La Iglesia honra al Israel espiritual, puesto que le continúa y es su heredera.
La Iglesia ama al Israel carnal llamado a la conversión, busca a los hijos de ese pueblo como a sus hijos mayores, rebeldes pero aún amados.
La Iglesia defiende su propia razón de ser y sus derechos contra las pretensiones del judaismo talmúdico, contra su odio y sus persecuciones.
El Concilio quiere a todo precio, reconciliar a la Iglesia con el judaismo talmúdico. Para esto, camufló esta reconciliación asimilándola a la conversión del pueblo judío y fundamentándola sobre el reconocimiento de la herencia común con el Israel espiritual.
En otras palabras, el Concilio, sin hacer las debidas distinciones entre Israel espiritual e Israel carnal, y entre pueblo judío a convertir y judaismo farisaico y talmúdico, identifica estos dos últimos y les atribuye los beneficios espirituales del pueblo elegido (Israel espiritual), heredados por la Iglesia Católica.
De este modo, busca la unidad sobre una base religiosa común que supone aun existente, pero que de hecho, debido a la prevaricación de Israel, ya no existe.
Para ello, debe desmentir, silenciar o condenar todo aquello que niegue o se oponga a tal pretendida base religiosa común.
Juan Pablo II en su visita del 13 de abril a la sinagoga de Roma, reafirmó esta intención: los tres puntos que quiso destacar, del n.4 del documento Nostra Ætáte, señalan la falsificación de la Revelación y el abandono de la Tradición respecto a la Alianza, al deicidio y al antisemitismo.
Allí dijo:
«La religión judía no nos es extrínseca, sino que en cierto modo es intrínseca a nuestra religión. Por lo tanto, sois nuestros hermanos predilectos, y en cierto modo, se podría decir, nuestros hermanos mayores».
Más adelante:
«A los judíos, como pueblo, no se les puede imputar culpa alguna atávica o colectiva por lo que se hizo en la Pasión de Jesús…
Por lo tanto, resulta inconsistente toda pretendida justificación teológica de medidas discriminatorias o, peor todavía, persecutorias».
De donde se sigue como consecuencia:
«No es lícito decir que los judíos son reprobos o malditos…, sino que, más aun, hay que decir, citando a San Pablo, “que los judíos permanecen muy queridos por Dios, que los ha llamado a una vocación irrevocable”»
Lo que compromete todo este hermoso andamiaje del Concilio Vaticano II es la Cruz. Importuna, comprometedora Cruz de Cristo, escándalo para los judíos.
El Concilio ha trabajado mucho para evacuarla. En su prurito de amistad judaica, ha tratado de establecer la inocencia del judaismo en este negocio.
La redacción de 1964 del documento Nostra Ætáte prohibía decir que los judíos son culpables de deicidio.
Las palabras fueron retiradas de la redacción definitiva.
Ahora bien, en virtud de la unión hipostática, Aquel que ha sido crucificado en su naturaleza humana, es una Persona divina.
Hubo por lo tanto deicidio.
Entonces, hay que demostrar que no fueron los judíos.
El Concilio los lava de esta acusación en tres movimientos:
- Primero, sólo algunos de entre ellos estuvieron en el Gólgota.
- Segundo, no lo hicieron expresamente ni perfectamente conscientes.
- Tercero, son nuestros pecados, los pecados de todos los hombres, los que han causado la muerte de Cristo, y no los judíos.
La falsificación del evento y de su misterio es increíble.
Leamos lo que dice el mismo Concilio:
«Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras».
Juan Pablo II dijo:
«A los judíos como pueblo no se les puede imputar culpa alguna atávica o colectiva por lo que se hizo en la Pasión de Jesús… Ni indistintamente a los judíos de aquel tiempo, ni a los que han venido después, ni a los de ahora…».
«Ni indistintamente», es decir, no sin distinción.
Es claro que no se puede atribuir la muerte de Cristo indistintamente a todos los judíos.
Pero, ¿por qué el Concilio y el Papa no hacen las distinciones necesarias y señalan cuáles son los judíos culpables?
Por otra parte, el “indistintamente”, ¿recae también sobre los “judíos de hoy”?
Evidentemente que no. De haber querido decir eso el Concilio y Juan Pablo II tendrían que haberse expresado así: «… lo que en su pasión se hizo no puede ser indistintamente imputado ni a todos los judíos que entonces vivían ni a los judíos de hoy».
Entonces, para el Concilio y para Juan Pablo II los judíos de hoy no son para nada culpables del deicidio.
Ya veremos que no puede ser sostenida tal doctrina.
Una vez más, se rechaza toda la Escritura y la Tradición.
Juan Pablo II reafirmó esta mala doctrina en su discurso en la Sinagoga. Ellos lo quieren y así lo afirman; rechazan toda la enseñanza formal del Evangelio de San Juan y de las Actas de los Apóstoles.
La Sagrada Escritura atestigua bien el endurecimiento de todo este pueblo, que permanece solidario a sus autoridades que condenaron a Jesús y a la turba que aplaudía su muerte.
Lejos de arrepentirse, los judíos de ese tiempo, y todos los judíos de todos los tiempos, excepto los convertidos, han suscripto a este evento en la medida de su conocimiento.
He aquí la única distinción, ¡que el Concilio y Juan Pablo II no hacen!
Imputarles pues el deicidio, es confesar el hecho.
Veamos lo que nos dice el Evangelio de San Juan para que pueda servir como material de estudio en este tema: V, 15-18; VII, 1, 19, 25-26, 30, 44; VIII, 37, 39-40, 44, 59; X, 31-33, 39; XI, 49-50, 53; XII, 9-10; XVIII, 3, 12-14, 28, 31-32, 35; XIX, 6-7, 14-16.
Podemos ver también San Mateo XXVII, 20-26; San Lucas XXIII, 20-25; Act II, 22-23, 36; III, 13-15; IV, 8-12; V 28-32; VII, 51-53; XII, 26-29.
Leamos los textos más importantes:
- Jn. XIX, 6-7: «Luego que los pontífices y sus ministros le vieron, alzaron el grito, diciendo: “Crucifícale, crucifícale”. Diceles Pilato: “Tomadle vosotros y crucificadle, pues yo no hallo en El crimen”. Respondiéronle los judíos: “Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios”».
- Mt. XXVII, 20-26: «Entre tanto, los principes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron al pueblo a que pidiese la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. Volvió a preguntarles el presidente: “¿A quién de los dos queréis que suelte?”. Respondieron ellos: “A Barrabás”. Replicoles Pilato: “Pues, ¿qué mal ha hecho?”. Mas ellos comenzaron a gritar más, diciendo: Sea crucificado. Al ver Pilato que nada adelantaba, antes bien que cada vez crecía el tumulto, mandó traer agua agua y se lavó las manos a la vista del pueblo, diciendo: “Inocente soy yo de la sangre de éste justo; allá os lo veáis vosotros”. A lo cual respondiendo todo el pueblo, dijo: “Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, le entregó en sus manos para que fuese crucificado».
- Lc. XXII, 20-25: «Hablóles nuevamente Pilato, con deseo de libertar a Jesús. Pero ellos se pusieron a gritar, diciendo: “Crucifícale, crucifícale”. Él, no obstante, por tercera vez les dijo: “¿Pues qué mal ha hecho éste? Yo no hallo en Él delito ninguno de muerte; asi que, después de castigarle, le daré por libre”. Más ellos insistían con grandes clamores pidiendo que fuese crucificado; y se aumentaba la gritería. Al fin Piloto se resolvió a acceder a su demanda. En consecuencia dio libertad, como ellos pedían, al que por causa de homicidio y sedición había sido encarcelado, y a Jesús le abandonó al arbitrio de ellos».
- Jn. XIX, 14-16: «Era entonces la Preparación de Pascua, cerca de la hora sexta, y dijo a los judíos: “Aquí tenéis a vuestro rey”. Ellos, empero, gritaban: “Quita, quítale de en medio, crucifícale”. Díceles Piloto: “¿A vuestro rey he de crucificar?”. Respondieron los pontífices: “No tenemos rey sino el César”. Entonces se los entregó para que le crucificasen. Apoderáronse, pues, de Jesús, y le sacaron fuera».
- Act. II, 22-23, 36: «¡Oh hijos de Israel! Escuchadme ahora: A Jesús de Nazareth, hombre autorizado por Dios a vuestros ojos con los milagros, maravillas y prodigios que Dios por medio de Él ha hecho entre vosotros, como como todos sabéis, a este Jesús, dejado a vuestro arbitrio por una orden expresa de la voluntad de Dios y decreto de su presciencia, vosotros le habéis hecho morir, clavándole en la cruz por mano de los impíos… Persuádase, pues, certisimamente toda la casa de Israel, que Dios ha constituido Señor y Cristo a éste mismo Jesús al cual vosotros habéis crucificado».
La ignorancia no excusa a los judíos del deicidio. Santo Tomás de Aquino ya respondió a esta objeción hace más de 700 años (cfr. Suma Teológica, parte III, cuestión 47, art. 5, ad3)
Los judíos son deicidas, pero ¿qué judíos y en qué proporción?
En la exactitud y claridad con que sea resuelto este interrogante, se halla toda la verdad del tema que estamos analizando.
Justamente cuando se ha querido introducir el equívoco, es preciso iluminar el error con la verdad.
Para responder con precisión, hay que atender a la presencia y vinculación del pueblo de Israel con la causa condenatoria de Jesús.
En cuanto a la presencia, son responsables los jefes, los Pontífices, como instigadores morales, y el pueblo como nación, considerado no en cuanto a su totalidad numérica pero sí en su totalidad global y solidariamente comprometida en la iniquidad de sus jefes. (Jn XVIII, 35, XIX, 15; Mt XXVII, 25).
Esas mismas frases indican, además, una solidaridad nacional no sólo entre el pueblo de Israel presente y actor de los hechos, sino también con el ausente y posterior a ellos. Entre uno y otro hay una relación de continuidad moral voluntariamente aceptada, cuyo vínculo de unión es la ley de Moisés.
En virtud de la obediencia y sujeción a la Ley, todo aquel pueblo judío de entonces, representado jurídicamente por sus autoridades, estuvo moralmente unido e implicado en la responsabilidad del deicidio.
Del mismo modo, todo el pueblo judío actual que se considera unido y formando un todo con aquel en virtud de la Ley, queda comprometido en idéntica responsabilidad moral: “Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir».
Para no caer bajo esa acusación y culpa, deben desligarse positivamente del vínculo de la Ley y repudiar lo que en virtud de ella hicieron sus mayores al condenar a muerte a Jesús.
Si el pueblo de Israel actual acata todavía esa ley (en virtud de la cual Cristo fue condenado a muerte como blasfemo), lógicamente tiene que admitir también su aplicación particular al caso de Nuestro Señor Jesucristo.
Con lo cual todos los que se consideran sujetos a la Ley son, en alguna manera, voluntariamente deicidas, aunque en muy diversa proporción (depende del conocimiento y del consentimiento).
Otra forma de ver esta vinculación nacional en el hecho del deicidio, es a través de la solidarización que se hace del pueblo judío en todo lo que puede contribuir a engrandecerle y magnificarle a los ojos del mundo. Si la revelación, la fe, la elección, la adopción, la gloria y las promesas se aplican y convienen al pueblo a quien Dios hizo la promesa, es preciso no olvidar que, por lo mismo que ha renegado de Cristo (objeto de la promesa), está sujeto a la maldición de la Ley (Gal III, 7-10) y a las maldiciones del mismo Jesús (Mt XI, 10-24; Mt XXIII, 1-36; Lc XI, 37-52).
Así como la bendición y la gloria corresponden al pueblo que se mantuvo fiel a la promesa, así la maldición y la condenación se aplican al que, todavía después de casi dos mil años, sigue aferrado a la perfidia de sus mayores.
De su error el Concilio concluye:
“Los judíos no deben ser presentados como reprobados por Dios y malditos, como si esto se siguiese de la Sagrada Escritura».
La Iglesia siempre ha recordado que ninguna persona es maldita o reprobada aquí abajo, sino que está llamada a convertirse y entrar en la Iglesia por el bautismo.
Pero aquello que el Concilio quiere sugerir y hacer creer como la justa interpretación de las Escrituras, es otra cosa: que el judaísmo oficial y colectivo, la nación judía, la Sinagoga, ha podido cometer el crimen de deicidio, ha podido condenar a muerte a su Mesías y Dios y, sin embargo, persistir a través de los siglos en ésta perfidia sin ser objeto de reprobación y maldición, sin ser culpable de deicidio.
Esto es confundir los términos y, en este caso, mentir.
Los judíos que, por la fe en la promesa, reconocen a Cristo como Mesías y Dios, siguen siendo herederos de Abraham y verdadero pueblo de Dios.
Pero los infieles y prevaricadores, los que positiva y obstinadamente lo rechazan, como sus padres lo rechazaron, esos no son ni serán “pueblo de Dios” mientras dure su infidelidad; y, mientras tanto, son réprobos y malditos, lo cual no implica que lo sean eternamente.