo prohibió 
rigurosamente a todos los miembros de su casa que aceptaran regalos, 
pues sabía muy bien que esto era capaz de corromper aun al mayor de los 
justos. El patriarca se sentaba todos  los miércoles y viernes delante 
de su casa, para que todos pudiesen presentarle sus quejas y darle a 
conocer sus necesidades.
Una de sus primeras acciones en 
Alejandría fue la de distribuir entre los hospitales y monasterios las 
ochenta mil monedas de oro que había en su tesorería. Igualmente 
consagró a los pobres las ricas rentas de su sede, que era entonces la 
más importante del oriente, tanto por la dignidad como por las riquezas.
 Además, por las manos del santo pasaba una continua corriente de 
limosnas que provenían de otros, a quienes su ejemplo había arrastrado. 
Cuando los ayudantes del patriarca se quejaron de que estaba 
empobreciendo a la Iglesia, él les contestó que Dios se encargaría de 
proveer a sus necesidades. Para convencerles de ello, les contó una 
visión que había tenido en su juventud: una hermosa mujer, coronada por 
una guirnalda de oliva, se le había aparecido. Representaba la caridad y
 compasión por los pobres, y le había dicho: «Yo soy la mayor de las 
hijas del rey. Si eres mi amigo, yo te conduciré a Él. Nadie como yo 
goza ante Él de mayor influencia, porque yo le moví a bajar del Cielo y a
 hacerse hombre para salvar a la humanidad».
Cuando los persas 
dirigidos por Cosroes II asolaron la Siria y saquearon Jerusalén, San 
Juan recibió a todos los que huían a Egipto. Asimismo, envió a los 
pobres de Jerusalén, además de una gran suma de dinero, semillas, 
pescado, vino, acero y un contingente de trabajadores egipcios para que 
les ayudasen a reconstruir las iglesias. En la carta que escribió al 
obispo Modesto con tal ocasión, añadía que hubiese deseado ir a 
Jerusalén en persona para ayudar con sus propias manos en ese trabajo. 
Ni la pobreza, ni las pérdidas, ni las dificultades que tuvo que sufrir 
hicieron vacilar nunca su confianza en la Divina Providencia, y la ayuda
 de Dios no le faltó jamás. El santo cortó bruscamente la palabra a un 
hombre a quien había sacado de deudas y que le expresaba su gratitud en 
términos encomiásticos, diciéndole: «Hermano, todavía no he vertido por 
ti mi sangre, como me manda hacerlo mi Dios y Maestro, Jesucristo». 
Cierto mercader que había perdido dos veces su fortuna en sendos 
naufragios, fue socorrido otras tantas veces por el santo patriarca, 
quien la tercera vez le regaló una nave cargada de grano. La tormenta 
arrastró la nave hasta las costas de Inglaterra, donde el hambre hacía 
estragos, de suerte que el mercader pudo vender el grano a muy buen 
precio y volvió con una buena cantidad de dinero y un cargamento de 
estaño. El estaño, según se vio después, tenía una amalgama de plata, y 
todo ello fue atribuido a las virtudes del santo.
Sin embargo, el 
Patriarca, en lo personal, vivía en la mayor austeridad y  pobreza. Un 
distinguido personaje, al enterarse de que el santo sólo tenía en su 
lecho una cobertura muy desgarrada, le envió una valiosa piel, rogándole
 que la usara en consideración de quien se la mandaba. San Juan la 
aceptó y la usó una sola noche, pero apenas pudo pegar los ojos, 
reprochándose el lujo que se permitía mientras tantos de sus "amos" 
yacían en la miseria. A la mañana siguiente, vendió la piel y repartió 
el dinero entre los pobres. El amigo que se la había regalado recuperó 
la piel dos o tres veces y la devolvió al santo, quien le decía 
sonriendo: «Vamos a ver quién se cansa primero». Por lo demás, San Juan 
el limosnero no se complicaba la vida con teorías muy perfectas sobre la
 ayuda a los pobres.
Nicetas, gobernador de Alejandría, había 
planeado un nuevo impuesto que iba a pesar particularmente sobre los 
pobres. El Patriarca defendió humildemente a sus "amos", pero el 
gobernador, enfurecido, partió, dejándole con la palabra en la boca. 
Hacia el atardecer, San Juan le envió un mensaje con las palabras del 
apóstol: «El sol está cayendo. No dejes que el sol se ponga sobre tu 
ira». El mensaje produjo el efecto deseado. El gobernador fue en busca 
del patriarca, le pidió perdón, y le prometió como penitencia no prestar
 jamás oídos en adelante a las hablillas. San Juan le confirmó en su 
resolución, y le explicó que él no creía jamás a quien hablaba mal de 
otro, sin haber antes oído al acusado, y que castigaba severamente a los
 calumniadores para que los otros se guardasen de caer en tal vicio. 
Habiendo exhortado en vano a cierto noble a perdonar a uno de sus 
enemigos, el patriarca le invitó a que asistiese a la misa en su 
oratorio particular, y ahí le rogó que recitase el Padre Nuestro. Antes 
de las palabras «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros 
perdonamos a nuestros deudores», el santo se calló, de suerte que el 
otro las dijo solo. Entonces el patriarca le suplicó que reflexionase 
sobre lo que acababa de decir a Dios en medio de la misa, ya que sólo 
obtendría el perdón de Dios en la medida en que perdonase a sus 
enemigos. El noble cayó a los pies de San Juan, muy conmovido, y se 
reconcilió con su adversario. El santo predicaba frecuentemente el deber
 de no hacer juicios temerarios, diciendo: «Las circunstancias nos 
engañan fácilmente. Ya hay magistrados para juzgar a los criminales. 
Nosotros, los particulares, no tenemos por qué metemos con los delitos 
ajenos, sino para excusarlos». Habiendo caído en la cuenta de que muchos
 pasaban el tiempo de los divinos oficios, riendo a las puertas de la 
iglesia, San Juan fue a sentarse en medio de ellos y les dijo: «Hijos 
míos, el pastor tiene que estar con sus ovejas». los culpables se 
sintieron tan avergonzados de esta bondadosa reprensión, que jamás 
volvieron a cometer esa falta. En cierta ocasión en que el patriarca se 
dirigía a la iglesia de San Ciro, una mujer le pidió justicia contra su 
yerno. Las gentes de la comitiva del santo le impusieron silencio, 
diciéndole que esperase a que el patriarca volviera de la iglesia. Pero 
el patriarca intervino con estas palabras: «¿Cómo podría esperar yo que 
Dios oyese mis oraciones, si yo no oigo las quejas de esta mujer?» y no 
se movió de ese sitio, sino después de haber hecho justicia.
Nicetas
 persuadió al santo para que le acompañase a Constantinopla a visitar al
 emperador Heraclio, el año 619, cuando los persas se preparaban a 
atacar. Durante el viaje, en Rodas, el patriarca recibió un aviso del 
cielo de que su muerte estaba próxima, y dijo a Nicetas: «Tú me habías 
invitado a visitar al emperador de la tierra; pero el Rey del cielo me 
llama a Sí». De manera que San Juan se dirigió a Chipre, donde había 
nacido, y murió apaciblemente poco después, en Amato, el año 619 ó 620. 
Su cuerpo fue después trasladado a Constantinopla, donde estuvo largo 
tiempo. El sultán turco Bayaceto II regaló las reliquias del santo 
patriarca a Matías Corvino de Hungría en 1489, quien construyó en su 
oratorio de Budapest un relicario especial para guardarlas. En 1530, las
 reliquias fueron trasladadas a Tall, cerca de Bratislava, y en 1632, a 
la catedral de San Martín en Bratislava, donde se hallan en la 
actualidad. Los griegos celebran la fiesta de San Juan el Limosnero el 
11 de noviembre, día de su muerte; pero el Martirologio Romano le 
conmemora el 23 de enero, aniversario de la traslación de sus reliquias.
Juan
 Mosco y Sofronio, dos contemporáneos del santo, escribieron una 
biografía que se perdió. En cambio, nos ha quedado la biografía escrita 
por otro contemporáneo, el obispo Leoncio de Nápoles de Chipre. Un 
antiguo editor redujo estas dos fuentes a una sola en un texto publicado
 por el P. Hippolyte Delehaye SJ en 1927 (Analecta Bollandiana, vol. 
XLV, pp. 5-74). Esa es la versión que empleó Simeón Metafrasto para su 
biografía, en el siglo X. Norman Hepburn Baynes y Elizabeth Dawes, en 
Three Byzantine Saints (1948), ofrecen una traducción de la parte de ese
 texto escrita por Mosco y Sofronio, y del texto original de Leoncio. 
Heinrich Gelzer (1893) publicó el texto griego de Leoncio; en Acta 
Sanctorum, 23 de enero, se halla una traducción latina hecha por 
Anastasio el Bibliotecario; el P. Paul Bedjan publicó una versión siria,
 en Acta Martyrum et Sanctorum, vol. IV.
ORACIÓN 
Omnipotente
 y sempiterno Dios, que ilustraste a tu bienaventurado Confesor y 
Pontífice San Juan con una insigne misericordia para con los pobres, te 
suplicamos que su intercesión nos alcance de tu bondad la efusión de las
 riquezas de tu misericordia sobre todos cuantos te invocan. Por 
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios deberán relacionarse con el artículo. Los administradores se reservan el derecho de publicación, y renuncian a TODA responsabilidad civil, administrativa, penal y canónica por el contenido de los comentarios que no sean de su autoría. La blasfemia está estrictamente prohibida, y los insultos a la administración constituyen causal de no publicación.
Comentar aquí significa aceptar las condiciones anteriores. De lo contrario, ABSTENERSE.
+Jorge de la Compasión (Autor del blog)
Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)