Tomado de CONGREGACIÓN MARÍA REINA INMACULADA
«¿Qué es verdad?» (Juan 18:38). Esa es una pregunta interesante. La humanidad ha luchado con ella desde la caída de Adán y Eva. Una vez que perdimos aquellos dones que teníamos antes de la caída, la humanidad ha tenido que buscar (y luchar por) la verdad. Pilato, inconscientemente, fue directamente al quid de la cuestión cuando planteó su famosa pregunta a Cristo. Los Evangelios no registran respuesta alguna por parte del Hijo de Dios mientras estuvo delante de Pilato. Pero ¿qué debía contestársele? La Verdad ahí estaba, justo enfrente del juez romano, pero éste no la vio. El centurión de los Evangelios la había visto. Los apóstoles la habían visto. La mujer samaritana la había visto. La mujer que fue prendida en adulterio; la innumerable cantidad de inválidos, leprosos y ciegos que Cristo había curado; las tres personas que Él levantó de entre los muertos: todos habían visto la Verdad. La fe es un don que cada hombre debe optar por aceptar o rechazar. Pilato, desafortunadamente, eligió mal.
Pero, desde otro punto de vista, la verdad siempre ha sido un concepto difícil para el hombre caído. Se cree que antes de la caída, Adán estaba dotado de grandes facultades, las cuales no podemos imaginarnos ni remotamente. Él nunca tuvo que luchar con el cálculo, con las leyes fundamentales de la física o con el teorema de Pitágoras. Se cree que él tenía un conocimiento detallado de todos los procesos de la naturaleza. Su conocimiento de la ciencia, de la mecánica del mundo material: todo era perfecto sin necesidad de estudiar. Entendía todo, desde la estructura del átomo hasta las leyes que gobiernan el cosmos. Como dicen, él lo tenía todo.
Pero tras la caída, el hombre no fue intelectualmente más que una sombra pálida de su antiguo ser. El hombre fue en un tiempo el depósito de todo conocimiento y sabiduría; ahora debe sufrir y trabajar duro para comprender cualquier cosa. Y ni siquiera es necesario aludir a las interminables generaciones que se han esforzado mucho con la química orgánica. Cuando yo tenía dos o tres años, me tomó semanas aprender cómo amarrar mis zapatos sin que el conejito se quedara atorado bajo el condenado arbusto. Ahora ya tienen velcro. ¿Acaso no es típico de nuestra naturaleza humana buscar siempre un atajo?
Pero no existen atajos cuando se trata de la educación. En un mundo cada vez más sofisticado, existe una creciente necesidad por la educación y el aprendizaje. Dicho de otro modo, en un mundo que se oscurece cada vez más intelectualmente por la oscura noche del error, existe una creciente necesidad por la llama iluminadora de la verdadera educación. Cristo nos ha dado este imperativo: «Que brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, el de los cielos» (Mt. 5:16). Cristo nos ha pedido que seamos el modelo, que divulguemos el Evangelio de su verdad a todo el mundo. En la sociedad moderna, una de las mejores aseguranzas que tenemos de poder llevar a cabo ese mandato es consiguiendo una buena educación. Esta no es una empresa fácil. Todos los jóvenes católicos de hoy deben encarar un dilema difícil: necesitamos obtener una buena educación a fin de guiar a otros, por palabra y ejemplo, a la Verdad. Pero los mismos medios para obtener esa educación, a saber, las universidades y escuelas universitarias de hoy, representan una amenaza grave para nuestra fe católica. No es tarea fácil preservar los preciosos valores y creencias tradicionales que hemos recibido cuando estamos metidos de lleno en un ambiente que los ataca constantemente. Pero os aseguro, puede hacerse. Más aún, debe hacerse.
Quedarse sentado en casa y tomar un rol pasivo en el mundo actual simplemente no es una opción. Incluso para sobrevivir en tiempos modernos, si lo vemos desde un punto de vista material, requiere de una educación sana. Es muy difícil cuidar del alma propia cuando la necesidad apremiante es poner comida en la mesa familiar. Como dijo santo Tomás de Aquino, conviene tener una cantidad suficiente de bienes materiales, a fin de tener el tiempo y la capacidad para atender los menesteres de nuestras almas.
Quizá lo más importante, como trataré más adelante y con más detalle, sea lo absolutamente esencial de una educación sana para combatir las fuerzas del error en un nivel intelectual. Sin duda que ir a la universidad representa de suyo una amenaza a la salud del alma propia. Mas, esto no significa que debamos responder como el avestruz, enterrando nuestras cabezas en la arena y huyendo de los retos. Al contrario, debemos prepararnos para el reto de mantener viva la fe en un ambiente hostil. Los apóstoles y los primeros cristianos no retrocedieron ante la idolatría de Grecia y el libertinaje de Roma. Primero se formaron y luego enfrentaron el reto de divulgar el Evangelio a todas las naciones.
Cualquiera que intente hacerlo de otro modo, huyendo de los retos modernos; cualquiera que busque una huida pasiva, no entiende verdaderamente el llamado del Evangelio. A ellos se refería Cristo cuando habló del siervo que fue y enterró su talento. ¿De qué sirven los talentos escondidos y que nunca se usan? ¿De qué sirve un don que no es compartido para el beneficio de los demás? ¿De qué sirve la luz de la fe si se la esconde bajo el manto del respeto humano? El obtener una educación no es simplemente un medio imprescindible en la preparación para el reto de difundir la fe en el mundo moderno, sino que en sí es una oportunidad para difundir la luz de esa fe. Estos fueron los pensamientos que tuve cuando opté por ir a la universidad.
Una universidad pública
Mi primera decisión fue escoger una escuela. Fui a una universidad estatal en la zona donde vivía mi familia. Aunque había una universidad «católica» muy respetada más cerca de casa, me decidí por una escuela pública para evitar el modernismo y la herejía que hoy se enseñan en el sistema educativo superior católico. El obispo Fulton J. Sheen una vez aconsejó a un grupo de estudiantes católicos preparatorianos que les convendría ir a una escuela estatal donde tendrían la oportunidad de luchar por su fe, que ir a una universidad católica moderna donde lo único que obtendrían sería la versión diluida y modernista de la fe ya mascada para sus mentes desprevenidas. Eso fue hace 25 o 35 años; sin duda que hoy es peor.
«¿Qué es verdad?» (Juan 18:38). Esa es una pregunta interesante. La humanidad ha luchado con ella desde la caída de Adán y Eva. Una vez que perdimos aquellos dones que teníamos antes de la caída, la humanidad ha tenido que buscar (y luchar por) la verdad. Pilato, inconscientemente, fue directamente al quid de la cuestión cuando planteó su famosa pregunta a Cristo. Los Evangelios no registran respuesta alguna por parte del Hijo de Dios mientras estuvo delante de Pilato. Pero ¿qué debía contestársele? La Verdad ahí estaba, justo enfrente del juez romano, pero éste no la vio. El centurión de los Evangelios la había visto. Los apóstoles la habían visto. La mujer samaritana la había visto. La mujer que fue prendida en adulterio; la innumerable cantidad de inválidos, leprosos y ciegos que Cristo había curado; las tres personas que Él levantó de entre los muertos: todos habían visto la Verdad. La fe es un don que cada hombre debe optar por aceptar o rechazar. Pilato, desafortunadamente, eligió mal.
Pero, desde otro punto de vista, la verdad siempre ha sido un concepto difícil para el hombre caído. Se cree que antes de la caída, Adán estaba dotado de grandes facultades, las cuales no podemos imaginarnos ni remotamente. Él nunca tuvo que luchar con el cálculo, con las leyes fundamentales de la física o con el teorema de Pitágoras. Se cree que él tenía un conocimiento detallado de todos los procesos de la naturaleza. Su conocimiento de la ciencia, de la mecánica del mundo material: todo era perfecto sin necesidad de estudiar. Entendía todo, desde la estructura del átomo hasta las leyes que gobiernan el cosmos. Como dicen, él lo tenía todo.
Pero tras la caída, el hombre no fue intelectualmente más que una sombra pálida de su antiguo ser. El hombre fue en un tiempo el depósito de todo conocimiento y sabiduría; ahora debe sufrir y trabajar duro para comprender cualquier cosa. Y ni siquiera es necesario aludir a las interminables generaciones que se han esforzado mucho con la química orgánica. Cuando yo tenía dos o tres años, me tomó semanas aprender cómo amarrar mis zapatos sin que el conejito se quedara atorado bajo el condenado arbusto. Ahora ya tienen velcro. ¿Acaso no es típico de nuestra naturaleza humana buscar siempre un atajo?
Pero no existen atajos cuando se trata de la educación. En un mundo cada vez más sofisticado, existe una creciente necesidad por la educación y el aprendizaje. Dicho de otro modo, en un mundo que se oscurece cada vez más intelectualmente por la oscura noche del error, existe una creciente necesidad por la llama iluminadora de la verdadera educación. Cristo nos ha dado este imperativo: «Que brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, el de los cielos» (Mt. 5:16). Cristo nos ha pedido que seamos el modelo, que divulguemos el Evangelio de su verdad a todo el mundo. En la sociedad moderna, una de las mejores aseguranzas que tenemos de poder llevar a cabo ese mandato es consiguiendo una buena educación. Esta no es una empresa fácil. Todos los jóvenes católicos de hoy deben encarar un dilema difícil: necesitamos obtener una buena educación a fin de guiar a otros, por palabra y ejemplo, a la Verdad. Pero los mismos medios para obtener esa educación, a saber, las universidades y escuelas universitarias de hoy, representan una amenaza grave para nuestra fe católica. No es tarea fácil preservar los preciosos valores y creencias tradicionales que hemos recibido cuando estamos metidos de lleno en un ambiente que los ataca constantemente. Pero os aseguro, puede hacerse. Más aún, debe hacerse.
Quedarse sentado en casa y tomar un rol pasivo en el mundo actual simplemente no es una opción. Incluso para sobrevivir en tiempos modernos, si lo vemos desde un punto de vista material, requiere de una educación sana. Es muy difícil cuidar del alma propia cuando la necesidad apremiante es poner comida en la mesa familiar. Como dijo santo Tomás de Aquino, conviene tener una cantidad suficiente de bienes materiales, a fin de tener el tiempo y la capacidad para atender los menesteres de nuestras almas.
Quizá lo más importante, como trataré más adelante y con más detalle, sea lo absolutamente esencial de una educación sana para combatir las fuerzas del error en un nivel intelectual. Sin duda que ir a la universidad representa de suyo una amenaza a la salud del alma propia. Mas, esto no significa que debamos responder como el avestruz, enterrando nuestras cabezas en la arena y huyendo de los retos. Al contrario, debemos prepararnos para el reto de mantener viva la fe en un ambiente hostil. Los apóstoles y los primeros cristianos no retrocedieron ante la idolatría de Grecia y el libertinaje de Roma. Primero se formaron y luego enfrentaron el reto de divulgar el Evangelio a todas las naciones.
Cualquiera que intente hacerlo de otro modo, huyendo de los retos modernos; cualquiera que busque una huida pasiva, no entiende verdaderamente el llamado del Evangelio. A ellos se refería Cristo cuando habló del siervo que fue y enterró su talento. ¿De qué sirven los talentos escondidos y que nunca se usan? ¿De qué sirve un don que no es compartido para el beneficio de los demás? ¿De qué sirve la luz de la fe si se la esconde bajo el manto del respeto humano? El obtener una educación no es simplemente un medio imprescindible en la preparación para el reto de difundir la fe en el mundo moderno, sino que en sí es una oportunidad para difundir la luz de esa fe. Estos fueron los pensamientos que tuve cuando opté por ir a la universidad.
Una universidad pública
Mi primera decisión fue escoger una escuela. Fui a una universidad estatal en la zona donde vivía mi familia. Aunque había una universidad «católica» muy respetada más cerca de casa, me decidí por una escuela pública para evitar el modernismo y la herejía que hoy se enseñan en el sistema educativo superior católico. El obispo Fulton J. Sheen una vez aconsejó a un grupo de estudiantes católicos preparatorianos que les convendría ir a una escuela estatal donde tendrían la oportunidad de luchar por su fe, que ir a una universidad católica moderna donde lo único que obtendrían sería la versión diluida y modernista de la fe ya mascada para sus mentes desprevenidas. Eso fue hace 25 o 35 años; sin duda que hoy es peor.
Después de haberme matriculado, comenzó a apoderarse de mí un agradecimiento más profundo por mi educación católica, y por la enseñanza secundaria que recibí de los católicos tradicionales. Siempre estaré agradecido a mis padres por los tremendos sacrificios que hicieron para darle a mis hermanos y hermanas y a mí esa educación. Ha resultado ser una sólida base para mi fe. Una vez que entré a la universidad me di cuenta de cuán importante es la educación, y de cuánto debemos depender de ella. Quizá sirva aquí discutir algunas de las cosas que encontré en la universidad para demostrar qué tan importante es una buena educación católica.
En mi primer trimestre de universidad, me aconsejaron que comenzara a tomar los requisitos universitarios generales. Estos son una serie de cursos, en una amplia variedad de materias, que constituyen el núcleo de una típica educación en humanidades. La lista de cursos (y utilizo esa palabra holgadamente) de la cual se podía escoger era de suyo una denuncia de la educación superior en Norteamérica. Como señaló George Roche, presidente de Hillsdale College (Michigan), parece ser que los clásicos de la civilización occidental han sido echados por la ventana y sustituidos por personas del tipo de Jesse Jackson y los otros «iluminados» liberales de los últimos 30 años. Todas las obras de los «hombres blancos muertos» [En el original Dead white men, término acuñado por el movimiento feminista para designar despectivamente a los hombres blancos, particularmente europeos ya muertos, y que forma parte de su política de crear un nuevo enfoque femenino universal supuestamente superior. N. del T.], desde Aristóteles hasta Aquino y Jefferson, todos los avances culturales de la sociedad occidental de los últimos 3000 años, todas las cosas que han engrandecido nuestra civilización, todo ha sido trágicamente reemplazado por los principios modernos de la doctrina liberal. Hoy, todas las decisiones en la educación superior, desde a quién contratar y despedir hasta qué cursos enseñar, cómo enseñar y qué cosas pueden enseñarse, todas estas decisiones descansan sobre los dictados de lo que Irving Kristol llama la «impura trinidad» de raza, sexo y clase. Así, además de materias como «Una introducción a la macroeconomía» y «literatura norteamericana», mi lista de cursos disponibles contenía tales clásicos como «Estudios femeninos», «Historia chicana» y otros testimonios similares del triunfante ascenso de la humanidad de aquella «Edad Oscura». Las discusiones informales que tuve con compañeros de clase revelaron que los «Estudios femeninos» eran simplemente un frente para el feminismo radical y para vapulear a los hombres; mientras que los «Estudios chicanos» meramente suministraban una tribuna improvisada a los individuos malamente educados de linaje hispano para despotricar contra los supuestos abusos del imperialismo norteamericano. Preguntadle a cualquier estudiante de casi todas las universidades: el mensaje del frente es que el pluralismo está sano y salvo en las universidades. Pero ya divago.
Para mis primeras dos clases de requisito, escogí el curso de economía y «Una introducción a la ética». ¿Ética? ¿En una universidad moderna? ¿Qué estaba pensando? Como ya había tomado un excelente curso de ética en mi clase de filosofía en preparatoria (y fue el futuro obispo Mark Pivarunas quien la enseñó), me sentí lo suficientemente capacitado para tantear el terreno. Al final, y para sorpresa de nadie, las nociones que el profesor tenía de la ética contrastaban nítidamente con lo que me habían enseñado en nuestro curso de preparatoria sobre la filosofía escolástica de santo Tomás de Aquino. El programa de nuestro curso universitario incluía una perspectiva general de la filosofía de cinco escritores diferentes del periodo de la Ilustración. Pensaríais que con cinco intentos, uno de ellos podría presentar algo razonable. Pero estaríais en lo equivocado. Terminamos con cinco puntos de vista diferentes, y todos puramente humanísticos; no obstante, estaban en total contradicción respecto a qué cosa es la «moralidad» y en qué se basa. Ninguno acertó. Ellos simplemente habían demostrado cuánto puede desviarse un hombre cuando no sigue la luz de la gracia, la inspiración del Espíritu Santo y la guía de la santa madre Iglesia. «La luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que hace el mal, odia la luz y no viene a la luz para que no sean vituperadas sus obras» (Juan 3:1-20).
Pero en cierto sentido, este curso puso en evidencia de una manera clara y convincente lo absurdo y lo falaz de estas teorías humanistas. De alguna forma u otra, todos ellos estaban de acuerdo en un punto en particular: el concepto de la autoridad moral tiene su fundamento dentro del propio hombre. No hubo alusión a una fuente externa de la moral, no hubo referencia a Dios: claro, estos filósofos eran «ilustrados». En su lugar, cada uno de ellos dijo con palabras diferentes que la humanidad es la fuente de la autoridad moral. Así, desmienten colectivamente lo que cada uno enseña individualmente. Después de todo, aquí tenemos cinco filósofos distintos, que mantienen el origen humano de la moral; pero que al explicar de qué se trata dicha moral terminan dándonos cinco versiones distintas de ella. Todos discreparon en cuanto a lo que es la moral cotidiana. Pero, si todos son humanos, y la humanidad es la fuente de la autoridad moral, ¿cómo puede haber desacuerdos en cuanto a lo que es la moral? Esto de por sí refuta la suposición básica sobre la que descansan sus argumentos, a saber, que el criterio para la verdadera moral se halla en la humanidad, dentro de la sociedad humana colectiva.
Este análisis es una aplicación típica de la filosofía escolástica. En un argumento, si las suposiciones son correctas, y la lógica (la línea de argumentación) también lo es, la conclusión producida será correcta. Sin embargo, si el supuesto o la lógica son incorrectos, las conclusiones serán incorrectas. Esto es lo que aprendí del obispo Pivarunas cuando estudiaba preparatoria. Pero ninguno de mis compañeros de clase tuvo el privilegio de tomar ese mismo curso de filosofía católica. Algunos de ellos sintieron que lo que se nos enseñaba en «Una introducción a la ética» estaba mal, mas ninguno de ellos podía decir por qué estaba mal. Al final del curso, cuando se había terminado el último examen, una chica joven le dijo al profesor: «¿Y qué se supone que debemos llevar a casa de este curso? Todos estos filósofos discreparon acerca de lo que es la moral. Es decir, ¿cuál es la diferencia entre lo bueno y lo malo?». El profesor contestó: «Bueno, tomemos el aborto como ejemplo». Luego le preguntó a uno de los estudiantes: «¿Qué pensáis sobre el aborto?» La respuesta fue: «Es decisión de la mujer». Luego le preguntó a otro alumno: «Está bien, siempre y cuando sea en las primeras etapas del embarazo». Luego le preguntó a otro: «Es inmoral. Siempre es malo». Otro estudiante contestó: «Está bien si se trata de casos de violación o incesto». El profesor obtuvo una respuesta diferente por cada alumno que le contestó. Luego se volvió a la señorita que había preguntado sobre la diferencia entre lo bueno y lo malo: «¡Bien, ahí está! ¡ahí lo tenéis!». «Pero ¿qué queréis decir con eso?», preguntó ella. El profesor llevó las manos a su cara y presionó sus dedos contra su mentón. Todos comprendimos que esta era la señal de que iba a hacer una declaración final y definitiva. Tras una pausa dramática para impresionar, se volvió hacia la estudiante y dijo: «Si para ti es bueno, es bueno para ti. Mas si para ti es malo, entonces es malo para ti. Así de sencillo».
Ese fue el resultado de las diez semanas de investigación intensiva para descubrir la base de la moral. ¡Todo se redujo a eso! ¿Qué tan simple puede ser? Yo me hubiera quedado atónito sino lo hubiera previsto. Pero podía sentir, literalmente, la frustración de todos los demás estudiantes del salón. Eran jóvenes de 18 o 19 años que ya no estaban conformes con la regla de «porque yo digo» de siempre. Ellos tomaron esta clase porque eran sinceros, realmente buscaban una filosofía de lo bueno y lo malo sobre la cual podrían basar sus vidas. Dios sabe que hasta ese momento no la habían encontrado paseando en los centros comerciales, o escuchando rock pesado. Me tomé un momento para mirar alrededor del salón tras la revelación de nuestro profesor. Estudié los rostros de aquellos estudiantes: eran rostros que revelaban confusión, frustración y una creciente apatía. Después de haber hablado con ellos supe que habían ido a esa clase y que habían invertido tanto esfuerzo para tener un mejor entendimiento del verdadero significado de la vida. Y cuando sus sinceros esfuerzos fueron finalmente recompensados con el mantra del hippy radical («¡Si se siente bien, hazlo!»), supieron que les habían dado gato por liebre.
Tuve muchas otras experiencias igualmente instructivas en la universidad. Conocí a muchas feministas, a muchos liberales, pluralistas, ecologistas radicales y seguidores de casi todos los matices de error con los cuales hoy se disfraza la falsedad. Un ecologista que conocí abogaba todo, desde dinamitar presas hasta poner «químicos esterilizadores» en el sistema de agua potable municipal. Tuve maestros que utilizaban el salón de clases para defender «el derecho de la mujer para elegir». Vi cómo se invirtió el proceso científico en la clase de biología, pero solo en lo tocante a la evolución. Ya no se usan los nuevos indicios experimentales para ajustar la hipótesis que está bajo investigación, es decir, si esa hipótesis tiene algo que ver con la «evolución», aunque sea poco. En su lugar, los resultados experimentales se distorsionan de cualquier manera posible para apoyar la evolución. Sin duda, al mismo tiempo que se le alude como la «teoría» de la evolución, se le ha concedido la categoría de «ley» y se le coloca en el mismo nivel que con la gravedad de Sir Isaac Newton. Hay muchas otras cosas que me encontré en la universidad, desde los que defienden la homosexualidad hasta a los comunistas encubiertos, pero estoy seguro de que he dicho lo que quería decir. Cualquiera que se aventure a la esfera de la educación superior debe prepararse para lo que le espera.
Una universidad católica
Después de graduarme de la escuela universitaria, comencé mis estudios de posgrado en la Universidad de Notre Dame. Así tuve la oportunidad de comparar tanto la educación superior pública como la católica. En el curso de posgrado, los estudiantes por lo general solo toman clases en su disciplina, por lo que afortunadamente no llegué a escuchar las herejías de la Iglesia moderna. Sin embargo, he visto y oído lo suficiente para contaros algo de lo que un joven o una joven puede esperar en una universidad católica moderna.
Tengo muchos amigos que estudian en Notre Dame, en Saint Mary’s College y en Holy Cross College (Saint Mary’s es la escuela para mujeres contigua a Notre Dame, y Holy Cross es para estudiantes de tercer año que, al igual que Notre Dame, es asimismo dirigida por la Congregación de la Santa Cruz. Ambas facultades se encuentran cruzando la calle de la universidad, a muy corta distancia, y tienen fuertes afiliaciones con ella). He tenido muchas discusiones con ellos acerca de lo que se enseña en los cursos de teología, filosofía y sociología. Un compañero me habló de los debates que sostiene a diario con otros estudiantes y con su maestro, en los cuales ha tenido que defender la posición de la Iglesia respecto al aborto y el concepto del bien y el mal absolutos. Una chica que estudia teología como especialidad en St. Mary’s me contó de un incidente ocurrido en 1993, en el que una feminista renombrada fue invitada por la facultad de teología para que diera una conferencia a sus escolares. De las muchas declaraciones heréticas que hizo durante la discusión de mesa, la afirmación de que Nuestra Señora no fue una virgen es con mucho la más blasfema. Solo dos estudiantes protestaron. Nadie más hizo lo mismo. El solo pensamiento de que tan blasfema imprecación pudiera hacerse en una escuela que lleva el nombre de Nuestra Santa Madre es suficiente para causar náuseas.
Con solo hablar con varios estudiantes de estas facultades me he enterado de que muchos no creen en el infierno, y su concepto de la vida y la muerte recuerda, sospechosamente, a las creencias del misticismo oriental. El revisionismo histórico, aun en lo que se refiere a los acontecimientos históricos de la Iglesia más básicos, prolifera en Notre Dame y otras escuelas universitarias católicas. Una señorita con quien conversaba se sorprendió al saber que yo aún creía que ninguno de los apóstoles fue mujer (¡tal concepto era decididamente medieval!). Muchos estudiantes y maestros se han pasado los últimos años exigiendo que la administración universitaria reconozca a los grupos de gays y de lesbianas en el campus (dicho sea en su favor, la universidad se ha rehusado repetidas veces). Prácticamente ningún estudiante cree en el dogma de «fuera de la Iglesia no hay salvación». ¿Y por qué lo han de creer? Se les está enseñando algo distinto en sus clases de teología. El concepto de la infalibilidad papal también ha sido destrozado miserablemente antes de ser presentado a la clase. El resultado de todos estos errores es que un escolar ahora define su propio catolicismo, y puede aceptar o rechazar las enseñas eclesiásticas como estime conveniente.
Esta situación en la Universidad de Notre Dame puede remontarse a su expresidente, el Reverendo Padre Theodore Hesburgh. Su libro autobiográfico, God, Country, Notre Dame [Dios, patria, Notre Dame], es verdaderamente fascinante en muchos aspectos, y debería ser leído por todo estudiante católico tradicional que se ha matriculado en una moderna universidad católica. Un lector con criterio hallará, por debajo del texto superficial, una narración de primera mano de la lucha entre los liberales y conservadores en la iglesia por el control de la educación católica (los liberales ganaron). En el libro, esta lucha ideológica se encuentra perfectamente personificada por los choques entre el Padre Hesburgh y el Cardenal Ottaviani, defensor incondicional de la ortodoxia.
Una de las mayores victorias del campo liberal ocurrió en la «Conferencia Land O’ Lakes», celebrada en Wisconsin (1967). Fue organizada poco después del Concilio Vaticano II, y encarnó muy bien su espíritu revolucionario. Orquestada por el Padre Hesburgh, la conferencia fue una tentativa directa para librar a las universidades católicas en Norteamérica del control eclesiástico. Los liberales formularon la acusación de que la única manera de mantener la integridad académica e intelectual era cuando la mente estuviera libre de las restricciones de cualquier autoridad externa. Ellos acuñaron la frase «laicos o clericales», quizá en un intento por enredar las cosas, mas sus esfuerzos fueron una tentativa directa para ganar la independencia de la Iglesia. Esta afirmación de la libertad académica no es sino una sumisión al movimiento del librepensamiento renacentista.
Existen tantos elementos contradictorios en este tipo de pensamiento que es necesario delinearlos. Sobre todo, ¿cómo pueden estas universidades sostener una independencia de la influencia eclesiástica, y aún así seguir llamándose católicas? En segundo lugar, eso de independencia intelectual de toda autoridad es, en sí, una sumisión a otra autoridad, a la escuela del liberalismo librepensador (casi de igual manera, los que afirman que no hay moral crean una recién definida «moral del momento» propia y relativa, como ya se discutió arriba). Cuando estas universidades echaron por la borda las ideas de la Iglesia tradicional, crearon un vacío que, así como el día sigue a la noche, pronto se llenó con otras ideas y otro modo de pensar. ¿Y cómo no iba a ser así?
Pero ¿cuáles son las ideas que han tomado su lugar? Nuestra breve mirada hacia las escuelas universitarias y universidades católicas nos ha proporcionado una respuesta aleccionadora. Los dirigentes de la educación católica superior en Norteamérica han capitulado a los gritos estridentes que proclaman las modas pasajeras del día. La cantidad ha sofocado la voz de la razón, y los argumentos que al presente están de moda han reemplazado a las firmes y probadas enseñanzas de los siglos.
Hoy está en boga tener una «mente abierta», mientras que la adhesión al principio de la moralidad absoluta, la fidelidad a la totalidad de las enseñanzas eclesiásticas y una entrega inflexible a la verdad han sido rechazadas junto con la misa latina.
¿Cuánta apertura de mente hay en eso? Los liberales que hoy tienen el poder en las universidades católicas, o los internos que dirigen el manicomio, por así decir, están prontos a seguir el ejemplo de sus cohortes en las escuelas estatales acatólicas. Por cierto, tienen un concepto interesante de la «apertura de mente». Como dijo George Roche: «En algunos campus, la diversidad va desde el maoísmo hasta el estalinismo». Mientras que las ideas de los famosos «hombres blancos muertos» son criticadas constantemente, está prohibido ofender a las feministas, a los comunistas, a los búhos reales o a cualquier otro grupo protegido. Así, mientras ellos expresan estridententemente su autonomía de toda influencia eclesiástica, al mismo tiempo se encadenan servilmente a la implacable tiranía de lo socialmente adecuado. Ellos condenan a todo el que no abandona el estandarte de la enseñanza católica tradicional; con todo, exhiben una sorprendente presteza al ser los primeros en subirse al tren cuando se trata de abrazar a quienes profesan una «moral alternativa». Su inclusividad se extiende a todos, menos a los que tienen puntos de vista tradicionales o conservadores.
De este modo, en tanto muchos oradores y escritores han sido criticados, vilipendiados y condenados como «intolerantes», los liberales de todos y cada uno de los matices del pensamiento acatólico son invitados al campus con la aseguranza de liberalidad y tolerancia. Mientras yo estuve en Notre Dame, hemos tenido oradores en el campus del tipo de:
- Greg Louganis, el medallista de oro olímpico de los EE. UU. Pero no fue invitado por razón de sus logros atléticos. En años recientes ha reconocido públicamente que él es homosexual, y fue invitado a Notre Dame como defensor de los gays.
- El obispo P. Francis Murphy, obispo auxiliar de la arquidiócesis de Baltimore. Él pidió a gritos la ordenación sacerdotal de las mujeres.
Afortunadamente, también hemos tenido oradores conservadores, tales como William F. Buckley (hijo), gracias a ciertos grupos de estudiantes conservadores. Pero tales oradores siempre se las arreglan para atraer a los manifestantes, lo cuales son de tal apertura de mente que sólo escucharán a quienes no discrepen de sus puntos de vista.
Charles E. Rice, profesor de Derecho en la Universidad de Notre Dame, ha puesto de manifiesto, con gran perspicacia, las contradicciones de los liberales que al momento se encuentran afianzados en la dirección de la universidad. En un artículo publicado hace dos años en el periódico estudiantil The Observer, habla él de cómo la universidad ha citado la Conferencia Land O’Lakes para rehusarse a seguir ciertas enseñanzas de la Iglesia con respecto a las universidades católicas. Pero esta exigencia farisaica de independencia dio paso a una actitud servil cuando la interferencia vino del bando liberal. Ese año, un paquete de información del Departamento de salud de Indiana, una agencia estatal (de la cual la universidad asegura ser independiente), llegó al Centro de salud universitario. Fue el folleto liberal más reciente acerca de los peligros del SIDA, de cómo puede transmitirse, etc. La circular decía que las compañías deberían concientizar a sus empleados acerca de estos peligros, especialmente el peligro del sexo desprotegido. Debe fomentarse el uso del condón, es decir, la misma cantaleta de siempre. Aunque parezca mentira, la universidad (yo añadiría, la universidad católica autoproclamada libre de toda influencia) no selló el paquete con «influencia excesiva, regrésese al remitente, véase Land O’ Lakes». En vez de eso, se hizo un esfuerzo por cumplir con las proposiciones de la agencia estatal. Qué interesante es saber cómo funciona la mente liberal. Arden de indignación frente a cualquier intento por parte de la Iglesia de influenciar a la universidad católica, pero todos se apresuran a acatar la disciplina cuando la influencia viene del Estado liberal. Su escrupulosidad en seguir los dictados de los omnipotentes oráculos del sistema liberal parecen humillar incluso a Edipo. Como ya se ha dicho muchas veces antes, son un pozo negro de contradicciones.
Para mí, personalmente, es muy desalentador ver una universidad católica que he conocido y amado toda mi vida ser arrastrada hacia el modernismo por herejes. Mi familia ha compartido desde mucho tiempo la rica y santa tradición de Notre Dame, mucho antes de que ella estableciera una reputación de semillero de liberalismo. Esta reputación no es de la Notre Dame que yo amo, la Notre Dame de la cual me enorgullezco; eso no es lo que la Cúpula Dorada representa en mi mente. Deseo que los católicos de hoy pudieran conocer la Notre Dame del Padre Sorin, y los otros sacerdotes y hermanos franceses que le ayudaron establecer la universidad en 1842. Deseo que todo el mundo pudiera conocer al Padre Corby, el capellán de la Geurra Civil y presidente de la universidad, y la larga línea de fieles y devotos sacerdotes irlandeses que le siguieron como presidentes durante los primeros 100 años de la universidad. Cómo deseo hoy que Notre Dame aún abrazara aquello con lo que se la solía identificar cuando mi padre y sus hermanos caminaron bajo la sombra de la Señora de la Cúpula, hace más de 50 años. Así como los católicos tradicionales extrañan la Iglesia de los siglos, yo extraño la universidad que mantuvo la línea contra la marea de liberalismo en Norteamérica por más de un siglo. Cuando reflexiono sobre los paralelos entre nuestra Iglesia y mi universidad, me acuerdo de las antiguas palabras de san Atanasio, palabras que son igualmente poderosas y adecuadas hoy que lo fueron hace 1600 años: «¿Quién ha perdido y quién ha ganado en esta batalla: el que ocupa los edificios o el que guarda la fe?»
Recomendaciones
He hecho un esfuerzo por compartir con el lector algunas de mis experiencias en la educación superior, tanto en una universidad católica como en la estatal. Espero que con eso os haya convencido de los peligros inherentes en la persecución de una educación superior. De ningún modo quiero yo disuadir a nadie de conseguir una educación; al contrario, alentaría a los jóvenes a que vayan a la universidad, con tal de que sepan el esfuerzo requerido para proteger su fe católica. Es un gran reto para los jóvenes preservar hoy este don de la fe en las universidades. Hay tentaciones en todos lados. Por un lado se encuentra la soporífica presencia de tergiversaciones, mentiras e intolerancias contra los católicos conservadores; y por otro, quizá lo peor de todo, los numerosos ataques, tanto sutiles como explícitos, contra el corazón de sus creencias. Mantener la fe en su totalidad requiere un compromiso dedicado de todos los días:
- Este compromiso debe comenzar antes de que el estudiante salga por la puerta. Además, es vital una vida de oración. Para esa vida de oración son elementos indispensables la frecuentación de los sacramentos, el rezo del rosario, la fidelidad a las oraciones nocturnas y matutinas y estar consciente de la presencia de Dios durante el día.
- El estudiante también debe prepararse mentalmente para los ataques intelectuales que llegan rápida y furiosamente una vez que él o ella entra a clase. Con estas cosas se topa uno en casi todas las materias. Van desde los peligros fácilmente identificables (como las filosofías falsas en la clase de filosofía, los ataques contra la Biblia en la geología, la evolución atea en biología), hasta problemas más sutiles que se encuentra uno en historia, arte, gobierno y muchas otras disciplinas.
Estos ataques sutiles son más insidiosos porque casi destruyen silenciosamente la base, el fundamento, de nuestras creencias católicas. Esto hace que sea más difícil defenderse de ellas. ¿Cuántos estudiantes han perdido su fe sin siquiera saberlo? Puede que comience con una afirmación falsa en un libro de historia. O, más sutil aún, quizá la tergiversación de un hecho histórico: tanto más peligroso porque es una verdad a medias, así como una mentira a medias. O puede que sea simplemente un comentario de editorial acerca de algún suceso en la historia. Un estudiante que no esté preparado, y esté falto de sentido crítico, descubrirá que estas mismas ideas entran en su mente de manera desapercibida, y luego en su manera de pensar. Al final, comienzan a influenciar todo lo que cree, de manera que toda su perspectiva de la vida cambia. ¿Cuántos padres se han quedado pensando qué fue lo que sucedió cuando su hijo o hija anunció que él o ella ya no creen en Dios? ¡Cuántas veces todo comenzó con una pequeña y aparentemente insignificante idea!
- Amigos y compañeros. A los jóvenes católicos siempre se les ha
recalcado la importancia de las buenas compañías. San Martín de Tours,
cuando era niño, fue convertido a la fe por el buen ejemplo de sus
amiguitos cristianos. En la otra orilla del espectro, existen
innumerables ejemplos de gente que ha perdido su fe debido a la
influencia de las malas compañías. Hoy, en las universidades, se nos
aísla como católicos tradicionales. Extendidos por todo el país y
alrededor del mundo, a menudo no podemos confiar en los buenos amigos
que tuvimos en nuestra parroquia allá en casa. Ese aislamiento en
ocasiones puede ser abrumador. Pero ahora estamos en el umbral de la
Edad de Información. En las universidades, especialmente, tenemos los
medios de fácil acceso para minimizar ese aislamiento: ¡Internet!
Hace veinte siglos, san Pedro estableció el papado en Roma, en el corazón mismo del imperio romano. Con ello, fue capaz de explotar la ubicación central de la ciudad en medio del mundo conocido. También podía aprovecharse de las famosas calles romanas y de algunos de los mejores transportes que proporcionaba la época. Los papas, obispos y sacerdotes de la Iglesia primitiva utilizaron los medios de comunicación que el mundo proporcionaba e hicieron buen uso de ellos. Nosotros deberíamos hacer lo mismo. Tener amigos católicos tradicionales por medio del correo electrónico o por correspondencia normal es una oportunidad para fortalecer la propia fe cuando está bajo ataque continuo. Existe fuerza en los números. Casi todos los estudiantes universitarios tienen acceso al correo electrónico. ¿Por qué no aprovecharse de él?
- Elección de materias. El pluralismo abunda en las instituciones de
educación superior. La trascendental influencia de «raza, clase y sexo»
como determinantes en todas las decisiones administrativas ya ha sido
discutida. Junto con lo socialmente adecuado (eufemismo creado para
camuflar los excesos de la Policía del Pensamiento liberal), el
pluralismo ha generado una plaga que se filtra en casi toda disciplina
que se pueda imaginar. La sociología, la filosofía, las ciencias
políticas y la historia son, quizá, las más afectadas por este virus
mortal. Ahora todas las culturas, las religiones, las estructuras
sociales y sistemas de gobierno se ponen en plano de igualdad y se
presentan como si fueran prácticamente iguales en su valor intrínseco
para el hombre. Esto es tontería, por supuesto. Como señaló A. Henry III
en su excelente obra In Defense of Elitism [En defensa del elitismo]: «Es mucho mayor logro poner al hombre en la luna que atravesarse un hueso por la nariz».
Debemos defender y afirmar tenazmente y sin disculparse la superioridad de la cultura occidental y los valores y creencias tradicionales que encarna dicha cultura. ¿Por qué es tan importante esto? Porque los ataques contra la cultura occidental son ataques indirectos contra la Iglesia. Todos los grandes avances de la cultura occidental son producto directo de la influencia de la Iglesia Católica. Cuando Europa del norte fue invadida por los bárbaros, fue la Irlanda católica la que diseminó la influencia civilizadora de la fe de regreso al continente europeo. Cuando Cristobal Colón descubrió el Nuevo Mundo, fueron los ideales del catolicismo los que elevaron a las culturas nativas paganas del sacrificio humano y el culto de la naturaleza. Fue un deseo de divulgar estas ideas e ideales de la fe católica en regiones desconocidas lo que indujo a Colón a aventurarse a navegar el Atlántico en tres barcas de madera. Salvo los de mente pluralista o los revisionistas socialmente adecuados de nuestra época, no podemos poner en duda la entrega de Colón a la fe. Todo lo bueno en nuestro patrimonio cultural viene, de alguna forma, de la Iglesia, desde la erradicación de la esclavitud hasta los avances en la medicina. El conocimiento fue preservado en los monasterios de Europa cuando la ignorancia contagió al resto del mundo. A menudo se ha dicho que el origen divino de la Iglesia Católica puede demostrarse simplemente por este hecho: ninguna otra institución en la historia del mundo ha tenido tan profunda, civilizadora y enriquecedora influencia sobre la humanidad como la Iglesia.
Así que, regresando a la cuestión de la elección de cursos, es fácil ver cuáles cursos tendrán un valor compensador, y cuáles serán la misma propaganda liberal y revisionista de siempre. En las palabras de nuestro patrón George Roche: «... tened cuidado con la crítica de esto o la reevaluación de aquello o la revisión de cualquier cosa [...] Lo más probable es que sea un ataque contra el Occidente». El sentido común es una guía fidedigna en la elección de los cursos.
- Educaos vos mismo. Que no os satisfaga lo que se ofrece como
«educación» en el mundo moderno. Desde un punto de vista académico, la
mayoría de las cosas que se enseñan en las universidades modernas es
pura farsa. (En este caso hablo no de los libros de texto de física,
ingeniería y química, sino de «la filosofía, el patrimonio, la cultura y
los valores» de la educación humanística.) Los estudiantes
tradicionales de gran dedicación necesitan educarse a sí mismos en estas
áreas. Es nuestra generación, nosotros los jóvenes, la que tiene la
obligación de pasar la antorcha de la fe a las generaciones futuras. No
debemos esconder nuestra luz bajo el manto de la nada; no debemos
enterrar nuestros talentos. Es esencial que dejemos que nuestra luz
brille ante los hombres. Debemos entender cuán crítica es nuestra
educación, especialmente como católicos. Somos la primera generación de
salir de lo que muchos creen es la «gran apostasía» predicha por san
Pablo en su Epístola a los Tesalonicenses. Este es un momento decisivo
en la historia. Si el cuerpo de fieles, que ha sido alimentado
esmeradamente en los últimos veinte siglos, ha de sobrevivir en el
futuro, nosotros somos los encargados de ello, y debemos estar
consciente de esa responsabilidad. Debemos tomar conciencia de cuán
esencial es.
¿Y qué exactamente es lo que debemos transmitir? Obviamente la fe. Pero ¿qué constituye la fe? O, mejor dicho, ¿en qué forma se transmite la fe a los demás? Se transmite a través de ideas, a través del conocimiento. Después de todo, ¿qué es la fe sino un marco del conocimiento? ¿Qué es el conocimiento sino una acumulación de ideas, o, mejor aún, las ideas correctas? La fe se transmite mediante el conocimiento, y, por lo tanto, debemos ser cultos. La fe se defiende y protege por medio de ideas e ideales; por consiguiente, debemos adquirir esas ideas y esos ideales (repito, los correctos). Esto es el quid: para que la fe sobreviva y se transmita a los que vendrán después de nosotros, debemos educarnos. Y no hablo de «Estudios femeninos».
Repito, el quid es: «¿Cuáles ideas adoptaremos y transmitiremos? ¿Las de Aquino o las de Rousseau? ¿Las de Tomás Moro o las de Thomas Dewey? ¿Las de Abraham Lincoln o las de Bill Clinton?». Quizá, y al igual que muchas de las infames encuestas de hoy, mi pregunta contenga un indicio de la respuesta deseada. Debemos transmitir las ideas correctas; por consiguiente, debemos adquirir las ideas correctas.
Para hacer esto, debemos aprovecharnos de aquellos libros que contienen las ideas y verdades que esperamos transmitir. Para los jóvenes que se enfrentan a todo tipo de falsedades (desde el luteranismo, el marxismo y el neonazismo hasta el misticismo oriental y el ecologismo radical) en las universidades modernas, es imprescindible tener una biblioteca personal. Por otra parte, debemos educarnos en una gran variedad de materias. No es aconsejable entrar en la batalla de las ideas si no se tienen las armas. Quizá un buen comienzo sería unirse a una organización como el Club de Libros Conservadores de Norteamérica, donde se ponen a disposición muchos libros excelentes y educacionales cada mes. Otra cosa sería discutir estos buenos libros con vuestros amigos católicos conservadores. Compartir algunos libros y desarrollar una lista de lectura son buenos métodos para divulgar el conocimiento. Es muy difícil reunir tal lista de lectura porque muchos títulos excelentes y meritorios sin duda quedarán fuera, y todo porque simplemente no se pueden leer todos. Habiendo establecido ya una excusa para mí mismo, he aquí una lista parcial: .- The Closing of the American Mind, de Allen Bloom;
- Inside American Education, de Thomas Sowell;
- One by One, de George Roche;
- God and Man at Yale, de William F. Buckley, (hijo);
- Man and Woman, de Dietrich Von Hildebrand;
- A Nation of Victims, de Charles J. Sykes;
- The Content of our Character, de Shelby Steele;
- The Disuniting of America, de Arthur M. Schlesinger, (hijo);
- Legislating Immorality, de George Grant y Mark A. Horne;
- The Conservative Manifesto. de William Hennessy.
- Construid un punto de vista católico, alimentad una forma de pensar
católico. ¡Esto es absolutamente esencial! Esta necesidad se pone de
manifiesto si consideramos las flagrantes contradicciones inherentes en
el pensamiento liberal que dirige muchas de las universidades católicas
modernas. ¿Por qué han caído tan bajo los dirigentes de estas
universidades, tanto el profesorado como los administradores, en las
tenebrosas y turbias racionalizaciones que justifican estas
contradicciones? ¿Por qué satisfacen los caprichos de la Policía del
pensamiento de lo socialmente adecuado? ¿Por qué prevalecen las ideas
liberales sobre nuestras ideas católicas? Precisamente porque estas
ideas católicas, como lo es con todas la ideas, no pueden existir
congruentemente en una forma abstracta. Deben interpretarse dentro del
contexto de un punto de vista católico. Una vez que ese punto de vista
—el marco de referencia— se diluye, las ideas que descansaban en él
comienzan a debilitarse.
Todas las ideas deben de existir dentro de algún marco de referencia. En nuestro modo de pensar católico, la referencia es Dios. Tomen, por ejemplo, la idea del bien y el mal absolutos. La moral no existe simplemente por sí misma, sin algún punto de referencia. Debe tener un fundamento sobre el cual descansar, algo que le de autoridad. En nuestra vida cotidiana, ¿qué es lo que guía nuestras decisiones en lo referente a lo bueno y lo malo? Para el hippy, esto se reduce a lo que se siente bien para él en el momento. Para nosotros como católicos, es el Decálogo.
Y, entonces, ¿cuál es la diferencia entre un radical de los sesenta y un católico tradicional? La diferencia fundamental son estos dos marcos discrepantes de ideas. El hippy, que se guía a sí mismo, afirma que no hay referencia externa. Él realiza sus decisiones morales (si es que pueden llamarse así) basándose en su marco interno, independiente, egocéntrico y soberbio de ideas. El marco de referencia externo del católico tradicional, el Decálogo, se incorpora a su marco de ideas. Pero ¿porqué son los Diez mandamientos un punto fiable de referencia? ¿Qué es lo que les da su autoridad vinculante? Obviamente, su autoridad viene de su autor, Dios. Dios es el punto central de referencia para todas nuestras creencias. Él es el autor de nuestro marco de ideas. Él es el criterio externo y absoluto que no puede y no cambia por su naturaleza misma.
Muchos estudiantes críticos de la ilustración piensan que la Iglesia no quiere que nadie ejercite su libertad de pensamiento, que la Iglesia restringe la creatividad de la mente de la persona. Tal tontería, como información errónea, puede de plano desecharse fácilmente si se observa que la Iglesia ha sido el centro del saber por 2000 años. El hecho es que nuestra santa madre la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, el Espíritu de Sabiduría, entiende perfectamente la naturaleza humana, la naturaleza caída del hombre. Ella comprende que el hombre, en su estado caído, caerá en la falsedad con su solo razonamiento a menos que sea guiado por la gracia. Esto yo lo he visto. Es por eso que hay tantas ideas erróneas allá afuera en el mundo. «Todo el que hace el mal, odia la luz...». ¿Cómo es guiada la propia mente para determinar lo que es verdadero y lo que es falso? No podemos depender de nuestra naturaleza, puesto que está caída, sino que debemos confiar en algo que está fuera de nosotros. Debemos confiar en la Iglesia. ¿Y de dónde viene su autoridad? De Dios, el Creador. Repito, de cualquier forma que lo miréis, nuestro marco de ideas debe basarse en Dios. Nuestra referencia principal siempre regresa al Creador.
Cualquiera que tenga el don de la razón puede pensar. De ahí que tengamos tantas ideas y filosofías que saturan nuestra sociedad. Pero en la esfera de las ideas, ¿cuáles prevalecerán? ¿Cuáles adoptaremos? Nuestro marco de referencia católico nos dice que hay ideas buenas y malas, que existe el bien y el mal. No es suficiente con razonar y pensar nada más, independientemente de la verdad. Debemos razonar lógicamente y pensar correctamente. No debemos basarnos en los puntos subjetivos de nuestro propio intelecto imperfecto. Debemos confiar en la mente objetiva de la santa madre Iglesia. Como dice un viejo proverbio sueco: «La libertad para pensar es grande; pero el valor para pensar bien es mayor».
Conclusión
En tanto crecía, fui bendecido en tener dos padres devotos y dedicados que se aseguraron de que mis hermanos y yo tuviéramos una educación rigurosamente católica. Ellos realizaron tremendos sacrificios para que pudiéramos asistir a la misa latina y para asegurar que todos recibiéramos una educación católica tradicional. Mis padres entendieron a fondo la siguiente máxima: «la familia que ora unida, permanece unida», y nos guiaron en el rosario familiar todos los días.
Quizá el elemento más importante que se requiere para que un joven o una joven mantengan la fe tradicional cuando vaya a la universidad es una buena familia católica. Si siendo niños no adquieren esas creencias y hábitos básicos que todos debiéramos tener como católicos, no tendrán un fundamento firme del cual echar manos una vez que estén por su propia cuenta. El saludable y amoroso ambiente de un hogar católico tradicional es irremplazable. Los que esperan mantener la fe por su cuenta en medio de los males de nuestros días, tienen las probabilidades en su contra.
Esto deberían verlo los fieles jóvenes católicos de hoy y aceptarlo como un reto. Es nuestro deber no solo preservar la fe, sino transmitirla. La necesidad de padres jóvenes, virtuosos, calificados y fervientes es mayor hoy que nunca. Punto. El que diga otra cosa simplemente ignora las increíbles fuerzas puestas en orden de batalla contras las familias —todas las familias— en estos tiempos. Desde el feminismo hasta la homosexualidad, desde programas sociales que benefician a las madres solteras hasta los programas de entretenimiento antifamiliares y antiprogenitores que tienen como objetivo a los niños: todo ello es una arremetida calculada contra la familia sin paralelo en la historia humana. Este es nuestro reto. Este es el deber al cual Dios quiere que responda cada uno de nosotros. Los jóvenes católicos tradicionales de todas partes deben reconocer este hecho y cargar la responsabilidad de formar familias católicas sólidas para el futuro.
Los que esperan criar buenos católicos en el mundo moderno están aceptando un reto como nunca antes. Lejos de desanimarnos (después de todo, eso es lo que quiere el diablo), debemos echar mano de nuestra propia formación como adolescentes y de nuestra educación católica. Necesitamos prestar atención a los consejos y ejemplos de nuestros padres, de los que nos precedieron, para llegar a tener el valor de aceptar la tarea que nos espera. Necesitamos recurrir a los papas, a los líderes morales de la Iglesia para una guía clara y confiable en esta empresa. Los escritos de los papas de los últimos 150 años, desde Pío IX hasta Pío XII, son pertinentes de manera particular, ya que ellos vivieron más cerca de nuestra época, y estuvieron conscientes de los males presentes, podría decirse que hasta proféticamente. También debemos recurrir a los santos, a los líderes espirituales de la santa madre Iglesia. Ellos pueden ser una tremenda fuente de inspiración e intercesión, si bien son olvidados con mucha frecuencia.
Una vez que empezamos a ver quién está detrás de nosotros, quién está con nosotros, comienzan a gustarme las probabilidades. Pueden tener a todas las feministas furiosas, pueden tener a Rousseau y a Marx, pueden tener todo el misticismo oriental, el liberalismo, el humanismo y todas las modas efímeras del día. Nosotros nos quedaremos con el legado de veinte siglos de catolicismo. Nosotros confiaremos en la intercesión de los santos del cielo y de las pobres almas en el purgatorio. Nosotros nos pararemos sobre la Roca, y los 261 vicarios de Cristo que le han sucedido. Después de todo, tenemos la garantía del mismo Cristo: «...sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). Con santa Teresa de Ávila debemos decir un valor sereno pero confiado: «Yo y Dios hacemos mayoría». ¿Qué joven católico de hoy, tras reflexionar sobre el auxilio divino que tenemos a nuestra disposición, no se llenará de valor para aceptar los retos que nos esperan?
La pasividad ya no es una opción; debemos ser activos. El reto está ahí, y es mucho lo que está en juego para ser espectadores al margen. Cristo nos dice: «Todo el que no está conmigo está contra mí» (Lc. 11:23). ¿De parte de quién estaréis vosotros?
En tanto crecía, fui bendecido en tener dos padres devotos y dedicados que se aseguraron de que mis hermanos y yo tuviéramos una educación rigurosamente católica. Ellos realizaron tremendos sacrificios para que pudiéramos asistir a la misa latina y para asegurar que todos recibiéramos una educación católica tradicional. Mis padres entendieron a fondo la siguiente máxima: «la familia que ora unida, permanece unida», y nos guiaron en el rosario familiar todos los días.
Quizá el elemento más importante que se requiere para que un joven o una joven mantengan la fe tradicional cuando vaya a la universidad es una buena familia católica. Si siendo niños no adquieren esas creencias y hábitos básicos que todos debiéramos tener como católicos, no tendrán un fundamento firme del cual echar manos una vez que estén por su propia cuenta. El saludable y amoroso ambiente de un hogar católico tradicional es irremplazable. Los que esperan mantener la fe por su cuenta en medio de los males de nuestros días, tienen las probabilidades en su contra.
Esto deberían verlo los fieles jóvenes católicos de hoy y aceptarlo como un reto. Es nuestro deber no solo preservar la fe, sino transmitirla. La necesidad de padres jóvenes, virtuosos, calificados y fervientes es mayor hoy que nunca. Punto. El que diga otra cosa simplemente ignora las increíbles fuerzas puestas en orden de batalla contras las familias —todas las familias— en estos tiempos. Desde el feminismo hasta la homosexualidad, desde programas sociales que benefician a las madres solteras hasta los programas de entretenimiento antifamiliares y antiprogenitores que tienen como objetivo a los niños: todo ello es una arremetida calculada contra la familia sin paralelo en la historia humana. Este es nuestro reto. Este es el deber al cual Dios quiere que responda cada uno de nosotros. Los jóvenes católicos tradicionales de todas partes deben reconocer este hecho y cargar la responsabilidad de formar familias católicas sólidas para el futuro.
Los que esperan criar buenos católicos en el mundo moderno están aceptando un reto como nunca antes. Lejos de desanimarnos (después de todo, eso es lo que quiere el diablo), debemos echar mano de nuestra propia formación como adolescentes y de nuestra educación católica. Necesitamos prestar atención a los consejos y ejemplos de nuestros padres, de los que nos precedieron, para llegar a tener el valor de aceptar la tarea que nos espera. Necesitamos recurrir a los papas, a los líderes morales de la Iglesia para una guía clara y confiable en esta empresa. Los escritos de los papas de los últimos 150 años, desde Pío IX hasta Pío XII, son pertinentes de manera particular, ya que ellos vivieron más cerca de nuestra época, y estuvieron conscientes de los males presentes, podría decirse que hasta proféticamente. También debemos recurrir a los santos, a los líderes espirituales de la santa madre Iglesia. Ellos pueden ser una tremenda fuente de inspiración e intercesión, si bien son olvidados con mucha frecuencia.
Una vez que empezamos a ver quién está detrás de nosotros, quién está con nosotros, comienzan a gustarme las probabilidades. Pueden tener a todas las feministas furiosas, pueden tener a Rousseau y a Marx, pueden tener todo el misticismo oriental, el liberalismo, el humanismo y todas las modas efímeras del día. Nosotros nos quedaremos con el legado de veinte siglos de catolicismo. Nosotros confiaremos en la intercesión de los santos del cielo y de las pobres almas en el purgatorio. Nosotros nos pararemos sobre la Roca, y los 261 vicarios de Cristo que le han sucedido. Después de todo, tenemos la garantía del mismo Cristo: «...sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). Con santa Teresa de Ávila debemos decir un valor sereno pero confiado: «Yo y Dios hacemos mayoría». ¿Qué joven católico de hoy, tras reflexionar sobre el auxilio divino que tenemos a nuestra disposición, no se llenará de valor para aceptar los retos que nos esperan?
La pasividad ya no es una opción; debemos ser activos. El reto está ahí, y es mucho lo que está en juego para ser espectadores al margen. Cristo nos dice: «Todo el que no está conmigo está contra mí» (Lc. 11:23). ¿De parte de quién estaréis vosotros?
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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)