Una
 de las afirmaciones de los protestantes (sobre todo de los 
testejehovistas, que dedicaron un artículo al respecto) es afirmar que 
la Iglesia Católica prohibió de plano la lectura de las Sagradas 
Escrituras, incluso citando el canon XIV del Concilio de Tolosa de 1229:
«Prohibémus étiam ne libros Véteris et Novi Testaménti láicis permittántur habére, nisi forte Psaltérium, aut Breviárium pro divínis offíciis, aut Horas Beáta Vírginis áliquis ex devotióne habére velit, sed ne præmíssos libros hábeant in vulgári translátos» [Prohibimos también que se permita a los laicos tener los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, a menos que alguien por motivos de devoción quiera tener el Salterio o el Breviario para los oficios divinos o las Horas de la Santísima Virgen; pero prohibimos estrictamente que tengan cualquier traducción de estos libros en lengua vulgar].
El canon después fue ratificado por el canon II del Concilio de Tarragona de 1233, promulgado por el Rey Jaime I de Aragón:
«Ne áliquis libros Véteris vel Novi Testaménti in románcio hábeat; et si áliquis hábeat; infra octo dies post publicatiónem ejúsmodi constitutiónis a témpore sciéntiæ tradat eos loci Epíscopo comburéndos. Quid nisi fecérit, sive cléricus fúerit, sive láicus, támquam suspéctus de hærési, quoúsque se purgáverit, habeátur» [Nadie tenga en romance los libros del Antiguo ni del Nuevo Testamento. Y si alguno los tuviere, entre los ocho días después de la publicación de esta constitución en tiempo de sentencia, los entregará al Obispo local para quemarlos. Quien no lo hiciere, sea clérigo o laico, téngase como sospechoso de herejía hasta purgarse].
Al
 igual que como hacen con los versos de la Sagrada Escritura, si no se 
lee en su contexto esta disposición, se distorsiona el sentido de la 
misma. Y para comprenderlo, hay que recordar que en el Mediodía francés 
cundían dos herejías: los albigenses y los valdenses. Ambas herejías 
habían hecho traducciones de la Biblia al vernáculo, contaminadas con 
los errores de sus sectas, y las difundían entre sus seguidores. De otra
 parte, con la propagación de las herejías corría lanza pareja la 
rebelión contra los gobernantes.
Ítem
 lo anterior, por lo que refiere al canon II del Concilio de Tolosa, 
este se entiende mejor si se lee también el canon I, que establecía que 
ningún laico podía disputar pública o privadamente sobre la Fe Católica,
 so pena de excomunión y sospecha de herejía.
¿Significaba
 esto que la lectura de la Biblia estuviese prohibida de plano? ¡Nada 
más lejos de la realidad! El mismo Papa Inocencio III, en su carta Cum ex injúncto
 del 12 de Julio de 1199 alaba la práctica de la lectura de las Sagradas
 Escrituras por las gentes de la diócesis de Metz, reprobando eso sí, 
que los laicos disputasen públicamente contra los sacerdotes o 
predicasen en conventículos secretos (hoy llamados células, comunidades 
de base o grupos de oración) rechazando a los que no son miembros de 
ellos:
«Licet áutem desidérium intelligéndi divínas Scriptúras, et secúndum eas, stúdium adhortándi reprehendéndum non sit, sed pótius commendándum, in eo tamen appárent mérito argüéndi, quod tales occúlta conventícula sua celébrant, offícium sibi prædicatiónis usúrpant, sacerdótum simplicitátem elúdunt et eórum consórtium aspernántur qui tálibus non inhǽrent» [Aunque el deseo de entender las Divinas Escrituras y el afán de exhortar según estas no es de reprender, sino más bien de recomendar, en esto también tienen mérito de reprensión los que realizan sus conventículos secretos, los que se usurpan el oficio de la predicación, los que se burlan de la sencillez de los sacerdotes y los que desdeñan la compañía de los que no adhieren a estas prácticas].
Y
 a fines del siglo XIII, en tiempo de Felipe el Hermoso (hijo de San 
Luis Rey de Francia), un canónigo llamado Guyart des Moulins tradujo al 
francés la Vulgáta latina, entretejiendo las Glosas y anotaciones de Pedro Comestor en la Hisoria Eclesiástica,
 y posteriormente se hicieron varias copias en los dialectos de la 
Picardía y Valonia. Inclusive, se hacían traducciones no solo para la 
instrucción y devoción privada de los fieles, sino para la lectura 
pública. Joaquín Lorenzo de Villanueva, en su obra De la Lección de la Sagrada Escritura en lenguas vulgares
 refiere que Juan de Vignay hizo traducir las Epístolas y los Evangelios
 en el año 1306 para ser leídos en la iglesia de París, a orden de la 
duquesa Juana de Borgoña, futura esposa del rey Felipe de Valois, lo que
 demuestra que la prohibición solo era para un caso puntual, y cesada la
 causa (los albigenses se extinguieron para esa época), no tenía sentido
 la prohibición.
Sobre
 el canon del rey Jaime I, el médico y filósofo español Andrés Piquer 
Arrufat entre sus apuntes (citado por Villanueva en su obra), comenta el
 canon siguiente:
«Esta prohibición de la Biblia en lengua vulgar se hizo por evitar las disputas que la gente popular y ruda tenían con los herejes de aquel tiempo; pues los albigenses habían cundido mucho, y por estas partes infestaban la Iglesia. Sucedía esto hacia la mitad del siglo XIII, en que estaba la Europa sumergida en profundísima ignorancia. Los seculares querían disputar con los herejes sobre cosas de Religión, y no teniendo la sabiduría necesaria para hacerlo, cometían gravísimos errores, de modo que el papa Alejandro IV prohibió esto severísimamente, como se ve en el cap. Quicúmque § Inhibémus de hæréticis in VI. Esta prohibición solo se ha de extender a las personas laicas (así las nombra la Ley Canónica) que no estén bien instruidas, porque en aquel tiempo era costumbre era costumbre llamar Clérigos a los hombres sabios, y por eso a ellos solos se les permitía disputar con los herejes, como concluyentemente lo prueba Muratori en su II. Parte del Buen Gusto, cap. 7, pág. 225. El rey D. Jaime prohibió la Biblia en lengua vulgar, por evitar que las personas legas disputasen de Religión con los herejes, y se conoce esto en que inmediatmente a la prohibición de la Biblia hay otra prohibición rigurosa, y en los mismos términos, para que los seculares legos no tengan controversias con los herejes».
Y
 en ese tiempo también habían en circulación y posesión versiones de las
 Escrituras hechas por autores católicos: San Pedro Pascual O. de M., 
obispo de Jaén y mártir de la Fe, escribió el Libro de Gamaliel, 
una traducción de la Pasión de Cristo en lengua catalana; el beato 
Raimundo Lulio OFM tradujo el Breviario de Nuestra Señora al mallorquín;
 y el cartujo fray Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente Ferrer, 
tradujo toda la Biblia al valenciano (Biblia que fue impresa por Lambert
 Palmart en 1478 tras correcciones de estilo hechas por el inquisidor 
Jaime Borrell y el judeoconverso Daniel Vives –quizá por esto último se 
hicieron quemar los ejemplares impresos, sobreviviendo un ejemplar en 
Suecia, que a su vez desapareció por un incendio en 1697–). Sobre todo, 
se destaca que en 1269, el rey Alfonso X de Castilla (hijo de San 
Fernando III) ordenó traducir la Vulgáta al castellano (es de advertir también que, por una parte, el patriarca latino de Antioquía Emerico de Limoges en su Fazienda de Ultramar
 del año 1200 al arzobispo de Toledo incluye textos bíblicos en 
castellano. Por otra, en la Corona de Castilla, la lectura de las 
Escrituras y obras de devoción era más extendida entonces que en épocas 
posteriores, como se ve en el reproche que el Arcipreste de Talavera 
hace de las mujeres que en sus arcas no guardaban las versiones 
existentes de los Libros Sagrados, y sí cantos profanos, joyas y 
maquillaje).
¿Y
 el Índice de Libros Prohibidos? Habrá que esperar 330 años después, a 
su publicación en 1559, que incluye todas las biblias protestantes, como
 también aquellas que no tuviesen imprimátur ni notas explicativas. Y en
 eso ha sido constante la Iglesia de siempre, como vemos también en la 
encíclica Inter præcípuas machinatiónes de Gregorio XVI, quien 
condenó las sociedades bíblicas protestantes como enemigas de la Fe 
Católica y subvertoras del orden social.
Y
 recientemente, el padre Manuel de Matos e Silva Soares de Almeida, más 
conocido como el Padre Matos Soares, escribe así en el prólogo de su traducción de la Vulgáta de 1927 (traducción elogiada por el entonces Secretario de Estado vaticano Eugenio card. Pacelli, futuro Papa Pío XII):
«Hace mucho tiempo que los protestantes acusan a la Iglesia Católica de prohibir a los fieles la lectura de la Biblia en lengua vulgar. Es fácil sin embargo reconocer la falsedad de esta acusación. Son innumerables las versiones de la Biblia, que han sido hechas en todos los siglos, y en todos los países y lenguas de la tierra con la aprobación y aplauso de la Iglesia Católica, la cual no se cansa de recomendar la lectura y la meditación de este libro admirable, todo escrito para nuestra enseñanza, como dice San Pablo (Rom. XV, 4).
Prohíbe, sí, la Santa Iglesia la lectura de algunas versiones de la Biblia, en que es mutilada la palabra de Dios, y falseado su verdadero sentido. Están en este número las que son profusamente distribuidas por las sociedades bíblicas protestantes, acompañadas muchas veces de panfletos en que se dan al texto sagrado interpretaciones falsas, que mucho mal hacen a las almas».
En conclusión, la
 Iglesia Católica NUNCA PROHIBIÓ LA BIBLIA COMO TAL (jamás y nunca 
podría hacerlo). Prohibió sí, las malas traducciones, entre ellas las de
 los herejes protestantes y los apóstatas modernistas, porque, como dijo San Roberto Belarmino: «Las escrituras de los herejes
son escrituras de muerte y testimonio infernal, similares a aquella 
carta que portaba Urías Heteo (II Reg. 11, 15-16), y que no contenía 
otra cosa que su condena a muerte» (Gran Catecismo de la Doctrina Cristiana, cap. 6.º: De la gloria de los milagros).
JORGE RONDÓN SANTOS
30 de Septiembre de 2022.
Fiesta
 de San Jerónimo, Presbítero, Confesor y Doctor de la Iglesia; de San 
Honorio de Canterbury, Arzobispo y Confesor; de San Antonino de 
Plasencia, Mártir de la Fe; de San Gregorio I “El Iluminador”, Obispo y 
Apóstol de Armenia; de los Santos Mártires Víctor y Urso de Solothurn; 
de Santa Eusebia de Marsella, Virgen; Santa Sofía Romana, Viuda; de San 
Amadeo de Nusco, Obispo y Confesor; de San Simón de Crépy, Monje; y del 
Beato Conrado de Urach O. Cist., Abad y Obispo de Porto‐Santa Rufina. 
Tránsito de Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz OCD, y de 
San Francisco de Borja SJ.
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